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Una noche de pasión incontrolada había dejado a Cassandra Wilde embarazada de Benedict Constantino. La solución del empresario italiano era casarse inmediatamente, pero Cassie deseaba casarse con un hombre que la amara. Aunque no había contado con las especiales dotes de persuasión de Benedict... Una vez en Italia después de la boda, Cassie empezó a albergar la esperanza de que su matrimonio de conveniencia se llenara de amor y pasión. Pero cuando Benedict se metió de lleno en su trabajo, Cassie se dio cuenta de que iba a resultarle muy difícil hacer realidad sus deseos...
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Catherine Spencer
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La novia del italiano, n.º 1496 - julio 2018
Título original: Constantino’s Pregnant Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-639-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Cassandra Wilde salió del ascensor en la planta que ocupaba su empresa en un moderno edificio de oficinas y sintió el discreto bullicio del éxito que abarcaba desde las formales llamadas telefónicas hasta las serenas conversaciones de los clientes en el área de recepción.
En condiciones normales se hubiera detenido para saludar a los conocidos y asegurarse de que los nuevos clientes estaban recibiendo un trato amable y eficaz, pero no ese día. No era un día normal.
–¡Cassie! –la llamó su asistente mientras ella pasaba como un rayo por delante de su mesa–. Tienes una visita…
Pero Cassandra se limitó a menear la cabeza y siguió su camino rápidamente para refugiarse en el santuario de su despacho. Una vez a solas, cambió su sonrisa de negocios por una de tristeza mientras dejaba que las lágrimas corrieran por su rostro, sin quejarse.
Apoyada en la puerta, observó a través de sus ojos empañados la conocida disposición de su lugar de trabajo. La luz del sol se descomponía en todos los colores del arco iris al entrar por los ventanales de suelo a techo y creaba reflejos dorados sobre la moqueta de color gris claro. Convertía su mesa de caoba en un cubo de rubí iridiscente y brillaba como un diamante sobre el marco de plata que exhibía la última foto de su madre.
Una de las puertas correderas que daba a la terraza estaba entreabierta, permitiendo la entrada de una agradable brisa primaveral que olía a las fresias que ella cultivaba al aire libre. Apenas se oía el ligero zumbido del tráfico que abarrotaba la calle catorce plantas más abajo, en contraste con los graznidos de las gaviotas.
Era un día perfecto en San Francisco, pero el peor que Cassie había pasado en sus veintisiete años de vida. Sin embargo, llorar no serviría de nada, así que, haciendo un verdadero esfuerzo, se separó de la puerta y se encaminó hacia su sillón. Tenía que recobrar la calma. Enfrentarse a la realidad con la cabeza fría. Hacer los necesarios ajustes en unos planes de futuro que habían cambiado radicalmente. Necesitaba concentrarse. Pero sus pensamientos volvían una y otra vez al hombre con el que había tenido un encuentro inesperado, tan vívidos como si todo hubiera sucedido el día anterior, como si hubiera sido ayer cuando él la había sostenido entre sus brazos y le había hecho el amor, demostrándole lo insignificantes que habían sido sus anteriores experiencias sentimentales.
La insólita coincidencia que los había puesto en contacto aquella noche acababa de alterar toda su vida. La historia había empezado el verano anterior, cuando había acompañado a Patricia Farrel, su socia y amiga de la infancia, al valle de Napa para conferenciar con Nuncio Zanetti, uno de sus mejores clientes y dueño de una de las más importantes bodegas de California. Dos veces al año, Zanetti recompensaba a sus empleados con una fiesta en el precioso yate que poseía la empresa de Cassie y Trish.
Nuncio era un hombre generoso, de gustos casi extravagantes, al que le gustaba gastarse el dinero. Pero también era exigente y quería que todos los que trabajaban con él prestaran la misma atención a los detalles que él mismo. La preparación de uno de sus eventos sociales requería una intensa dedicación durante meses. Estaba especialmente interesado en que Cassie acudiera personalmente a discutir con él los detalles y ella lo hacía con gusto, puesto que llevaba las relaciones públicas de la empresa.
Ese día en particular, cuando había acudido con Trish para dar los últimos toques a la fiesta nocturna del verano, Zanetti les había presentado a un amigo, Benedict Constantino, que vivía en Nueva York, desde donde gestionaba negocios familiares relacionados con el cultivo de los cítricos.
–Especialmente de la bergamota –les había dicho–. Sólo se puede cultivar en una pequeña zona del sur de Italia, por lo que es una mercancía muy valorada en el mundo entero. Es posible que hayáis oído hablar de su uso en perfumería, pero también tiene grandes aplicaciones en la industria farmacéutica.
Más tarde, cuando la conversación giró hacia su vida en Nueva York, Constantino había dedicado una sonrisa espléndida a Cassie.
–Me encanta sentir la energía de la ciudad –había dicho mirándola a los ojos–, pero me gustaría distribuir mi tiempo entre la costa este y la costa oeste. California parece un sitio divino para instalarse.
Cautivadas por el encanto y la sofisticación europea de ese hombre, Cassie y Trish se habían dejado invitar a cenar en el jardín privado de la bodega de Zanetti, una vez zanjaron la charla sobre negocios.
Pasaron tres horas maravillosas, disfrutando de unos filetes de pescado marinado y de una botella de vino tinto de la casa. Cassie había supuesto que el desconocido sólo había mostrado un interés pasajero por ella, pero seis meses más tarde había tenido la oportunidad de descubrir que no había sido así.
Una mano imperiosa llamó a su puerta y la sacó de sus recuerdos. Al momento siguiente entraba Trish con el ceño fruncido.
–¿Cassie? Te he visto entrar y no tenías muy buen aspecto. ¿Pasa algo?
Ante la pregunta de su amiga, Cassie volvió a ponerse a llorar con renovado vigor.
Trish soltó un gemido horrorizado y cerró la puerta inmediatamente.
–¡Cassie, me estás asustando! La última vez que te vi tan alterada fue en el funeral de tu madre.
–Bueno, no me había planteado llorar precisamente en este momento –dijo ella con un nuevo acceso de llanto.
–¡Cuéntamelo! Sea cual sea el problema, lo resolveremos juntas, como hemos hecho siempre.
–No en este caso –repuso ella sonándose la nariz, tan consumida por el arrepentimiento y los mareos matinales que ya no sabía si estaba viva o muerta.
–No puede ser tan grave.
–Es peor que eso, es inexcusable. Vergonzoso.
–¿Vergonzoso? Oye, sé que tenías una cita fuera de la oficina esta mañana y que antes de irte te encontrabas perfectamente. Así que, ¿qué ha pasado que haya podido avergonzarte? ¿Has perdido a uno de nuestros mejores clientes? ¿Te has equivocado tanto en las previsiones económicas que nos has puesto al borde de la quiebra?
–No, la empresa nunca ha disfrutado de mayor estabilidad financiera. Es mi vida privada la que me atormenta –dijo, haciendo un esfuerzo por recobrar la compostura y decidiendo decirle a su amiga la verdad sin tapujos–. Mi cita de esta mañana era con un ginecólogo –hizo una pausa escénica para permitir que Trish comprendiera–. Estoy embarazada.
–¿Embarazada? Imposible. Nunca has tenido tiempo para mantener una relación estable y no eres de las que tienen aventuras de una sola noche.
Cassie no contestó. Ni siquiera podía mirar a su socia a los ojos por lo incómoda que se sentía. Pero su silencio fue como un libro abierto para Trish.
–¡Dios santo! ¡Lo has hecho! ¡Has pasado una noche con un hombre!
–Así es –aceptó Cassie tragando saliva–. Y eso no es lo peor de todo. Hay más.
–¿Estás absolutamente segura de que, bueno, ya me entiendes, estás embarazada?
–Sin duda.
«Está usted embarazada de diez semanas, había dicho el ginecólogo. Si se cuida mucho y tiene mucha suerte, podrá llevar el embarazo felizmente a término».
–Pero –dijo Trish con cautela, temiendo que se acercaba a un campo de minas–, ¿quién es el padre?
Cassie abrió la boca para contestar, pero volvió a cerrarla. ¿Qué pasaría, si como el ginecólogo se temía, surgían complicaciones y perdía al niño?
–¿Cass? –insistió Trish–, sabes quién es el padre, ¿no?
Ella la miró escandalizada.
–Claro que lo sé. Puede que haya cometido una tontería, pero no soy una fulana.
–Cariño, no he pretendido sugerir que lo fueras. Pero podrías haber sido violada por un desconocido…
–No te preocupes por eso. Conocía al hombre y deseaba hacer el amor con él –de hecho se había sentido entusiasmada por la idea.
–Entonces, sabrás su nombre.
–Sí, lo sé. Es… Benedict Constantino –dijo ella en un susurro, temiendo que las paredes oyeran.
–¿Benedict Constantino? –exclamó Trish sin cautela alguna–. ¿Benedict Constantino? –aulló, incrédula.
–Grítaselo al mundo entero, no repares en gastos –repuso Cassie, contrita.
–Lo siento –repuso Trish–, de veras, lo siento. Pero si me hubieras preguntado quién podría ser, jamás lo habría adivinado. Constantino es una persona correcta y… distante.
Esas palabras no lo hubieran definido la última vez que se vieron, pensó Cassie, sintiendo una oleada de calor ante el recuerdo, aunque habían pasado más de dos meses. Esa noche, el mero amigo de un cliente se había convertido en un torbellino de pasión.
–¿Cómo sucedió? –preguntó Trish al cabo de unos momentos–. Sé que no debería entrometerme en tus cosas, pero Nueva York está muy lejos.
–Vino a San Francisco para la fiesta de Nochevieja de Zanetti.
–¿La fiesta de Nochevieja? Ah, esa noche…
–Sí, esa noche.
–Así que fue algo improvisado… Si la encargada no hubiera estado enferma, tú no tendrías por qué haber estado allí. Habrías pasado la noche viendo la televisión, pero en vez de eso te encontraste de nuevo con Benedict Constantino…
–Y mientras todo el mundo celebraba la llegada del Año Nuevo en cubierta, Benedict y yo lo celebramos a nuestro modo en uno de los camarotes de lujo del barco, con consecuencias irreparables. ¡Me siento como si fuera idiota!
Trish le acercó la caja de los pañuelos.
–Venga, Cassie, tienes capacidad suficiente para hacer frente al problema. No sueles llorar y lamentarte, simplemente lo asumes y lo resuelves.
–Hoy no, soy incapaz.
–Claro que eres capaz. No eres la primera mujer que se enfrenta a un embarazo inesperado, ni la última. Si realmente piensas que no puedes hacerte cargo del bebé, tienes otras opciones. Existe la adopción, y… el aborto.
–¡Como si fuera capaz de tomarlo en consideración! –dijo Cassie, acariciándose el vientre y preguntándose si seguiría llorando durante los seis meses y medio que le quedaban de gestación.
–Entonces, ¿por qué te sientes tan desgraciada? ¿Es por Benedict? ¿Se ha negado a aceptar al bebé como hijo suyo?
–¡No, no es Benedict! –mintió ella a medias–. Es mi madre.
–Cariño… Sé lo mucho que la echas de menos, pero no estás sola. Nos tienes a Ian y a mí, sabes que puedes contar con nosotros.
–No es eso. Es que la fecha de nacimiento del bebé está prevista para el ocho de octubre.
–¿El cumpleaños de tu madre? –preguntó Trish con simpatía.
–Sí. No sé por qué me afecta tanto. En realidad me lo debería tomar como una buena señal, como un regalo. ¡Y para de mirarme como si estuviera loca! Las mujeres embarazadas tenemos derecho a tener caprichos, entra dentro del lote.
–Puede ser, pero te veo demasiado estresada. Quizá deberías tomarte unos días libres. Incluso preparar una reunión con Benedict en alguna parte y llegar a un acuerdo con él sobre el futuro. ¿Cómo crees que se va a tomar la noticia?
–No creo nada. No pienso decírselo.
–¿No piensas decírselo? ¡Tiene derecho a saberlo, Cassie! Es su padre y siempre es mejor que el bebé os tenga a ambos.
–A mí no me hizo ningún daño crecer sin padre.
–Eso no me lo creo. Digamos que simplemente te hiciste a la idea muy pronto. Pero no es necesario cargar a este niño con el mismo problema. Aunque no lo conozco muy bien, me parece que Benedict Constantino es un hombre de honor. El típico hombre que sabe cómo hay que hacer las cosas.
–No parecía muy preocupado por hacer bien las cosas aquella noche de fin de año.
–Aunque te parezca obvio lo que voy a decirte, Cassie, se necesitan dos para hacer lo que vosotros hicisteis. Y por lo que me has dicho, no creo que él te obligara.
–No, yo lo deseaba tanto como él –admitió Cassie–. Pero fue culpa suya. Resultó tan seductor que no pude resistirme.
Trish sonrió.
–Me lo imagino. Todo un hombre dándole sentido al arquetipo «alto, moreno y musculoso». Estoy segura de que entre tus genes y los suyos, habréis creado un bebé perfecto. Tienes que decírselo, Cass.
–No pienso decírselo. Ni tampoco quiero que se lo digas tú. Quiero ser muy clara sobre este punto, lo que te he contado no debe salir de este despacho.
–Bueno, tampoco pensaba poner un anuncio en los periódicos, pero supongo que te has dado cuenta de que no es un secreto que vayas a poder mantener indefinidamente. Y la próxima vez que Benedict venga unos días de visita para celebrar la fiesta del verano de Nuncio estarás ya de seis meses y medio. ¿Qué has pensado hacer?
–Tomarme unas vacaciones y dejar que tú te hagas cargo de esa fiesta.
–Yo me ocupo del catering, Cassie. El márketing y las relaciones públicas son cosa tuya.
–Pues me ocuparé de todo por teléfono o por correo electrónico.
–¡Sueñas! Nuncio se empeñará en que lo ayudes personalmente, como siempre has hecho. Y, dado que es nuestro mejor cliente, no podrás negarte. Tienes que dar más importancia a nuestros beneficios, ahora que vas a tener que mantener a una criatura.
–¡Dios santo, Trish, no se puede decir que esté corta de dinero, precisamente!
–Tampoco tienes tanto. Piensa en los médicos privados, en los colegios de pago, en las ortodoncias, en las clases de montar a caballo y en toda suerte de imprevistos. Los niños de hoy en día salen bastante caros.
–De acuerdo, adelantaré los preparativos al mes de mayo y no asistiré a la fiesta para no tropezarme con Benedict Constantino.
–¿Y por cuánto tiempo piensas guardar el secreto?
–Hasta que sea tan obvio que nadie tenga ganas de preguntarme quién es el padre.
–Deliras. Si no fuera porque tengo una reunión dentro de cinco minutos, te haría saber lo equivocada que estás. Me voy, pero esta conversación sigue pendiente –dijo Trish encaminándose a la puerta.
–No, esta conversación ha terminado –musitó Cassie, presionándose las sienes con los dedos mientras oía cómo se cerraba la puerta del despacho, quedándose a solas–. Todo está decidido.
Apenas había pronunciado esas palabras cuando tuvo la sensación de que, en realidad, no estaba sola. Su corazón tembló al oír la profunda voz con una ligera entonación italiana.
–Sí, todo está decidido, Cassandra.
Asombrada, puso las manos sobre la mesa y observó cómo Benedict Constantino entraba en el despacho procedente de la terraza.
–Pero no como tú te imaginas –prosiguió él–, sino de una manera muy diferente.
Estaba claro que Constantino había escuchado toda la conversación que había tenido con Trish y que no le había gustado nada. Parecía furioso y no pensaba irse sin conseguir lo que quería.
Pero Cassie, haciendo caso omiso de lo evidente, se puso en pie y lo enfrentó.
–No sé de qué me estás hablando, pero me gustaría saber cómo te has metido en mi despacho sin permiso. Te doy un minuto para que te expliques antes de llamar a seguridad.
–¡Cállate! –ordenó él, irradiando ira–. ¡No vas a llamar a nadie!
Ella había estado entre sus brazos, se había dejado tocar íntimamente con los pechos descubiertos, había saboreado su virilidad. Había sentido la suficiente confianza como para todo eso, pero en ese momento sintió miedo porque en vez de mantener la calma, se estaba dejando llevar por la pasión enfurecida de aquel hombre que seguía allí, sin intenciones de contemporizar.
Cassie miró a su alrededor. Si corría podría salir del despacho y si se inclinaba un instante podría marcar la tecla de los agentes de seguridad. Pero él detectó sus intenciones y la detuvo.
–No, Cassandra. Ni te irás ni buscarás refuerzos, a no ser que quieras mantener esta conversación delante de una concurrida audiencia –dijo levantando el auricular del teléfono–. Hazlo si quieres, llama a todos los empleados de la empresa. ¿O prefieres que lo haga yo?
–¡Deja ese teléfono! –imploró ella, furiosa al verse tan débil. Furiosa al darse cuenta de que aunque se sentía amenazada, lo seguía encontrando irresistible.
–Ahora mismo, cara. Lo que menos deseo es alterarte aún más –dijo dejándose caer sobre uno de los sillones de cuero–. Entonces, tenemos un bebé en camino. ¿Cómo quieres que nos enfrentemos a ese hecho inesperado?
–No lo haremos juntos. Es mi problema, Benedict, no el tuyo.
–Para mí un hijo no supone ningún problema. Y si yo soy el padre, el asunto me concierne –dijo él con mirada escrutadora–. ¿Es mío ese hijo, Cassandra?
Si ella hubiera confiado en que negándolo se lo podría quitar de encima, lo habría hecho, pero acababa de admitir la verdad delante de Trish y sabía que las pruebas de paternidad terminarían por darle la razón si él la llevaba a los tribunales.
–Es tuyo –admitió.
–Entonces, está muy claro lo que tenemos que hacer. Casarnos.
–¿Casarnos? Debes estar de broma.
–¿Sobre tomar una esposa? Imposible.
–Entonces estás loco. El matrimonio entre nosotros es simplemente… inconcebible.
–¿Estás ya casada y te has olvidado de contármelo?
–¡Claro que no!
–Entonces, no hay ningún problema.
–¡Por Dios santo, Benedict! Sólo hemos estado juntos en una ocasión y eso fue ya hace casi tres meses. Desde entonces, no he vuelto a saber nada de ti.
–He estado fuera del país.
–¡Pues yo no! He estado aquí todos los días. El teléfono es un invento que funciona en todo el mundo, y también el correo electrónico. Pero no te has dignado a utilizarlos, por lo que deduzco que no has pensado en mí ni un solo momento. Y, siendo ese el caso, supongo que no tendrás dificultades para entender por qué pienso que un matrimonio entre nosotros sería completamente absurdo.
–No es una cuestión de querer o no querer –dijo él examinándose las uñas antes de volver a mirarla–. Para mí es una obligación.
La fría calma resignada con la que él había pronunciado esas palabras la hizo llorar por dentro. Hasta los clientes más difíciles discutían de sus negocios con más calor humano.
–No deseo tener un marido que me entienda como una obligación –repuso ella cuando se encontró en condiciones de volver a articular palabra.
–¿Qué es lo que quieres que te dé tu marido, Cassandra?
–Amor, amistad, compromiso, pasión… Nada que tú puedas ofrecerme.
–¿Nada? –cuestionó él perezosamente–. ¿No te acuerdas de la última noche de fin de año?
–Sí –admitió Cassandra sonrojándose–. Pero como ya te he dicho, sólo fue una vez.
–Y sin embargo, el recuerdo todavía te afecta –dijo con sutileza–. Puedo prometerte más de lo mismo. Soy un hombre normal de sangre caliente y tú, cara, eres lo suficientemente inocente como para desconocer el inmenso poder del sexo, su capacidad para conquistar el corazón más reacio y soldar los vínculos del matrimonio –añadió tomando de la mesa una figura de mujer estilo art decó para acariciarle sensiblemente el rostro y las caderas–. Será un privilegio para mí poder demostrártelo.
Por alguna oscura razón, Cassie sintió que las caricias que él le hacía a la figura iban destinadas a ella. Su corazón latió más aprisa y notó humedad entre los muslos. Avergonzada, se removió en la silla para ocultar sus emociones, pero cuando levantó la vista, constató que él la miraba con una sonrisa maliciosa. ¡Sabía que ella batallaba para resistirse a su encanto!
–No quiero discutir ese tema contigo, y menos ahora y en este despacho.
–Lo entiendo –repuso él devolviendo la estatuilla a su sitio–. Seguiremos esta noche, entonces. Pediré que nos preparen una cena privada en la suite de mi hotel, si te apetece. Si no, podríamos vernos en tu casa.