La otra Grecia - Marta Monedero - E-Book

La otra Grecia E-Book

Marta Monedero

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¿Cómo es La otra Grecia, la del norte, esa que escapa al ímpetu de las masas que recorren el sur del país y sus islas? La Historia se enmaraña en este territorio donde se solapan los trazos del legado heleno, romano, bizantino, otomano y judío. Toda esa herencia y mucho más configura la recia personalidad de la llamada Jerusalén de los Balcanes, Salónica, capital de la Macedonia griega, una ciudad repleta de fantasmas que aún conserva destellos de su herencia cosmopolita. Este es también un viaje fuera de ruta a Skopje y la otra Macedonia en el corazón de los Balcanes, junto a un recorrido por la Albania de hoy y el norte de Grecia, cuyo trepidante relato lo protagonizan un puñado de sugerentes personajes, como el peculiar monje ortodoxo a quien le gusta que le muerdan la nariz. Dioses cercanos del pasado y alocadas historias actuales marcan el pulso de los griegos arraigados en esta región escondida que ha sobrevivido a imperios, civilizaciones y saqueos y que hoy encara un nuevo tiempo.

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SOBRE EL LIBRO

¿Cómo es la otra Grecia, la del norte, esa que escapa al ímpetu de las masas que recorren el sur del país y sus islas? La Historia se enmaraña en este territorio donde se solapan los trazos del legado heleno, romano, bizantino, otomano y judío. Toda esa herencia y mucho más configura la recia personalidad de la llamada Jerusalén de los Balcanes, Salónica, capital de la Macedonia griega, una ciudad repleta de fantasmas que aún conserva destellos de su herencia cosmopolita.

Este es también un viaje fuera de ruta a Skopje y la otra Macedonia en el corazón de los Balcanes, junto a un recorrido por la Albania de hoy y el norte de Grecia, cuyo trepidante relato lo protagonizan un puñado de sugerentes personajes, como el peculiar monje ortodoxo a quien le gusta que le muerdan la nariz. Dioses cercanos del pasado y alocadas historias actuales marcan el pulso de los griegos arraigados en esta región escondida que ha sobrevivido a imperios, civilizaciones y saqueos y que hoy encara un nuevo tiempo.

Monedero relata su aventura con campechana jovialidad, pero detrás está siempre la profesional de ojo avizor.

JACINTO ANTÓN

Una travesía por esta tierra de paso donde la única hegemonía radica en permanecer un día más con vida. avizor.

MARTA MONEDERO

SOBRE LA AUTORA

MARTA MONEDERO (Barcelona, 1967)

Periodista, viajera y amante de la literatura de viajes. Ha publicado más de siete mil artículos sobre temas culturales y de política internacional, la mayoría de ellos en el diario Avui (desde 2011, El Punt Avui).

Como escritora obtuvo en el 2004 el premio El País-Aguilar al mejor relato de viajes por 100% Rocinha. También es autora del libro sobre la Antártida Donde nacen los sueños (Bròsquil Ediciones, 2008), distinguido con el Premio Internacional de Literatura de Viajes Ciudad de Benicàssim. Su bibliografía incluye los títulos Busquem actors i actrius per a una sèrie de televisió (L’Esfera dels Llibres, 2006) y El sueño de Barcelona. ¿Una ciudad para vivir o para ver? (Editorial UOC, 2015). La otra Grecia, que ahora ve la luz, responde a las inquietudes de la autora por esta zona de Europa que ha visitado en diferentes ocasiones.

La otra Grecia

Viaje a Salónica, Macedonia y los Balcanes del sur

Título de esta edición: La otra Grecia.

Viaje a Salónica, Macedonia y los Balcanes del sur

Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: octubre de 2019

© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones

www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]

© del texto: Marta Monedero Ribas

© del mapa: Eduardo Bustillo para Geocyl Consultoría

© de la maquetación y el diseño gráfico:

Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación y versión digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-48-0 | IBIC: WTL, 1DVG

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

LA OTRA GRECIA

VIAJE A SALÓNICA, MACEDONIA Y LOS BALCANES DEL SUR

-

MARTA MONEDERO

-

COLECCIÓN

FUERA DE SÍ. CONTEMPORÁNEOS

nº15

ÍNDICE

FURIA BALCÁNICA

SEFARDÍES

HIJOS DE ALEJANDRO

A LA ROMANA

EL CÓNSUL KOROMILÁ

LA CAPITAL MÁS FEA DEL MUNDO

EL LAGO MILENARIO

LA CAPITAL DE LOS CÓNSULES

EL NOROESTE GRIEGO

LA COSTA ALBANESA

BERAT

TIRANA

KORÇË

NYMFAIO

MODIANO

EL PAÍS DE LA TRAGEDIA

MONTE OLIMPO

MONASTERIOS EN EL AIRE

EL LEGADO OTOMANO

LOCOS POR BIZANCIO

LEVANTINOS

EL MONTE SANTO DESDE EL MAR

BODA EN EGINA

BIBLIOGRAFÍA SELECCIONADA

AGRADECIMIENTOS

Hay ciudades enteras que son mías porque las he amado.

FURIA BALCÁNICA

¿No se te habrá ocurrido pagar?, me preguntó aquella sesentona de larga melena oxidada y nariz ganchuda que daba más miedo que las tres brujas de Macbeth juntas. Esto son los Balcanes, y la próxima vez... No acabó la frase, pero se recorrió el cuello surcado de arrugas con el pulgar, cual mafiosa de medio pelo, y no me quedó otra que aceptar su imposición con la vista baja. Llevaba noventa y seis horas en Salónica y ya había podido comprobar que, en el norte de Grecia, las cosas casi nunca son como parecen. Aunque todavía ignoraba hasta qué punto.

Cuatro días antes, un taxi me había dejado delante de un edificio del centro, donde me esperaba una desconocida con un purito entre los dedos como los que fumaba mi abuelo. De un anterior viaje al sur del país, yo sabía que las griegas eran de armas tomar. Y Miranda no iba a defraudarme. Su físico, sin embargo, no era del todo griego: pelo castaño claro, ojos de un azul en el que cabían varios mundos, un montón de pecas —tenía más que yo, que ya era tener— y gruesas cejas danzarinas. A pesar de que había aterrizado con dolor de tripas, procuré ponerle buena cara cuando me lanzó dos besos al aire y me dio cinco minutos para subir a su casa, dejar la maleta y asearme. Te espero abajo, dijo, damos una vuelta en moto y así te haces una primera idea de cómo es Salónica. En condiciones normales, su propuesta me hubiese parecido genial. Pero aquella tarde notaba cómo mi cara iba empalideciendo al ir de paquete en una scooter que castañeteaba de lo lindo al trepar por las calles adoquinadas de la Ano Polis, la ciudad alta. Circundamos las murallas, desmoronadizas y almenadas, y el antiguo presidio, al que Miranda echó un vistazo de refilón, sin detenerse. Tampoco se detuvo para sacar del bolso el móvil que no dejaba de sonar y hablar a grito pelado con Alex, nuestro amigo común de Atenas. ¿Para qué, si podía hacerlo en marcha? Conducir en Grecia se aventuraba un deporte de riesgo.

El castañeo estridente de la scooter descendía desbocado hacia la terraza de una taberna esquinada, con Alex y su enorme maletón como únicos clientes. Pasaban de las seis y se estaba zampando unos mezedes (aperitivos) y souvlaki de pollo. Pronto me amoldaría a la constante improvisación de los griegos, enemigos de las normas, los planes y los horarios.

—¿Alex, qué llevas ahí? —le pregunté a modo de saludo ante la presencia del enorme maletón. Ni que fuésemos a recorrer la Ruta de la Seda. Había viajado antes con él y sabía que no era ligero de equipaje, pero en aquella ocasión se había superado—. ¡Pareces la reina de Inglaterra!

—Darling, yo soy mucho más importante que la reina de Inglaterra —aseguró, imitando a la monarca a la perfección. Por su acento, parecía más británico que griego.

Miranda no probó bocado. Encadenó un purito tras otro y bebió por los tres mientras Alex rebañaba el plato de souvlaki e iba traduciendo las frases de su amiga al inglés. Hablaba también griego, turco, francés, árabe, español, hebreo y persa, estos dos últimos aprendidos de forma autodidacta. Le contó a Miranda que nos habíamos conocido seis años atrás en Lalibela durante el Timkat, la fiesta etíope de la Epifanía, y averigüé que su amistad había surgido tan solo unos meses antes en Gökçeada, una isla barrigona plantada en el estrecho de los Dardanelos, ideal para los amantes del surf, y que los griegos tenían por costumbre seguir llamando Imbros a pesar de haberla perdido hacía más de un siglo en favor de los turcos. En aquel rincón del Egeo, Alex regentaba un hotel a medias con su socio, pero la mayor parte del año vivía en el barrio estambulita de Beyoglu, una de esas plazas de fortuna donde todos los mundos se cruzan. Yo había estado varias veces en su casa, disponía de una biblioteca casi idéntica a la mía y de unas vistas al azul hipnótico del Bósforo. Con aquel patrimonio, ¡cómo no íbamos a congeniar!

Culto y encantador, Alex era el anfitrión ideal. Tenía un ingenioso sentido del humor, estaba siempre dispuesto a la charla, y me introdujo en su círculo de amistades griegas encabezado por Olga, una pintora de cabellera azabache que lo observaba todo con ojos de cierva y Harry, un ocurrente abogado de quien al principio me costó cazar sus bromas al vuelo por culpa de mi inglés aprendido a trompicones. Aquella fraternidad de expatriados que me revelaron cómo era la cara oculta de Estambul tenían como punto de reunión el piso de Alex, autor de un par de libros sobre la ciudad a la que a menudo llamaban Constantinopla. Porque para cualquier griego, la gran capital siempre ha sido Constantinopla.

Miranda aspiró la última bocanada de uno de sus puritos y, con su voz ronca de Melina Mercouri, sentenció que ella, y por ende nosotros, nos íbamos a casa. Que se estaba haciendo tarde y que ya no salía de noche. Lo dijo tan decidida que cualquiera le llevaba la contraria. Se levantó y la obedecimos sin rechistar.

SEFARDÍES

Un plano de Salónica sujeto con un cenicero macizo cubría la mesa acristalada del salón cuando un seco kalimera (buenos días) emergió tras un tazón de café griego. Estuvimos un rato en silencio y en penumbra. Yo, sentada en el sofá de tres plazas de pana verde musgo y Miranda en una butaca a juego con las manos abrazadas al tazón. Las paredes respiraban con dificultad por la cantidad de cuadros y fotos. Había también dos cajas de plexiglás. La menor contenía una cartuchera de plumas estilográficas y la mayor exhibía una colección de zapatitos usados. ¿Serían suyos? Un televisor coronaba el mueble de una máquina de coser bajo el control de una hilera de cámaras encumbradas en la viga que separaba el salón del despacho, arropado este último por una estantería angulada de doble fondo. Ahí habría cuatro mil libros, por lo menos. Para rematarlo, una escalera de pintor se erguía detrás de una mesa de anticuario. Todo rezumaba un orden denso. Con una cruz de oro entre los labios, Miranda retiró la cortina de la puerta que daba al balcón para que entrara la luz matinal y señaló con la barbilla una vitrina con muñecas de porcelana —siempre me han dado un no sé qué—, presidida por una figura bizantina.

—Soy religiosa —confesó. El café le había ablandando algo la voz y se tomó su tiempo para matizar—, muy religiosa, de derechas y alcohólica. ¿Te apetece otro café?

—Estupendo, gracias. ¿Lo hago yo?

Puse un cazo con agua a hervir. Ella empezó a engullir una pastilla tras otra y detectó al instante mi cara de lagarto estupefacto.

—Tomo nueve al día. Tuve un derrame cerebral, pero ahora lo tengo controlado.

—Con tanta medicación quizás deberías evitar el alcohol —sugerí con todo el tacto que pude.

—No te preocupes, nunca bebo por la mañana.

Alex amaneció de buen humor y en calzoncillos salpicados de Micky Mouses:

—Kalimera, agapis (Buenos días, queridas). Me tomo mi café, me ducho en un minuto y nos vamos. Seguro que la generala Miranda ya lo ha planificado todo.

—Os he marcado en el mapa lo más destacado. Pero id sin mí, tengo trabajo —nos ordenó mientras encendía una vela y la depositaba en un vaso de agua, al lado de una cruz ortodoxa plateada.

Al doblar la esquina nos dimos de bruces con Ahiropíitos, la iglesia de la virgen no construida por manos mortales, ese era su nombre. Un templo de origen cristiano, luego bizantino, alzado sobre unos baños romanos soterrados en una plaza rectangular con la mayoría de persianas echadas de forma permanente. Solo resistían a la crisis el taller de una joven joyera y un simple bar con tres sillas desportilladas en la terraza. De proporciones regias y estructura compacta, a Ahiropíitos se accedía por una entrada lateral con un triple arco y era famosa por sus mosaicos interiores. Dentro del templo olía a cera e incienso. Hombres y mujeres se movían entre volutas de humo que Alex atravesó como un rayo en dirección a una de las columnas de mármol verde en la que había una rosa con una inscripción.

—¿Ves la caligrafía arábiga? —señaló con el dedo—. Explica que el sultán Murad II invadió Salónica en 1430 si lo traducimos al calendario cristiano. Ahiropíitos fue la primera de las iglesias griegas en convertirse en mezquita con el imperio otomano.

Nos sentamos en un banco para que él tomara notas. Conocía de anteriores viajes su pasión por los edificios religiosos y decidí que yo no apuntaría mis impresiones hasta el final de cada jornada. El gran solar contiguo a la plaza estaba en obras. De hecho, durante todas mis visitas a Salónica siempre estuvo en obras.

—Cada vez que el ayuntamiento excava para ampliar el metro, encuentra alguna ruina y tiene que esperar a que la valoren los arqueólogos. Suelen pasar años… —razonó Alex, enfilando el paso con la intención de ladear el gran solar en obras y encaminarnos hacia el mar.

Dominada por romanos, bizantinos, otomanos y griegos, Salónica ocupa un enclave privilegiado al abrigo de la costa norte del Egeo, que durante más de dos mil años ha sido punto de encuentro y desencuentro, de intercambio y saqueo. Aunque la comparación sea fácil, Salónica no debería equipararse con Atenas puesto que son ciudades muy diferentes. La capital macedonia es un núcleo comercial que preserva destellos de un pasado cosmopolita y una elegancia desgastada a causa del descalabro económico. Vía de paso más reciente de albaneses, búlgaros y rumanos, a principios del siglo pasado sufrió un proceso de helenización gracias al cual los griegos, que hasta aquel entonces habían sido una minoría frente a judíos y musulmanes, acabaron imponiendo su hegemonía. Habíamos avanzado doscientos metros por una avenida de edificios maquillados en tonos pasteles cuando apareció una enorme bandera griega en la puerta del jardín de Santa Sofía, una iglesia que intentaba imitar a su hermana mayor de Estambul sin demasiado éxito.

—La dejamos para el día que nos toque el circuito bizantino —propuso Alex. Lo bueno de los amigos es que saben lo que te gusta.

Atravesamos Kapani, el mercado abierto donde los lugareños pellizcaban el mosaico de los puestos de especias y cosméticos naturales. Los tenderetes de aceitunas componían un universo aparte. Las más conocidas eran las de Kalamata, aunque los salonicenses parecían desdeñarlas en favor de las Colossal de las penínsulas de Halkidikí, así que compramos un puñado para ir picando de camino a Ladádika, el único barrio construido en el centro hacía más de un siglo que soportó los envites del gran incendio de 1917. El adoquinado resbaladizo debía de ser el mismo que el de antes del terrible fuego, pero los bares y restaurantes de colores chillones desdibujaban lo que quedaba de la memoria judía y otomana en aquel antiguo arrabal portuario, conocido en su día por la venta de aceite. Allí desembarcaron los marineros tras meses en alta mar para acabar perdiendo hasta la camisa en burdeles de mala muerte. La degeneración de Ladádika se acentuó en los años ochenta, aunque el barrio pudo repuntar gracias a convertirse en una zona de ocio nocturno frecuentada por turistas y estudiantes. Aquella mañana soleada persistían los efluvios de la juerga de la noche anterior.

Pegada a Ladádika se abría la plateia Elefthería, la plaza de la Libertad, con el edificio Stein y su boina en forma de globo como único superviviente del gran incendio. Quienes no sobrevivieron fueron los nueve mil judíos de entre dieciocho y cuarenta y cinco años convocados a formar filas un sábado de 1942. Los nazis les obligaron a hacer gimnasia en medio de la plaza, sin agua, sombra o descanso. A un rabino le raparon media barba aquel sábado en que se avecinaba el principio del fin. Más de cuarenta y cinco mil judíos de Salónica fueron enviados a Auschwitz. A las pocas horas, la mayoría había pasado por la cámara de gas. Corrieron rumores de que el gobierno griego no evitó la deportación para asegurarse la homogeneidad racial. El historiador Mark Mazover precisa en el ensayo La ciudad de los espíritus que, si bien la mitad de los judíos de la capital griega eludieron la deportación, solo un cinco por ciento de los de Salónica logró evitarla. Una de las razones fue que «eran mucho más numerosos y llamativos y estaban menos asimilados que en Atenas»1.

Un garaje al aire libre con una parada de autobús a la salida dominaba la parte norte de Elefthería. En el otro extremo, a poca distancia del mar, un discreto memorial recordaba el horror nazi que acabó con toda una forma de vivir. Los judíos fueron el principal grupo étnico de Salónica desde su llegada, tras la expulsión de los sefardíes del reino de España en 1492, hasta el exterminio del Holocausto. Previo a la creación del Estado de Israel, Salónica era el centro de referencia del ladino, la lengua original de los sefardíes que bebía del castellano antiguo. Por desgracia, allí quedaban solo un millar de hablantes. Y Rebecca era una de ellas. Su vida corría paralela a la historia de aquella comunidad en las últimas décadas. Había ido a la peluquería, desprendía esa elegancia que, más allá de la ropa, consiste en saber cómo llevarla y nos citó en la terraza del restaurante Tre Marie, en el barrio acomodado donde vivía con su marido, bastante mayor que ella y de salud delicada.

—Suerte del cuidador que lo ducha, lo viste y está con él —dijo, apretando mis manos entre las suyas, que parecían solo huesitos. Y, al separarlas, se retorció los dedos.

Masticando un trozo de bistec como un ratón, Alex esbozó una sonrisa y Rebecca siguió aliñando su ladino con algo de francés, la lengua de las clases altas de Salónica durante años.

—El djudeo español que trajeron mis parientes de Toledo no tenía palabras como portable o étage —sonrió y sus ojos se encogieron en una rendija—. Las hemos ido incorporando poco a poco. Pero los jóvenes casi no lo hablan —se lamentó—. Algunos todavía lo entienden, pero prefieren el griego o el inglés.

Yo conocía a su hija. Pertenecía al círculo de amigos de Alex en el Bósforo, y me interesé por ella.

—Hace dos meses que no veo a la mía filha. Él sabrá —dijo Rebecca, mirando a Alex—. Una vez, tendría dieciséis años, me pidió que dejara de hablarle en nuestra lengua. Que ella era griega, comentó enfadada. A mí me da igual. Yo hablo djudeo español, griego, francés, inglés y alemán del campo.

—¿Alemán del campo? —cuestioné.

Rebecca giró la muñeca y me mostró el número marcado en su antebrazo.

—Estuve en Bergen-Belsen cuando tenía tres años

—La niña del pijama de rayas, pensé—. Pero las penas pasadas es mejor olvidarlas —concluyó.

¿Habría coincidido con Ana Frank, que murió allí? Su mirada pilla se burló del plato de arroz blanco —mis tripas seguían haciendo de las suyas—, pero se notaba que quería a Alex con locura y ambos disfrutaron cotilleando sobre los griegos de Estambul. Entretanto, me seguía martilleando la idea de Bergen-Belsen. Según Mark Mazover, fue ese un campo «privilegiado»2, si algo como aquello podía llamarse así. Alex me había advertido que el padre de Rebecca era considerado un judío influyente que se dedicó al contrabando, uno de los negocios de la guerra y había conseguido un pasaporte con nombre cristiano, aunque los nazis terminaron llevándoselo a Bergen-Belsen con su familia. Solo Rebecca se salvó. Se me ocurrió preguntarle si había estado en Elefthería el triste sábado del reclutamiento forzoso y ella negó con la cabeza. Las dos sabíamos que no le iba a sacar nada más y dejé perder la mirada entre la clientela, en su mayoría juvenil, que parloteaba alborotada en los muchos bares de la zona.

—¿Cómo puede haber tanta gente en la calle? ¿Y la crisis?

—Los jóvenes se gastan el dinero que sus padres han guardado en casa durante años. Los griegos no creemos en el Estado —reveló Rebecca, aleteando las manos como un pajarito.

Nos despedimos por miedo a que nos cerrasen el Museo Judío, escondido en una de las casas del barrio viejo que sobrevivieron al gran incendio. La comunidad judía «en 1912 era el principal grupo étnico, y los muelles enmudecían durante el sabbat […]. Hoy las únicas huellas que atestiguan su preponderancia son algunos nombres —Kapon, Perahia, Benmayor, Modiano— que se vislumbran en las fachadas de unas pocas tiendas, en las lápidas con inscripciones hebreas que se apilan en los cementerios, un hogar de ancianos y las oficinas de la comunidad»3, recuerda Mazover en su libro. De suelo de madera crujiente, la planta baja del museo mostraba algunas lápidas del antiguo cementerio destruido por los nazis. Alex estaba leyendo una de las inscripciones cuando apareció, sobresaliendo de unas gafas sin montura, un rostro cálido de sonrisa iluminada.

—¿Por qué no me has avisado que venías? —le preguntó a Alex la recién llegada. Se abrazaron como lo hacen los viejos amigos y ella me pidió que les retratase juntos. Me indicó con un gesto inequívoco que no la sacara de cintura para abajo y alcé la mano dando a entender que no se preocupara.

Erika Perahia era la responsable del museo. Tenía antepasados españoles y portugueses y, al enterarse de que era de Barcelona, detalló que la primera sinagoga construida por sefardíes en Salónica se llamó Cataluña, el lugar de origen de los recién llegados. Enseguida aparecieron Aragón, Castilla, Mallorca... Aquellos primeros judíos salonicenses vivían en la orilla del mar y en malas condiciones porque la basura de la zona alta iba cayendo hasta amontonarse en la base de las murallas marítimas. Se distinguían por su idioma y muy pronto se organizaron para coordinar el rescate de esclavos y crear la escuela mixta, el hospital y el manicomio. Fue en Salónica donde se imprimieron libros judíos mucho antes que en otros lugares. A mediados del siglo XVI ya eran más de treinta mil habitantes y, en 1913, había más en Salónica que en el conjunto de Bulgaria, Serbia y Estambul. Su presencia fue importante en la ciudad hasta la Segunda Guerra Mundial.

—Nos ha costado un poco encontrar el museo —le comenté a Erika.

—Mucha gente no sabe dónde está —concedió—. El edificio es más conocido porque fue la sede del banco de Atenas y acogió la redacción de El independiente, un diario en ladino. De todas formas, esta es una ciudad magnífica para caminar. Si te pierdes, solo hay que bajar al mar para orientarte.

Tomé nota de su sugerencia. Erika nos acompañó durante la visita a la segunda planta del museo. La visión de una estrella raída de fieltro amarillo me humedeció los ojos y ella me acarició suavemente la espalda. Sobrecogía, más aún, la carta de restricciones impuestas a los judíos y, cómo no, las caras asustadas que reflejaban los retratos de aquel sábado maldito en la plaza Elefthería. Allí empezó todo.

—Que les humillaran sirvió para evaluar la reacción de los judíos y del resto de salonicenses —estimó Erika, ladeando la cabeza—. Por evitar subirse a un tren, muchos entregaron sus bienes.

Me sonaba su apellido, Perahia, pero hasta mi regreso a Barcelona no recordé que aparecía en el libro Grecia, viaje de otoño, del periodista y amante de los viajes Xavier Moret. El presidente del museo, un tipo abusón de la gomina, accedió a recibirnos porque conocía al padre de Alex. Mi amigo le contó que quería organizar una exposición sobre los dönmehs, los judíos convertidos al islam, que se remontaban al siglo XVII, cuando Shabtai Tzvi, un rabino de Esmirna, creyó ser el nuevo mesías y se trasladó a Salónica decidido a convertir a las familias adineradas. Viendo como crecía su influencia, el sultán le ofreció escoger entre la muerte y el islam. Y el rabino no lo dudó. De ahí que los turcos le otorgasen el calificativo de dönmeh (renegado), aunque él se definía como ma’min (creyente). Según las crónicas del periodista catalán Gaziel, el cual visitó Salónica en 1915, los dönmehs «pasaron al islamismo más por interés comercial que por finas mutaciones del sentimiento religioso»4. Muchos ocuparon altos cargos en la administración y continuaron practicando en secreto sus tradiciones. Hubo quien consideró que constituían una secta, pero lo cierto es que alimentaron la diversidad en el sur de los Balcanes. Y eso no es todo. Como casi siempre, Mazover nos ilumina: «Cuando estalló en 1908 la revuelta de los Jóvenes Turcos en Salónica, entre los principales activistas había profesores de economía, periodistas, empresarios y abogados ma’min, y también hubo ministros ma’min en el primer gobierno de los Jóvenes Turcos [...]. Hoy todavía hay quien sostiene que Mustafá Kemal Atatürk fue ma’min (aunque no hay pruebas)»5. Alex intentó hacerle la rosca al abusón de la gomina, quien le planteó algunas preguntas por puro compromiso, pero estaba claro que los dönmehs no eran el mejor tema para seducirlo.

—Disculpadme, el museo cierra ya —dijo, finalmente, mirando el reloj.

La conclusión abrupta de la charla no desanimó a Alex. Es más, transpiraba buen humor al pasear por el mercado de las flores de Luludádika. Compró ropa interior en una tienda situada enfrente de Yahudi, un hamam de cúpulas bajas rodeado de cafés animados y bicicletas de colores; y me regaló unos calcetines de cuadros rosas y azules, que supe que se pasaban de extremados al mostrárselos a Miranda. Habíamos quedado en el Hermes, un bar animado de estética parisina emplazado en un callejón de la plaza Elefthería. Dos señoronas de cierta edad pidieron tarta Sacher con sendos gintonics. Nuestros cafés griegos metrio, con poco azúcar, venían con un vaso de agua y galletas. El sitio invitaba a pasar la tarde y, desde aquella vez, fue una de mis citas obligadas cuando regresaba a Salónica. Al comentar cómo Alex había intentado en varias ocasiones que el presidente del museo le pusiera en contacto con el alcalde para organizar una exposición sobre los dönmehs,