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UNA FAMILIA PERFECTA Cuando Tina, la niñera de los Barclay, muere al caer por la ventana del tercer piso de la lujosa mansión familiar, Rose, la pequeña, se sumerge en un hermético silencio debido al trauma que le produce el suceso. UN ACCIDENTE Stella Hudson tendrá que hacerse cargo del caso para tratar de encontrar respuestas sobre lo ocurrido. Pero a medida que la investigación avanza, se da cuenta de que lo que parece un accidente puede ser en realidad un asesinato, y que todos tienen un motivo para resultar sospechosos. UNA SERIE DE SECRETOS QUE NO PUEDE SALIR A LA LUZ Stella pronto comienza a pensar que en aquella casa nada es lo que parece y a preguntarse qué es lo que se esconde tras la fachada de familia perfecta.
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Seitenzahl: 488
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
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Un mes después
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Agradecimientos
Título original inglés: House of Glass.
© del texto: Sarah Pekkanen, 2024.
© de la traducción: Efrén del Valle Peñamil, 2025.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025
REF.: OBEO011
ISBN: 979-13-7031-003-5
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
PARA JAMIE DESJARDINS, CON GRATITUD
Los juegos infantiles no son tales juegos, sino sus más serias actividades.
MONTAIGNE
Los martes a las cuatro y media de la tarde. Esa es su rutina.
Me encuentro en un tramo de acera mugriento cerca de la concurrida intersección de las calles Dieciséis y K, observando a los peatones que se aproximan.
Mi nueva clienta llegará en siete minutos.
Ni siquiera es necesario que me reúna con ella hoy. Lo único que debo hacer es evaluarla visualmente para ver si podré trabajar con ella. La idea hace que se me encorven los hombros hacia adelante, como si estuviera adoptando instintivamente una suerte de posición fetal.
Podría negarme a aceptar a esta clienta, alegar que me resulta imposible ser neutral porque el frenesí mediático que rodea a la sospechosa muerte de la niñera de su familia ya ha condicionado mis percepciones.
Pero eso significaría mentir a Charles, que es lo más parecido a un padre que tengo.
—Ya sabes que odio pedir favores, Stella —dijo Charles la semana pasada desde el otro lado de la mesa en su restaurante italiano favorito. Luego desdobló la gruesa servilleta blanca con un movimiento de muñeca, el crujido puntuando sus palabras.
¿Tal vez era un recordatorio de que en todos los años que hace que lo conozco nunca me ha pedido uno?
—No sé si podría ayudarla —le había dicho a Charles.
—Tú eres la única que puede. Necesita que seas su voz, Stella.
Decirle que no al hombre que me dio una carrera profesional, que me acompañó al altar y que me apoyó durante la disolución de mi matrimonio no es una opción. Así que aquí estoy, a la espera.
Mi nueva clienta no se fijará en mí, una morena de treinta y ocho años con un vestido negro y botas hasta la rodilla, aparentemente distraída con su teléfono, exactamente igual que la mitad de la gente en este pasillo del poder de Washington, DC.
Faltan dos minutos para que llegue.
Mientras el sol mortecino de octubre se oculta tras una nube y se lleva consigo el calor, una bocina de sonido nasal ruge detrás de mí. Me ha dado un vuelco el corazón.
Me giro bruscamente y lanzo una mirada fulminante al conductor, y cuando vuelvo a centrar mi atención, la clienta está doblando la esquina, a unos diez metros, con un jersey azul abrochado hasta el cuello y unos rizos pelirrojos que le caen sobre los hombros. Tiene un semblante inexpresivo.
Es menuda, incluso más de lo que esperaba. Aparenta más siete años que nueve.
Su madre —alta, de aspecto frágil y con un bolso que cuesta más que algunos coches— lleva a mi clienta de la mano mientras se acercan a su destino: un edificio de piedra gris con una discreta placa de latón que indica la dirección. Dentro se encuentra el despacho del psiquiatra infantil más importante de DC.
En unos momentos desaparecerán en el umbral y serán engullidas por el edificio.
Me recuerdo a mí misma que es solo una niña, pero ha pasado por más cosas en el último mes de lo que algunas personas soportan en toda una vida.
Soy buena en mi trabajo y es posible que los sistemas y estrategias que he desarrollado me ayuden. Por una vez, puedo devolverle un favor a Charles.
A pocos pasos de la entrada del edificio de su terapeuta, la pequeña Rose Barclay se detiene, le suelta la mano a su madre y se señala el zapato. La señora Barclay asiente, se quita unas gafas de sol de gran tamaño y las guarda en una funda mientras Rose se agacha.
Entrecierro los ojos y estiro el cuello.
La gente pasa junto a Rose como el agua alrededor de una roca, pero nadie repara en lo que está haciendo.
Rose no se está ajustando la hebilla de sus brillantes merceditas negras, como yo suponía.
Estira la mano izquierda hacia un lado, buscando algo.
Me acerco más a ella.
Ocurre tan rápido que casi ha terminado antes de que me dé cuenta de lo que ha hecho. Si hubiera estado observando desde otro ángulo, desde el otro lado de la calle o desde el interior del edificio, jamás me habría percatado.
Rose se endereza, la mano izquierda deslizándose en el bolsillo del jersey mientras la derecha busca la de su madre.
Ahora, la prueba ha desaparecido.
Pero lo he visto. Sé qué ha cogido de la acera y escondido esa niña de aspecto tímido.
Es un fragmento de cristal roto, con forma de daga, su extremo afilado hasta formar una punta de aspecto maléfico.
La primera regla para conocer a un nuevo cliente es que siempre debe ser en su terreno.
A veces, eso significa un skatepark, sillas contiguas en un salón de manicura o un jardín mientras lanzan una pelota de tenis a su golden retriever. Suele haber comida. Al principio, los clientes casi nunca quieren sincerarse, y comer pizza o nachos brinda espacio para el silencio.
Nunca presiono demasiado durante la primera reunión. Todo consiste en generar confianza.
Cuando los veo, cualquier confianza que mis clientes tuvieran en los adultos se ha hecho añicos.
Cuando a los jueces de los tribunales de familia les presentan los casos de custodia más brutales y complicados —aquellos en los que no parece viable una resolución—, nombran a alguien como yo: un abogado que representa a los niños, o tutor ad litem.
Mi ámbito de especialización son los adolescentes. Nunca acepto clientes menores de doce años. Pero Charles —o el juez Huxley, como es más conocido— quiere que rompa esa regla. Una de sus compañeras es la jueza que preside el caso Barclay, y está teniendo problemas para encontrar al representante adecuado para Rose.
Doy un último vistazo al edificio gris en el que ha entrado Rose hace un momento. Está en un espacio seguro y será atendida por un profesional altamente cualificado. Su madre estará presente.
Entonces, ¿de quién cree la niña que necesita protegerse con un trozo de cristal que podría servir como cuchillo?
Mi Uber se detiene junto a la acera.
—¿Stella? —pregunta el conductor mientras me deslizo en la parte trasera, y respondo afirmativamente.
Él sube el volumen de la radio, y de los altavoces sale la voz modulada de un reportero de NPR. Me alivia que el conductor no quiera conversar. Necesito recomponerme antes de llegar a mi próximo destino, otro edificio de oficinas situado cerca de la Catedral Nacional. Esta cita es personal.
Miro por la ventanilla mientras avanzamos rumbo al norte por las calles abarrotadas, y el conductor masculla algo entre dientes cuando se queda atrapado detrás de un Tesla mal aparcado.
Tengo demasiadas cosas en la cabeza, una docena de pensamientos discordantes que se arremolinan. Cojo el teléfono para enviar un mensaje a Marco, mi futuro exmarido, pero descarto la idea. Ya sabe que voy y no llegará tarde. Como todos los socios de su prestigioso bufete de abogados, divide sus días en incrementos de facturación de seis minutos, lo que le hace ser muy consciente del tiempo.
Bajo del Uber a las cinco en punto y me dirijo a un anodino edificio de ladrillo que alberga innumerables desengaños amorosos.
Evito el ascensor, subo las escaleras hasta el cuarto piso y entro en la pequeña zona de recepción de la suite 402. Marco está esperando, recostado en una silla y sonriendo por algo que ha visto en el teléfono.
Su presencia todavía me deja sin aliento. Sus raíces italianas afloran en el pelo oscuro y brillante, la piel bronceada y unos ojos que se vuelven ámbar cuando les da el sol. Nuestra coloración es tan similar que nos han preguntado más de una vez si somos parientes.
—Somos una de esas parejas mayores que empiezan a parecerse —solía bromear Marco.
Ahora se levanta, me pone una mano en el hombro y se inclina para darme un beso en la mejilla. Empiezo a rodearlo con los brazos, pero se aparta antes de que pueda darle un abrazo de verdad.
Hablamos los dos a la vez, nuestras palabras entrelazándose en lugar de nuestros cuerpos.
Intento bromear:
—Qué casualidad encontrarte aquí.
Marco suelta un tópico de DC:
—¿Qué tal el tráfico?
Señala la mesa de centro donde esperan dos juegos de documentos coronados por plumas azules idénticas.
—Lakshmi ya ha traído el papeleo.
Parpadeo con fuerza. Todo está yendo muy rápido.
—¿Así que solo tenemos que firmar?
Él asiente y me entrega un pequeño haz de papeles.
A diferencia de los divorcios que me encuentro en el trabajo, el que estamos pasando Marco y yo es lo más amistoso que quepa imaginar. Nuestra mayor discrepancia surgió cuando Marco se empeñó en cederme la pequeña casa adosada que habíamos comprado a las afueras de DC. Ambos sabemos por qué: ahora mismo, él gana veinte veces más que yo. Acepté la casa, pero insistí en que se quedara con nuestra elegante cafetera espresso. Fue un sacrificio mayor de lo que parece; me encanta tomar un buen café.
Dudo, pero acabo escribiendo mi nombre al final de la última página del acuerdo de divorcio. Cuando levanto la vista, Marco está poniéndole el tapón a la pluma.
Lakshmi entra en la sala de espera.
—Hola, Stella. ¿Ya han terminado?
Asiento y esquivo sus ojos, que me miran con compasión. Este es el último paso en la disolución de nuestro matrimonio. Cuando Lakshmi presente los papeles, recibiré una carta por correo notificándome que el divorcio amistoso ha sido concedido.
Dirijo la mirada hacia la caja de pañuelos que hay en la mesita. Junto a ella hay una escultura de un águila con las alas extendidas y reconozco el simbolismo: pañuelos para el dolor por un final, el ave una imagen de esperanza para el futuro.
Marco y yo nos casamos un cristalino día de invierno hace casi diez años, justo cuando empezaban a caer las primeras nevadas de la temporada. Incluso antes de pronunciar los votos que sentía con todo mi corazón, sabía que terminaríamos así.
La pregunta era cuándo.
Marco y yo elegimos dos taburetes en la barra de un restaurante mexicano informal de Tenleytown. Siempre tan caballero, aparta el mío antes de sentarse.
Desde que nos conocimos en la facultad de Derecho de la Universidad George Washington, hemos estado elaborando una lista de nuestros restaurantes favoritos de la ciudad. Este no entró en la selección final, pero los margaritas son buenos y nos resultaba cómodo. Además, Marco me ha dicho que no puede quedarse a cenar.
Pedimos un par de margaritas picantes con hielo y sin sal, y un camarero nos trae una cesta de nachos y un plato de salsa caliente con las bebidas.
Observo a un ayudante de camarero cortar limas con un cuchillo pequeño; la hoja se desliza fácilmente por la piel verde de la fruta. El cuchillo es poco más grande que el trozo de cristal que Rose Barclay se guardó en el bolsillo.
—Siempre es el marido —dice Marco, retomando la conversación que empezamos de camino al restaurante—. Ian Barclay dejó embarazada a la niñera. Estaba de dos meses, ¿verdad?
—Más bien seis semanas.
—Así que intentó acabar con el problema.
—La mujer también tenía muchos motivos —respondo—. Celos. Rabia. Además, Beth Barclay es la que tiene todo el dinero. ¿Y si la niñera la chantajeó o pidió manutención?
—Entonces, ¿por qué Beth no mató a su marido y a la niñera? —pregunta Marco—. Ambos la traicionaron.
Me encojo de hombros y mojo un nacho en la salsa.
—Los crímenes pasionales son ilógicos. Si lo hizo ella, probablemente no lo planeó. Hay formas más sutiles de asesinar a alguien que empujándolo por una ventana de un tercer piso.
Hago una pausa y lamento la ligereza de mis palabras al recordar la expresión ausente de Rose. Cuando ocurrió, esta se encontraba en el patio trasero ayudando a su abuela a recolectar tomates del huerto. A lo mejor Rose vio a su niñera precipitarse al vacío y oyó el impacto del cráneo contra el suelo de piedra.
—Los padres estaban en casa, ¿verdad? Por tanto, ¿qué coartada es más sólida? —pregunta Marco.
En el mes transcurrido desde la muerte de la niñera, la cobertura mediática ha disminuido, pero no faltan viejos recortes de prensa sobre lo que la policía calificó de «muerte sospechosa». He pasado los últimos días investigando, así que le cuento a Marco lo que sé: Beth Barclay dijo que estaba en su despacho del segundo piso, escribiendo un correo electrónico a los otros miembros de la junta del Kennedy Center. Sonaba música clásica en los altavoces de su ordenador, como siempre que trabajaba, e insistió en que eso enmascaró el sonido de la rotura de la ventana un piso más arriba. La policía verificó que Beth envió un correo electrónico más o menos a la hora en que la niñera cayó.
Ian, el marido de Beth, estaba hablando por teléfono con un empleado de su empresa de jardinería; su despacho se encuentra en el lado opuesto del de Beth. Utiliza AirPods con cancelación de ruido, y asegura que no oyó nada hasta que terminó la llamada y oyó a su madre gritar. Esa llamada telefónica también fue verificada.
Los dos Barclay contrataron abogados cuando quedó claro que la policía los consideraba sospechosos y se negaron a someterse a la prueba del polígrafo, según informaron varios medios de comunicación. Recientemente, la policía cerró la investigación activa, por lo que ahora se considera un caso sin resolver.
Y los Barclay están luchando por la custodia física y legal de Rose.
—Digamos que empujaste a la niñera. ¿Cuánto tardarías en llegar desde esa ventana del tercer piso hasta uno de los despachos del segundo? —dice Marco con una sonrisa—. No sé por qué pregunto. Sé que lo averiguarás.
Yo también sonrío, y la tristeza que sentía en el despacho de nuestro mediador empieza a desvanecerse. Siempre he comentado mis casos con Marco. Su temperamento equilibrado y su naturaleza contemplativa son dos de sus muchas y maravillosas cualidades. Ya no compartimos casa ni una vida juntos, pero mantenemos una profunda amistad. Una conexión duradera. Un tipo de amor diferente.
—¿Otro? —pregunta el camarero.
Miro hacia abajo y veo que he apurado el margarita.
—Claro.
El vaso de Marco está casi lleno, lo cual no es propio de él. Le encanta tomar un buen cóctel.
Frunciendo el ceño, asimilo más detalles. Hago lo que he aprendido a hacer en mis casos, cuando casi todo el mundo me miente para conseguir sus fines —o delirios—. Busco los mensajes tácitos. Una pista.
Marco tamborilea con los dedos sobre la barra de madera. No se ha aflojado la corbata, como suele hacer al final de la jornada. En lugar de recostarse en el respaldo curvo y acogedor del taburete, está muy erguido.
El lenguaje corporal de Marco deja entrever lo que sus palabras no dicen: algo lo trae de cabeza.
Pregunto por el motivo de su inquietud.
—¿Todo bien en el trabajo?
Se encoge de hombros.
—Todo bien. Ya sabes, lo de siempre.
La autoestima de Marco no se deriva de los acuerdos de ocho cifras que negocia. Se enorgullece más de trabajar gratis para mujeres maltratadas y donar parte de su salario a organizaciones benéficas que ayudan a niños desfavorecidos. Su corazón está con las personas, con la familia.
Esa es una de las cosas que más me gustan de él. Cuando nos casamos no solo gané a Marco. Desde el principio, su gran familia italoamericana me integró en sus reuniones: todos hablando a la vez, la mesa repleta de comida, alguien rellenándote en todo momento el vaso de vino, discusiones amistosas y risas que crecían como olas.
Si a Marco no le preocupa algo relacionado con el trabajo, quizá tenga que ver con su familia. Su hermana mayor está embarazada de su cuarto hijo, un embarazo de alto riesgo debido a su diabetes. Pero lo último que supe era que todo iba bien. Recientemente, su madre notó dolores en el pecho, pero le hicieron pruebas y le dijeron que solo eran gases. Sin embargo, los médicos no son infalibles.
—Dentro de poco es el setenta cumpleaños de mamá —aventuro—. ¿Sigue en pie lo del Inn at Little Washington?
Los dedos de Marco aceleran el ritmo. He dado en el clavo.
—Ah, sí... En realidad, esperaba que pudiéramos hablar del tema.
Se me acelera el corazón, que adopta el ritmo entrecortado de los dedos de Marco.
Su madre lleva mucho tiempo hablando de celebrar tan señalado aniversario en la codiciada mesa de la cocina del único restaurante con tres estrellas Michelin de la zona de DC. Consiguió reserva hace casi un año. Aunque el padre de Marco falleció poco después de nuestra boda, estarán allí sus cuatro hermanos y sus cónyuges.
A mí también me invitaron. Siguen considerándome familia.
Me preparo para las siguientes palabras de Marco.
—He conocido a alguien —dice.
Me viene a la mente el recuerdo de Marco sonriendo por algo que había visto en el teléfono cuando entré en la sala de espera del mediador y cómo esquivó mi invitación a cenar esta noche.
No me estaría contando esto si su nueva relación no fuera seria, lo suficiente como para que la mujer a la que quiere llevar a tan esperada cena familiar no sea yo, una expareja que todavía llama a su exsuegra «mamá».
No es difícil hacer cuentas. Por muchas sillas que tenga la mesa, no habrá sitio para las dos.
Marco ya ha encontrado la esperanza que prometía la estatua del águila en el despacho del mediador.
Es comprensible. Llevamos más de un año separados.
Hago lo que hay que hacer. Sonrío y mantengo el contacto visual.
No me permito desvelar ni una sola señal o pista. Mi trabajo me ha enseñado a mentir de forma convincente.
—Me alegro por ti. —Levanto el vaso en un brindis—. Es una mujer afortunada. Llévala a la cena. Ya le dejaré el regalo a tu madre en otro momento.
Marco sonríe y por fin se relaja.
—Gracias por entenderlo.
El día de nuestra boda, estaba tan enamorada que pensé que podríamos superar cualquier cosa. Pero había algo en lo que ninguno de los dos podía ceder, una línea divisoria que solo se hizo más profunda y ancha con el tiempo.
Marco quería hijos.
Yo no. Más bien no podía. No físicamente, sino emocionalmente.
En una ocasión, una terapeuta me dijo que las personas que sufren infancias como la mía tienden a seguir dos caminos: o intentan dar a sus hijos la educación que desearían haber tenido o evitan a los niños por completo.
Marco esperaba que cambiara de opinión sobre la maternidad. Yo esperaba que nuestro amor fuera suficiente.
Aparto la mirada y observo el cuchillo cortando otra lima.
Las verjas altas de hierro se abren y piso suavemente el acelerador por el serpenteante camino privado que lleva a la finca de los Barclay en Potomac, Maryland. La histórica casa colonial y sus ocho hectáreas de terreno fueron adquiridas por doce millones de dólares, según los registros públicos. Y eso fue antes de que los Barclay reformaran la mansión y añadieran un granero de madera reciclada y un cobertizo de dos pisos.
La propiedad está a nombre de Ian y Beth Barclay, pero fue la fortuna que heredó Beth lo que posibilitó la compra.
Bebo otro sorbo de café de avellanas, que me he servido en una taza de viaje. Me siento un poco fuera de juego —no dormí bien anoche después de la noticia de Marco— y necesito estar concentrada.
A partir de hoy, soy oficialmente la abogada de Rose Barclay. Es hora de conocer a mi nueva clienta.
Estiro el cuello al acercarme a la casa, intentando vislumbrar la zona donde cayó —o fue empujada— la niñera, pero hay una voluminosa excavadora que me impide ver, su gigantesca garra de metal esperando para aplastar y agarrar.
Desvío la mirada hacia la casa, que parece salida de un lugar olvidado por el tiempo, con su estructura de serpentina gris verdosa y su amplio porche delantero. Está rodeada de grandes robles y cedros, pero ni una sola rama caída o mancha marrón estropea la extensión esmeralda del césped. Exuberantes arbustos de hortensias azules, con flores grandes como balones, bordean los lechos que rodean el porche.
Aparco el jeep delante del garaje y compruebo si tengo todo lo que necesito. Mi teléfono está completamente cargado y tiene una buena cámara, ya que nunca sé cuándo necesitaré documentar algo. En el bolso llevo el portátil y un nuevo bloc de notas amarillo. Mi preciada pluma Montblanc —un regalo de Marco— está en un bolsillo interior.
Salgo y respiro el aire limpio. Cuesta creer que esta casa se encuentre a menos de treinta minutos del ajetreo y la suciedad de DC. En lugar del tráfico incesante y el sonido de las bocinas, lo único que oigo es el canto de los pájaros.
Subo los escalones del porche, pulso el timbre y al cabo de un momento abre la puerta Beth Barclay, como si estuviera esperando cerca.
La policía nunca la consideró oficialmente sospechosa del asesinato, pero no puedo evitar analizar su esbelta figura de bailarina y fijarme en su metro setenta y cinco de altura. ¿Es lo bastante fuerte como para hacer que la niñera, una joven menuda, atravesara el frágil cristal de una ventana centenaria?
Desde luego.
—¿Señorita Hudson? —pregunta, a pesar de que he anunciado mi nombre desde el interfono de la entrada.
—Llámeme Stella.
Le tiendo la mano y la estrecha con firmeza.
—Bienvenida. Soy Beth.
Comparte la piel pálida, los rasgos delicados y el cabello pelirrojo de su hija, pero los años han despojado a Beth de parte de su coloración.
Al entrar, noto que se me abren más los ojos involuntariamente.
Es como si hubiera aterrizado en otra época.
Desde los suelos de tablones de madera oscura hasta los radiadores de vapor de color gris acero y las puertas correderas con cerraduras de gorjas, es como si la casa se hubiera conservado perfectamente durante un siglo, a la espera de que los Barclay se mudaran.
La mayoría de las grandes reformas de viviendas antiguas implican derribar paredes para crear un espacio diáfano y utilizar trucos arquitectónicos para aportar luz y fluidez.
Los Barclay no hicieron nada de eso. En lugar de avanzar, retrocedieron en el tiempo.
El suelo está ligeramente inclinado y los techos son bajos. El papel del pasillo tiene un diseño floral en tono marfil, y la consola parece una antigüedad, con sus patas desvencijadas y sus herrajes de latón. Encima hay una acuarela con un marco dorado ornamentado que parece salida de la pared de un museo.
—¿Le apetece café, o tal vez agua con gas? —dice Beth.
A pesar de todo lo que ha sucedido —una doble traición, una muerte en su casa, un escándalo público y un divorcio inminente—, sus modales son impecables y su voz suave y culta. Viste unos pantalones de corte ajustado color camel y un suéter crema con un pañuelo anudado al cuello que parece un Hermès antiguo. Puedo intuir la profunda tensión en sus ojos y en las leves líneas que se forman alrededor de su boca.
Beth parece una mujer al borde del colapso o de una explosión, o tal vez de ambas cosas.
—No, gracias —digo, negando con la cabeza.
—De acuerdo. —Beth entrelaza las manos—. No sé muy bien cómo funciona esto.
Le sonrío, intentando transmitir cierta tranquilidad.
—Hoy solo debo hacerle un reconocimiento a Rose y usted puede estar presente en todo momento.
Beth no parece muy convencida. Aunque, por supuesto, a nadie suele gustarle enfrentarse a una abogada que podría llegar a la conclusión de que lo mejor para su hija es que mantenga un contacto mínimo con ella.
—Voy a estar mucho por aquí las próximas semanas, así que es importante que Rose se sienta cómoda conmigo —añado—. Mi trabajo consiste en evaluar todo lo que rodea a Rose y recabar diferentes perspectivas de gente que la conoce antes de emitir una recomendación sobre la custodia al tribunal.
—Entiendo. —Beth ladea la cabeza en dirección a la escalera, con su elaborado pasamanos de madera gruesa—. Está en su habitación.
—Solo una pregunta más. ¿Qué sabe Rose del divorcio?
—Es consciente de que su padre y yo vamos a divorciarnos y de que ambos queremos que viva con nosotros.
No puedo evitar pensar que es una carga emocional enorme para una niña tan pequeña.
Mientras sigo a Beth escaleras arriba, me detengo un momento y observo un salón formal situado a mi izquierda. Los muebles están dispuestos en torno a una sencilla chimenea de ladrillo que parece otro de los elementos originales de la casa, y hay un gran piano de color negro con partituras en el atril. Entonces recuerdo que Rose toca y se supone que es extraordinariamente buena para su edad. Sobre la mesa de centro hay un juego de té de plata y una alfombra azul oscuro y granate. La estancia transmite frialdad, como si estuviera preparada para una visita pero no realmente habitada.
Hay algo más que no encaja en esta casa, aunque no sabría decir qué. El aire es denso, como si la gravedad fuera más fuerte dentro de estos muros. A lo mejor la rabia, el caos y el dolor que flotan en el ambiente me están afectando
Subimos las escaleras y la madera centenaria cruje bajo nuestro peso. Con cada peldaño asciende también, en perfecta simetría, una serie de fotografías de Rose, desde su infancia hasta hoy. Me llama la atención que solo sonríe en dos de ellas. Hay algo inquietantemente adulto en su mirada, incluso de bebé.
Quiero detenerme a examinar las fotos —hay otro detalle extraño que me ronda por la cabeza—, pero Beth sube deprisa. Me cuesta seguirle el ritmo y noto los miembros pesados, como si fueran de plomo.
Cuando llegamos al descansillo del primer piso, mi vista se desvía involuntariamente hacia la parte trasera de la casa, donde hay una ventana que da al jardín. La niñera debió de caer por ese mismo ventanal, con el rostro descompuesto por el terror y los brazos extendidos.
Reprimo un escalofrío. Si yo fuera uno de los Barclay, me habría mudado hace tiempo. Es raro que con un divorcio tan conflictivo sigan compartiendo techo, pero Charles me explicó la razón: los Barclay han acordado vender la casa, y Ian está respetando el acuerdo prenupcial que firmó, sin reclamar pensión ni parte de la herencia de Beth, así que el enfrentamiento no tiene nada que ver con el dinero. Cada uno saldrá del matrimonio con los mismos bienes con los que entró.
Pero ni Beth ni Ian quieren renunciar a la oportunidad de conseguir la custodia total de Rose, y abandonar la casa les parece un movimiento perdedor en una partida de ajedrez.
Se me oprime el pecho. El destino de una niña indefensa está en mis manos, y no sé si estoy preparada para arreglar lo que parece un futuro imposible de ganar.
En el segundo piso se alinean más de media docena de puertas con pomos redondos de latón, y todas están cerradas. Me pregunto qué se esconderá detrás de ellas. No hay ventanas en el pasillo y el espacio es tenue.
Beth pasa dos puertas y luego se detiene en la tercera y golpea con los nudillos. Aunque tengo los pulmones contraídos, intento respirar hondo. Esta es mi primera oportunidad para mirar más allá de la superficie, para ver lo que todos los artículos sensacionalistas y los reportajes de televisión no pudieron.
Beth abre la puerta de un dormitorio con las paredes pintadas de rosa suave. Una mecedora de madera ocupa una esquina, y en la cama con dosel hay una muñeca de trapo que parece hecha a imagen y semejanza de Rose, incluyendo sus grandes ojos azules y sus pecas.
—Rose, ha venido una persona a la que me gustaría que conocieras.
No me gustan las palabras que ha elegido Beth, pues denotan posesión, como si yo estuviera aquí como invitada de Beth. Para que pueda hacer mi trabajo, Rose no debe pensar que estoy del lado de ninguno de sus padres. Estoy aquí para servirla a ella, no a los adultos de su vida.
Rose se da la vuelta desde su escritorio de madera blanca, donde está leyendo un libro, y alcanzo a ver el título en la cubierta: Ana de las Tejas Verdes.
—Hola, Rose. —Mantengo un tono desenfadado—. Me llamo Stella Hudson.
Rose mira hacia abajo y no da ninguna indicación de haberme oído.
—Soy abogada, Rose. ¿Y sabes qué? He venido a trabajar para ti.
La niña no reacciona.
A veces, mis clientes se alegran de mi llegada. Están desesperados por que alguien finalmente los escuche. Otros se resisten. En lo que va de año, una chica de quince años me cerró la puerta en la cara y por poco no me pilla la mano, y un chico de diecisiete me insultó, con una vena hinchada en la frente y elevando la voz hasta que se convirtió en un grito agudo, para luego ponerse de rodillas y echarse a llorar.
No tengo ni idea de qué opina Rose de mi presencia.
—Sé que te están pasando muchas cosas ahora mismo, y que probablemente es bastante confuso —continúo—. Durante las próximas semanas pasaré tiempo contigo y con tus padres para averiguar qué te hará más feliz.
Rose lleva un vestido de terciopelo verde y sus rizos rojos recogidos con una diadema a juego. De cerca, veo las pecas que le salpican la nariz y las mejillas. De nuevo, me sorprende lo joven e inocente que parece y lo formal que es su atuendo.
Me pregunto dónde puso el trozo de cristal.
—Me gusta tu habitación.
Al mirar a mi alrededor, veo una banda azul de un concurso hípico, una estantería alta de madera blanca y un cuadro de una escena de jardín en un gran marco dorado y ornamentado.
—Este cuadro es muy bonito y tranquilo. Debe de ser agradable mirarlo. —Mantengo el tono suave y afable mientras admiro las flores rosas y el perrito que asoma por detrás de un árbol—. Al principio no he visto al perro... Parece que esté jugando al escondite.
No hago una sola pregunta porque sé que Rose no contestará.
No puede hablar.
Es como si Rose se hubiera dividido en dos personas al ver morir a su niñera: la niña de antes, una estudiante inteligente con el vocabulario de un niño mucho mayor, y la niña inexpresiva que tengo delante, la cual sufre mutismo traumático.
Rose ha visitado a los mejores médicos de la región y ninguno sabe cuándo volverá a hablar. Podría ser mañana o dentro de seis meses.
Beth se sienta al borde de la cama de su hija y entrelaza las manos de nuevo. Lo catalogo como un tic nervioso.
Beth probablemente cree que no entiendo por lo que está pasando su hija, pero soy una de las pocas personas que sí lo entienden.
Hay diferentes tipos de mutismo que afectan a los niños. Algunos no pueden hablar en ciertos entornos, como en la escuela. Eso se llama mutismo selectivo.
El mutismo también puede aparecer después de un traumatismo cerebral o una operación.
Rose sufre una afección mucho más infrecuente y poco estudiada: el mutismo traumático. Su aparición es rápida y abrumadora y, como su nombre indica, ocurre después de un trauma grave. Existe un caso documentado de una niña que fue atacada por un perro y no habló durante seis semanas. Otro caso —no documentado— ocurrió cuando una niña descubrió el cuerpo de su madre.
Esa niña era yo.
Era un poco más joven que Rose cuando experimenté la sensación de que se me cerraba la garganta alrededor de las palabras e impedía que salieran. No pude hablar durante meses tras ver el cuerpo sin vida de mi madre en el suelo del salón.
Charles lo sabe; por eso me pidió que trabajara con Rose. Cree que estoy en una posición única para entenderla.
Cuando yo era niña, el mutismo traumático era totalmente desconocido. Algunos creían que estaba siendo desafiante, que era perfectamente capaz de hablar. Tal vez un castigo me recordaría cómo hacerlo.
Destierro ese recuerdo rápidamente y paso unos minutos hablando de un caballo llamado Pacino, al que le encantaban los caramelos de menta. Luego admiro una hilera de grullas de origami pequeñas y perfectas que decoran la parte superior de la estantería.
—Las hizo Rose —me dice Beth.
Cuando le doy las gracias a la niña por dejarme ver su habitación, no da ninguna muestra de haberme oído.
—Volveré mañana para hablar con tu padre, así que probablemente volvamos a vernos entonces —le digo.
Beth capta la indirecta y se levanta. La observo mientras se acerca a Rose y le da un beso en la frente, y luego le dice que volverá en un momento.
Rose coge de nuevo su libro, pero la sobrecubierta se separa y veo el título impreso en el lomo.
La primera palabra no es «Ana», sino «El».
Esconder libros debajo de otras sobrecubiertas para camuflar lo que se está leyendo es un truco muy viejo. En secundaria tenía una amiga que lo hacía con los libros de Judy Blume para engañar a su madre, que era muy estricta.
Si el libro en el que Rose está tan absorta no es Ana de las Tejas Verdes, ¿cuál es?
No puedo quedarme más rato. Beth está en el umbral, mirándome con expectación.
La sigo mientras desanda el camino escaleras abajo. Cuando llegamos a la entrada, se dirige a la puerta principal y le pregunto:
—¿Puedo tomar ese vaso de agua?
No tengo sed; tan solo quiero seguir viendo la casa de los Barclay, lo cual me dará la oportunidad de hablar más con Beth.
La cocina se encuentra en la parte trasera de la casa. Enfilamos el estrecho pasillo y pasamos junto a una pequeña biblioteca con pared de piedra vista y estanterías del suelo al techo, así como varias habitaciones cerradas. A través de los cristales de las puertas correderas de la cocina veo actividad en el jardín trasero.
A un lado del jardín hay un camión con el nombre de la empresa en letras grandes —«trinity windows»— y debajo, un texto que dice: «Plexiglás: la elección segura y transparente para los hogares de hoy».
Por el rabillo del ojo veo a Beth abrir un armario de madera oscura y sacar un vaso azul, que llena con agua filtrada en un pequeño grifo situado junto al fregadero.
Observo las encimeras de cemento, los tiradores de cobre de los armarios y el suelo de piedra. Las reformas modernas tienden a incorporar productos como paneles solares o azulejos esmaltados en las paredes, pero todos los materiales que he visto en esta casa son de hace un siglo.
Me fijo en dos hombres que descargan un panel de lo que parece cristal —pero que debe de ser plexiglás— de la parte trasera del camión y lo llevan por la rampa hacia la casa.
—¿Stella?
Al darme la vuelta veo a Beth tendiéndome el vaso de agua.
Cuando lo cojo, lo noto extraño, mucho más ligero de lo que esperaba.
Lo examino más de cerca y me doy cuenta de que no es cristal, aunque lo parece. Es de un acrílico irrompible. Lo sé porque la hermana de Marco, la que está embarazada de su cuarto hijo, eligió esos vasos al ver que sus hijos tiraban demasiadas bebidas de la mesa de la cocina.
Es un detalle moderno que desentona en una casa que parece congelada en el tiempo.
Mi mirada se desvía nuevamente hacia el camión, que está lleno de formas grandes y rectangulares, docenas de láminas de plexiglás.
Suficientes para todas las ventanas de esta casa enorme.
—Es una mañana ajetreada y Rose debe retomar sus tareas escolares.
—¿Sus tareas escolares? —repito.
Es sábado y dudo que una alumna de tercer curso tenga muchos deberes.
—Mi suegra ha estado educando a Rose en casa. Con todo lo que ha pasado, creímos que sería mejor sacarla temporalmente de la escuela... —La voz de Beth se apaga—. Gracias por venir.
Me está invitando a marcharme. Sonríe, pero sus ojos no transmiten esa expresión.
Su comportamiento es inusual. Normalmente, los padres están desesperados por ganarse mi favor, por demostrar lo competentes y amables que son, o por soltar alguna palabra negativa sobre el otro progenitor.
Beth alarga la mano para coger el vaso, aunque solo he bebido unos sorbos, y se lo doy.
Luego echa a andar hacia la puerta principal y la sigo a regañadientes. Hay algo que me ronda la mente, una serie de pistas que he ido guardando y que conducen a algo que está fuera de mi alcance.
Justo antes de llegar a la puerta principal, miro hacia la gran escalera curva. Al subir, me distrajo la expresión triste de Rose en las fotografías.
Eso me impidió reparar en el otro detalle que había guardado en el subconsciente... hasta ahora.
Se me eriza la piel al darme cuenta.
Las fotos no tienen marcos, ni la protección de una capa de cristal.
Me froto las yemas de los dedos, notando todavía la sorprendente ligereza del vaso acrílico.
Ahora miro más allá de mis observaciones iniciales y presto atención a los detalles que no había visto: no hay lámparas de cristal en los techos. No hay espejos en la habitación de Rose ni en el pasillo. No hay vitrinas con paneles transparentes.
Y los obreros están reemplazando todas las ventanas antiguas con láminas de plástico translúcido.
En esta casa, nada es de cristal.
Voy circulando hacia la verja de seguridad cuando un viejo Nissan Sentra toma una curva a toda velocidad, el tubo de escape petardeando como si fuera una escopeta.
Doy un volantazo a la derecha para evitar un choque y freno bruscamente. El otro conductor hace lo mismo, pero como va al doble de velocidad que yo y corrige en exceso, hace un derrape de cuarenta y cinco grados sobre el césped antes de detenerse.
Estoy tentada de dedicarle una peineta, pero podría tener información que necesito, así que apago el motor y salgo con una sonrisa.
—¿Está bien? —pregunto, y veo que sus neumáticos han dejado surcos profundos en la hierba.
El hombre no contesta. Tiene la cabeza apoyada en el volante y los ojos cerrados. Por un segundo temo que esté herido, pero acaba levantando la cabeza.
Lo evalúo rápidamente: es un chico joven, de unos veinticinco años, e irradia una belleza agresiva. Lleva el pelo teñido de rubio con raíces negras y un par de tatuajes en los brazos. Su coche y su ropa me tientan a encasillarlo como una persona de clase trabajadora, pero en mi profesión he aprendido a no sacar conclusiones.
Me mira a los ojos y luego pisa el acelerador. Se dispone a marcharse.
Me invade la necesidad de detenerlo y, sin pensarlo, me sitúo delante del coche.
Él me mira a través del parabrisas, y casi me encojo cuando veo la furia ardiendo en sus ojos enrojecidos.
Pero si la ira me asustara, nunca podría hacer mi trabajo.
Levanto las palmas de las manos y fuerzo otra sonrisa.
—¿Tiene un segundo?
El joven levanta la mano derecha y la baja con fuerza. Sin embargo, en lugar de tocar el claxon, golpea el volante con tanto vigor que deben de escocerle los dedos.
Luego baja la ventanilla.
—¿Qué?
Por cómo trata sus dedos, no es el profesor de piano de Rose, y tampoco me imagino a los Barclay contratando a un tipo con esa actitud. Entonces, ¿quién es?
Me sitúo a su lado.
—Hola, soy Stella Hudson. Estoy aquí por Rose. La jueza que supervisa el divorcio me contrató para que la ayudara.
Él inclina la cabeza hacia atrás y escucha.
—¿Le importa si le hago un par de preguntas?
No dice que sí, pero tampoco se niega.
—¿Cuál es su vínculo con los Barclay?
—¿Con ellos? Ninguno.
El desprecio hace que su tono resulte más afilado. Hago la siguiente pregunta obvia.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—Mire, no me han invitado precisamente a cenar. He venido porque todavía tienen las cosas de Tina y su familia las quiere.
Nunca he visto una foto suya, pero estoy segura de que es el novio de la niñera. Rebusco su nombre entre mis recuerdos: Pete.
—¿Salía usted con la niñera?
Pete golpea de nuevo el volante, esta vez con ambos puños.
—¡Tiene nombre! ¿Por qué nadie dice nunca su nombre?
Es cierto.
—Tina de la Cruz.
Oírme pronunciar su nombre parece aplacar la intensa furia de Pete, pero debe de seguir hirviendo bajo la superficie.
La ira es una parte natural del proceso de duelo, pero, obviamente, el caso de Pete es más complejo: Tina era su novia, pero también se acostaba con Ian Barclay y estaba embarazada de él.
Me fijo en la respiración agitada y el cuerpo tenso y musculoso de Pete. Su actitud contrasta con el bucólico entorno. A lo lejos, dos caballos —uno de un exuberante color pardo, el otro gris moteado— pacen en un campo rodeado por una valla de madera. El olor a hierba recién cortada flota en el suave aire de principios de otoño.
La yuxtaposición me impacta: cada detalle de la casa de siete dormitorios y los cuidados jardines de los Barclay están meditados impecablemente. Y cada persona que he encontrado aquí está profundamente dañada.
—¿Ha venido a recoger sus cosas? —repito, demorándome, ya que estoy intentando comprender algo.
Él asiente con brusquedad.
—¿Le cabrá todo en el coche?
El maletero del Nissan no es muy grande.
—Son solo un par de bolsas y cajas —responde—. Eso le dijeron a la madre de Tina.
Probablemente se trate de su ropa y artículos de tocador, y puede que haya algunos libros y objetos personales. Una familia como los Barclay amueblaría la habitación de la niñera. No querrían que trajera un colchón viejo, una cómoda y una mesita de noche que no hicieran juego.
Necesito que siga hablando. Conocía bien a Tina. Aunque ella le guardara secretos, puede que a veces le confiara cosas.
—Debe de ser difícil estar aquí —digo—. ¿Quiere que le ayude?
Pete se lo piensa un segundo y luego niega con la cabeza.
—Voy a entrar y salir de esa casa lo más rápido que pueda —me dice, y veo que se le contrae un músculo de la mandíbula—. Y será mejor que Ian no se interponga en mi camino.
Lanzo otra pregunta, esperando tocar una fibra sensible.
—¿Culpa a Ian del romance?
—¿Lo dice en serio? Tina no era así; no se acostaba con cualquiera. Él le dobla la edad y es su jefe. Probablemente se insinuó y ella tenía miedo de que la despidiera si se negaba.
Me acerco un poco más y observo las cuentas de rosario marrones que cuelgan del espejo retrovisor y la bebida de McDonald’s que hay en el portavasos. El interior está ordenado pero desgastado; el vehículo debe de tener diez años. Lo único nuevo en ese coche es la camiseta que lleva Pete, con un logo que parece un hombre saltando por encima de un banco del parque.
Indago en otra dirección.
—¿Cree que Tina quería dejar el trabajo?
Pete pone mala cara.
—Sí, odiaba estar aquí. La casa le provocaba escalofríos. Iba a comprarse un táser.
—¿Por qué?
—Empezaron a ocurrirle cosas aquí.
Se me eriza el vello de la nuca.
—¿Qué le ocurrió a Tina?
Me mira con incredulidad.
—¿Que qué le pasó? La mataron.
—¿Quién, Pete? ¿Quién cree que mató a Tina?
Se encoge de hombros.
—Si lo supiera, ya habría hecho algo al respecto.
Pone las manos en el volante y veo algunos objetos curiosos en el asiento delantero: un par de guantes finos y unas zapatillas con cierres de velcro en lugar de cordones. Observo a Pete con más atención. Lleva unas bermudas anchas que se le han subido y dejan ver hematomas en las rodillas, y tiene rasguños en los nudillos de la mano derecha, como si hubiera pegado a alguien. También lleva una venda elástica en la muñeca izquierda. O es terriblemente propenso a los accidentes, o algo más le está causando las lesiones.
—Una última cosa. Me comentaba que los Barclay no le invitaron.
—Sí, no saben que he venido. Probablemente habrían dejado sus cosas en el porche y quiero ver su habitación por última vez.
Meto la mano en el bolsillo para sacar una de las tarjetas de visita que siempre llevo encima.
—Por favor, llámeme si se le ocurre algo más. En cualquier momento.
Se la doy y retrocedo, observándolo mientras se aleja. No tiene ni idea de cuánta información me ha proporcionado.
Los Barclay no saben que viene, pero Pete ha podido entrar. Eso significa que conoce el código de seguridad. Tina debió de dárselo en algún momento.
La mayoría de las verjas de seguridad tienen una alarma que suena dentro de la casa cuando se abren. A lo mejor, como los Barclay están haciendo obras en casa, hoy no les preocupa la llegada de vehículos.
Lo que más me intriga son las visitas anteriores de Pete a la finca. No creo que Beth permitiera a Tina recibir a Pete en la casa, pero puede que lo hiciera entrar cuando los Barclay no estaban. Es evidente que Pete ha estado en su habitación. De lo contrario, no habría dicho que quiere verla por última vez.
Mientras hablábamos, Pete rezumaba ira.
¿Estaba lo bastante furioso por la traición de Tina como para empujarla y provocarle la muerte?
Las palabras de Marco resuenan en mi mente: «Siempre es el marido».
«A menos que sea el novio», pienso.
La gente llora una muerte de diferentes maneras. A Pete lo consume la rabia. Cuando mi padre falleció tras salirse de la carretera para no atropellar a un ciervo y estrellarse contra un árbol a los treinta y seis años, mi madre recurrió al alcohol y más tarde a las drogas.
Yo, en cambio, me mantengo ocupada. Eso hace que a mis demonios les resulte más difícil atraparme.
Ahora mismo, volver a casa no es una opción. Marco se fue el año pasado, pero los recuerdos de él persisten como un fantasma. Anoche no dejaba de verlo junto a mí, levantando la cabeza de la almohada, con los ojos somnolientos y el pelo un poco revuelto. Esta mañana, me vino a la mente una imagen suya apoyado en la encimera de la cocina, con un poquito de espuma de café en el labio superior mientras bebía un sorbo.
Cojo el teléfono móvil y llamo a Charles.
Son las cinco de la tarde de un sábado, pero lo más probable es que esté libre. Lleva cuarenta años casado, pero es una unión vacía. Él y su mujer comparten casa y poco más. Por razones que no acabo de comprender, Charles también mantiene una relación cordial pero distante con sus dos hijos adultos.
Es uno de los hilos que nos une: somos dos solitarios que anhelan una conexión.
—¿Estás libre para cenar? —pregunto cuando descuelga.
—Por supuesto —responde tras un momento de duda.
—¿Seguro?
—¿Qué te parece en Old Angler’s a las seis y media?
—Perfecto.
Cuando cuelgo, tengo la sensación de que Charles no está siendo del todo sincero. Esa breve vacilación dejaba entrever otros planes que probablemente ahora está cancelando para verme.
Si fuera mejor persona, habría presionado más a Charles para que fuera honesto sobre si tenía algún compromiso, pero ahora mismo le necesito demasiado.
En mi vida, él es el único adulto que siempre ha estado ahí.
Conocí a Charles cuando tenía diecisiete años, el día después de descubrir un maletín lleno de dinero.
Yo era estudiante de último curso en el instituto y trabajaba preparando sándwiches por el salario mínimo en una tienda de alimentación de Western Avenue, la calle que divide DC y Maryland. Hacía todos los turnos que podía, y no solo porque no tuviera dinero. Había vivido con mi tía desde que mi madre murió de sobredosis cuando yo tenía siete años, y gracias al trabajo podía evitar estar en casa.
Cuando llevaba una semana en la tienda ya había memorizado los ingredientes de los treinta y dos sándwiches que figuraban en el gran menú colgado en la pared. Trabajaba en la plancha, colocando verdura y carne picada en hileras chisporroteantes. Luego las cubría con queso y lo recogía todo con una espátula larga y plana y lo depositaba en una baguette recién cortada.
Mi primer sueldo fue de setenta y cuatro dólares. Recuerdo mirar aquel fino rectángulo de papel que tenía en las manos, pensando en todas las cosas que anhelaba comprar. Mi tía prohibía el maquillaje y solo me compraba unas pocas prendas de ropa baratas y resistentes en Sears cada año: pantalones y shorts azul marino y un par de camisetas y jerséis lisos.
Eso no ayudó a que el instituto fuera más fácil.
Me habría encantado utilizar parte de mis ganancias para comprar un tubo de rímel o brillo de labios, y quizá unos vaqueros rotos por las rodillas y unas zapatillas Steve Madden con plataforma como las que llevaban las otras chicas.
En lugar de eso, fui a la sucursal bancaria de al lado, abrí una cuenta de ahorros y deposité hasta el último centavo.
Incluso entonces, sabía que lo más valioso que el dinero podía comprar era una salida.
Legalmente, debía quedarme con mi tía hasta que fuera adulta a ojos de los tribunales que la habían asignado como mi tutora. Pero cuando cumpliera los dieciocho —la semana después de mi graduación en el instituto—, estaría sola. Mi tía me había dejado bien claro que no iba a pagarme la universidad. Mientras otros alumnos de último curso hablaban de la universidad o de tomarse años sabáticos, yo iba a lo mío y trabajaba turnos dobles los fines de semana.
No me hacía ilusiones sobre cómo sería la vida por mi cuenta —un alquiler en el sótano mohoso de alguien, bocadillos de mantequilla de cacahuete y avena para comer—, pero aun así sería mejor que vivir con mi tía, respirando un aire que siempre parecía lleno de resentimiento hacia mí. Contaba los días para poder marcharme.
Encontré el maletín un sábado por la noche. Otro empleado y yo nos quedamos solos a la hora del cierre y me encontraba subiendo sillas a las mesas para despejar el suelo y pasar la aspiradora.
Al principio casi no vi el maletín. Estaba escondido debajo de una silla y su color nogal oscuro se mimetizaba con la madera de las mesas. No tenía ninguna característica llamativa: ni etiqueta de identificación ni monograma.
Sin pensarlo mucho, lo abrí.
Cuando vi los fajos de billetes de veinte, contuve la respiración.
Me di la vuelta, pero mi compañero estaba fregando el suelo de la cocina y cantando a voz en cuello la canción de Bon Jovi que sonaba por los altavoces de la tienda.
Cerré el maletín rápidamente y lo dejé donde lo había encontrado.
Sospechaba que pertenecía a un tipo delgado y nervioso que había entrado a última hora a por una Pepsi. Tenía las pupilas tan enormes que los ojos parecían negros, igual que se le ponían a mi madre cuando iba drogada. Era peor que los clientes que te desnudaban con la mirada, o los que devolvían la comida porque no se habían molestado en leer la carta y no se habían dado cuenta de que su sándwich llevaba cebolla.
Aquel hombre parecía peligroso.
Solo un delincuente llevaría semejante cantidad de dinero. Estaba segura de que volvería a por él.
Media hora después, las puertas estaban cerradas y yo había terminado de pasar la aspiradora. El maletín seguía allí, de modo que lo cogí y lo llevé al pequeño almacén. Lo escondí detrás de la caja de recipientes de plástico que utilizábamos en los pedidos para llevar. A la mañana siguiente me tocaba abrir a mí, así que cuando el tipo se diera cuenta de que su maletín había desaparecido, yo estaría allí para devolvérselo.
Tras un momento de duda, comprobé que mi compañero no estuviera cerca y abrí de nuevo el maletín.
Me agaché a hojear los billetes y sumé mentalmente el total.
Era más dinero del que jamás había visto.
Aquella noche me acosté en la habitación de invitados de mi tía —incluso después de diez años, nunca me pareció mi dormitorio— y observé las sombras de un roble que bailaban en la pared. Aún notaba los billetes deslizándose bajo mi pulgar, como si estuviera barajando cartas de póquer.
Diez mil dólares. Una pequeña fortuna. Más que suficiente para comprar un coche de segunda mano y pagar el primer mes de alquiler y la fianza de una habitación barata.
Me ayudaría a tomar impulso.
Pero estaba convencida de que el hombre de los ojos negros volvería.
Unos minutos antes de las seis de la mañana, abrí la tienda y entré. Dos de mis compañeros y el gerente llegaron mientras el olor a café lo inundaba todo. Estaba desempaquetando la entrega de cruasanes y magdalenas de una panadería local, que coloqué en la vitrina junto a la caja registradora, cuando entró el primer cliente, un hombre alto y elegante. Miró a su alrededor y luego se acercó a mí.
—Buenos días.
No pude devolverle el saludo. Tenía la boca llena porque había cogido una magdalena de arándanos e iba mordisqueándola mientras trabajaba.
—Quería saber si podría ayudarme —continuó el hombre—. Anoche me dejé aquí el maletín. Supongo que alguien se lo llevó, pero quería comprobarlo de todos modos. ¿Por casualidad lo vio alguien?
Me había equivocado con el dueño del maletín; no pertenecía al hombre de los ojos negros.
Por un instante me planteé mentir. Aquel hombre parecía incapaz de hacer daño a nadie. Observé su traje de raya diplomática, que parecía caro, y su lujoso reloj. No esperaba recuperar el dinero. Probablemente ni siquiera lo echaría de menos.
Quería mentir con todas mis fuerzas.
Pero no pude.
No porque fuera una persona escrupulosamente honesta —la magdalena robada era prueba de ello— o porque me sintiera mal por él.
La única razón por la que no me quedé con el dinero fue porque pensé que me descubrirían. La vida no acostumbraba a sonreírme. Aquello solo podía acabar mal.
Tragué la magdalena y asentí.
—Lo encontré yo. —Entonces, algo me hizo preguntar—: ¿Puede describirlo?
Él arqueó una ceja.
—Inteligente por su parte comprobarlo. Es marrón oscuro. Tiene un par de años.
—Vuelvo enseguida.
Fui al almacén, cogí el maletín y lo saqué. Luego se lo pasé por encima del mostrador al hombre, que ya estaba sonriendo.
—No me lo puedo creer. Muchísimas gracias.
Abrió el maletín y, tras mirar dentro, sacó cinco billetes de veinte y los deslizó sobre el mostrador.
—Aquí tiene. Insisto.
No pensaba discutir.
—Gracias.
Doblé los billetes y me los guardé en el bolsillo.
—Es muy raro conocer a alguien íntegro hoy en día. Soy abogado defensor, y ni se imagina cuántos mentirosos y ladrones veo en mi profesión. ¿Miró el contenido del maletín cuando lo encontró?
Algo me animó a ser honesta, tal vez porque quería ser la clase de persona que él imaginaba que era, de modo que asentí.
—Podría haberse quedado el dinero. Es de un cliente que pagó en efectivo ayer y no tenía forma de rastrearlo.
—No me lo recuerde.
No bromeaba del todo, pero él echó la cabeza hacia atrás y se rio.
Luego se acercó más, entrecerrando los ojos. Estaba evaluándome, pero no de manera inquietante.
—¿Encontró esto anoche y ya está trabajando de nuevo tan temprano?
Me encogí de hombros.
—Sí.
—¿Sigue en el instituto?
Normalmente me molestaría que un cliente me hiciera preguntas personales, pero algo en la forma de ser de aquel hombre me tranquilizó.
—Estoy en el último curso. Me gradúo en junio.
—¿Qué tal las notas?
—Matrícula de honor —respondí con sinceridad.
Había alimentado la fantasía de conseguir una beca para la universidad, así que me había esforzado mucho en todas las asignaturas.
—¿Y qué hará después de graduarse?
—Bueno... eh... No tengo ni idea.
El hombre asintió, como si hubiera captado lo que no había llegado a decir.
—Obviamente, es usted una trabajadora incansable. ¿Le gusta este lugar?
Me encogí de hombros. ¿A alguien le gusta trabajar por el salario mínimo en un sitio donde se quema con la plancha y siempre huele a cebolla frita?
—Claro.
Asintió de nuevo, solo una vez, como si hubiera tomado una decisión. Luego:
—Qué lástima.
—¿Por qué?
Contuve la respiración, esperando su respuesta. De alguna manera, ya sabía que encontrar ese dinero me proporcionaría una forma de escapar.
—Mi recepcionista acaba de avisarme de que espera su primer bebé y se va en mayo. En los tiempos que corren es casi tan difícil encontrar a una persona inteligente y trabajadora como encontrar a alguien honesto. Así que, si le gusta esto, será más difícil convencerla de que venga a trabajar para mí.
Sonrió y me tendió la mano.
—Me llamo Charles.
