La primera mestiza. Una novela bellísima y rigurosamente documentada sobre una de las mujeres más fascinantes del Siglo de Oro. - Carmen Sánchez-Risco - E-Book
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La primera mestiza. Una novela bellísima y rigurosamente documentada sobre una de las mujeres más fascinantes del Siglo de Oro. E-Book

Carmen Sánchez Risco

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Beschreibung

Madrid, 1597. Francisca Pizarro Yupanqui, la primera mestiza noble del Perú, heredera de las dos fuerzas imperantes y enfrentadas, una de las mujeres más poderosas y ricas de la época, comienza a redactar de su puño y letra el relato oculto de su larga y azarosa existencia, en una confesión dirigida a quienes deberán juzgar y defender su memoria mestiza. Desde su infancia en Lima, cuando con solo siete años debe huir para salvar su vida y la de su hermano tras el brutal asesinato de su padre, hasta sus días en la corte de Felipe II, la Mestiza, suculenta pieza en el damero de la Conquista, irá narrando una existencia que discurre entre las ansias de ser libre y los dictados del apellido Pizarro y de la estirpe imperial materna. Una lucha por salvaguardar lo que ama y recuperar lo que por derecho le pertenecía, en la que la fiereza del amor adquiere una dimensión extraordinaria. Su alma, curtida en el estruendo de la guerra, hubo de enfrentar el fin de lo alcanzado por su padre con la llegada del despótico primer virrey del Perú, comenzando una cruzada personal repleta de traiciones, brutalidad, pérdidas terribles, y un amor condenado. Épica y conmovedora, en esta hermosa novela, que aúna el rigor con una recreación histórica rica y cuidada, conoceremos, desde el punto de vista privilegiado de la mestiza, las intrigas de la corte y las luchas de poder en el Perú, las batallas y los ritos del Incario. Pero también la vida cotidiana de las mujeres españolas e indias, fuertes y sabias, sus recetas, sus cuitas y oraciones, las voces y olores de la selva y las de las cumbres sagradas andinas, los mensajes del agua y los rumores de las calles del Viejo y el Nuevo Mundo. —Eres bella y recia, mestiza, todas las sangres reposan en ti. La imperial del último gran Inca y la fiereza de los huaylas conviven con la heroica savia de los hidalgos de la Reconquista y la nobleza llana de los labradores extremeños. Nunca lo olvides, mi mestiza. Defiéndelas con vehemencia, y sirve solo a la causa que merezca tu respeto, a la causa que merezca ser servida. —Mi causa está junto a ti. Es la tuya… —No. Tú habrás de encontrar tu causa. Desafía a quien te intente opacar. No dejes que te desprecien, porque lo harán. Recuerda siempre la gloria que reside en ti, la mezcla de dos mundos, perfectos y espléndidos, que andaban separados, pero destinados a encontrarse. Defiende lo que une a las sangres por encima de lo que las separa, escucha a tu alma. Rescata las memorias. Mantente a distancia de ellos, de los poderosos que intentarán doblegarte. Solo Dios sabe lo que nos espera, pero pase lo que pase, yo siempre estaré en ti, y tú en mí.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

La primera mestiza

© Carmen Sánchez-Risco, 2023

© 2023, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño e imágenes de cubierta: CalderónSTUDIO®

Mapas de guardas: diseño e ilustración cartográfica CalderónSTUDIO®

 

ISBN: 9788491398646

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2 La huida

Capítulo 3 Piura y Trujillo

Capítulo 4 La llanura sagrada

Capítulo 5 La memoria de todos

Capítulo 6 El Demonio de los Andes

Capítulo 7 Vencer a la muerte

Capítulo 8 Hanan y Hurin

Capítulo 9 A lo que obliga la sangre

Capítulo 10 La carta

Capítulo 11 Innoble baldón

Segunda parte

Capítulo 1 El regreso

Capítulo 2 Poderoso

Capítulo 3 Los sagrados sacramentos

Capítulo 4 El oso y el cóndor

Capítulo 5 El buen rey

Capítulo 6 El gobernador del Perú

Capítulo 7El tormento y el gozo

Capítulo 8 El inquisidor

Capítulo 9 Un reino mestizo

Capítulo 10 En el nombre de Dios

Capítulo 11 Trece avemarías

Tercera parte

Capítulo 1 El destierro

Capítulo 2 La Mota

Capítulo 3 Los espíritus

Capítulo 4 Los hijos

Capítulo 5 De fiero granito

Capítulo 6 El duelo

Capítulo 7 Las últimas voluntades

Capítulo 8 El apóstol

Capítulo 9 Lo que dijo la huaca

Capítulo 10 Las glosas

Capítulo 11 Dos mercedes

Epílogo

Apéndices

Nota histórica

Nota de la autora

Pequeños aportes históricos

Dramatis personae

Árboles genealógicos

Dinastías Hanan y Hurin

Familia de los Pizarro

Familia de los Puñonrostro

Bibliografía

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

A Elvira, a Emilia, a las mujeres sabias y fuertes

que me rodearon desde niña, alimentando la fiereza del amor.

 

A Álvaro, compañero de batallas y alegrías.

Primera parte

 

 

«Nunca puede haber lealtad entre quienes comparten el mando. Detentar el poder jamás admite asociados sinceros».

Farsalia I, LUCANO

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Madrid, 1597

 

Todavía puedo sentir el olor de las hojas molidas de palta mezclado con el aroma de azahar de los primeros naranjos. La niebla de las noches castellanas de invierno nunca alcanzará a transportarme a la Ciudad de los Reyes, por mucho que lo desee, pero saberme envuelta en ella me reconforta. En ocasiones necesito escuchar el murmullo del Tajo, esa queja al romper contra las rocas de la orilla en su avance a la mar, solo así se tranquiliza mi alma, como el Rímac, el río habla cuando tiene algo que advertirnos, y debemos escucharlo.

Me sorprendo a menudo observando a poniente el horizonte, como si las vastas llanuras extremeñas me acercaran a la puna andina, imaginando que aquel sol que despide el día llevará con él un poco de mí a las huacas cuzqueñas.

Recorro las calles y palpo el granito imperturbable que confiere sobriedad y resistencia a este Viejo Mundo del que tanto escuché hablar, al hacerlo siento que estas manos acarician los amplios sillares de los templos de Inti.

Y entonces entiendo muchas cosas, y veo a mi padre apurando las tardes interminables del estío peruano observando minuciosamente un punto indefinido, absorto, fijo en el horizonte, en la inmensidad, habitando un lugar desconocido, al que ninguno de los que estábamos allí alcanzábamos a llegar, un lugar que solo existía en la melancolía, en la añoranza, en la dulcificación perpetua del recuerdo, ese lugar en el que yo habito ahora.

 

* * *

 

Dejadme contaros dónde empezó el final de todo.

 

 

La noche era cerrada, apenas se veían las estrellas, y sin embargo yo las buscaba. La prisa y el miedo marcaban el ritmo al que me sometían. Mi hermano, tan pequeño, miraba asustado alrededor, mientras la manta con la que le escondían se iba cayendo una y otra vez. Mi tía Inés se esforzaba en volver a cubrirle la cabeza, en un intento desesperado de ocultarle la realidad, de evitarle aquel recuerdo, de borrar de su mente aquella imagen devastadora.

Atravesar aquella plaza, que tan bien conocía, que tantos domingos crucé para acudir a la iglesia, en compañía de Catalina, Inés y María, parecía imposible. Convertida ahora en una sima gigante y hostil, salvarla era arriesgarlo todo, la vida nos esperaba al otro lado, los recuerdos permanecerían atrás, confinados en aquel enorme palacio ahora teñido de sangre, en el que el odio contaminaba el aire y el dolor se abría paso entre la pretendida gloria de antaño hasta aniquilarla.

Aquella noche de junio, el silencio que reinaba en la Ciudad de los Reyes era tenso, nadie imaginaba que yo sabía lo ocurrido, todos se esforzaban en buscar la manera de salir de allí, y nadie presintió que, a mis siete años, ya me sabía huérfana y desprovista de inocencia.

Mi padre era un hombre odiado y querido a partes iguales; cuando se hace fortuna, las lealtades se quiebran por el celo del oro, y yo lo supe desde muy niña. El poder corrompe, la fama se pierde y la honra se desdibuja.

Aquel Nuevo Mundo, que surgía de la mezcla de los que estaban y los que llegaron, estaba comenzando a forjarse, y ni unos ni otros sabían hacerlo sin derramar sangre.

Yo, que estuve allí, supe siempre que el final de mi padre vendría marcado por la violencia; todos cuantos participaron en aquella conquista cargaban con el estigma del odio y el dolor, lo supe desde que aprendí a escuchar escondida cuanto se hablaba a media voz.

A pesar de las advertencias, del secreto a voces que recorría desde hacía tiempo las calles de Lima, y del que mi padre fue avisado, el magnicidio se llevó a cabo aquel domingo de junio. Mi padre Francisco Pizarro, el marqués, conquistador del Tahuantinsuyu, gobernador del Perú, cayó a manos de aquellos que tantas veces le amenazaron. Mi hermano y yo podríamos ser los siguientes, únicos hijos legitimados por la Corona, por eso había que hacerse invisible. Todo se decidió rápido; a pesar de la insistencia de los hombres en retrasar nuestra partida, mi tía Inés se negó a permanecer allí. No lloró a su marido, que murió aquella mañana defendiendo a mi padre, ni siquiera rezó ante el sepulcro improvisado que al amparo de la noche prepararon para mi padre y su hermano uterino. Ella sabía que debíamos huir, los hombres de Almagro querían la cabeza de cualquiera afín a los Pizarro, no había tiempo para más. La pequeña comitiva organizada para mi exilio partió antes del amanecer. A medida que avanzábamos, veía alejarse la ciudad en la que crecí, y con ella presentía que se marchaban los tiempos felices. En mi cabeza se agolpaban en forma de recuerdos los retazos de una infancia que me obligaban a abandonar con tan solo siete años, flotaba en ellos absorta cuando los caballos se detuvieron y el silencio se rompió con aquella voz que yo ya conocía: era él, Juan de Rada, el asesino de mi padre.

La primera vez que vi a aquel hombre que ahora nos cerraba el paso en la huida, descubrí la traición en sus palabras. Puedo recordarlo como si no hubiera pasado el tiempo.

Llegó a palacio a primera hora. Se colocaba una y otra vez el jubón raído y acariciaba con mimo la empuñadura de su espada; resultaba impactante el contraste entre sus ropas desgastadas y viejas y el brillo del acero, el destello impoluto de una espada recién forjada. Quizá esa era la mayor obsesión en aquel Perú revuelto y preso de intrigas. Un arma era lo único que podía otorgarte un poco de respeto cuando estabas en el bando de los vencidos, en la hueste de los rotos.

Mi padre recorría el huerto de los naranjos. La primera remesa de aquella fruta en el Perú era algo de lo que estaba especialmente orgulloso; gracias al afán de la tía Inés habían conseguido hacer un hueco en aquella nueva tierra a las frutas españolas que tanto añoraban. Recogía las naranjas con sus propias manos, depositándolas cuidadosamente en una bolsa de lana de llama como si fueran un tesoro, cuando el mayordomo anunció que Juan de Rada esperaba en el zaguán. Lo que ocurrió después en aquel encuentro lo conocí gracias a los escribanos. Yo no asistí a aquella conversación en la que ambos desmintieron sus deseos de acabar con la vida del otro. Sí sé que mi padre le obsequió con unas naranjas, lo vi al salir cargado con ellas, mientras mi tía Inés me llevaba a la clase de lectura.

—Debe aprender a leer y a escribir, se educará en costumbres castellanas, así lo quiere su padre y así se hará.

Con la rotundidad que siempre caracterizó a Inés pronunció aquellas palabras ante fray Cristóbal de Molina, el que sería mi maestro; sin embargo, sus ojos desmentían la firmeza que depositaba en lo dicho. Mi tía Inés no aprobaba la decisión de apartarme de mi madre, tal vez porque ella, una de las primeras mujeres que atravesó el Mar Tenebroso y participó de la conquista de Perú, reconocía más que nadie la necesidad de una madre de estar con sus hijos. Ella, casada con el hermano de mi padre, había tenido que enfrentar la muerte de sus dos hijas pequeñas en su travesía al Nuevo Mundo. Aquella era una historia que no le gustaba recordar, y aquella era la razón por la que Inés sentía siempre que el mar le debía muchas cosas: ella que pagó un precio tan elevado siempre acariciaba las olas con la seguridad de que nadie más le sería arrebatado, de que Barbolica y Ángela, sus pequeñas, seguían meciéndose en ellas y velando en tiempos de tempestad por los niños que ahora ocupaban el lugar que a ellas correspondía. Esos niños éramos mi hermano Gonzalo y yo.

Inés se enfrentó a la tarea de hacer de madre con determinación, aunque intentó disuadir a los hombres de aquella decisión que no compartía. Sabiendo que era difícil lidiar con la tenacidad de los Pizarro, asumió aquel rol con el coraje recio de mujer española, aunque sin dejar de tener presente que otra madre, la verdadera, quedaba privada del papel que por naturaleza le correspondía, y siempre sintió como suya la pesadumbre que envolvió la vida de Quispe, aquella madre desposeída de sus hijos, exiliada de su lugar, condenada a lidiar con unas circunstancias que la dejaban lejos de cuanto amaba, aquella princesa desdichada que fue mi madre.

Pocos conocen de verdad su historia: mi madre fue Quispe Sisa Yupanqui, una princesa inca que se vio sacudida por el encuentro de dos mundos.

Quispe, en quechua «la que brilla», era una mujer que daba luz allí donde estuviese. Aunque no era extremadamente hermosa, su porte distinguido y su vivacidad hacían que todos acabasen atraídos por ella. Cuando contemplabas su rostro lo más llamativo era el brillo de sus enormes ojos negros, un destello que destilaba alegría en el alma, que brotaba y se extendía acariciando y colmando a cuantos la rodeaban. Ese era un imán demasiado poderoso, mucho más que la belleza perfecta, y ese don fue quizá lo que la llevó a padecer la mayor de las tristezas.

Fui separada muy pronto de sus brazos, pero aún, a veces, me parece escuchar sus cantos quechuas, y puedo sentir el calor que su mirada hechizante me proporcionaba en aquellas largas y frías noches de Jauja. La tía Inés siempre mantuvo que heredé el don sagrado de mi madre, la habilidad de sonreír con los ojos, aplacando la pesadumbre con una mirada inmensa que reconforta y desvanece el dolor, que logra aliviar la carga por más pesada que sea, y a mí me gusta creerla. Sé que Inés quiso mucho a mi madre, y sé por ella que, en medio de las ñustas, las princesas cuzqueñas, y hasta en medio de las acllas, esas mujeres de singular belleza escogidas de entre los cuatro suyus, de los cuatro extremos del Incario, mi madre siempre brilló. Ella fue el origen de esta historia, de mi historia, mi madre fue una de las hijas de Huayna Capac, el último gran Inca.

El Imperio inca iba anexionando territorios y etnias, ampliando su poder. Tras las campañas en la Cordillera Blanca, sometidos los pueblos de Huaylas y Huaraz, se procedió a legitimar el vasallaje con la entrega de las hijas de los caciques, que se convertirían en esposas del Inca.

Huayna Capac, el gran Inca, se encaprichó de Contarhuacho, mi abuela, hija del curaca o gran señor de Huaylas Hanan, y aunque se desposó también con Añas Collque, hija del cacique Hurin de aquellas tierras, sintió predilección por mi abuela desde el primer instante en que la vio; su fascinación tuvo que ver con el carácter de una joven que demostró gran determinación desde el principio, y una autoridad más propia de los hombres, algo a lo que el Sapa Inca no estaba acostumbrado en una mujer.

En el Qosqo, el Cuzco imperial, mi abuela, convertida en pihui, esposa secundaria del Inca, dio a la luz a un varón que murió al poco de nacer. Aquello fue un duro golpe para ella como madre, pero también para su posición como esposa en el seno del Incario. Mientras los orejones, los ministros de la más alta casta real, cuestionaban su valor como mujer del Inca, quiso Inti, el dios Sol, que quedara de nuevo encinta, aunque aquello, lejos de acallar los rumores, alimentó más la curiosidad sobre si la criatura sobreviviría. La muerte de un infante, en aquel momento, no era relevante salvo para la madre; mas, si ese niño era hijo del Inca, su muerte constituía un problema de Estado o una oportunidad para ganar favores apoyando o denostando a los otros herederos, estableciendo una compleja red de estrategias en las que la mujer, la madre, no siempre quedaba en buen lugar si no demostraba su pureza de sangre real, su pertenencia a la élite cuzqueña.

Esta vez fue una niña: vino al mundo en el ombligo del mismo, en el Qosqo, del que partían y al que llegaban todos los caminos de la Pachamama, rodeada de mamaconas y cortesanas. Nada más recibir la luz del sol abrió los ojos, y ese fue el momento en el que se decidió su primer nombre, Quispe Sisa.

Mi abuela conseguía así tener descendencia del Sapa Inca, pero al tratarse de una niña, esa descendencia no rivalizaría con los aspirantes a la borla sagrada; quedaba relegada por tanto y a salvo de las enconadas luchas silenciosas que existían entre las otras esposas y que generaban tensión e intrigas entre las panacas, las temidas familias reales de cada Inca.

La estirpe real inca se definía por la línea materna: el Inca debía desposarse con su hermana, que se convertía en la coya o esposa principal, pero tomaba para sí a otras esposas secundarias. Aunque el hijo de la coyaseguía detentando su puesto de heredero legítimo, aquello no garantizaba nada: se debía contar con la aprobación divina a través de la ceremonia de la Callpa, donde en las entrañas de la llama se leería el nombre del candidato, y se debía obtener el apoyo de la nobleza. Añas Collque, que se desposó a la vez que mi abuela con el Inca, sí tuvo que pelear por la posición de su hijo Paullu. Atahualpa, hijo de la princesa Tocto, o Manco eran también hijos del Inca, hermanos de mi madre, y posibles auquis, herederos de la borla sagrada; ellos tendrían mucho peso en el devenir del Incario, pero eso ahora no se sabía. Con la llegada de Quispe, mi abuela lograba mantenerse a salvo de las luchas entre esposas cuya rivalidad se ceñía a los derechos dinásticos de los más de trescientos hijos del Inca.

Mi abuela sabía que a mi madre le esperaba un destino como el suyo: al ser hija de una esposa secundaria del Inca, no llegaría a casar con el sucesor, sería educada y formada en el Cuzco, en la más absoluta opulencia, para ser entregada a un gran jefe o señor llegado el momento, con el fin de establecer alianzas políticas. Y así fue. Criada en el lujo imperial, y a salvo de las intrigantes maniobras de los orejones, mi madre, Quispe, bajo la atenta mirada de mi abuela, iba convirtiéndose en una joven de temperamento y vivacidad admirables.

Contarhuacho, mi abuela, sabedora de la necesidad de ganar posiciones, consiguió convertirse en curaca de la región de Huaylas. Esa concesión tuvo con ella el Inca Huayna Capac, que confiaba en la capacidad de aquella mujer para mantener controlados a los rebeldes de esa zona del Incario. Aquello le permitía tener, como gran señora de Tocas y Huaylas, un nutrido cuerpo de guerreros a su cargo, así como una suculenta parcela de poder en aquella región. Obtenía una posición de privilegio que, sin embargo, le exigiría en algún momento trasladarse al norte, abandonar la capital y dejar en ella a su hija, Quispe.

Los días en Cuzco transcurrían para mi madre entre juegos, encuentros con sus hermanos y las enseñanzas que la prepararían para ser una correcta ñusta, una princesa. Sus quehaceres pasaban por el aprendizaje de los ritos de iniciación en el Coricancha, el gran templo de Inti, y visitaba en sus palacios a los antiguos Incas, cuyas momias eran veladas y veneradas por su panaca con absoluto fanatismo. El cuerpo de los difuntos monarcas se rodeaba de un halo de magia y eternidad y exigía un profuso y complejo ritual de cuidados y atenciones tan solemnes como los que recibieron en vida.

En aquellos días, Quispe conoció a las yurac acllas, las escogidas que se convertirían en las vírgenes del Sol, aquellas mujeres que, bajo la batuta de la mamacona, la gran sacerdotisa, vivirían sus días consagradas al dios Inti, tejiendo las sagradas telas ceremoniales y a las que perder la virginidad les costaría la vida, condenadas a morir de hambre. Pudo compartir confidencias con otras ñustas cuyo destino ya estaba escrito, como Cuxirimai, descendiente del gran Pachacutec, el Inca que volteó el mundo, que ya había sido prometida y se convertiría en la esposa de Atahualpa, su primo.

Quispe se preguntaba cada día cuál sería su destino, a qué joven guerrero o gran señor acabaría entregándole su alma y su cuerpo, cómo sería su rostro, qué habilidades tendría en el arte de la guerra. Escuchaba las leyendas de amores imposibles que finalmente superaban todos los impedimentos, e imaginaba para sí un hombre de piel de cobre, cabello negro y porte altivo que la llevaría a conocer las aguas sagradas de la puna andina y con el que tendría una vida dichosa. Nada de eso sucedió.

Los chasquisllegaron a Cuzco al amanecer de aquel día para informar de la muerte de Huayna Capac. Una extraña maldición había caído sobre el Inca, que se desvaneció ante sus generales, con altas fiebres, para unirse al Sol varios días después. Todo fue muy rápido. Se encontraba en Quito, cerca del vasto e indómito reino Cañar, tras haber logrado una importante victoria sobre los rebeldes norteños, y nadie conocía aquel extraño mal, al que llamaron karacha por las pústulas que aparecieron en el cuerpo del monarca y de otros generales. Ninan Cuyuchi, primero en la sucesión, falleció al igual que su padre, víctima de aquella extraña dolencia. Era el año de 1525. Dicen que mi abuelo, el último gran Inca, ya sabía de la llegada de unas extrañas naves por mar que se aproximaban a las costas del Tahuantinsuyu. Murió sin saber quiénes eran aquellos visitantes y a qué venían.

El caos y el miedo dominaron las estancias del Palacio Real de Cuzco; nadie esperaba aquel desenlace y la sucesión de Huayna Capac era un problema, una oportunidad y una fuente de conflictos a la vez, que pronto darían como resultado una violenta guerra civil que enfrentó a los hermanos Huáscar y Atahualpa.

Las intrigas se perpetuaron nuevamente. Huáscar y su madre lograron obtener el apoyo de las panacas cuzqueñas y de los intrigantes orejones. Las lenguas dicen que, para legitimar su nombramiento, al no ser hijo de la coya, se celebró una precipitada ceremonia de casamiento entre su madre y la momia de mi abuelo Huayna Capac. Sin embargo, los tambores de guerra no se detuvieron. La lucha fratricida que teñiría de sangre los cuatro suyus terminó con la victoria de Atahualpa, que ejecutó a Huáscar, su hermano, y se proclamó nuevo Sapa Inca.

Reclamada por su hermano Atahualpa, Huaylas ñusta, mi madre, que ya había recibido su segundo nombre, abandonó Cuzco para reunirse con la nueva corte que se encontraba al norte, en la zona quiteña. Allí, su destino estaba a punto de decidirse. Volvería a encontrarse con Cuxirimai, la nueva esposa del Inca, convertida ahora en reina del imperio y ataviada como hija de la luna con la altivez de saberse ganadora. Cuxirimai, que había viajado a Quito tras la victoria de Atahualpa para desposarse con él, encontraba un nuevo lugar en el Incario. No esperaba verse recompensada de aquel modo por los dioses, y lejos de mostrar gratitud su carácter se volvió más soberbio. La bella Cuxirimai había sido educada como mi madre para detentar un papel importante en el Incanato, pero no el de coya. El destino la había colmado de un modo desmedido, y así decidió abrazar su nueva condición, excesiva y arrogante, aniquiló su relación con el resto de las mujeres, que pasaron a ser súbditas, y mantuvo una celosa distancia de todos. Poco imaginaba que aquello tenía los días contados. La suerte de Cuxirimai como coya duró poco, los acontecimientos volverían a precipitarse apartándola del trono.

En Cajamarca se detuvo la comitiva en la que viajaron mi madre y el resto de los parientes reclamados por el nuevo Inca Atahualpa. La espléndida caravana, que había partido desde Cuzco fuertemente escoltada, siguiendo el Camino Real, era una larga hilera formada por literas, yanaconas y llamas que portaban oro, piedras preciosas, plata y un amplio cargamento de exquisitas telas de lana profusamente decoradas procedentes de los mejores telares andinos. Cuando hicieron su entrada en la plaza principal, en señal de respeto, el resto de las caravanas, con gran carga de oro procedente de los cuatro suyus, detuvieron su paso, apartándose para permitir la entrada de la nobleza cuzqueña. La familia de Atahualpa y sus cortesanos llegaban así a la ciudad donde el Inca encontró el final de su breve reinado, apresado por los españoles.

 

 

Atahualpa fue el eslabón decisivo que mudaría los tiempos, aunque él no lo imaginaba. Tras la muerte de su padre Huayna Capac, el poderoso Sol en el Cénit, parecía que un halo divino aprobaba las sangrientas acciones que hubo de realizar para alcanzar su deseo, nada se interpuso en su camino hacia la borla sagrada, nadie podía detenerlo en su ascenso a la gloria, y a nadie permitió el joven Atahualpa imaginar que aquel no fuera su destino de nacimiento, convencido de que estaba escrito en las estrellas y auspiciado por Inti, el Sol, y Mama Quilla, la Luna. Aquello quizá fue lo que provocó su caída. Se convenció de que él era el elegido y no supo leer las señales ni advertir el peligro.

Sin embargo, la suerte del nuevo Inca había recibido un revés inesperado. Ni sus generales, ni sus consejeros, ni siquiera Cuxirimai, nadie pudo adivinar que aquellas naves que contempló mi abuelo acercándose desde el mar antes de morir podrían acabar con la idea de grandeza que Atahualpa guardaba para sí desde niño y que había logrado materializar. Aquellos hombres de tez pálida y barbada no parecían un peligro, ni siquiera una amenaza a la senda de gloria imperial que Atahualpa ya había empezado a caminar.

Mi tío Atahualpa tampoco quiso ver lo que desde hacía tiempo desgarraba las entrañas del Incario, ocupado en obtener lo que consideraba que le correspondía por mandato divino. El descontento anidaba en el alma de muchos de los pueblos sometidos, haciendo aún más frágil la impostada lealtad a un Inca en el que no confiaban, en el que no creían.

La orden de ejecutar a su hermano Huáscar generó un poso de odio en una parte importante de la nobleza inca: la aristocracia cuzqueña esperaba paciente el momento de actuar. Atahualpa se dejó cegar por la ilusión del poder, sin medir las consecuencias. Y estas llegaron de la mano de los españoles, que consiguieron apresarle sin demasiado esfuerzo, aquella mañana en la tierra de los cardones, la hermosa Cajamarca, y que pronto descubrieron que existían entre los súbditos de este muchos dispuestos a acabar con el nuevo Inca. Tras aquel encuentro, en el que ni unos ni otros conocían lo que realmente escondían las palabras ni los actos, en el que cada uno interpretó a su favor lo que ocurría, los primeros en actuar fueron mi padre y sus hombres, y Atahualpa acabó convertido en cautivo de aquellos a los que nunca temió, y a los que prometió un inmenso tesoro para obtener de nuevo su libertad.

Volvieron a recorrer los chasquis, esos fornidos y veloces mensajeros incas, los caminos reales haciendo sonar sus pututus de concha y extendiendo por todo el imperio la orden de recaudar piedras preciosas, plata y oro. Todo el oro del Tahuantinsuyu para alimentar los caballos de aquellos hombres barbudos venidos del mar, que eran capaces de crear truenos y de volver jóvenes a los ancianos. Mi madre, a sus quince años, no sabía todavía que ella formaba parte de aquel tesoro prometido.

 

 

Quispe no dejaba de espiar a aquellos seres venidos del mar. Sus ropas le parecían toscas, pesadas. Sus armas eran grandes y brillantes. Sus rostros eran viejos. Aquellos extraños animales de los que no se separaban y que eran mucho más grandes que las llamas y las vicuñas que ella conocía eran sin duda criaturas de otro mundo. Todo le parecía asombroso. Todavía no había sido presentada y todavía podía observarlos sin que ellos supieran de su presencia.

Una mezcla de temor y admiración comenzaba a nacer en ella cuando se dirigía al lugar en el que su hermano Atahualpa permanecía encerrado. Pronto le vio a él. Con su rostro alargado y poblada barba, permanecía en pie junto a su hermano en el momento en que fueron recibidos los miembros de la nobleza cuzqueña recién llegada. La hizo pasar junto a otras cortesanas, con un extraño gesto que ella no supo interpretar. Sin embargo, y aunque no se atrevió a mirarle, confundida como estaba, notó como sus ojos pequeños y enérgicos se clavaron en ella, percibió como la recorría de arriba abajo, y no fue hasta que ella se decidió a mirarle cuando el gesto imperturbable de aquel hombre mostró el único atisbo de algo parecido a la satisfacción. Aquel momento no se le escapó al Inca. Atahualpa también percibió que a Pizarro le mudó el rostro ante la presencia de su hermana, y sucedió lo que debía suceder: mi madre fue entregada al capitán y adelantado Francisco Pizarro. Había que salvar solo un escollo, Quispe debía ser bautizada y aceptar al Dios único para poder unirse al jefe de los barbudos.

Así fue como obtuvo mi madre su tercer nombre. Inés fue el elegido. No fue una decisión arbitraria, sino una deferencia hacia mi tía, que traía consigo el nacimiento de una alianza más poderosa que la que marca la sangre. Un vínculo entre dos mujeres pertenecientes a mundos distintos, que se perpetuaría hasta el final de la vida de ambas. Así me lo repetía mi tía Inés, orgullosa de compartir nombre con la princesa Quispe, con la Huaylas ñusta. Me contaba una y otra vez que la nueva Inés, mi madre, se convirtió en una hermana para ella en aquellas tierras tan lejanas y extrañas.

 

 

Pronto quedó encinta y pronto aprendió el castellano, sintió admiración por mi padre, al que amó, y mi padre se sintió más joven de repente a su lado y se dejó agasajar por aquella mirada y aquella vitalidad contagiosa. Pispita, como la llamaba en la intimidad, daba por fin un sentido calmo a su turbulenta y desarraigada vida y mi madre se acercó a Dios, pero solo a ratos, y se sentía dichosa de conocer su destino.

La Conquista volvió a imponer sus normas, y pese a lograr reunir el tesoro exigido, a sobrepasar con oro, plata y esmeraldas la línea marcada en el cuarto del rescate, el rumor persistente de la llegada de un gigantesco ejército ordenado por los generales del preso caló en los hombres y decidieron que Atahualpa debía morir. Nunca supe quién tomó la decisión, aunque fue desleal y oscura; mi padre nunca habló de aquello, y la tía Inés siempre condenó aquel acto. Se ordenó la muerte que correspondía a un infiel, morir en la hoguera, se le condenó por fratricida y más acusaciones que intentaban justificar una muerte precipitada. Aceptó el bautismo, se convirtió y logró así un final menos doloroso y humillante en el garrote. Un silencio asfixiante y negro cubrió los cuatro suyus, las cuatro provincias del imperio, cuando Atahualpa expiró. Las certezas terribles comenzaron a mostrarse a los ojos de muchos: aquellos llegados del mar no estaban de paso, venían para quedarse.

Todavía estaba presente esa terrible muerte y el sino negro que el Incanato arrastraba desde que la karacha se llevara a Huayna Capac, cuando mi madre se puso de parto, en la fértil tierra de Jauja. Vine al mundo un 28 de diciembre del año de 1534. En cuclillas, la que fuera Quispe dejó salir a la criatura que sellaba su unión con el nuevo jefe del Imperio, y un año después llegaría mi hermano Gonzalo. Sin embargo, mi madre era la compañera, la mujer, la madre, pero no la esposa. Mi hermano y yo éramos hijos naturales de Francisco Pizarro, en Castilla seríamos bastardos. Aquel obstáculo que hubiese estigmatizado nuestro sino se enmendó con premura. Mi padre solicitó al rey Carlos la legitimación de mi hermano y mía, y el 12 de octubre de 1537 pasamos a ser súbditos de pleno derecho y juro de su majestad, como miembros del clan Pizarro, mestizos, sí, pero aquel papel nos convertía en hijos reconocidos y otorgaba un amplio abanico de derechos que otros mestizos no tendrían. El respeto por parte de los demás se apuntalaba con aquella disposición real, y aunque con reservas, se mantenía esa honra.

Sé que mi padre quiso protegernos de lo que él vivió, apartarnos de la ignominia, del sesgo de no ser reconocidos. Como bastardo correspondía así a paliar lo que marcó su vida, el reconocimiento que no se produjo, lo que él nunca obtuvo de su padre. Y esa disposición real me otorgaría a mí, como primogénita, un poder preciso y lícito, así lo asumí, para poder abrir paso a un nuevo legado humano, el mestizo, que tantos sinsabores había de padecer, expuestos como estábamos a la indefinición y al recelo de ambos mundos.

Capítulo 2La huida

 

 

 

 

 

La voz de Juan de Rada rompió el silencio, sacándome de mis recuerdos.

Apenas nos separaba media legua de Lima, cuando aquel encuentro que evitábamos detuvo nuestra huida. El hombre que horas antes había cambiado para siempre nuestro destino estaba allí, sobre su caballo, rodeado de sus soldados, provisto de una fingida amabilidad y armado con aquella espada que al recibir las primeras luces del día volvía a brillar tal y como la recordaba. Con una mano sujetaba las riendas de su caballo mientras la otra acudía constantemente a su pierna derecha. Estaba herido.

La inquietud volvió para rodearnos como lo hacían sus palabras, atándonos de nuevo al miedo.

—No permitiré que hagáis este viaje a caballo y sin escolta, doña Inés. Los hijos del marqués y vos merecéis todos los cuidados que por la alta estima que os profesa pueda daros el nuevo y legítimo gobernador del Perú, don Diego de Almagro el Mozo. Hemos dispuesto una nave que os permitirá llegar de modo seguro a las tierras del norte. Lima ya no es lugar para los Pizarro.

Mi tía Inés sabía que no podía negarse. Estaba atrapada, asintió y agradeció el ofrecimiento, mientras daba una señal a uno de los indios de Huaylas que nos escoltaban, enviados por mi abuela Contarhuacho, para que regresase a la Ciudad de los Reyes y avisase de este inesperado encuentro. Sin embargo, aquel indio nunca llegaría a su destino, alcanzado por la flecha de uno de los hombres de Rada.

Juan de Rada, el hombre que ahora nos cerraba el paso, llegó a la tierra perulera con mi padre formando parte de las huestes. Cuando comenzaron las desavenencias entre mi padre y Almagro, él se posicionó firmemente en las filas almagristas. Su lealtad a Almagro fue tan firme como su odio a mi padre, y ese odio desembocó en aquel asesinato, que nos obligó a huir a mi hermano y a mí.

Cuando se presentó ante nosotros, mi tía Inés poco pudo hacer ante la insistente presión. Nos custodiaron hasta El Callao, donde un barco nos esperaba. Recuerdo bien que éramos los únicos pasajeros de aquel balandro. Ceremoniosamente, Juan de Rada se despidió de nosotros, no sin antes hablar con el piloto. Los miembros de la tripulación eran solo dos, el patrón y un marinero malcarado al que le faltaba un ojo; aquello hablaba de reyertas o, peor aún, quizá el pago para evitar la pena de muerte. Ambos disfrazaban su absoluta carencia de modales con un falso servilismo, mientras subían a bordo los baúles de mi tía Inés, mirando con ojos codiciosos los remates dorados de los mismos, acariciando los cierres y presintiendo el lugar en el que se acomodarían las joyas fabulosas que, sin duda, aquella mujer guardaría en su interior.

 

 

El barco zarpó, dejando atrás la densa garúa que ocultaba el perfil de las montañas andinas, y observé cómo se alejaba la tierra, cómo se abría paso el océano ante nosotros. Miré a mi tía Inés, que contemplaba hechizada las aguas, buscando en ellas alguna señal. Yo solo podía pensar en mi hermano y en qué nos esperaba. De algún modo ya presagiaba lo que vendría, era solo una niña, sí, pero tuve que crecer, y pronto aprendí a identificar en los ojos de los demás quién era yo.

Todo comenzó con la estirpe mestiza: yo formaba parte de un nuevo legado humano que acababa de surgir y sus primeros pasos determinaban una nueva realidad. Fui la primera mestiza heredera del gran Huayna Capac y del gobernador Francisco Pizarro, por mis venas corría la sangre de la realeza incaica mezclada con la del conquistador del Perú. Debía ser respetada o menospreciada, yo era algo ajeno a ambos mundos y, sin embargo, ambos se mezclaban en mí, vivían en mí, representaba la unión de los dos. Se selló en mi interior aquel compromiso con mis sangres, debía defender ambas, y abrir paso a la estirpe que se estaba dibujando.

No era la única, el asesino de mi padre, Diego de Almagro el Mozo, también era mestizo, hijo del capitán Almagro y una india panameña. Yo pasé mucho tiempo con él, compartimos mesa, juegos y confidencias. Tras la ejecución de su padre, Almagro el Mozo vino a vivir con nosotros, ciertamente mi padre le trató como a un hijo. Sin embargo, él ordenó su asesinato, ciego de ira. Nunca podré entender por qué hizo algo así aquel que para mí fue un hermano.

De todo cuanto me tocó vivir, lo más duro fue saberme origen y desenlace de lo que acontecía. Se trataba de mi familia, de mis dos sangres, fueron los míos quienes engendraron aquel conflicto, el enfrentamiento que perpetuaban de manera constante y en nombre de cada uno de sus dioses los deshumanizaba.

Perder, y volver a perder, eso era lo único que hacíamos. La huida se convirtió en mi forma de vida, hacerme invisible constituía la única manera de sobrevivir. Mis juegos fueron pocos y difusos, pronto aprendí el castellano, y en mis clases sentía que las letras me acercaban a una nueva realidad que me permitiría crecer, descifrar enigmas y defenderme. Aquellos símbolos alimentaban mi curiosidad desmedida de niña, pero mi alma seguía pendiendo de los hilos del quipu, algo instintivo me hacía volver a ellos, querer comprender el sagrado código de la escritura inca. La sangre es así, siempre volverá al lugar al que pertenece, a pesar de que en mi caso esos lugares vivían en guerra. Mi alma entendía a ambas partes, y eso dificultaba la exigencia constante a que me sometían pidiéndome que me posicionase, no podía hacerlo.

 

 

Mientras el barco avanzaba, mi tía Inés se dio cuenta de que algo no iba bien. Reparó en que nos estábamos apartando de la singladura inicial; entre susurros advirtió a Catalina, su fiel servidora y compañera, la leal Catalina que nunca nos falló. Se armó de valor y habló con el piloto, quien le aseguró que llegaríamos antes a nuestro destino por esta nueva ruta.

—Catalina. Estamos perdidas.

Bajó a la pequeña y maloliente bodega del barco, donde Catalina se esmeraba en encontrar acomodo para mi hermano y para mí, buscando el sueño de ambos. Allí, fingiendo estar dormida las escuché hablar. Ambas sabían que aquello era una trampa y ambas decidieron abordar la situación de frente. Mi tía Inés volvió a mantener un pulso con la suerte, aquella que se había vuelto negra para nosotros en tan breve tiempo, y que se empeñaba en mordernos los talones. Volví a verla mantener el miedo a raya y enfrentarse al piloto con lo único que podría darle alguna garantía en aquella negociación: el oro.

Preguntó con aplomo cuáles eran los planes, advirtiendo al piloto que ya sabía que no eran llevarnos a Tumbes. El viejo patrón pensó que de nada serviría seguir ocultando a estas alturas su cometido. Al fin y al cabo, él cumplía órdenes, y la orden era abandonarnos a nuestra suerte en una isla, para que el hambre y las bestias cumpliesen con el resto del plan. Rada esta vez no quería mancharse las manos de sangre.

Mi tía dobló el precio que Rada había puesto a nuestras vidas; antes apeló a la conciencia y a su Dios, como cristiana vieja, e intentó disuadir a aquel hombre del pecado que iba a cometer entregando a dos criaturas inocentes a una muerte segura.

Si el temor a Dios estuvo presente siempre en el ánimo de los españoles, no fue lo que disuadió al piloto de cometer aquel crimen; en ese momento ya eran muchos los que creían que hasta la paz eterna podía comprarse. Las joyas entregadas le ayudarían a pagar las misas necesarias por su alma, que ya estaba muy acostumbrada al pecado, eso al menos fue lo que respondió mientras se aseguraba de que el marinero recibiese algunos de los broches, pendientes y cruces que Inés guardaba.

Cuando llegamos al puerto de Tumbes, mi tía Inés, con ayuda de los indios de Huaylas, consiguió comprar caballos empleando una vez más sus joyas, único recuerdo que conservaba de los años felices con su esposo. En el ir y venir de aquella ciudad costera, volvimos a hacernos invisibles, nadie podía reconocernos.

Los rumores acerca de la llegada inminente del nuevo enviado de la Corona a Quito corrían por el puerto, una llegada que debía haberse producido días atrás y cuyo retraso había costado la vida a mi padre. Comenzamos una frenética carrera para llegar hasta él: Cristóbal Vaca de Castro, el enviado del rey Carlos V para apaciguar el Perú, era la única protección con la que contábamos, o así lo creía mi tía Inés. Ochenta y nueve leguas nos separaban de Quito, aquella ciudad en la que se reescribió la historia del Incario. A caballo, viajando sin escolta, y enfrentándonos a la posibilidad de encontrarnos con los hombres del Mozo.

Fueron días duros, salvamos la vida de la trampa de Juan de Rada, pero todavía quedaba un largo camino hasta estar a salvo. Recuerdo que miraba a mi hermano Gonzalo y no podía dejar de preguntarme dónde estaba aquel a quien debía su nombre, el único que podría protegernos, mi tío Gonzalo Pizarro, el hermano de mi padre.

Las jornadas eran largas, solo nos deteníamos para dar agua a los caballos. Comíamos camote crudo, que Catalina aseguraba nos protegería de ataques de escorpiones o serpientes y cumplía una doble misión como medicina. A duras penas conseguíamos dormir, mi hermano había perdido mucho peso y eso era lo que más nos preocupaba. Gonzalo carecía de la fortaleza que yo heredé de mi padre y su salud siempre fue precaria. A horcajadas sobre el caballo, con la cabeza apoyada en el pecho de Catalina y asido con un improvisado quipe que ella misma preparó usando restos de sus enaguas, mi hermano se sumía en un frágil sueño que protegíamos constantemente, ya que ante la falta de comida el sueño alimenta, descansa y fortalece el cuerpo.

El ruido de los perros despertó a mi hermano, estaban muy cerca, y pronto pudimos ver que tenían rodeado a uno de nuestros indios de Huaylas. Aquellos indios eran nuestra única protección y nuestros únicos guías. Mi tía Inés advirtió a Catalina para que permaneciese escondida con mi hermano y conmigo mientras ella intentaba salvar la piel de aquel desdichado sin ser descubierta. La presencia de perros implicaba la certeza de que cerca se encontraban españoles; por tanto, averiguar si aquellos españoles eran amigos o enemigos era un riesgo que había que correr. Catalina nos apretó contra su pecho mientras musitaba una retahíla de oraciones en algo parecido al latín. El sonido de los cascos de los caballos nos hizo estremecer y mi tía Inés se apresuró a esconderse; eran dos grupos, portaban ballestas, arcabuces, y ondeaban un estandarte que no alcanzábamos a ver. Uno de ellos rodeó a los perros, apartándolos de nuestro indio ante la queja del otro grupo, que azuzaba a la rehala. Una voz se dejó sentir:

—Su alteza imperial, el emperador Carlos, prohíbe la tenencia y el uso de perros carniceros. Apartad esos canes, que deberéis sacrificar.

En ese instante Inés reconoció con claridad el escudo del rey y sus columnas de Hércules que definían la amplitud del mundo. Esta vez la suerte nos sonrió, y mi tía Inés bajó del caballo postrándose de rodillas ante el enviado del rey. Allí estaba el juez pesquisidor que había de dirimir y poner fin al conflicto entre los hombres de mi padre y los hombres de Almagro: estábamos ante el licenciado Vaca de Castro.

—Solicito protección, soy Inés Muñoz, viuda del capitán Francisco Martín de Alcántara.

Descolorido y sudoroso, el agotamiento y la enfermedad todavía se dejaban ver en el rostro del enviado; sin embargo, algo despertó su energía al conocer la identidad de mi tía Inés. Bajó del caballo y le tendió una mano, ayudándola a levantarse.

Vaca de Castro no parecía un hombre de armas, al menos poco tenía que ver con mi padre y sus hermanos o con los capitanes que formaban la hueste conquistadora con los que crecí. Aquel hombre presentaba una imagen serena, sus manos eran pequeñas y en ellas no encontré ni llagas ni cicatrices, ni siquiera el color oscuro que deja el rastro de la guerra. Su porte era distinguido y sus ropas excesivamente lujosas, demasiado para el lugar en que nos encontrábamos, e inapropiadas. A pesar de los avatares de su viaje, del retraso en su llegada, el tiempo pasado en el Nuevo Mundo no había dejado la menor huella en su indumentaria, que se esforzaba en mantener intacta como signo de su identidad, aunque la impronta de la Conquista, el recelo y el ansia de poder sí habían mordido ya el alma de este hidalgo.

Escoltados por sus hombres, aquella noche dormimos en uno de los tambos que jalonaban el Camino Real Inca, como lugar de descanso y aprovisionamiento para los chasquis. Los tambos, a modo de albergue y almacén de alimentos, estaban repartidos a lo largo y ancho de la red caminera que recorría el Tahuantinsuyu. Aunque yo ya había descansado en ellos antes, era la primera vez que estaba en uno de los tambos norteños, en las inmediaciones de Carrochamba.

Vaca escuchó paciente el relato de mi tía Inés, quería conocer los detalles de la mano de una mujer que vivió el magnicidio, su testimonio era importante. Se esforzaba en hacer bien la alta misión que la Corona le había encomendado; sin embargo, las sospechas sobre él, alimentadas por los rumores y su retraso, habían precipitado el asesinato de mi padre. Yo no podía apartar esa idea de mí, si ese hombre hubiese llegado antes, mi padre estaría vivo.

Tras la ejecución del socio de mi padre Diego de Almagro, mi tío, Hernando Pizarro, viajó a España, donde fue apresado y encarcelado en el Alcázar de los Austrias para someterse a juicio por aquella muerte, un juicio que no llegaba y que le mantuvo veinte años y tres días en prisión, como sabéis. Los almagristas también enviaron a España a dos de sus hombres para exigir al rey y al Consejo de Indias que se hiciera justicia y se condenara a los Pizarro por el asesinato del adelantado Almagro.

La semilla del odio, que crecía silenciosa entre los socios desde los tiempos de Cajamarca o aún antes, desde las capitulaciones que autorizaron la conquista del Perú, se fortaleció por el control del Cuzco y ya daba sus primeros frutos de muerte. No era nada más que el principio, aún vendrían muchos más.

Cuando el rey decidió enviar a Vaca de Castro para pacificar el reino de Perú, algunos apuntaron a que todo formaba parte de una gran farsa para favorecer a mi familia, puesto que García de Loaysa, confesor del rey y presidente del poderoso Consejo de Indias, era amigo de mi padre y aseguraban que fue él quien sugirió a Cristóbal Vaca de Castro para llevar a cabo esta misión. Las voces de muchos se apresuraron a atizar aún más los ánimos de los hombres del Mozo, asegurando que García de Loaysa había adiestrado al pesquisidor para exculpar a los Pizarro y que acabarían todos condenados.

Mientras mi tía desmenuzaba cuidadosamente cada detalle del aquel sangriento día, del saqueo de las casas de los afines a Pizarro, del asesinato y persecución de los hombres principales, de la figura del Mozo a lomos de un caballo paseando por las calles de la Ciudad de los Reyes, mientras Juan de Rada proclamaba a todos que no había nadie en Perú con poder por encima de él, yo escuchaba escondida. Narraba cómo varios esclavos negros llevaron a la iglesia, casi arrastrándolo, el cuerpo sin vida de mi padre, cómo ninguno en la ciudad se atrevió a darle sepultura, y cómo ella, con la ayuda de Juan de Barbarán y su esposa, pudieron enterrarlo envuelto en su capa de caballero de la Orden de Santiago convertida en sudario y sin tiempo para calzarle las espuelas ante la amenaza de que Rada y sus hombres acudieran en cualquier momento a cortarle la cabeza para exponerla en la picota como la de un tirano.

Alcanzaba ya la parte del relato en la que Rada ordenó abandonarnos en una isla, cuando el enviado del rey la interrumpió y pude conocer de su propia voz cuáles habían sido los avatares sufridos durante el viaje a aquella tierra perulera a la que parecía no llegar nunca, la enfermedad en Cali que le mantuvo convaleciente, y cómo recibió la noticia del asesinato del marqués en Popayán gracias a Lorenzo de Aldana. Confesó ante mi tía que le preocupaba el paradero de los hijos de Pizarro, sabía que los almagristas habían forzado a los miembros del cabildo a aceptar el nombramiento de Diego de Almagro el Mozo como nuevo gobernador y que, por tanto, la presencia de mi hermano y la mía constituía un problema para los planes de Rada. Ya había enviado misivas a las principales ciudades del Perú a través de los hombres de gobierno de mi difunto padre avisando de la voluntad del rey y aquellas cartas ya estaban cumpliendo su cometido: aumentar las deserciones en el bando de los almagristas, y en su avance a Lima, Vaca de Castro esperaba ganar más y más hombres, para restablecer el orden en el Perú, tal y como quería su majestad el emperador Carlos. No habló de batalla. No habló de guerra.

Solo una cosa me inquietó de cuanto aquel hombre ajado por el viaje contó a mi tía en aquella noche fría de Carrochamba: entre las misiones encomendadas, aseguraba que el rey le dio instrucciones de asumir el poder de gobernación si algo le sucediese a mi padre, el marqués. Aquello demostraba que en España ya estaban al tanto de las amenazas y que la muerte de mi padre le convertía a él en gobernador ante la Corona. Volví a recordar que si aquel hombre hubiese llegado a su destino antes tal vez mi padre estaría vivo, tal vez no se hubieran atrevido a darle muerte. La sombra de la duda me hizo mirarle con otros ojos.

Vaca de Castro midió el tono para explicar a mi tía Inés cómo se hallaban las cosas en Lima en aquel momento según sus informantes, y por fin se atrevió a preguntar por el único de los Pizarro que continuaba en el Nuevo Mundo, mi tío Gonzalo. Había partido en la Navidad de 1540, un año antes, al País de la Canela. Mi tía aseguró que no esperaba volver a ver al pequeño de los Pizarro, puesto que la selva nada había devuelto de aquellos hombres, Vaca asintió, y yo me rebelé. Gonzalo estaba vivo, yo lo sabía. Así se lo hice saber a mi tía y a él, Catalina acudió entonces a mí, intentando calmarme, y me llevó al camastro donde descansaba mi hermano. Tardé en quedarme dormida, vencida por el llanto.

Capítulo 3Piura y Trujillo

 

 

 

 

 

Los caballos se detuvieron. Desde hacía un rato observaba algunas de las casas que nos esperaban, estábamos en Piura. Contemplé sus calles y recordé como mi padre me narró la fundación de la que fue primera ciudad española en aquellas tierras. Antes del encuentro en Cajamarca con Atahualpa, mi padre y sus hombres, tras días a caballo sobre tierras arenosas y con el agua escaseando en sus calabazas, se toparon con aquel valle, el del río Chira, en el que los indios se mostraron generosos y amigables, especialmente en Poechos, donde conoció mi padre al que se convertiría en su traductor, Martinillo, un indio tallán que aprendió con asombrosa facilidad la lengua castellana.

Mi padre consideró establecer la primera ciudad en aquel lugar, pero ni él ni García de Salcedo se decidían acerca del emplazamiento. Finalmente, mi padre optó por fundar la ciudad en las tierras del cacique Tangarará, a orillas del río Piura, el 15 de agosto de 1532, aunque aquel emplazamiento hubo de ser mudado unos años más tarde hasta el valle medio del río a consecuencia de las fiebres tercianas o «mal aire» que afectaban a los españoles allí asentados y que los indios habrían aprendido a curar empleando la corteza molida del árbol de quino. Fue Diego de Almagro quien dos años más tarde llevó a cabo el traslado hasta el valle medio del río, y ese era su emplazamiento actual. No cambió sin embargo su nombre, el que eligió mi padre: puesta bajo la protección de san Miguel, la primera ciudad española del Perú compartiría nombre con el arrabal trujillano que le vio nacer.

Mientras los porteadores descargaban nuestro exiguo equipaje, fuimos conducidos a la casa del cabildo. Allí permaneceríamos alojados durante los breves días que Vaca de Castro necesitaba para, como él decía de modo pomposo, volver a poner la ciudad bajo la protección de la Corona, despachar nuevas misivas y seguir avanzando hacia Los Reyes.

Sin embargo, cuando llegamos a Trujillo, junto a la costa, el enviado decidió que era más seguro que nosotros permaneciésemos allí esperando el desarrollo de los acontecimientos. Nos instalaron en unas casas de mi padre, y allí se despidió la comitiva dejándonos con una escolta de cinco hombres y el corazón preso de inquietud.

Fue en la Trujillo peruana donde supimos de la muerte de Rada. La justicia divina, si es que existe, quiso que la herida que sufrió en la pierna durante el asesinato de mi padre pusiera fin a su vida cuando se dirigía al norte para evitar que se unieran a la causa real y a la persona de Vaca de Castro los hombres de los capitanes Perálvarez de Holguín y Alonso de Alvarado. Aquella herida que se tocaba insistentemente cuando nos cerró el paso le llevaría al infierno.

Los seguidores de mi padre no solo eran más, sino que eran hombres ricos e influyentes. Sé bien que la muerte de Rada constituyó un golpe mortal a la causa del Mozo. Los almagristas quedaron huérfanos, ya que él era el auténtico cabecilla, hombre de armas, estratega y alma real de la conjura. Murió en las proximidades de Jauja, y me pareció una señal del cielo que aquel hombre perdiera la vida donde yo la recibí. Jauja, la primera capital del Perú, sigue siendo un lugar muy querido por mí. Crecí escuchando a Inés recordar los festejos que siguieron a mi nacimiento, cómo Jauja se engalanó y vivió días de fiesta, cómo todos olvidaron durante un tiempo la dureza de la Conquista para celebrar la llegada de la vida. La tía Inés me contaba, una y otra vez, que aquellos días fueron los más felices que había vivido desde su llegada al Perú. Días que ahora eran lejanos y no parecía que fuesen a volver, ya que todo había cambiado, todo menos la guerra. Percibo que aquel día, Jauja volvió a sentir júbilo tras saberse el lugar donde expiró el asesino.

 

 

Asumimos nuestro nuevo destino y comenzamos a prepararnos. En Trujillo los días se vistieron de una relativa calma, que en realidad venía a ocultar la tensa espera a que nos obligaban. Debíamos permanecer en aquel caserón y salir lo imprescindible; a pesar de mantener la escolta de los hombres de Vaca de Castro, no debíamos levantar sospechas, y era más seguro que nadie supiera que estábamos allí.

Los rumores seguían circulando por aquel Perú en el que la amenaza de la guerra civil volvía a sobrevolar, como el cóndor negro, mensajero de los dioses. El odio gestado amenazaba con volver a sacudir aquella tierra, pero esta vez la sangre que cubriría la Pachamama sería sangre española.

Aprendí a imitar a Catalina y a mi tía Inés, y como ellas me esforcé en disfrazar de apacible rutina lo que era un destierro para complacer a mi hermano Gonzalo y ahorrarle tristezas.

Nos levantábamos al alba y nos ocupábamos en todo tipo de tareas; mis clases de escritura, danza y clavicordio quedaron en suspenso tras la huida, y me ocupaba entonces en aprender lo que resultaba útil en aquella situación, que no sabíamos cuánto duraría. Escuchaba las conversaciones entre Inés y Catalina; a menudo la melancolía se apoderaba de ellas, cuando recordaban los días en Los Reyes, y se preguntaban por los amigos que permanecían en Lima, como Juan de Barbarán y su mujer, o el veedor García de Salcedo y su esposa, la morisca Beatriz, o María de Escobar. No tenían certezas acerca de la vida o la muerte de ninguno de ellos. Uno de los mayores desvelos de mi tía Inés era no conocer el paradero de mi madre, en manos de aquel hombre que según ella la maltrataba.

Cuando cumplí los cuatro años vi cómo mi madre, Quispe, fue apartada de nosotros y contrajo matrimonio con otro hombre que no era mi padre, Francisco de Ampuero. Aunque en un primer momento no entendí aquello, la llegada de Cuxirimai con su corte de sirvientes a nuestra casa me dio la respuesta: la viuda de Atahualpa pasó a convertirse en la compañera de mi padre. Aquella mujer que despreció a los españoles entendió que su supervivencia pasaba por unirse a ellos, y así fue como aceptó el bautismo y recibió el nombre cristiano de Angelina.

Todo ocurrió muy rápido tras la ejecución de Atahualpa, Cuxirimai supo que, en un mundo de hombres, conseguir su favor era lo único que la mantendría a salvo. Entendió que debía alcanzar una posición ventajosa en medio de aquella transición que anunciaba la desaparición del imperio del que formaba parte. Aquella mujer jugó sus cartas e inició una campaña personal para lograr su propia conquista. Sabía que, para mi padre, poseer a la viuda de Atahualpa suponía reforzar su posición en el Incario, y su belleza y su sagacidad harían el resto: ya otros hombres perdieron la cabeza por ella. Cuxirimai, que conocía las reglas del juego, logró desplazar a mi madre, que fue convenientemente casada con otro español, como se hacía con las mujeres repudiadas para rescatar su honra.

Durante el tiempo en que Angelina se convirtió en la concubina de mi padre, con el que tuvo dos hijos, apenas tuve relación con ella, salvo para conocer a mis hermanastros, pero esos escasos momentos que compartí con ella fueron suficientes. Siempre noté el desprecio y el recelo que mi presencia le provocaban. Un profundo sentimiento de odio hacia mi hermano Gonzalo y hacia mí la dominaba, y cierto es que no se molestaba en ocultarlo.

Mi madre tuvo que asumir el rechazo. Una vez más fueron otros los que decidieron su vida, y una vez más hubo de adaptarse a una existencia que la apartaba de cuanto amaba. Muchos la acusaron de ser desleal a los españoles, otros la tildaron de haber perdido el juicio, e incluso en las filas españolas la hicieron responsable de la muerte de la coya Azarpay, condenada a garrote por mi padre acusada de traición. Todo valía para justificar aquella separación, y, sin embargo, mi madre hizo lo que hizo por proteger a mi padre, como ya hiciera en otras ocasiones, pero ya no contaba con el favor del marqués. Hoy, con la sabiduría que otorgan los años y la distancia, me doy cuenta del agravio imperdonable que se cometió con mi madre, y que ella no supo o no pudo encarar.

Con gran premura, mi padre organizó el nuevo matrimonio de mi madre, y le cedió una gran dote compuesta de casas, huertos, oro y encomiendas que facilitó el trámite de encontrar a un pretendiente, aunque nadie se hubiese negado ante una petición del marqués gobernador del Perú, que llegado el caso podría disfrazarse de orden. El que habría de desposar a mi madre fue Francisco de Ampuero, un riojano que llegó al Perú con mi tío Hernando, tan cargado de modales exquisitos como vacío de riqueza. Era un conocido del capitán Estete, también riojano. Sus dotes diplomáticas y su habilidad para decir oportunamente lo que el otro quería escuchar hizo que se ganara el favor de los Pizarro, y no le costó mantener a salvo y bien oculta su verdadera alma. Para Ampuero, que no había participado en la Conquista y por tanto no disponía de grandes bienes, tierras que trabajar ni fortuna en el Nuevo Mundo, aquella fue una magnífica oportunidad de acceder a las ricas encomiendas que el marqués dejó a su primera mujer. La encomienda de Chaclla, entregada solo para él, buscaba compensar la imperfecta virtud de la mujer que desposaba, cuya maternidad delataba la pérdida del virgo, una castidad corrompida por otro, una mancha que