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Ellie deseaba comprar la librería donde trabajaba como dependienta, de modo que por las noches limpiaba las oficinas de Alexiakis International para ahorrar... hasta que Dio Alexiakis la sorprendió en una actitud sospechosa y creyó que era una espía. Secuestrada por Dio para que no pudiera pasar información a la competencia, Ellie se encontró de pronto en una isla griega, disfrutando de la más inesperada pasión... seguida del igualmente inesperado embarazo. Dio insistió entonces en que debían casarse por el bien de su hijo y, para entonces, Ellie estaba irreversiblemente enamorada de él. ¿Acaso era demasiado pedir que Dio aprendiera a amar a su novia embarazada?
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Seitenzahl: 217
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Lynne Graham
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La novia embarazada, n.º 1097- febrero 2022
Título original: Expectant Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-541-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
QUÉ diablos llevas en la cabeza? —preguntó Meg Bucknall tras apretar el botón para llamar al ascensor de servicio.
—Es para que no me caiga polvo en el pelo —contestó Ellie llevándose una mano al pañuelo de flores.
—¿Y desde cuándo eres tan puntillosa?
Ellie suspiró y decidió ser sincera con la buena mujer:
—Hay un tipo que suele quedarse a trabajar hasta tarde en mi planta y… bueno… es…
—¿Se hace notar demasiado? —volvió a preguntar Meg sin sorprenderse, con un gesto de desaprobación. Ellie podía atraer la atención de los hombres en cualquier circunstancia. Era menudita y esbelta, joven, con un cabello de un rubio natural que brillaba como la plata y ojos verdes enmarcados por inesperadas cejas y pestañas negras—. Apuesto a que está convencido de que con una humilde mujer del servicio de limpieza como tú es cosa hecha. ¿Es joven o viejo?
—Joven —contestó Ellie dejando que Meg pasara delante en el ascensor—. Y te aseguro que está acabando con mi paciencia. He estado pensando en contárselo al supervisor.
—No, hagas lo que hagas no lo hagas oficial, Ellie —se apresuró a recomendar Meg con una mueca—. Si ese cerdo trabaja hasta tarde es que es una persona importante. Y seamos sinceros, Ellie: de ti pueden prescindir mucho más que de cualquier ejecutivo.
—¿Acaso crees que no lo sé? Seguimos viviendo en un mundo de hombres.
—Pues ese tipo debe de ser bastante insistente cuando está acabando con tu paciencia… Escucha, haz tú mi planta esta noche y yo haré la tuya. Así por lo menos te tomas un respiro. Quizá más adelante alguien quiera cambiar definitivamente de planta contigo.
—Pero no tengo permiso para subir a limpiar la última planta —le recordó Ellie.
—¡Va, no te apures por eso! —exclamó Meg sin darle importancia—. ¿Para qué va a necesitar nadie un permiso especial para abrillantar un suelo y vaciar una papelera? Ahora, eso sí, si el agente de seguridad se da una vuelta justo cuando estás tú apártate de su vista. Si puedes, claro. Algunos de esos sujetos serían capaces de incluirnos en su informe. Y no te atrevas a traspasar la puerta doble que hay de frente. Es la oficina del señor Alexiakis, y está prohibido entrar allí, ¿de acuerdo?
Ellie sonrió agradecida mientras Meg empujaba el carrito con los utensilios de limpieza para salir a la planta que normalmente limpiaba ella.
—Aprecio mucho tu gesto, Meg.
Ellie nunca había estado en la planta superior del edificio Alexiakis International. Al salir del ascensor de servicio se dio cuenta de que era distinta de las plantas inferiores. Nada más dar la vuelta a la esquina vio, a su derecha, una lujosa y enorme área de recepción. Más allá de ella todas las luces estaban apagadas, pero a pesar de todo pudo ver una impresionante pareja de puertas en la penumbra.
Sin embargo, al mirar a la izquierda, al fondo del corredor había otra pareja de puertas idénticas. Ellie hizo una mueca y supuso que la parte en penumbra, más cercana a recepción, albergaba la oficina prohibida. Decidió comenzar a trabajar por el fondo para ir acercándose al ascensor y se relajó. Estaba encantada con la idea de que Ricky Bolton no fuera a interrumpirla aquella noche con sus monsergas.
Llevaba unas zapatillas de lona que no hacían ruido. Abrió la puerta doble y cruzó toda la habitación para vaciar la papelera. Entonces se dio cuenta de que la oficina contigua estaba ocupada. La puerta estaba entornada, y de ella salían inequívocas voces masculinas.
Por lo general en un caso como aquél Ellie hubiera anunciado su presencia, pero tras la advertencia de Meg decidió que era más inteligente retirarse en silencio. Lo último que deseaba era causarle problemas a su compañera. Justo cuando estaba a punto de salir escuchó pisadas que se acercaban por el corredor desde la zona de recepción. Aquello le produjo casi un ataque al corazón.
Sin pensar siquiera en lo que hacía se escondió detrás de una de las dos puertas. El corazón le latía acelerado. Las pisadas fueron acercándose, y de pronto se detuvieron justo al lado de la otra puerta. Ellie contuvo la respiración. En aquel silencio pudo escuchar palabra por palabra la conversación que aquellas dos voces masculinas mantenían en la oficina contigua:
—… así que mientras yo siga fingiendo que me interesa comprar Danson Components la Palco Technic se mantendrá igual —murmuraba una voz satisfecha—, pero en cuanto se abra la bolsa el miércoles por la mañana moveré pieza.
Ellie escuchó cómo el intruso, cuyas pisadas había oído, contenía el aliento. Era una estúpida. ¿En qué diablos había estado pensando? El carrito con los utensilios de limpieza estaba fuera, delante de la puerta, como prueba evidente de su presencia.
Sin embargo el intruso ni avanzó ni entró en la habitación. Para sorpresa y alivio de Ellie volvió sobre sus pasos por el corredor con mucha más cautela de la que había entrado. Ellie volvió a respirar de nuevo. Estaba saliendo de su escondrijo, de puntillas, cuando la puerta de la oficina contigua se abrió apareciendo un hombre tremendamente alto de aspecto alarmante. Ellie se quedó helada, se ruborizó y abrió inmensamente los ojos verdes. Unos ojos más negros que el ébano la miraron desafiantes y agresivos.
—¿Qué diablos estás haciendo tú aquí? —gritó incrédulo e irritado el hombre de ojos negros.
—Ya me marchaba…
—¡Estabas detrás de la puerta, escuchando! —arremetió de nuevo lleno de ira.
—No, no estaba escuchando —contestó Ellie atónita ante tanta agresividad.
De pronto lo reconoció y se puso completamente tensa. Nunca lo había visto antes, pero había un enorme e indecente retrato de aquel tipo en el vestíbulo de la planta baja. Aquella foto era el blanco de numerosas bromas y comentarios femeninos. ¿Por qué? Porque Dionysios Alexiakis era terriblemente atractivo. Dionysios Alexiakis, conocido popularmente como Dio, era el millonario griego, despiadado y falto de escrúpulos, que dirigía la Alexiakis International. De pronto Ellie comprendió que se había confundido de puertas y se sintió enferma. Su empleo y el de Meg estaban en la cuerda floja. Tras Dio Alexiakis apareció un hombre mayor de pelo cano. Al verla frunció el ceño y sacó un teléfono móvil.
—No es la mujer que limpia siempre esta planta, Dio. Voy a llamar a seguridad de inmediato.
—No hace falta —protestó Ellie muerta de miedo—, yo sólo he venido a sustituir a Meg esta noche, eso es todo. Lo siento, no pretendía interrumpir… ya me iba…
—Pero tú no tienes por qué subir aquí —dijo el hombre mayor.
Dio Alexiakis la escrutaba con mirada intensa, con ojos negros tan brillantes que la ponían nerviosa.
—Estaba escondida detrás de la puerta, Millar.
—Un momento, puede que pareciera que estaba escondida detrás de la puerta, pero ¿para qué iba a hacer eso? —argumentó Ellie, desesperada—. No tiene sentido, yo sólo soy del servicio de limpieza. Comprendo que he cometido un error al venir aquí, y lo siento de veras, pero… me iré ahora mismo.
Una mano morena la agarró entonces, sin previo aviso, de la muñeca, obligándola a quedarse.
—Tú no vas a ninguna parte. ¿Cómo te llamas?
—Ellie… es decir, Eleanor Morgan… ¿qué estás haciendo? —gimoteó.
Pero era demasiado tarde. Dio Alexiakis le había quitado el pañuelo de la cabeza. Todo aquel cabello rubio platino cayó revuelto por los hombros. Él le bloqueaba el camino. Ellie, sintiéndose amenazada por aquella muralla humana, miró para arriba. Sus ojos verdes se toparon con otros negros e insondables. Ellie sintió que el corazón le daba un vuelco. Sentía una extraña sensación de mareo, la cabeza le daba vueltas. El irritado escrutinio de él se había convertido en una mirada provocativa y sexy.
—No pareces una mujer de la limpieza, yo nunca he visto ninguna igual —dijo él al fin en un tono de voz duro y profundo.
—¿Y has visto muchas? —inquirió Ellie sin comprender hasta más tarde lo impertinente de su pregunta.
Lo cierto era que ella no había sido la primera en atacar. Los ojos de él expresaban sin ningún género de dudas aquella actitud masculina arrogante y sexualmente excitada que Ellie tanto detestaba.
—Ellie… hay una Eleanor Morgan en el servicio de mantenimiento —intervino el hombre mayor al que el otro había llamado Millar—. Pero se supone que trabaja en la octava planta, y el servicio de seguridad no le ha concedido ningún permiso para subir aquí. Voy a ordenar al supervisor que venga inmediatamente a identificarla.
—No, deja ese teléfono. Cuanta menos gente se entere del incidente, mejor. Toma asiento, Ellie —añadió Dio soltándole la muñeca y acercándole una silla.
—Pero es que yo…
—¡Siéntate! —gritó él como si estuviera tratando con un animal doméstico al que tuviera que adiestrar.
Ellie, atónita ante aquella forma de dirigirse a ella, se dejó caer sobre la silla con la espalda rígida y el corazón acelerado. Había entrado donde no debía, pero se había disculpado. Lo había hecho todo excepto arrastrarse por el suelo, reflexionó resentida. ¿Por qué tanto jaleo?
—Quizá quieras explicarme qué estás haciendo en esta planta, por qué has entrado en este despacho en particular y por qué te has escondido a escuchar detrás de la puerta —dijo Dio Alexiakis con dureza y precisión.
Hubo un silencio. Ellie se preguntó si serviría de algo echarse a llorar, pero aquellos ojos negros paralizaron su corazón. Aquel hombre la trataba como si hubiera cometido un asesinato, así que lo más inteligente era ser sincera.
—He estado teniendo problemas con un ejecutivo que trabaja siempre hasta tarde en la octava planta —admitió Ellie inquieta.
—¿Qué clase de problemas? —preguntó Milllar.
Dio Alexiakis dejó que su intensa y negra mirada vagara provocativa por la diminuta y tensa figura de Ellie, deteniéndose sobre los pechos moldeados por el delantal y las largas y perfectas piernas. Luego sonrió y torció la boca mientras un mortificante rubor subía a las mejillas de ella y coloreaba su blanca piel.
—Mírala, Millar, y luego dime si todavía necesitas que te explique de qué tipo de problema se trata —intervino Dio.
—Le mencioné mi problema a la mujer que limpia esta planta —continuó Ellie con respiración entrecortada—, y le pedí que me cambiara por una noche. Después de mucho insistir accedió, y me advirtió que no atravesara las puertas dobles pero… por desgracia hay dos pares de puertas dobles en esta planta.
—Eso es cierto —concedió Dio Alexiakis.
—Me equivoqué de puertas, y estaba a punto de salir cuando escuché pasos y comprendí que venía alguien. Tuve miedo de que fuera un guardia de seguridad, porque eso le hubiera podido causar problemas a Meg, por eso me escondí detrás de la puerta. Fue una estupidez…
—Por aquí no ha venido nadie de seguridad desde las seis —intervino el hombre mayor—. Y cuando llegaste tú, Dio, hace unos diez minutos, la planta estaba vacía.
—Bueno, no sé quién era el que subió. Estuvo parado delante de la puerta unos veinte segundos, y luego se marchó… —añadió Ellie mientras su voz se iba desvaneciendo, sin comprender por qué aquellos hombres ponían en entredicho su explicación.
Dio Alexiakis dejó escapar el aire contenido con un silbido, dio un paso atrás y se apoyó sobre el borde de una mesa mirando al otro hombre con ansiedad.
—Vete a casa, Millar, yo me ocuparé de esto.
—Mi deber es quedarme y solucionar este problema…
—Tienes una cita para cenar —le recordó Dio seco—. Y llegas tarde.
Millar lo miró a punto de protestar pero después, al ver la expresión expectante de su jefe, asintió. Antes de marcharse hizo una pausa y dijo:
—Pensaré en ti mañana, Dio.
—Gracias —contestó Dio Alexiakis poniéndose tenso, con los ojos nublados.
Después Dio cerró la puerta tras su empleado y se volvió hacia Ellie.
—Me temo que en este asunto no puedo confiar en tu palabra, Ellie. Has oído una conversación confidencial —dijo en un tono seguro y definitivo.
—Pero si no estaba escuchando… ¡ni siquiera me interesaba! —contestó Ellie asustada.
—Tengo dos preguntas que hacerte —añadió con más suavidad—. ¿Quieres conservar tu empleo?
Ellie se enervó. Era despreciable que aquel hombre la intimidara utilizando esas tácticas.
—Por supuesto que quiero…
—¿Y quieres que esa otra mujer que te ha cambiado la planta conserve también su empleo?
—Por favor, no involucres a Meg en esto —se apresuró a contestar Ellie pálida—. He sido yo quien ha cometido un error, no ella.
—No, ella decidió saltarse las reglas —la contradijo Dio Alexiakis con frialdad—. Está tan involucrada como tú. Si al final resulta que eres una espía pagada por alguno de mis competidores habrás tenido que darle algo por lo que le merezca la pena arriesgar su puesto de trabajo, ¿no crees?
—¿Una espía? ¿Pero qué diablos…? —susurró Ellie sin dejar de mirar aquel rostro moreno e irritado, concentrando sobre él toda su atención.
—Eso que me has contado de una tercera persona a la que ni viste ni puedes identificar… resulta muy conveniente para ti —añadió Dio directo—. Así, si hay una filtración, tú tienes cubiertas las espaldas.
—¡No sé de qué estás hablando! —gritó Ellie tan nerviosa que ni siquiera podía pensar.
—Espero que no, por tu propio bien —concedió Dio Alexiakis con una expresión de seria sinceridad—. Pero debes comprender que si te dejo marchar ahora me estoy arriesgando mucho. Si le cuentas lo que has oído a quien no debes me causarás graves trastornos.
—¡Pero si ni siquiera podría repetir lo que he oído!
—De modo que sí recuerdas algo. ¡Y hace sólo un segundo asegurabas que no te interesaba en absoluto!
Un leve desmayo atravesó los ojos de Ellie, que se quedó mirándolo con el corazón en un puño. Recordaba perfectamente lo que había oído, pero había pensado hacer oídos sordos. Sin embargo aquel hombre la tenía atada de pies y manos. Tenía una mente retorcida, fría y dispuesta para la trampa. Era desconfiado, rápido, exacto y letal en sus juicios. Dio Alexiakis miró el reloj de pulsera y luego a ella.
—Déjame que te explique cómo está la situación, Ellie. Tú y la estúpida de tu amiga podéis quedaros a trabajar en este edificio hasta el miércoles, mientras las cosas sigan en marcha, siempre y cuando tú no te apartes de mi vista.
—¿Cómo dices?
—Naturalmente te pagaré por todos los inconvenientes que…
—¿Inconvenientes? —lo interrumpió Ellie con voz débil pero esperanzada.
—Supongo que tienes pasaporte, ¿no?
—¿Pasaporte? ¿Y qué tiene eso que ver?
—Tengo que volar a Grecia esta noche, y si tengo que vigilarte para asegurarme de que no utilizas el teléfono necesitaré que vengas conmigo —explicó él con impaciencia.
—¿Pero te has vuelto loco? —musitó Ellie temblorosa.
—¿Vives sola o con tu familia?
—Sola, pero…
—Sorprendente. ¿Dónde guardas el pasaporte? —continuó preguntando Dio sin dejar de mirar aquel bello rostro.
—En la mesilla, pero ¿por qué…?
Dio Alexiakis marcó un número de teléfono en el móvil.
—No veo ninguna otra alternativa. Podría encerrarte en algún lugar, pero me temo que eso te gustaría aún menos. Y no puedo pedirle a mis empleados que te vigilen mientras me voy de viaje. Tienes que acompañarme, y de buen grado.
¿De buen grado? ¿Por su propia voluntad? Ellie finalmente se quedó boquiabierta al comprender que estaba hablando en serio. Dio comenzó a hablar por teléfono en griego en tono brusco y dominante. Escuchó que mencionaba su nombre y se intranquilizó aún más.
—Pero… yo… ¡te juro que no le diré a nadie lo que he oído! —protestó enfebrecida mientras él colgaba el teléfono.
—No me basta. ¡Ah! y, otra cosa más: le he ordenado a uno de mis empleados que abra tu taquilla y saque las llaves de tu casa.
—¿Que has hecho qué? —preguntó Ellie irritándose.
—Tu dirección está en los archivos de personal. Demitrios recogerá tu pasaporte y lo llevará al aeropuerto.
—Pero… ¡me voy a casa ahora mismo! —exclamó Ellie con los ojos muy abiertos, llena de incredulidad.
—¿En serio? Ha llegado el momento de la verdad, Ellie —advirtió Dio Alexiakis con mirada desafiante—. Puedes salir por esa puerta, no voy a impedírtelo. Pero puedo echaros a las dos, a ti y a tu amiga. ¡Y créeme, si sales por esa puerta lo haré! —Ellie se detuvo a medio camino, helada—. Creo que sería mucho más sensato por tu parte aceptar lo inevitable y venir sin rechistar. Es decir, si es cierto que eres inocente, como dices —añadió en voz baja, escrutándola con ojos negros brillantes e inquisitivos.
—¡Esto es una locura! ¿Para qué iba yo a querer poner en peligro mi puesto de trabajo contándole a nadie lo que he oído?
—Esa información vale un montón de dinero, creo que es un buen motivo —contestó Dio Alexiakis caminando a pasos agigantados hacia la oficina de la que había salido—. ¿Vienes?
—¿A dónde? —musitó Ellie.
—Tengo un helicóptero esperando en la azotea, nos llevará al aeropuerto.
—¡Ah…! ¿Un helicóptero? —repitió Ellie con voz débil e incrédula.
Dio Alexiakis pareció comprender al fin que Ellie estaba paralizada e incrédula ante sus exigencias. Cruzó la habitación, puso un brazo alrededor de sus hombros y la guió en la dirección en la que quería que lo acompañara. Después hizo una pausa para recoger un grueso abrigo oscuro colgado del respaldo de un sillón y se apresuró a cruzar con ella la principesca oficina hasta una puerta en el extremo opuesto.
—Esto no puede estar ocurriéndome a mí —susurraba Ellie medio mareada mientras tropezaba con los escalones que salían a la azotea.
—Yo opino exactamente lo mismo —contestó él escueto, subiendo detrás de ella—. Precisamente en este viaje no tenía ningunas ganas de tener compañía.
Dio alargó una mano para abrir la puerta metálica al final de las escaleras. Una ola de aire frío voló el cabello y la ropa de Ellie marcándole la esbelta figura. Ella se echó a temblar. Dio Alexiakis, que ya se había abrochado el abrigo, salió a la azotea pasando por delante y dirigiéndose hacia el helicóptero.
—¡Date prisa! —gritó volviendo la cabeza por encima del hombro.
—¡Pero si ni siquiera llevo abrigo! —contestó ella perdiendo la paciencia.
Dio se paró en seco y dio la vuelta con aire de severa impaciencia y luego comenzó a desabrocharse el abrigo.
—¡No malgastes tu tiempo! —soltó Ellie malhumorada ante aquel despliegue de galantería tardío—. ¡No me pondría tu estúpido abrigo ni aunque pillara una neumonía!
—¡Pues hiélate en silencio! —respondió Dio con un brillo en la mirada.
Ellie se encogió de hombros. Sólo la curiosidad del piloto la hizo callar. Insensible a una respuesta como aquélla, que hubiera atemorizado al noventa por ciento de la gente, Ellie pasó por delante de Dio y se subió al helicóptero tan tranquila.
—Compraremos ropa en el aeropuerto —comentó él de mal humor sentándose junto al piloto y volviendo hacia ella su perfil griego clásico y duro—. Tendremos tiempo de sobra mientras esperamos a que llegue tu pasaporte. ¡Probablemente incluso perdamos el turno para despegar!
—¡Qué gracia! —exclamó Ellie en un tono inconfundiblemente sarcástico, provocando en él el desconcierto.
Las aspas del helicóptero giraron en el tenso silencio. Ellie volvió el rostro hacia fuera. Aquello no podía estar ocurriéndole a ella, se decía una y otra vez mientras el helicóptero se elevaba y atravesaba Londres. Se podía decir que Dio Alexiakis la había secuestrado. ¿Qué otra alternativa le había dado? Ninguna. No podía arriesgarse a que Meg perdiera su trabajo, porque la pobre mujer no contaba con el lujo de un segundo salario.
¿Pero era ella más independiente?, se preguntó Ellie. En un caso de supervivencia ella hubiera podido pasarse sin su salario como mujer de la limpieza. Después de todo tenía otro empleo de día y una cuenta bancaria con interesantes ahorros. En realidad Ellie vivía como un monje, ahorrando cada peseta, deseosa de hacer cualquier sacrificio con tal de alcanzar su objetivo en la vida.
Y ese objetivo era comprar la librería en la que trabajaba desde los dieciséis años. Sin embargo, si el incremento regular de ahorros de su cuenta bancaria cesaba justo cuando estaba a punto de hacerse cargo del negocio, el director de la sucursal bancaria se sentiría decepcionado y sus ambiciones de propietaria sufrirían un fatal revés. Aquél era un momento crucial, con su jefe cada día más anciano y ansioso por retirarse.
Dio Alexiakis era un paranoico, un absoluto paranoico, decidió. Ella, ¿una espía? ¿Acaso leía demasiadas novelas? Sólo era una mujer de la limpieza que había entrado accidentalmente en su santuario. Una mujer de la limpieza que no tenía permiso para trabajar en esa planta y menos aún para entrar en esa oficina, le recordó una débil voz en su interior. Una mujer a la que, además, habían pillado saliendo de detrás de la puerta…
Cierto, concedió Ellie reacia. Podía resultar sospechoso. Pero eso no justificaba el que insistiera en no perderla de vista en treinta y seis horas. El hecho de que se la llevara de viaje demostraba que estaba loco.
Y además no era ése el único problema. La forma en que Dio Alexiakis la miraba la ponía furiosa. En medio de toda aquella neblina de sospechas él se había permitido el lujo de mirarla de arriba abajo, como si fuera una mercancía sexual a la venta. Ellie apretó los generosos labios y se puso a rumiar aquello.
Bastante había tenido con tolerar a Ricky Bolton, que se negaba a aceptar un no por respuesta y que estaba convencido de que era sólo cuestión de insistir. No era de extrañar que se hubiera incluso mareado. Aquel arrogante griego no había hecho sino aumentar aún más la repulsa que su subordinado había provocado en ella. Sin embargo Dio Alexiakis era diferente. Dio Alexiakis era uno de esos hombres salvajemente masculinos, la clase de tipo que no podía mirar a una mujer sin preguntarse cómo sería en la cama.
Impermeable a la creciente antipatía de Ellie, que demostraba con un frígido silencio, Dio Alexiakis la guió por el aeropuerto hasta la zona comercial. Entró directo en una boutique cara y se dirigió hacia los trajes de chaqueta. Arrojó luego en sus brazos uno negro, de la talla más pequeña, y escogió un bolso, un sombrero y un par de guantes negros largos del estante en el que estaban expuestos.
El resto de las exquisitas prendas del estante parecieron deslucidas. Ellie se ruborizó hasta la punta del cabello. La dependienta los seguía con atenta e irritada mirada por toda la tienda. Finalmente Ellie susurró en voz baja y mortificada:
—¿Qué diablos crees que estás haciendo?
—Comprar —explicó Dio Alexiakis escueto, indiferente a las miradas de los empleados que, bien entrenados, seguían atentos cada uno de sus movimientos.
Dio Alexiakis se dirigió decidido hacia otro perchero y tiró de un vestido azul sacándolo de la percha para arrojárselo a Ellie con la misma indiferencia. Luego le siguió un largo abrigo negro y por último, tras una pausa ante un maniquí con unos pantalones cortos rosas, Dio inclinó la cabeza y dijo, dirigiéndose a la vendedora que se acercaba:
—Esto también nos lo llevamos.
—Me temo que no está a la venta, caballero.
—Entonces quítelo del maniquí —ordenó Dio.
—¡Pero señor Alexiakis! —silbó Ellie ruborizada hasta el límite.
La vendedora, cuya insignia proclamaba su rango de encargada, estuvo a punto de hacer otro movimiento, pero al oír el nombre abrió la boca atónita y miró con más amabilidad al alto y moreno cliente.
—¿Es usted el se… señor Alexiakis?
—Sí, soy el propietario de esta cadena de tiendas —confirmó Dio con una mirada de desaprobación—. Dime, ¿es habitual que los empleados estén de pie, sin hacer nada, charlando y mirando a los clientes que los necesitan? ¿Y desde cuándo es más importante un maniquí que una venta?
—Tiene usted mucha razón, señor Alexiakis. Por favor, permítame que lo atienda.
—Esta señorita necesita ropa interior. Escoja usted algo —ordenó Dio dejando que su atención recayera entonces en el estante de los zapatos y arrastrando a Ellie hacia ellos—. ¿Qué número usas?
—Creo que nunca en la vida me he sentido tan violenta —comentó Ellie temblando—. ¿Es así como te comportas en público normalmente?
—¿Pero qué te pasa? —exigió saber él—. No hay tiempo que perder, escoge unos zapatos.
La encargada estaba al fondo luchando por quitarle los pantalones cortos al maniquí. De pronto Ellie, con un movimiento repentino, le arrojó la ropa que llevaba en brazos a Dio.
—¿Por qué no te vas al mostrador de embarque y me esperas allí?
—Me quedaré aquí para despachar ciertos asuntos que…
—¡No vas a quedarte aquí mientras yo elijo prendas de lencería! —exclamó Ellie como una olla a presión a punto de estallar, con ojos verdes airados y tan brillantes como una joya—. ¡Además, no necesito tantas cosas!
—Te pago para que hagas lo que se te dice… —alegó él con ojos negros intensos.
—¡Pues si voy a soportarte necesito al menos un poco de espacio!
La brillante mirada de Dio resplandeció literalmente hablando. Un rubor oscuro acentuó los esculturales pómulos. Nunca nadie le había hablado en ese tono, y la incredulidad emanaba de él por oleadas.
—¡Basta, deja ya de ejercer presión en todas partes! —continuó Ellie.
—Pero…
—Desde que hemos entrado aquí te has comportado de un modo atroz —lo condenó Ellie sin piedad—. Vete al mostrador de embarque y cállate ya. Y procura no aterrorizar a nadie más.