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Ubicada en un pueblo cualquiera de Argentina, "La plaza de las maldiciones" desnuda las vivencias de cinco chicos y una abuela que comparten mucho más que la pasión por la pelota. La historia narrada en un futuro incierto, se hila en seis relatos en los que se vislumbran los puntos de vista de cada protagonista, las emociones experimentadas durante la pandemia desatada en 2019 y las valoraciones que cada uno hace sobre su entorno, expuestas desde su propia y particular voz. El fútbol, como excusa, nos hace asomar a diferentes realidades, a la sencillez de una cocina y hasta a algunos libros y autores que nos interpelan con breves referencias. Rona, El Colo, Lucho, Braian, el Zurdo y Malena, viven y recuerdan episodios que se desarrollan en la cancha y en sus privacidades, lidiando con sus preocupaciones tempranas y las marcas que dejaron en sus vidas adultas. Un último relato, narrado en un presente vivo, presenta la red humana de la que se desprende la historia de esta banda de barrio.
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Seitenzahl: 95
Veröffentlichungsjahr: 2023
MARISA BARCO
Barco, MarisaLa plaza de las maldiciones : un futuro posible / Marisa Barco. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-4052-2
1. Novelas. I. Título.CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
Contacto con la autora: [email protected]
Por entrar al campo de juego
RESILIENCIA
ENTRE LOS ESCOMBROS
LAS REJAS DE LUCHO
LA PLAZA DE LAS MALDICIONES
LO CORTÉS NO QUITA LA PELOTA
BRAIAN NUNCA DEJÓ DE JUGAR
EPÍLOGO - UNA REALIDAD SIN USAR
GANANCIA COLATERAL (Un relato en tiempo presente)
Gracias a muchos, pero sobre todo
a Griselda,
a Victoria
y a mi amor.
Para mi “reicito”,
como le digo yo.
Volver al barrio siempre es una huidacasi como enfrentarse a dos espejos,uno que ve de cerca, otro de lejosen la torpe memoria repetida.
La infancia, la que fue, sigue perdidano eran así los patios, son reflejos,esos niños que juegan ya son viejosy van con más cautela por la vida.
El barrio tiene encanto y lluvia mansa,rieles para un tranvía que descansay no irrumpe en la noche ni madruga.
Si uno busca trocitos de pasadotal vez se halle a sí mismo ensimismado,volver al barrio siempre es una fuga.
“El barrio” (Mario Benedetti)
Y no hay barrio sin plaza.
La plaza es el encuentro, es la excusa. En la plaza nos disponemos al disfrute y allí comienzan a tejerse las historias.
Ahí, donde la palabra se hace centro, y en el centro, las almas.
Marisa Barco
Por entrar al campo de juego
La historia que hallarán a continuación ya estaba escrita en la cabeza y el corazón antes de que la autora se decidiera a comunicar su experiencia a través del lenguaje. Al comienzo, La plaza de las maldiciones fue un cuento que pedía extensión. Marisa Barco eligió, desechó y definió. Tomó decisiones narrativas para armar con esa producción previa un puzzle de voces singulares. Y así, Rona, El Colo, Lucho, Braian y el Zurdo crecieron en la ficción, como seguro irá in crescendo la visión de los lectores mientras avanzan en la trama.
En la plaza, los personajes descubren el mundo y comienzan sus primeras socializaciones. Y en esta historia de barrio sostenida en el tiempo, aparecen engarzadas las vidas de otros seres —ramitas de precisas historias mínimas— ocupados en sobrevivir. Estos, esbozados con pequeños trazos, resultan tan verosímiles que casi desearíamos dialogar con ellos o protegerlos, por qué no, ante la soledad y la desventura.
El relato ha ido perfilándose en su construcción a partir de la organización de las ideas y las sensaciones de su autora, hasta que todo el texto se transforma en una cancha, donde cada jugador presenta un muestrario de realidades disímiles y a la vez conectadas entre sí. La herencia, las nuevas generaciones, los relatos de familia, las tareas cotidianas, las madres solas, lo que se deja atrás, lo que duele, las pérdidas, la resiliencia, las creencias y las diferencias sociales desfilan en el contexto de la inesperada escenografía de la pandemia, que impide el festejo de un cumpleaños y desencadena la falta de abrazos y la necesidad de asistir a clases por internet.
La mención de autores como Soriano o Galeano, entre otros; el entrecruzamiento con la sensible historia del fútbol argentino —la voz del Gordo Muñoz—, la presencia de las mujeres en el juego, la anticipación del uso de la tecnología en el futuro y el valor de la amistad son un entramado que nos interpela, que nos pide enfrentar el partido y encontrar alguna respuesta.
Nadie puede dudar de la atracción que el fútbol ejerce, de la influencia que tiene sobre la conducta y del papel sociológico que desempeña la pelota, con su esférica historia de igualdad. Marisa se adueña de esta imagen para mostrar en su obra gran parte del universo que la habita y el compromiso con el que vive; los personajes que ha creado hablan con cada una de sus acciones y nos muestran cómo, a lo largo de la vida, los recuerdos, a menudo fragmentados, pueden llegar hasta el presente en la forma de una torta de granas verdes con jugadores de plástico.
Motivación, confianza y concentración son condiciones que suele pedirse a los futbolistas para obtener buenos resultados. Tres aspectos, que sin ninguna duda, la escritora posee.
Para finalizar, nada mejor que este anticipo de la voz que narra:
“Leer es como andar en bicicleta. Una vez que nos subimos podemos sufrir algunas caídas, pero cuando conseguimos mantener el equilibrio, ya nunca más nos queremos bajar. En la bici es el viento en la cara lo que nos pone alas, con los libros es la oportunidad de vivir miles de vidas en una, porque en cada historia uno proyecta algo de sí mismo y se adueña para siempre de esa otra realidad.”
Miremos por entre los rombos, el partido está por comenzar.
Griselda CrespiTandil, invierno de 2022.
“Todos nos caímos de nuestra infancia, y algunos nos rompimos”
(Jean Cocteau – citado en El marido de mi madrastra de Aurora Venturini)
Mi existencia está marcada por muchos hombres, empezando por mi abuelo. No alcancé a conocerlo porque murió relativamente joven, mientras yo estaba todavía en el vientre de mi madre y de eso ya pasaron demasiados años. Supe de él a través de los relatos de familia; había sido un siciliano de pura cepa, machista y pasional como todo tano y el que increíblemente sugirió, antes de morir, que me llamaran Malena. Por su parte, mi papá y mi hermano mayor me tatuaron su indeleble vehemencia en todo y el fútbol fue, es, parte de esa totalidad. Años después llegaron a mi vida tres hombres más: mi marido, mi hijo y mi nieto.
Varias canchas también fueron dejando sus huellas innegables.
Son las tres de la tarde. La batidora eléctrica, en punto dos, provoca un ruido blanco, mientras unas espirales cremosas de pasta amarillenta se dibujan en el bol con muy buena pinta. Voy mezclando manteca y azúcar, con recuerdos.
***
Detrás de los rombos el corazón parecía que se me salía del pecho. El partido iba 1 a 1 y faltaban apenas uno o dos minutos para el final cuando el Víbora pasó por la banquina a dos de los tricolores que se le venían encima, “nuestros” eternos rivales. Lucio y el Negro picaron cada uno por su lateral, atentos a un posible pase de mi hermano, pero él, con los dos defensores desparramados en el medio de la cancha, hizo una calesita sobre sí mismo para darle tiempo al Narigón. ¡Largala, largala! Pero mi hermano la aguantaba. Mis dedos prendidos como garras se iban enrojeciendo por la desaforada presión sobre el alambrado, a la vez que me moría por entrar a la cancha para zamarrear al nueve y hacerle entender la desesperación de mi viejo que, desde el banco y oficiando de DT, ya estaba bordó de tanto gritarle que saliera de la posición adelantada. Desde su perspectiva, el hijo del técnico amateur intuyó la alineación de los planetas y con impecable precisión puso la pelota justo al pie de su compañero.
El gol era inminente.
Las ganas de triunfo me estrujaban la garganta y apenas un segundo después del pase, cuando el grito ya empezaba a doler de tan contenido, terminó solitario, ahogándose en el mismo momento en que el “liniman” enarbolaba la banderita con decisión rabiosa, en una postura casi militar a tono con la época. Las puteadas hacia el Narigón llovían descontroladas de adentro y de afuera del campo de juego, sin la más mínima intención de ser sofocadas ante la presencia de las pocas espectadoras, y al juvenil delantero no le quedó otra que retroceder con la cabeza gacha y el orgullo destrozado.
Mientras, desde el otro lado de la cancha, me terminaba de matar el alivio relajado en la cara de la rubia, hermana de dos de los contrarios; sus ojos haciendo juego con el azul de las camisetas me hacían odiarla todavía más.
***
Cualquiera, sin ser demasiado avezado, podrá advertir mi falta de tecnicismos futboleros para relatar, pero si de algo estoy segura es de cada detalle, de cada particularidad de aquellos protagonistas y de las sensaciones que me cruzaban.
Soy de los tiempos en que las mujeres apenas rozábamos las canchas, siempre y cuando jugara algún hermano o algún noviecito secreto. Muy lejos de nosotras estaba la ocurrencia de querer oler el pasto desde adentro. Aunque no entendiéramos demasiado de recursos y tácticas o nos ningunearan a la hora de aportar teoría, la sangre se nos revolucionaba igual. A veces, siguiendo la campaña al equipo del que nos habían hecho fanáticas nuestros varones, otras, suspirando frente al televisor blanco y negro, en nuestra incipiente adolescencia, por algún jugador de la selección nacional del ‘78.
Esas canchas y el fútbol de la época nos contagiaban un entusiasmo auténtico que sacábamos a relucir en los partidos de la Primera local, de las Inferiores, en los “papi fútbol”, los “seven”, los torneos de comercio contra comercio o de cualquier rejunte de ocasión; todo valía para enfervorizarse, envueltas en el humo y el olor inconfundible de las parrillas que se instalaban al costado.
¡Uy! Las tapitas.
El tirón en la cintura paraliza por unos segundos mi intención de rescatar la última bandeja; me recupero y soporto mi propio cuerpo apoyándome sobre la mesada. El calor intenso del horno me da un pelotazo de lleno en la cara, pero salgo airosa y vuelvo a perderme en el sepia de mis pensamientos que ahora se impregnan del dulzor que invade la cocina.
Mientras alentábamos, también nos llegaban por radio, desde Buenos Aires, los relatos del controvertido “Gordo” Muñoz y no resultaba extraño ver a propios y ajenos abrazarse en las tribunas de madera, celebrando al unísono un gol que nada tenía que ver con lo que ocurría en vivo y en directo. Si se compartían simpatías por el mismo cuadro profesional, hasta los pibes que estaban definiendo su propio partido se permitían la desconcentración por un rato para preguntar a la pasada: “¿gol de quién?..”.
Así se vivía el fútbol en mi primigenia familia.
Con el tiempo aquella pasión fue mutando. Primero, transfundida a las piernas de los hijos nos seguía haciendo vibrar; todavía no tanto de las hijas, aunque algunas ya venían abriéndose camino. Pero después, cuando todo empezó a valorarse cada vez más en pesos, o mejor dicho en dólares, a mí las ganas de alentar se me fueron desdibujando. Por suerte todavía estaba Diego para mantener el fuego encendido, hasta que aquella enfermera de sonrisa despreocupada se lo llevó de la mano y con la noticia del día siguiente, yo nunca más pude sentir como cuando chica. Me alejé de cualquier debate o charla futbolera, ya no comprendía el entusiasmo de las nuevas juventudes por ese deporte que para mí resultaba plástico, y ni los recuerdos de las canchas de mi infancia, con los amigos de mi hermano alrededor de nuestra madre y las tortas que ella les cocinaba para el tercer tiempo, pudieron con mi desilusión.
La mesada es un caos descontrolado; dulce de leche y coco rallado hasta en el piso y el gato que me hace compañía aprovechando a lengüetear. Tengo que hacer lugar y limpiarla para poder seguir. La torca que aplico sobre el paño de la cocina se rinde ante la artrosis. Mis huesos todavía son fuertes, pero hace tiempo que dejaron de ser mudos, no tengo que abusar.
Con el campo despejado, sigo desplegando mi juego.