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El paisaje inhóspito y desfigurado por la lava puede tragarse a un hombre sin que los volcanes exhalen un solo suspiro. Islandia, 1686. Tras su inesperado compromiso matrimonial con Jon Eriksson, Rosa abandona su hogar para instalarse en la remota e inhóspita aldea de Stykkisholmur. Pero sus nuevos vecinos desconfían de los forasteros. Sobre todo, de una mujer que, como ella, procede de los misteriosos umbrales de la civilización. Pero Rosa también abriga sus sospechas. Su marido enterró a su primera esposa solo y en plena noche. Jon se niega a hablar de ello, pero le regala una figurilla de cristal cuyo significado Rosa no entiende. Los lugareños los miran no solo con recelo, sino con temor. Murmuran siniestras amenazas. Rosa intuye la presencia del mal. Aislada y lejos de su hogar, ve cernerse sobre ella la oscuridad. Y teme ser su próxima víctima. Con la Islandia del siglo XVII como escenario, con su trasfondo de juicios por brujería y turbulencias volcánicas, La mujer de cristal es un relato poderoso y apasionante acerca de la superstición y la salvación, el amor y el miedo. "Una novela de esas que literalmente no puedes soltar. Rica en misterio y superchería, me conquistó. Una novela increíble". Ali Land autor de Niña buena, Niña mala "Como una historia de miedo contada alrededor de una fogata. La mujer de cristal tiene tensión, es evocadora e inquietante. Ambientada en el invierno islandés, me enganchó desde el principio hasta el final" Tim Leach, autor de La sonrisa del lobo. "Inquietante, adictivo y bellamente dibujado". Cecilia Ekcack, autora de El invierno más largo "Un fantástico y atmosférico debut". The Times "Con una escritura intenta y una atmosfera magistralmente recreada, esta novela ofrece un vívido retrato de una comunidad en la que el miedo al forastero domina los corazones". The Daily Mail
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Seitenzahl: 500
Veröffentlichungsjahr: 2019
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
La mujer de cristal
Título original: The Glass Woman
Publicado originalmente por Penguin Books Ltd, London
© 2019, Caroline Lea
© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
© De la traducción del inglés, Victoria Horrillo Ledesma
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Dreamstime y Shutterstock
ISBN: 978-84-9139-377-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Primera parte
Rósa
Segunda parte
Rósa
Tercera parte
Jón
Rósa
Jón
Rósa
Jón
Cuarta parte
Rósa
Jón
Rósa
Jón
Quinta parte
Rósa
Jón
Rósa
Jón
Rósa
Sexta parte
Rósa
Jón
Rósa
Jón
Séptima parte
Rósa
Una semana antes
Jón
Glosario de palabras islandesas
Agradecimientos
Nota de la autora
Stykkishólmur, Islandia, noviembre de 1686
El día que tiembla la tierra, un cuerpo emerge de la panza del mar cubierto por una costra de hielo. Los dedos blancos se agitan como si estuvieran vivos.
Los hombres y mujeres de Stykkishólmur salen a trompicones al aire frío, lanzan maldiciones mientras los temblores arrojan terrones de turba sobre sus cabezas. Pero al ver el brazo haciéndoles señas desde el agua helada se paran en seco, boquiabiertos, dejando a medias las palabras.
Los hombres se lanzan adelante, gatean por los rugosos montículos de agua solidificada. Es un trabajo arduo. Él se afana entre los demás, la mano apoyada en la herida palpitante del costado. Cada sacudido de sus botas de piel de foca sobre el hielo le desgarra el aliento.
Detrás de él, la gente mira, a salvo sobre la nieve y la tierra helada. Nota cómo sopesan cada uno de sus pasos confiando en que el hielo ceda.
Recuerda cómo llevó el pesado cuerpo en la sábana enrollada, lastrado con piedras; recuerda cómo le dolía la herida mientras escarbaban entre la nieve y rompían el hielo con largas varas antes de arrojar el cuerpo dentro. El mar se lo tragó enseguida: un destello blanco esfumándose en la oscuridad. Pero el recuerdo del cuerpo pervivió, como las escenas salpicadas de sangre del final de las sagas: esos relatos ancestrales y ardorosos que se cuentan a los niños desde la cuna y que inculcan a todo islandés la comprensión de la violencia.
Seis días atrás, masculló una oración sobre el agua negra y luego regresaron afanosamente a la casa. Cuando menguó la luna, una costra de hielo había cubierto el agujero y, cuando la pálida penumbra del sol invernal tiñó el cielo, la nieve lo tapó por completo. Los elementos esconden un sinfín de pecados.
Pero en Islandia la tierra nunca está quieta. Los temblores quejumbrosos o la succión de las aguas debían de haber desalojado las piedras y el cuerpo ha aflorado, meciéndose, y se ha abierto paso entre las grietas del hielo. Y aquí está. Saludando.
Resbala y cae pesadamente, gruñe cuando el golpe contra el hielo le atraviesa, punzante, el costado. Pero debe seguir adelante. Se endereza con esfuerzo, gime de dolor. El hielo se rompe bajo sus botas. Debajo de él, el agua negra traga, infinita y hambrienta. Él avanza con cuidado.
«Despacio. Despacio».
La tierra se estremece otra vez. No es más que la sacudida de un perro mojado, pero basta para hacerlo caer de rodillas. El mundo se reduce a planchas de hielo rasposas, en constante movimiento. Yace boca abajo, jadeando, a la espera del crujido que resonará como un hueso al romperse. Será el último ruido que oiga antes de que el mar se lo trague.
El hielo se queda inmóvil. El mundo deja de temblar. Se hace el silencio.
Se pone de rodillas y los dos hombres que van a su lado hacen lo mismo.
Intercambian una mirada y él asiente. El hielo se queja. Debajo, la negra corriente se filtra como un secreto.
—¡Aprisa o se os llevará otro temblor! —grita alguien en la orilla.
Suspira y se restriega el pelo con las manos.
—Sería mejor dejarlo —dice uno de los hombres, alto y de ojos negros, como si estuviera hecho de la misma roca volcánica y cambiante que la tierra.
El otro, de piel clara y cabello rojo como un celta, asiente.
—Hasta la primavera. Con más luz, se derretirá el hielo.
Él se rasca la barba; luego menea la cabeza.
—Tenemos que sacarlo ahora… Tengo que sacarlo.
El más alto frunce el ceño, sus ojos oscuros se ennegrecen más aún.
—Volved —dice él—. No os arriesguéis.
Pero los otros hombres también menean la cabeza.
—Nos quedamos —dice el más alto quedamente.
La gente de la orilla sigue mirándolos: son diez personas, pero su nerviosismo y sus murmullos hacen que parezcan más. Se apiñan en grupos y mascullan, las bocas ocultas tras las manos cubiertas con mitones. Sus palabras forman grises vaharadas de sonido en el aire helado: el veneno circula como un miasma.
Ahora están más cerca del agua. El hielo se resquebraja bajo sus botas. Él levanta una mano. Se detienen.
Se tumba boca abajo y avanza despacio. Menos de un palmo por debajo de él, ve el abismo negro del mar. Delante de él, la figura envuelta en un sudario blanco se mece en el agua. Los dedos helados lo llaman, invitándolo a acercarse.
El hielo rechina los dientes.
Tantea con la guadaña y siente, con un arrebato de exaltación, que se traba en la ropa. Tira. El cadáver se acerca flotando; la mano pálida, tendida hacia su cara, oscila. Él se retira. Luego, la tela se rompe y se suelta de la guadaña. El cadáver se aleja.
—Déjalo —gruñe el hombre de cabello moreno.
Él vuelve a estirarse, tiende la guadaña. Sus músculos fríos protestan a gritos y su brazo se estremece sacudido por el esfuerzo. De un envión, la punta metálica traspasa la sábana. Él hace una mueca, como si el frío metal hubiera traspasado su propia piel; luego cierra los ojos, respira hondo y vuelve a empujar. La hoja se hunde en la carne.
Los otros dos hombres lo sujetan cuando empieza a tirar del cuerpo para sacarlo del agua. Una silueta oscura emerge despacio y cae salpicando sobre el hielo.
—Lo siento —dice con voz ronca.
Acarrean el pesado fardo por la banquisa, de vuelta a tierra.
Procura no mirar la mano muerta, que va rozando el hielo y la nieve medio derretida, como un niño recogiendo nieve para hacer con ella una bola. El humo de las hogueras de los predios cercanos dibuja garabatos negros en el aire gélido: oscuros signos rúnicos que se superponen al aliento blanco y nervioso de los aldeanos.
Al acercarse los hombres a la orilla, los aldeanos se adelantan, se agitan como ansiosas aves carroñeras, pugnando por ser los primeros en cebarse con este inesperado festín.
Largas son las pruebas que ha de soportar un hombre.
Proverbio islandés, de la Saga de Grettir el Fuerte
Skálholt, agosto de 1686
Rósa está sentada en el baðstofa de la casa de la que su madre y ella son, desde hace poco, las únicas dueñas. Un filo de viento se cuela por los huecos entre la pared de tepe y el ventanuco hecho con un pellejo de oveja blanquecino, despojado de su lana y estirado hasta hacerlo más fino y traslúcido que el costoso papel traído de Dinamarca.
Rósa se estremece cada vez que el viento tira de su túnica, pero se ciñe el chal sobre los hombros y se arrima más aún al hueco para aprovechar la luz mortecina.
Moja la pluma en el precioso pote de tinta.
Mi querido Jón Eiríksson:
Te escribo para suplicarte piedad y comprensión, marido mío.
Pétur, tu aprendiz, ha llegado hoy con tu amable regalo de tres vestidos de lana y me ha pedido que me reúna contigo en Stykkishólmur. Deseo ser una esposa servicial en este nuestro reciente matrimonio, pero me temo que no puedo reunirme contigo
Rósa se detiene, se muerde el labio y se arrebuja en el chal. Tacha el no puedo y escribe no voy a. Le tiembla la mano y aprieta tan fuerte que la punta de la pluma se rompe, salpicando de tinta sus palabras.
Le escuecen los ojos. Gime, hace una bola con el papel y lo tira al suelo.
—Recoge eso, niña —la reprende su madre desde la cama de enfrente con voz sibilante—. ¿Acaso somos más ricas que Niord, que podemos permitirnos derrochar buen papel y buena tinta?
Una tos estertorosa le borbotea del pecho.
—Perdóname, mamá. —Rósa sonríe con los dientes apretados, luego recoge el papel y lo alisa sobre su rodilla—. No se me ocurre… —Siente que le tiembla el mentón y se muerde el interior de la mejilla.
Su madre sonríe.
—Estás nerviosa, claro. Tu marido se hará cargo, da igual lo que escribas. Recuerdo cuando me casé con tu padre…
Rósa asiente en silencio. De pronto tiene una piedra en la garganta.
La sonrisa de Sigridúr se borra. Da unas palmadas sobre la cama, a su lado.
—Esto no es propio de ti. Siéntate aquí. Eso es. Bien, ¿qué te preocupa?
Rósa abre la boca para responder, pero no encuentra palabras para expresar la angustia aplastante que siente al pensar en abandonar su aldea para vivir con un desconocido al que de pronto ha de llamar «marido». Cuando piensa en él, no ve su cara, sino solo sus manos: fuertes y morenas. Se las imagina manejando los remos o retorciendo el pescuezo de un pollo.
De pronto Sigridúr la agarra de las manos.
—¡Basta ya de eso!
Rósa se pregunta por un momento cómo es que sus pensamientos eran tan visibles. Luego se mira las manos y se da cuenta de que, sin pensarlo, había empezado a trazar el vegvísir sobre su palma.
—¡Nada de runas! —sisea Sigridúr.
Rósa asiente y cierra los puños.
—Lo sé.
—No puedes saberlo. Has de recordarlo. Tu marido no es como era tu pabbi. No va a pestañear y a fingir que no ve lo que tiene delante de las narices. Delante de él solo debes citar versículos de la Biblia o himnos. Nada de runas, ni de sagas. ¿Entendido?
—No soy tonta, mamá —murmura Rósa.
A Sigridúr se le relaja el semblante y acaricia la mejilla de Rósa.
—No temas. Si te cansas de sus rezos, espera hasta que esté dormido y luego dale en la cabeza con su Biblia, échalo a dormir a la nieve y atranca la puerta.
Rósa sonríe a regañadientes.
Sigridúr suelta un bufido y añade:
—Para que se lo zampen los huldufólk.
Rósa levanta los ojos al cielo.
—Mamá, por favor. Ni siquiera en broma. Tú misma lo has dicho.
—No temas —dice Sigridúr—. Aquí nadie nos oye. —Hace una pausa y sus ojos relucen—. Además, los huldufólk prefieren comer niños.
—¡Mamá!
Sigridúr levanta las manos.
—He de reír mientras pueda, cariño mío. Casarte… —Tuerce la boca—. Y con un hombre de tan lejos…
Rósa siente agitarse de nuevo su angustia y la sofoca.
—Acuérdate, mamá, tepe nuevo para el tejado, un fogón grande, turba para quemar… Prende mucho mejor que el estiércol. Y, cuando lleguen los barcos de Copenhague, Jón comprará madera para ti. Imagínate, madera para forrar las paredes, mamá. Pieles en vez de lana tejida en casa. Estarás caliente todo el invierno. Con el tiempo, se te pasará esta infección.
—Tu pabbi te enseñó a discutir, de eso no hay duda. Y pensar que vas a ser la esposa de un pescador… ¡Qué desperdicio!
—No es un pescador corriente.
—Sí, el de bonði no es un título como para reírse de él. Sé que cultiva cebada en su granja y que comercia con los daneses. Oí su discurso, igual que lo oíste tú. Pintó una bonita estampa. Pero la gente dice…
—Eso son rumores, mamá, y no les prestaremos atención.
—Dicen que la primera mujer de Jón…
—Exageraciones.
Incluso a ella le suena áspera su voz, pero la distrae de la comezón que nota en las manos y los pies cada vez que piensa en estar a solas con ese hombre. Hace tres noches, soñó que su marido estaba tumbado encima de ella, pero tenía la cabeza y los hombros de un oso polar. Se inclinaba para besarla, abría las fauces de par en par y rugía. El olor a carne de su aliento le dio ganas de vomitar y se despertó con arcadas. Le preocupa que ese sueño sea un presagio y ha intentado una y otra vez escribir a Jón, retrasar su viaje a Stykkishólmur. Luego, sin embargo, escucha cómo le pita a su madre el pecho y se da cuenta de que ha tomado la decisión correcta. A veces, cuando cierra los ojos, no ve la cara de Jón sino la de otro hombre: una cara más familiar que la suya propia. Una mano que le aparta el pelo de la frente. Pero también sofoca esa idea y dice:
—No vamos a hablar de la primera mujer de Jón. Son chismorreos envidiosos que solo pretenden asustarme. Tú misma lo dijiste.
Sigridúr asiente despacio, mirándose las manos entreveradas de azul por el frío.
—Pero, aun así, Stykkishólmur está a cuatro días de camino a caballo. Es una tierra cruel, sobre todo después del duro invierno del año pasado… Dicen que hay en el mar témpanos de hielo que no se han derretido en doce meses. ¿Y por qué te quiere a ti?
—Cuántos cumplidos, mamá. Deja de alabarme o me inflaré tanto que no cabré en la casa.
Sigridúr sonríe.
—¡Calla! —dice—. Tú sabes que te tengo en un pedestal, pero… ¿por qué no ha elegido a una muchacha de su aldea?
Rósa se ha hecho la misma pregunta muchas veces, pero extiende el brazo y aprieta los dedos fríos de su madre.
—Debo de ser irresistible.
Sigridúr sonríe con tristeza.
—Tu pabbi habría sabido qué hacer.
—Yo también lo echo de menos.
Rósa la abraza, cierra los ojos y aspira aquel olor agrio a lana y sudor que le recuerda a su infancia.
Su padre, Magnús, obispo de Skálholt, murió hace casi dos años. Empezó con dolores de estómago y al cabo de un mes el vientre se le había hinchado como si estuviera encinta.
En la aldea se murmuró, cómo no, que era obra de alguna bruja que le guardaba rencor, enojada quizá porque hubiera prohibido las runas y los conjuros mientras que los obispos anteriores leían las sagas y la Biblia por igual. Magnús había desdeñado aquellos rumores, denunciándolos desde el púlpito y amenazando echar a los murmuradores de la iglesia. Aquello puso coto a las habladurías, pero no impidió que la enfermedad se extendiera por su organismo. Murió antes del solsticio, dejando escaso dinero y menos bienes a su mujer y su hija. Había vendido su próspera granja, con sus ventanas de cristal y sus paredes recubiertas de madera, y entregado el dinero para el mantenimiento de la iglesia porque prefería vivir en una casita estrecha, con la techumbre cubierta de hierba, como sus feligreses.
«Las riquezas alimentan el cuerpo, pero devoran el alma. Es mejor vivir humildemente, como Cristo».
En vida de él, sus vecinos habían sido generosos: además del diezmo semanal, les daban cerveza y carneros suficientes para mantener a la familia bien alimentada y crear un espejismo de prosperidad. Pero, tras la muerte de su pabbi, Rósa había tardado muy poco tiempo en comprender que su situación era desesperada.
Poco después, su madre contrajo un resfriado que borboteaba como un pantano sulfuroso cada vez que respiraba. Tumbada en el baðstofa por las noches, Rósa escuchaba las flemas que inundaban el pecho de Sigridúr y se acordaba de las lecciones de su pabbi acerca de los cuatro humores: si había demasiada agua en los pulmones, uno podía ahogarse en su propio cuerpo.
Veía a su madre consumirse y ahogarse al respirar, apergaminándose como una anciana, la piel grisácea, los ojos hundidos como cavernas. Sus deseos propios se marchitaron y su vida se redujo a un solo propósito: ayudar a su madre a sobrevivir.
El primer domingo de julio, un mes después de la muerte de Magnús, Rósa fue a la iglesia con intención de rezar pidiendo a Dios que la guiara. Esa mañana, su madre y ella se habían comido el poco skyr que les quedaba y eran demasiado orgullosas para pedir.
Camino de la iglesia se cruzó con Margrét, que estaba dibujando rayas en la tierra con un palo enfrente de su casa. Al oír los pasos de Rósa, se volvió y borró a toda prisa las rayas con el zapato.
—Solo era un versículo de la Biblia —dijo. Hizo una mueca y, adelantando la barbilla agresivamente, se remetió unos mechones de pelo gris bajo la cofia raída.
—¿Cuál? —preguntó Rósa sin poder refrenarse.
No era ningún secreto que Margrét no sabía leer ni escribir y que envidiaba el conocimiento de Rósa. Sin duda era una runa lo que estaba garabateando.
—Los Diez Mandamientos —le espetó Margrét—. En dibujos. No te sonrías tanto, Rósa. Te vi con ese jovencito tuyo.
A Rósa le pareció notar cómo el calor le subía por las mejillas.
—¿Qué jovencito? —preguntó.
—Conmigo no te hagas la tonta. Está por ahí, sacando tepe un domingo en vez de ir a la iglesia. A Páll habrá que atarlo en corto para que sea un buen marido.
—Pues busca a la chica con la que piensa casarse y díselo a ella. Quizá la encuentres cuando vayas a la iglesia, Margrét, en vez hacer dibujos frente a tu casa.
Echó a andar rápidamente, sin esperar respuesta. Escudriñó los campos en busca de Páll, pero no lo vio. Tampoco vio su cara entre las muchas que, al entrar ella en la iglesia, se volvieron a mirarla y luego se apartaron entre murmullos.
Los aldeanos se habían congregado para dar la bienvenida al recién nombrado obispo, Olaf Gunnarsson, y el calor de los cuerpos caldeaba la iglesia. La gente se removía, inquieta, mientras el obispo hablaba.
De pronto, Olaf pronunció el nombre de Rósa, la hija del gran obispo Magnús. La hizo subir al púlpito de madera mientras todos la miraban. Ella se los imaginó juzgando lo delgada que estaba. En cuanto el obispo la dejó marchar, corrió de vuelta a su banco y al fin pudo respirar cuando las miradas de un centenar de aldeanos dejaron de posarse en ella.
Pero, al levantar la vista de nuevo, tuvo la sensación de que todavía había alguien observándola. Miró a su izquierda y allí estaba: un forastero en la aldea en la que conocía a todo el mundo por su nombre.
Era un hombre gigantesco: la musculatura de sus brazos tensaba la tela de su jubón. Tenía la piel atezada, como si pasara mucho tiempo a la intemperie. Una espesa barba cubría casi por completo su boca, de modo que Rósa no alcanzaba a ver su expresión.
Ella bajó los ojos. Cuando volvió a levantarlos, el desconocido seguía mirándola con fijeza.
Después del oficio, se marchó rápidamente. No hizo falta que Rósa preguntara para enterarse de quién era: todo el mundo hablaba de él. Jón Eiríksson era un próspero pescador, granjero y comerciante de Stykkishólmur. Un hombre hecho a sí mismo y poderoso. Desde la muerte del jefe de aquellos contornos, actuaba además como bonði encargándose de los muchos asuntos legales y eclesiásticos de la demarcación desde su heredad, pues no había iglesia en su minúsculo asentamiento. Iba de viaje hacia el sur para comprar una nueva vaca y había hecho un alto en la aldea de Rósa. En la iglesia de Skálholt no se hablaba de otra cosa.
Al viejo Snorri Skúmsson le temblaba la barba blanca de la emoción. Cuando se inclinó hacia ella, Rósa pudo ver la telaraña de venillas rojas que cubría su nariz.
—Ha dado a entender que ha venido a saludar al obispo Olaf y a presentarle sus respetos, pero no engaña a nadie, claro —dijo Snorri con una risilla astuta—. Su mujer murió, y está buscando una nueva. Es la comidilla de todo el mundo. Todos hemos visto cómo te miraba, Rósa. Y no vas a quedarte en la iglesia ahora que tu pabbi ha muerto. Menos mal. ¡Mujeres que leen! ¡Bah!
Rósa se retiró (¿sería el mal aliento señal de podredumbre interior?), pero compuso una sonrisa.
—Tus hijas son mucho mayores que yo. Quizá deberías aprovechar la oportunidad y casar a alguna de ellas.
Snorri la miró boquiabierto mientras ella hacía una reverencia y salía corriendo colina abajo antes de que el viejo pudiera responder. Su madre estaría orgullosa de ella; Pabbi, no tanto.
Escudriñó de nuevo las lomas y los campos en busca de las anchas y familiares espaldas de Páll, pero no lo vio por ninguna parte. Los demás aldeanos desfilaron hacia sus casas. Algunos la saludaban al pasar y se volvían luego hacia sus vecinos, cuchicheando. Rósa apretaba los dientes y se obligaba a contestar. Aquello —los cuchicheos y las especulaciones— venía ocurriendo desde la muerte de pabbi. A veces Rósa se sentía como si estuviera desnuda en medio de una ventisca y todo el mundo en la aldea la señalara mientras tiritaba.
Entonces se le acercó Hedí Loftursdóttír y le puso un terrón de musgo en las manos. Tenía la cara pálida y sus ojos azules claros se movían sin cesar a derecha e izquierda.
—Para tu mamá. Aliviará su resfriado.
Rósa asintió con la cabeza y sonrió. Tal vez algunas personas aún se apiadasen de ella. Pero antes de que pudiera tomar aliento para dar las gracias a Hedí, la muchacha se alejó corriendo, con la cabeza gacha, como si Rósa fuera portadora de una horrible enfermedad.
Allá arriba, el cielo era un gran ojo azul abierto de par en par. Cuando clareara, cerca de la medianoche, el sol rozaría el filo del horizonte, hundiéndose apenas, y en un abrir y cerrar de ojos volvería a emerger derramando una media luz lechosa.
A lo lejos se agazapaba el Hekla, como una mesa volcada. Escupía humo y cenizas al cielo, y de cuando en cuando vomitaba rocas negras y lava que enterraban los campos y a sus habitantes en varias millas a la redonda. Se sabía que el Hekla era la puerta de entrada al infierno. En Islandia todos lo temían y muchos preferían morir a vivir en sus contornos, donde su vista alcanzara a verlo. Rósa, en cambio, no se imaginaba viviendo en otra parte.
Porque eso significaría dejar a su madre. Y a Páll.
Dobló los dedos estrujando el terrón de musgo y sintió el olor de las cenizas muertas, como una negra promesa que las montañas renovaran cada día: «Nosotras perviviremos».
Había algo reconfortante en aquella obstinación implacable. Se acabó el pensar en fantasmas y espíritus. Se acabó el pensar en marcharse.
Dos días después del oficio religioso, llamaron a la puerta de la casa. Rósa sabía ya quién era: en Skálholt nadie llamaba nunca a la puerta.
No le había dicho nada a su madre de lo ocurrido en la iglesia, ni de aquel forastero de anchos hombros, y al oír que llamaban se quedó de piedra.
Sigridúr se rebulló y tosió, y luego lanzó una mirada malhumorada a la puerta, como si la madera tuviera alguna culpa por haberla despertado.
—¡Por los dientes de Cristo! —masculló—. Abre la puerta, Rósa, ¿quieres?
Ella se fingió absorta en su labor de punto. Tocaron otra vez. Rósa permaneció inmóvil y su madre, tosiendo aún, señaló la puerta.
Rósa suspiró, dejó la labor y abrió la puerta. Al súbito resplandor de la luz, solo alcanzó a distinguir una figura alta y barbada.
—Komdu sælar og blessaðar.
Jón tenía la voz grave.
Ella se protegió los ojos de la luz con la mano.
—Komdu sæl og blessaður.
Sigridúr se revolvió en la cama.
—Si es algún comerciante —gruñó—, cierra la puerta. Hemos vendido las dos vacas y todas las ovejas de las que podíamos prescindir. No puedo deshacerme de nada más.
—Es una visita, mamá —murmuró Rósa—. Un hombre.
Se volvió luego hacia la ancha figura del umbral y sonrió.
—Discúlpanos. Mi madre desconfía de los extraños desde que murió pabbi. Pero tú eres Jón Eiríksson, bonði de Stykkishólmur.
Él inclinó torpemente la cabeza en un gesto que Rósa interpretó como una reverencia.
—Así es. ¿Puedo pasar?
El destello de sus dientes blancos entre su barba negra suavizó sus rasgos.
Rósa le devolvió la sonrisa a pesar de que el corazón le martilleaba en el pecho.
Sigridúr frunció los labios y luchó por incorporarse.
—Tendrás que perdonarnos. Mi esposo murió hace poco y…
—Lo lamento.
Sigridúr inclinó la cabeza escuetamente.
—Tu esposa también ha muerto, dice la gente.
Él suspiró.
—Hace dos meses.
—¿Tan poco? Y tengo entendido que la enterraste en plena noche y que al día siguiente saliste a pescar. Como si su muerte te apenara menos que la de un perro.
—¡Mamá! —exclamó Rósa escandalizada.
—Es la verdad. Mira su cara.
Jón juntó las manos como si rezara.
—La enterré solo, es cierto. No…
Suspiró y se rascó la barba. Tenía la cara castigada por la intemperie, la boca enmarcada por dos surcos profundos, y sus ojos eran opacos como una puerta cerrada a cal y canto.
—Mi mujer enfermó de repente. Eso me… trastornó. Era de cerca de Thingvellir y tenía pocos amigos en mi asentamiento.
Rósa levantó la mano.
—Te pido disculpas. Mi madre está todavía de luto y… Tenemos muy presente la ausencia de pabbi, todos los días.
Señaló con un gesto la techumbre combada de la casa y las vigas rotas, para cuya reparación hacía falta madera importada. Él era demasiado educado para mirar abiertamente esos indicios de pobreza, pero asintió comprensivo.
—Pero no creas que tienes que dar explicaciones —prosiguió ella—. «Todos hemos pecado y faltado a Dios en su gloria».
—Así es. —Su semblante se animó y su voz sonó cálida.
Sigridúr soltó un bufido. Cuando vivía Magnús era más reservada, pero desde su muerte le traía sin cuidado lo que pensaran los demás.
Jón, sin embargo, no pareció ofenderse. Infló las mejillas y exhaló un chorro de aire.
—Como cualquier hombre, tengo enemigos dispuestos a difundir rumores. Pero, creedme, lloré la muerte de mi esposa. Me dolió no poder ayudarla.
Incluso Sigridúr tuvo la prudencia de refrenar su lengua.
Él se volvió hacia Rósa.
—El obispo Magnús era un hombre virtuoso, me han dicho. Un buen hombre con una buena familia.
Sigridúr volvió a fruncir el ceño.
—Como puedes ver.
Un silencio pesado se instaló entre ellos.
—Rósa —dijo Sigridúr sin apartar los ojos de Jón—, trae comida y bebida para nuestro invitado.
Rósa cruzó la cortina de cuero de vaca que daba acceso a la despensa, desde donde todavía podía oírlos. La voz chillona de su madre la hizo dar un respingo.
—Deberías ir a visitar a Margrét. Tiene ovejas e hijas, las dos cosas. Estoy segura de que de buena gana las cambiaría por unos cuantos codos de lana, o por su peso en pescado seco.
Rósa puso un poco de skyr en un cuenco, sirvió dos jarros de cerveza y volvió apresuradamente al baðstofa.
Sigridúr tenía los labios fruncidos.
—Estoy cansada —dijo, y señaló la puerta—. Gracias por tu visita. Bless.
Jón inclinó la cabeza.
—Bless. Siento haberos molestado.
Se volvió para marcharse.
Rósa miró a su madre, enojada.
—¿No vas a quedarte? Tenemos skyr y cerveza…
—No, gracias. Bless.
Cruzó la puertecita agachando la cabeza y desapareció.
En cuanto se hubo marchado, Rósa se volvió hacia su madre.
—¿Se puede saber por qué has sido tan desagradable?
—No eres una vaca, ni ese hombre puede hacer una oferta para comprarte. —Sigridúr entornó los ojos—. Puede que tú hagas oídos sordos a lo que dice la gente, Rósa, pero una mujer ha de ser prudente si quiere llegar a vieja. Dicen que le cortó la mano a un mercader que lo engañó. Y que hizo quemar a un hombre de su aldea por brujería. Y su mujer…
—Su mujer murió de unas fiebres, mamá. Lo demás son habladurías.
—Solo una niña no vería la negrura que hay en ese hombre. —Sigridúr volvió a hundirse en la cama tosiendo—. La lleva pintada en la cara. Su esposa acaba de morir y ya anda buscando otra.
Una vocecilla susurró esa misma idea en la mente de Rósa, pero aun así se arrodilló y tomó las manos de su madre.
—Sería un buen partido.
—Tonterías. Se te pudrirá el cerebro. Piensa en tu escritura. Además —dijo Sigridúr con una sonrisa—, eres demasiado voluntariosa para casarte.
—Intentaré ser… obediente. Y el matrimonio no me impedirá leer o escribir.
Le tembló la voz al pensar en los trozos de pergamino que había escondido bajo su colchón. Contenían anotaciones apresuradas acerca de una nueva saga, parecida a la de Laxdæla, solo que en la suya la heroína no mataba ni moría por amor. Sin duda su marido no se opondría a que escribiera de vez en cuando. Incluso Magnús, que despreciaba todo lo ancestral, consideraba errónea la creencia de que escribir narraciones o poemas fuera una forma de brujería. Creía además que, a falta de un hijo varón, debía enseñar a leer y escribir a su hija, a pesar de que sus vecinos murmuraran cuando veían a Rósa inclinada con una pluma y un pergamino.
Sigridúr le acarició el pelo.
—Bendita sea tu inocencia. Un hombre como ese te prendería fuego por los pies si escribieras una sola palabra. Además, teniendo que atender una granja no te quedaría tiempo para nada, aparte de comer y dormir. Y yo nunca te vería. No. No quiero ni oír hablar del asunto. Te quedarás aquí.
—Jón es rico…
—También lo era Odd, el de la Saga de Bandamanna —rezongó Sigridúr—, y llevaba el infortunio allá donde iba.
Sigridúr la convenció de que no podía ser. Él era demasiado viejo, demasiado raro y vivía demasiado lejos. Además, aquel hombre cambiaba de mujer como de camisa.
Pero el final del verano trajo nieve a destiempo y un aliento frío sopló sobre la aldea. Pasaban las noches acurrucadas junto al fuego, quemando valiosas velas de sebo para darse calor y zurciendo prendas tan remendadas que ya casi eran solo remiendos. El hambre se les retorcía en las tripas y les arañaba las entrañas. Sería otro duro invierno.
Cuando la tos de Sigridúr empeoró y empezó a sonarle el pecho como si cada vez que respiraba tuviera un pantano dentro, Rósa comenzó a tener pesadillas en las que su madre se asfixiaba por la noche, o moría de hambre o frío. Otro augurio, quizá.
Buscó una piedra grande y plana y, sirviéndose de un tizón del fuego, dibujó el símbolo protector del vegvísir y lo puso bajo el colchón de paja de su madre. En realidad, la runa solo surtía efecto si se dibujaba con sangre en la frente, pero, temerosa de las murmuraciones, escondió la piedra con la esperanza de que envolviera a Sigridúr en una red protectora.
Sabía, sin embargo, incluso mientras escondía la piedra, que la verdadera solución estaba al alcance de su mano: el calor y el alimento eran lo único que podía restablecer la salud de su madre.
Pero cada vez que pensaba en el rostro de Jón, se estremecía.
Al final fue Bjartur, el pabbi de Páll, quien la obligó a decidirse.
Páll era su mejor amigo y confidente desde que eran pequeños. Su pabbi era primo de Sigridúr. Sus recuerdos más tempranos eran de la época en que se peleaba con Páll en la hierba crecida o él la acribillaba con bolas de nieve. Años después, se tumbaban boca abajo en la ladera de la loma, uno junto al otro, al sol. Los ojos y los pensamientos de Páll, su olor mismo, eran para ella tan familiares como su propia piel.
Cuando tenían dieciséis veranos, Rósa empezó a verlo más a menudo. Salía temprano de la casa y regresaba tarde. Solían ir a pie más allá de la loma, donde las miradas inquisitivas de los aldeanos no alcanzaran a verlos.
Magnús se mostró cada vez más reacio a que Rósa pasara tanto tiempo con Páll.
—Es inapropiado. Ya no sois niños.
—Tú ves maldad donde no la hay —respondió Rósa, insistente, al ver que su padre no daba su brazo a torcer.
—Y tú estás echando a perder tus posibilidades de encontrar un buen marido —vociferó Magnús—. ¡Chiquilla ignorante! Tú sabes cuánto habla la gente.
—¡Pues que hablen! El que piense que hay algo de malo en mi amistad con Páll es un necio. ¡Un necio con la mente envenenada! —replicó escupiendo esta última palabra, y Magnús retrocedió horrorizado y, dando media vuelta, se acercó a la puerta.
Se detuvo allí y dijo en voz muy baja, todavía de espaldas a ella:
—Muchos padres habrían pegado a sus hijas por menos. Recuérdalo la próxima vez que me llames necio.
Rósa pasó aquella noche entre sucesivos accesos de llanto y de rabia, y nada de lo que dijo Sigridúr consiguió calmarla.
Al día siguiente se levantó temprano y salió a hurtadillas para ver a Páll, como de costumbre. A pesar de lo furiosa que estaba con su padre, se descubrió diciéndole:
—Estos próximos meses tendré que verte menos.
—¿Sí?
—Mi pabbi dice… —dijo arrancando una brizna de hierba—. Dice que debo pasar más tiempo sola.
—¿Para qué?
Páll hizo un borrón de tinta en el pergamino y masculló un juramento. Rósa lo empujó suavemente con el pie.
—Dice… —Escondió la cara entre las manos—. Dice que he de prepararme para casarme.
—¿Casarte? —Páll se incorporó y sonrió con curiosidad, como si fuera una broma—. Seguro que el viejo Snorri Skúmsson está muy solicitado. No creo que tengas ninguna posibilidad.
Rósa se rio, pero su risa sonó a sollozo.
La sonrisa de Páll se disipó.
—Entonces, ¿voy a verte menos porque vas a casarte?
Rósa asintió.
—Con alguien de… No sé de dónde. Pabbi está hablando de… Dice que debo hacer una buena boda. Con alguien… poderoso.
Páll pestañeó y Rósa sintió que de pronto se le secaba la boca.
Por fin, él dijo:
—Bueno, sin duda serás como Guthrun, la de la Saga de Laxdæla, y los hombres se matarán por tu amor. —Usó la pluma para salpicarle la cara de tinta.
Rósa se la limpió y le manchó la mejilla con el dedo.
—¡No malgastes tinta, granuja!
Páll sonrió.
—No la malgasto si te hago reír.
No volvieron a hablar de su boda y, pasado un rato, Rósa se quedó dormida con el brazo apoyado sobre la cara. La despertó un cosquilleo en la tripa. Pensando que era un insecto, estiró el brazo para ahuyentarlo y descubrió que tenía la tripa desnuda: se le había subido el vestido mientras dormía y Páll había escrito letras sobre su piel.
—¿Qué haces? —le espetó incorporándose—. ¿Cómo voy a quitarme esto?
—Pues… no sé. —Páll tenía la cara colorada y no se atrevió a mirarla a los ojos—. Se te subió el vestido y… pensé que te reirías y luego… Estabas… No pude… —balbució apartando la cara.
Rósa se inclinó hacia él con una sonrisa.
—Eres tonto. Moja tu jubón en el arroyo para me quite la tinta. Te estará bien empleado por pintarme: tendrás frío y estarás empapado.
Esperaba que él se riera, pero se levantó sin mirarla y regresó al cabo de un rato con el jubón empapado.
Rósa lo miró entornando los ojos.
—Bueno —dijo—, no puedo arrancártelo de la espalda.
Páll tragó saliva, luego levantó los brazos despacio y se quitó el jubón.
Ella lo miró con fijeza. La última vez que había visto su cuerpo —la última vez que se bañaron juntos, el verano anterior—, los brazos, la tripa y el pecho de Páll eran casi como los suyos: planos como los de un niño. Ahora su pecho era más ancho y, con tanto cavar y acarrear tepe, se habían formado duras capas de musculatura bajo su piel.
Cuando le tendió el jubón mojado, Rósa se sintió incapaz de moverse para cogerlo.
—Ten —murmuró Páll.
Rósa negó con la cabeza: la letras podían quedarse sobre su piel y él debía ponerse el jubón. Páll, sin embargo, pareció entenderla mal, porque cerró los ojos, respiró hondo y luego se arrodilló a su lado y comenzó a limpiarle la piel con el jubón.
Rósa dio un respingo y sofocó un gemido al sentir el frío.
—¿Te hago daño? —preguntó él—. ¿Quieres que pare? —La miró a la cara, muy serio, con sus ojos azules, profundos e insondables.
Ella negó de nuevo con la cabeza. Luego se tumbó y cerró los ojos.
Páll procedió con cuidado, letra por letra. La tela fue dejando un rastro helado y el frío erizó la piel de Rósa. Pasado un buen rato, cuando ya declinaba el sol y ella empezó a tiritar, Páll se detuvo.
—Ya está —susurró.
Pero antes de que Rósa pudiera moverse, se inclinó y acercó los labios a la piel de su ombligo. Un instante de calor fugaz. Rósa dio un brinco y respiró bruscamente.
Páll retrocedió como si lo hubiera abofeteado.
—Lo siento, no debería haber…
—¡No! Yo no quería…
—Lo siento, Rósa. Por favor, perdóname.
Y antes de que hallara la forma de decirle que no tenía que disculparse y que quería que la besara otra vez, Páll se levantó de un salto y se apartó de ella como escaldado.
El resto de ese verano, la trató como si fuera una extraña. Apenas la miraba a los ojos y, si ella le hablaba, rezongaba una respuesta. Cuando Sigridúr preguntó a Rósa qué había ocurrido, ella no supo cómo explicárselo. Solo sabía que, antes, ver a Páll era como mirar las amadas montañas que rodeaban su hogar y que le eran tan familiares. Ahora, en cambio, mirarlo a los ojos era como mirar la boca abierta del Hekla. Cuando lo miraba, todo su cuerpo se encendía.
Magnús notó también su distanciamiento. Sonreía y palmeaba a Rósa en la cabeza como si fuera una niña.
—Eres una muchacha sensata. Ese no era porvenir para ti —dijo y, al ver que ella enarcaba las cejas, añadió—: No podía ser. ¿La hija de un obispo y el hijo de un labriego? —Se rio—. Te hice para cosas mejores. Serás la esposa de un buen bonði, en alguna parte. En Hólar, al norte, quizá. O incluso en Copenhague.
—Quiero quedarme aquí. —Las palabras escaparon de la boca de Rósa antes incluso de formarse dentro de su cabeza—. Contigo. Quiero ayudarte en la iglesia. Aquí, en Skálholt.
Magnús se rio otra vez pero, como Rósa se mostraba inflexible, acabó por admitir que no tenía por qué casarse y que podía quedarse allí, en casa.
Después de morir Magnús, Páll comenzó a visitarlas más a menudo. Les ofrecía tímidamente tiras de carnero secas o sacos de estiércol para alimentar el fuego, y con el tiempo volvió a sonreír a Rósa y a bromear con ella. Su amistad pareció ir recuperándose poco a poco y Rósa se sintió al fin capaz de volver a mirarlo a los ojos sin miedo.
Un día, él les trajo un bloque grande de turba que debía de haber conseguido de un mercader, aunque Rósa no se explicaba cómo.
Cuando se lo preguntó, Páll se limitó a sonreír.
—Créeme, es mejor que no lo sepas.
—¿Lo has robado? Entonces devuélvelo. —Intentó devolvérselo, pero él la agarró de las muñecas con una mano, sin hacer fuerza, y se rio—. Tu madre lo necesita.
Ella dejó de forcejear, pero no se apartó.
—No pienso quemar turba robada.
—Pues la quemará tu madre. Además, no la he robado. —La agarró de las manos y se las apretó, sonriendo—. Ese sinvergüenza avaricioso quería diez hogazas. Le di el pan y él me dio la turba encantado.
—Pero… —Rósa trató de no hacer caso del hormigueo que le producía el contacto de su piel—. ¿De dónde sacaste la harina para diez hogazas?
Páll se rio.
—Soy generoso. La corteza del pan le llenará la panza, pero las hogazas están rellenas de rico heno para sus caballos.
—¡Páll! —rio ella.
Sin duda el mercader se lo merecía y la turba ayudaría a secar el ambiente de la casa, lo que aliviaría la tos de su madre.
Páll siguió llevándoles comida y combustible. Poco a poco, Rósa comenzó a albergar la esperanza de tener un futuro con él. Tal vez entre los dos pudieran mantener viva a su madre ese invierno, hasta que el calor de la primavera comenzara a curarla.
De noche, cuando la envolvía la oscuridad, tumbada en la cama, volvía a acordarse de la sensación de los labios de Páll sobre su piel, de su cuerpo pegado al suyo. Y de su calor.
Luego, sin embargo, un día que estaba en la loma buscando arándanos negros, oyó un chapoteo de pasos a su espalda.
Rósa no se volvió.
—Hay muy pocos, Páll. Deberías volver y ayudar a tu pabbi. Se enfadará si descubre que has descuidado tu trabajo.
—Claro que me enfadaré. Llevo semanas enfadado, aunque mi hijo no me haga caso.
Rósa sofocó un gemido.
—¡Bjartur! Bless.
Lo saludó con una inclinación de cabeza, confiando en que siguiera su camino, pero se quedó allí plantado, con los brazos cruzados.
—Se te van a helar los ojos si me miras tan fijamente —dijo ella por fin.
Bjartur arrugó el ceño.
—Refrena esa lengua, Rósa. Y no te acerques a mi chico.
—Buenos días, Bjartur. Ojalá siga el buen tiempo.
Él hizo una mueca.
—Tú siempre tan pagada de ti misma. Estás envenenando a Páll…
—Le diré…
—Le dirás que no se acerque a ti.
—Es un hombre y puede hacer lo que quiera.
—No, nada de eso. Eres tú quien manda sobre él. Dile que no se te acerque.
—No puedes darme órdenes…
—Puedo y pienso hacerlo. Eres egoísta y rebelde y te han consentido durante mucho tiempo que hicieras lo que se te antojara. ¿Quieres que haga correr la voz por el pueblo de que lo que murmuran es cierto? ¿Que has embrujado a mi hijo? ¿Que les diga a los demás que deberían registrar tu casa en busca de runas y escritos?
Rósa se obligó a sostener la mirada torva de Bjartur.
—No te… —dijo, pero le tembló la voz.
Bjartur dio un paso hacia ella. A pesar de que se le encogieron las entrañas, Rósa se mantuvo firme.
—¿Has visto a Páll estos últimos meses? —gruñó él—. ¿Lo has visto de verdad?
Rósa parpadeó.
—Intentas…
—El chico está agotado. Flaco como un palo de escoba.
—Yo… —Rósa bajó la mirada—. No me había fijado.
—No —repuso Bjartur desdeñosamente—. Estás demasiado distraída con tus ideas y tus planes para notar que mi hijo se está matando de hambre para llenarte a ti el estómago.
—Yo… Le diré que coma y descanse.
—Dile que no se acerque a ti. Eres veneno para él.
Rósa rezó por que se marchara, pero Bjartur dio un paso hacia ella. Olía a turba agria y a sudor rancio.
—El bonði de Stykkishólmur anda buscando esposa. Guarda para él tus sonrisitas afectadas.
Rósa se quedó boquiabierta.
Bjartur levantó las manos al cielo.
—Es un hombre rico. Mandará dinero y comida para tus parientes.
Rósa hizo caso omiso del temblor de sus piernas y se irguió en toda su estatura.
—No soy tonta, tío. Tu avaricia…
—Podrías ahorrarnos sufrimientos a todos, Rósa. Este invierno va a ser duro. Morirá mucha gente. —Carraspeó y escupió una flema al suelo—. Piénsalo.
Dio media vuelta y bajó por la colina. En su paso renqueante y en sus hombros encorvados, Rósa vio el fantasma del hombre en que se convertiría Páll algún día. Si sobrevivía.
Jón se quedó casi tres semanas, comerciando con las zonas vecinas y observando. Observándolo todo. Rechazó las invitaciones de varios aldeanos —normalmente con hijas en edad casadera— que se ofrecieron a alojarlo en sus casas y montó un pequeño campamento en la falda de la loma, a pesar de que las noches eran muy frías.
Rósa pasaba junto al campamento a diario cuando iba a buscar agua al río. No sonreía ni lo saludaba alegremente con la mano como hacían otras muchachas. Caminaba con la cabeza gacha, y al sentir sus ojos fijos en ella notaba un picor en la piel.
Volvía a oír, una y otra vez, la advertencia que le había hecho Bjartur en la ladera de la colina. Quizá tuviera razón. Quizá lo mejor para todos sería que se casara con aquel hombre rico. ¡Pero no! ¿Por qué tenía que casarse con un extraño? ¿Por qué tenía que dejarlo todo atrás?
Después, una noche, Sigridúr tuvo un ataque de tos tan violento que manchó el pañuelo de sangre y Rósa comprendió que la decisión ya estaba tomada.
A la mañana siguiente, cuando vio a Jón cruzar trabajosamente los campos camino de la iglesia, respiró hondo, lo saludó alzando la voz y apretó el paso para alcanzarlo.
Jón se detuvo y se volvió hacia ella.
—Va a ser otro duro invierno.
Ella miró la hierba. Los ojos azules y fríos de Jón la estremecían por dentro. No era miedo lo que sentía, sino otra cosa que la hacía removerse sobre sus pies.
—Debes de echar en falta a tu pabbi. Era un buen hombre.
—Gracias. Lo era. ¿Tú lo conocías?
—Lo vi una vez, en el Althing. Su entrega a Dios y su preocupación por su pueblo eran notables. Algunos obispos son avariciosos, pero tu pabbi era un hombre modesto.
Rósa asintió en silencio.
—Y estaría orgulloso de su hija, creo.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no contestar. Las mujeres debían ser calladas y dóciles.
Jón sonrió y la miró con los ojos entornados.
—Eres la humildad personificada, Rósa Magnúsdóttir.
Su mirada fue como una caricia. Rósa se descubrió mirándole las manos: las venas gruesas como cuerdas, los dedos fuertes. Las suyas temblaron y se agarró la falda de lana.
—¿Te complace ser obediente? —murmuró Jón.
Ella midió sus palabras.
—El orgullo es un pecado. Dios dice: «No seáis altivos».
Jón se acercó un poco más a ella.
—Eres una buena mujer.
Su cuerpo irradiaba calor y Rósa se estremeció, pero se obligó a sonreír y a mirarlo a los ojos. Mientras caminaban, él le describió la belleza de Stykkishólmur, hasta el punto de que ella casi pudo saborear la sal y oír a los frailecillos. Hizo comentarios admirativos: su madre le había dicho que los hombres necesitaban sentirse adorados.
Él pareció relajarse. Sonrió mientras enumeraba sus riquezas: las sábanas de hilo, la abundancia de pan y carne, los grandes fuegos de turba que caldeaban la cocina y el baðstofa durante toda la jornada.
—Tengo todas las comodidades con las que pueda soñarse —dijo—. Es una buena vida, aunque solitaria. La Biblia nos dice que la mujer fue creada para el hombre, hueso demis huesos, carne de mi carne.
Sus ojos eran azules oscuros, impenetrables. Acercó la mano y tocó su mejilla. Luego la posó sobre su hombro. Era pesada y caliente.
Rósa sintió una opresión en el pecho, como si no pudiera respirar.
Jón agarró su mano, tapando sus dedos. Miró su muñeca.
—Qué huesos tan delicados. Como los de un pájaro. —Abrió la mano y entrelazó los dedos con los suyos—. Yo cuidaría de ti, Rósa. ¿Entiendes?
Ella asintió, los ojos abiertos de par en par.
—Mandaría comida para tus parientes de Skálholt. —Le apretó los dedos. Ella gimió suavemente. Se inclinó y le susurró al oído—: Dime que sí.
Rósa suspiró y cerró los ojos. La oscuridad de su pecho abrió sus fauces, pero ella hizo caso omiso y se obligó a esbozar una sonrisa.
Sigridúr montó en cólera, naturalmente.
—Tu pabbi alimentó tu conocimiento, te enseñó a leer. ¿Vas a echar todo eso a perder a cambio de una vida de penalidades, alimentando el fuego y tundiendo ropa hasta deslomarte? Apunta al obispo, si has de casarte.
Rósa apretó los dientes.
—Es lo más conveniente. Tendrás carne y…
—Estarás en la otra punta del país —respondió Sigridúr con voz sibilante—. Y ese hombre rebosa frialdad.
—Calla, mamá. Es… bueno.
Cuanto más lo decía, más lo creía.
—Cásate con alguien joven. De Skálholt.
Inconscientemente, Rósa pensó en la sonrisa de Páll y en su beso, que había hecho arder todo su cuerpo. De repente se acordó de él a los doce años, persiguiéndola. Ella tropezó y él cayó al suelo y rompió a reír. Cuando Rósa se volvió para mirarlo, le pareció que su risa brotaba del pecho de Páll y la de él de su boca. Aquel recuerdo la traspasó, dejándola sin aliento por un instante.
Y sin embargo, cuando una piedra se halla atrapada en la corriente de un río fragoroso, ¿qué otra cosa puede hacer sino moverse?
La siguiente vez que vio a Jón, Rósa bajó los ojos y sonrió tímidamente. Hablaron de las Escrituras y, cuando él mencionó el mandato que imponía silencio a las mujeres en la iglesia, ella asintió sin decir nada. Le colmó de alabanzas.
Se sentaron junto al río y él le puso la mano en la nuca. Tuvo que sentir el pálpito violento de su corazón, que sacudía todo su cuerpo. Cuando se levantaron, ella bajó la vista para ver su reflejo, pero al lado de la enorme mole de Jón era menos que una sombra, pálida como un fantasma. La superficie del agua se agitó y ella desapareció como si algo se la tragara.
Hicieron falta una semana de miradas silenciosas y hoscas y de retortijones de hambre, y que el fuego se apagara por las noches por falta de turba que quemar, para que Sigridúr accediera de mala gana al matrimonio. Cuando le dio su bendición, a Rósa le escocieron los ojos y le temblaron las rodillas.
Jón fue a dar las gracias a Sigridúr y a decirles que después de la boda partiría al oeste, a Stykkishólmur: en septiembre abundaba el arenque, había que recoger el heno y tenía que atender a su gente, ejercer sus labores de bonði, repartir comida y consejo.
—Perdóname, Rósa —dijo—. Mi trabajo y mi gente me reclaman.
Su boca era una línea recta cuando apretó los dedos de Rósa.
Ella tragó saliva.
—Claro. Eres un gran hombre.
El semblante de Jón se relajó.
—Mandaré a mi aprendiz a buscarte. Cuidará bien de ti durante el viaje —añadió acariciando la palma de su mano.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo por no apartarse. Aquel era su porvenir: aquel hombre grande como una montaña, de rostro severo y manos estrujadoras. Asintió en silencio, sin conseguir que el aire traspasara la piedra de bordes aserrados que notaba dentro del pecho.
Encontró a Páll fuera, trabajando. Estaba cambiando las planchas de tepe de un tejado. Intentó mirarlo como si fuera un desconocido y vio que, aunque estaba flaco y parecía cansado, sus espaldas se habían ensanchado y los músculos se le marcaban en los brazos, recios como sogas.
Rósa cerró los ojos y exhaló lentamente.
Páll se volvió cuando lo llamó, pero no se bajó del tejado.
—Me han dicho que vas a casarte —dijo en tono desabrido, con expresión hosca—. Te doy la enhorabuena.
—Quería decirte…
—No es asunto mío. Cásate si quieres.
Le dio la espalda y cortó vigorosamente un trozo de tepe para darle forma cuadrada. El destello del sol acentuaba los reflejos rojizos de su cabello. Rósa solía tirarle del pelo rojo de la barba cuando empezó a crecerle y lo llamaba Vestmannyar, «irlandés». Páll se reía y ella sentía el calor de su aliento en la mano.
—¿No vas a bajar?
—Tengo que acabar este tejado.
—Yo… Deja que te explique…
—No hay nada que explicar. Solo que… —Apretó los dientes y, durante un instante horrible, le tembló la voz. Luego tosió y añadió con brusquedad—: Pensaba que ibas a consagrarte a la vida eclesiástica. Aquí.
Rósa suspiró.
—Yo… Lo siento…
—No lo sientas. —Cuando la miró, sus ojos eran del azul de un glaciar en pleno invierno.
Tras un largo silencio, Rósa dio media vuelta y se alejó.
Oyó resoplar a Páll tras ella mientras movía trabajosamente las planchas de tepe.
La boda tuvo lugar el primero de septiembre, a la luz amarillenta de la tarde. En la oscura iglesia se congregaron casi todos los vecinos de Skálholt, que estiraban el cuello y murmuraban entre ellos.
Rósa, apocada ante sus miradas ceñudas y sus cuchicheos, metió las manos en los bolsillos del vestido que le había comprado Jón, de hilo blanco atravesado por filamentos de seda roja. Cuando el sol se reflejaba en las fibras de seda, una llamarada parecía envolver su cuerpo. En el bolsillo derecho, su madre le había metido una cruz de madera que había pertenecido a Magnús. En el izquierdo había una piedra que Sigridúr le había puesto en la mano esa misma mañana.
Rósa había arrugado el ceño al ver el símbolo grabado en ella.
—¿Ginfaxi?
—Valor en la batalla —contestó su madre, y sonrió—. Y victoria en la lucha cuerpo a cuerpo.
Ahora, bajo las miradas de los aldeanos, Rósa agarró la cruz y la piedra y las apretó hasta que le dolieron las manos. Aunque la sangre le palpitaba en los oídos, alcanzaba a escuchar retazos de murmuraciones en torno a ella. Oyó la palabra «brujería» y trató de no torcer el gesto. Los lugareños gustaban aún de utilizar runas, pero, movidos por la envidia, les convenía sospechar de Rósa y Sigridúr. Los oía, además, murmurar acerca de Jón. Oyó decir «primera mujer», y a continuación el chasquear de una lengua y una risa sofocada.
Un hilillo de sudor recorrió su espalda.
Si Jón oía aquellos cuchicheos, no daba muestras de ello. Permanecía de pie junto a su aprendiz, Pétur, a quien Rósa no había visto hasta entonces.
Era más delgado y moreno que Jón: tenía la piel como el ante cobrizo del monedero vacío de pabbi y su fisonomía desprendía una tensa quietud que le recordó las ilustraciones de lobos que había visto en los libros acerca de las tierras del este. Sus ojos eran marrones, pero, iluminados por los escasos haces de luz anaranjada que entraban por los altos ventanucos —recubiertos por carísimos cristales traídos de Dinamarca—, refulgían con un brillo casi ambarino. Cuando los fijó en ella, Rósa contuvo la respiración. Luego esbozó una sonrisa y su rostro se suavizó.
Sigridúr dio un codazo a su hija.
—Dicen que es un huldufólk.
—También dicen que es brujería que una mujer escriba —masculló Rósa.
—Lo encontraron en las montañas, de niño. Como si hubiera brotado de la tierra. Y además lo parece, con ese pelo moreno y esos ojos.
Rósa se arriesgó a esbozar una rápida sonrisa.
—Si fuera un huldufólk, ya habría acabado con todos los niños.
Pero era cierto: Pétur parecía más moreno y más duro que cualquier otro islandés que Rósa hubiera visto, como si hubiera surgido del suelo volcánico.
—Huldufólk o no —repuso su madre con voz sibilante—, es un hombre guapo. Con ese sí que me casaría yo.
—Tú ya no estás en edad de casarte, mamá.
Sigridúr soltó un bufido.
Rósa fijó los ojos en la cara de Jón. Él le sonrió y sus ojos se aclararon, pasando de un gris pizarra a un tono cerúleo. Rósa sintió que el puño de hierro que oprimía su pecho se aflojaba.
Al entrar en la iglesia, había buscado con la mirada el cabello rubio rojizo de Páll. Había fantaseado con que le sonriera. Y aunque no lo hiciera, aunque frunciera el ceño, el solo hecho de verlo le daría fuerzas. Ver que no había venido fue un mazazo. Había perdido a Páll. Lo había perdido de veras. Se llevó las manos al estómago y se obligó a respirar a pesar del dolor.
Enderezó la espalda y tensó la boca en un rictus inalterable. Llevaba alrededor del cuello un cordel de cuero del que colgaba una diminuta figurilla de cristal que Jón le había dado esa mañana como regalo de bodas. Era fría, como de agua congelada, y tenía la forma perfecta de una mujer con las manitas unidas en actitud contemplativa y la mirada dócilmente agachada. Rósa había ahogado una exclamación de asombro: el cristal era raro y costoso, y ella nunca había poseído un objeto que no tuviera ninguna utilidad, más allá de su belleza.
—Se lo compré a un comerciante danés —dijo él—. Precioso. Frágil. Modesto. —Le acarició la mejilla y Rósa sintió el ardor de su mano en la piel—. Me recordó a ti.
Una mujer hecha de cristal y quietud: perfecta, pero fácil de romper.
Rósa apretó la figurilla hasta hacerse daño en la mano. Más tarde se daría cuenta de que el cristal le había dejado una huella morada en la palma.
La voz del obispo sonó ensordecida por la atmósfera lúgubre y sofocante de la iglesia, adensada por el calor que desprendían tantos cuerpos apiñados.
Tras las bendiciones, Jón miró a Rósa y acercó la mano como si fuera a acariciar de nuevo su mejilla, pero la dejó caer.
Ella exhaló despacio: no se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración.
Jón emprendió el regreso a Stykkishólmur esa misma tarde, sin celebrar banquete de bodas ni pasar una sola noche en el lecho de Rósa, aunque ella se alegró de no tener que soportar los ronquidos de su madre en la cama de enfrente mientras yacía con su esposo por primera vez.
Pétur regresaría tres semanas más tarde para conducirla a su nueva vida.
Skálholt, septiembre de 1686
Es tarde, pero todavía hay luz. Partirán por la mañana, Pétur y ella, con rumbo noroeste, y Rósa se convertirá en otra persona. Se descubre pensando en la Saga de Eirík el Rojo, en la que Gudrid viajaba a tierras extranjeras solo para descubrir que todos sus acompañantes se hallaban aquejados por una enfermedad y que sus viajes estaban marcados por la muerte. Gudrid buscaba entonces a una profetisa y juntas entonaban cánticos de protección contra el mal.
Ahora, en la despensa, Rósa murmura las palabras como un talismán mientras guarda sábanas en un saco para llevárselas.
El sol no sabía
qué templos eran los suyos;
la luna ignoraba
qué poderes poseía él;
las estrellas desconocían
su lugar de procedencia.
Manipula las sábanas con torpeza y se le caen. Sus manos tiemblan.
Sigridúr ha bebido demasiado brennevín y ronca suavemente en su cama cuando Rósa regresa al baðstofa. Pétur se está calentando las manos junto al fuego. Fija en ella sus ojos, bronce oscuro en medio de la penumbra. Rósa piensa al principio que la mira con el ceño fruncido, pero luego se da cuenta de que no es a ella a quien mira, sino a la mujer de cristal que cuelga de un cordel de cuero alrededor de su cuello. Tal vez desapruebe ese lujo innecesario. Rósa esconde la figurilla bajo su vestido.
Él levanta las cejas y se vuelve hacia el fuego.
—¿Has visto alguna vez el mar? —pregunta.
—Nunca. ¿Crees que me gustará?