La mujer en el agua - Robyn Harding - E-Book

La mujer en el agua E-Book

Robyn Harding

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Beschreibung

DOS MUJERES, UN ENCUENTRO FORTUITO Y UNA PETICIÓN QUE CAMBIARÁ LA VIDA DE AMBAS PARA SIEMPRE. Después de que su negocio se va a la ruina, Lee Gulliver se encuentra desesperada, viviendo en su coche, endeudada y sin futuro. Un día, después de probar varios sitios para aparcar y dormir por la noche sin encontrar ninguno que le resulte seguro, decide ir hasta la zona de la playa donde residen los ricos de la ciudad. Allí ve a lo lejos a una mujer ahogándose en el océano y no duda ni un instante en salir a su rescate. Una vez en la playa, Lee descubre sorprendida que, en lugar de agradecerle el gesto, la mujer entra en cólera y le confiesa que quería quitarse la vida. Está atrapada en un matrimonio tóxico y abusivo, y Lee acaba de arruinarle su única salida para liberarse de la cárcel en que se ha convertido su existencia. A partir de este momento, las dos mujeres se unirán en una extraña amistad, que pronto se pondrá a prueba y en la cual nada será lo que parece.

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Seitenzahl: 431

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


Índice

Primera parte. Lee

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Segunda parte. Hazel

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Tercera parte. Lee

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Cuarta parte Hazel

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Epílogo

Agradecimientos

Título original inglés: The Drowning Woman.

© del texto: Robyn Harding, 2023.

Esta edición ha sido publicada gracias a un acuerdo con Grand Central

Publishing, una división de Hachette Book Group Inc., USA.

Todos los derechos reservados.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición: octubre de 2025.

REF.: OBDO477

ISBN: 978-84-1098-323-6

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PARA MI AGENTE JOE VELTRE

A MUERTE DESDE 2003

PRIMERA PARTE

LEE

1

En términos sociológicos, se le llama «sesgo de correspondencia». Básicamente, significa que cuando alguien ve a otra persona en una situación difícil, tiende a creer que ese individuo se lo ha buscado. Por supuesto, siempre intervienen fuerzas externas, circunstanciales, pero la naturaleza humana nos hace pensar que eso a nosotros no nos habría pasado nunca. Habríamos reaccionado de otro modo; habríamos salido a rastras del edificio en llamas; no habríamos caído en esa estafa por internet. Y, por supuesto, nunca habríamos acabado durmiendo en la calle. Eso le pasa a la gente con problemas de drogas, con problemas mentales, sin disciplina de trabajo.

¿Qué pensaba yo de los sintecho antes de convertirme en una? No pensaba gran cosa, la verdad. Cada año hacía una donación a un comedor social que daba cenas gratis en Acción de Gracias. De vez en cuando, echaba alguna moneda en las gorras o en las tazas de café que me tendían, pero no les miraba a los ojos, no les preguntaba cómo se llamaban. A veces incluso me cambiaba de acera para evitarlos. No es que no empatizara con ellos; simplemente eran algo tan diferente, tan distante... Yo nunca podría llegar a ser como ellos.

Tiro del borde del saco de dormir hasta taparme la barbilla y estiro las piernas bajo el eje del volante. El asiento de atrás sería más cómodo, pero estoy demasiado tensa como para dormir ahí. Así que me dejo llevar por el sueño en el asiento del conductor reclinado, con los pestillos echados y las llaves puestas. Si viene alguien —la policía, algún ladrón o alguien peor—, puedo salir de aquí en un segundo. Mi Toyota sedán es uno más en una fila de dormitorios sobre ruedas, aparcado en esta calle tranquila, bajo un puente frío y húmedo. Nuestros vehículos forman un extraño muro junto al aparcamiento de un enorme almacén de ferretería. ¿Conseguiré relajarme alguna vez lo suficiente como para dormir tranquila, en horizontal? Con un poco de suerte, no pasaré demasiado tiempo en esta situación y no tendré que descubrirlo. En estos momentos de silencio, sigue sorprendiéndome haber acabado así. Soy una mujer lista, con estudios; regentaba un negocio de éxito. No estoy enganchada a ninguna droga... aunque ahora bebo más. En la guantera, hay una botella de whisky. Es para atemperarme, tranquilizarme y calmar los nervios lo suficiente para conciliar el sueño. La cojo, le doy un sorbo y, por un momento, no siento nada más que eso... algo cálido que me baja por la garganta y me arde en el estómago. Siento la tentación de echar otro trago. Y otro más. Pero no puedo pasarme. No puedo perder la cabeza ni acabar desarrollando una dependencia. Tapo la botella de nuevo y la meto otra vez en la guantera.

En la caravana que tengo delante, se apaga la luz. Es una lámpara de queroseno; los que viven ahí no pueden permitirse agotar la batería usando las luces del vehículo. Margaux y Doug tienen sesenta y pico años cada uno. Margaux tiene problemas de salud: cáncer, no sé muy bien de qué tipo. Doug trabajaba en un hotel pero lo despidieron; otra víctima de la pandemia, de la economía, de la vida en general. Tienen una perra grande, Luna, una mezcla de pitbull con la que les resulta difícil alquilar una habitación. Cuando puedo, intento aparcar detrás de ellos. Su vieja caravana no se mueve nunca y luce un elaborado toldo compuesto por diversas lonas para evitar la lluvia, lo que les proporciona un espacio cubierto bajo el que sentarse. No somos amigos, exactamente, pero a veces charlamos y su proximidad —y la presencia de Luna— me hace sentir más segura, menos sola. También están pendientes de mí: fue Doug quien me dio el cuchillo.

Tanteo el mango de madera, pegado a mi cadera derecha. La hoja está encajada entre el asiento y el salpicadero, como en una funda. En caso necesario, puedo sacarlo en un segundo y apuntar con él a mi atacante. «Aquí las mujeres no están seguras —me dijo Doug cuando me lo dio, constatando lo obvio—. Tienes que estar lista para usar esto». Yo le respondí que lo estaba, pero... ¿de verdad podría apuñalar a alguien? ¿Hundirle esta hoja afilada en las carnes? ¿Clavársela en el pecho, en el cuello o en el vientre? Ahora soy capaz de hacer muchísimas cosas que antes me parecían impensables. La gente desesperada hace cosas desesperadas. Cuando mi restaurante se estaba hundiendo y veía cómo el sueño de mi vida se desmoronaba ante mis propios ojos, mentí, engañé y manipulé. Arruiné a gente, hice daño a personas a las que quería. Así que... ¿podría apuñalar a alguien para salvar la vida? Por supuesto.

Es tarde... y me invade una falsa sensación de paz. A lo lejos, alguien grita airadamente —a otra persona o quizá a nadie—, pero al final la voz se apaga. El sonido de una botella contra otra, pero apenas se oye. El murmullo del tráfico sobre el puente es como un arrullo. Sea como fuere, no les oigo acercarse: o ya me he adormecido, o son sigilosos... probablemente ambas cosas. Pero de pronto están ahí, a ambos lados, unos rostros grises y huesudos, mirando hacia el interior de mi coche, de mi hogar. El miedo me atenaza el vientre. La mano se me va al cuchillo que tengo al lado.

—Hey, cariño —dice un hombre, y a través del vaho que crea su aliento en mi ventanilla veo que le faltan varios dientes. Lo miro a los ojos y veo la oscuridad, el vacío. Es un adicto; a estas alturas, ya los distingo con solo verlos. La adicción ha acabado con su humanidad. A juzgar por las llagas de su rostro, debe de estar enganchado a la meta. Es una droga que convierte a los humanos en animales salvajes: rabiosos, agresivos, impredecibles.

El otro hombre tiene el rostro pegado a la ventanilla del lado del acompañante. Recorre el interior del coche con la vista, en busca de cualquier cosa de valor. En las semanas que llevo durmiendo aquí, ya he tenido que salir a toda velocidad una vez. En esa ocasión, los oí; rompieron la ventanilla de una furgoneta algo más allá. Pude arrancar e irme antes de que se me acercaran. Desde entonces, he repasado mentalmente la maniobra más de una vez: apretar la palanca para enderezar el asiento, girar la llave, pisar a fondo.

—Abre la puerta, preciosa —me dice el desdentado, y un estremecimiento de asco me recorre el cuerpo. ¿Y si quiere algo más que mis pertenencias? Cojo el cuchillo y lo acerco a la ventanilla. Doy un golpecito en el cristal con la hoja: una clara amenaza. Pero él no se echa atrás; no parece preocupado. De hecho, hasta me sonríe con su putrefacta boca.

Con las manos sudadas, acciono la palanca para enderezar el asiento. No estoy borracha, pero con el whisky me encuentro más lenta y torpe. Y aterrada. El asiento recupera la verticalidad y dejo caer el cuchillo. Agarro la llave. «No pasa nada, Lee —me digo mientras arranco—. Estás segura. Vas a salir de aquí».

Y entonces la ventanilla del lado del acompañante estalla en mil pedazos. Suelto un chillido y una mano se cuela en el coche, tanteando a ciegas, buscando algo, lo que sea. Al menos no va a por mí, pero mi mochila está ahí mismo, en el asiento, y mi bolso en el suelo. Antes de que pueda meter la marcha, la mochila desaparece por la ventanilla rota. No es una gran pérdida. Ahí solo hay ropa, productos de aseo, cosas que puedo volver a comprar. Pero en el momento en que meto la marcha, el brazo vuelve a colarse por la ventanilla en busca de mi bolso.

«No, no, no, eso no». Aunque no soy tan tonta como para llevar todo mi dinero en el mismo sitio, en ese elegante bolso de Coach, vestigio de mi vida anterior, tengo mi teléfono y mi carné de identidad. Alargo la mano, intentando tirar de él hacia mí, pero el brazo sigue ahí dentro y me agarra de la muñeca. Unas uñas mugrientas se me clavan en la piel; reprimo un grito. Me apoyo en el claxon, con la esperanza de que alguien —Margaux o Doug— se despierte. Si abren la puerta y sueltan a Luna, estos hombres saldrán corriendo y podré escaparme. Sin embargo, la caravana sigue a oscuras.

Piso a fondo, pero la mano sigue dentro del coche. Tiene agarrado mi bolso; no lo suelta. Acelero, dando un bandazo, intentando librarme de él, pero él aguanta. Y es rápido; corre junto al coche sin soltar la presa. ¡No suelta el bolso! Usando la mano derecha, cojo el cuchillo y lanzo golpes a ciegas, abriéndole heridas en la piel, pero la meta le ha proporcionado una fuerza y una velocidad sobrehumanas y le ha vuelto inmune al dolor. El bolso, con todos los documentos que hacen de mí una persona, desaparece por la ventanilla. Para siempre...

Y así, sin más, paso de pronto a no ser nadie.

2

El penetrante olor a cloro se me cuela en la nariz y de pronto me asalta la nostalgia. La piscina del barrio era algo muy presente en mi infancia. Cuando crecí, mi familia se compró una casa de veraneo en los Catskills. No era opulenta, pero sí cómoda y estaba en la orilla del lago. Mi madre insistió en que mi hermana y yo hiciéramos cursos de natación durante años para que no tuviera que preocuparse de que nos pudiéramos ahogar mientras ella tomaba gin-tónics con sus amigas en el porche. Teresa y yo nos pasábamos horas chapoteando en el agua, remando en nuestro bote de goma o simplemente tendidas sobre nuestras toallas empapadas en el embarcadero, contemplando el azul del cielo mientras el sol hacía hervir el agua sobre nuestra piel. Hablábamos de caballos, y de chicos, y de lo que queríamos ser cuando creciéramos. Teresa quería ser veterinaria. Yo quería ser una estrella del cine, o del rock, un personaje vistoso y llamativo.

En el vestíbulo hace un calor húmedo sofocante. Me acerco a la mujer del mostrador de formica vieja. Ella levanta la vista con gesto de preocupación.

—He perdido el carné —murmuro, sintiendo que se me calientan las mejillas, como suele ocurrir cuando paso vergüenza. Ella sabe que miento. Sabe que no he venido a nadar. Me veo a través de sus ojos: nerviosa, desastrada, con dos bolsas de rafia llenas de ropa, comida, unos cuantos platos... Las cosas que no me han cabido en el maletero. He tapado la ventanilla rota con una bolsa de plástico pegada con cinta adhesiva, pero mi coche ya no es un lugar seguro. «Esta no soy yo —querría decirle a la recepcionista—. Tenía un restaurante. Soy una mujer de negocios. Una empresaria». Ella asiente a regañadientes.

—Adelante. Pero no tardes mucho.

—Gracias.

Siguiendo las huellas grabadas en el linóleo por el uso, llego hasta el vestuario. Está vacío salvo por un par de señoras mayores que se ajustan el gorro de natación ante el espejo. Espero a que se vayan antes de dirigirme a las duchas. Un gran cartel en la pared de bloques de hormigón dice:

LOS VESTUARIOS SON SOLO PARA

LOS CLIENTES DE LA PISCINA

No se permite el acceso a los vagabundos, a la gente como yo, que viene a darse una ducha caliente con jabón. Pero el personal suele hacer la vista gorda si no hay demasiada gente. Voy rápido y no hago ruido. La entrada cuesta siete dólares. Podría pagarlos, pero cada céntimo cuenta. Tengo que ahorrar para poder pagar la fianza y alquilar un apartamento; en mi coche, no sobreviviré mucho tiempo más. En algunos de los centros de acogida hay duchas, pero se cuentan historias aterradoras de robos, violaciones e incluso asesinatos. Y si voy a un centro de acogida, me convertiré oficialmente en una sintecho, y eso no me lo planteo. Es un estado temporal, efímero.

Me quito la ropa y entro en el cubículo, revestido de azulejos. Con el pie aparto una tirita empapada que se ha quedado en el suelo y aprieto el botón para que caiga el agua. Al hacerlo me duele el dedo índice de la mano derecha y los arañazos de la muñeca me pican al contacto con el agua caliente. Probablemente tendrían que ponerme una vacuna contra el tétanos, pero eso no va a pasar sin seguro médico. Cierro los ojos por un momento y noto las lágrimas cayéndome por el rostro. Quiero irme a casa. Quiero subirme a mi coche y atravesar el país otra vez para volver a Nueva York. Pero no puedo. He quemado todos los puentes a mi paso. Mi familia me odia. No me queda ningún amigo. Y luego está Damon, que haría lo que fuera para hacerme daño. Hasta me mataría.

Nos conocimos cuando yo trabajaba en un moderno asador en el Meatpacking District. Era un cliente habitual y solía ocupar un reservado en la parte de atrás, en compañía de un par de tipos fornidos o de bellas mujeres, en muchas ocasiones los unos y las otras a la vez. Ostras, filete con patatas, vodka para beber. No cambiaba nunca. Damon era educado y generoso, así que todos hacíamos caso omiso al aura de peligro que le rodeaba. No era algo tan infrecuente en el restaurante, como no lo era en el sector. Hombres con trajes caros y mucho dinero que gastar, pero sin una profesión evidente.

Una noche, cuando el restaurante empezaba a vaciarse, pidió que me vinieran a buscar a la cocina para hablar. Me dijo que le encantaba mi cocina. Yo le conté mis planes para el Aviary. Tenía claro lo que quería. Serviría platos elaborados pero accesibles: costillas con patatas fritas en grasa de pato, pollo a la mantequilla con miel especiada, risotto de rebozuelos... Las mesas serían de seis y cuatro plazas; con solo unas cuantas para dos comensales. Cada noche sería como una cena de celebración en casa. Ya había encontrado un local en el East Village que sería perfecto.

—Quiero participar —dijo sin dudarlo, como si nada—. ¿Cuánto necesitas?

Necesitaba mucho. Solo tenía otros dos inversores interesados. El dinero de Damon podía ser algo turbio, eso lo sabía, pero lo acepté igualmente. Porque el Aviary era el sueño de mi vida. Ya estaba harta de trabajar para jefes egoístas que me degradaban o abusaban directamente de mí. El restaurante funcionaría bien, incluso en un lugar tan competitivo como Nueva York. Devolvería el préstamo en los plazos acordados, así que de dónde hubiera sacado Damon su dinero no era asunto mío.

Pero entonces llegó la pandemia. La gente dejó de venir. Sabía que iba a acabar cerrando, antes incluso de que el alcalde me obligara. Cuando los restaurantes volvieron a abrir, lo intenté otra vez, pero era demasiado nueva; había perdido la inercia. Aguanté todo lo que pude, pero la variante ómicron me dio la puntilla. Los camareros enfermaron y luego el personal de la cocina, y al final caí yo. Intentamos trabajar con menos personal, dedicarnos a la comida para llevar, pero con eso no bastaba. Tenía que admitir que mi negocio, mi sueño, había fracasado.

Me preocupaban mis empleados, mis proveedores, mi seguro de salud y mis inversores, en ese orden. Porque era una causa de fuerza mayor. No esperarían que devolviera el dinero. Y, sin embargo... lo esperaban. Intenté pedir un préstamo del fondo de emergencias, pero el sitio web fallaba una y otra vez. Pedí un crédito, pero me lo denegaron alegando un «plan de negocio inadecuado», que era precisamente el motivo por el que lo necesitaba. Mi segundo en la cocina me sugirió que recurriera al crowdfunding, pero todo el mundo del sector estaba sufriendo. ¿Cómo podía pedir dinero para mantener mi restaurante a flote? Al final mi gestor me aconsejó que me declarara en bancarrota. Eso haría que pudiera librarme de todas mis deudas, dejando tras de mí un rastro de proveedores, empleados e inversores insatisfechos y cabreados.

Fue entonces cuando Damon me machacó el dedo con un mazo para carne.

¿Qué podía esperar de él? ¿Que me perdonara el dinero que le debía? ¿Que lo entendiera al menos? Damon era un gánster. La violencia era su moneda de cambio. Aun así, me impresionó su crueldad, lo implacable que podía llegar a ser. Me prometió que me rompería un dedo cada semana hasta que le pagara. Ya no podría cocinar. No tenía otra opción que huir.

No paré de moverme, de ciudad en ciudad, asegurándome de no permanecer en ningún sitio demasiado tiempo. Damon tenía otros ingresos, otros negocios que harían sus pagos a tiempo. No necesitaba mi dinero con tanta urgencia como para enviar a sus matones a buscarme por todo el país. Aun así... no paré, hasta llegar a Seattle. El Pacífico. El final del camino. Uno de los puntos geográficos del país que más lejos quedaban de Nueva York.

Con el codo, aprieto el dosificador del gel con olor a limón, lo recojo con la mano, me lavo el cuerpo y lo uso como champú. Es un jabón agresivo, que me secará la piel, me pondrá el cabello tieso y áspero, pero todos mis artículos de aseo estaban en la mochila. Me lavo, intentando arrancarme de la piel el miedo, la sensación de pérdida, de desolación, que amenaza con invadirme. Porque no tengo otra opción que seguir intentándolo, seguir avanzando, seguir viviendo.

Salgo de la ducha y saco una toalla de mi bolsa. Huele a humedad, así que me seco las gotas de agua sin frotar, con la esperanza de que el olor no se me pegue a la piel. La ropa limpia se ha convertido en un lujo que solo puedo permitirme una vez por semana. Llega una mujer con un bebé y me mira de refilón. Observo cómo frunce el ceño al ver los violentos arañazos de mi brazo, mis pertenencias amontonadas y saca sus conclusiones. Tengo que darme prisa.

Antes solía usar maquillaje —solo un poco de antiojeras y máscara, un toque de color en los labios y en las mejillas—, pero eso también ha desaparecido; estaba en el bolso. Me peino la maraña de cabello oscuro con los dedos, las mechas que ya me llegan a la altura de la barbilla, intentando poner cierto orden. No lo consigo del todo, pero al menos estoy limpia y presentable, aunque ya no atractiva. Eso es algo que he dejado atrás. Hay ciertos mundos en los que la belleza es un valor; en otros, procuras ocultarla. En cualquier caso, con el tiempo te abandona. Y cuando te conviertes en una sintecho, el proceso es mucho más rápido.

A toda prisa, me enfundo unos vaqueros y una camiseta negra, mi «uniforme» de trabajo. Afortunadamente, el código de vestimenta del diner es extremadamente informal. La madre protectora sigue observándome mientras se quita la ropa, evidentemente preocupada. ¿Pensará que estoy loca? ¿Que soy peligrosa? ¿Que quiero robarle, quizá? «No me interesa tu bolsa llena de pañales y de galletitas con formas de animales», querría espetarle, pero no lo hago. Dejo caer la toalla húmeda en el interior de una de mis bolsas de rafia y salgo a toda prisa, pasando por delante de otras dos madres que traen a sus bebés a clase de natación.

El aire frío del exterior me golpea como una bofetada, agudiza mis sentidos. Empiezo a sentirme algo débil y mareada. Necesito comida y cafeína. A unas manzanas de la piscina, hay una cafetería que vende más baratos los muffins del día antes, los plátanos con manchas y las manzanas algo pasadas. Pediré un café con mucha crema y azúcar para desayunar y una pasta seca para almorzar. En el diner ceno gratis, lo cual supone una clara ventaja en un empleo por lo demás nada satisfactorio.

Me dejo caer en el asiento del conductor de mi coche y siento el contacto del mango del cuchillo contra la cadera. Lo he hundido más de lo habitual entre el cambio de marchas y el asiento, pero aún sobresale unos centímetros. Lo saco y observo la sangre seca pegada a la hoja. Al recordar el ataque de la noche anterior, un escalofrío me recorre el cuerpo. He apuñalado a un hombre, le he rajado la piel y, aun así, le ha dado igual; ha seguido adelante. No he sido capaz de protegerme ni de proteger mis pertenencias.

Sé lo que tengo que hacer. Mi coche es mi hogar y tiene que ser seguro. Mi supervivencia depende de ello.

3

No es muy difícil distinguir el tipo de establecimiento que contrata a ilegales: gente sin permiso o sin cuenta corriente, o sin dirección fija. Gente que tiene antecedentes, que se presenta sin un currículum ni referencias. He visto sitios así por todo el país, y así es como encontré el Uncle Jack’s, en un barrio difícil al sur de Seattle: la pintura desconchada y el rótulo algo descolorido ya denotaban cierta propensión a eludir las normas. Llegué por primera vez hace dos semanas, me senté en la barra, de color naranja, y me quedé allí, calentándome las manos con la taza de café. Cuando Uncle Jack, que en realidad se llama Randy, salió de la cocina para fumarse un cigarrillo, fui a su encuentro y le pedí trabajo. Por lo que parece, Randy tiene antecedentes. He oído de todo: desde posesión de cocaína a asesinato. Sea lo que sea lo que ha hecho, sabe que a veces la gente necesita una segunda oportunidad.

Mi turno habitual es de las cuatro de la tarde a la medianoche, seis días a la semana. Es mucho trabajo, pero ya me va bien. Prefiero estar sirviendo mesas que sentada en mi coche, intentando dormir. El café sirve desayunos todo el día, hamburguesas, nachos, cerveza y vino. Cada ración es como un infarto de miocardio servido en un plato, pero la comida grasienta y las generosas raciones del Uncle Jack’s tienen algo de reconfortante. Mi restaurante presumía de sus ingredientes de calidad, de servir comida fácil pero de un nivel más elevado. El asador en el que trabajaba antes servía platos elegantes que rozaban lo pretencioso: croquetas de tuétano, vieiras ahumadas, carpaccio de Wagyu... Estoy cualificada para trabajar en algún lugar de más calidad, pero eso suscitaría preguntas.

La clientela del Uncle Jack’s es casi la misma todas las noches. Hay camellos y prostitutas, chavales que salen de marcha y pandilleros. En otro tiempo, no habría puesto un pie en un local como este. Me habría aterrado Lewis, el tipo con un incisivo de oro y una cicatriz que le cruza la mandíbula. Se sienta al fondo del bar, bebiendo Sprite y esperando a sus clientes para venderles cocaína. O Talia, que viene entre cliente y cliente y se pasa media hora en el baño cada vez. ¿Para pincharse? ¿Para lavarse? Nadie hace preguntas, a nadie le importa. No son más que gente... la gente que veo últimamente. Solo hacen lo que tienen que hacer.

Mi jefe, Randy, se pasea por el largo pasillo entre las mesas, comprobando si falta algo. Es bajito y corpulento, y siempre lleva vaqueros y una camiseta de color verde pálido sudada... muy sudada. Aquí hace calor, pero eso no justifica las oscuras manchas bajo sus axilas, las gotas que le cubren la frente. Nunca he visto que se drogue, pero podría ser un efecto secundario. Tiene unos cincuenta años, supongo, pero muy mal vividos, la piel curtida, gris y cubierta de arrugas. Sus ojos son de un azul frío y duro.

Voy a la mesa de Lewis y le lleno el vaso de Sprite. Al final de mi turno, me dará diez pavos por servirle y mirar hacia otro lado. Será, con mucho, la propina más generosa que recibiré. A los clientes del Uncle Jack’s no les sobra el dinero. Un dólar o dos es algo normal, pero tampoco es raro que dejen solo unas monedas. Sigo los movimientos de Randy con la vista y, cuando se sitúa tras la barra, paso a la acción.

—Eh, Randy. Tengo que pedirte una cosa... necesito un favor.

Él no dice nada, ni muestra ninguna curiosidad. Está tirando una caña. Me aclaro la garganta y sigo:

—Ayer me rompieron la ventanilla del coche y me robaron —digo, pasando por alto el pequeño detalle de que yo estaba dentro—. Hoy lo he llevado a dos mecánicos diferentes y ambos me han dicho que la reparación me costará cuatrocientos dólares.

Los ojos de Randy se encuentran con los míos, con el vaso de cerveza en medio. Son inexpresivos, indescifrables.

—Me preguntaba si podrías darme un adelanto a cuenta de la nómina.

Nómina no sería la palabra correcta. Randy me paga en efectivo, bajo mano. Aunque es ilegal, a él le sale más a cuenta y para mí es esencial. Ya ni siquiera tengo una cuenta bancaria. Si la tuviera, me embargarían el dinero del sueldo para saldar mis deudas.

—No hago adelantos —dice Randy, dándole un sorbo a la cerveza.

—No necesito que sea todo —preciso—. Solo cien pavos. Y es solo por unos días.

—No. —Deja el vaso sobre la barra—. Es mi política.

—Por favor —insisto—. Lo necesito de verdad.

Esos ojos inexpresivos me observan, analizándome. Mi aspecto ha empeorado en las semanas que han pasado desde que me contrató; el estrés y la pobreza se han cobrado su precio. Solo tengo treinta y cuatro años, pero me siento —y se me ve— mayor. Si no hubiera perdido mi maquillaje, podría enmascarar la fatiga y la tensión, pero están perfectamente a la vista. Me he recogido el cabello con una goma elástica, pero con la humedad de la cocina algunos mechones rebeldes se han escapado y caen como tentáculos rizados. ¿Pensará mi jefe que me drogo? ¿Que para eso quiero el dinero?

—El coche está aparcado aquí atrás —me apresuro a añadir—. Puedes ver la ventanilla rota tú mismo. El ladrón se llevó mi bolso y mi teléfono.

—Si lo hago contigo, tendré que hacerlo con todos —dice, encogiéndose de hombros con indiferencia—. Lo siento.

Siento una opresión en el pecho. El pánico. No puedo dormir desprotegida, expuesta. En primavera, las noches aún son frías, pero será el miedo, no el frío, lo que no me deje dormir. Si le digo a Randy que mi coche es mi casa, que durmiendo con una ventanilla rota podría acabar violada o asesinada, ¿cambiaría de opinión? Pero no se lo puedo decir. Mi orgullo no me lo permitiría. Aprieto los labios y me vuelvo a la cocina sin decir nada, justo en el momento en que sale otro pedido.

Llevo dos platos de salchichas, huevos y tortitas a una mesa cerca de la ventana. Me dan las gracias con un movimiento de la cabeza y yo me obligo a sonreír. A diferencia de mi restaurante, aquí el esfuerzo que tengo que hacer es mínimo. Allí tenía que controlar el comedor, comprobando que todo estuviera bien y mostrándome encantadora con los comensales. Aquí no hago más que llevar platos. En la mesa de al lado, que acaba de quedar libre, tomo unas cuantas monedas que me meto en el bolsillo del delantal y recojo los platos sucios. Hay medio queso a la parrilla intacto en un plato y resulta muy tentador. Pero antes de plantearme la posibilidad de llevármelo, le echo encima los posos de una taza de café. No me rebajaré a comer los restos del plato de un extraño. Al menos de momento.

Entro en la cocina otra vez y dejo los platos y los vasos en el fregadero. Y entonces oigo:

—Hey, Lee.

El tono es amistoso, distendido, y tardo un segundo en darme cuenta de que se dirige a mí. Me giro y veo a Vincent, el encargado de la freidora. Es algo más joven que yo, enjuto y fibroso, siempre cargado de energía. Podría ser un tipo brillante, pero los tatuajes que lleva en la cara limitan sus opciones laborales. Tiene un escorpión sobre la ceja izquierda y una estrellita en el pómulo derecho. Si Randy tiene los ojos de un azul gélido, los de Vincent son oscuros, intensos y algo inquietantes. No me gusta, pero no sé muy bien por qué. No solemos hablar mucho de nada que no tenga que ver con la comida.

—He oído que te han robado —dice, acercándose.

—Sí.

Baja la voz y se acerca aún más.

—¿Necesitas un teléfono nuevo?

La idea de vivir sin un smartphone me habría resultado impensable apenas hace un mes, pero es evidente que no me puedo permitir comprar uno nuevo. El que tenía antes lo tiré al contenedor, detrás del restaurante, y me compré otro durante mi viaje por el país. Pero ahora internet es un lujo innecesario para mi supervivencia. Y no es que me llame nadie. Aunque Randy podría hacerlo, para ofrecerme horas extras. Me sentiría más segura si pudiera hacer una llamada de socorro en caso de emergencia.

—¿Cuánto?

—Puedo conseguirte un teléfono básico con dos meses prepagados. Treinta pavos.

Esos teléfonos de prepago suelen pagarse con favores, con droga o con dinero. Está claro que Vincent tiene contactos turbios; probablemente también trapichee. El teléfono no tendrá internet, pero me permitirá hacer llamadas y enviar mensajes. Podría llamar a un par de talleres para ver si encuentro un modo más barato de reparar la ventanilla. Podría pedir cita en el taller para cuando haya cobrado. Y podría escribirle un mensaje a mi hermana, solo para ver si está bien. No reconocerá el número. Quizá hasta responda.

—Trato hecho.

Vincent recorre la cocina con la mirada.

—Mi amigo vendrá a traértelo aquí atrás, cuando acabes tu turno —dice, y se vuelve hacia la parrilla.

El resto de la noche pasa sin incidentes. Hay una pelea, pero Randy y Lewis la zanjan rápidamente. A medianoche, cuelgo el delantal y Vincent me pasa un plato de huevos revueltos con beicon. Como en la parte de atrás, en una mesita cerca del baño del personal. El diner no cierra por la noche y está animado. Los clientes están más borrachos y hacen más ruido. Saboreo mi cena. Lo cierto es que desearía poder quedarme más tiempo. Me da miedo pensar en el momento en que me retire a mi coche sin ventanilla para pasar la noche. Cuando Vincent y el resto del personal de cocina no miran, me meto en el bolsillo unas tostadas.

Por fin recojo mis dos bolsas y cruzo una mirada con Vincent. Él asiente. Su amigo me espera con el teléfono. Salgo por la puerta de la cocina.

En el aparcamiento hay cuatro coches y una furgoneta de reparto. Mi accidentado vehículo está pegado a una pared de hormigón en un intento de ocultar la ventanilla rota. Veo el brillo rojo de un cigarrillo en la oscuridad y me acerco. El amigo de Vincent está al final del aparcamiento, junto al callejón. Es un tipo pequeñajo, sin nada de especial, vestido con vaqueros y una sudadera. Cuando me acerco, se mete una mano en el bolsillo del pantalón y saca un teléfono con tapa.

—Dos meses prepagados —dice—. Cuarenta pavos.

—Vincent dijo treinta.

Él me mira de arriba abajo, planteándose si vale la pena regatear, y luego se encoge de hombros.

—Vale. Treinta.

Le doy el dinero —básicamente las propinas de la noche— y él me entrega el teléfono. Está algo grasiento al tacto, pero lo abro y la pantalla se ilumina. Un seguro de vida. Me lo meto en la bolsa.

—Gracias —le digo, y me dirijo a mi coche.

El tipo tira su cigarrillo al suelo.

—¿Te interesa ganarte un dinero?

Sé que no será nada bueno, que no será legal, pero necesito dinero, con urgencia. No puedo pasar por alto ninguna oferta.

—Quizá.

—A lo mejor yo podría ayudarte —dice, y luego sonríe, moviendo las manos en el interior de los bolsillos delanteros de su pantalón vaquero—. Si tú me ayudas a mí.

Sé lo que quiere; no hace falta que se explique. Y, por primera vez, veo lo fácil que sucede. Si una persona está desesperada, si no tiene nada más de valor, siempre puede venderse a sí misma. Siempre hay alguien dispuesto a pagar. Veo la mirada lasciva en los ojos de ese tipo y me doy cuenta... solo serían unos minutos y contribuiría a resolver mis problemas de dinero, quizá incluso me permitiría arreglar el coche. Pero no he llegado a ese punto. Y rezo para no llegar nunca.

—Vete a la mierda.

—Tú misma. —Se encoge de hombros—. Pensaba que te podría interesar.

Como si me estuviera haciendo un favor él a mí. Se cala la capucha, cubriéndose los ojos, y se va dando saltitos por el callejón mientras yo vuelvo a mi coche.

4

Conduzco por la I-5 en dirección norte y los ojos se me van al indicador de la gasolina. No suelo alejarme tanto del centro, pero tengo el depósito lleno casi hasta la mitad. Me dirijo a los barrios elegantes junto al mar, habitados por empresarios tecnológicos, médicos y abogados. Ahí estaré a salvo, al menos de los delincuentes. El peligro en los barrios altos es el guardia de seguridad privado o el policía que intenta impresionar a sus superiores. No pueden permitir que los marginados duerman en sus coches entre las mansiones, las piscinas y los SUV de lujo. Pero no me detendrán... ¿no? Lo más probable es que me pidan que me vaya de allí y tenga que aparcar en algún lugar menos elegante.

Salgo de la autopista con precaución, asegurándome de no superar el límite de velocidad. Ya no tengo carné de conducir, así que no quiero que me paren ni por una infracción menor. ¿Cómo voy a conseguir uno nuevo sin mi número de la seguridad social ni nada que demuestre que resido en el estado de Washington? ¿Cómo demostraré siquiera quién soy? Ahora estoy demasiado agotada como para pensar en eso. Me dirijo hacia la costa; siempre he deseado tener una casa frente al mar. Esto no es exactamente lo que tenía en mente, pero me conformaré. El barrio me es desconocido, como toda la ciudad: las calles están en silencio y las elegantes casas a oscuras. Son casi las dos de la mañana y estos profesionales, estos magnates de la industria, necesitan sus horas de descanso. No puedes dirigir el mundo a menos que descanses bien por las noches.

Aquí el follaje es denso, las mansiones se ocultan tras grandes árboles y una espesa vegetación. Sigo conduciendo y cada vez veo menos casas; estoy entrando en un área de parques. La carretera acaba en una zona de descanso perfecta, al abrigo de unos cedros gigantescos, rodeada de arbustos de zarzamora. Me imagino este lugar con la luz del día, los coches aparcados y las familias paseando por entre la vegetación hasta las rocas de la playa, solo unos metros por debajo.

Aparco el coche y salgo sin hacer ruido para coger mi saco de dormir y mi whisky del maletero. Ya que estoy aquí, meto el resto de las propinas de la noche —solo ocho dólares— en la bolsa de papel que me dieron con el muffin de ayer. Repartiré el dinero en efectivo por diferentes sitios, por si me encuentro con más ladrones. Pero no debería encontrarlos en este barrio. Me acomodo de nuevo en el asiento del conductor y disfruto de este momento de paz y seguridad. ¿Por qué no he pensado antes en esto? En cada ciudad, he gravitado hacia otros que estaban en mi situación. La comunidad de nómadas que pensaba que me daría seguridad. Pero esto es mejor, más inteligente.

Le doy un trago al whisky y limpio el teléfono con la manga. La batería está llena, pero mañana tendré que conseguir un cargador barato. Aún me sé el número de mi hermana de memoria: solía llamarla desde el teléfono fijo del restaurante. Los dedos recorren las teclas, sin apretarlas... ¿Qué podría decirle?

Solo hay dos palabras: «Lo siento». Pero Teresa no aceptará nunca mis disculpas. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo que le hice fue demasiado cruel, demasiado egoísta. No importa que estuviera desesperada, que temiera por mi integridad, hasta por mi vida. Ya no soy su hermana. Esas fueron las últimas palabras que me dijo.

Le doy otro trago a la botella, intentando tragarme mi autodesprecio. Dejo el teléfono en la guantera y me pongo el cuchillo sobre el regazo. Por si acaso. Y me duermo arrullada por el sonido de las olas que entra por la ventana rota.

Las noches siguientes, cuando acabo de trabajar, conduzco hacia el norte por la solitaria I-5. El barrio elegante y su vegetación se convierten en mi dormitorio. Sigo despertándome dolorida y rígida por las mañanas, a veces con algo de resaca, pero tengo la cabeza más clara y los ojos menos irritados. El ambiente es tan tranquilo, tan plácido, que cabría pensar que las casas de los alrededores están vacías. Aunque hay algunas señales de vida: un perro —grande y agresivo— que ladra por la noche, protegiendo su propiedad; el murmullo de algún vehículo de lujo a lo lejos; o algún jardinero que pone en marcha un cortacésped a primera hora de la mañana.

Pero la tercera mañana oigo algo inusual. Es un sonido leve pero perfectamente perceptible, contrapuesto al de las olas de la playa. ¿Qué hora es? El cielo está de un color rosado pálido, lo que me indica que está a punto de amanecer. Probablemente sean las cinco o las seis. Necesito una o dos horas más de sueño para mitigar el cansancio, pero sigo oyéndolo. Levanto la cabeza y agudizo el oído. Es una mujer. Y está llorando.

Miro el teléfono y veo que son las 5:52. «Vuelve a dormir —me digo, reclinando el cuerpo otra vez—. Si hay una mujer llorando en la playa al amanecer, no es cosa tuya». Pero no para y los sollozos me están poniendo de los nervios.

—Lo siento —dice, entre llantos. Y entonces oigo un chapoteo.

Levanto la cabeza de golpe, con el corazón desbocado. Siento el subidón de adrenalina; no podría hacer caso omiso ni aunque quisiera. ¿Qué demonios está haciendo esa mujer? Estamos en abril: el Pacífico estará helado. Salgo del coche y veo el camino. Está medio tapado por la hierba, apenas visible, pero bajo por él a la carrera. Huelo la playa antes de llegar, ese olor a sal. Es una calita rocosa, con las piedras cubiertas de algas marinas y kelp que les dan un tono verdoso. Y entonces veo a la mujer, metida en el agua hasta la cadera. Tiene más o menos mi edad y un cabello oscuro y brillante como el que yo tenía antes. Lleva un chándal ajustado y caro. Ahora su llanto es más tenue, pero los hombros le tiemblan de los nervios. Cierra los ojos. Y, de pronto, se sumerge.

¿Estará nadando? Pero sé que no es así: no lo haría con esa ropa ni con esta temperatura. Aun así, aguardo unos segundos, con la esperanza de que vuelva a salir a la superficie y de que yo pueda volver a mi coche, a dormir otra hora antes de tener que irme de aquí. Esperando no tener que intervenir para no llamar la atención. Pero ya estoy caminando por las resbaladizas rocas y quitándome los zapatos. Porque la mujer no vuelve a aparecer.

Echo a correr y siento el contacto gélido del agua. La mujer no tardará mucho en perder el sentido, en sucumbir al frío. Yo tampoco aguantaré mucho. Cuando el agua me llega al nivel de la cintura, empiezo a nadar. Se ha sumergido ahí mismo, pero ha desaparecido. Debe de haber nadado mar adentro, cada vez más profundo. Cojo aire y me sumerjo. El agua me irrita los ojos, me activa los nervios. Y entonces la veo.

Está alejándose, pero lentamente. Agita las piernas sin mucha fuerza, apenas mueve los brazos. Está perdiendo el conocimiento; eso está claro. Y entonces deja de moverse del todo y su cuerpo se queda inerte. Su larga melena oscura flota a su alrededor como una maraña de serpientes de mar. Doy unas brazadas más y llego a su altura.

La agarro de la chaqueta y tiro de ella hasta la superficie.

5

Apenas consigo tocar el fondo rocoso con los pies cuando ella vuelve en sí. Siento cómo cobra vida su cuerpo inerte y, de pronto, se revuelve en mi contra.

—¡Suéltame! —grita, retorciéndose para zafarse, agitando los brazos—. ¿Qué estás haciendo?

—¡Salvándote la vida! —le grito yo.

—¡No! —chilla—. ¡Suéltame! ¡Aléjate de mí!

La suelto, pero para entonces estamos en la orilla. Ambas salimos del agua arrastrando los pies y nos dejamos caer sobre las rocas. Echo una mirada a la mujer que jadea afanosamente a mi lado. Tiene la piel muy pálida y los labios teñidos de azul. Probablemente sufra de hipotermia o le faltará poco.

—Quédate ahí —le digo, con voz firme pero amable a la vez. Camino por las resbaladizas rocas y vuelvo al sendero.

Mi coche está abierto, vulnerable, pero el barrio aún duerme. Cojo el saco de dormir y el whisky y vuelvo a la playa. Ella está hecha un ovillo, agarrándose el cuerpo con los brazos, la frente pegada a las rodillas. Le pongo el saco de dormir en torno a los hombros y abro la botella de whisky. Doy un trago y luego le tiendo la botella.

Ella se la queda mirando un momento; luego la coge y bebe sin decir palabra. Nos la pasamos unas cuantas veces, hasta que veo que sus temblores ya no son tan violentos. Está saliendo el sol, el día se va calentando poco a poco, pero yo aún estoy helada. Ella se da cuenta y me invita a que me siente a su lado, bajo el saco. Me resulta algo violento, pero tengo demasiado frío como para negarme.

Permanecemos allí juntas en silencio un rato, compartiendo el calor corporal, el whisky y el saco de dormir, que nos ayuda a atemperarnos. En las clases de natación, nos enseñaron que hay que quitarse la ropa húmeda para combatir la hipotermia, pero eso resultaría demasiado violento. Y no hemos pasado tanto tiempo en el agua como para que haga falta. Bebo un sorbo de whisky y veo pasar un barco: un pescador madrugador. ¿La habría salvado él si no hubiera intervenido yo? Pero no parece darse cuenta siquiera de nuestra presencia; pasa con la mirada fija en el horizonte. Si yo no hubiera oído el llanto de esta extraña, se habría ahogado. Y está claro que esa era su intención.

—Deberías haberme dejado —dice entonces, con la voz ronca de tanto chillar y del alcohol—. Yo no quiero estar aquí.

—Ha sido el instinto —respondo—. He recibido muchas clases de natación.

Ella esboza una sonrisa socarrona y me mira de lado.

—Bueno, pues la has cagado.

—¿Por qué? —pregunto—. ¿Por qué querías ahogarte?

—Odio mi vida.

—Yo también.

—Tú no lo entiendes.

«No, tú no lo entiendes», tengo ganas de decir. Es imposible que esta mujer, con su chándal de diseño y sus zapatillas de marca que probablemente cuesten tanto como mi coche, tenga una vida peor que la mía. Pero no voy a enseñarle mis cartas. Y esto no es una competición.

—Mi matrimonio es... tóxico. Y enfermizo. Mi marido es violento.

—Divórciate —respondo—. No tienes por qué matarte.

Ella suelta una carcajada siniestra.

—No lo entiendes.

Tiene razón. No lo entiendo. La historia de mis relaciones es lamentable pero anodina. El trabajo siempre se ha impuesto a las relaciones. Cuando tenía veintipico años, viví con un tipo, André, durante tres años, pero la historia se fue consumiendo sola, por desidia e indiferencia. Cuando decidimos acabar, la separación fue cordial. Él me dejó el sofá. Desde entonces, he tenido amantes pero pocos novios de verdad. Nunca tenía tiempo; nunca fueron una prioridad. Era más fácil tener historias sin compromiso y concentrarme en mi trabajo.

—Mi marido es abogado criminalista. Es rico. Y es poderoso. —Le da un trago a la botella—. Y es un sádico.

Quizá sea una hipérbole. La gente dice cosas horribles de sus parejas. Pero esas palabras me provocan un escalofrío. Algo me dice que su descripción es literal. Que el marido de esta mujer se excita con el maltrato y la humillación. La de ella.

De pronto, se pone en pie.

—Tengo que irme.

La sigo por el camino hasta llegar junto a mi coche. ¿Puedo fingir que no es mío? ¿Que yo también vivo en una de las opulentas casas que nos rodean? Pero cuando fija la vista en él y luego me mira, me doy cuenta de que está claro. Ese es mi Toyota. Es mi hogar.

—¿Quieres que te lleve? —le pregunto, sin mucha convicción.

Ella pasa la vista por la ventanilla cubierta con plástico, ve las tostadas frías en el salpicadero y mi teléfono barato en la bandeja de plástico. Y entonces yo me fijo en el cuchillo, abandonado sobre el asiento delantero. Lo tenía en el regazo cuando salí del vehículo a toda prisa. ¿Lo habrá visto?

—Vivo en esta misma calle —me dice, apartando la mirada, avergonzada por mí—. Setecientos cincuenta metros cuadrados, primera línea de mar. Pero es una cárcel.

—Mejor que vivir así —murmuro yo, con la vista puesta en mi casa con ruedas.

—No —dice ella—. No lo es.

Y, sin una palabra más, se aleja.

6

Necesitaría dormir más pero estoy empapada, tengo algas en el pelo y un limo verde y viscoso pegado a la ropa y la piel. Huelo al salitre del estrecho de Puget; necesito una ducha y cambiarme de ropa. Normalmente paso un par de días sin lavarme a fondo, pero no puedo ir al diner así.

A toda prisa, aprovechando que hay poca luz, me quito los vaqueros mojados y me pongo un par de mallas negras. Se me pegan a la piel, lo que me obliga a hacer contorsiones para subírmelas. La camiseta de ayer está en lo alto de un montón, en el asiento trasero. Huele a grasa y tiene una mancha de mostaza —¿o es de yema de huevo?— bien visible, pero al menos está seca.

Aunque tengo la cabeza embotada, necesito centrarme. La estrategia es clave para la supervivencia de los sintecho. Debe de haber una piscina municipal en este barrio donde pueda colarme para darme una ducha, pero no tengo ni idea de dónde está. Si aún tuviera mi teléfono, habría podido buscarla en Google, pero mi teléfono tonto no me va a servir de ayuda en eso. Decido conducir hacia el sur, volver a los barrios más humildes y familiares. Antes de marcharme, escondo parte de mis pertenencias entre los arbustos para no tener que cargar con ellas. Volveré por la noche. Se duerme muy bien en este lugar... salvo cuando aparece una mujer intentando ahogarse. No me la puedo quitar de la cabeza mientras paso por las mansiones en silencio, salgo de la zona arbolada y me incorporo a la autopista. El plástico de la ventanilla emite un golpeteo incesante con el viento y siento cómo se me va acumulando la tensión entre las cejas. Su marido debe de ser un monstruo para que haya decidido suicidarse, abandonar una vida de privilegios y lujo. ¿Y por qué ahogándose? ¿No hay otros modos más eficientes e indoloros de quitarse la vida? Tengo que admitir que la idea de una víctima de maltrato que decide meterse en el océano helado resulta de lo más poética. De no ser porque la he detenido.

No obstante, tenía algo... Aun después de sacarla del agua, mientras estaba ahí sentada, tiritando en las resbaladizas rocas, cubierta de suciedad... Tenía una elegancia natural, refinada. Lo he notado cuando estábamos sentadas las dos, empapadas, pasándonos la botella. Era algo cautivador.

Supongo que es la necesidad desesperada que tengo de conectar con alguien. Cuando mi vida se fue por el desagüe, mis amigos desaparecieron a la carrera, como ratas. Y mi mejor amiga, mi hermana, me odia. Eso es lo que echo de menos: esa cercanía, ese vínculo que daba por descontado hasta que lo perdí. Lo destruí. Es todo culpa mía. Pero eso no significa que no lo eche de menos.

A medida que me acerco a la ciudad, el tráfico se vuelve más denso. Atravieso el centro de Seattle, dirigiéndome a un territorio familiar. Intento no usar las mismas duchas demasiado a menudo —la buena voluntad de los empleados tiene un límite—, pero estoy conduciendo mecánicamente, con la mente abotargada por la fatiga.

De pronto, me encuentro en el mismo aparcamiento. La atracción que ejerce sobre mí la idea del agua caliente y del jabón es irresistible y, entonces, entro.

—Hola —murmuro, perfectamente consciente de mi aspecto desastrado—. He perdido el carné.

Esta vez es un hombre, con las cejas gruesas y el cabello gris. Tiene un rostro duro, curtido. Ya lo veo venir... En su corazón, no hay lugar para la piedad.

—Esta piscina es de pago —me dice, con brusquedad.

—Pagaré —digo, metiéndome la mano en el bolsillo donde tengo el dinero de las propinas—. No hay problema.

—No —replica con dureza, agitando una mano nudosa para que me aparte—. Tú no has venido a nadar. Vete de aquí.

No tengo fuerzas ni para fingir.

—Por favor —digo, sintiendo las lágrimas en los ojos—. Solo me ducho y me voy.

Me mira con un gesto de asco que roza el odio.

—Esto no es un refugio. No se permite la entrada de vagabundos.

Entonces entran dos mujeres, charlando animadamente, pero al verme se callan. Llevan el cabello perfectamente limpio, recogido en sendas colas de caballo, y la piel perfectamente hidratada. No hace tanto tiempo, ese tipo de mujeres comían en mi restaurante y admiraban el aplomo con que lo gestionaba, maravillándose al ver cómo me relacionaba con mi personal y con los clientes, observando cómo disfrutaba. Yo me acercaba a sus mesas y les ofrecía un digestivo tras la comida. Quizá hasta me envidiaran. Pero ahora veo el gesto de recelo en sus ojos. Y de lástima.

Es peor que el desprecio del hombre.

Salgo del edificio a toda prisa.