La niña que caminaba descalza - Luciano Cazaux - E-Book

La niña que caminaba descalza E-Book

Luciano Cazaux

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Beschreibung

En "La niña que caminaba descalza" los vínculos familiares se ponen a prueba. Las amistades también. La autoexploración se convierte en una travesía fascinante, como un proceso que se adentra en la identidad y la autenticidad. La historia se desenvuelve en un contexto lleno de metáforas y simbolismo inmerso en la Argentina entre los años 1934 y 1955, donde la transformación y el crecimiento se entrelazan con los secretos ancestrales y el devenir político. Los personajes, sus emociones y sus relaciones se tejen en una narrativa cautivadora que invita a reflexionar sobre la verdadera naturaleza del ser humano y la elección de vivir una vida auténtica. Esta obra literaria, llena de misterio y simbolismo, ofrece una exploración sutil pero poderosa de la identidad y la elección personal en un mundo donde la magia y la realidad se entrelazan en un delicado equilibrio.

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Seitenzahl: 404

Veröffentlichungsjahr: 2023

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LUCIANO CAZAUX

La niña que caminaba descalza

Cazaux, LucianoLa niña que caminaba descalza / Luciano Cazaux. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4407-0

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Ilustración de portada: Guillermo Verón Diseño de portada: Laura Zamorano Corrección de estilo: Paula Morey.

Tabla de contenidos

AGRADECIMIENTOS

PARTE I

CAPÍTULO I - Un alma equivocada

CAPÍTULO II - Un hombre grande

CAPÍTULO III - Adolecer

CAPÍTULO IV - Un hombre grande que crece

PARTE II

CAPÍTULO V - Las paralelas se juntan

PARTE III

CAPITULO VI - Cada uno en su sitio

PARTE IV

CAPÍTULO VI - El amor después de la muerte

CAPÍTULO VII - El diario de una vida

CAPÍTULO VIII - Ser mujer

CAPÍTULO IX - Todo se oscurece

ULTIMA PARTE

CAPÍTULO X - Un momento antes del silencio

EPÍLOGO

“El cuerpo no es una cosa, es una situación. Es nuestra comprensión del mundo y el esbozo de nuestro proyecto”

Simone de Beauvoir.

AGRADECIMIENTOS

Dicen que escribir es una actividad solitaria. Puede ser, aunque sería imposible lograrlo sin el entusiasta grupo de personas que —mereciéndolo o no— nos ayuda porque nos quiere. Este agradecimiento es para ellos. De los amigos, Eli Grimaldi es quien me empujó para hacer realidad este sueño. A los que leyeron primero. Me alentaron, corrigieron, estimularon: Alejandra Sánchez, Gabriela Minardi, Haru, Sebas. A Laura Spivak y a Andrea Brancaforte porque me brindaron su desinteresada ayuda. A Paula Morey porque además de corregirme, me enseñó. A Laura Zamorano y Guillermo Verón por su magia. A Ulises Martino, que me dio clases de escritura sin saberlo o si, que se yo. De mis queridos hermanos muy especialmente a Alejo Spataro. Estoy seguro de que si pudiera compraría toda la edición. A Manuel Oscar Rodríguez por ser ese papá maravilloso. A doña Anita que seguramente se ríe del rol que le tocó en esta novela, porque la llevo en alma cada día. A Martina Perret que me sigue en mis locuras, me apoya, me cuida, me ama. Porque creó en mí —desde la primera vez que la vi— el deseo de ser mejor persona, de merecerla. A los Spataro Cazaux y Perret, Matías, Emma y Nina por amarme y demostrármelo con la mirada. Con ellos todo, sin ellos nada. Gracias, gracias, gracias.

PARTE I

CAPÍTULO I

Un alma equivocada

Plegaria para el niño

Por múltiples motivos, el niño Olañeta fue un milagro desde que vino al mundo en plena década infame. Doña Inés Sáez de Olañeta era una mujer grande que había parido seis hijas. A los cuarenta no esperaba volver a quedar embarazada. En el parto de Sofía había atravesado tantas complicaciones que el doctor Uriburu le prohibió volver a quedar en estado. Cuando se confirmó el embarazo, el Vasco Olañeta y doña Inés tomaron la noticia con temor.

Los Olañeta eran una familia tipo de la alta sociedad del norte argentino. Terratenientes de larga data, católicos apostólicos romanos. Tercera generación de argentinos. Para ambas familias resultó muy conveniente el matrimonio. La unión creó una alianza que los encumbró entre las estirpes de la provincia. El Vasco Olañeta había soñado desde chico con tener una familia grande porque, cosa extraña para la época, era único hijo. El jugar en soledad durante la infancia había ido tallando en él un carácter hosco poco propenso a las expresiones de afecto.

Fueron nueve lunas de alto riesgo. La cuarentona pasó meses en cama con amenazas de aborto al cuidado de las dos hijas menores, Felicitas y Sofía. Cuentan las comadres que cuando el niño hizo su triunfal aparición en este mundo la habitación se tiñó con un color dorado nunca visto. Nació con una abundante cabellera rubia y ojos celestes, despiertos. En el instante que la partera anunció que era un varón bien sanito, el Vasco, poco más se infarta de la alegría. Después de seis niñas esperaba otra con resignación. Salió a pregonar la llegada del heredero por toda la capital, compró los mejores habanos para convidar a los amigos y se instaló en lo de Beeche a beber, a perder en los juegos de azar y a dejarse mimar por su puta preferida, Cecilia.

Al concluir el tercer día sin señales de su marido por la casa, doña Inés mandó a buscar a un cura de San Francisco para que lo sacase del antro con las consabidas amenazas acerca de arder en las llamas del infierno. El cura, un debilucho de nariz colorada, se presentó sabiendo que el encargo le permitiría entrar a lo de Beeche con la excusa de realizar la obra de Dios. Después de mantener una extensa conversación con doña Inés, de soportar las quejas con paciencia franciscana, salió disparado en un sulky. Antes de entrar, para no dar lugar a conjeturas, rezó un padrenuestro, una avemaría, trazó tres cruces en el aire, se arremangó el sayo y dijo a voz en cuello: “Allí voy Satanás, a rescatar a un pecador de entre tus garras”. Al atardecer, el cura y el Vasco entonaban borrachos como cubas melodías de la madre patria.

La desesperación de doña Inés Sáez de Olañeta era bíblica, se la pasaba dando la teta y rezando en la pequeña capilla de la casa. Dios la escuchó. Al séptimo día el jefe de la familia apareció desmayado en la entrada de la residencia.

El Vasco, a pesar de estar muy orgulloso del machito de la familia, dejó la crianza del pequeño a cargo de la mujer. Hasta los dos años y medio todo se desarrolló dentro de los cánones normales, pero un buen día el niño, que aún no pronunciaba una palabra, empezó a despotricar por cualquier motivo. Se la pasaba llorando sin parar de la mañana a la noche, aunque fiebre no tenía. Doña Inés que había criado a seis hijas antes, se encontró de pronto con un cuadro totalmente desconocido. Impotente, después de cuatro días de llanto ininterrumpido llevó al niño a ver al médico de la familia. Clínico de adultos, ginecólogo, obstetra, pediatra e incluso dentista. El doctor Uriburu lo auscultó con esa cara que ponen los que saben. Luego emitió una conclusión que no dejó dudas: el niño estaba sano por donde se lo mirase, los berrinches eran caprichos de hijo menor consentido. Le recetó un tilo. Antes de despedirlos recalcó con énfasis que la madre le impusiera rigor a la crianza si no quería engordar a un malcriado. Inés experimentó una ambigüedad emocional. Por un lado, cabe decir que, estaba segura de que el médico había estudiado mucho para llegar a ese diagnóstico tan concienzudo después de sólo cinco minutos. Por otro comenzaba a sospechar que el doctor Uriburu era un paparulo que no entendía ni medio de niños. Si no hubiese sido por la educación recibida, lo habría mandado a algún sitio oscuro emparentado con los genitales de su madre. Sin embargo, en doña Inés primaron los modales en los que había sido educada. Agachó la cabeza, aceptó estoicamente y se marchó preocupada como llegó. El niño continuó llorando sin parar y sin motivo. Rompía los juguetes, se arrancaba a tirones los hermosos trajes de marinerito hechos de pana que le ponían, y comenzó a perder el cabello. Ese cabello rubio sedoso, esos bucles amarillos que la madre adornaba con un gran moño azul orgullo de toda la familia, empezó a ralear. Se le caía de a mechones. Desesperada, doña Inés, consultó una segunda vez al médico. Se presentó en el consultorio un viernes a las cuatro de una tarde calurosa. El niño no dejaba de llorar desde que se había despertado a las cinco de la mañana. No había que ser un facultativo para darse cuenta de que le costaba respirar. El doctor Uriburu, con aquella tranquilidad provinciana de la que hacía alarde, le explicó que estaba haciendo una galleta de un hilito, que no había de qué preocuparse, que se le pasaría en cuanto ella empezara a ponerle los límites que debía ponerle. Le recetó una cataplasma. La cara de la señora Sáez de Olañeta fue pasando del rosa pálido al violeta profundo a medida que la perorata del niño malcriado avanzaba, cuando la tez estaba por volverse negra ya no se contuvo. Tomó en brazos al pequeño que seguía llorando como un marrano, le descerrajó al emérito estúpido un glosario de variopintos insultos que podrían haber hecho sonrojar a los marineros del puerto de Le Havre y se fue a ver a su arma secreta: doña Anita, la curandera.

La casucha metida entre los cerros más altos que bordeaban el valle olía a leña, a pis de gato, a tabaco, a comida rancia. Los olores conformaban una defensa invisible que impedía entrar hasta que la nariz se acostumbraba. En el centro de la estancia había una morocha con un caldo cociéndose a fuego lento. Las paredes estaban empapeladas de estampitas con imágenes de santos conocidos y otros desconocidos que rozaban lo diabólico. La tapera era una mezcla de paganismo y fe cristiana. San la Muerte, Jesús, la Madre María, la Virgen Negra, y la Inmaculada Concepción revueltos en la misma bolsa. Doña Inés conocía bien la casa, había concurrido de chica llevada por la madre para curar un empacho que no cedía y también cuando el Vasco andaba arrastrándole el ala, para conseguir un gualicho que acabara de enamorarlo por completo. La señora siguió concurriendo a lo de doña Anita cada vez que la ciencia del doctor Uriburu no podía resolver los problemas que se le presentaban. Por supuesto, lo hacía a escondidas del marido que se oponía a consultar a una vieja bruja nauseabunda amiga de la mugre, como la llamaba. Ella confiaba en doña Anita, allí encontraba las respuestas que otros no le daban. La curandera estaba sentada de espaldas a la puerta en una vieja banqueta de madera con asiento de paja. Fumaba un toscano que tiraba un olor penetrante mientras rezaba una oración. Se balanceaba. Hablaba en un idioma inentendible mezcla de aimara y quechua. De tanto en tanto mojaba el toscano en un vasito de grapa, luego echaba unas bocanadas al aire levantando las manos. La madre veterana permaneció inmóvil con el niño en brazos sin atreverse a interrumpir. La señora Sáez de Olañeta entró en un estado de paz que había olvidado. El humo que le abarrotaba los pulmones la mareaba. Vio a doña Anita elevarse del suelo unos centímetros. Al ritmo de la voz de la bruja los objetos de la habitación comenzaron a levitar en una danza que no comprendía. La vieja ya no estaba ni sucia ni vieja, se había convertido en una joven vestida con colores brillantes. Los olores eran nuevos. Doña Inés podía entender lo que la mujer decía. Súbitamente, su hijo y los objetos flotantes se paralizaron. Al acabarse las palabras de la vieja cada uno volvió a ocupar su sitio. Doña Anita giró hacia ella con una sonrisa.

—Te estaba esperando —dijo.

Inés salió de la ensoñación. Volvió a oler el tabaco mezclado con grapa, a ver las manos callosas que sostenían el toscano. El vejestorio estiró sus brazos, ella le entregó al niño. El pequeño empezó a respirar mejor. La vieja lo acunó hablándole en ese idioma que doña Inés volvía a no entender. La curandera lo desnudó para bañarlo en un fuentón donde puso quichicientos polvos que fue sacando de un antiguo baúl con una cruz de cobre sobre la tapa. Después quemó la ropa. El niño mientras tanto jugaba en el agua sin parar de reír, respirando normalmente. Con el dedo pulgar de la mano derecha la bruja lo bendijo trazando una cruz perfecta en su frente.

—Que San Miguel Arcángel te proteja y te acompañe.

Luego lo envolvió en un paño de lino blanco que sacó de una repisa para devolvérselo a la madre.

—Quemale toda la ropa que tenga —dijo y agregó, ante una pasmada doña Inés— es un alma que se ha venido equivocada, si la vestís de varón se te va a morir, vestila de nena.

La doble vida de la familia Olañeta

Doña Inés era consciente de la sociedad en la que se hallaba inmersa, del hombre que era su marido, de las expectativas que se habían puesto en aquel varón. La habían educado en altos valores católicos. La habían criado para aceptar en vez de cuestionar. Sin embargo, la intuición de madre le decía que doña Anita no se equivocaba, que si ella quería la felicidad de ese hijo que amanecía tenía que hacerlo. Experimentaba lo que cualquier madre del mundo animal con su cría. Forzarla a ser un hombre habría sido abandonarla. El riesgo no era la infelicidad de la pequeña, sino su muerte. Decidió proteger a ese cachorro para sostener la vida que acunaba por la noche entre los brazos mientras desenredaba los rizos de oro. Si era necesario iba a mandar al demonio crianza, educación y, por qué no también, al Vasco.

Un día como cualquier otro juntó el valor necesario para hablar con las tres hijas que aún vivían en la casa: Sofía, Felicitas y Mercedes, que tenían trece, catorce y dieciséis años. Presumían de ser feministas, de pensamientos modernos. Las llevó al patio a la hora de la siesta para evitar escuchas indiscretas. Allí les narró el encuentro con doña Anita. Las tres hermanas, sentadas bajo la fresca de un ceibo escucharon azoradas el relato. Cuando Inés terminó de hablar se miraron entre sí. Como si se hubiesen comunicado telepáticamente durante el soliloquio materno asintieron al unísono. Comenzaron a reírse por haber hablado una encima de la otra. Doña Inés se tapó la cara con las manos pasando de la risa al llanto. Tomada la decisión, las mujeres comenzaron la doble vida de la familia Olañeta.

Había que armar un vestuario sin alborotar el avispero porque no se podía encargar ropa de niña tan pequeña sin que las modistas pregunten. Comprar telas, zapatos, sombreros, algún que otro accesorio. Por supuesto, no iban a comprar en el valle, mucho menos en Jujuy, lugar de residencia del padrino de doña Inés. Encargaron telas en la gran mercería de San Miguel de Tucumán y se inventaron un viaje a San Salvador de Jujuy para visitar a la parentela. En el jardín de la república pasarían desapercibidas, aunque tuvieran que hacer varias millas de gusto.

Decidieron que lo mejor era mudarse a Las Niñas, la estancia de la familia. Aunque eso suponía dejar de frecuentar las reuniones sociales de la capital era lo menos arriesgado. En la ciudad sería imposible evitar indiscreciones. El personal no era tan antiguo ni tan confiable. En la estancia estaban los peones que doña Inés conocía desde muy chica pues Las Niñas había sido de sus padres. Lo siguiente iba a ser hablar con las otras Olañeta. Lo verdaderamente complicado sería mantener el secreto con el Vasco a sabiendas de que no podría sostenerse en el tiempo como bien acotó Mercedes. Doña Inés les dijo que era mejor no pensar en el futuro. Todas estuvieron de acuerdo en que irían resolviendo a medida que los problemas se presentaran.

Vasco a la parrilla

El matrimonio mantenía una higiénica separación desde antes de nacer el niño. La pasión por el juego, por el alcohol, las escapadas del marido a lo de Bechee habían ido creciendo en la misma medida en que la intimidad entre ellos dejaba de existir. La señora Sáez estaba agotada de los desplantes Tampoco le quedaba energía ni ganas para reclamos. Entre ambos se estableció un tácito acuerdo de convivencia. Ninguno molestaba al otro. Por este motivo, doña Inés estaba segura de que el señor Olañeta no iba a oponer muchos reparos cuando le planteara la mudanza. Igualmente no había que correr riesgos innecesarios.

Una tarde le solicitó al chofer que la llevara hasta la casa de Carolina Cornejo y Saravia de Ortiz con quien compartía la pasión por la lectura de novelas románticas y poseía la mejor biblioteca de toda la provincia. Carolina se hallaba en Europa junto a su esposo, el médico jubilado Avelino Ortiz, pero había dicho a la servidumbre que doña Inés podía entrar a llevarse de la biblioteca lo que quisiera. Lo que no imaginaba era que su amiga iría a buscar libros de medicina.

Después de varias horas de lecturas en francés, inglés, algunas en latín, la madre de los Olañeta Sáez dio con un libro titulado Des nouvelles maladies del año 1925, en el que encontró un término nuevo: alergia. En el capítulo dedicado a esta nueva enfermedad se enteró de que su descubridor, el doctor Clemens Peter Freiherr von Pirquet von Cesenatico, pediatra austríaco, había acuñado el vocablo en 1906:

“Necesitamos un nuevo término general para describir el cambio experimentado por un organismo tras su contacto con un veneno orgánico, bien sea vivo o inanimado. Para expresar este concepto general de un cambio en el modo de reaccionar, yo sugiero el término alergia…”

Descubrió los términos, anafilaxia, pasterización, atopia, rinitis y asma, junto a nombres como los de Charles Robert Richet y Arthur Fernández Coca. Era demasiado. Descartó lo accesorio. Se preparó para la contienda poniendo el acento en los puntos a favor, olvidando de momento lo que pudiese volver la farsa insostenible en un futuro como Mercedes le había anticipado. El conocimiento profundo de la psiquis del Vasco Olañeta le dio una enorme superioridad sumado a que el Vasco era pésimo para cualquier juego. La mujer semblanteaba a su marido después de veintiséis años de casados como si lo hubiera parido. Lo agarró cansado después del almuerzo cuando estaba pensando en tirarse a dormir. Le mintió acerca de lo sucedido en la consulta con el doctor Uriburu. Le mintió también en relación con lo que este había indicado como recomendable para el niño. Le dijo que se trataba de una alergia bastante rara. Término estrafalario para Olañeta que no dijo ni mu para no parecer ignorante. Agregó que el médico tenía la total certidumbre de que el ambiente de la ciudad no era propicio para la evolución de la cura. Por lo que recomendaba llevarlo al campo hasta estar seguros de que el niño crecería sin alteraciones. Sin riesgo de vida. Lanzó esta última frase para que se precipitara como el clavo que sella el ataúd. Por un segundo vislumbró la victoria. El hombre de la casa atendió ensimismado la exposición, o eso pareció, porque en cuanto el Vasco escuchó que la mujer se quería mudar a la estancia comenzó a evaluar la vida de soltero que le esperaba en la ciudad. Sin embargo, en cuanto oyó la frase “riesgo de vida” se le erizaron los vellos de la nuca. No era un desalmado. Guardaba mucho cariño hacia los descendientes del matrimonio, aunque no pudiera expresarlo o no supiera cómo. Se puso ansioso. Comenzó a hacer miles de preguntas acerca de esa nueva enfermedad que su niño padecía. Doña Inés maldijo para sus adentros haber exagerado. Tragó saliva. Con toda la serenidad que podía demostrar le explicó al marido que el doctor Uriburu le había certificado que si se hacía como él indicaba no habría contratiempos.

El Vasco Olañeta se levantó del asiento, caminó por la sala. Se detuvo frente al gran ventanal que daba a los jardines interiores. Encendió un puro. Pequeñas gotitas resbalaron por las sienes de la mujer. El Vasco veía una posibilidad inmejorable de colocarse en la posición de un héroe que se sacrificaba en aras de la familia. Aprobaría el plan de Inés. A los cuarenta y pico el universo le regalaba una salida para andar sin ataduras. Incluso podría dejar de trabajar ya que las fincas funcionaban por inercia. Ni en varias generaciones sería posible empeñar semejante hacienda. Por si fuese poco se sumaba el hecho de disponer de la casona de la ciudad a cien metros de la plaza principal. A unos cinco minutos en auto de lo de Bechee. Tenía ganas de saltar y gritar, pero comprendió que no preguntar o no rebelarse podría hacer sospechar a la mujer. Caminó con la actitud de un prócer de la patria hasta quedar muy cerca de doña Inés con las manos detrás de la espalda. Con voz impostada opuso endebles argumentos pensando que las apariencias quedarían salvadas. Se pensó ganador cuando en realidad era la víctima perfecta. Cuando el Vasco empezó a esbozar una flaca resistencia la mujer supo que esa batalla era suya. Doña Inés escuchó frases como que debía tener cuidado, que si estaba segura, que si las niñas iban a estar bien, que qué pasaría con la vida social, que él las iba a extrañar mucho, etc., etc., etcétera. Después de una exigua negociación acordaron que madre, hijo e hijas partirían a la estancia al regresar del viaje inventado a Jujuy. Sellaron el convenio con un beso y un abrazo. Indiferentes a lo que el otro pensaba.

Al día siguiente las conjuradas esperaron con impaciencia la partida hacia la estación del tren. Los autos se presentaron puntuales. Los sirvientes cargaron los bártulos semivacíos. Después de la breve despedida en la puerta de la casa con saludos apurados, el Vasco corrió a instalarse en el prostíbulo de Bechee a perder millonadas en las cartas y a dejarse pelar la billetera por Cecilia.

La muñeca maldita

El viaje fue un éxito. Los baúles volvieron repletos de sedas, gasas, cintas de colores, sombreritos, coquetos zapatos, accesorios. Se pusieron manos a la obra. Doña Inés habló con el personal uno por uno. Les comunicó que el niño pasaba a ser una niña, salvo cuando el señor se encontrara en la casa. Les aseguró que si hablaban los iba a hacer estaquear en el desierto y jamás se volvería a saber de ellos. Los empleados que conocieron el secreto de la familia no lo comentaron ni en las rondas de mate. Mercedes y Felicitas, hábiles para cortar, coser y bordar, se encargaron del vestuario. De hablar con sus hermanas mayores se encargó Sofía, que era respetada por toda la familia. Con Adolfina y Felicia no hubo problemas. Luego de la sorpresa inicial se juramentaron como una orden de la masonería —a la que sus maridos pertenecían— para guardar reserva y distancia temporal en las visitas de rigor. Con Lucrecia iba a tener que recurrir a otros métodos.

Como Sofía lo imaginó, puso el grito en el cielo. Por ser la primogénita presumía de ser la guardiana del honor, la moral y los buenos modales de los Olañeta Sáez. Sostenía una postura de santurrona provocadora. La menor de las Olañeta —al menos hasta la llegada del niño-niña— la escuchó despotricar contra doña Inés y sus hermanas. Las tildó de desquiciadas, de amorales. Habló de la vergüenza, del desprecio, de la segregación social que aquello iba a provocarle a su familia y a la de su señor esposo, Julián Arias Cornejo. Sofía la dejó maldecir hasta el hartazgo. Cuando ya no toleró la perorata se irguió del primoroso sillón Luis XV de tapizado oro traído de Europa por los padres de Julián como parte de los regalos para la boda. Sacó del bolso una muñeca muy parecida a Lucrecia que cayó presa de una mudez sepulcral. Lucrecia era una supersticiosa que bordeaba la insania. La helaban hasta la médula las historias que había escuchado de chica acerca de muñecos embrujados que provocaban enfermedades cuando el poseedor los manipulaba. La adolescente sostuvo el pequeño mequetrefe en la mano derecha esgrimiendo en la mano izquierda una aguja brillante. Amenazó a Lucrecia diciéndole que si se atrevía a decir una sola palabra de la doble vida familiar iba a causarle penurias inimaginables. La mayor quedó paralizada, con tal cara de espanto que le dio pie a Sofía para asestar el golpe de gracia. Había un detalle que a la primogénita de las Olañeta le provocaba un terror más grande que los muñecos embrujados. A Lucrecia la sobresaltaba la sola mención de doña Anita, la curandera a la que su madre la llevó para sanar de una culebrilla que pudo haberla matado cuando tenía diez años. La experiencia la marcó a fuego. Nunca pudo quitarse de la nariz el olor, ni el sabor asqueroso del caldo que la obligaron a tomar. Recordaba la cara de la vieja con tanto temor que tenía recurrentes pesadillas en las cuales doña Anita se transformaba en un gusano descomunal que la penetraba para corroerle las entrañas. Sofía le dijo que aquella muñeca era creación de la bruja. Lucrecia saltó del asiento. Cayó de rodillas. Imploró. Lloró con tal desconsuelo que Sofía estuvo a nada de cejar en su propósito, pero tragó saliva y la obligó a jurar. En el coche que la llevaba de vuelta a Las Niñas se descostilló de la risa.

Travesía

La vida florecía por dónde ella caminaba. El mundo de la casa del campo facilitaba su crecimiento. Era encantadora, dulce, sensible como ninguna de sus hermanas lo había sido. La madre flaqueaba ante ella. Hablaba hasta por los codos. Andaba derramando por allí ciertos hechizos que hacía que a su paso las personas sonrieran sin causa alguna. Los peones del campo, hombres curtidos que al principio recelaron de los dichos de doña Inés, reblandecían cuando la cruzaban. No veían al engendro que pensaron ver cuando la patrona les habló uno por uno. Era una niña. El cabello le crecía al punto que había que tener cuidado para mantenerlo a raya. Femenina y salvaje. Los zapatitos que le compraron en Tucumán dormían el sueño de los justos en un armario. No había cristo que la obligara a usarlos. Andaba por allí en patas trepando a los árboles, jugando, saltando, destrozando los vestiditos cosidos por las amorosas manos de Felicitas y Mercedes. Eso sí, exigía que le cambiaran las cintas del pelo mañana, tarde y noche. Se ponía los collares de las hermanas y usaba bolsos para llevar sus muñecas a todas partes guardando pequeños tesoros en ellos. Remaches que recogía junto a las vías del tren, piedritas de colores especiales, una ramita extraña, un recorte de alguna de las revistas que leía o un simple clavo doblado y oxidado. Tenía razonamientos fuera de lo común. Leía de corrido y manejaba las operaciones de matemáticas gracias a la instrucción que recibía de sus hermanas. Hasta le enseñaban a hablar en Inglés. Le encantaban las historias, andaba pidiéndole al que se le cruzara que le contase alguna. Se mantenía en vela hasta que la madre o las hermanas le narraban al menos tres cuentos. Las mujeres se turnaban para cuidarla porque la energía de la pequeña era agobiante, aunque la felicidad que regalaba a cambio compensaba por el esfuerzo.

El comienzo de la travesía fue una senda complicada para todas. Abandonaron la vida social de la ciudad. Tuvieron que hacer un fuerte ajuste en las rutinas. Mercedes que estaba comprometida para casarse pasó a ver al candidato cada muerte de obispo. Felicitas que quería seguir estudiando en la universidad de Córdoba aceptó postergar por un año la partida para participar en la empresa de las mujeres de la familia. Sofía fue la que menos padeció porque era la menor, apegada a doña Inés. Disfrutaba estar con ella.

A partir de la mudanza, doña Inés y el Vasco comenzaron a dormir en cuartos separados cada vez que se encontraban. Lo dispuso ella, lo aceptó él. Como aceptó que las vacaciones fueran sólo para la madre y los hijos. En verano partían a Córdoba, a un paraje llamado Alpa Corral, un pueblito de quinientos habitantes que era el mejor clima para las alergias inventadas del niño. La verdad era que allí no los conocía nadie.

Aunque el Vasco eludía los deberes de padre de familia como a una enfermedad y no veía la hora de terminar con el trámite de la visita para retornar a su vida de soltero, cuando rondaba por la casa del campo los problemas sobrevenían. Las acciones de espionaje buscaban sortear el fin de semana hasta el domingo por la tarde. La cena del sábado era el momento más tenso para la familia y el personal. Los empleados se ponían nerviosos, se tropezaban unos con otros, las bandejas terminaban en el suelo. Servicio y familia sufrían tratando de evitar que la niña apareciera vestida como tal delante del patriarca. Cuando el Vasco pegaba el faltazo —por negocios o con infantiles excusas— la atmósfera irrespirable se evaporaba. En los albores del fraude doña Inés disertaba con Olañeta acerca de temas insustanciales a condición de que se distrajera y no pidiese ver al niño. Cuando se dio cuenta de que el Vasco no estaba muy interesado en pasar el rato con su hijo comenzó a responder al silencio con silencio. Las cosas se complicaron cuando la niña tuvo edad suficiente para entender el comportamiento humano. A la edad de cuatro años aceptó a regañadientes, por lapsos muy breves, vestirse con pantaloncitos cortos de hombre cuando llegaba el padre con una condición: debían ponerle un atuendo femenino debajo. Mercedes y Felicitas le cosieron un vestido de color blanco, que parecía una camisola de dormir. A pesar del esfuerzo cuando se trajeaba de señorito se descomponía. Pero como no hay mal que por bien no venga la descompostura ayudó al equipo femenino. El padre no soportaba la vergüenza de ver al niño regurgitar el desayuno en la iglesia así que la niña no volvió a la celebración dominical con el pretexto de que en el ambiente había algo que hacía recrudecer la alergia. Los vómitos reforzaron la idea de que se trataba de un niño enfermizo evitando que el Vasco se preguntara acerca de las ausencias en las comidas o de las retiradas subrepticias de las pocas reuniones sociales a las que asistían. Cuando la familia veía lo que le provocaba cambiar vestidos por pantalones vivían con la cruz en la boca pidiendo que no se cumpla lo anunciado por doña Anita.

¿Vos, cómo te llamás?

Desde el comienzo de la vida secreta de la familia habían pensado en muchos nombres. Les daba la impresión de que no había ninguno que se ajustara a su personalidad. Con el tiempo cuando pudo elegir, fue a ella a quien no le gustaba ninguno. Por lo tanto la llamaban Princesa. Porque cuando se encaprichaba los súbditos debían cumplir con sus deseos sin contradecirla.

Le fascinaba saltar a la soga, las escondidas, el gallo ciego, la rayuela y los juegos rudos como cachurra montó a la burra. Un triciclo rojo de origen inglés, que no dudaba en prestar, era la causa de los cardenales que le decoraban los codos. Odiaba que le impusieran hacer la siesta. Sobre todo en el verano. No soportaba la tortura de que las sábanas se le pegaran a la piel. Se escapaba en cuanto los demás se dormían.

Una tarde de vacaciones en Alpa Corral estaba desesperada. Doña Inés no daba señales de tener sueño, se le había dado por quedarse leyendo. La luz del sol asesino se filtraba por las hendijas de las persianas de madera. Los pisos lustrosos con olor a querosén alargaban las sombras de los muebles. Los ojos de la niña se paseaban con impaciencia por el cielo raso del cuarto pintado a la cal. El tic tac del reloj de la sala y las chicharras con sus monótonas canciones la sumían en un sopor tal que le costaba mantenerse alerta. Se estaba dando por vencida cuando el inequívoco chirrido del elástico de la cama del cuarto de al lado fue un signo evidente. Se levantó con cuidado, abrió la puerta que daba al jardín trasero. La luz blanquísima le quemó los ojitos celestes. Con paso firme atravesó el patio con el aljibe que todavía se usaba. Se detuvo un instante a tirar una piedrita. Le encantaba escuchar el ruido lejano de la salpicadura del agua. Las baldosas le quemaron los pies. Corrió. Al pisar la sombra del viejo algarrobo blanco supo que era libre. Salió por la tranquerita desvencijada. Se dirigió a las vías del tren donde siempre encontraba cachivaches con que jugar. Bulones, arandelas, monedas oxidadas. Cualquier objeto que sirviera para armar castillos en el aire. Caminaba saltando de durmiente en durmiente por las vías somnolientas cuando a lo lejos divisó a una niña sentada a un costado con la cabeza metida entre las piernas. Se acercó tratando de no interrumpir. La niña era morena, tenía dos trenzas largas y negras que le caían a ambos lados de la cabeza adornadas con sendos moños rojos. Los mechones de pelo sobrante rozaban el suelo. Igual que ella estaba descalza. Lloraba y ocultaba un objeto. Con cautela se sentó a su lado. Permaneció un rato escarbándose las uñas de los pies con una brizna de pasto que luego se llevó a la boca. Sin mediar aviso la morenita levantó la cabeza. Al ver a aquella niña tan diferente, rubia, de ojos como cielos con una pajilla de pasto entre los dientes sólo atinó a balbucear un —Hola. La princesa se quedó mirando lo que la otra sujetaba. Era una muñeca muy diferente a las que ella guardaba en el baúl a los pies de la cama. Esta era negra vestida como se vestían las mujeres que trabajaban la tierra y no tenía zapatos. La niña alargó la mano. Ella la tomó. Le hizo dar unos pasos sobre el pasto amarillo tarareando una melodía. Su nueva amiga aún con pequeñas lágrimas rodando por los cachetes morenos, le dijo:

—Ella es nuestra hija, tiene hambre.

—Bueno, le voy a dar de comer.

La niña comenzó a reír mientras se limpiaba la cara con la manga del vestido.

—¿Por qué llorabas? —dijo la rubia.

—Mis amigas no quieren jugar conmigo porque mi muñeca es negra.

—¿Cómo te llamás?

—Isabel ¿vos, como te llamás?

Por la necesidad de dar una rápida respuesta dijo lo primero que se le ocurrió:

—Yo también me llamo Isabel.

Y las dos rieron hasta que les dolió la panza.

CAPÍTULO II

Un hombre grande

Te conozco mascarita

Alejo Arias Jáuregui era el primo hermano del marido de Lucrecia. Escondía un secreto primordial que de haberse hecho público o de haberse diseminado como un rumor lo habría condenado al destierro social cuando no a la cárcel. Era un placer prohibido que había descubierto fortuitamente en uno de los mejores burdeles de Francia. Un placer que lo obsesionaba. Al principio pensó que se trataba de un hito dentro del viaje de iniciación. Algo que pronto olvidaría, pero ya en el país, instalado en la provincia para aprender el oficio de estanciero con su padre, no conseguía soportar la bacanal de mediocridad de aquellos parajes y mucho menos de las personas que lo rodeaban. Su mente volaba hacia las lejanas tierras de Cap Ferrat, hacia las jóvenes pieles blancas que sus dedos recordaban. La permanencia en el campo se le hacía insoportable. A tal grado llegó el padecimiento que quiso abandonar posición y familia para escapar a Europa. Se había convertido en un adicto a la adrenalina que descubrió guiado por Emilie. La buena ventura —que tiene predilección por los ganadores— le tendió la mano concediéndole la oportunidad de casarse con una rica heredera de Buenos Aires. El casamiento lo volvió un hombre independiente que manejaba los negocios sin necesidad de dar explicaciones. ¿Qué hombre de verdad sometía sus decisiones a la aprobación de una mujer? Los hombres proveían, las mujeres criaban y se ocupaban del hogar. Con eso bastaba para llevar una vida juntos. Alejo Arias Jaúregui encontró en el matrimonio la forma de volver a Europa a saciar apetitos y a organizar un emprendimiento que le dio la posibilidad de vivir siendo esa persona que se descubrió con Emilie. Como frutilla del postre le permitió ganar dinero a manos llenas. El matrimonio con Candelaria Duhau Lanús fue la salida perfecta para dar rienda suelta a su verdadero yo.

En el año cuarenta y siete, a trece años de la boda, tenía la agenda organizada: tres semanas al mes en el campo atendiendo negocios agropecuarios, las noches de en lo de Bechee ganando fortunas al póker. Los fines de semana en la ciudad capital de la provincia atendía los deberes maritales comenzando los sábados por la mañana con el desayuno. Luego la salida de compras al centro hasta el mediodía. Más tarde el intercambio de una tediosa cháchara con su esposa en el almuerzo. El whisky de las cinco de la tarde, la amodorrada cena con hijos e hijas y por último, lo más desagradable: el sexo obligado con Candelaria que duraba unos minutos y terminaba con él asqueado y ella insatisfecha. Los domingos a la misa de las diez en la catedral. El almuerzo en casa de los padres y al fin la tranquilizadora soledad cuando los autos se llevaban a toda la prole a la casa grande y él se volvía a la finca. La semana restante era feliz. Se instalaba en el club a disfrutar de goces vedados para los simples mortales. Formaba parte de un círculo que incluía al Señor X y al grupo de los siete: una logia de confabulados para ir donde otros ni soñaban. Alejo era una máscara que ocultaba un antifaz.

Viaje de iniciación

La Europa de los años treinta era un coto de caza para los grandes apellidos de la Argentina. Una Argentina agroexportadora que se aprovechaba de la post primera guerra mundial. En mil novecientos veintiocho, con veinte años cumplidos, el padre lo envió a Europa para que volviera hecho un hombre. La familia no le conocía simpatía por ninguna de las muchachas bien en edad de merecer y, aunque en secreto, eso preocupaba. El Alejo de la juventud era un personaje que sabía adaptarse a lo que se requería de él, que se vinculaba con facilidad con otras personas, pero que a la vez vivía encerrado en sí mismo sin encontrar el gusto por las actividades predestinadas a los hombres. No le gustaba ensuciarse por el trabajo en el campo. No disfrutaba del prostíbulo de Bechee, salvo para jugar a los naipes. Los malos olores lo espantaban. Andaba insatisfecho por la vida intuyendo que estaba destinado a futuros grandiosos sin entender cuándo ni de qué manera iba a alcanzarlos. No le interesaban las mujeres, decía que podía oler en ellas la esencia de los hombres con quienes habían estado. Se torturaba pidiéndose definiciones a sí mismo, temiendo pertenecer a ese grupo que los hombres curtidos de la familia le habían enseñado a odiar, los mariquitas. Sin embargo, tampoco le interesaban los hombres. ¿Entonces, qué? Se preguntaba sin obtener una respuesta. Cuando sus padres le hablaban de tal o cual candidata, le daban nauseas. No tenía amigos verdaderos. Se sentía lejos y por encima de los demás. ¿Entonces, que?

Arias Jáuregui se enteró de que unos años antes Carlos Gardel había viajado a Europa en el buque Conte Rosso por las comodidades que ofrecía. La única contrariedad que se le presentaba era que el primer puerto europeo que tocaba era Nápoles para luego concluir el viaje en Génova, ciudades adonde no quería ir. Demasiado sucias. Tomó la decisión de viajar en esa línea porque se había educado en la idea de que existía una solución para cada problema, tal el lema que heredó de su padre. En el barco se vinculó con otros de su misma estirpe. Hizo buenas migas con un pariente lejano de Balcarce, provincia de Buenos Aires, un Álvarez Jáuregui de nombre Bautista y con dos muchachitos de la gran ciudad; un Álzaga Yrigoyen y un descendiente de los Casares Ham. Los cuatro compartían la idea de que Italia no era el mejor destino por lo tanto no le costó convencer al grupo para seguirlo en su deseo de cambiar el puerto de llegada. Durante el viaje bebieron varias noches con el capitán. Entre copas le pidieron desviar el buque. El marino, buen hijo de Nápoles, no tuvo reparos en aceptar lo que ofrecían luego de negociar un número justo por la molestia. En la noche del primero de junio de mil novecientos veintiocho, con la excusa de una supuesta avería, llevó al transatlántico con mil trescientos cincuenta y siete pasajeros al puerto de Barcelona. Cuatro sombras descendieron del crucero sin que nadie lo note.

Vivieron una semana de prostíbulo en prostíbulo. Arias Jáuregui cuando se llevaba mujeres les pagaba para que lo dejaran dormir. Mayormente se dedicaba a jugar a las cartas. Conocieron la rambla al dedillo. Las señoritas de la sociedad barcelonesa cayeron rendidas ante el encanto de los cuatro mosqueteros como se hacían llamar. Las damiselas morían por el acento argentino, por la plata que derrochaban, por las botellas de champagne francés que caían como la lluvia. Las noches empezaban en los casinos clandestinos de la Barceloneta y terminaban al amanecer en las terrazas del Hotel Majestic. Cuando se cansaron de la ciudad se marcharon a la Costa Azul, donde Arias Jáuregui iba a conocer a la Ariadna que le ayudaría a salir del laberinto.

Llegados a Niza, D´Artagnan ya estaba harto de las propuestas anodinas de Athos, Porthos y Aramis. Tampoco le encontraba atractivo a los paisajes naturales. ¿El mar? Si viste una playa bonita las viste todas, repetía en tono sesudo provocando carcajadas en el grupo. Decía que ansiaba ver París, Londres, Ámsterdam. La realidad es que cuando estaba en un sitio sólo quería estar en otro. Estaba embarcado en una búsqueda personal, pero una búsqueda a ciegas. Sus amigotes estaban ocupados en saciarse de todas las formas posibles. Con el progreso del viaje Arias Jáuregui se oscurecía generando conversaciones a hurtadillas. Se preguntaba cuál era el sentido si en su provincia natal podía encontrar las mismas diversiones anodinas. Los demás mosqueteros a esa altura veían en Alejo a un ancla.

Decidieron instalarse en el prostíbulo de Madame Lizarde, conocida como La Gloutonne por su fama de tragarse a los hombres. Era un típico palacete del sur del país. Un ejemplo del rococó tardío. Las luces de colores se veían desde lejos. Desde la calle se escuchaba la música de una pequeña orquesta envuelta en risas aumentadas por los efectos del alcohol. Cuando los cuatro posaron los pies en el porche de la casa de Madame La Gloutonne Arias Jáuregui tuvo una revelación: algo le dijo que no entrara y así se lo comunicó a sus compañeros. Los otros tres fatigados de no entenderlo le dieron las buenas tardes para subir velozmente las escalinatas de mármol. En un abrir y cerrar de ojos fueron engullidos por la marea de música, risas y damas en cueros.

Alejo decidió seguir el impulso que lo empujaba a la ruta. Tomó las llaves del Mercedes Benz S Class convertible con el asfalto como única meta y así llegó hasta un pueblito cercano sin prestar atención a los paisajes de ensueño que se sucedían como en una película. Pasadas las seis de la tarde Cap Ferrat se abrió delante de él. El estómago le exigía el whisky que acostumbraba. En un francés básico solicitó indicaciones a una florista de cara arrugada. La mujer tenía unas cejas espesas en actitud amenazante. Hablaba con los labios fruncidos sin disimular el fastidio que sentía por los turistas que llegaban a su país sin hablar correctamente el idioma. Con desprecio señaló hacia el oeste. Lo que Alejo pudo entender fue “Chez Emilie”. Al recorrer un par de cuadras notó con preocupación que era un solitario andando por calles desiertas sin saber adónde iba. Llegó a pensar que la anciana florista era la única habitante del paraje. A punto de volverse por donde había llegado, divisó una pequeña colina sobre una bahía azul turquesa poblada de veleros y botes a motor de lujo. En la cima se alzaba un edificio muy similar al prostíbulo de Niza. El Mercedes trepó la colina de un salto. Un valet parking negro vestido con levita lo recibió en la puerta.

—¿Chez Emilie? —preguntó. El hombre asintió.

La casa era de un gusto clásico. Las mujeres no se paseaban en cueros por la sala. Había señoritas que no eran prostitutas que se hacían acompañar por alguna o varias de ellas. En un rincón vio a una mujer vestida de hombre besándose con dos. Un hombre vestido de mujer cruzó el salón para sentarse sobre la falda de otro. Arias Jáuregui no salía de su asombro. Estremecido se acercó a la barra. Con un hilo de voz pidió un Macallan. Acodado sobre la lustrosa madera de ébano con la bebida en la mano le resultó muy extraño que nadie se le acercara. Sin dudas era un ambiente al que no estaba acostumbrado. Las mujeres que no eran de alquiler bebían a la par de los hombres, fumaban habanos. Se besaban tanto con unas como con otros. Le sorprendió ver a hombres de barba y bigote luciendo largos collares de perlas, vestidos de Chanel. No había altisonancias. Varias parejas de hombres con hombres y mujeres con mujeres bailaban una dulce melodía. Para su sorpresa no estaba incómodo. Un antiguo sosiego se apoderaba de él a medida que bebía. Como el que se siente al retornar al hogar luego de haberse extraviado. Después del segundo whisky pidió que le dejaran la botella. En el fondo del local, en línea recta desde la barra se podía ver una zona fuera de los límites para la mayoría de los clientes. Era un reservado con butacones mullidos de cuero pegados a la pared. Un grupo animado se divertía con las ocurrencias de una mujer que hablaba con ellos. Muy bella, muy joven. Estaba sentada estratégicamente como para observar el movimiento de la maison sin perder detalle. Sus ropas eran de la mejor calidad. Hubieran sido la envidia en cualquier reunión social de etiqueta en Buenos Aires, ni qué decir en su provincia. El flequillo le enmarcaba la cara. El cabello rubio, sedoso, brillante, largo, le caía hasta la cintura formando bucles perfectos. El aura que la envolvía invitaba a admirarla hasta que los ojos se cayeran de cansancio. La boca pintada de un rojo etéreo era de una gracia sutil. Los labios no eran demasiado voluminosos ni demasiado finos ni demasiado grandes ni demasiado pequeños. Eran exactos, entreabiertos, invitantes. Una curiosa gota de agua se deslizó entre los omóplatos de Alejo desde la nuca hasta la baja espalda. Sintió la urgencia de acercarse, de hablarle, de tocarla, de olerla. Sintió pánico de extraviarse en el abismal vacío que le subió desde las tripas. Lo que no entendía era que se estaba encontrando. Renaciendo a la vida. Topándose con su sentido.

Despiértate nene

El varón de las repuestas veloces no sabía qué hacer ni qué decir. Temía que un acto precipitado estropease la posibilidad de acceder a sus encantos cuando de pronto sucedió eso inesperado que troca en gloriosa una vida mediocre. Ella lo miró, lo invitó a acercarse con un gesto imperceptible. Él apuró lo que le quedaba del Macallan y se sirvió otro. Trató de sosegarse. Le sonrió de costado. Ella respondió con una sonora carcajada. Al hombre un acceso de tos lo tiró contra la barra. Habría salido corriendo si las piernas le hubiesen respondido. La Venus de las Putas se puso de pie. La vio venir en cámara lenta enfundada en un vestido negro adornado con brillantes que concluía unos centímetros por debajo de las rodillas. Estaba convencido de que si entornaba los ojos conseguiría dibujar los vericuetos de esa cara en la oscuridad de sus párpados cerrados.

—¿Ça va bien? —dijo con un dulce timbre de voz.

—Pas mal —contestó Alejo, intentando descifrar si se trataba de un sueño.

—¿España? —preguntó con exquisito acento francés.

—No, argentino —dijo él con patriótico orgullo.

—Beaucoup mieux.

Alejo permaneció mudo. Ella le hizo una mínima seña al hombre que atendía la barra. Este depositó en sus manos una llave dorada acompañada de una pequeña botella con un líquido espeso, verde.

—¿Eso qué es? —preguntó.

—Absenta, ¿lo has probado?

—No.

—Te va a encantar, pero es mejor que alguien de confianza te guíe.

—¿Sos de confianza?

La risa cantora reapareció llenando el aire con su melodía.

—¿Cómo te llamas?

—Alejo, ¿y vos?

—Emilie.

Llevándolo de la mano lo obligó a seguirla a través de la música, del humo del tabaco, de los vahos del opio. Él la siguió como un manso esclavo observando su desoladora espalda descubierta, persiguiendo la huella de su perfume. Ella lo condujo hacia el universo que respondería a aquellas preguntas que no se hubiera atrevido a formular. Alejo entró a ese cosmos sintiéndose un aborigen descubriendo las carabelas de los conquistadores.