La proposición perfecta - Lynne Marshall - E-Book
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Lynne Marshall

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Beschreibung

¿Escribiendo su propio final feliz? La periodista Lilly Matsuda escribía noticias, no las creaba. Al menos hasta que entró en conflicto con Gunnar Norling. El atractivo policía suscitaba su curiosidad, pero no estaba dispuesta a permitir que ni su increíble sonrisa ni su apostura le robaran el corazón. A Gunnar no le gustaban las personas que fisgaban en Heartlandia. Había jurado guardar el secreto del pasado misterioso de la ciudad y se negaba a poner eso en peligro por nadie, ni siquiera por la hermosa Lilly. Además, ella no se quedaría allí eternamente y él se negaba a entregar su corazón… a menos que Lilly decidiera poner el amor por encima de todo.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Janet Maarschalk

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La proposición perfecta, n.º 2046 - julio 2015

Título original: Her Perfect Proposal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6794-9

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

Esto es porque soy forastera? —dijo la chica bajita y furiosa que acababa de cruzar la calle Mayor a plena luz del día, muy lejos del paso de cebra. Como si este fuera solo una decoración o unas rayas inútiles pintadas al azar. ¿Y creía que Gunnar no se iba a dar cuenta?

Iba más vestida para Nueva York que para Heartlandia. Llevaba una túnica fucsia muy moderna, con un cinturón de la mitad del tamaño de su torso y leggings negras. Estaba realmente atractiva con aquel atuendo, pero necesitaba aprender a convivir allí y cumplir las reglas o él tendría que pasarse el día poniéndole multas.

Gunnar se tomaba en serio su trabajo y estaba orgulloso de ser un engranaje en la gran rueda que hacía que su localidad marchara sin tropiezos. La verdad era que había querido ser policía de Heartlandia desde que tenía doce años.

—Esa pregunta no se merece una respuesta por mi parte —dijo, aunque era cierto que la hermosa joven de origen asiático era forastera, pues era la primera vez que la veía. Pero esa no era la cuestión. La cuestión era que había cruzado la calle por donde no debía.

Con la cantidad de gente que desembarcaba a veces de los cruceros en el muelle, y con la adición últimamente del autobús de las giras, tenía que mantener el orden por el bien de la localidad. Los turistas corrían a las tiendas en busca de gangas y a los restaurantes para disfrutar de comida escandinava auténtica sin tener que volar a Suecia o a Noruega. Si dejaba que todo el mundo cruzara la calle por donde quisiera, sería el caos en Heartlandia. Los habitantes del lugar tenían que ser lo primero, y a la gente como él le tocaba regular el flujo de visitantes. Además, él llevaba especialmente mal aquella falta. Si el ayuntamiento colocaba pasos de cebra, la gente tenía que usarlos. Punto.

Siguió escribiendo, aunque lanzó algún que otro vistazo a la exótica mujer. Cabello negro sedoso con reflejos rojizos que ella llevaba corto, con el flequillo a un lado, y con las puntas cubriendo justo los lóbulos de las orejas y la parte alta del cuello. Interesante.

La mayoría de los hombres que conocía preferían mujeres con el pelo largo, pero él estaba abierto a todos los estilos siempre que realzaran el rostro. El corte de pelo y la ropa eran de los que podían verse en una pasarela o en una revista de modas, pero no allí. Y las gafas de sol… Aquello tenía que ser una broma. ¿De verdad quería ir disfrazada de abeja?

Aunque dichas gafas le ocultaban los ojos, él notaba que lo miraba esperando su respuesta. Le había preguntado si hacía aquello porque era forastera y él todavía no había contestado.

—Le voy a hacer una pregunta —dijo—. ¿Ha cruzado la calle imprudentemente, sí o no?

—Soy de San Francisco, allí lo hacemos todos —ella se inclinó para leer el nombre de la chapa de él—. Sargento Norling.

—¿Ha llegado con el crucero? —era demasiado temprano para que desembarcara un grupo nuevo de turistas, pero era imposible saber cuándo podían aparecer los autobuses.

Ella resopló y se cruzó de brazos.

—No.

—Pues ahora está en Heartlandia, señorita… —él miró la libreta de multas esperando que ella le diera el nombre.

No lo hizo y Gunnar alzó la vista.

—¿Su nombre, por favor?

—Matsuda. Lilly Matsuda. ¿No puede dejarlo pasar?

—Deme un carné, por favor —Gunnar miró directamente a donde imaginaba que estaban los ojos de ella, dejando que absorbiera su decepción por el evidente desprecio de ella a su honor profesional. Algo que Gunnar valoraba mucho. El honor.

Ella no apartó la vista, así que él le hizo señas con los dedos de que le entregara el carné.

—¿Ha cruzado la calle con imprudencia? —repitió.

Ella suspiró, levantó la vista y golpeó el suelo con un pie calzado con un zapato de piel de tacón altísimo.

A él le gustaban los zapatos de plataforma con tacones de aguja y los de ella quedaban fantásticos con las medias de aspecto sedoso que llevaba. Pero no importaba. Había cometido una falta.

—Sí.

Gunnar frunció los labios para que no lo viera sonreír. Su modo de decir «sí», convirtiéndolo en dos sílabas, la segunda canturreada, era parecido al de los adolescentes a los que orientaba él en el instituto.

Ella se bajó las gafas y le mostró unos hermosos ojos en forma de almendra casi negros. Tenía una cara hermosa, si se descontaba su mirada asesina.

Él arrancó el papel, se lo tendió y esperó su respuesta.

Ella tomó el papel con el ceño fruncido y una sonrisa sorprendentemente agradable alteró su expresión de descontento.

—Eh, es solo un aviso. Gracias —de pronto parecía la mejor amiga de Gunnar.

—Ahora que conoce las normas, no vuelva a hacerlo jamás —dijo él.

Se volvió para dirigirse al coche patrulla, sabiendo que ella lo estaba observando. Se había acostumbrado a que las mujeres lo admiraran desde todos los ángulos. Sí, un hombre de uniforme llamaba la atención y él lo sabía. Justo antes de entrar en el coche, se volvió y le dedicó su mejor sonrisa, pero, en lugar de decirle adiós, le dijo:

—Nos veremos por aquí.

Seguramente ella captaría el significado de su frase. Si se quedaba en una ciudad como aquella, se encontrarían seguro antes o después y él miraría cómo cruzaba las calles.

—¿Agente Norling?

La pequeña señorita Matsuda se acercó y su camiseta de colores brillantes casi lo dejó ciego. Él le dedicó la sonrisa de policía profesional que practicaba ante el espejo, la misma que esperaba perfeccionar algún día, cuando se presentara a alcalde.

—¿Sí?

—¿Conoce algún buen lugar para comer? ¿Bares que sirvan todavía?

—Cualquiera de los locales de la calle Mayor es bueno. Lincoln’s Place tiene una hora feliz estupenda —¿pensaba quedarse por allí? O mejor todavía, ¿quería ligar con él?

—¿Usted va ahí? ¿Come ahí? ¿Bebe ahí?

El radar de soltero de él se puso en marcha en el acto.

Ella metió la mano en el bolso y sacó una libreta pequeña y un bolígrafo.

—Estoy buscando las mejores muestras de todo lo que sea escandinavo.

¿Qué hacía, escribía un libro? Tal vez fuera una periodista de viajes o algo por el estilo. Gunnar se quedó inmóvil con la mano a mitad de camino de la cabeza. O podía ser una turista de las irritantes que tenían que saberlo todo, encontrar lo mejor de esto o aquello y sacar fotos sin llegar a comprar nada, solo para impresionar a sus amigas. Sí, parecía el tipo de mujer que querría impresionar a sus amigas.

—Sí. Mi lugar favorito para almorzar es el café Hartalanda. Y no hay nada como el Lincoln’s Place para una buena cena. Y además tiene una nueva pianista estupenda llamada Desi Rask que toca los fines de semana, si le gusta la música.

Ella no parecía satisfecha, como si él no hubiera conseguido responder a su pregunta. ¿Había una pregunta oculta que Gunnar no había logrado descifrar? ¡Lástima! O tal vez fuera una reportera gastronómica para una revista importante o algo así y quería información de una persona de allí.

—Gracias, entonces —dijo—. Nos veremos por aquí.

«¿Ha dicho que nos veremos por aquí? ¿Piensa quedarse?». Gunnar se sintió de pronto optimista, sin ninguna razón aparente aparte de la posibilidad de que la señorita Matsuda se quedara por allí. Una mujer exótica como ella sería un cambio excelente en el paisaje de la zona.

Pero un momento. Él ya no hacía eso. Intentar ligar. No. Había pasado página. Si quería ser algún día alcalde de Heartlandia, tenía que mostrarse sensato y demostrarle a aquella localidad conservadora que sabía portarse bien.

Se sentó al volante, puso el motor en marcha y se alejó, dejándola en la esquina. Parecía un señuelo colorido de uno de los libros de ¿Dónde está Wally?

Lilly, de pie en aquella esquina de la calle Mayor y viendo alejarse al policía, tuvo que admitir que aquel hombre estaba como un tren. Nunca había visto unos ojos tan verdes ni un uniforme de policía tan bien planchado. Aquel hombre se tomaba en serio su trabajo, lo cual era parte de su encanto, y se había portado bien con ella en el tema de la multa. Mientras se colocaba las gafas de sol, se preguntó cuál sería su historia.

Llevaba tres días en aquella ciudad pequeña, había empezado a trabajar en el periódico el día anterior y ya estaba ideando comprárselo a Bjork, el dueño, e insuflarle nueva vida. Había corrido un gran riesgo mudándose allí, dejando un trabajo bueno pero en el que no había posibilidad de ascender, en la Gaceta de San Francisco en un último intento por ganarse por fin el respeto de sus padres. De algún modo, a pesar de todos sus esfuerzos por triunfar, todavía no había conseguido estar a la altura de las expectativas de sus progenitores. Por qué seguía importándole aquello con treinta años era algo que aún no había conseguido descifrar.

En el poco tiempo que llevaba en Heartlandia, había notado algunas cosas desde su suite del hotel Heritage, cosas como una reunión nocturna de un puñado de residentes en el Ayuntamiento. Por supuesto, había hecho los deberes mucho antes de mudarse allí, porque eso era lo que hacía una periodista seria y futura magnate de la prensa.

Sabía que el periódico estaba en las últimas y se dedicaba principalmente a copiar y pegar noticias nacionales de Associated Press en lugar de hacer un trabajo innovador e interesante. Reconocía la oportunidad que eso le daba de empezar su propio tipo de periódico allí. El tipo de periódico que ella querría leer si viviera en una ciudad pequeña.

Antes de llegar había pasado varios meses leyendo todo lo que podía encontrar sobre Heartlandia. La web de la localidad contaba una historia encantadora, casi de cuento de hadas, que no sonaba a verdad. ¿Era posible que todo fuera tan ideal? No. Ella había visto bastante de la vida, de lo mala que podía ser, para creerse algo así. ¿O quizá era que había llegado a hastiarse de San Francisco?

Había memorizado los nombres y caras de los concejales y sabía que habían nombrado a una nueva alcaldesa provisional, una tal Gerda Rask. También había leído artículos viejos del periódico y buscado fotos de la gente de allí, incluidos policías, bomberos y hombres de negocios. El Heraldo de Heartlandia se había concentrado en otro tiempo en ese tipo de historias y había muchas donde elegir.

Estaba dispuesta a apostar a que sabía más de aquella localidad que un residente normal, lo cual, de ser cierto, resultaba, bien mirado, bastante triste.

«Date la vuelta y echa a andar, Matsuda. Que esa versión más alta de Tom Hardy no se dé cuenta de que lo estás mirando». Un hombre de aquel tamaño, con todos aquellos músculos, un policía… Bueno, lo último que quería ella era predisponerlo en su contra.

Cuando cambió el semáforo, Gunnar se alejó con una última mirada al espejo retrovisor. Lilly no se había movido. Él sonrió. Estaba seguro de que aquella mujer era pura dinamita.

Había oído que el viejo Bjork había contratado a una periodista nueva para intentar salvar un periódico que casi había hundido a base de periodismo malo y demasiados artículos de opinión… todos con la opinión de Bjork. También había oído que la nueva periodista procedía de una ciudad grande. ¿Podría ser ella?

Tal vez el Heraldo necesitara un cambio completo y que se lo hiciera alguien de fuera. Las ventas habían caído en picado y eso le preocupaba. En los últimos años había visto cómo empeoraba el periódico de su ciudad natal hasta convertirse en un panfleto inútil. No le parecía bien. Un periódico debía ser el centro de una comunidad boyante, pero aquel no lo era.

La verdad era que el viejo Bjork necesitaba ayuda. ¿A quién le importaba lo que pensaban otros de la política mundial? Eso ya lo veían todos en la televisión. «Céntrate en noticias de la zona y hazlo ameno» era lo que le gustaría decirle al viejo si se hubiera molestado en pedirle consejo aprovechando que trabajaban cerca, pero aquel hombre estaba ocupado hundiendo el periódico.

¿Tenían un nuevo Departamento de Periodismo en la nueva universidad de la ciudad y no podían salvar el periódico? Heartlandia siempre se había sostenido sola. Siempre lo haría. Pescadores, obreros, nativos e inmigrantes se ayudaban unos a otros. Todos eran vecinos ayudando a vecinos. La ciudad había permanecido independiente incluso después de que se hubieran cerrado la mayoría de las plantas textiles y de pescado.

Solo en una ocasión se había visto amenazada por forasteros, contrabandistas que se habían hecho pasar por hombres de negocios legítimos. El propio padre de Gunnar había caído en la trampa. Al cerrarse la fábrica de pescado, se había quedado sin trabajo. Gunnar tenía diez años en aquel momento y había visto a su madre trabajar media jornada en dos lugares distintos para ayudar a alimentar a la familia. El orgullo había llevado a su padre a aceptar el trabajo de vigilante nocturno en la nueva empresa de gente de fuera, y, cuando habían empezado a ocurrir acontecimientos sospechosos, había mirado para otro lado en lugar de dar la voz de alarma. La vergüenza que había atraído sobre la familia al ir a la cárcel era lo que había empujado a Gunnar a entrar en la policía, como si necesitara compensar por los errores de su padre.

A Jon Abels, el jefe de policía de aquel momento, le había costado dos años recuperar la ciudad. Gunnar tenía doce años entonces, pero recordaba bien cómo había registrado la policía el almacén al lado del muelle, detenido a todos ellos y cerrado la operación. El jefe Abels había salvado aquel día a la ciudad y se había convertido en el héroe personal de Gunnar.

Llegó a la comisaría a tiempo de fichar para marcharse, cambiarse de ropa y comer en su local favorito, el café Hartalanda, antes de dirigirse al Ayuntamiento para la reunión del jueves por la noche. Había sido un honor que lo invitaran, y unirse a aquel comité era el primer paso de un viaje que esperaba que lo llevara algún día hasta el despacho del alcalde.

La historia de Heartlandia había dado últimamente un giro muy interesante y solo ocho personas sabían lo que ocurría. La nueva información podía cambiar para siempre la faz de su ciudad y él no quería que eso ocurriera. No si podía evitarlo.

Gunnar le sujetó la puerta de la sala de conferencias a la alcaldesa Gerda Rash. Era vecina de Kent Larson, el mejor amigo de Gunnar, y una figura matriarcal que había aceptado temporalmente la alcaldía cuando el alcalde electo, Lars Larsson, había sufrido un infarto. También había sido la profesora de piano de la localidad desde que Gunnar podía recordar, hasta muy poco tiempo atrás, cuando su nieta Desi se había hecho cargo de sus alumnos.

Los concejales le habían dicho a la alcaldesa que sería solo un cargo honorario. La pobre no había sabido dónde se metía hasta después de haber aceptado. Y solo por eso, contaba ya con todas las simpatías, el apoyo y el respeto de Gunnar. Cuando él llegara a alcalde, se haría con el timón y transformaría el concepto actual de un alcalde débil, donde en realidad gobernaban los concejales, a uno de un alcalde fuerte, donde él tendría toda la autoridad administrativa. Al menos así lo imaginaba él. Todos los hombres necesitan soñar y su sueño era ese.

La alcaldesa le dio las gracias con un gesto con la cabeza y se sentó en la cabecera de la larga mesa de madera oscura. A su lado estaba Jarl Madsen, el propietario del Museo Marítimo. Al lado de este, Adamine Olsen, una mujer de negocios local y presidenta de la Asociación de Empresarios Pequeños de Heartlandia. Y a su lado se sentaba Leif Andersen, el promotor que había encontrado el cofre que podía cambiar la reputación de la ciudad de ideal a sórdida.

Leif había encontrado el cofre antiguo cuando su empresa construía la universidad. Aunque era el hombre más rico de la localidad, seguía trabajando y dirigiendo su empresa en vez de dormirse en los laureles de mejor constructor en esa parte del estado de Oregón. Había entregado el baúl inmediatamente en vez de ocultar su descubrimiento durante meses. Después de haber cedido a la curiosidad, haberlo abierto y haber visto su contenido, había sabido que tenía que mostrárselo al alcalde. Este había tenido un infarto después de eso, Gerda lo había sustituido y se había formado aquel comité elegido a dedo.

Gunnar sonrió a su hermana, que se le había adelantado en la reunión. Ella correspondió a su sonrisa.

—Gun.

—Elke, ¿qué tal?

Ella enarcó las cejas y suspiró, dando a entender que lo que sucedía no era nada bueno. Gunnar se había apuntado a aquel comité por el mismo motivo que había elegido su trabajo, para proteger y servir a su comunidad. Dado que su árbol genealógico se extendía hasta el origen de Heartlandia y que su padre había ensuciado el apellido Norling, era su deber hacer todo lo que pudiera por preservar la ciudad tal y como debía ser.

Hasta el momento, el contenido del cofre había alterado el sueño de aquel comité. Gunnar había oído que algunos lugares reescribían la historia, pero nunca había esperado tomar parte en ese proceso. Enarcó las cejas y devolvió la mirada a su hermana.

Habían solicitado sus servicios en calidad de experta en historia y respetada profesora de la nueva universidad. Su trabajo consistía en ayudarles a descifrar las anotaciones de los diarios encontrados en el cofre. Al parecer, pertenecían a un capitán, un tal Nathaniel Prince, que también era conocido como el Príncipe de la Muerte y que podría haber sido un pirata. Sus anotaciones contenían insinuaciones sobre la verdadera historia de Heartlandia, pero a Gunnar le parecían poco más que arañazos de gato. Menos mal que Elke sabía restaurar documentos históricos y descifrar inglés antiguo.

Enfrente de Elke se sentaba Ben Cobawa, respetado por su buena cabeza y su pensamiento lógico, además de por ser un bombero estupendo. Era de origen nativo americano y equilibraba un poco el comité, que, aparte de él, estaba formado totalmente por escandinavos. ¿Pero qué se podía esperar de un lugar que había sido fundado por pescadores escandinavos y sus familias? O, al menos, eso era lo que siempre habían creído.

La perspectiva nativoamericana de Cobowa les sería de gran ayuda en el comité. Tendrían que lidiar con cambios potenciales en la historia de la ciudad, y teniendo en cuenta que su gente había jugado en el siglo XVIII un papel muy importante en la creación de aquel pequeño paraíso que entonces se llamaba Hartalanda, querían contar con su punto de vista.

—¿Empezamos la reunión? —preguntó la alcaldesa Rask.

Gunnar tomó un trago de agua del vaso que tenía delante. A juzgar por la expresión de la cara de su hermana, sabía que debía prepararse para una noche larga.

Lilly se acercó a la barra del Lincoln’s Place. La atendió un barman robusto, joven y rubio. ¿Pero acaso la mayoría de los hombres de Heartlandia no eran rubios y corpulentos?

—Tomaré un Martini —musitó.

El hombre, de ojos claros y mandíbula cuadrada, asintió sonriente.

—Marchando.

Lilly no tenía problemas en fisgar para conseguir historias y quería empezar a lo grande allí, como su padre esperaría de ella. Antes había pasado por el Ayuntamiento, se había escondido detrás de unos arbustos cercanos y había visto al sargento Gunnar Norling salir por la puerta de atrás. Detrás de él habían salido también media docena de personas más, incluida la nueva alcaldesa Rask.

Había revisado los informes del concejo municipal en la página web de la ciudad y había visto un bocado sabroso. «Se ha formado un comité nuevo para estudiar datos históricos descubiertos recientemente». ¿Cuáles eran esos datos y cuándo los habían encontrado?

El informe de la página web mencionaba también una lista de nombres. Lo único que tenían en común, con la excepción de un nativo americano, era que, si sus investigaciones eran correctas, todos eran nombres escandinavos que se remontaban hasta los comienzos de Heartlandia, cuando se había fundado con el nombre de Hartalanda. Por supuesto, los nativos americanos habían estado allí mucho antes que los demás. Y sí, ella había escarbado sin problemas en los enlaces genealógicos que mostraba con orgullo la misma web.

Esas personas no eran concejales, sino que habían sido elegidas a dedo y cada una representaba un aspecto concreto de la vida en Heartlandia.

Había conocido ya al atractivo Gunnar Norling y la idea de llegar hasta el fondo de la historia la atraía mucho. Sus padres la habían entrenado bien: márcate un objetivo y ve a por él. No dejes que nada se interponga entre el éxito y tú. Se había criado como hija única en su multimillonaria casa victoriana de Pacific Heights y sus padres habían demostrado que, con trabajo duro y algo de suerte, su técnica daba buenos resultados. Por lo que a su padre respectaba, no solo era ya bastante malo que hubiera nacido hembra sino que, además, llevaba cinco años, desde que terminara la carrera de periodismo, esperando que hiciera algo notable. Hasta el momento, no había conseguido ganarse su respeto, pero quizá lo pudiera lograr con aquella nueva aventura.

Media hora después, con el cóctel todavía a medias, se hallaba inmersa en una conversación con el dueño del Lincoln’s Place, un afroamericano cuarentón llamado Cliff. Al parecer, una vez que se empezaba a arañar la superficie escandinava, en Heartlandia había más de lo que se veía a simple vista.

—Da la impresión de que tienen muchos turistas —dijo, observando a la gente del bar.

—¡Gracias a Dios por los cruceros! —exclamó Cliff, con una amplia sonrisa—. Si no fuera por ellos, jamás habría encontrado Heartlandia.

—¿Está diciendo que llegó aquí en un crucero?

—Trabajé trece años en uno.

—Interesante.

Normalmente, Lilly habría preguntado más sobre aquello, convencida de que había una historia detrás de la frase, pero ese día tenía un objetivo en mente. Tomó un sorbo de su vaso para esperar un tiempo apropiado antes de cambiar de tema.

—¿Y adónde va la gente de aquí? Las personas corrientes, los bomberos y los policías, por ejemplo —alzó la vista y miró a un lado—. ¿Dónde paran después del trabajo?

Él alzó una ceja en lugar de contestar.

—Voy a ser sincera contigo, Cliff. Soy la nueva reportera del Heraldo. Me gustaría que el periódico volviera a concentrarse más en la gente. Tengo distintos ángulos que me gustaría probar y se me ha ocurrido que podía empezar por hablar con las fuerzas vivas.

Su interlocutor asintió.

—Hay una cervecería al lado del río y las vías del tren. Hasta donde yo sé, allí es donde van los hombres que quieren desahogarse un poco —golpeó la barra con un dedo y sonrió—. Tengo noticias para ti. Se rumorea que, en los viejos tiempos, al lado del muelle, donde está ahora la cervecería, se llevaban a la fuerza como marineros a más de uno y más de dos.

—¿En serio?

Aquella información produjo un cosquilleo en la columna a Lilly. Tenía olfato para las noticias y aquella había suscitado su interés. Aunque era un asunto vil, muchos capitanes habían recurrido a aquel truco infame. Primero emborrachaban a un hombre y, cuando se dormía, lo llevaban al barco y el pobre borracho estaba ya en mar abierto cuando se le pasaba la borrachera. Así tenían un par de brazos más en cubierta y ni siquiera tenían que pagarle. Teniendo en cuenta que Heartlandia se hallaba en las orillas del hermoso río Columbia, una vía de agua importante hacia el Pacífico, la historia bien podía ser verdad.

Pero un momento. Cliff probablemente se estaba quedando con ella contándole algunas de las mentiras que contaban a los turistas para que tuvieran algo de lo que hablar al volver al barco.

—Sí —musitó Cliff—. Claro que muchas de las historias que contamos a los turistas están algo alteradas. Ninguna ciudad quiere parecer aburrida cuando quiere atraer turistas, ¿verdad? Así que incluimos lo de los marineros para animar esto un poco.

Lilly le agradecía que se mostrara sincero con el tema.

—Entendido. ¿Quieres decir que lo del secuestro de marineros puede ser verdad o puede no serlo?

Él ladeó la cabeza, lo cual no era ni un sí ni un no. Ella optó por tomárselo como una afirmación y probar un ángulo diferente.

—Eh, ¿te has fijado en la cantidad de reuniones que hay de noche en el Ayuntamiento? ¿O estoy imaginando cosas?

Él la miró con recelo.

—Podría ser. Quizá estén planeando algún evento para el tricentenario. Creo que la ciudad se fundó alrededor de 1715.

—Ah, eso tiene sentido. ¿Pero por qué iban a guardar eso en secreto?

—No tengo ni idea.

La miró como si empezara a estar harto de sus preguntas interminables. Era una mirada que ella había visto a menudo en su padre de niña. Cliff de pronto tenía otros clientes a los que servir. Lilly sabía que en ocasiones era demasiado insistente.

—Ha sido un placer conocerte —dijo Cliff—. Espero que vengas a menudo por mi establecimiento, y creo que tienes lo que hace falta para ser una buena periodista. Buena suerte.

—Gracias. A mí también me ha gustado conocerte.

Cuando Cliff se alejó a atender a una mesa grande llena de turistas, ella anotó en su libreta: Cervecería al lado del río, cerca de las vías. Echaría un vistazo más tarde.

Hacía ocho años que era reportera, desde los veintidós, y había conseguido tener una columna semanal de información local en la Gaceta de San Francisco, pero no había logrado pasar de allí. Quería ser una periodista al viejo estilo, seguir pistas, tomarle el pulso a la ciudad, buscar siempre historias poco corrientes, y, para disgusto de sus padres, había comprendido que jamás lograría eso en su ciudad natal.

Cuando había surgido la oportunidad de trabajar en Oregón, después de investigar y ver que había posibilidades de comprar el periódico, la había aprovechado. Las estadísticas mostraban que algo ocurría a las mujeres entre los veintiocho años y los treinta. A menudo reevaluaban su vida y hacían grandes cambios. Unas decidían casarse, otras tener un hijo… A ella no le llamaba ninguna de esas cosas, pero sí la había atraído trasladarse a una ciudad pequeña y comprar un periódico.

Terminó su copa y se preparó para el corto camino hasta el hotel.