La muralla china - Franz Kafka - E-Book

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Franz kafka

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Beschreibung

Tras la muerte de Franz Kafka (1883-1924), su amigo y albacea Max Brod decidió hacer caso omiso de la voluntad del autor y no sólo no destruyó su obra no publicada, sino que la dio a la imprenta. De este modo, y junto con sus novelas, reunió en dos libros -"Descripción de una lucha" y "Durante la construcción de la muralla china"- los cuentos, apuntes y fragmentos que juzgó significativos. "La muralla china" reúne, en orden cronológico y prescindiendo de las injerencias con que Brod en su día redondeó los textos, a menudo inacabados, el conjunto de los relatos concebidos por Kafka pero que, por uno u otro motivo, no acabaron viendo la luz en vida del autor. Traducción de Adan Kovacsics.

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Seitenzahl: 388

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Franz Kafka

La muralla china

Índice

Descripción de una lucha

El topo gigante

Blumfeld, un solterón

El puente

El cazador Gracchus

Durante la construcción de la muralla china

Sobre las parábolas

El golpe a la puerta de una granja

El vecino

Un cruzamiento

Una confusión cotidiana

La verdad sobre Sancho Panza

El silencio de las sirenas

Prometeo

De noche

Sobre la cuestión de las leyes

Poseidón

Comunidad

El escudo de la ciudad

El timonel

El examen

El buitre

Fabulilla

El trompo

La partida

Abogados

Investigaciones de un perro

¡Renuncia!

El matrimonio

Regreso al hogar

La obra

Nota del traductor

Créditos

Descripción de una lucha

Y la gente, bien vestida,meciéndose pasea por la gravabajo un cielo inmensoque desde colinas a lo lejoshasta lejanas colinas se extiende.

I

Hacia las doce, algunos se levantaron ya, se inclinaron, se dieron la mano, dijeron que había sido todo muy bonito y pasaron por el gran marco de la puerta al vestíbulo para ponerse los abrigos. La dueña de la casa, en el centro de la habitación, hacía ágiles reverencias a la vez que su vestido dibujaba refinados pliegues.

Yo estaba sentado a mi mesita –tenía tres patas tiesas y delgadas–, sorbía precisamente mi tercera copita de licor de hierbas y revisaba mientras tanto mi pequeña provisión de pasteles que yo mismo había escogido y apilado, pues tenían un sabor exquisito.

En eso se me acercó mi nuevo conocido y, sonriendo un tanto distraídamente al ver lo que hacía, me dijo con voz temblorosa:

–Perdone que me dirija a usted, pero he estado solo con mi chica en la habitación contigua hasta ahora. Desde las diez y media, o sea, no mucho tiempo. Perdone que se lo cuente. Lo cierto es que no nos conocemos. Nos cruzamos en la escalera, ¿no es así?, e intercambiamos algunas palabras de cortesía, y ahora ya le hablo a usted de mi chica, pero tiene que disculparme usted, por favor, no quepo en mí de felicidad, no he podido remediarlo. Y como no tengo más conocidos en los que pueda confiar...

Esto me contó. Yo, sin embargo, le lancé una mirada preñada de tristeza, porque el trozo de pastel de frutas que tenía en la boca no sabía bien, y le dije en su cara de hermoso color rojizo:

–Me alegra parecerle digno de confianza, pero me pone triste que me cuente todo esto. Y usted mismo, si no estuviera tan confuso, se daría cuenta de lo inconveniente que es hablar de una muchacha cariñosa a un hombre que se encuentra solo bebiendo un licor.

Tan pronto como pronuncié estas palabras, se sentó de golpe, se reclinó en el asiento y dejó colgar los brazos. Luego los dobló, quedando los codos en punta hacia atrás, y empezó a hablar en voz bastante alta:

–Estábamos allí sentados muy solitos en la habitación... Annerl y yo... Y yo la besaba... la besaba... la besaba en la boca, en la oreja, en los hombros...

Algunos señores que se hallaban cerca y se figuraban una conversación animada se acercaron bostezando. Por tanto, me levanté y dije con voz sonora:

–Vale, iré si usted quiere, pero no tiene sentido subir ahora al monte de san Lorenzo, porque aún hace frío y, como ha caído un poco de nieve, los caminos parecen pistas de patinaje sobre hielo. Pero si usted lo desea, lo acompaño.

Primero me miró asombrado y abrió la boca de labios anchos, rojos y húmedos. Luego, sin embargo, al ver a los señores que se encontraban ya muy cerca, se rió, se levantó y dijo:

–Pues sí, el frío nos vendrá bien, nuestra ropa está saturada de calor y de humo, yo estoy quizá un pelín borracho, y eso que no he bebido mucho, sí, nos despediremos y nos marcharemos.

Nos dirigimos, pues, a la dueña de casa, y cuando él le besó la mano, ella dijo:

–Realmente, me complace ver hoy tan alegre su rostro, que normalmente se muestra siempre tan serio y aburrido.

La bondad de estas palabras lo emocionó de tal manera que volvió a besarle la mano; ella sonrió.

En el vestíbulo había una doncella, a la que veíamos por primera vez. Nos ayudó a ponernos los abrigos y cogió luego una linterna para iluminar la escalera mientras bajábamos. Sí, la muchacha era bella. Su cuello estaba desnudo, sólo ceñido por una cinta de terciopelo negro bajo el mentón, y su cuerpo vestido con ropa holgada se inclinaba bellamente mientras descendía delante de nosotros por la escalera, sujetando la linterna a baja altura. Tenía las mejillas rojas, pues había bebido vino, y los labios entreabiertos.

Al llegar abajo, dejó la linterna sobre un escalón, se acercó a mi conocido tambaleándose un poco, lo abrazó y lo besó y permaneció abrazada a él. Sólo cuando le puse una moneda en la mano, soltó somnolienta los brazos, abrió con parsimonia la pequeña puerta del edificio y nos dejó salir a la noche.

Una luna grande en un cielo ligeramente cubierto y, por tanto, de apariencia más extensa se cernía sobre la calle desierta, iluminada de manera uniforme. Una suave nieve tapaba el suelo. Los pies se deslizaban al andar, de ahí que hubiera que dar pasos cortos.

Tan pronto como salimos, me dio la sensación de estar muy animado. Levantaba las piernas feliz y contento y hacía crujir alegremente las articulaciones, grité el nombre de alguien en la calle como si un amigo acabara de desaparecer por la esquina, saltando lancé el sombrero hacia lo alto y lo recogí con gesto presumido.

Mi conocido, sin embargo, caminaba tranquilamente a mi lado. Iba con la cabeza gacha. Tampoco hablaba.

Me extrañó, pues supuse que se volvería loco de alegría tan pronto como no estuviera rodeado de gente; callé. Acababa de darle un palmada en la espalda para animarlo, pero me dio vergüenza y retiré torpemente la mano. Como ya no me era necesaria, la metí en el bolsillo de mi abrigo.

Íbamos, pues, en silencio. Prestaba atención al sonido de nuestros pasos y no podía entender que me resultara imposible acompasar los míos con los de mi conocido. Eso me irritaba un poco. La luna brillaba con claridad, se podía ver perfectamente. De vez en cuando, alguien se apoyaba en una ventana y nos observaba.

Al llegar a la Ferdinandstrasse, me di cuenta de que mi conocido había empezado a tararear una melodía; en voz muy baja, pero aun así audible para mí. Me pareció ofensivo. ¿Por qué no me hablaba? Sin embargo, si no me necesitaba, ¿por qué no me había dejado en paz? Recordé enfadado ese pastelito tan dulce y rico que por su culpa había dejado sobre la mesa. Recordé asimismo el licor de hierbas y me animé un poco, podría decirse que casi me volví arrogante. Me puse las manos en las caderas y me figuré que paseaba solo. Había estado en una reunión, había salvado a un joven ingrato de la vergüenza y caminaba ahora a la luz de la luna. Una forma de vida ilimitada, tal era su naturalidad. Durante el día en la oficina, por la tarde con gente, por la noche en las calles, y nada de ello en exceso.

Sin embargo, mi conocido me seguía, es más, aceleró el paso al percatarse de que se había quedado rezagado e hizo como si fuera algo natural. Yo, en cambio, pensaba si no sería quizá conveniente doblar por una calle lateral, puesto que nada me obligaba a pasear junto con él. Podía regresar solo a casa y nadie lo impediría. Una vez en mi habitación, encendería la lámpara puesta en un soporte metálico sobre la mesa y me sentaría en mi sillón que está sobre la deshilachada alfombra oriental. Cuando estaba a punto de tomar la decisión, se apoderó de mí la debilidad que me sobreviene cada vez que pienso en volver a mi vivienda y en tener que pasar de nuevo horas y horas solo entre las paredes pintadas y sobre el suelo que parece oblicuo visto en el espejo de marco dorado que cuelga en la pared del fondo. Notaba cansadas las piernas y ya estaba decidido a regresar fuese como fuese a casa y a acostarme en la cama, cuando me pregunté si, al marcharme, debía despedirme de mi conocido o no. Era demasiado pusilánime para irme sin saludar y demasiado débil para gritar una despedida a voz en cuello, de manera que me detuve, me apoyé en el muro de una casa iluminado por la luna y lo esperé.

Mi conocido me alcanzó dando alegres pasos y también un tanto preocupado sin duda. Con grandes aspavientos, guiñando el ojo, estirando el brazo en horizontal y levantando con vigor hacia mí la cabeza tocada con un sombrero rígido negro, trataba de comunicarme que sabía valorar perfectamente la broma que yo estaba escenificando para divertirlo.

Desamparado, le dije en voz baja:

–Hoy es una noche divertida.

Y solté una risa que quedó en un intento. Él respondió:

–Sí, ¿y ha visto usted cómo me besaba la doncella?

Yo no podía hablar porque tenía la garganta llena de lágrimas, de manera que traté de producir un sonido como el de la corneta del postillón para no parecer mudo. Primero se tapó los oídos y luego, para darme las gracias amablemente, me estrechó la mano derecha. Esta debía de tener un tacto frío, pues enseguida la soltó y dijo:

–Su mano está muy fría, los labios de la doncella eran más cálidos, sí, señor.

Asentí con la cabeza. Y mientras rezaba al buen Dios pidiéndole me concediese firmeza, dije:

–Pues sí, tiene usted razón, volveremos a casa, es tarde y mañana por la mañana me toca ir a la oficina; tenga en cuenta que allí se puede dormir, pero no es lo correcto. Tiene usted razón, volveremos a casa.

Y le di entonces la mano, dando por definitivamente cerrado el asunto. Él, sin embargo, sonriendo imitó mi forma de hablar:

–Pues sí, tiene usted razón, una noche como esta no es para pasarla durmiendo en la cama. Tenga usted en cuenta la cantidad de pensamientos felices que se ahogan bajo la manta cuando uno duerme solo en la cama y cuántos sueños desdichados abriga.

Contento con esta idea, agarró con fuerza mi abrigo a la altura del pecho –más arriba no llegaba– y me sacudió alegremente; luego entornó los ojos y dijo en tono de confianza:

–¿Sabe cómo es usted? Usted es muy raro.

Y reemprendió entonces la marcha, y yo lo seguí sin tomar conciencia de ello, pues me ocupaba lo que acababa de decir.

Al principio me alegró, porque parecía indicar que suponía algo en mí que, si bien no existía, sí lo hacía pensar en mí por el mero hecho de suponerlo. Tal asociación me hacía feliz. Me alegré de no haber regresado a casa, y mi conocido se convirtió en una persona muy valiosa para mí, pues me otorgaba valor ante la gente sin tener yo que ganármelo primero. Le lancé una mirada cariñosa. En mis pensamientos, lo protegía de ciertos peligros, en particular de rivales y hombres celosos. Su vida se volvió más importante para mí que la mía propia. Su rostro se me antojó hermoso, me enorgullecí de su éxito con las mujeres y participé de los besos que esa misma noche había recibido de dos muchachas. ¡Oh, qué divertida fue esa noche! Al día siguiente, mi conocido hablaría con la señorita Anna, sobre cosas corrientes al principio, como es lógico, pero luego le diría de pronto:

–Anoche estuve con un hombre que tú, querida Annerl, seguro que no has visto nunca. Parece, a ver cómo te lo describo, parece un palo que no para de bambolearse y sobre el que se ha clavado con cierta torpeza un cráneo de piel amarilla y pelo negro. De él cuelgan unos retales pequeños, amarillentos y estridentes, que ayer lo tapaban por completo, ya que con la calma que reinaba anoche se le pegaban al cuerpo. Iba tímidamente a mi lado. Ay, mi querida Annerl, tú que sabes besar tan bien, te habrías reído un poco y te habrías asustado también un poco, lo sé, pero yo, cuya alma se ha volatilizado por amor a ti, me alegraba de su presencia. Tal vez se sienta desdichado y por eso calla y aun así uno percibe a su lado una feliz inquietud que no cesa. Estaba yo ayer abrumado por mi propia felicidad, y a punto estuve de olvidarte. Era como si los respiros de su pecho plano hicieran alzarse la delicada bóveda del cielo estrellado. Se abría el horizonte y bajo las nubes encendidas aparecían paisajes infinitos, como los que nos hacen felices. Cielo mío, cómo te amo, Annerl, y tu beso me resulta más querido que un paisaje. No hablemos más de él y amémonos.

Cuando llegamos a paso lento al muelle, yo envidiaba a mi conocido por los besos, pero percibía también con alegría la vergüenza interior que, por la idea que debía de hacerse de mi persona, sentía sin duda frente a mí.

Eso pensaba yo. Pero mis pensamientos se me enredaron en ese momento, con el Moldava y los barrios de la otra orilla sumidos en la oscuridad. Sólo brillaban unas pocas luces y jugueteaban con los ojos que las miraban.

Estábamos junto a la barandilla. Me puse los guantes, pues subía un aire gélido procedente del río; luego dejé escapar un suspiro sin motivo alguno, uno de esos que un río inspira por la noche, y me dispuse a continuar la marcha. Mi conocido, sin embargo, miraba el agua y permanecía inmóvil. Luego se acercó todavía más a la barandilla, se acodó en el hierro y apoyó la frente en las manos. Me pareció estúpido. Tenía frío y me subí el cuello del abrigo. Mi conocido se estiró e inclinó por encima de la baranda el tronco, que descansaba ahora sobre sus brazos extendidos. Avergonzado, me apresuré a hablar para reprimir un bostezo:

–Es extraño, ¿no?, que sólo la noche sea capaz de sumirnos por completo en los recuerdos. Ahora, por ejemplo, recuerdo lo siguiente: estaba una noche sentado en un banco a la orilla de un río en una postura forzada. Con la cabeza sobre el brazo que a su vez se apoyaba sobre el respaldo de madera, veía montes semejantes a nubes en la otra ribera y escuchaba un delicado violín que alguien tocaba en el hotel ribereño.

Eso dije y me esforcé por encontrar, tras las frases, historias de amor con situaciones curiosas; tampoco había de faltar un poco de violencia ni una cruda violación.

Sin embargo, apenas pronuncié las primeras palabras cuando mi conocido, indiferente o tan sólo sorprendido por el hecho de verme aún ahí –o eso me pareció– se volvió hacia mí y dijo:

–Ya ve usted, es lo que ocurre siempre. Hoy, cuando bajé las escaleras para dar un paseo vespertino antes de ir a la reunión, me extrañó ver que mis manos rojizas se bamboleaban en los puños blancos de la camisa y lo hacían con inusitada animación. Confié en alguna aventura. Es lo que ocurre siempre.

Esto dijo, como de pasada, como una simple observación, mientras ya echaba a andar.

A mí, sin embargo, me afectó mucho y me dolió pensar que pudiera resultarle incómoda mi larga figura, junto a la cual él parecía quizá demasiado bajo. Y esta circunstancia me atormentó a pesar de que era aún de noche y de que no nos encontramos casi con nadie en el camino, de manera que incliné la espalda de tal forma que mis manos me tocaban las rodillas al andar. Y para que mi conocido no se percatara de mi intención, fui cambiando la postura muy poco a poco y con suma cautela, tratando de desviar la atención de mí con alusiones a los árboles de la isla de los Arqueros y al reflejo de las lámparas del puente en el río. Con un giro repentino, sin embargo, volvió el rostro hacia mí y dijo con un matiz indulgente:

–¿Por qué camina usted así? Va usted completamente encorvado y parece casi tan bajito como yo.

Como lo dijo en tono bondadoso, le respondí:

–Puede que así sea. Pero a mí me resulta agradable esta postura. Soy bastante débil, ¿sabe usted?, y me resulta difícil mantener erguido el cuerpo. No es ninguna tontería; es que soy muy alto...

Respondió él con cierta desconfianza:

–Es un mero capricho. Me ha parecido que antes iba usted perfectamente erguido y también en la reunión se mantuvo usted bastante bien. Incluso se puso a bailar, ¿o no? ¿No? Pero iba erguido, eso sí, y supongo que ahora también podrá hacerlo.

Le respondí insistiendo en mi postura y negando con la mano:

–Sí, sí, yo iba erguido. Pero usted me subestima. Sé en qué consiste el buen comportamiento y por eso voy encorvado.

A él, sin embargo, no le parecía tan sencillo, sino que, turbado como estaba por su felicidad, no entendió el sentido de mis palabras y se limitó a decir:

–Vale, como usted quiera –y miró el reloj de la torre del Molino, que a punto estaba de señalar la una.

Yo, sin embargo, me dije: «¡Qué cruel es este hombre! ¡Qué evidente y significativa su indiferencia a mis humildes palabras! Lo que ocurre es que es feliz y la gente feliz se caracteriza por considerar natural cuanto sucede a su alrededor. Su felicidad establece un nexo resplandeciente con todo. Aunque me hubiera arrojado ahora mismo al agua o las convulsiones me desgarraran aquí mismo sobre el pavimento bajo este arco, en todo caso acabaría sometiéndome pacíficamente a su felicidad. Es más, si le dieran ganas –porque un hombre feliz es peligroso, no cabe la menor duda– me mataría en plena calle como un bandido asesino. Eso es seguro, y como soy un cobarde, ni siquiera me atrevería a gritar por el susto. ¡Por el amor de Dios!» Miré alrededor, aterrado. Delante de un lejano café de cristales rectangulares y negros, un policía se deslizaba sobre el adoquinado. Su sable lo estorbaba un poco, de manera que lo empuñó y entonces fue mucho mejor. Y cuando a pesar de la distancia lo oí soltar tenues gritos de júbilo, me convencí de que aquel hombre no me salvaría si mi conocido quisiera matarme.

Entonces, sin embargo, supe lo que había de hacer, ya que una gran determinación se adueña de mí ante los acontecimientos terribles. Tenía que marcharme corriendo. Era muy fácil. Ahora, al llegar al puente de Carlos a la izquierda, podía doblar a la derecha y tomar la calle del mismo nombre. Era sinuosa, había allí portales oscuros y bodegas que seguían abiertas; no tenía por qué desesperar.

Cuando salimos de debajo del arco donde acababa el muelle, corrí levantando los brazos hacia esa calle; sin embargo, en el preciso momento de llegar a la altura de una puertecita de la iglesia, caí al suelo pues había allí un escalón que no vi. Se produjo un estruendo. La siguiente farola estaba lejos, yo yacía en la oscuridad. De la bodega de enfrente salió una mujer gorda con una lamparilla humeante para ver lo que había ocurrido en la calle. Dejó de oírse el piano y un hombre abrió del todo la puerta entornada. Soltó un grandioso escupitajo sobre un escalón y mientras le hacía cosquillas a la mujer entre los senos dijo que lo ocurrido carecía de importancia. Acto seguido se dieron la vuelta y la puerta se cerró de nuevo.

Al intentar levantarme, volví a caerme. «Hay hielo en la calle», dije, y sentí un dolor en la rodilla. Aun así, me alegraba que la gente de la bodega no pudiera verme y, por tanto, se me antojaba lo más cómodo permanecer allí tumbado hasta el amanecer.

Por lo visto, mi conocido había llegado solo hasta el puente, sin percatarse de mi marcha, ya que tardó un rato en acercarse hasta donde yo me hallaba. No vi su asombro cuando se inclinó compasivamente hacia mí y me acarició con mano suave. Recorrió arriba y abajo mis pómulos y puso luego dos gruesos dedos sobre mi estrecha frente:

–¿No se habrá hecho daño, no? Hay hielo en la calle y conviene andar con cuidado... ¿Le duele la cabeza? ¿No? Ah, la rodilla, vale.

Hablaba con un tono cantarín, como si contara una historia, muy amena para colmo, sobre un lejano dolor en una rodilla. Movía, además, los brazos, pero sin la menor intención de ayudar a levantarme. Apoyé la cabeza sobre mi mano derecha –el codo descansaba sobre un adoquín– y dije rápido, para no olvidarlo:

–La verdad es que no sé por qué doblé a la derecha. Pero sí vi correr un gato bajo el pórtico de esta iglesia, que no sé, por favor, disculpe usted, cómo se llama. Un gato pequeño de pelo claro. Por eso lo vi. Oh no, no fue eso, perdone usted, pero bastante esfuerzo cuesta dominarse durante el día. Dormimos precisamente con el fin de recobrar fuerzas para ese esfuerzo, pero si no dormimos, nos ocurren a menudo cosas sin sentido, aunque sería una falta de cortesía extrañarnos de ello en voz alta ante nuestros acompañantes.

Mi conocido tenía las manos en los bolsillos y miraba hacia el puente desierto, luego hacia la iglesia de los Caballeros de la Cruz y después hacia el cielo, que estaba despejado. Como no me había prestado atención, dijo entonces temerosamente:

–Pero ¿por qué no habla, querido amigo? ¿Se siente usted mal? A ver, ¿por qué no se levanta? Aquí hace frío, se resfriará y, además, queríamos subir al monte de san Lorenzo.

–Por supuesto –le respondí–, perdone usted...

Y me levanté solo, pero con un fuerte dolor. Me tambaleé y tuve que mirar fijamente la estatua de Carlos IV para asegurarme de mi posición. Sin embargo, la luz de la luna, vacilante como era, hizo moverse la estatua. Me sorprendió, y mis pies se fortalecieron por el miedo a que Carlos IV se desplomara si yo no mantenía una postura tranquila. Luego, mi esfuerzo me pareció inútil, pues Carlos IV acabó cayendo en el preciso momento en que se me ocurrió pensar que yo era amado por una muchacha con un hermoso vestido blanco.

Cosas inútiles hago y mucho me pierdo. ¡Qué feliz fue esa idea referida a la muchacha! Y era un gesto amable por parte de la luna que me iluminara también a mí y yo, por modestia, quise ponerme bajo la bóveda de la torre del puente cuando comprendí que era desde luego natural que la luna lo iluminara todo. Por eso estiré los brazos con placer para disfrutar plenamente de la luna. Entonces se me ocurrieron estos versos:

Saltando iba por las calles

como un corredor borracho

pateando el aire

Y me sentí aliviado cuando, al imitar con los brazos relajados las brazadas de la natación, avancé sin esfuerzo ni dolor. Mi cabeza descansaba a gusto en el aire fresco y el amor de la muchacha vestida de blanco me producía un éxtasis triste, pues me daba la sensación de alejarme nadando de la amada, así como de las montañas nebulosas de su región. Y recordé que alguna vez había odiado a un feliz conocido que ahora seguía quizá a mi lado y me alegró que mi memoria fuese tan buena como para registrar detalles tan secundarios. Porque mucho ha de aguantar la memoria. De pronto me sabía los nombres de las numerosas estrellas aunque nunca me los había aprendido. Sí, nombres curiosos, difíciles de recordar, pero aun así me los sabía todos y, además, con gran precisión. Alcé el dedo índice y las nombré en voz alta una por una. Sin embargo, no llegué muy lejos enumerando las estrellas, pues había de continuar nadando si no quería hundirme. No obstante, para que luego no se dijera que cualquiera era capaz de nadar sobre el adoquinado y que algo así ni siquiera era digno de ser narrado, me elevé de repente por encima del pretil y rodeé nadando todas las estatuas de santos que encontré en el camino. Al llegar a la quinta, en el preciso instante en que me mantenía con certeras brazadas sobre el adoquinado, mi conocido me agarró de la mano. Me encontré de nuevo sobre los adoquines y sentí un dolor en la rodilla. Había olvidado los nombres de las estrellas, y de la simpática muchacha sólo sabía que llevaba un vestido blanco, pero yo no era capaz ya de recordar en qué motivos me había basado para creer en su amor. Se apoderó de mí una ira tan grande como justificada contra mi memoria, y miedo, además, de perder a la muchacha. Por eso repetí, con ahínco y sin parar, «vestido blanco, vestido blanco», para al menos mediante esta única señal conservar a la muchacha para mí. Sin embargo, no me sirvió de nada. Mi conocido se me acercaba cada vez más con sus discursos y en el preciso instante en que comencé a comprender sus palabras, un destello blanco pasó con sutileza junto al pretil del puente, atravesó la torre y se perdió rápidamente en la callejuela oscura.

–Siempre me han gustado –dijo mi conocido señalando la estatua de santa Ludmila– las manos de este ángel de la izquierda. Su delicadeza no tiene límites y los dedos que se abren tiemblan. Pero a partir de esta noche sus manos me resultan indiferentes, puedo afirmarlo, pues he besado manos...

En eso, me abrazó, me besó la ropa e impactó con la cabeza contra mi cuerpo.

Le dije:

–Sí, sí. Ya lo creo. No me cabe la menor duda –y de paso le pellizqué las pantorrillas allí donde las dejaba al descubierto. Él, sin embargo, no sintió nada. Entonces dije para mis adentros: «¿Por qué vas con este hombre? No lo quieres y tampoco lo odias, porque su felicidad reside únicamente en una muchacha y ni siquiera es seguro que ella lleve un vestido blanco. Por tanto, este hombre te es indiferente... repítelo... indiferente. Y, además, es inofensivo, tal como se ha demostrado. Por consiguiente, sube con él al monte de san Lorenzo, pues ya estás de camino en la bella noche, pero déjalo hablar y disfruta a tu manera, porque así... dilo en voz baja... porque así es como mejor te proteges.»

II. Diversiones o demostración de la imposibilidad de vivir

1. Cabalgada

Acto seguido salté con inusitada habilidad sobre los hombros de mi conocido y, aguijoneándole la espalda con los puños, lo obligué a avanzar a trote ligero. No obstante, como piafaba mostrando así cierta renuencia y en ocasiones hasta se detenía le clavé varias veces las botas en el vientre para animarlo. Lo conseguí y de este modo avanzamos a buen ritmo internándonos en una zona grande, pero todavía inacabada, en la que era de noche.

La carretera por la que cabalgaba era pedregosa y bastante empinada, pero precisamente eso me gustaba, de manera que la hice aún más pedregosa y empinada. Tan pronto como mi conocido se tropezaba, lo levantaba agarrándolo de los pelos, y tan pronto como se quejaba con un suspiro, le propinaba un puñetazo en la cabeza. Al mismo tiempo sentía que esa cabalgada vespertina me resultaba saludable con lo animado que estaba y, para hacerla más salvaje todavía, hice que un fuerte viento en contra soplara a largas ráfagas a nuestro alrededor. Comencé a exagerar incluso los movimiento saltarines propios del cabalgar sobre los anchos hombros de mi conocido y, mientras aferraba su cuello con ambas manos, inclinaba la cabeza hacia atrás y observaba las multiformes nubes que, más débiles que yo, volaban lerdamente con el viento. Me reía y temblaba de tanta audacia. Mi abrigo se desplegaba y me transmitía energía. A todo esto, juntaba las manos con fuerza y fingía no darme cuenta de que así estaba estrangulando a mi conocido.

Sin embargo, inducido por el movimiento acalorado de la cabalgada, gritaba al cielo, el cual se iba ocultando poco a poco por las ramas retorcidas de los árboles que yo hacía crecer al borde del camino:

–Tengo más cosas que hacer que escuchar siempre la cháchara amorosa. ¿Por qué se ha dirigido a mí este enamorado charlatán? Todos ellos son felices y más aún si otro lo sabe. Creen estar pasando una noche feliz y eso les basta para alegrarse de la vida que les deparará el futuro.

En ese instante, mi conocido cayó al suelo, y al examinarlo me di cuenta de que tenía una herida grave en la rodilla. Como ya no podía serme útil, lo dejé tumbado sobre las piedras y me limité a llamar a silbidos a unos buitres, que descendieron y, obedientes y con pico que inspiraba respeto, se posaron sobre él para vigilarlo.

2. Paseo

Sin preocuparme, continué caminando. Como, siendo un peatón, temía los esfuerzos que exigía ese camino de montaña, hice que se aplanase y que al final, a lo lejos, descendiese a un valle.

Las piedras desaparecieron obedeciendo a mi voluntad y el viento amainó y se perdió en el anochecer. Yo avanzaba a buen ritmo y, como era cuesta abajo, iba con la cabeza levantada, el cuerpo rígido y los brazos cruzados detrás de la cabeza. Como me gustan los bosques de abetos, fui atravesando bosques de abetos, y como me gusta contemplar en silencio el firmamento estrellado, las estrellas se desplegaron ante mí lenta y tranquilamente, como corresponde a su forma de ser, en aquel cielo que se abría en toda su amplitud. Sólo vi unas pocas nubes alargadas, impulsadas por un viento que únicamente soplaba en las alturas.

A bastante distancia de mi camino, y probablemente separada de mí por un río, hice que al otro lado se alzara una montaña alta cuya cumbre, cubierta de arbustos, lindaba con el cielo. Podía ver incluso las pequeñas ramificaciones y los sutiles movimientos de las ramas más elevadas. Este espectáculo, por muy corriente que sea, me alegró tanto que, meciéndome como un pajarito sobre las ramitas de aquellas lejanas e hirsutas matas, me olvidé de hacer salir la luna, la cual se hallaba ya tras la montaña, a buen seguro enfadada por el retraso.

En eso, sin embargo, se esparció sobre la montaña el resplandor frío que precede a la salida de la luna, la cual emergió de pronto tras uno de aquellos inquietos arbustos. Yo, no obstante, miraba mientras tanto en otra dirección y cuando lancé una mirada hacia delante y vi de repente la luna que brillaba ya casi en toda su redondez, me detuve con los ojos nublados, pues mi camino descendente parecía conducir en línea recta hacia esa luna aterradora.

Al cabo de poco, no obstante, me acostumbré a ella y observé con serenidad lo difícil que le resultaba la ascensión, hasta que, después de que yo y ella nos acercáramos un buen trecho, sentí una agradable somnolencia que, en mi opinión, me sobrevino por los esfuerzos del día que yo, eso sí, ya no recordaba. Caminé un rato con los ojos cerrados y sólo me mantuve despierto dando sonoras y regulares palmadas con las manos.

Luego, sin embargo, cuando el camino amenazaba con escurrirse bajo mis pies y todo empezó a desvanecerse con el mismo cansancio que el mío, me apresuré a escalar la pendiente por el lado derecho del camino para llegar a tiempo al bosque de abetos alto y confuso en el que quería pasar la noche. La prisa tenía su razón de ser. Las estrellas se oscurecían ya y la luna se sumergía débilmente en el cielo como en un agua movida. La montaña formaba ya parte de la noche, la carretera terminaba de manera angustiante allí donde me había vuelto hacia la pendiente y desde el interior del bosque oí acercarse el estruendo de troncos que caían. Podría haberme echado ahí mismo sobre musgo para dormir, pero como temo las hormigas, trepé, enroscando las piernas en torno al tronco, a un árbol que se cimbreaba sin viento, me tumbé sobre una rama, apoyé la cabeza en el tronco y me dormí apresuradamente, mientras una ardilla de mi capricho con la cola empinada permanecía en la punta de la rama y se mecía.

El río era ancho y sus pequeñas y sonoras olas estaban iluminadas. En la otra orilla también había prados que luego se convertían en maleza, tras la cual aparecían a gran distancia claras hileras de frutales que conducían a verdes colinas.

Contento por el espectáculo, me acosté y pensé, mientras me tapaba los oídos por miedo a llorar, que allí podría sentirme satisfecho. «Porque esto es bello y solitario. No se necesita mucho valor para vivir aquí. Habrá que afanarse como en cualquier otro sitio, pero no habrá que moverse bellamente. No será necesario. Pues aquí sólo hay montañas y un gran río y todavía soy lo bastante inteligente para considerarlos inanimados. Sí, cuando, solo al atardecer, me tropiece en los caminos ascendentes de los prados, no estaré más abandonado que la montaña, con la diferencia de que lo percibiré. Pero creo que eso también pasará.»

Así jugueteaba yo con mi vida futura y procuraba olvidar de manera obstinada el pasado. A todo esto, miraba parpadeando aquel cielo, que presentaba un colorido insólitamente feliz. Llevaba tiempo sin verlo de esa manera, me emocionó y me recordó algunos días en que también había creído verlo así. Aparté las manos de los oídos, estiré los brazos y los dejé caer sobre la hierba.

Oí a alguien sollozar débilmente a lo lejos. Se levantó viento, y grandes cantidades de hojas secas, que antes no había visto, alzaron el vuelo con un susurro. De los frutales cayeron frutos inmaduros y golpearon desenfrenadamente el suelo. Tras una montaña emergieron feas nubes. Las ondas del río crujían y retrocedían ante el viento.

Me levanté rápidamente. Me dolía el corazón, pues me parecía imposible encontrar ya una salida de mi sufrimiento. Me disponía a dar media vuelta con el fin de abandonar esa zona y retornar a mi anterior forma de vida, cuando me vino la siguiente idea: «Qué extraño que incluso en nuestra época gente distinguida sea trasladada al otro lado del río de esta forma tan difícil. La única explicación es que se trate de una costumbre antigua.» Sacudí la cabeza, asombrado.

3. El gordo

a) Alocución al paisaje

De los arbustos de la otra orilla salieron, imponentes, cuatro hombres desnudos que llevaban unas andas de madera sobre los hombros. En las andas iba sentado en postura oriental un hombre tremendamente gordo. Aunque era llevado entre matorrales por un camino impracticable, no apartaba las espinosas ramas, sino que pasaba a través de ellas tranquilamente con su cuerpo inmóvil. Sus masas adiposas llenas de pliegues estaban desplegadas con sumo cuidado, de manera que no lo molestaban aunque cubrían las andas por completo y pendían de los lados como los flecos de una alfombra amarillenta. Su cráneo pelado era pequeño y de un color amarillo brillante. Su rostro presentaba la expresión cándida de un hombre que reflexiona y no se esfuerza por ocultarlo. De vez en cuando cerraba los ojos; cuando volvía a abrirlos, la quijada se le distorsionaba.

–El paisaje me molesta en mi pensamiento –dijo en voz baja–, hace que mis reflexiones oscilen como puentes colgantes de cadenas ante los embates de la corriente rabiosa. Es bello y, por eso, quiere ser contemplado.

»Cierro los ojos y digo: monte verde que estás junto al río, que tienes cantos rodados para oponerte al agua, eres bello.

»Pero no se siente satisfecho, quiere que abra los ojos para verlo.

»Sin embargo, con los ojos cerrados yo le digo: monte, no te amo, porque me recuerdas a las nubes, al crepúsculo vespertino y al cielo ascendente, cosas que casi me hacen llorar, pues casi nunca se pueden alcanzar si uno se deja llevar en un pequeño palanquín. No obstante mientras me muestras todo esto, monte astuto, me escondes el panorama, el cual me alegra, puesto que me muestra algo alcanzable en una bella visión de conjunto. Por eso no te quiero, monte junto al río, no, no te quiero.

»Este discurso, sin embargo, le resultará tan indiferente como el anterior si no le hablo con los ojos abiertos. De lo contrario no está satisfecho.

»¿Y no hemos de procurar que siga siendo benévolo con nosotros, con el único objeto de que se conserve, él, que tiene tan caprichosa predilección por la papilla de nuestros cerebros? Arrojaría sus sombras dentadas sobre mí, me plantaría delante en silencio paredes terriblemente peladas y mis porteadores tropezarían con las piedrecitas que salpican el camino.

»Sin embargo, no sólo el monte es tan vanidoso, tan impertinente y tan vengativo, también lo es todo lo demás. Por eso, con los ojos redondos, ¡ay cómo duelen!, he de repetir siempre:

»Sí, monte, eres bello y los bosques en tu vertiente occidental se alegran. También contigo, flor, estoy contento, y tu color rosado regocija mi alma. Y tú, hierba de los prados, estás alta ya y eres fuerte y refrescante. Y tú, extraño matorral, pinchas de manera tan inopinada que nuestros pensamientos se ponen a saltar. Y tú, río, tanto me places que me dejaré llevar por tus aguas serpenteantes.

Después de pronunciar esta loa diez veces a voz en cuello inclinando el cuerpo de vez en cuando en un gesto de humildad, bajó la cabeza y dijo con los ojos cerrados:

–Pero ahora, os lo ruego, monte, flor, hierba, matorral y río, dejadme un poco de espacio para que pueda respirar.

Se produjo entonces un apresurado desplazamiento en las montañas de los alrededores, que se retiraron tras cortinas de niebla. Las avenidas se mantuvieron firmes y guardaron bastante el ancho de la calzada, pero no tardaron en esfumarse: en el cielo, ante el sol, había una nube húmeda de bordes suavemente iluminados a cuya sombra el terreno se fue hundiendo más y más mientras las cosas perdían sus hermosos contornos.

Los pasos de los porteadores se oían incluso desde mi orilla y aun así no podía distinguir nada preciso en el oscuro rectángulo que formaban sus rostros. Sólo los veía inclinar la cabeza hacia un lado y doblar la espalda bajo el extraordinario peso de la carga. Me preocupaban, pues me percaté de su cansancio. Por eso observé en tensión cómo pisaban las hierbas de la orilla y recorrían luego a paso todavía regular la arena mojada hasta que al final se hundieron en la cenagosa juncada, donde los dos porteadores de atrás tuvieron que agacharse para mantener el palanquín en posición horizontal. Junté las manos. Ahora habían de levantar bastante los pies a cada paso, de manera que sus cuerpos brillaban sudorosos en el aire fresco de esa tarde cambiante.

El gordo estaba tranquilo, con las manos sobre los muslos; las largas puntas de los juncos lo rozaban al enderezarse de golpe tras el paso de los porteadores de delante.

Los movimientos de los porteadores se volvieron más irregulares cuanto más se iban acercando al agua. De vez en cuando, el palanquín se mecía como si estuviera flotando ya sobre las olas. Había que salvar de un salto o rodear las pequeñas charcas formadas entre los juncos, pues podían ser profundas.

En un momento, patos salvajes levantaron el vuelo gritando y subieron en vertical hacia la nube de lluvia. En eso vi, por un breve movimiento, el rostro del gordo; parecía muy inquieto. Me levanté y con saltos angulosos bajé la pendiente llena de piedras que me separaba del agua. No me importaba que fuese arriesgado, sólo pensaba en ayudar al gordo en el caso de que sus criados ya no pudieran llevarlo. Corrí de forma tan imprudente que abajo, al llegar al río, no pude frenar, entré corriendo en el agua que salpicaba y sólo logré detenerme cuando me llegaba a las rodillas.

Al otro lado, sin embargo, los criados, retorciéndose, habían llevado el palanquín al agua y mientras con una mano se sostenían sobre la corriente inquieta, alzaban con cuatro peludos brazos el palanquín de manera que se les veían los músculos, inusualmente marcados en su postura vertical.

El agua golpeó primero su barbilla, subió luego hasta la boca, las cabezas de los porteadores se inclinaron hacia atrás y las andas cayeron sobre sus hombros. La corriente les llegaba ya a la nariz y aun así no cejaban en el esfuerzo a pesar de que apenas habían alcanzado el centro del río. En eso, una ola baja dio en la cabeza a los de delante y los cuatro hombres se ahogaron en silencio, arrastrando con sus manos crispadas también el palanquín a las profundidades. El agua los siguió en tromba.

En eso, el resplandor uniforme del sol vespertino irrumpió por los bordes de la gran nube e iluminó las colinas y las montañas en los confines del campo visual, mientras el río y la zona bajo la nube seguían alumbrados por una luz incierta.

El gordo se volvió poco a poco en la dirección de la corriente y fue llevado río abajo como un ídolo de madera clara que ha sido declarado inútil y por tanto arrojado al río. Se deslizaba sobre el reflejo de la nube de lluvia. Nubes alargadas tiraban de él y otras pequeñas y redondeadas lo empujaban, de manera que se producía una agitación considerable que hasta yo podía percibir por los embates del agua contra mis rodillas y las piedras de la ribera.

Volví a trepar rápidamente por el talud para poder acompañar al gordo en el camino, porque en verdad lo quería. Y a lo mejor podía enterarme un poco de la peligrosidad de este país aparentemente seguro. Iba yo por una franja de arena a cuya estrechez había que acostumbrarse, con las manos en los bolsillos y el rostro vuelto en ángulo recto hacia el río, de tal manera que la barbilla casi reposaba sobre el hombro.

Sobre las piedras de la ribera había delicadas golondrinas.

El gordo dijo: «Estimado señor de la orilla, no intente salvarme. Es la venganza del agua y del viento; ahora sí estoy perdido. Sí, se trata de una venganza, pues cuántas veces hemos atacado esas cosas, yo y mi amigo el orante, mientras cantaban las hojas de nuestras espadas, bajo el fulgor de los címbalos, la amplia majestuosidad de los trombones y el brillo chispeante de los timbales.»

Una gaviota pequeña con las alas desplegadas atravesó volando su vientre, sin reducir la velocidad.

Y el gordo siguió contando:

b) Conversación inicial con el orante

Hubo un tiempo en el que iba a diario a una iglesia porque una muchacha de la que me había enamorado rezaba allí arrodillada durante media hora al atardecer y yo podía observarla entonces con toda tranquilidad.

Una vez que la muchacha no apareció y yo miraba contrariado a los orantes, me llamó la atención un joven que se había arrojado al suelo cuan larga era su magra figura. De vez en cuando levantaba con toda la fuerza de su cuerpo el cráneo y lo golpeaba sollozando contra las palmas de las manos que reposaban sobre las losas.

En la iglesia no había más que unas pocas ancianas que giraban a menudo hacia un lado las cabecitas cubiertas para echar un vistazo al orante. Esta atención parecía encantarle, pues ante cada uno de sus estallidos de devoción dejaba vagar la mirada por ver si era grande el número de espectadores.

Me pareció improcedente y decidí dirigirme a él cuando saliera de la iglesia y preguntarle por qué rezaba de esa manera. Sí, estaba enfadado porque mi muchacha no había venido.

Sin embargo, sólo se levantó al cabo de una hora, se persignó con sumo esmero y se enfiló a trompicones hacia la pila de agua bendita. Me coloqué en el camino entre la pila y la puerta, decidido a no dejarlo pasar sin que me diera una explicación. Torcí la boca, como hago siempre a modo de preparativo cuando quiero hablar con determinación. Avancé la pierna derecha y me apoyé en ella, mientras mantenía la izquierda como por descuido reposando sobre la punta del pie; también eso me confiere firmeza.

Es posible que aquel hombre me mirara de reojo ya cuando se echaba agua bendita en la cara, quizá antes incluso se hubiera percatado con preocupación de mi presencia, pues de súbito corrió hacia la puerta y salió. La puerta de vidrio se cerró de golpe. Y cuando salí, segundos después, ya no lo vi, pues había ahí varias callejuelas estrechas y la circulación era intensa.

En los días siguientes se ausentó, pero mi muchacha sí vino. Llevaba el vestido negro con encajes transparentes sobre los hombros –la media luna que dibujaba el escote se veía debajo– y del borde inferior de los encajes pendía la seda formando un cuello de corte primoroso. Y como apareció la muchacha, olvidé al joven y ni siquiera me ocupé de él cuando luego volvió a presentarse con regularidad y a rezar siguiendo su costumbre. No obstante, siempre pasaba con mucha prisa a mi lado, apartando la mirada. Tal vez se debiera a que nunca podía imaginármelo más que en movimiento, de modo que incluso cuando permanecía inmóvil me daba la impresión de arrastrarse.

Una vez me entretuve en mi habitación. Aun así acudí a la iglesia. Ya no encontré a la muchacha y me dispuse a regresar a casa. El joven volvía a estar allí tumbado. Recordé entonces el incidente pasado y me picó la curiosidad.

Me deslicé de puntillas hasta la salida, di una moneda al mendigo ciego que estaba allí sentado y me puse junto a él tras la hoja abierta de la puerta. Allí permanecí durante una hora, poniendo quizá cara de hombre astuto. Me sentía a gusto en el lugar y decidí acudir a menudo. A la segunda hora, sin embargo, me pareció absurdo ya permanecer allí por el orante. Y a la tercera dejé, ya furioso, que las arañas se deslizaran por mi ropa, mientras los últimos fieles emergían de la oscuridad de la iglesia respirando de forma sonora.

Y entonces apareció también él. Caminaba con cautela y sus pies tanteaban el suelo con suavidad antes de pisar.

Me levanté, en una zancada en línea recta me planté ante el joven y lo agarré del cuello.

–Buenas tardes –dije y, con la mano en su cuello, lo empujé escaleras abajo a la plaza iluminada.

Una vez abajo, me dijo con voz del todo insegura:

–Buenas tardes, muy estimado caballero, no se enfade usted conmigo, que soy su más humilde servidor.

–Pues sí –dije–, quiero preguntarle algunas cosas, señor, porque el otro día se me escapó usted, y hoy difícilmente lo conseguirá.

–Es usted un hombre compasivo, caballero, y me dejará volver a casa. Soy digno de lástima, esa es la verdad.

–¡No! –grité en medio del ruido del tranvía que pasaba–, no lo dejaré. Precisamente estas historias me gustan. Es usted un golpe de suerte para mí. Me felicito de ello.

Dijo él entonces:

–Ay, Dios, tiene usted un corazón despierto y una cabeza bien amueblada. Me llama usted un golpe de suerte, ¡qué feliz debe de sentirse usted! Porque mi desdicha es una desdicha cambiante, una desdicha que oscila en una punta muy fina, y cuando uno la toca, cae sobre aquel que pregunta. Buenas noches, caballero.

–Bien –dije, y le sujeté la mano derecha–, si no me responde usted, me echaré a gritar aquí en la calle. Y todas las dependientas que salen ahora de las tiendas y todos sus amantes que se alegran de verlas se aglomerarán, pues creerán que el caballo de algún coche de alquiler se ha caído o que algo similar ha sucedido. Y entonces yo lo mostraré a usted a la gente.

Llorando me besó entonces ambas manos alternativamente.

–Le diré lo que quiere usted saber, pero, por favor, entremos en esa calleja lateral.

Asentí con la cabeza, y allí fuimos.

Él, sin embargo, no se conformó con la oscuridad de la callejuela en la que sólo había farolas amarillas bastante alejadas la una de la otra, sino que me condujo al portal de techo bajo de una casa antigua, debajo de una lamparilla que pendía goteando ante las escaleras de madera.

Allí cogió con gesto solemne su pañuelo y, mientras lo extendía sobre un escalón, dijo:

–Siéntese, estimado caballero, aquí podrá preguntar mejor, y yo permaneceré de pie, que así podré responder mejor. Pero no me torture.

Me senté, pues, lo miré entornando los ojos y dije:

–Es usted un demente de pies a cabeza, ¡eso es usted! ¡Cómo se comporta en la iglesia! ¡Qué ridículo resulta y qué desagradable para los que lo ven! Cómo puede alguien recogerse mirándolo a usted.

El hombre había apoyado el cuerpo contra la pared, sólo movía libremente la cabeza.

–No se enfade... ¿Por qué enfadarse por cosas que no le incumben? Me enfado cuando me comporto con torpeza; pero cuando es otro quien se comporta mal, yo me alegro. Por tanto, no se enfade si le digo que el objeto de mis rezos es que la gente me mire.