La muñeca - Antonio Guisado - E-Book

La muñeca E-Book

Antonio Guisado

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Beschreibung

Thriller, terror y género policiaco combinados en un adictivo debut al más puro estilo del maestro Stephen King. Cuando Ana pidió ayuda a Daniel para cargar con La muñeca hasta el hoyo, no intuía ni por asomo que, junto con el juguete, arrojaría también en aquel húmedo abismo su infancia y las vidas de cuantos le rodeaban. Un cuarto de siglo después —en un pueblo costero del sur peninsular y bajo el disfraz del desarrollo urbanístico—, el azar desenterrará varios cuerpos en el antiguo vertedero municipal y removerá así un ponzoñoso pasado que solo esperaba el momento para salir de su letargo y cobrarse una deuda… En ese lugar en que los muertos reclaman sus nombres y los vivos juegan a olvidarlos, una inspectora en horas bajas intentará redimir sus errores y desenmarañar veinticinco años de oscuridad. Al más puro estilo It, del maestro del suspense Stephen King, el thriller, el terror y el género policiaco se disputan el protagonismo en esta adictiva y trepidante novela en dos tiempos, donde la ligereza de la adolescencia y la gravedad de la edad adulta colisionan con la desgarradora energía propia de todos los ritos de paso. «Una historia inquietante de trauma y venganza».Susana Martín Gijón

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Ähnliche


Índice

Cubierta

Prólogo

I. El hoyo

II. Zapatos de charol

III. La condesa desbocada

IV. Recuerdos

Epílogo

Agradecimientos

Notas

Créditos

Tiempo atrás publicaba mi primera novela, y con ella mi primera dedicatoria. Decía así:

A Ellas, y a las tres de mi vida: la del Incondicional,

la del Correspondido y la del Infinito

Y que nos tomen por locos

Ya entonces sabía a quién señalaría la segunda. Era casi una deuda y, aunque no soy un Lannister, procuro pagarlas. Por ello y por incontables motivos más, esta estuvo desde el principio adjudicada

A ella: la del Fraternal

Y que nos tomen por locos

Prólogo

DANIEL

No soy médico ni abracé nunca el celibato y la fe de profesión, pero sé distinguir el final de las cosas, del camino.

Han transcurrido ya demasiados años y quizá es hora de revelar los secretos que guarda el alma, pues la hora se acerca y tiene sombra ya, y aunque algunos recuerdos se atenúan a medida que recorremos estaciones, una tras otra, conformando años que se amontonan en lustros, en décadas, y hasta en alguna fracción de siglo decente, hay otros que nunca se olvidan ni diluyen; al contrario, permanecen tan vívidos como el primer día, por mucho que nos esforcemos en lo contrario, o precisamente por ello.

Sucedió hace muchos muchos años, cuando aún acostumbraba a lucir pantalones cortos y calcetines a juego, pues esta es la condena con que algunas madres buscan presumir de hijos decentes y pulcros, y la mía era presumida hasta el extremo, por lo que, además de los dichosos pantalones cortos, era norma indiscutible el llevar los calcetines del conjunto subidos y estirados hasta el límite mismo del tejido, ni un centímetro menos. Hastiado ya de escuchar el chirrido grotesco que provocaba incumplir tal norma, alcancé un punto en que llegó a obsesionarme y, de forma mecánica y casi sin ser consciente de ello, vino a devenir en la malsana costumbre de estirar los calcetines hacia el cielo en cualquier paseo cada pocos pasos. Quizá sea una barbaridad anunciar esto por mi parte, pero me atrevería a aventurar que la chepa que luzco en estos años de senectud comenzó a forjarse a base de doblar, y doblar y volver a doblar aquella joven espalda inocente para estirar los malditos calcetines, que a su vez, hartos de ser manoseados y estirados, se dilataban perdiendo la elasticidad inicial para sucumbir a la gravedad cada pocas decenas de metros.

Y en esas estaba yo, hincado de rodillas, la cabeza gacha, a pocos metros de la esquina que anunciaba mi casa luchando con los calcetines del demonio, cuando entraron en mi reducido campo de visión los inconfundibles zapatos de charol de Ana. Si mi condena eran los calcetines, la de Ana debían de ser, sin duda, en aquella época los zapatos de charol; no en vano, cada madre tiene sus manías. Los llevaba a todas horas; no solo para ir a misa o pasear los domingos, no. Se los había visto calzar de diversos colores, siempre relucientes e impolutos; siempre desde la distancia. Ana era una compañera de clase y vecina del barrio con la que hasta aquel día extraño había intercambiado apenas un par de frases. Aquella tarde los zapatos de charol eran negros.

—¿Qué haces ahí agachado? —preguntó.

—Nada, los cordones, que se aflojaron y me los pisaba —mentí.

—Claro, los cordones. —Lo dejó pasar.

Todo el mundo en el colegio estaba al tanto de mi obsesión con los calcetines, y aunque Ana nunca me llamó así, o mejor dicho, hasta aquel día no me había llamado de ninguna manera simplemente, la mayor parte de la clase había desterrado mi nombre para citarme por aquel dichoso sustantivo, algo modificado, para herir aún más hondo; los niños son así.

«Calcetino». Ese era mi nombre para todo el mundo. Casi llegué a olvidarme del que eligieron mis padres —concretamente, mi madre—, y más de una vez el sonido provocado por las letras que conforman el de «Daniel» pasaba ante mí como un tren sin viajeros ni paradas, pero el tiempo nunca descansa, y un día como cualquier otro, cerca del desvío del cauce común de la infancia, donde el afluente de la universidad y el cambio de compañeros, el maquinista recordó las paradas, y en una de ellas se subió Daniel, apenas cruzándose con Calcetino al bajar.

—Y tú ¿dónde vas con eso?

Ana portaba un enorme bulto bajo el brazo izquierdo, a la vez que se ayudaba con el derecho para sostenerlo.

—Al vertedero, a tirarlo —contestó con una mueca de disgusto, quizá de asco, apoyando el bulto en el suelo, descubriendo así frente a mi cara, de nuevo apuntando al asfalto, un nuevo par de zapatos junto a los suyos, estos solo un par de tallas más pequeños, negros mate.

—Jolín, ¡qué susto! —se me escapó mientras me enderezaba—. ¿Una muñeca? ¿Por qué la quieres tirar? Debe de ser muy cara; es casi tan grande como tú.

—Pues no sé si será muy cara o no, pero no me gusta. No me gusta nada de nada. Parece que me mira siempre.

—¿Y tu madre qué dice?

—¿Mi… madre? —titubeó—. Mi madre no lo sabe aún, pero cuando se dé cuenta ya no tendrá remedio. ¿Sabes? Me obliga a tenerla en mi cuarto, porque dice que fue un regalo de mis tíos y sería de mala educación hacer otra cosa, y que cuando vienen a casa, aunque sea solo por Navidad, deben ver la muñeca allí. ¿No te parece una estupidez?

—Supongo que sí —asentí—. Pero los adultos son así. Hacen muchas estupideces, y no lo digo porque sea tu madre, ¿eh?

—Ya, te entiendo. ¿Me ayudas con la muñeca? Pesa muchisísisisimo. Puedes cogerla por los pies, y yo lo haré por la cabeza. Porfa, ¿me ayudas, porfa?

—No sé… —dudé un poco pensando en la mía, que contaba los minutos que yo tardaba desde la panadería a casa, y resolví en apenas un segundo—: Va, el vertedero no está lejos. Pero te advierto que te la vas a cargar. ¿Y no sería más fácil dejarla en un contenedor? En aquella esquina hay uno, mira —dije señalando el metálico bulto gris con aspecto de tanque abandonado.

—No me atrevo. Podría verla mi madre, o peor aún, alguna amiga de esas tontas que a veces van a casa, y podría llamarla y contárselo como quien deja caer un moco, así como sin importancia. ¿Sabes cómo digo? —Yo asentí. Lo había pillado perfectamente, y seguía pensando, mientras la escuchaba, en la comparación, y en lo raro que sonaba en una niña hablar de mocos—. Algunas son muy cotillas, ya te digo. Y quiero que sea definitivo. ¿Me ayudarás o no?

Y así, cargando entre los dos aquella muñeca que asomaba los pies para delatarse mientras el resto del cuerpo se escondía tras una enorme bolsa de basura negra con la que Ana la había tapado, como si de un secuestro se tratara, llegamos al vertedero, lugar que, por otro lado, yo tenía prohibido pisar. Pero las mujeres invitan a hacer cosas a los hombres que no quieren sin saberlo, y las niñas a los niños, claro. Es un arma misteriosa que solo suele funcionar en un sentido. Confieso que sufrí horrores, y no por el peso, sino porque al sostener la muñeca todo el camino tras Ana, que loca por deshacerse de ella no paró ni aflojó el paso en ninguna ocasión, me fue imposible estirarme los calcetines, que notaba resbalados sobre los zapatos.

—Una, dos y… ¡tres! —exclamó Ana.

Era la señal para soltar la muñeca, que rodó por el terraplén hasta el fondo de la tumba elegida, en aquel cementerio de cosas que llamaban vertedero. Había decidido tirarla en el hoyo nuevo, aún vacío y recién excavado y reluciente; todo lo reluciente que puede estar un hoyo.

Ya nos volvíamos como espías en campo enemigo, pues nos podía caer una buena reprimenda si nos descubrían allí, cuando una curiosidad desconocida me hizo recular para echar un único vistazo al fondo, donde debía de reposar la muñeca. Y como el niño de pies a cabeza que era, no pude reprimir el impulso, y me asomé.

Allí estaba. Me pareció horrible. La muñeca era enorme, una de esas que fabrican del tamaño de un niño grande, «a tamaño natural», dicen, con su pelo lustroso y artificial pero asombrosamente real y rubio desparramado sobre la tierra, la espalda sobre el fondo, y esos ojos sin vida mirándome, pues en la caída la bolsa se había desprendido del cuerpo y reposaba a pocos metros, huérfana. Lo increíble del asunto es que, además, los brazos articulados como aspas de molino en las axilas habían quedado separados del torso y apuntaban al cielo, a mí, los dos en idéntica posición, como diciendo… «¡Recógeme! ¡Recógeme! ¿No te da pena?». Y allí me quedé, absorto en esos ojos que parecían llamarme como las sirenas a Ulises, susurrando caricias.

—¿Qué haces? Vamos, que nos van a ver —me sacó del trance Ana, las palabras deslizadas a ras de suelo.

Ya pisando la acera izquierda de la calle principal, cuando nos entreteníamos en tratar de pisar en nuestro avance única y exclusivamente las losas granates, obviando las blancas, como alfiles improvisados de un ajedrez desbaratado, caí. Aquellos ojos que me miraban me alcanzaron, llamándome en silencio.

—Oye, ¿y las muñecas no cerraban los ojos cuando se acuestan?

—¿Qué dices? ¿A qué viene eso?

—Pues eso. No soy un experto, pero todas las muñecas que vi en mi vida cierran los ojos cuando se acuestan. ¿Esta no? Para ser tan grande debían haber pensado en eso.

—Esta también, pero eso ¿qué más da ya?

—Es que los tenía abiertos —contesté, parando sobre una baldosa granate donde entraban los dos pies.

—Imposible. Te lo estás inventando, ya lo sé.

—¿Y por qué me lo iba a inventar? Menuda tontería.

—Pues porque has visto las cintas.

—¿Las qué?

—Te burlas de mí, y no nos conocemos tanto como para eso. Que me hayas ayudado con la muñeca no te da derecho.

Yo permanecía parado, tieso sobre la baldosa granate. Ana me había cogido cierta ventaja, y, tras la recriminación, paró en seco para volverse pisando una de las baldosas blancas con el pie derecho, indiferente, dando por finalizado el juego.

—¿Qué es eso de las cintas? —pregunté.

Ella se quedó pensativa un instante, sin duda evaluando si yo hablaba en serio o le tomaba el pelo. Al fin contestó, prudente.

—¿De verdad los tenía abiertos?

—Sí. ¿Por qué iba a mentir?

—Pues porque debía tenerlos cerrados. Primero porque dices que estaba acostada, y segundo porque yo misma se los pegué con cinta, de esa que mi padre usa para los cables, para que no me mirara. Estaba harta de que me mirara. A ver, ¿de qué color eran? —dijo colocando los brazos en jarras, aún entre baldosas blancas y granates.

No me costó evocarlos, pues el recuerdo volvía una y otra vez en bucle.

—Negros. —«Muy negros», pensé. Pero dije solo «negros».

Ana se quedó allí plantada, mirándome, seria, no sé si evaluándome o pensando en mi respuesta. Podía haber sido suerte, tampoco hay tantos colores de ojos.

—Muy negros, ¿verdad? —dijo achinando los suyos, y se me erizaron los pelos de la nuca. No dije nada, y al cabo volvió a abrir la boca, girándose para echar a correr.

—Te creo —me dijo ganando metros—. Es igual, no quiero pensar más en esa maldita muñeca. ¡Hasta mañana!

No tardó en perderse tras la esquina de la peluquería de Susana, o Susan, como le gustaba a la peluquera que la llamaran —según mi madre, se creía muy moderna ella—. Y allí me quedé yo, pensando en aquellos ojos negros que palpitaban en mi mente como un corazón oscuro, y en qué le iba a decir a mi madre al cruzar la puerta de casa, mientras miraba aquel letrero que, con letras de neón en descanso, dada la hora, formaba, sin levantar el lápiz y asomando por encima de la fachada, aquel nombre recortado que, a la moda del momento, podía leerse como «Susan’s».

Aquella noche tuve unas pesadillas horribles. No sé si fue solo una o varias, pues no las recuerdo, pero sí sé que me desperté en mitad de la noche sudando, buscando esos ojos negros en los rincones más tenebrosos de mi habitación. Recuerdo agradecer que no fuera una de esas noches en las que el viento zarandeaba las ramas que asomaban tras la ventana para formar pérfidas extremidades de engendros de otros mundos. Cuando a la mañana siguiente mi madre vino a despertarme me pareció que acababa de coger el sueño, y no fui más que medio zombi mientras desayunaba mi leche con cereales, me vestía con los mismos pantalones cortos de la tarde anterior y estrenaba un nuevo par de calcetines, tras la debida reprimenda de mi madre la tarde anterior al aparecer con los predecesores manchados de tierra y algo de barro. Claro que no confesé que se debía al vertedero y la historia de la muñeca. Tuve que inventarme que me había retrasado a causa de un perro enorme que me había asustado ladrando, levantando el hocico y enseñándome unos dientes más enormes aún, y me había caído al salir corriendo por medio del parque que había junto a la panadería. No, no sabía de quién era el perro, no lo había visto nunca, seguramente sería un forastero, tuve que reforzar la mentira ante la insistencia de mi madre, que a punto estuvo de salir enfundada bajo una capa de furia camino de la panadería.

Y así es como empezó todo. A hurtadillas, como comienzan todas las cosas que nunca debieron comenzar.

I

EL HOYO

1

Daniel rememoraba la tarde anterior, los ojos cansados y evitando las baldosas granate camino del colegio. Los calcetines nuevos eran una gozada. Un doble fruncido reforzaba el abrazo a la pantorrilla, desafiando a la gravedad y el movimiento con aparente éxito. Se anotó mentalmente mirar la marca luego, ya en casa. Le había parecido ver unas pequeñas letras blancas pintadas en la parte de abajo cuando los cogió para ponérselos del respaldo de la silla de su escritorio, donde los había dejado su madre cuando ya debía de estar dormido, antes de las pesadillas. Las madres pensaban en todo. Siempre estaban pensando en el futuro, en cosas que había que preparar para luego, para mañana, para el domingo que viene… Debía de ser un fastidio, como los deberes. «Deberes para mañana: de la página tal, el dos, el tres y el cinco. De la página pascual, el dos, el tres…». Así todos los días el profe. Siempre con cosas para mañana. ¿Por qué no los hemos hecho en clase, y así no habría deberes, hombre? A Daniel no le gustaba pensar en cosas para luego. Él prefería ceñirse al presente, a lo inmediato. Tampoco le gustaba cómo parecía mirarle aquella muñeca, con aquellos ojos negros mate, recordó asociándolo al letrero de Susan’s, que ya veía en la esquina, donde todas las mañanas lo esperaba Marcos, para seguir juntos hasta el colegio. Marcos y su bici.

Marcos tenía una bici espléndida. De esas rojas, con manillar levantado y ruedas de tacos, y un guardabarros delantero sobredimensionado que parecía sacado de una moto de cross. Daniel se moría por una bici de esas, pero a su madre no le gustaban las bicis. Eran peligrosas, decía. Él insistía en cada cumpleaños, en cada carta de Reyes, en cada boletín de notas, en cada ocasión que se presentara, oficial o extraoficial, pero no había manera. Como a su madre no le gustaban las bicis, pues él no podía tener una bici. Punto. Chimpún. Así eran las leyes de los adultos. Incluso estaba harta de repetirle, casi tanto como la norma de los calcetines, que tenía prohibido subirse a la bici de Marcos, pues ella sabía —tanto por vieja como por diablo— que su amigo Marcos no se separaba de la suya. Hasta le había puesto nombre: «Rayo». Tres trazos unidos formando una zeta torturada por los extremos como en esas películas medievales hasta estirarse lo atestiguaban grabados a navaja en el cuadro bajo el manillar. No es que Daniel disfrutara mintiendo a su madre, pero algunas veces no tenía más remedio, máxime cuando las normas eran absurdas. Así que todos los días Daniel andaba desde su casa hasta la esquina de Susan’s, donde se sumaban Marcos y Rayo, y como dos tontos debían seguir andando para guardar las apariencias, con Rayo rodando vacía y agradecida, como un caballo cansado en otra de esas pelis del Oeste, hasta que acababan los bloques del pueblo y comenzaba el camino de tierra que llegaba hasta el colegio; allí ya no había peligro. Los ojos de su madre parecían llegar a todos sitios, pero tenían un límite. Así que allí paraban todos los días, se ajustaban las mochilas, y Daniel se montaba en Rayo sobre la rueda trasera, que aunque no tenía guardabarros, sí que tenía dos robustos tubos acoplados al eje que le servían para mantenerse en pie tras Marcos, apoyándose en sus hombros mientras este pedaleaba. Incluso a veces Marcos le cambiaba el sitio y lo dejaba pedalear. Marcos era un buen amigo.

Claro que existía una última precaución. Por aquel camino de tierra que llegaba hasta el colegio tras quinientos, quizá setecientos metros a las afueras del pueblo, a aquellas horas podían verse casi tantas madres y padres como niños, todos camino del mismo sitio. A su edad ya iban solos, pero los de algunos cursos inferiores iban todos acompañados de sus progenitores o de los de algún vecino y compañero, algunos en coche, la mayoría andando. Y existiendo el peligro de que alguna amiga de su madre lo descubriera sobre una bicicleta y fuera con el cuento a su madre, a meterse donde no la llamaban para fastidiar el asunto, Marcos, que era un buen amigo, el mejor que podía imaginar, comprendía y aceptaba la necesidad de desviarse del camino de tierra principal repleto de madres, padres y niños, para adentrarse con la bici entre los pinos y matorrales, y así pasar desapercibidos hasta casi la entrada del colegio, donde volvían al camino principal y Daniel se apeaba del vehículo. También era que a Marcos le gustaba la idea, pues el camino de los pinos no era tal camino, sino que el viaje consistía en ir esquivando árboles y matojos campo a través, mientras las fabulosas ruedas de tacos machacaban y escupían hacia atrás esa alfombra de pinchos con forma de uve con que los pinos adornan la tierra como confeti en una fiesta de fin de año. Solo una vez en todo ese tiempo en que Daniel engañó a su madre y su aversión a las bicis, estuvo a punto, y solo a punto, de darle la razón: fue aquella en que un conejo apareció como salido de la chistera de un mago frente a ellos para cruzarse bajo las ruedas de Rayo. Marcos giró el manillar de forma brusca, más que otra cosa, obligado por la mano invisible del susto, pues el conejo desapareció antes de que pudieran pestañear casi, y en el giro inesperado del manillar, la bici resbaló sobre la alfombra de pinchos que cubría el pinar, escupiéndolos a los dos unos metros por delante. Pero tampoco fue tan grave; Marcos solo se lastimó la muñeca al caer, con lo que tuvo excusa para no ponerse de portero en los partidos durante una temporada, y él no hizo más que rodar sin control hasta ir a parar sobre un matorral de pequeños frutos rojos y ramillas intrincadas con púas diminutas y puntiagudas que le dejaron algunas marcas en el antebrazo y las pantorrillas durante un par de días, al atravesarle como pequeñas agujas el pantalón y la chaqueta. Su madre ni se dio cuenta.

Lo malo era la lluvia. Los días de lluvia eran un rollo, había que ir andando todo el camino, junto a todos los padres y madres. La única vez que su madre lo había pillado había sido por culpa de la lluvia. Rayo no tenía guardabarros trasero, así que cuando llovía la rueda de atrás escupía hacia arriba todo el barro y el agua que iba pisando en el avance. Aquella tarde, tras el colegio, Daniel llegó a su casa como si nada, y todo transcurrió con normalidad hasta que su madre entró en su cuarto y, tras depositar la bandeja con la merienda junto a los deberes, como siempre, se fijó en algo durante unos segundos, empujó la espalda de Daniel con suavidad, que estaba enfrascado en sus deberes, hasta separarla del respaldo de la silla y secuestrar la chaqueta que hasta entonces reposaba inocente tras él, más inocente aún. La prueba cantaba como pájaro al amanecer, y la extendió ante sus ojos como el capote de un torero, con mirada inquisitiva y pose de Torquemada. Una línea delatora de perdigones de barro la cruzaba de norte a sur. No tuvo más remedio que confesar —Torquemada no era un cualquiera para estas cosas—, además de prometerle que no volvería a subir a la bici. Pero es que hay promesas que nacen rotas mientras se pronuncian. Es tan cierto como inevitable.

Así que aquella mañana seca y soleada, mientras cruzaban el pinar y Marcos hacía rodar a Rayo despidiendo pinchos a la espalda de Daniel, este recordaba de nuevo a Ana y la tarde anterior, y a la muñeca y sus ojos negros mate, pues el vertedero se podía vislumbrar al otro lado del pinar camino al colegio, a flashes cortos y repetidos a causa de la velocidad de Rayo y la cantidad de pinos que, entremezclados sin orden aparente, formaban una barrera visual y desordenada entre ellos y el vertedero. Plaf, plaf, plaf, plaf… Parecían instantáneas tomadas con la función de repetición de la cámara de su padre, esa que pesaba como un balón medicinal y tenía mil botones imposibles de descifrar. Mejor aún, se le ocurrió, como esos dibujos que hacían en clase de lengua a hurtadillas cuando el aburrimiento decidía escapar de su jardín para explorar más allá del umbral de lo soportable. Esos donde, aprovechando las esquinas inferiores de las hojas de la primera libreta a mano, el asunto consistía en repetir el mismo dibujo con mínimas variaciones, para así después hacer desfilar las hojas dejándolas escapar con el dedo a su debida velocidad, transformando la repetición de dibujos en movimiento.

En cualquier caso, pensando en la cámara de su padre, o en las aburridas clases de lengua, la retina de Daniel conseguía conformar entonces una imagen nítida y completa de aquel lado del vertedero a través de los pinos, a base de flashes y repeticiones que daban forma al conjunto. Y no lo pensó dos veces.

—Ayer estuve allí —dijo señalando con la cabeza, como si Marcos pudiera verlo, que no era el caso, pues pedaleando como estaba, Daniel quedaba a su espalda y Marcos miraba al frente.

—¿Qué dices? —contestó entre jadeos—. ¿Allí dónde?

—Allí, en el vertedero —cayó en la cuenta Daniel.

—Jo, ¿y por qué no me avisaste? Te lo he dicho mil veces y siempre me dices que no puedes. Sabes que me muero por explorar el vertedero. —Aflojó Marcos la marcha para volver la cabeza un segundo.

—Fue algo improvisado —replicó Daniel, pensando que la culpa la tenían las faldas y su amigo no las usaba, y peor le quedarían, arrepentido de haber iniciado el tema, cosa que ya no tenía remedio.

—¿Y con quién fuiste, si puede saberse? —alzó el otro la voz.

—Eso es lo más extraño, pero tiene su explicación. Fui con Ana.

—¿Ana? ¿Ana la de la clase? ¿Esa Ana?

—No conozco otra.

—Eso me lo vas a tener que contar más despacio. Quiero todos los detalles.

Y así fue como aun a regañadientes y abrigando una insustancial traición a Ana, aquella misma mañana en el colegio, Daniel no tuvo más remedio que contarle a Marcos, además de a Nico, Hugo y su hermana Blanca, que se unieron al grupo, hasta el más mínimo detalle —contestando además a cada interpelación que se les ocurrió a los oyentes— de la extraña historia de Ana y su enorme muñeca de ojos negros mate.

—Jurad que no lo contaréis —fue lo único que alegó para aplacar aquella sutil vocecita de la conciencia que lo arañaba por dentro.

Ya no tenía más remedio que contarlo, y total, era una tontería, se autoabsolvió en un juicio rápido. Solo se calló lo de las pesadillas por la noche, porque estaba Blanca, la hermana melliza de Hugo, y no quería parecer una nenaza; suficiente tenía con lo de los calcetines.

2

—Es el destino —dijo Marcos recién acabada la historia.

—¿Qué dices? ¿Estás tonto o qué? —replicó Daniel.

—Está claro. ¿Cuántas veces hemos estado por ir al vertedero? Y ayer el destino te lleva sin esperarlo —«sin avisarme», parecían decir sus ojos—, de repente, y ahora nos lo cuentas a todos. No tenemos más remedio que ir… por fin —se le escapó al final la coletilla que lo delataba.

—No pienso volver allí. Para empezar, porque es ilegal entrar, y segundo, porque no quiero.

—¿Por qué no? —terció Blanca—. Yo quiero ver esa muñeca. Tan tan tan ilegal no será cuando entrasteis ayer. ¿Cómo se entra?

—Pues… entramos por la puerta. Cuando íbamos de camino vimos salir un camión. Nos escondimos tras un pino, y entramos cuando el camión se perdió de vista. La valla estaba abierta.

—Jo, qué fácil. Esperaba arrastrarme por algún agujero o algo, como en las pelis —dijo Marcos, que ya se veía dentro.

—No te vas a arrastrar por ningún lado, porque no vamos a ir.

—Yo me apunto —abrió la boca Hugo, que se había mantenido en silencio hasta entonces. Era el más callado, al contrario que Blanca, que no cerraba la boca desde que se levantaba hasta que se acostaba.

—Ya somos dos —dijo Marcos.

—Oyeee…, serán tres. Yo lo he dicho primero. Quiero ver la muñeca de los ojos misteriosos —protestó ella pasando de Marcos a Daniel con una sonrisilla difícil de traducir.

Daniel negaba con la cabeza sin palabras. Nico, que estaba secretamente enamorado de Blanca, no tuvo más remedio; tan simple como obvio por los tiempos de los tiempos, las cosas más absurdas y menos recapacitadas se hicieron siempre por amor; aunque en este caso Nico hubiera apostado por el sí igualmente: siempre el más lanzado; la duda, una desconocida; casi un guerrillero en miniatura.

—Cuatro y medio —dijo. Nico llevaba siempre algo de guasa en la guantera—. Cada uno vale lo que vale.

—Ya ves, solo faltas tú —apostilló Marcos—. Y no puedes faltar. Eres, ¿cómo se dice?, el anfi… ¿Cómo era?

—El anfitrión —completó Blanca, incapaz de callar algo que supiera. A veces incluso se metían con ella por la cantidad de veces que levantaba la mano para contestar en clase.

—Eso. El anfitrión.

—Pues yo no voy. Si queréis meteros en líos, hacedlo solos.

—Venga, hombre, no fastidies. Tú tienes que venir.

—¡Que no voy, he dicho!

—Oye, ¿y si se lo dices a Ana? Sería lo más justo. Al fin y al cabo, la muñeca era suya.

Daniel dudó. Tenía claro que no conseguirían hacerlo volver al vertedero, no por nada. Él era un valiente, o eso creía, pero aún recordaba los sudores de la noche anterior, y los brazos de la muñeca estirados, señalándolo, llamándolo sin palabras. Ahora, sin embargo, Blanca evocaba a Ana, y no sabía por qué motivo todavía la anterior clase de lengua se había esfumado elucubrando un porqué para volver a hablar con ella, y no se le ocurría mejor excusa.

—Vale, lo tengo, no importa. Sin presiones. Si no quieres venir, yo misma se lo diré a Ana. Seguro que ella nos acompaña —siguió Blanca, que cazó al vuelo la duda en los ojos de Daniel, tras una pausa.

Ahora sí que estaba pillado. Había contado a todos la historia, y si iban con el cuento a Ana, además de quedar fatal con ella por ir contando por ahí sus cosas, iba a quedar como un cobarde cagado. Bueno, igual no era tan mala idea. Tendría que ir a hablar con Ana de nuevo, para empezar.

—Está bien, iremos. Pero dejad que sea yo quien se lo diga a Ana.

—Ese es mi amigo —dijo Marcos—. ¿Cuándo vamos a hacerlo? No podemos esperar demasiado. ¿Y si empiezan a tirar cosas en el hoyo ese? Esta tarde. ¡No, esta tarde no! —se contradijo—. Esta tarde no puedo, tengo dentista. Me tienen que apretar los brackets. ¡Mañana! ¿Qué os parece mañana?

—Mañana es jueves. Los jueves tenemos partido. ¿Ya no te acuerdas? —dijo Hugo.

—Pues tiene que ser mañana —concluyó Blanca—. El viernes lloverá y se pondrá todo embarrado; no podemos esperar más. Igual el hoyo se inunda y todo. Lo podemos preparar todo para mañana y vamos después de vuestro partido, aunque sea algo más tarde. No importará, tenemos la excusa del partido. Lo único es que habrá poca luz, pero podemos llevar unas linternas.

—¡Perfecto! —saltó Nico—. Así será todo más profesional. Con linternas y todo eso. Podemos llevar los walkies también. ¿Todos de acuerdo?

Asintieron, sin palabras y uno a uno, mientras el resto seguía la ola de cabezas en movimiento con la mirada.

—Pues solo falta Ana. ¿Tú te encargas entonces, Daniel? —inquirió Blanca.

—Yo me encargo —sentenció, a la vez que cavilaba cómo le iba a explicar a Ana que medio colegio sabía ya su historia con la muñeca—. Pero recordad que es un secreto.

Los cuatro alzaron las manos en señal de acatamiento y promesa, como hacían los testigos en los juicios de las películas, pero con una sonrisa escondida en los ojos.

3

Al final resultó que Ana no se lo tomó tan mal. La abordó aquel mismo día. Nervioso como un cantante en su primer concierto, Daniel salió con prisas de la última clase, le metió más prisas aún a Marcos con el candado de la bici, y él mismo pedaleó forzando los pulmones hasta el principio del pueblo a través del pinar, mirando de reojo entre pino y pino los flashes fugaces del vertedero, más atenuados en la vuelta por efecto de las nubes que se iban acumulando, revistiendo sin prisas el cielo azul y limpio de la mañana de un gris ceniza, un gris de candela apagada, como su abuela azuzaba a su abuelo de cuando en cuando refiriéndose a su cabellera, frondosa aún a su edad, tan uniforme como cenicienta. Recorrieron los dos el obligado camino de vuelta a paso ligero a través del pueblo —Rayo, huérfana de pasajeros, la cadena desgranando su tic-tic-tic continuo como el movimiento del rabo de un perro agradecido— hasta llegar a Susan’s, donde diariamente se despedían. Y diciendo adiós con la mano a Marcos, pedaleó de nuevo en solitario, se perdió calle abajo y se limitó a esperar en aquella esquina, anhelando haber llegado antes que Ana. Sabía que ella tenía que pasar por allí camino a su casa. Lo que no sabía, y no se había parado a pensar hasta ese momento, allí solo en aquella esquina, era si ella volvía a pie, como la mayoría, o era de esos pocos a los que recogían sus padres en coche o moto. Confió en la suerte, como solo los tontos lo hacen; depositó su esperanza en el destino, como los enamorados; apostó el futuro al azar, como los desesperados. Si querían acometer la estupidez del vertedero al día siguiente, no tendría otra oportunidad de pillar a Ana con cierta tranquilidad para intentar explicarle todo el embrollo. Mañana sería tarde ya; si tenía que venir, y el grupo se había puesto pesado, recordándoselo en la última clase con cuchicheos insistentes, debería preparar su coartada en casa, si es que la necesitaba tanto como él. Además, conocía a Blanca; si no lo hacía él antes, lo haría ella al día siguiente: menuda era Blanca. Y mientras pensaba en cómo abordar el tema de la mejor manera con Ana para no parecer un chivato chismoso, la vio aparecer, diminuta e in crescendo aún al final de la calle. Volvía sola; mejor así. Se arrodilló de forma mecánica para estirarse los calcetines y la esperó, la paciencia batiéndose con el nerviosismo como iguales bajo el neón de Susan’s.

—Hola, Ana —la asaltó cuando aún la tenía a unos diez metros.

Iba ensimismada de baldosa blanca a baldosa blanca, ajena al mundo que la rodeaba. Le pareció que era una chica solitaria; no recordaba verla asiduamente con ningún grupo. Si acaso, cambiar frases con algún que otro compañero o compañera. Vamos, que no debía de tener un grupo como el de ellos: Marcos, Hugo, Blanca, Nico y él. Un oasis de donde beber en momentos de verdadera sed.

—Hola…, ¿David?

—Daniel. Soy Daniel —se ruborizó. La cosa empezaba mal, si ni siquiera recordaba su nombre.

—Ya lo sé, tonto. Era una broma. ¿Qué haces aquí parado? ¿No pensarás pelarte? Te queda bien el pelo así, un poco largo.

Daniel se apartó el flequillo ladeando la cabeza, acompañando el gesto con un hilo de aire lateral que escapó de la comisura del labio con un ligero sonido ventoso, como un soplo de ballena. De cría de ballena.

—No. La verdad… Bueno, la verdad… La verdad es que te esperaba. —Optó por acortar pasos. Todo lo que tenía pensado se había ido a freír espárragos sin avisar. Y sin dejar que Ana abriera la boca, y ya había hecho el gesto, la calló alzando la mano para continuar. Si paraba iba a ser peor—. ¿Sabes ayer cuando cargamos esa muñeca? Pues, verás, esta mañana, cuando apareció Marcos para ir al colegio… ¿Sabes quién es Marcos? Marcos es un amigo que…

—Sé quién es, Daniel. El alto de la clase, que siempre lleva el pelo así como despeinado, y le salen esos hoyitos a los lados de la boca cuando se ríe.

A Daniel no le gustó nada esa respuesta, aunque no atisbó a saber por qué. En todo caso continuó, como si solo hubiera escuchado el susurro del levante zarandear las hojas de los árboles del parque frente a la peluquería.

—Verás, pues le conté, como supongo que tú se lo habrás contado a cualquier amiga…

Nadie contó jamás tan poca cosa con tanto lujo de detalles como Daniel, casi calcando las palabras de cada uno. Ana escuchó toda la historia sin inmutarse, como una reina que espera que hable un súbdito para emitir su sentencia.

—No me enfado —fue lo primero que dijo al terminar Daniel.

—¿Qué?

—Que no me enfado. ¿No es eso lo que temías, Tino?

—¿Cómo dices? —se espantó Daniel.

—¿No te gusta? Sé que todo el mundo te llama Calcetino. Bueno, yo y todo el colegio lo sabe —dijo levantando las palmas de ambas manos y encogiendo los hombros, como si fuera algo evidente que ni siquiera valía la pena mencionar—. Pero a mí no me gusta nada. Vamos, no me gustan los motes en general. Pero si le quitamos el principio… ¿No te gusta «Tino»? «Tino» no parece un mote, y tiene un aire, no sé, diferente. Único. No conozco a ningún Tino en todo el colegio, ¿y tú? Danieles sí que hay unos pocos. Pero si no te gusta…

—No, si no está mal —se sorprendió respondiendo Daniel—. Es solo que nunca me habían llamado así.

—Pues entonces te llamaré Tino. Es bonito. No se hable más. ¿Ya está? Me esperan para comer en casa.

Daniel aceptó sin rechistar su nuevo nombre. Todavía quedaba un asunto por resolver.

—Bueno, verás, es que esta gente quiere… Vamos, que dicen que tienes que venir tú también. Que no sería lo mismo si no vienes tú.

—¿Y tú qué dices?

—¿Yo?

—Sí, tú.

—Bueno, yo…, a mí me es igual. Quiero decir, sí, sí, claro que sí que estaría bien que vinieras, pero si no quieres lo entiendo. Es que esta gente es muy pesada. O a lo mejor tienes algo que hacer y no puedes. Si no puedes…

Daniel notaba de nuevo ese calor repentino en las orejas, como si tuviera una cerilla encendida detrás de cada una. Se alegraba de no haberse pelado aún; debían de estar al rojo bajo el pelo que las camuflaba.

—Sí que puedo. ¿Iréis los cinco?

—Los cinco. Contigo seríamos seis.

—Bien. Seis es mi número de la suerte. Hasta mañana.

Ana siguió su camino de baldosas, pasándose a las granates sin mirar atrás. Daniel se quedó allí plantado como un poste, mudo, viendo la silueta empequeñecer con la distancia. Fue Susana, o Susan, como le gustaba a ella que la llamaran, la que lo sacó del trance al abrir la puerta de su peluquería y salir para cerrar. Era hora de comer, y las peluqueras también comen.

Susan y Tino. Ambos se miraron un segundo, se saludaron tímidamente —Daniel se pelaba allí siempre, porque aunque era una peluquería de señoras, su madre era clienta asidua, y Susan atendía a los hijos de sus clientas hasta que se convertían en hombres, o empezaban a parecerlo— y se dieron la espalda, peluquera hambrienta y estudiante con cara de haber visto un ovni, para abandonar la esquina caminando en sentidos opuestos. Ya en la siguiente manzana, cuando le pareció que nadie lo miraba, se permitió el gesto de la victoria con el puño cerrado, ese que se hacía cuando las cosas salían bien, apretando el puño y tirando del codo hacia atrás en ángulo de noventa grados; ese que hacía Hugo en los partidos al meter un gol, como ese futbolista de la tele; ese que le recordaba a su madre cuando metía la segunda marcha del coche. Daniel no descartaba que su madre algún día se quedara con la palanca en la mano, pero hasta el momento no había sucedido.

4

Un gris uniforme y sombrío cubría el cielo, especiando la tarde con un vaho lúgubre. Nubes subidas de tono se amontonaban, resaltando sobre el fondo. Al pie de un pino majestuoso, resguardados por los matorrales que lo rodeaban como súbditos insignificantes, el grupo se mantenía agazapado. Observaban en silencio la verja del vertedero.

—Huele a lluvia —rompió el hechizo Daniel—. Quizá sería mejor que…

—Ya está el apache haciendo predicciones. Si pegas la oreja al suelo, igual nos puedes decir si se acercan caballos —se mofó Nico.

—Jo, solo quiero decir que va a llover, seguro. Como llueva, nos vamos a poner perdidos de barro, y seguro que no serás tú quien se lo explique a mi madre.

—Fácil. Dile que fue en el partido —dijo Ana mirándolo, seria.

—Oye, bien pensado. Creo que me va a caer bien tu novia, Daniel —siguió Nico. Siempre estaba soltando todas las ocurrencias que se le venían a la cabeza. Más aún si de paso pinchaban a alguien.

—¡Eh! Que no es mi novia —se ruborizó Daniel.

—Chicos, que estoy aquí. ¿Podéis no hablar de mí como si no estuviera? Gracias.

Un matojo a tiro de balín y gomilla se agitó, cortando la conversación con un remedo de barrer rastrojos.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Blanca, pegándose por instinto a su hermano.

—Será un conejo, seguro, o una víbora —reculó Hugo, pegándose a su vez a Marcos, que ajeno a la conversación escrutaba en primera línea la verja del vertedero.

—O una víbora comiéndose un conejo —volvió a la carga Nico.

—Calla de una vez, Nico —intentó atajar Marcos sin apartar la vista de su objetivo.

—¿Qué? Una vez vi una muerta y aplastada a la que se le veía medio ratón saliendo de las tripas. Asqueroso.

—¿Has pensado cómo vamos a entrar, Marcos? —se dirigió Ana al que le parecía el jefe del grupo.

—Está todo pensado —respondió en su lugar Nico, y sacando de su mochila una pequeña pala de playa, la mostró en alto a todos y le guiñó un ojo a Ana.

—El plan es hacer un hoyo bajo la valla y colarnos. Creo que allí puede ser un buen sitio —señaló Marcos un punto indeterminado en dirección a la verja—. Hay una montaña de porquería justo detrás y no nos verá nadie. ¿Qué os parece?

—Me parece que nos vamos a poner como el rabo de las vacas del Gordo… —contestó Blanca.

El Gordo era Manuel, tío de Daniel por rama materna, y poseía un terreno enorme no muy lejos de allí, pasado el colegio, donde mantenía un buen número de vacas. Más de una vez habían ido todos a visitarlo cuando a la madre de turno se le antojaba leche fresca y recién ordeñada. Todos menos Daniel, al que la suya no lo dejaba alejarse tanto, y ni el rango de tío valía de excusa. El motivo por el que lo llamaban el Gordo no merecía explicación; no era un apelativo inventado por ellos, pero a nadie se le escapaba que quien fuera que fuese el primero en emplearlo acertó de pleno. Incluso el afectado lo aceptaba de buen grado.

—… Pero me gusta —concluyó Blanca.

—Y a mí —contestó Ana mirando a Marcos, que asintió—. Y gracias por el aviso de los pantalones —alternó dirigiéndose a Blanca.

—De nada. Mi madre siempre dice que las mujeres nos tenemos que ayudar —dijo esta.

A Daniel no se le escapó que al parecer las dos habían estado hablando antes de esa tarde, cuando creía que se acababan de conocer y la había presentado al grupo. ¿Habría sido capaz Blanca de adelantarse y prevenirla del plan antes de que él la abordara en la esquina de Susan’s? Había posibilidades, reconoció. La reacción de Ana cuando le contó todo no le parecía ya tan de sorpresa, ahora que lo analizaba. Un jarro mezcla de vergüenza y ridículo lo empapó de pies a cabeza.

—Bueno, ¿qué? ¿Queréis que se haga de noche, o vamos a entrar de una vez? —dijo Nico, zanjando sus reflexiones.

—¿Y si entramos por la puerta? El otro día estaba abierta —apostilló Daniel, que ya maldecía haberse dejado puestas las calzonas blancas tras el partido. Los calcetines blancos también, claro.

—Jo, Daniel, no seas aguafiestas. Vaya mierda de misión, entrar por la puerta. ¿Para qué me he traído la pala si no?

—Esa pala no vale ni para enterrar un mojón —replicó Daniel, que ya empezaba a cansarse de los comentarios de Nico.

—Vamos —se movió Marcos presidiendo la marcha, aparentando no haber oído nada—. No hagáis ruido, y mirad dónde pisáis. Cada vez se ve menos, con tanta nube y tanto pino.

—Mojón el que tienes tú en el culo. Venga, anímate, que estamos en misión especial —susurró Nico adelantando a Daniel.

5

El llamado vertedero no lo era en realidad; o sí, pero no en el sentido más aceptado del término. Tampoco era un desguace, y menos aún uno de los llamados años más tarde puntos limpios; quizá se acercaba más a esto último, cogiendo con pinzas lo de «limpio» de la expresión, y quizá, y sin quizá, lo más acertado sería afirmar que era una mezcla de las tres cosas. Si uno miraba de lejos sin demasiada convicción, lo primero que resaltaba por orden de relevancia eran imágenes de lavadoras y electrodomésticos desterrados, molidos a palos y agrupados seguramente por un gorila rabioso; lo segundo, de fondo, algunos coches diseminados sin orden aparente, todos sin excepción con los discos en el suelo, en un alarde de herrumbre y óxido; lo tercero, allí donde se veían revolotear pájaros, eran montones desordenados de basura sin nombre propio; lo cuarto, en dos montones diferenciados por alguna razón que se le escapaba al grupo que se afanaba en cavar un agujero bajo la verja, eran las gomas que alguna vez habrían rodado en aquellos montones de chatarra que habían sido coches en otra vida.

El hoyo resultó ser pan comido. La tierra estaba húmeda y blanda, y primero Nico y después Hugo se turnaron a la pala para dejar paso franco al grupo tras dibujar la zanja quitando el sobrante, como Miguel Ángel con el David, pero sin cuidar los detalles; un montón de basura de tercera clase los cubría de miradas ajenas tras el paso de la verja. Los seis se miraban, acusando con dedos sueltos y risas retenidas las huellas producidas en sus ropas al reptar por la tierra removida. Nico le enseñaba a Ana una pequeña herida de guerra en el brazo a causa del cariñoso roce con la verja en el borde superior del boquete.

—Habrá que desinfectar la valla, no se vaya a pudrir —dijo Daniel, que rebuscó hasta soltar la frase más ingeniosa que se le ocurrió intentando devolver un poco de lo suyo a Nico.

—Si te esfuerzas, seguro que puedes hacerlo mejor —replicó Nico devolviendo la bola. Nico siempre tenía la última palabra.

Se amontonaban los seis tras el montón de mierda indefinida. Algo se movió junto a Blanca, que dio un salto hacia atrás hasta caer de culo.

—Mierda, ¿habéis visto? Algo se ha movido ahí dentro. —Señaló hacia donde había estado apostada segundos antes.

Los demás miraron, reculando. Un rabo largo y vivo asomó, dando dos coletazos de quince centímetros al aire, para desaparecer como vino. Así como toda la raza humana retrocede por instinto al ver una serpiente, también reconoce ese tipo de rabo anillado hasta en su primera vez.

—Me cago en… ¡Ratas! —Daniel se arrastró hasta Blanca, casi teletransportado.

Dieron igual los pantalones blancos, los calcetines, y cualquier cosa que hubiera importado hasta ese momento. Todos lo imitaron como espejos, Nico, la excepción, rebautizando la pala como espada para golpear la madriguera del apéndice.

—Jaaaaa. Te lo dije. Cuando un mojón asoma, termina saliendo.

—¡Cállate, Nico! Al final te la ganaste. —Daniel se levantaba ya, dispuesto a saltar sobre el otro, que riendo se ponía en guardia.

Como un resorte, Marcos entró en lid para situarse entre los dos poniendo orden, una mano a cada pecho. Con la media cabeza que les sacaba a los restantes miembros del grupo, imponía su ley cuando no quedaba más remedio.

—Venga, venga, después os coméis a besos. ¿Por dónde estaba el hoyo, Dani? —desvió Marcos el tema.

—Por aquí —se adelantó Ana, avanzando sigilosa y encorvada, arrastrando al resto.

Fue un asunto fácil. El contenedor marino reconvertido en caseta para los trabajadores se situaba al otro lado del perímetro, opuesto a la puerta que propusiera Daniel un rato antes y que advirtieron cerrada. Obviaron cualquier comentario, mientras sorteaban camiones sucios y volquetes descargados, y la flanquearon, esperando un nuevo día.

—No parece que haya nadie aquí —susurró Hugo.

—Es tarde ya —dijo Marcos señalando al cielo, más encapotado y oscuro que allá en el pinar—. Pero seguro que debe de haber un guarda.

—¡Allí! —señaló Ana al contenedor, a lo lejos, donde a través de una diminuta ventana practicada en el lateral y protegida por un cristal, se adivinaba, intermitente, un cuerpo que se movía en el interior, ajeno a la media docena de intrusos.

—¡Genial! No hay peligro. Debería quedarse alguien a vigilar, por si sale —dijo Daniel.

—Buena idea. ¿Quién se queda? —preguntó Marcos—. Si el tipo sale, viene a buscarnos y nos avisa.

Todos se miraron, esperando una respuesta de otro.

—¿Nadie?

—Yo tengo que guiaros hasta el hoyo —respondió Daniel.

—Eso puede hacerlo Ana. Y ya has visto la muñeca. —Otra vez Nico.

—Yo no me quedo. Quiero verla otra vez.

—Está bien. Vamos todos. Esperemos que si nos descubre, al menos esté gordo —zanjó Marcos.

—Y que no tenga perro —apuntó Blanca—. Aunque yo no tengo problema. Soy la más rápida aquí, después del señor pataslargas.

Pataslargas venía a ser Marcos. Sin embargo, se volvieron todos a Daniel. No es que estuviera gordo, al menos como para ponerle mote, pero justo sería afirmar que su abuela acostumbraba a remendarle la entrepierna de los pantalones vaqueros, esa que siempre terminaba desgastada por el roce continuado producido al andar.

—Me arriesgaré —dijo este echando a andar y apretando los labios, abriéndose paso a manotazos, como el que cruza un maizal.

—Así me gusta, los valientes al frente —apostilló Nico al fondo.

—¡Cállate de una vez, Nico! —recriminaron los mellizos a dúo.

—¿Qué pasa? No aguantáis ni quinientas bromas. A la quinientas una, os enfadáis. Me callaré, pero luego no me vengáis llorando pidiéndome un chiste. Seré una tumba.

Las primeras gotas cayeron como canicas de acero, impactando sobre la tierra seca como proyectiles inyectados, marcándola con un millón de diminutos cráteres. Gotas gordas y verticales, como si una mano gigantesca inclinara una gran regadera escondida tras las nubes, ya invisibles en la noche apresurada que las escondía. El cielo, antes gris y plomizo, no enseñaba ya nada. Negro como el futuro que Daniel presagiaba al volver a casa, ni una estrella se dejaba ver. ¿Dónde está la luna cuando se la necesita?

El que sí estaba era el hoyo, frío y oscuro como un agujero negro terrenal frente al grupo, parado e indeciso. La lluvia calaba los cuerpos inmóviles sin lugar donde resguardarse, golpeándolos, hundiéndose a la vez a tiro de piedra y perdiéndose en las profundidades que los esperaban desafiantes.

—Quizá deberíamos irnos —titubeó Ana.

—¡Sí, hombre! Ahora que estamos aquí. Toma, te ha tocado, por hablar. Si te aburres, llámame Charlie —rompió Nico su promesa, pasándole uno de los walkies a Ana.

La promesa le había durado exactamente seis minutos. Seis minutos empapados y mudos que habían invertido en caminar hasta el objetivo, cautos y temerosos como soldados en una selva extranjera. Sacando las linternas de la mochila que portaba a la espalda, las repartió. Y dio el primer paso, aplastando el barro nuevo, que, rebelde, rebosó trepando por el botín.

—¿Quién fue el iluminado que dijo que no llovería hasta mañana? —preguntó al aire, levantando los brazos sin esperar respuesta.

6

—Vaya decepción —dijo mirando atrás al llegar al borde. Un haz de luz se derramaba desde la mano de Nico para perderse en el abismo.

La cortina de lluvia difuminaba su contorno al borde mismo de aquel agujero negro y apagaba su voz, que llegaba amortiguada al grupo. Todos se acercaron, pasos torpes a través del barrizal en que se había convertido la pequeña explanada.

—¿Qué esperabas? —dijo Daniel al llegar—. Ya os dije que esto no era buena idea. —Bajó la vista, mirándose los calcetines ya marrones y cansados sobre los botines que se ahogaban en el barro.

—Tanto cuento con los ojos y al final está de espaldas. ¿Y esos ojos de bruja maléfica?

—¿Qué? —coincidieron Ana y Daniel.

—Imposible. Yo mismo me volví a mirarla. Estaba de espaldas, mirando hacia arriba.

—Sería en tus sueños. Mira tú mismo. Está de cara a la pared.

Todos apuntaban ya las linternas hacia el fondo, moviendo los haces, que se cruzaban nerviosos como espadas láser de una película antigua, todo tonos primarios de blancos y negros, dibujando trazos de barro y agua pintados de noche en aquella fosa para muñecas sin amor.

—¡Imposible! —repitió Daniel—. La habrán movido.

—Claro. ¿No habéis oído hablar de los movedores de muñecas? Son gente misteriosa que se dedica a buscar muñecas por…

—¡Cállate, Nico! —atajó Ana sorprendiendo a todos—. Yo también la vi.

—No dudo de vosotros, pero si no la ha movido nadie, se habrá movido sola —salió de su mutismo Blanca.

—¿Cómo sola?

—No sé. Quiero decir… No digo que se haya movido la muñeca sola, sino que la habrá movido algo. Quizá la lluvia, el barro, algún bicho…

—Parece como si estuviera escalando —entró al trapo Hugo cortando la cadena de pensamientos de su hermana—. Fijaos.

Las linternas se fundieron en una, configurando un gran círculo de luz, como los focos de un circo sobre un payaso en el centro de la pista. Los zapatos negros mate eran invisibles, sumergidos en la laguna que se formaba allá abajo. Las piernas emergían y relucían bajo la luz proyectada, mojadas y desnudas hasta las rodillas, donde una falda empapada y sucia se pegaba al contorno de los muslos. Estaba de espaldas, y los brazos que Daniel declarara que lo apuntaban dos días antes se clavaban en el barro, escondiendo las puntas de los dedos en él. La melena, platino y reflectante bajo el efecto de los focos, se pegaba a la espalda desordenada e indecorosa. Estaba de pie, y la impresión a los ojos de todos y la imaginación contagiosa de Hugo eran de ahogo, de auxilio, de movimiento, de querer escapar, de salir de allí escalando, mientras el agua ganaba centímetros al hoyo y subía por aquellas piernas de plástico y forma humana.

Algo se movió allá abajo. Un brazo pareció sacar los dedos del barro de la pared.

—Jóder, está escalan…

De nuevo movimiento, quizá bajo el agua. El impacto uniforme de las gotas sobre el gran charco se desdibujó entre ondas que se expandían por la superficie. La muñeca cambió de posición, dando un vuelco lateral y brusco para volverse y hundirse hasta las rodillas, quedando de frente a los haces de luz, sus brazos apuntando al grupo estupefacto, los ojos mate y negros como la noche absorbiendo sin reflejo los fotones. Mirando. Mirando. Mirando hacia los seis puntos de luz con silueta petrificados allá arriba, sobre el borde.

Los gritos explotaron como petardos de una ristra mal ordenada, devorándose unos a otros. El grupo se deshizo, algunas linternas cayeron y se perdieron en el agujero, las piernas se activaron por reflejo y se produjo la desbandada, trastabillando unos y otros, estorbándose en la huida.

Blanca y Hugo huyeron juntos por costumbre, cayendo sobre el barro juntos y a dúo, para ayudarse mutuamente y volver sobre sus pasos sin apenas pisar el suelo, buscando como desesperados el agujero de la verja; Marcos corrió a la izquierda, buscando refugio tras el contorno de un montón de chatarra, donde de rodillas y sin resuello, más por los nervios que por la carrera, apagó su haz de luz, que había corrido loco de su mano hasta allí, rogando no llamar la atención de cualquier animal, hombre o cosa; Daniel llegó casi a cruzar el vertedero, desquiciado y jadeando en busca de la punta opuesta, hasta reprimir sus ansias de desaparecer por hipervelocidad y frenar su carrera al advertir que la luz que salía de la caseta del guarda se agrandaba a sus ojos como el faro de una moto en sentido contrario según se va aproximando. Dando igual ya ir vestido o desnudo, dando igual el color de los calcetines blancos al comenzar la tarde, y sus pliegues, se recostó sobre un montón de basura para recobrar aliento. Se escucharon ladridos distantes y apagados (lo que faltaba); Nico, las manos libres sin la linterna, que daba sus últimos estertores intermitentes en un charco de agua a quince metros bajo el suelo, acabó tras la desbandada acurrucado en el asiento trasero de un coche herrumbroso y sin puertas que, sin mucho pensar, le pareció el mejor sitio para desaparecer; y Ana…

—¿Y Ana? —preguntó Blanca.

Se habían encontrado casualmente al inicio de la calle que corría paralela a la playa, inicio del casco urbano del pueblo por su flanco occidental. Hugo y Nico la miraban, sin aminorar el paso camino a casa bajo la lluvia que arreciaba. Un río de agua corría en el margen de la acera, bajando con prisas por gravedad y contrario a ellos. Ambos encogieron los hombros.

—No la vi. Tampoco a Dani, ni a Marcos —dijo Nico—. ¿Y vosotros?

—Bastante teníamos con salir de allí. Estarán volviendo, como nosotros, seguro —contestó Hugo.

—¿No deberíamos volver a buscarlos? —replicó el otro sin convicción.

—Yo no vuelvo allí ni loca. Y tú tampoco —dijo Blanca señalando a Hugo. Él negó con la cabeza.

—Pues yo no vuelvo solo ni por un aprobado general. Perdí hasta la linterna. Vaya susto, ¿eh?

Los hermanos sonrieron, más tranquilos a cada paso, como soldados en un armisticio.

—Pero susto. ¿Viste cuando se volvió la…? —Blanca dejó la frase sin terminar, indecisa en nombrarla.

—Jóder que si la vi. Nos estaba mirando.

—¡Mirad! —exclamó Hugo, señalando hacia delante. Ya se veía el cruce de Susan’s, donde dos siluetas se recortaban en la esquina—. ¿Serán ellos? —Salió corriendo sin esperar respuesta; Nico y Blanca, por imitación, tras él.

Marcos y Daniel se habían encontrado en Susan’s. Sin haberlo concertado, ambos pensaron que sería un punto lógico de encuentro, y acertaron. El hombre es un animal de costumbres.

—… Si hasta me dejé la bici en el pinar.

—Mañana volveremos a por ella. Por hoy ya he tenido bastantes pinos. Lo que faltaba era volver a por la bici, además diluviando. Mira, ese es Hugo… y parecen Blanca y Nico detrás.

—¡Ehhh! ¡No sabéis cuánto me alegro de veros! —gritó Hugo bajo la lluvia, salpicando entre charcos a cada zancada.

Apenas comentaron nada de lo sucedido, los cinco indecisos, evitando pronunciarse sobre lo que les había parecido ver.

—¿Vosotros visteis a Ana? —insistió Blanca a la pareja encontrada en Susan’s. Negaron los dos.

—Estará en su casa a estas alturas. Salió cada uno por su lado, y ya es casualidad que nos hayamos visto aquí. Ella no sabe lo de la esquina de Susan’s. Es nueva en el grupo —dijo Daniel.

—Vaya, ¿ya es del grupo? Se te ve el plumero, Dani —picó Nico, distendiendo el ambiente.

—No seas tonto. Ya sabes lo que quise decir —lo empujó acompañando las palabras con un manotazo inocente.

Y riendo se despidieron los cinco, aflojada la tensión, separándose para batallar en casa. Se había hecho tarde, lucían tan empapados como pintados de barro, las cenas estarían frías, y las madres y padres, calentitos esperando.

Daniel llamó al timbre pensando que por una vez le daba igual todo. A veces pensaba que estaría bien tener una madre más permisiva, como la de Marcos, tan guapa y enrollada. Hasta la de Hugo y Blanca estaba bien. Esa tarde teñida de noche, sin embargo, ninguno se libraría, estaba seguro. Dibujó una sonrisa. Solo Nico, quizá, pero solo porque vivía con los abuelos, y los abuelos siempre eran más manejables.