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«Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto.» Tal es el abrupto comienzo, que nos sitúa de raíz bajo unas reglas distintas, de " La metamorfosis " , sin duda alguna la obra de Franz Kafka que ha alcanzado mayor celebridad. Escrito en 1912 y publicado en 1916, este relato es considerado una de las obras maestras del siglo xx por sus innegables rasgos precursores y el caudal de ideas e interpretaciones que desde siempre ha suscitado. Completan este volumen los relatos «Un artista del hambre» y «Un artista del trapecio».
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Seitenzahl: 128
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Franz Kafka
La metamorfosis
La metamorfosis
Un artista del hambre
Un artista del trapecio
Créditos
Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un monstruoso insecto. Se hallaba echado sobre el duro caparazón de su espalda, y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia.
–¿Qué me ha sucedido?
No soñaba, no. Su habitación, una habitación de verdad, aunque excesivamente reducida, aparecía como de ordinario entre sus cuatro harto conocidas paredes. Presidiendo la mesa, sobre la cual estaba esparcido un muestrario de paños –Samsa era viajante de comercio–, colgaba una estampa ha poco recortada de una revista ilustrada y puesta en un lindo marco dorado. Representaba esta estampa una señora tocada con un gorro de pieles, envuelta en un boa también de pieles, y que, muy erguida, esgrimía contra el espectador un amplio manguito, asimismo de piel, dentro del cual desaparecía todo su antebrazo.
Gregorio dirigió luego la vista hacia la ventana; el tiempo nublado (se sentían repiquetear en el cinc del alféizar las gotas de lluvia) le infundió una gran melancolía.
«Bueno», pensó, «¿qué pasaría si yo siguiese durmiendo un rato y me olvidase de todas las fantasías?». Mas era esto algo de todo punto irrealizable, porque Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual estado no le permitía adoptar esta postura. Aunque se empeñaba en permanecer sobre el lado derecho, forzosamente volvía a caer de espaldas. Mil veces intentó en vano esta operación; cerró los ojos para no tener que ver aquel rebullicio de las piernas, que no cesó hasta que un dolor leve y punzante al mismo tiempo, un dolor jamás sentido hasta aquel momento, comenzó a aquejarle en el costado.
«¡Ay, Dios!», se dijo entonces, «¡qué cansada es la profesión que he elegido! Un día sí y otro también de viaje. La preocupación de los negocios es mucho mayor cuando se trabaja fuera que cuando se trabaja en el mismo almacén, y no hablemos de esta plaga de los viajes: cuidarse de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular; relaciones que cambian de continuo, que no duran nunca, que no llegan nunca a ser verdaderamente cordiales, y en que el corazón nunca puede tener parte. ¡Al diablo con todo!».
Sintió en el vientre una ligera picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda, alargándose en dirección a la cabecera, a fin de poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le escocía estaba cubierto de unos puntitos blancos, que no supo explicarse. Quiso aliviarse tocando el lugar del escozor con una pierna; pero hubo de retirar ésta inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.
«Estos madrugones», se dijo, «le entontecen a uno por completo. El hombre necesita dormir lo justo. Hay viajantes que se dan una vida de odaliscas. Cuando a media mañana regreso a la fonda para anotar los pedidos, me los encuentro muy sentados, tomándose el desayuno. Si yo, con el jefe que tengo, quisiese hacer lo mismo, me vería en el acto de patitas en la calle. Y ¿quién sabe si esto no sería para mí lo más conveniente? Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese despedido. Me hubiera presentado ante el jefe y, con toda mi alma, le habría manifestado mi modo de pensar. ¡Se cae del pupitre! Que también tiene lo suyo eso de sentarse encima del pupitre para, desde aquella altura, hablar a los empleados, que, como él es sordo, han de acercársele mucho. Pero, lo que es la esperanza, todavía no la he perdido del todo. En cuanto tenga reunida la cantidad necesaria para pagarle la deuda de mis padres –unos cinco o seis años todavía–, ¡vaya si lo hago! Y entonces, sí que me redondeo. Bueno; pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que el tren sale a las cinco».
Volvió los ojos hacia el despertador, que hacía su tictac encima del baúl.
«¡Santo Dios!», exclamó para sus adentros.
Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente. Es decir, ya era más. Las manecillas estaban casi en menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama podía verse que estaba puesto efectivamente en las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Mas ¿era posible seguir durmiendo impertérrito, a pesar de aquel sonido que conmovía hasta a los mismos muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por lo mismo, probablemente tanto más profundo. Y ¿qué hacía él ahora? El tren siguiente salía a las siete; para cogerlo era preciso darse una prisa loca. El muestrario no estaba aún empaquetado, y, por último, él mismo no se sentía nada dispuesto. Además, aunque alcanzase el tren, no por ello evitaría la filípica del amo, pues el mozo del almacén, que habría bajado al tren de las cinco, debía de haber dado ya cuenta de su falta. Era el tal mozo una hechura del amo, sin dignidad ni consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además de ser muy penoso, infundiría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que llevaba empleado, no había estado malo ni una sola vez. Vendría de seguro el principal con el médico del Montepío. Se desataría en reproches, delante de los padres, respecto a la holgazanería del hijo, y cortaría todas las objeciones alegando el dictamen del galeno, para quien todos los hombres están siempre sanos y sólo padecen de horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su opinión no habría carecido completamente de fundamento. Salvo cierta somnolencia, desde luego superflua después de tan prolongado sueño, Gregorio se sentía admirablemente, con un hambre particularmente intensa.
Mientras pensaba y meditaba atropelladamente, sin poderse decidir a abandonar el lecho, y justo en el momento en que el despertador daba las siete menos cuarto, llamaron quedo a la puerta que estaba junto a la cabecera de la cama.
–Gregorio –dijo una voz, la de la madre–, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a marcharte de viaje?
¡Qué voz más dulce! Gregorio se horrorizó al oír en cambio la suya propia, que era la de siempre, sí, pero que salía mezclada con un doloroso e irreprimible pitido, en el cual las palabras, al principio claras, confundíanse luego, resonando de modo que no estaba uno seguro de haberlas oído. Gregorio hubiera querido contestar dilatadamente, explicarlo todo; pero, en vista de ello, se limitó a a decir:
–Sí, sí. Gracias, madre. Ya me levanto.
A través de la puerta de madera, la mutación de la voz de Gregorio no debió de notarse, pues la madre se tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este corto diálogo hizo saber a los demás miembros de la familia que Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa. Llegó el padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó:
–Gregorio, ¡Gregorio! ¿Qué pasa? –Esperó un momento y volvió a insistir, alzando algo la voz–: Gregorio, ¡Gregorio!
Mientras tanto, detrás de la otra hoja, la hermana se lamentaba dulcemente:
–Gregorio, ¿no estás bien? ¿Necesitas algo?
–Ya estoy listo –respondió Gregorio a ambos a un tiempo, aplicándose a pronunciar, y hablando con gran lentitud, para disimular el sonido inaudito de su voz. Tornó el padre a su desayuno, pero la hermana siguió musitando:
–Abre, Gregorio; te lo suplico.
En lo cual no pensaba Gregorio, ni mucho menos, felicitándose, por el contrario, de aquella precaución suya –hábito contraído en los viajes– de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia casa.
Lo primero era levantarse tranquilamente, arreglarse sin ser importunado y, sobre todo, desayunar. Sólo después de efectuado todo esto pensaría en lo demás, pues de sobra comprendía que en la cama no podía pensar nada a derechas. Recordaba haber sentido ya con frecuencia en la cama cierto dolorcillo, producido, sin duda, por alguna postura incómoda, y que, una vez levantado, resultaba ser obra de su imaginación; y tenía curiosidad por ver cómo habrían de desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy. No dudaba tampoco lo más mínimo de que el cambio de su voz era simplemente el preludio de un resfriado mayúsculo, enfermedad profesional del viajante de comercio.
Arrojar la colcha lejos de sí era cosa harto sencilla. Le bastaría para ello con abombarse un poco: la colcha caería por sí sola. Pero la dificultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse, podía haberse ayudado de los brazos y las manos; mas, en su lugar, tenía ahora innumerables patas en constante agitación y le era imposible hacerse dueño de ellas. Y el caso es que él quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fin dominar una de sus patas; pero, mientras tanto, las demás proseguían su libre y dolorosa agitación. «No conviene hacer el zángano en la cama», pensó Gregorio.
Primero intentó sacar del lecho la parte inferior del cuerpo. Pero esta parte inferior –que por cierto no había visto todavía, y que, por tanto, le era imposible representarse en su exacta conformación– resultó ser demasiado difícil de mover. La operación se inició muy despacio. Gregorio, frenético ya, concentró toda su energía y, sin pararse en barras, se arrastró hacia adelante. Mas calculó mal la dirección, se dio un golpe tremendo contra los pies de la cama, y el dolor que esto le produjo le demostró, con su intensidad, que aquella parte inferior de su cuerpo era quizá, precisamente, en su nuevo estado, la más sensible. Intentó, pues, sacar primero la parte superior, y volvió cuidadosamente la cabeza hacia el borde del lecho. Esto no ofreció ninguna dificultad, y, no obstante su anchura y su peso, el cuerpo todo siguió por fin, aunque lentamente, el movimiento iniciado por la cabeza. Mas, al verse con ésta colgando en el aire, le entró miedo de continuar avanzando en igual forma, porque, dejándose caer así, era preciso un verdadero milagro para sacar intacta la cabeza; y ahora menos que nunca quería Gregorio perder el sentido. Antes prefería quedarse en la cama.
Mas cuando, después de realizar a la inversa los mismos esfuerzos, subrayándolos con hondísimos suspiros, se halló de nuevo en la misma posición y tornó a ver sus patas presas de una excitación mayor que antes, si cabe, comprendió que no disponía de medio alguno para remediar tamaño absurdo, y volvió a pensar que no debía seguir en la cama y que lo más cuerdo era arriesgarlo todo, aunque sólo le quedase una ínfima esperanza. Pero al punto recordó que harto mejor que tomar decisiones extremas era meditar serenamente. Sus ojos se clavaron con fuerza en la ventana; mas, por desgracia, la vista de la niebla que aquella mañana ocultaba por completo el lado opuesto de la calle, poca esperanza y escasos ánimos debía de infundirle. «Las siete ya», se dijo al oír de nuevo el despertador. «¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla!» Durante unos momentos permaneció echado, inmóvil y respirando quedo, cual si esperase volver en el silencio a su estado normal.
Pero, a poco, pensó: «Antes de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya levantado. Sin contar que, entretanto, vendrá seguramente alguien del almacén a preguntar por mí, pues allí abren antes de las siete». Y se dispuso a salir de la cama balanceándose cuan largo era. Dejándose caer en esta forma, la cabeza, que tenía el firme propósito de mantener enérgicamente erguida, saldría probablemente sin daño ninguno. La espalda parecía tener resistencia bastante: nada le pasaría al dar con ella en la alfombra. Únicamente le hacía vacilar el temor al estruendo que esto habría de producir, y que sin duda daría origen, detrás de cada puerta, cuando no a un susto, por lo menos a una inquietud. Mas no quedaba otro remedio que afrontar esta perspectiva.
Ya estaba Gregorio a medias fuera de la cama (el nuevo método antes parecía un juego que un trabajo, pues sólo implicaba el balancearse siempre hacia atrás), cuando cayó en la cuenta de que todo sería muy sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas (y pensaba en su padre y en la criada) bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos por debajo de su abombada espalda, desenfundarle del lecho y, agachándose luego con la carga, permitirle solícitamente estirarse por completo en el suelo, en donde era de presumir que las patas demostrarían su razón de ser. Ahora bien, y prescindiendo de que las puertas estaban cerradas, ¿le convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado de su situación, no pudo por menos de sonreírse.
Había adelantado ya tanto, que un solo balanceo, más pronunciado que los anteriores, bastaría para hacerle perder casi por completo el equilibrio. Además, muy pronto no le quedaría otro remedio que tomar una determinación, pues sólo faltaban ya cinco minutos para las siete y cuarto. En esto, llamaron a la puerta del piso. «De seguro es alguien del almacén», pensó Gregorio, quedando de pronto suspenso, mientras sus patas seguían danzando cada vez más rápidamente. Un punto, permaneció todo en silencio. «No abren», pensó entonces, asiéndose a tan descabellada esperanza. Pero, como no podía por menos de suceder, sintiéronse aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se abrió. A Gregorio le bastó oír la primera palabra pronunciada por el visitante para percatarse de quién era. Era el principal en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar en una casa en la cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más trágicas sospechas? ¿Es que los empleados, todos en general y cada uno en particular, no eran sino unos pillos? ¿Es que no podía haber entre ellos algún hombre de bien que, después de perder aunque sólo fuese un par de horas de la mañana, se volviese loco de remordimiento y no se hallase en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no bastaba acaso con mandar a preguntar, por un chico, suponiendo que tuviese fundamento esta manía de averiguar, sino que era preciso que viniese el mismísimo principal a enterar a toda una inocente familia de que sólo él tenía calidad para intervenir en la investigación de tan tenebroso asunto? Y Gregorio, más bien sobreexcitado por estos pensamientos que ya decidido a ello, se arrojó enérgicamente del lecho. Se oyó un golpe sordo, pero que no podría propiamente calificarse de estruendo. La alfombra amortiguó la caída; la espalda tenía también mayor elasticidad de lo que Gregorio había supuesto, y esto evitó que el ruido fuese tan espantoso como se temía. Pero no tuvo cuidado de mantener la cabeza suficientemente erguida; se hirió y el dolor le hizo restregarla rabiosamente contra la alfombra.
–Algo ha ocurrido ahí dentro –dijo el principal en la habitación de la izquierda. Gregorio intentó imaginar que al principal pudiera sucederle algún día lo mismo que hoy a él, posibilidad ciertamente muy admisible. Pero el principal, como contestando brutalmente a esta suposición, dio con energía unos cuantos pasos por el cuarto vecino, haciendo crujir sus botas de charol. Desde la habitación contigua de la derecha, susurró la hermana esta noticia:
–Gregorio, que ahí está el principal.
«Ya lo sé», contestó Gregorio para sus adentros. Pero no osó levantar la voz hasta el punto de hacerse oír de su hermana.
–Gregorio –dijo por fin el padre desde la habitación contigua de la izquierda–, Gregorio, ha venido el señor principal y pregunta por qué no te marchaste en el primer tren. No sabemos lo que debemos contestarle. Además, desea hablar personalmente contigo. Conque haz el favor de abrir la puerta. El señor principal tendrá la bondad de disculpar el desorden del cuarto.
–¡Buenos días, señor Samsa! –terció entonces amablemente el principal.
