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Una princesa rechazada. Un rey resignado. Un matrimonio que podría salvar sus reinos, pero destruir sus corazones. Aunque es la hija mayor, la princesa Faraine vive en un segundo plano, apartada de la corte. Su don divino la convierte en un estorbo para la corona, y ha aprendido a ceder su lugar a su bella y favorecida hermana menor en todo. Por eso, cuando el apuesto y enigmático Vor, el Rey Sombra, viene en busca de una prometida, Faraine no se sorprende de que su hermana sea su elección. A Vor no le entusiasma la idea de casarse con una humana, pero está dispuesto a lo que sea necesario por el bien de su pueblo, y cuando conoce a la vivaz princesa Ilsevel, no tarda en aceptar un acuerdo matrimonial. Sin embargo, ¿por qué no puede quitarse de la cabeza los inquietantes ojos de su hermana mayor? La novela de fantasía romántica viral en TikTok, ahora en edición impresa con contenido exclusivo.
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Seitenzahl: 558
Veröffentlichungsjahr: 2025
Para todos aquellos que alguna vez se lo preguntaron…
Eres valioso.
Eres amado.
Eres suficiente.
NOTA DE LA AUTORA
Este libro contiene temas para adultos, descripciones de agresión, violencia y escenas de contenido sexual. Se recomienda discreción al lector.
1
Faraine
Las yemas de los dedos rozan la curva de mi cuello y mi hombro.
Jadeo para tomar un poco de aire, lo contengo. Lo suelto en un suspiro, sólo para inhalar nuevamente cuando ese contacto, ardiente como el fuego, se desplaza hasta mi garganta, recorre mi clavícula. Un aliento cálido me hace cosquillas en el sensible espacio de piel detrás de mi oreja. Entonces, el borde de los dientes ejerce una ligera presión sobre el lóbulo de mi oreja. Sólo lo suficiente para que sienta su filo.
Deja que te enseñe, retumba una voz profunda en las sombras. Deja que aprenda de ti.
Vuelvo a caer en un lecho de oscuridad. Me envuelve en un perfume dulce y embriagador. No puedo ver nada, porque todo es negro como la tinta, así que cierro los ojos, dejo que mis otros sentidos cobren vida.
Él está ahí.
Su cuerpo presionado contra el mío.
Sus dedos hacen girar los delicados tirantes en mis hombros.
Sus manos alisan los pliegues sedosos de mi vestido.
Mi garganta vibra con un suave gemido. Respondo a sus caricias, me rindo a su dirección mientras me arrastra hacia esta danza sensual. Sus labios son carnosos y suaves, pero chisporrotean contra mi piel a medida que sus besos exploran mi cuello, mi clavícula, el espacio entre mis pechos. Dejo correr mis manos por sus anchos hombros, subo por su nuca, mis dedos se enredan en los largos y sedosos mechones de su cabello.
¿Es esto lo que quieres?
¿Ilsevel?
Abro los ojos. Una tenue luz roja ilumina la oscuridad lo suficiente para que pueda ver el rostro que se cierne sobre el mío. Esos rasgos fuertes y afilados como cuchillos; sus ojos, vacíos y negros, rebosantes de furia, de odio.
Muestra los dientes. Son afilados como colmillos.
Entonces, estoy cayendo. Caigo, doy tumbos, el aire caliente pasa a toda velocidad a mi lado. El calor se intensifica, quema lo poco que queda de mi ropa, quema mi carne, mis huesos.
Grito…
… y aterrizo sobre mi espalda.
Cada músculo de mi cuerpo se tensa, mis pulmones se contraen. Por un instante, creo que me estrellé contra una piedra, que me rompí en mil diminutos fragmentos. Luego, mi corazón da un doloroso latido. La vida se precipita a través de mí, estremece mis huesos. Tomo una bocanada de aire entrecortada. Tardo un momento en darme cuenta de que mis párpados se mueven con rapidez, porque no hay diferencia en que estén abiertos o cerrados. Todo está absolutamente negro. ¿Me golpeé la cabeza al caer? ¿Ahora estoy ciega?
Pero no. No caí. No en realidad.
Tampoco se derritió la carne sobre mi esqueleto.
Era sólo un sueño.
Un sollozo se ahoga en mi garganta. Ruedo sobre mi costado y me agarro al borde del estrecho catre en el que estoy tumbada. Poco a poco, mi mente aturdida empieza a despejarse. Otra vez, sé dónde estoy: en una cueva. Húmeda. Fría. Oscura. Muy por debajo de la superficie de este mundo. Encarcelada por traición contra el Rey Sombra.
Un escalofrío recorre mi espalda. Esta oscuridad es terrible. Se siente como algo vivo, una entidad opresiva que se aprovecha de mi cordura. Mis sentidos ya son sumamente agudos debido a mi don divino. Ahora, privada de la vista, no tengo ninguna barrera que me separe de las más diminutas e insidiosas sensaciones.
¡Si tan sólo pudiera regresar a ese sueño! Porque era un sueño… ¿cierto? Una parte de mí quiere creer que fue un recuerdo. Esas caricias. Esos besos. Esas emociones del cuerpo y del alma. Fueron mías. Por un breve y precioso momento, fueron mías.
Sólo que es una mentira.
Esos besos eran todos para Ilsevel.
Mi hermana.
Amada.
Muerta.
Las lágrimas corren por mis mejillas. ¿Cuánto tiempo he estado llorando? No lo sé. Tampoco puedo adivinar cuánto tiempo he estado aquí, en este oscuro lugar. Desde que los guardias me arrastraron de aquel patíbulo de ejecución, a través de una desconcertante variedad de pasillos pedregosos, y me arrojaron a esta celda, parece que ha pasado sólo un momento y, al mismo tiempo, años. Recuerdo haber estado sentada en este mismo catre, observando cómo el único cristal lorst se atenuaba y se apagaba. No sé cuánto tiempo ha pasado después de eso.
Me duelen los ojos del esfuerzo. Los cierro una vez más y evoco la última visión persistente en mi memoria: Lyria. Mi media hermana. Parada al otro lado de los barrotes de la celda mientras nos despedíamos. ¿Dónde está ahora? ¿A medio camino de Beldroth, llevando su informe de los últimos acontecimientos a Padre?
Lo más probable es que haya sido asesinada antes de llegar a la Puerta Intermedia y que hayan enviado su cuerpo como advertencia al rey Larongar. En castigo por su traición. Y la mía.
Respiro entre mis dientes apretados y me incorporo. Una oleada de vértigo me invade y el pánico se apodera de mis entrañas. Extiendo los brazos en busca de algo, cualquier cosa, algo que pueda tocar, que me sirva de apoyo. Mi mano golpea con fuerza la pared de piedra. El dolor me atraviesa los huesos y grito. Luego, me muerdo la lengua. Inclino la cabeza.
Cuando toqué la pared, algo… sucedió.
Con los dedos temblorosos, extiendo la mano y presiono la palma contra la gruesa y fría piedra. Estas paredes no están talladas, se han formado de manera natural a lo largo de milenios. Cierro los ojos y con la otra mano sostengo el pendiente de cristal que cuelga de su cadena alrededor de mi cuello. Al principio, permanece muy quieto. Aprieto con más fuerza hasta que noto el débil pulso en su centro, calentándose contra mi piel.
En lo profundo de la pared, moviéndose a través de la pesada piedra, llega un zumbido en respuesta.
El repentino gemido de bisagras metálicas de una puerta me sobresalta. Aparto la mano de la pared y el corazón me da un vuelco. ¿Fue un sonido real? ¿O lo imaginé? No, hay luz. Luz real. Un resplandor tenue, pero suficiente para hacerme jadear y cubrirme la cara con ambas manos.
Un sonido de pasos suaves. El roce de una tela pesada sobre la piedra. Son tan fuertes en la quietud que parecen resonar en mi cabeza. Miro entre mis dedos. El resplandor viene de más allá de mi celda. Se refleja en los barrotes de la puerta y proyecta largas franjas de sombra sobre el suelo. Esas bandas se mueven a medida que la luz se acerca, como tajos de oscuridad listos para partirme en dos.
¿Están aquí otra vez los guardias para arrastrarme de regreso al patíbulo? Y esta vez, ¿mantendrá el enfurecido rey su propósito? Sin aplazamiento de última hora. Me arrodillaré ante el bloque y miraré fijamente dentro de una caja forrada de seda azul. La última visión que captarán mis ojos antes de que ruede mi cabeza.
Me levanto de la cama y acomodo mis faldas alrededor de mí. De pie, sostengo el pendiente con una mano y cierro la otra en un puño, decidida a no mostrar miedo. La luz se acerca lo suficientemente despacio para que mis ojos tengan tiempo de adaptarse. Lo que hace un momento parecía tan brillante como una estrella resplandeciente se convierte en un único cristal lorst engarzado en un soporte de plata que una mano temblorosa sostiene. Una figura se detiene al otro lado de los barrotes. Creo que es un hombre, pero va tan cubierto que no puedo asegurarlo. Una capucha le cubre la cara. Hay algo extrañamente familiar en él, alguna resonancia de su alma que golpea mis percepciones dotadas por los dioses. No es Vor. De eso, al menos, estoy segura.
Levanta el cristal lo suficiente para que la luz pálida y violácea ilumine mi cara. Hago una mueca de dolor, pero me niego a taparme los ojos. Se escucha una respiración agitada debajo de la capucha. Luego, con movimientos rápidos y bruscos, saca una llave de entre los pliegues de su capa, la introduce en la cerradura y abre la puerta de un tirón. Los barrotes chirrían en las profundas ranuras del suelo y el sonido me produce un escalofrío. El hombre retrocede y hace un gesto brusco con un brazo.
Trago saliva con fuerza.
—¿Adónde me lleva?
El hombre tan sólo permanece ahí, con el brazo extendido.
—¿Voy a ver a Vor? ¿Al rey?
Nada aún.
Intento hacerme una idea de sus sentimientos. Me resulta difícil leer a los trolde. Aunque no son impermeables a mi don, parecen guardar sus emociones tras capas de piedra. Al principio, era un alivio: la implacable presión de los sentimientos de otras personas demasiado a menudo abruma mis sentidos. Ahora, sin embargo, es aterrador. Lo único que detecto es una fina vibración en el aire entre este desconocido y yo. Cuando aprieto un poco más mi cristal, casi, casi puedo…
—¡Nurghed ghot!
Jadeo. Esa voz, tan dura y fría, me hiela la sangre. Pero ¿qué puedo hacer? No voy a esperar a que él me saque. Lo mejor será moverme por mi voluntad, tomar todo el control que pueda.
Agarrando con fuerza mi pendiente, me escabullo de la celda y salgo al pasillo. Las sombras oscurecen mis pies y tropiezo un poco. Sin embargo, el suelo es relativamente liso, así que recupero el equilibrio y avanzamos por un corredor, pasamos junto a numerosas celdas vacías, atravesamos una puerta y llegamos a una estrecha escalera. Me levanto las faldas y subo. Cada escalón se siente como una montaña que mi vacilante valor debe conquistar. Al final de la escalera, salgo a un amplio pasillo con un techo alto y arqueado. Los cristales lorst colocados en candelabros de plata ofrecen un poco de luz, pero no mucha.
La figura encapuchada —¿mi escolta?, ¿mi captor?, ¿mi enemigo o mi amigo?— sale de la escalera detrás de mí y me hace un gesto para que gire a la derecha.
—¿Adónde vamos? —vuelvo a preguntar.
Sólo responde con más de esa respiración pesada y entrecortada.
Quiero correr. Quiero levantar mis faldas y salir corriendo, seguir las luces lorst a dondequiera que me lleven. Pero entonces, ¿qué? No puedo escapar. No podría navegar por el Reino de las Sombras y sus caminos subterráneos. Ni siquiera lograría salir de los muros del palacio. Y cuando inevitablemente me atraparan, me arrastrarían por el cabello, pataleando y gritando, de vuelta al patíbulo.
Si debo morir, lo haré con dignidad.
Giro a la derecha como se me indica y marcho. El desconocido se coloca detrás de mí. Me estremezco al sentir su aliento caliente en mi nuca. Pero no me ha tocado. Todavía no, por lo menos. Damos vuelta y entramos en un nuevo pasillo, un poco más pequeño y menos iluminado que el que acabamos de dejar. Tropiezo y extiendo una mano para sostenerme de la pared.
Una vibración parpadea bajo mi palma. Luego, otra vibración responde, ondulando desde la figura que tengo a mi espalda. Un eco del alma que golpea mi don divino con una potencia innegable.
Maldad.
Asesinato.
Me detengo. Mi corazón palpita contra mi esternón.
—¡Drag! —gruñe el desconocido; una vez más, su voz suena inquietantemente familiar.
Me lleva a algún sitio para matarme. No sé por qué. Podría haberme dominado fácilmente en la celda, cortarme la garganta, aplastarme el cráneo con sus grandes manos trolde. Tal vez no quiere dejar pruebas de mi muerte. Tal vez planea entregarme para que otra persona lo haga.
De cualquier manera, su intención es que yo muera.
Tengo una fracción de segundo para decidir qué hacer. Lo observo, su rostro encapuchado, su cuerpo encorvado y nervioso. Quiere mantener mi muerte en secreto. Lo que significa que no he perdido totalmente el poder aquí.
Abro la boca y suelto un grito estremecedor. Resuena por todo el pasillo de piedra, y los cristales incrustados en las paredes parecen captar el sonido y llevarlo todavía más lejos. Seguro que hay alguien cerca, alguien vendrá, alguien…
El hombre me agarra por los hombros y me golpea contra la pared. Me deja sin aliento y me tapa la boca con la mano.
—¡Morar-juk! —gruñe mientras se retira la capucha del rostro.
Una fría oleada de horror se apodera de mí cuando veo sus rasgos. Lo reconozco. Es el hombre que estaba junto al bloque del patíbulo. El hombre que leyó mis crímenes, que pronunció mi sentencia. Sentí el frío y cruel placer que estaba experimentando ante la perspectiva de mi muerte. Su malicia golpeó mi don divino con tanta fuerza que me hace caer.
Ya no hay tal placer en él. Al principio, no siento más que muerte, asesinato duro y terrible. Pero sólo es la fina capa que cubre la verdad. Debajo, se esconde un sentimiento más profundo, más fuerte, creciente: desesperación.
Los globos oculares del hombre tiemblan en su cráneo. Me empuja contra la pared, con el antebrazo a través de mi garganta. Su mano libre busca en su capa y saca una daga que me clava justo debajo de la oreja. Pero comete un error. Tiene todo mi cuerpo presionado contra la pared. Apoyo mis palmas en la piedra, siento la vibración de todos esos cristales ocultos en lo más profundo. Canalizo esa vibración, miro fijamente sus ojos inquietos y… me aferro.
El hombre jadea. Se queda congelado. Su cabeza se inclina lentamente hacia un lado.
Lo siento todo. Todo lo que él siente. Asesinato. Odio. Sed de sangre y miedo. Lo siento y lo mantengo suspendido entre nosotros, incluso cuando su cuchillo me pincha la garganta; incluso cuando el filo de la hoja me corta la carne.
Lentamente, suelto una mano de la pared y la aprieto contra su mejilla.
Calma.
Las vibraciones de la piedra me atraviesan, ondulan por mis huesos y mis músculos, salen por mis poros.
El hombre se sobresalta. Sus ojos se abren de par en par.
Luego, cae como una piedra.
Con un grito ahogado, me tambaleo y apenas consigo asegurar mis rodillas para no caer. La pared sigue zumbando débilmente a mi espalda, y mi cuerpo reverbera con ecos de energía pulsante. Lentamente, las reverberaciones pasan. Parpadeo. Mi visión se aclara.
Un cuerpo encogido yace a mis pies.
Lo observo fijamente, sin saber por un momento cómo llegó hasta allí. La sangre sube hasta mi cabeza, palpita en mis venas. Finalmente, lo comprendo: Yo lo hice. Dejé inconsciente a este hombre. Tal vez… tal vez algo más. Tal vez algo peor.
Parece estar en paz. De un modo poco natural, teniendo en cuenta lo retorcida que era su expresión apenas hace un momento. Sacudo la cabeza, con la respiración entrecortada y tensa entre mis labios. ¿Qué hice? Ya había utilizado antes este truco para calmarme. Es el único aspecto de mi don divino sobre el que tengo algún control. Pero nunca hasta tal punto.
El calor fluye por mi cuello. Cuando lo toco, mis dedos se sienten pegajosos. Debo hacer algo. No puedo tan sólo quedarme aquí, sangrando. El cuchillo yace donde cayó, cerca de mi pie. Me pregunto si debería recogerlo. No sé qué hacer con él. Nunca me atrevería a clavarlo en otro ser vivo.
Con la espalda aun presionada contra la pared, doy algunos pasos hacia un lado, lejos del hombre caído. Luego, con una inhalación temblorosa, tomo su cristal lorst del suelo. Lo agarro con ambas manos y continúo por el pasillo. Mis labios intentan, sin éxito, darle forma a un grito de auxilio. Pero no debería alertar a nadie de mi presencia, ¿cierto? Después de todo, tal vez este hombre no estaba trabajando solo. Alguien más podría venir corriendo a terminar lo que él empezó.
¿Es posible que haya sido enviado por Vor? Seguro que no. ¿Por qué me libraría Vor de una ejecución pública sólo para enviar luego a un siniestro asesino a mi celda? Por supuesto, podría querer una muerte callada para mí, sin un escándalo público. No es como si a mi padre le importara si vivo o muero.
Llego a un lugar donde el pasillo se bifurca y me detengo, insegura. Un paso en falso podría enviarme a los brazos de otro asesino. ¿Hay alguna opción que me lleve a un lugar seguro? Cierro los ojos y extiendo mis sentidos, sin saber apenas lo que busco. Tal vez nada. Pero tal vez… tal vez…
De pronto, ahí está: un tirón.
Es tan débil que fácilmente podría ser sólo mi imaginación. Pero justo en este momento, es la única orientación que tengo.
Me giro hacia el pasillo de la izquierda y sostengo el cristal lorst frente a mí. Otros pasillos parten de éste, pero no me distraigo. Continúo, con paso decidido, casi como si supiera a dónde voy.
La luz brilla más allá. Es tan brillante, tan pura, que quiero convencerme de que es la luz del día. Por supuesto, eso es imposible en este mundo subterráneo de piedra. Aun así, me apresuro hacia ella, ansiosa, extrañamente esperanzada. Una puerta arqueada se abre de par en par ante mí. Entro y contemplo el mundo que se abre justo delante.
Se me cae la mandíbula lentamente.
Es un jardín. Al menos, eso es lo que mi cerebro intenta decirme. Sólo que no se parece a ningún jardín que haya visto antes. Es mucho más grande, más imponente, con majestuosas alturas y sinuosas profundidades, escarpados acantilados y retorcidas formaciones rocosas. Brillantes estallidos de color me hacen creer que veo flores. Sin embargo, en un segundo vistazo, me doy cuenta de que son piedras preciosas. Cientos y cientos de piedras preciosas. Algunas han sido pulidas hasta formar esferas perfectas. Otras se han dejado en su estado natural, mientras que otras han sido talladas y cortadas. Diamantes, rubíes, esmeraldas y muchas más, tantas y tan variadas que ni siquiera puedo nombrarlas todas. Brillan bajo la luz lorst que las alumbra desde el techo de la caverna.
No sé cuánto tiempo permanezco allí, deslumbrada. Entonces, siento de nuevo el tirón, esta vez más fuerte. Atrae mi mirada hacia un afloramiento en una región más alta del jardín. Allí, en un orgulloso despliegue, se exhibe un anillo de altos cristales azules. Se parecen mucho al pendiente que llevo, pero mucho más grandes.
Atravieso la puerta. No tengo ningún plan, ningún propósito claro en mente. Sólo sé que debo alcanzar esas piedras.
Muchos caminos serpentean a través de este increíble paisaje. Tomo el que parece más probable que me lleve hasta ese afloramiento. Está bordeado por un seto de esmeraldas en bruto y me conduce bajo una enramada de rubíes rojos tallados a mano, que cuelgan suspendidos de hilos casi invisibles, como diminutas gotas de sangre brillante. El sendero está impregnado de un resplandor rosado.
La voz de Vor vuelve a mí de repente, la respuesta que dio cuando le pregunté si había luz en el Reino Bajo: Más luz de la que puedas imaginar. Más luz, más color, más vida. Más todo. En aquel entonces, no le creí. Ahora, casi podría reír. ¡Qué tristes, grises y patéticos debieron parecerle los jardines invernales de Beldroth!
Un chirrido llama mi atención. Me giro bruscamente y me asomo a través de las gotas rojas de rubíes hacia una alta formación rocosa al otro lado. Algo salta a la vista en la cima de una gran roca blanca. Jadeo, sorprendida. A primera vista, parece un gato, con un cuerpo largo y ágil. De las puntas de sus enormes orejas triangulares salen mechones de pelo blanco. Sin embargo, no tiene patas, sino ágiles manos con garras, más parecidas a las del mono que la hermana Magrie tenía como mascota en el convento. Nunca me gustó ese mono, con su carita diabólica.
Esta criatura, sin embargo, tiene un aspecto bastante dulce, salvo por el hecho de que no tiene ojos. Donde deberían estar los ojos, sólo hay unas manchas oscuras de piel. No hay cavidad. No hay párpado. Me recuerda inquietantemente al horrible demonio de las cavernas que encontré a mi llegada al Reino Bajo.
Temblando, me doy la vuelta y me apresuro a subir por el sendero. Aun así, me siguen más de estas pequeñas criaturas. Corretean alrededor, por debajo y por encima de las rocas, olfateando con curiosidad y moviendo las enormes orejas. Si me acerco demasiado, se apartan, pero nunca muy lejos.
Justo cuando paso bajo un arco de piedra gris verdosa, una de las criaturas cae de repente a la altura de mis ojos, suspendida por la cola. Salto hacia atrás y me llevo una mano a la boca para sofocar un grito. Sin embargo, esta criatura no se escabulle como las otras. Se agarra a la base de su cola y se retuerce para acomodarse en posición vertical. Su pequeña nariz puntiaguda olfatea con interés, sus orejas con penacho se inclinan hacia mí.
Contengo la respiración, sin saber qué hacer. El camino que sigo lleva directamente hasta este arco. No veo otra forma de llegar a los altos cristales, que aún me llaman sutilmente.
Me muerdo el labio y doy un paso adelante. Tal vez el animal chille y se escabulla como los otros. En lugar de eso, emite un pequeño ruido burbujeante e inclina la cabeza hacia un lado. Su pelaje es muy vivo: morado y naranja, con vetas azules. Nunca había visto colores tan brillantes en un ser vivo. Es precioso.
Despacio, vacilante, extiendo una mano. El animal alarga el cuello, toca la yema de mi dedo con la punta de su húmedo hocico. Una vibración zumba entre nosotros. Parpadeo, sorprendida. La criatura también parece un poco asustada y echa las orejas hacia atrás.
Entonces, con movimientos abruptos, enrosca su larga cola y trepa hasta lo alto del arco. En el mismo instante, el sonido de unos pasos me hace girar la cabeza hacia un lado. Alguien se acerca. El corazón salta hasta mi garganta. ¿Qué debo hacer? No puedo correr… quienquiera que sea seguramente me verá y me perseguirá. Lo último que quiero es que me persigan por este extraño jardín de este extraño mundo.
Entonces, hago lo único que puedo. Agarro mi pendiente, me armo de valor y me giro para enfrentarme a quien sea que venga.
2
Vor
Dientes tan punzantes como alfileres se encajan en el lóbulo de mi oreja.
—¡Morar-juk! —gruño, me siento erguido y aparto mis manos de mi cara. El gato polilla que tengo sobre el hombro emite un chillido y salta para esquivar mi manotazo. Agita la cola, se lanza sobre mi rodilla y luego a mi pecho, y corre para esconderse detrás de mi cuello. Todo tan ágil y rápido… pero no lo suficiente.
Lo golpeo con una mano y atrapo su larga y retorcida cola. Sorprendido, vuelve a chillar y se retuerce en mi mano mientras lo mantengo a distancia. Echa hacia atrás sus orejas peludas y muestra dos hileras de dientes diminutos.
—¿Qué? —frunzo el ceño al observar a la pequeña bestia—. ¿Tú también crees que ya es hora de que me sobreponga y empiece a comportarme como un rey otra vez? Quizá te gustaría tener un puesto en mi consejo. Creo que hay un lugar disponible justo entre Lady Parh y Lord Rath. Encajarías perfectamente.
El gato polilla chilla y se retuerce en mis manos hasta que lo suelto. Cae, aterriza sobre sus patas y se sube de inmediato a mi rodilla. Allí se posa y me mira con la cara levantada. Pongo los ojos en blanco, pero sucumbo a su encanto y me permito pasar mis dedos por debajo de su barbilla y detrás de una de sus grandes orejas. Luego, me reclino en mi banca y contemplo la vista que se extiende ante mí.
Mi padre colocó la banca donde estoy sentado como regalo para mi madre poco después de que se casaron. Éste era el lugar favorito de mi madre. Ella venía a menudo a los jardines reales para sentarse aquí y admirar el acantilado de cristal y las cascadas. Cuando era pequeño, solía traerme con ella. Nos sentábamos juntos y disfrutábamos de la lluvia de rocío arcoíris que se posaba en nuestra piel, y del sonido de las cascadas que cantaban a través del lago cristalino frente a nosotros.
Después —tras la partida de mi madre y el nuevo matrimonio de mi padre—, no volví a visitar este lugar durante bastante tiempo. Pero me gustaba imaginar que traería aquí a mi esposa. Algún día. Lo imaginaba todo con gran detalle: un almuerzo campestre al atardecer, tras nuestra noche de bodas. Una oportunidad para mostrarle uno de los paisajes más hermosos que mi reino puede ofrecer. Por supuesto, ella seguiría sintiéndose incómoda en este mundo extraño y tan diferente al suyo. Pero cuando viera este lugar, todo empezaría a cambiar. Me arrodillaría frente a ella, tomaría sus manos entre las mías y le prometería que todo esto —todo este esplendor, junto con mi mano y mi corazón— sería suyo.
Vaya sueño tan tonto.
Un gruñido resuena en mi garganta. Asustado, el gato polilla salta de mi rodilla y se aleja corriendo antes de volverse, arquear el lomo y mostrarme los dientes.
—Perdóname, pequeño amigo —le digo—. Esta mañana me siento como si no fuera yo.
Extiendo mi mano y la bestia me permite acariciarla desde la parte superior de la cabeza hasta la base de la cola, a través de su lomo arqueado. Amasa el aire con sus pequeñas patas y ronronea ruidosamente, ya olvidado todo temor. Sacudo la cabeza y vuelvo la mirada hacia la cascada. Delicados chorros blancos caen entre las salientes de cristales que el tiempo ha formado. Es una vista en verdad espectacular. Una de las más hermosas en todo mi reino. Sin embargo, hoy no me atrapa. Aunque vine en busca de paz y claridad, mi mente está tan agitada como siempre.
Debo tomar una decisión. Sobre Faraine.
Sul partió ayer, escoltando a la compañera de la princesa, Lady Lyria, de regreso hasta la Puerta Intermedia. Lleva consigo un mensaje para el rey Larongar: mi exigencia de que los magos mifatos sean enviados de inmediato para servir bajo mis órdenes. Redacté el mensaje con cuidado para que no contuviera ninguna amenaza explícita contra la vida de Faraine. Pero tampoco prometí seguridad permanente.
No es que espere que mis exigencias sirvan de algo. He sido testigo del desprecio que Larongar siente por su hija mayor. No se moverá para protegerla, mucho menos si eso va en contra de sus intereses.
Inclino la cabeza y entierro el rostro entre mis manos. Y ahí está ella, en mi mente. Faraine. Oigo el suave murmullo de su voz en mi oído. Sus suaves gemidos cuando mis palmas acariciaban su trémulo cuerpo. Los pequeños jadeos de placer que acompañaban cada beso que depositaba en su piel. Qué dulce era su sabor… fresco, delicioso. Y mío.
Entonces, abrí los ojos. Vi a mi encantadora y delicada novia tal como era en realidad. Una traidora. Falsa, hipócrita.
El gato polilla emite un repentino prrrrr y se sienta sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras colgando. Inclina las orejas hacia los jardines y, con otro ronroneo, sale corriendo entre las piedras. Con el corazón apesadumbrado, lo observo hasta que desaparece de mi vista. Yo también debo irme pronto. Regresar al palacio. Dejé a Hael en la entrada principal de los jardines y le ordené que no dejara pasar a nadie, pero no puedo esconderme aquí por mucho tiempo más. Mythanar necesita a su rey.
Libero un largo y lento suspiro. Luego, enderezo mis hombros, me levanto, me alejo de la cascada y vuelvo sobre mis pasos por el sendero que sale del lago. Los gatos polilla están extrañamente agitados hoy. Parlotean con sus voces cantarinas y a veces emiten graznidos y chillidos ásperos que hacen bailar en el aire ráfagas de olk. Algo debe haberlos perturbado. Espero que ninguno de mis ministros venga a molestarme con opiniones o a presionar para que actúe. No puedo aguantar mucho más de su…
Doy vuelta en un recodo del camino. Y me detengo en seco.
Una aparición se detiene frente a mí.
Debe ser una aparición. Porque no puede ser verdad. Simplemente, no puede serlo.
Porque Faraine está en una celda de detención. Bajo guardia. Escondida donde no pueda distraerme, donde no pueda nublar mi ingenio y mi razón, mientras busco una solución al problema que ella creó.
Lo que significa que no puede estar frente a mí, bajo ese arco de piedra pálida. Inmersa en la luz púrpura que se refracta en un racimo de amatistas en flor. Mirándome desde esos extraños ojos bicolor. Ojos que parpadean lentamente, largas pestañas que abanican sus mejillas al caer y subir otra vez.
—Tú —suspiro. Mis labios se curvan y dejan ver mis dientes.
Como si se moviera por sí solo, mi cuerpo da un paso. No sé qué voy a hacer. ¿Agarrarla por el cabello y arrastrarla de regreso hasta su celda? ¿Apretarla contra mi pecho para sentir el latido de su corazón contra el mío? Ambas necesidades, ambos deseos, surgen en mi alma con igual y opuesta intensidad.
Sin embargo, antes de que pueda dar un segundo paso, ella cae de rodillas sobre la tierra.
Una vez más, me detengo en seco. Al caer, el amplio escote de su vestido se deslizó por un hombro y dejó al descubierto la suave curva de su piel. Su cabello dorado y alborotado atrapa la luz lorst, y yo no puedo evitarlo. Toda la sangre escapa de mi cara y corre directamente a mis entrañas, donde se revuelve y arde.
Me esfuerzo por dominarme.
—Levántate, princesa —ordeno—. Vamos, ponte en pie.
—Lo haría. Si pudiera —un escalofrío recorre su cuerpo. Los músculos de su cuello y hombros se tensan cuando vuelve la cabeza y levanta su mirada hacia mí. Líneas de intenso dolor enmarcan sus ojos—. Créeme, no me produce ningún placer humillarme ante ti.
Una mancha roja resalta sobre su pálida piel. Desciende lentamente por su garganta y se seca en su pecho. Me quedo mirando, sin entender qué es lo que veo. Entonces, de pronto, lo recuerdo: la sangre de los humanos es roja.
—¡Faraine!
Al momento estoy a su lado, arrodillado, levantándola en brazos. Se resiste, con las manos apretadas contra mi pecho. Sus brazos tiemblan en su esfuerzo por apartarme. Pero es débil. Con un pequeño gemido, pone los ojos en blanco y ladea la cabeza, lo que me permite ver con claridad el corte carmesí que tiene justo debajo de la oreja izquierda. La rozo con mis dedos temblorosos y contemplo horrorizado la sangre que se filtra a través de ellos.
—¿Quién te hizo esto? —gruño.
Ella no puede responder. Cuando la acerco y apoyo su cabeza en mi hombro, se limita a gemir. Su cabello cae en suaves ondas sobre mi pecho y, cuando miro hacia abajo, sólo puedo ver la curva de su mejilla… y la curva mucho más amplia de su hombro desnudo y su pecho. Sería una visión muy atractiva si no fuera por esa fea mancha roja.
—¿Faraine? —mi voz suena áspera en mis propios oídos—. Faraine, ¿puedes oírme?
—Sí —se estremece. Una mano se levanta hasta el frente de mi túnica con desesperada urgencia—. No necesitas gritar. Estoy justo aquí.
Demasiada impertinencia de alguien a quien acaban de herir en el cuello. Tomo fuerzas y la muevo entre mis brazos para poder inclinar su barbilla y ver más de cerca la herida. Ahora que el pánico se ha apaciguado, veo que sólo se trata de un rasguño superficial. Entonces, ¿por qué se está desmayando en mis brazos?
Vuelve a gemir y deja caer la cabeza en el hueco de mi cuello.
—Suéltame —jadea. Levanta una mano temblorosa y la presiona contra mi pecho, pero sin fuerza—. Me estás haciendo daño.
¿Le estoy haciendo daño? Obligo a mis brazos a relajarse, pero en el momento en que retiro mi apoyo, se desploma al suelo. Me apresuro a levantarla de nuevo y la agarro con fuerza pese a su gemido agónico. Dios de la Oscuridad, perdóname, ¿qué se supone que debo hacer? No puedo dejarla en medio del camino.
Con un gruñido de frustración en el pecho, paso un brazo por debajo de sus rodillas, la obligo a apoyar su cabeza contra mi hombro y me levanto. Ella emite un pequeño gemido, agarrada a la parte delantera de mi camisa.
—¡No! ¡No, suéltame!
—No te resistas —digo contra su cabello.
—Me resistiré si eso es lo que quiero —su voz es más débil que antes—. Por favor… por favor, no… me envíes de vuelta a…
Su cuerpo desfallece de repente.
Siento una opresión en el pecho mientras observo su rostro. Tiene la boca lánguida, los labios entreabiertos, pero su expresión sigue siendo tensa. Una leve línea se frunce entre sus cejas. ¿Está inconsciente? No estoy seguro. Debo hacer algo, debo llevarla a alguna parte. Levanto la mirada y busco entre las formaciones rocosas.
—¿Hay alguien ahí? —grito—. ¿Hay alguien?
No hay respuesta. Sólo mi voz resuena entre los cristales en flor.
Sin otra opción, regreso por el sendero, murmurando maldiciones a cada paso. ¿Cómo, por la Oscuridad Profunda, se las arregló Faraine para escapar de su celda? Y luego, ¿cómo encontró el camino para llegar justo aquí, de entre todos los lugares? No tiene sentido. Como si fuera arrastrada por una fuerza irresistible, mi mirada se desliza hacia la suave curva blanca de su hombro y de su pecho. Ahora ella está acurrucada bajo mi barbilla, tan pequeña, tan delicada. Con qué facilidad podría aplastarla entre mis brazos. Y, sin embargo, todo en ella es femenino, suave y cálido. El placer de abrazarla así es más de lo que me atrevo a admitir.
—¡Hael! —aparto la mirada y grito a través del jardín hacia la entrada sur—. ¡Capitana Hael! Maldita sea, ¿dónde estás?
Por fin, Hael aparece en mi campo de visión, parada en el arco de entrada. Mi capitana de la guardia parece insegura, algo que no es normal en ella. Suele ser muy serena, pero los últimos acontecimientos la han sacudido hasta la médula. Como debe ser. Ciertamente, mi confianza en ella ya no es la que alguna vez fue.
Echa un vistazo al bulto que tengo en los brazos y su expresión dura como una piedra se transforma en absoluta conmoción.
—¿Qué es esto? —grita, y salta hacia delante, como si quisiera quitarme la carga.
Giro con cuidado para evitar que me agarre y continúo rápidamente hacia el interior del palacio.
—La prisionera escapó de su celda —ladro por encima del hombro—. Alguien tiene que averiguar cómo lo hizo. Ahora.
Hael se agacha para ir por un pasadizo lateral y hacer sonar un cuerno zinsbog. Esto hace que otros miembros de su guardia corran hacia nosotros. Demasiado pronto, estoy rodeado de caras boquiabiertas. Lo cual no es ideal. Lo último que necesito es que se corra el rumor de que me vieron acunando en mis brazos a la novia que estuve a punto de decapitar públicamente hace apenas unas horas.
—Abran paso —gruño, y se separan ante mí.
Hael dicta órdenes precisas a algunos para que se dirijan rápidamente a la celda y hablen con el guardia de servicio; a otros les ordena que registren los pasillos cercanos, en busca de posibles cómplices. Luego me sigue, soltando de vez en cuando un “¿Adónde la lleva?” o “¿Qué planea hacer?”.
No tengo respuestas. Así que me callo y sigo adelante. Ignoro las miradas de los curiosos que se cruzan en mi camino y atravieso a toda prisa los pasillos del palacio. No voy de regreso a la celda. En lugar de eso, mis pies me llevan al ala real y al Aposento de la Reina. Hael, que por fin se da cuenta de a dónde me dirijo, se adelanta y abre la puerta.
—Apártate —gruño, y ella da un salto atrás.
Llevo a Faraine a la cámara nupcial y la acuesto en la suave cama. La sangre de la herida de su garganta empapó el escote torcido de su vestido y dejó una mancha en mi camisa. Toco de nuevo el corte y hago una mueca, luego vuelvo a mirar su rostro. Tan severo, tan marcado por el dolor. Con delicadeza, aparto un mechón de cabello de su frente. Ella se mueve ligeramente y gira un poco la cara hacia mí. Se me corta la respiración.
—¿Majestad? —Hael entra en la habitación con una jarra, un cuenco y algunas toallas. Los deja sobre el lavabo cercano—. Su majestad, permítame…
Aparto su mano, tomo una toalla y la mojo en el agua. Con cuidado, froto la garganta de Faraine.
—Manda a alguien a buscar a Madame Ar —digo sin mirar a Hael. Ella sale corriendo de la habitación. Oigo su voz ronca exigiendo que traigan de inmediato a la curandera del palacio a los aposentos de la reina. Vuelve un momento después y empieza a decir algo, pero la interrumpo—: Fuera, capitana.
Aunque no me vuelvo, siento la tensión en el aire cuando ella se queda paralizada.
—Majestad… —dice por fin, vacilante.
Giro la cabeza en un movimiento brusco y la miro fijamente.
—¿No fui lo suficientemente claro?
Por un momento, la expresión de su rostro es tan atormentada que casi me hace lamentar mis palabras. Luego, sus facciones se endurecen. Saluda con su mano derecha, grande como una roca, sale de la habitación y cierra la puerta tras de sí.
Así que. Estoy a solas con Faraine. Con mi novia.
Me concentro en limpiar el corte y la mancha roja de su cuello. Tras una breve pausa, continúo limpiando también su suave pecho, con cuidado de no dejar que mis dedos rocen su piel. Por fortuna, la herida es pequeña. Ciertamente, no tan profunda como para necesitar puntos. Si Faraine tiene suerte, acabará con una delgada cicatriz.
Mi mirada se detiene más de lo debido. No puedo evitarlo. La verdad es que casi había olvidado su aspecto. Hace tan poco tiempo que la conozco. Aparte de nuestro memorable encuentro y nuestro paseo juntos bajo el aterrador cielo abierto, sólo la vi en un puñado de ocasiones en casa de su padre. Pasé más tiempo con su hermana, Ilsevel, con quien bailé cada noche.
Pero, de alguna manera, esos momentos con Faraine me impactaron más. Ella hablaba con seriedad y humor. Siempre se mostró un poco reservada, lo que le daba un intrigante aire de misterio. Y a pesar de su reserva, era cálida. Su alma era tan brillante que me atrajo como un olk a una linterna de fuego lunar. No fui tan tonto como para pensar que la amaba. Sin embargo, había algo en ella… algo que me llevaba a pensar… a preguntarme… a esperar…
No es que haya importado. Ella dejó clara su posición: si me preocupaba por mi pueblo y mi reino, era a su hermana a quien yo debía hacer mis propuestas. Hice caso de su perspicacia, fijé mi rumbo y nunca miré atrás. Me despedí de ella y pensé que nunca volvería a verla. Había hecho las paces con las cosas como eran, como tenían que ser.
Ahora estoy sentado en el borde de nuestra cama matrimonial, contemplando a la mujer inconsciente que tengo a mi lado. Su frente blanca, tensa por el dolor. Su nariz recta, la punta redondeada. Sus labios carnosos y suaves, apretados en una línea dura. Cediendo a mis impulsos, alargo la mano y dejo que mi dedo recorra la curva de su mejilla, rodeando con el nudillo la línea de su mandíbula. Un error. Su piel es suave como la seda. Ese simple contacto es suficiente para encender mi alma.
Apenas consciente de lo que hago, aprieto el puño y lo presiono contra la almohada junto a su cara. Lentamente, me inclino hacia ella, acerco mi cara a la suya hasta que apenas nos separan unos centímetros. Sus labios se separan. ¿Me lo imagino o inclina la barbilla hacia arriba, como si estuviera invitándome? Su pecho sube y baja debajo de mí mientras su respiración se entrecorta en su delgada garganta.
¿Qué voy a hacer con esta necesidad imperiosa? ¿Este dolor en mi interior? Me siento como un hombre sediento al filo de la muerte que contempla por fin un arroyo fresco y cristalino. Sin duda, una caricia bastaría para calmar esta sed. Un pequeño roce de mis labios contra los suyos. ¿Es mucho pedir?
Podría aceptarlo. Tomar el alivio que deseo. Ella no podría detenerme. La más mínima inclinación de mi cabeza y nos uniríamos una vez más. Sólo que esta vez, esta unión sería mucho más plena, mucho más enriquecedora. Porque esta vez sabría que es a Faraine a quien beso.
Faraine.
Faraine.
Una conmoción repentina estalla en la cámara exterior.
—¡Fuera de mi camino, fuera de mi camino! —ladra una voz familiar—. Si el rey tiene que apartarme de mi buen trabajo, más vale que me dejen pasar.
Me aparto de la cama, me pongo en pie y retrocedo varios pasos. Dioses, ¿qué me pasó? Tal vez sí estoy embrujado en verdad. En un gesto apurado, paso la mano por mi cabello y recompongo mi rostro al volverme. La puerta se abre. Madame Ar entra en la habitación con su bolsa de curandera en una mano. Me lanza una mirada fulminante.
—¿Y bien, Vor? ¿Qué es tan urgente para que pongas a una pobre anciana a correr por todo el palacio a tu entera disposición?
Contengo una réplica. Ar es ciertamente vieja, pero nadie lo diría al mirarla. Su corpulento cuerpo de trolde soporta la edad de los siglos con facilidad. Es una de las pocas personas del palacio que se atreve a usar mi nombre de pila, con o sin permiso.
—Necesito que la examines —digo, y muevo una mano para indicar la figura que está sobre la cama—. Algo está mal. No sé qué.
—¡Ah! —los ojos de Ar se iluminan de repente. Su rostro se arruga en una inesperada sonrisa de felicidad—. ¡Lo había olvidado! Tu nueva novia es humana. Qué fascinante.
—No es mi novia —gruño.
La vieja curandera me ignora, deja su bolsa a un lado y comienza a inspeccionar a la princesa, murmurando para sí mientras lo hace. Me quedo cerca, hasta que Ar me lanza una mirada fulminante.
—Estás revoloteando —dice y me hace un gesto con una mano para que me aleje—. Me distraes. ¡Largo de aquí! Te avisaré cuando puedas entrar otra vez.
Abro la boca para protestar, para recordarle que soy el rey. Pero Ar no me haría ningún caso.
En lugar de eso, salgo de la habitación y permanezco un momento en la cámara exterior, extrañamente desorientado e inseguro. Cierro los ojos y apoyo la espalda en la puerta. Salir de la presencia de Faraine es como dejar atrás la luz y el aire. Siento una extraña opresión en el pecho y me cuesta respirar.
—¿Majestad?
Levanto la mirada. Hael está junto a la puerta. La visión de su rostro macilento es suficiente para que me incorpore.
—¿Y bien? —pregunto.
Ella saluda con elegancia, con el rostro severo.
—Encontramos a Lord Rath.
—¿Rath? —repito, confundido.
Lord Rath es mi ministro de la tradición, la anguila más viscosa que jamás se haya vestido con ropajes ministeriales. No entiendo qué tiene que ver con los últimos acontecimientos.
Hael se mueve, incómoda.
—Fue descubierto inconsciente no lejos de las celdas de detención, vestido con una capa y una capucha —hace una pausa y levanta un objeto—. Llevaba esto con él.
Un cuchillo. Una pequeña daga con el mango tallado en forma de cabeza de dragón. El filo de la hoja ostenta una mancha roja.
Miro fijamente la mancha.
Entonces, la rabia explota dentro de mi pecho.
—¿Dónde está? —exijo, mi voz es un rugido apenas contenido.
—En sus aposentos, majestad. Pensamos que sería mejor si…
No espero a oír el resto. Empujo a Hael, salgo al corredor y dejo furioso el ala real. No me detengo hasta llegar a la zona del palacio donde mis ministros viven en ostentosos aposentos. Aunque nos cruzamos con otros, no veo caras ni oigo voces. Mi mente ha hecho un túnel hacia un único propósito que me lleva directamente a la puerta de Rath.
El pestillo se resiste cuando pongo la mano en él. Con un solo giro despiadado, rompo la cerradura y abro la puerta de golpe. La esposa de Rath y los miembros de su familia están reunidos en el salón del frente. Lady Rath grita al verme y se desmaya en los brazos de alguien. La ignoro. Los ignoro a todos. Paso entre ellos sin detenerme e irrumpo en el dormitorio de Rath. Está tumbado en la cama, con la piel blanca como el mármol pulido. Tiene los ojos abiertos, pero no ve. Pensaría que está muerto, de no ser por el movimiento de su pecho.
Hael aparece a mi lado. Alarga la mano como para agarrarme del brazo, pero se detiene. Una parte de mí desea que lo haga. Una parte de mí sospecha que debe contenerme antes de que haga algo irrevocablemente terrible. Una bruma roja nubla mi vista. Parpadeo y respiro hondo para calmarme.
Entonces, me dirijo a la cama y me coloco junto a mi ministro.
—¿Por qué lo hiciste? —exijo, mi voz fría como una caverna—. ¿Por qué intentaste matarla?
Él observa fijamente el techo. Su boca se mueve. Se abre. Se cierra. Sus párpados se mueven, pero no llegan a pestañear.
—Respóndeme, Rath —gruño—. Respóndeme, o por la Oscuridad Profunda, juro que…
—¡Su majestad! ¡Por favor!
El grito en mi oído me hace volver en mí. Me giro y veo a Yok, el hermano de Hael, agarrándome por un brazo. Hael está a mi otro lado, con sus fuertes manos aferradas a mi hombro. Cuando bajo la mirada, descubro que estoy apretando la garganta de Rath. Sus ojos están completamente abiertos y su lengua sobresale entre sus labios, gruesa y morada.
Con un grito ahogado, lo suelto. Yok y Hael tiran de mí hacia atrás. Me dejo caer en sus garras. Dioses de lo alto y de lo bajo, ¿qué me pasó? En un momento estaba allí, hablando con el hombre, y al instante siguiente… no lo recuerdo.
—¡Quítenme las manos de encima! —grito—. ¡De inmediato, tontos!
—No puede asesinarlo, majestad —dice Hael, con su mano aún aferrada con firmeza a mi hombro—. Ni siquiera usted se encuentra por encima de la ley.
Me giro bruscamente y la miro a los ojos.
—Suéltame, capitana. Ya me fallaste demasiadas veces.
Mis palabras golpean a Hael como si fueran puñetazos. Me suelta y retrocede.
—Debemos interrogarlo, majestad —dice, enderezándose—. Debemos saber qué estaba intentando. Si sólo hubiera querido asesinar a la princesa, habría enviado a un sustituto.
Asiento. Respiro con dificultad, siento pesadez en mis pulmones. No me atrevo a volver a mirar al consternado lord por miedo a que me invada otra vez la furia asesina. Paso mis manos por mi cabello y lo aparto de mi cara.
—Tienes razón. Aquí hay algo más. Llévenlo a la enfermería de Madame Ar lo antes posible. Pónganle vigilancia. Sólo tus mejores hombres, capitana. Que nadie se acerque. Lo quiero vivo, ¿me entiendes? Si le pasa algo, será tu responsabilidad.
Hael traga saliva con dificultad, los músculos de su garganta se tensan. Pero me ofrece un tajante saludo.
Me alejo de ella y me dirijo hacia la puerta abierta. Allí me detengo y echo una última mirada al hombre de la cama. Parece tan patético, tan pequeño. Entrecierro los ojos.
—Dile a Madame Ar que también quiero que le hagan pruebas.
—¿Pruebas de qué? —pregunta Yok en voz baja.
Aprieto los labios, mostrando los dientes.
—Veneno raog.
3
Faraine
Caigo.
Doy tumbos, me precipito en la oscuridad. A través de la sombra, a través del calor, a través del humo.
Mis brazos se agitan inútilmente, luchando por aferrarme a algo, cualquier cosa. Las yemas de mis dedos rozan la piedra, pero la piel se desgarra mientras continúo mi infinita caída en picada. En mis oídos ruge un sonido parecido al del viento, acentuado por los gemidos de mil plañideras que alzan sus voces en un interminable lamento.
No hay escapatoria, no hay esperanza, no hay ayuda.
Y debajo de mí…
Muy por debajo del calor y la oscuridad…
Algo observa.
Algo espera.
De repente, una voz irrumpe en mis oídos. Aunque no entiendo las palabras, algo en mi corazón se estremece al reconocerla. Como si un hilo delicado y brillante se estuviera desplegando ante mí. Cuando extiendo la mano y lo agarro, ese hilo se solidifica, se convierte en una resistente soga. Me envuelvo —mi cuerpo, mi conciencia, ni siquiera sé qué— con ella y me aferro con todo lo que tengo.
Ahora, el avance se detiene, la desquiciada caída se detiene, al menos por el momento. Despacio, despacio, la soga me arrastra de nuevo hacia arriba a través de la niebla y la negra oscuridad, hasta que una tenue luz gris penetra en mis párpados. Estoy tumbada sobre una suave almohada. Mi cuerpo está perfectamente inmóvil. No hay caídas. Tampoco hay cuerda. Estoy tumbada con los párpados entreabiertos, y un resplandor titilante se filtra a través de mis pestañas.
Unas voces murmuran a mi izquierda. Dos voces: una masculina, otra femenina. A una la reconocería en cualquier parte, a pesar de la gruñona entonación del lenguaje trolde. A la otra no la conozco. Anciana, animada, domina el intercambio, en tanto la otra sólo consigue insertar algunas palabras contundentes aquí y allá.
Haciendo acopio de todas mis fuerzas, entreabro un poco más los párpados. Dos figuras borrosas están junto a mi cama. Una es baja, al menos para un trolde, y un poco encorvada. La otra es la forma inconfundiblemente ancha y poderosa de Vor.
El miedo se agita en mi corazón al verlo. Miedo y… algo más. Algo más fuerte. Y más peligroso. Algo que no quiero reconocer.
Con una última ráfaga de gruñidos, la más pequeña de las figuras estira la mano y le da unas palmaditas a Vor en el brazo. Un gesto extrañamente maternal, incongruente si se toma en cuenta el intimidante tamaño del destinatario. Luego, parece reunir varias herramientas en una bolsa, que cierra con un chasquido antes de desaparecer de mi estrecho campo de visión. Oigo un ruido metálico, posiblemente el de la puerta al cerrarse.
Se me acelera el corazón. Ojalá pudiera volver a perder el conocimiento. Me duele todo el cuerpo y me zumba la cabeza. Mientras tanto, la fuente de ese dolor —la fuente de ese dolor punzante y palpitante entre mis ojos— acerca una silla a mi cama y se sienta.
Mi marido.
Me pongo tensa. Ojalá pudiera alejarme físicamente de él. Al menos, sus emociones están bajo control por ahora. Cuando nos encontramos en el jardín, la oleada de sus sentimientos me golpeó con tanta brutalidad como un puñetazo. Atrás quedaron los días en los que sólo sentía paz en su presencia. Quizá todo fue un sueño.
¿Se va a quedar ahí sentado esperando hasta que despierte? Dioses queridos, espero que no. Vor es la última persona con la que quiero hablar en este momento, justo después de todo lo que pasó. Cierro los párpados y vuelvo a sumergirme en la oscuridad total, con la respiración entrecortada y el pecho oprimido. Quizá se aburra y se marche. Cuento los segundos y luego los minutos. Sólo cambia de posición una vez. O sabe que estoy despierta y está jugando conmigo, o en verdad decidió esperar hasta que recupere la conciencia. Vacilante, extiendo mi regalo de los dioses hacia él. Tantas emociones complicadas agitan su espíritu. Al menos, ahora está más tranquilo. En su mayor parte.
Frunzo el ceño. Hay algo ahí, algo bajo la agitación del miedo, la desconfianza, la preocupación, la impaciencia. Esos sentimientos, todos fácilmente reconocibles, bullen en la superficie de su ser. Pero hay algo más profundo. Algo oscuro, enroscado alrededor de su centro. Con cautela, echo un vistazo a través de mis pestañas. Observo a este hombre que ordenó mi ejecución sólo para detenerla en el último instante posible. Este hombre al que creí amar.
De pronto, Vor frota su cara con ambas manos, estirando la piel debajo de los ojos. Luego, se gira y me mira directamente. Su expresión se tensa, frunce el ceño. Y me doy cuenta de que, mientras lo estudiaba, abrí inconscientemente ambos ojos. Durante unos largos y silenciosos instantes, nos miramos fijamente.
—Estás despierta —dice por fin.
Parpadeo una vez en señal de confirmación. Luego, apretando los dientes, me impulso con los codos y fuerzo mi cuerpo a una posición vertical. Una manga se queda enganchada y cae de mi hombro. Una ola de calor sale de Vor y me golpea. Levanto la cabeza bruscamente y capto su mirada. Se da vuelta enseguida y se queda viendo fijamente algo en la pared, del otro lado de la habitación. La impresión pasa. Me quedo temblando a su paso.
Apresuradamente, vuelvo a acomodar la manga en su sitio.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente? —pregunto. Mi voz sale áspera y seca de mi garganta.
—Una hora —Vor me mira, aparta la mirada. Traga saliva. Me mira de nuevo—. Quizá dos —se mueve en la silla y apoya un codo en uno de los brazos. Frota los dedos de sus manos con nerviosismo—. Nuestra curandera uggrha dice que no fue la pérdida de sangre lo que causó tu desmayo, sino el shock. Unas horas más de tranquilidad y te sentirás mucho mejor.
Mi mano se desliza hacia mi cuello. Hay un pliegue pegajoso justo donde la daga del asesino rozó mi piel. Se me tensa la mandíbula.
—Shock —repito en voz baja—. Sí, por supuesto —vuelvo a dejar caer la mano sobre mi regazo—. ¿Lo atraparon? ¿Al hombre que…? —ni siquiera me atrevo a terminar la frase.
El rostro de Vor se ensombrece.
—Aún no está consciente. Está bajo vigilancia hasta que pueda ser interrogado —otro largo y doloroso silencio cae entre nosotros. Todavía estoy intentando pensar en algo adecuado que decir cuando Vor se vuelve bruscamente hacia mí de nuevo—. Te debo una disculpa.
Mis ojos se cruzan con los suyos.
—¿Qué?
Baja la mirada y frunce la frente. Se le marca una línea en el entrecejo.
—Asumí que estarías a salvo. En la celda de detención. Pensé que las medidas de seguridad allá abajo serían suficientes.
—Entonces… —hago una pausa, aprieto los labios y muerdo con fuerza—. Entonces, ¿me encerraste en una cueva oscura del tamaño de una caja para protegerme?
Otro destello de sentimiento sale de detrás de sus barreras. Si no lo conociera, pensaría que es vergüenza.
—Lo admito —dice—, olvidé considerar que la oscuridad sería para ti peor que para uno de los míos.
—¿La oscuridad? ¿Y qué hay del resto? Como el frío. La falta de intimidad. El duro catre por cama. Sin mantas, sin orinal. Por no mencionar la total ignorancia sobre mi próximo destino o futuro. ¿Olvidaste considerar eso también?
Su vergüenza se afila como un cuchillo. Me pincha lo bastante fuerte como para hacerme estremecer. Pero no retrocedo. Lo observo fijamente, desafiándolo a que se encuentre con mi mirada.
No lo hace. Cuando por fin habla, su voz es muy baja.
—No pensé más allá de simplemente colocarte en un lugar seguro.
—¿Tan seguro como para que un asesino entre, me saque de la celda y me lleve a punta de espada?
Vor frunce los labios. Sus dientes brillan bajo la luz de los cristales lorst que cuelgan del techo. Pero sólo responde:
—Lord Rath siempre ha gozado de ciertos privilegios en el palacio.
—¿Esos privilegios se extienden al asesinato de prisioneros políticos? ¿Es éste el papel de Lord Rath al servicio de su rey?
—¡No! —la palabra es inflexible, pronunciada con otra llamarada de intensidad—. No tengo un asesino a sueldo. E incluso si así fuera, sin duda podría encontrar a alguien más adecuado que Rath para la tarea.
—Al menos, en eso podemos estar de acuerdo —me acomodo en los almohadones que tengo detrás y me apoyo en la cabecera de piedra—. Tu Lord Rath fue un pésimo asesino. No es que yo sea un blanco particularmente letal.
—¿No lo eres? —Vor enarca una ceja. Hay un brillo incómodo en sus ojos mientras me observa—. Tengo curiosidad, ¿cómo te las arreglaste para someter a Rath? No se encontraron marcas en su cuerpo.
No respondo. Me limito a mirarlo.
—¿Fue lo mismo que le hiciste a Lady Lyria en… cuando…? —su voz se entrecorta.
Mis fosas nasales se agitan ligeramente.
—¿Te refieres a cuando intentó evitar que tu gente me cortara la cabeza? ¿Cuando tuve que salvarla de ser despedazada por tus guardias? ¿Te refieres a eso? —dioses de lo alto, ¿quién iba a saber que yo poseía semejantes manantiales de rebeldía? Siempre he sido la princesa recatada, tímida, complaciente y decepcionante. Tal vez esto es lo que las múltiples experiencias cercanas a la muerte en rápida sucesión sacan de una persona.
La mandíbula de Vor se tensa. Los músculos de su garganta se contraen, haciendo que una vena sobresalga.
—Acerca de eso…
—¿Acerca de mi casi decapitación?
Se aparta un poco de mí.
—No era yo. No quiero poner excusas, pero… había otros factores en juego. Quiero que sepas que no tengo intención de… de…
—¿De separar mi cabeza de mi cuerpo?
—Sí. Eso.
—Qué consuelo —me enderezo un poco y cruzo los brazos sobre el estómago—. En ese caso, ¿qué pretendes hacer conmigo?
Otra oleada de emoción. Esta vez, no es vergüenza. Es algo más caliente, más extraño. Algo que él reprime con rapidez para ocultarlo detrás de sus muros, pero no antes de que yo lo perciba. Siento cómo se calienta mi sangre. De pronto, estoy incómodamente consciente de dónde me encuentro. La última vez que estuvimos juntos en esta habitación, él estaba conmigo en esta cama. Y había mucho menos espacio entre nosotros. Y mucha menos ropa.
El calor de mi sangre se acumula en mi centro. Mi piel está viva, punzante, como si pudiera sentir su aliento agitando los vellos de mi brazo incluso a esta distancia. Pero no quiero que se note. Sé cómo enmascarar mis propios sentimientos, y no voy a darle ninguna ventaja sobre mí.
—No lo sé —dice por fin Vor. Sus palabras golpean mis oídos como el inevitable tañido de las campanas fúnebres.
Empuño las manos.
—¿Qué te impide volver a cambiar de opinión? ¿Enviarme otra vez al bloque?
—Nunca te haría eso.
Mis labios se curvan.
—Lo encuentro difícil de creer, considerando la historia reciente.
—Ah, ¿sí? —debajo de sus cejas fruncidas, su mirada me fulmina—. Y yo no habría creído posible que me engañaras como lo hiciste. Quizá sea hora de que reajustemos nuestras expectativas mutuas.
No respondo. ¿Por qué lo haría? Simplemente lo miro, entrecerrando los ojos lentamente. Que se dé cuenta de la estupidez que acaba de decir. De comparar mi engaño —un engaño al que me obligaron poderes externos contra los que no tenía nada que hacer— con su furia asesina. No es lo mismo. Nosotros no somos iguales.
Sostiene mi mirada durante tres silenciosas respiraciones. Entonces, sus ojos se abren de par en par y la severa línea de su frente se suaviza. Otra oleada de sentimientos brota de él, esta vez, con la fuerza suficiente para hacerlo ponerse en pie. Su silla retrocede unos centímetros en el suelo y él se cierne ante mí. Tan alto, tan poderoso. Tan hermoso.
—Mientras seas una invitada de Mythanar —dice con frialdad—, estarás bajo mi protección. Puedes tomarlo como quieras, pero lo hago para tu tranquilidad.
Quiero decirle que tendré en cuenta sus intenciones la próxima vez que me arrastren a un patíbulo. En cambio, bajo los párpados en un lento destello de aceptación. Cuando vuelvo a mirarlo, sólo digo:
—¿Eso soy? ¿Tu invitada?
—Ciertamente, no eres mi esposa.
De todo lo que me ha dicho, esto es lo más duro. Toda la habitación parece tambalearse. Siento náuseas y se me revuelve el estómago. Pero no dejaré que se note. No lo permito. Levanto la barbilla y respiro con firmeza.
