La parte carnosa de la luciérnaga - Diego Quintero Martins - E-Book

La parte carnosa de la luciérnaga E-Book

Diego Quintero Martins

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Beschreibung

"Diego Quintero hila tramas sinuosas: algunas, mínimas y precisas; otras, más exuberantes y adyacentes. En definitiva, una certera apuesta por caminos estéticos contemporáneos y frescos", Carlos Soto Bogantes.

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Diego Quintero Martins

La parte carnosa de una luciérnaga

Premio Joven Creación 2022

Epígrafe

Me acusan incansablemente

de arrastrarme junto a los equivocados

en el sendero equivocado

Jesús Montoya

Si empiezas a pensar en los motivos

y en las circunstancias, te enfadas

y el carácter te cambia.

Eso es malo para la piel.

Así que me limité a repetir:

“Es el sino, es el sino”,

como si fueran unas palabras mágicas.

Hiromi Kawakami

Carne

Imagínelo: es invierno y usted sale en busca de Xun para deslizarse por las colinas aledañas al complejo de edificios donde los dos residen, y llega al apartamento de su amigo justo a tiempo para la hora del té. Después de agradecer a la señora Huey la hospitalidad, mira a Xun vestirse con las capas de ropa necesarias para no morirse de frío en esa región tan cercana al Ártico. Afuera, el chino pequeño y gordo le menciona algo sobre unos somalíes. Usted lo calma diciéndole “tranquilo”, mientras estén juntos, es decir, estando él con usted, no habrá problemas (ha visto demasiadas veces Duro de matar y se cree un Bruce Willis cholo). Recorren la calle tirándose bolas de nieve que, por acuerdo mutuo, deben ser blancas y suaves (no la bola orinada ni la bola con hielo). Usted, como siempre, se aprovecha de la inocencia del chinito y le hace trampa; lo hace probar los restos congelados de cualquier perro.

El paraje se les manifiesta como una gran capa de blanco bajo el domo gris del cielo. Ni usted ni Xun conocen o recuerdan sus países natales, de alguna manera son autóctonos de este clima y algún día lo extrañarán. Él, tal vez, llegue a ser intérprete de piano debido a ese régimen de práctica de seis horas diarias impuesto por sus padres. Usted, por otra parte, sueña con ser escritor o artista, sin saber muy bien qué hacen esos tipos; a duras penas sabe leer o escribir, aunque tiene cierto talento para dibujar patos. En todo caso, se la pasan haciendo planes para formar un grupo de rock o salsa o reggae: les da igual. Para ustedes, lo único importante es ser famosos y no unos carajitos de siete años, migrantes, en el país más caucásico del planeta; la fama como forma de anonimato.

Cruzan avenidas, calles e intersecciones vacías de esa ciudad fantasma: la Uppsala de los noventa, la capital designada del aburrimiento. En ese mundo, ustedes no quieren ni desean, simplemente son; se mueven desplazados en el tiempo. Alrededor, las ventanas se abren en las fachadas de las torres como si estas fueran un cubo de Rubik a medio hacer. Esto siempre le deja una sensación parecida a la de arrojar una piedra a un pozo vacío. Durante el verano, dicho efecto merma cuando hay tiempo para jugar futbol, ir de campamento, andar en bicicleta, cuando los primeros destellos de su futura depresión se esfumaban con relativa facilidad.

Atraviesan el túnel bajo la autopista 55-Råby en el borde oeste de Kvarngärdet. Al otro lado, la vista sigue igual: si acaso ven más árboles y arbustos en el horizonte. Xun, siempre unos pasos detrás suyo, comienza a jadear; su físico resiente la distancia recorrida. No le extraña el robo sufrido a manos de los somalíes, eso los diferencia: él no termina de adaptarse física y psicológicamente al lugar; usted, por el contrario, hace alarde de su maleabilidad; entiende la importancia de volverse otro, transformarse según las circunstancias. A fin de cuentas, usted es un sobreviviente.

En el Kapellgärdesparke encuentran a otros chicos, de lejos parecen suecos o europeos. Los mira bajar una de las pendientes con un Xun callado a su lado. Le entrega el deslizador y se coloca en la cima para tener una visión general de la zona compuesta por varios montículos de diferentes alturas. El gordo hace una pequeña carrera lanzándose en forma horizontal colina abajo, generando una cantidad razonable de momentum. Esto probablemente será cierto las dos primeras veces, mientras conserve energía. Se quita los guantes y siente la nieve sobre la piel desnuda. Cuenta cuánto tiempo le toma comenzar a quemarse: un Misisipi, dos Misisipis, tres Misisipis, cuatro Misisipis. Entonces, la mano le arde, de forma tenue, pero lo hace. Ve al chinito regresar con pasos algo torpes debido al espesor de la nieve y lo inclinado del terreno. Usted se ríe a expensas de la dignidad de su amigo.

—¡Vamos, Xun, vamos! –grita haciéndole chota.

El gordo considera la mitad del camino el nuevo punto de salida y esta vez llega a alcanzar el bosque alrededor de la zona. Le parece distinguir tres o cuatro figuras acercándosele.

Pasan los años y regresa a su país. Aprende otro idioma, los manierismos específicos del español de Costa Rica, aun así ustedea con particular énfasis como un pequeño acto de rebeldía, como para declarar su pertenencia formal a la nada. Comienza a hacer nuevos amigos, a protegerse mediante el encanto falso de los sociópatas. Tiene encuentros sexuales con algunas mujeres, algunos hombres inclusive, sin perdurar en ninguna relación. En el colegio, la lectura se vuelve un vicio y escribe sus primeros cuentos. Van de mujeres etéreas, mujeres flotantes contra la noche o bajo la noche. Luego, con el tiempo, escribe horror cósmico y tratados de filosofía aceleracionista. Conoce a Erick, quien se vuelve su mejor amigo. Con él comparte tesis ideológicas, defectos de carácter. Ingresan juntos a la universidad para estudiar Literatura y Filosofía. Usted nunca asiste a clases y se aburre con facilidad de la endogamia académica. Con el tiempo, publica un libro titulado El apocalipsis fue ayer sin mucho éxito. Crece, cambia, encaja.

Una noche sale junto a Erick a celebrar su cumpleaños número treinta, con la idea de regresarse temprano debido a lo pesado de las resacas durante el último par de años. De todas maneras, compra dos paquetes de cigarros a fin de que alcancen para la jornada, más allá de su duración. Se sientan en el rincón más distante de la barra y ordenan de forma recatada. Escogieron un lugar acogedor al oeste de Heredia, una de esas cantinas viejas aún existentes en la provincia: esos rescoldos de su pasado rural y cafetalero. Intercambian historias, cada una más ficcional y autocomplaciente. Las plagan de ambigüedades para no evidenciar su insinceridad. Las horas se concatenan.

Los somalíes llevaban un tiempo rondando el complejo de edificios, el chino se lo había advertido. Ahora los tienen prensados contra el suelo. Usted intenta soltarse, pero lo superan en peso y altura; la pubertad tiende a marcar diferencia en la constitución de los cuerpos. Hablan el sueco con acento, si acaso llevarán dos años de haber llegado al país escapando del conflicto (¿Cuál? Cualquiera; en Suecia, alguien siempre va o viene de una guerra). Usted da el deslizador por perdido, en todo caso es el menor de sus problemas; los somalíes eran famosos en la zona por quitar con saña, con paliza incluida. Deciden jugar con ustedes, el líder ordena ponerlos de pie y forman un círculo a su alrededor.

—La ley del más fuerte –dice–. Quien quiera irse para la casa medio vivo debe ganar. El otro se lleva una tunda de su amigo y de nosotros.

El gordo comienza a llorar, casi por impotencia, como maldiciendo el hecho de tener tan mala suerte. Usted no llora, usted cierra el puño y actúa: recta a la boca del estómago. Cuando el gordo cae lo comienza a patear entre alaridos, aullidos de lobos salvajes en medio de la tundra. Por alguna razón, los golpes duelen más durante los inviernos.

Falta un cuarto para la primera hora de la madrugada y comienza a lloviznar. “Orvalho”, piensa, recordando el término portugués apropiado para dicha situación. Erick camina a su lado algo triste, algo melancólico a pesar de tener una vida decente, aceptable bajo cualquier estándar. Es un mal compartido, el punto de unión más fuerte de su amistad, dos tipos que desean, extrañan e idealizan sin ningún motivo aparente. Recorren la ciudad sin hablarse y la noche profundiza sin dar explicaciones. Una frase como “tres décadas sobre la tierra” equivale a decir “persistencia” o “da igual”. Usted ha vivido en cinco países distribuidos en cuatro continentes diferentes para terminar en uno tropical, húmedo e imposible. Da igual. En algún punto del camino, Erick se despide con un abrazo para desviarse hacia el sur donde está su casa. Usted, por otra parte, se enrumba al norte. La lluvia se intensifica, pero no tiene frío.

Trilogía de la ciudad luminosa

1

En mi casa transmutamos con la velada de boxeo de los sábados: el devenir de Alberto entre los sillones. Solo intento saber para qué tanta pastilla si igual cualquier espectador ama la violencia. Creo en pequeñas luces, en los halos, esa posibilidad insinuada por el cambio ligero del tono en los ojos del atacante (un familiar, tal vez). El movimiento necesario de los cuerpos. Chocamos. El hueso cae sobre la mejilla izquierda para sacudir los fotones por dentro. Alberto recuesta su cabeza en mi hombro y muerde el punto exacto del flujo sanguíneo para comprender epifanías. La pantalla de alguna manera reconoce las cualidades de lo nuestro.

2

Alberto recorre calles de marcado acento lusófono. El miedo es absoluto para él. Un transeúnte bien podría confundirlo con un déjà vu: lo habita la simetría de los antiguos griegos. Avanza como una partícula por un colisionador de hadrones. Piensa; no, reflexiona sobre la profundidad de mis hebras. El baile del viento entre las espirales de mi pelo. Atrae mentalmente tramos de nuestra historia colonial. Portugal, como siempre, en el centro. Alberto se convierte en una vorágine fluctuante entre la palabra y el eco porque la memoria funciona, precisamente, como una elipse. Recorre –sin motivo aparente– ese imperio olvidado por el mar. Todo presagia el choque menos la calma venidera.

3

Alberto me espera precipitado desde callejones lusitanos. También me espera adolescente. La música no le abarca los vacíos del reloj; cede ante la quimioterapia. Su walkman termina sacrificado en el vaivén de los casetes: una explosión dividida en piezas electrónicas. Las luces del cuarto están apagadas. Todo apaga. Supongo. Pretende quemar linfomas con la fricción del sexo contra el sexo: el goce de exprimir a un efebo. Piensa en los trenes, la imprecisión de los mapas, el margen de error posible en la línea recta. La facilidad con que mi ausencia le astilla las células. 1997 parece ser un año difícil para el amor, más cuando la metástasis acelera los procesos naturales del enamoramiento. Los días no pueden detenerse en una libélula. En el plástico invasor de las bahías de la retina pintora, além das obras. El televisor hace de ruido blanco. Se levanta y lo apaga. Supongo. Da lástima verlo esperar dos cosas a la vez.

Una historia personal

Esta historia me pertenece. Cada nódulo enlazado es una forma de representarme en el texto; una muestra de ciertos hechos en un momento específico de mi vida. En aquel entonces, surcaba la primera mitad de mis veinte y hacía poco. En todo caso, me involucré con Fiorella. No podría explicar la razón por la cual nos vimos atraídos el uno por el otro, pero fue.

La relación, desde un inicio, era una hecatombe. Aunque una hecatombe por definición tenga consecuencias dramáticas, en nuestro caso no hubo tales. Soy perezoso y procrastino hasta en los asuntos más personales. Para mí, los días pasan sin mayor sorpresa. Es un defecto nacido de una infancia somnífera llena de televisión por cable. Tal vez nunca amé a nadie como amé a Cartoon Network.

Ella estudiaba Literatura y yo fingía hacerlo. Lo fingía casi todo (insertar referencia a Pessoa). Fingía, por ejemplo, tener interés por historias ajenas a las mías. Me introdujo a Panero; dijo: “¿Qué clase de tontico no conoce a Panero? ”.

Me vale madres Panero, me valen madres todos los poetas españoles, mi literatura es la portuguesa, mi tradición versa de barcos, colonias africanas y saudade. Esto puede parecer una nimiedad, pero, cuando uno se aburre de casi todo, importa.

Debo aclarar: no todos los poetas españoles me valen madres. Por ejemplo, hago excepción de Félix Francisco Casanova, quien ejemplifica un sueño muerto hace más de una década. El tipo era una aspiración de mi tardía adolescencia, cuando quería ser excepcional: un savant en cualquier área, preferiblemente en la literaria. Uno crea héroes para envidiarlos.

*

Miraba Samurai Jack tirado en la cama y ella le cortaba las uñas a Dixy, la chihuahua de cuatro años era el eje de su existencia. Juntaba los sobros en un papel higiénico. Dijo necesitar discutir algo serio y le respondí “dispare”. Comenzó a reclamarme una brecha, una falta de interés por su situación. Le respondí con la verdad: mi falta de interés se debía a que no me importaba. Es decir, ella me equivalía a un poeta español. Hizo gesto de pensar lo dicho para luego seguir acicalando a la perra.

Caracterización de los personajes

Diego: mestizo de ascendencia portuguesa/caboverdiana por el lado materno e indígena por el paterno. Es de clase media alta; por lo tanto, solo acepta la raíz europea. Nunca lo obligaron a asumir ninguna responsabilidad. A grandes rasgos, es un niño mimado de metro ochenta y cinco. Es alcohólico, aunque nunca lo admita, sufre una ligera sociopatía o se justifica diciendo sufrirla.

Fiorella: físicamente, parece una maja o doncella medieval de algún reino ibérico. Es proclive a relaciones de dependencia. Toma antidepresivos desde los doce años, lo cual le adormeció las conexiones neurológicas. Muchas veces promete cambiar o morir, sin comprometerse con ninguna.

*

Ella quería tener hijos a pesar de odiarme (siendo justo, fui yo quien comenzó el asunto del odio. Solo con el tiempo se volvió recíproco). Le era imperante poner sobre la tierra otro ser humano a partir de mi ADN. Intentaba redimir algo de lo perdido en las turbulencias, en lo calcinado, en el fondo era una idea terrible, pero llegué a entender su línea de pensamiento.

En todo caso soy infértil, lo cual denota una evolución lúcida a pesar de accidental. Esto puede sonar como un argumento pobre, pero siento mi problema reproductivo justificado. Una especie solo sobrevive si una generación se interesa por la siguiente. En caso de no haber tal interés, el cuerpo activa mecanismos para invalidar la capacidad de crear descendencia, asignándonos funciones metafísicas, literarias o astrológicas. Otras veces, se limita a dejarnos morir.

Al final, todo lo nuestro remitía a una inclinación necrófila. Es como si los instintos, el pulso vital, se extendiera al otro lado en un último venirse; una idea que llevo años de carrera literaria intentando explicar, a pesar de verse dificultada por la tensión histórica entre lo exotérico y lo biológico. Ella siempre consideró estas tesis abiertamente estúpidas: los delirios de un vago.

Argumento

El autor/narrador/personaje narra hitos del pasado como pretexto para analizar ciertos rasgos de su identidad. Son una excusa a fin de hacer taxonomía de patrones anclados en una violencia muy interna, muy de quien jode a cuentagotas y sin remordimientos. El otro personaje, es decir, la pareja mencionada, probablemente sea también un desdoblamiento. Este recurso remite a Soplo de vida de Clarice Lispector, quien juega de forma metaficcional con las capas narratológicas. Es un sistema que podría tildarse de coral.

*

Paseábamos a la perra en el parque de Zapote, caminaba torpemente como los astronautas en los videos del alunizaje. Entretanto, su dueña intentaba enderezarla tensándole la correa de manera violenta. Habían pasado unas semanas desde su promesa de dejarme. Mi falta de reacción al comentario la tenía del nervio y eso me daba un placer de ajedrecista: metódico, bélico. Lo cual, en retrospectiva, solo demuestra mi espíritu perdedor de entonces (entonces, ahora, same old, same old). Evitaba confrontarme directamente, limitándose a expurgar su frustración en aquellos pequeños actos cotidianos. Otras veces, solo me ignoraba, desapareciendo inclusive de sus redes sociales. Ese periodo fue, de manera irónica, el más calmo en mucho tiempo.

Cruzamos la calle ladeando la iglesia y fijamos rumbo entre la turbulencia de un tráfico caníbal. Nunca entendí muy bien la razón por la cual obligaba al animal a salir en esas circunstancias, la bulla de las tiendas y los bares me parecían insalubres, más en el caso específico de esa raza.

—Diego –me dijo–, hoy es la última. Ya le expliqué, tengo a alguien más.

La miré y noté lo sincero de su afirmación. Entonces, levanté los hombros: el gesto universal de “nada que hacer”.

—¿No piensa responder, güevón? –gritó.

Lo pensé y solo me dio por repetir el gesto.

Continuamos en silencio. La hora comenzaba a activar el alumbrado público y el vaivén citadino subía los decibeles entre los callejones. Un lugar puede ser voraz: un minuto no, un minuto sí. Ese barrio tenía esa imprevisibilidad. El planeta entero la tiene. Dixy, reaccionando al ruido, se le escapó de las manos a Fiorella. Hizo diagonal sobre el asfalto en una maniobra suicida. Solo llegué a escuchar el gemido y el frenazo subsiguiente.

*

Pasaron los años y la distancia me coloca en otro lugar junto a otras personas. Ahora tengo calma al tratar a mis pares, me deshice de esa presunción que afectaba mis relaciones interpersonales. En buena teoría, porque a veces me pienso mucho peor; un tirano probablemente muera tirano. Siendo un asiduo lector de los románticos, la egolatría siempre me funcionó como ese juego de espejos fundamental para justificar mi falta de habilidades pragmáticas.

Alguna vez alguien me llamó un diosecillo y eso lo refuto: nunca me creí divino, sino un dandy, un burgués por encima de lo mundano. Lo mesiánico me resulta vulgar, simplón, si se quiere.

Tal vez lo único cierto es que pasaron los años y, efectivamente, aumentaron las distancias. Es una obviedad con la suficiente ambivalencia para imprimirle interpretaciones optimistas; no dice nada de forma definitiva, pero intuye, como muchos mitos personales, una tendencia hacia la mejora. En el fondo, una manera de pensar muy occidental.

Análisis