La Protección del Amor - Barbara Cartland - E-Book

La Protección del Amor E-Book

Barbara Cartland

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Beschreibung

Meta Lindley es una guapa joven inglesa inteligente y una espía de la Reina Victoria. Meta y su hermano habían acordado alquilar la casa de su familia a un Príncipe ruso, pero Meta se da cuenta que se siente atraída por el apuesto Príncipe extranjero a quien debe espiar. El peligro y el romance llenan el aire, cuando Meta debe elegir entre su lealtad a su país y la promesa tácita al destino de su corazón…

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Veröffentlichungsjahr: 2019

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LA PROTECCIÓN DEL AMOR

Barbara Cartland

Barbara Cartland Ebooks Ltd

Esta Edição © 2019

Título Original: “Protection of Love”

Direitos Reservados - Cartland Promotions 2019

CAPÍTULO I

Meta Lindley cabalgó lentamente rumbo a su hogar.

Pensaba en lo triste que era regresar a casa, donde no había nadie que hablara con ella, excepto la servidumbre.

Su vieja niñera, que la había acompañado hasta entonces, tuvo que regresar a su vivienda, ya que su hijo se había puesto enfermo.

Había sido diferente cuando su madre vivía, puesto que siempre tenían alguna visita en la casa.

Sin duda, Lady Lindley se trató de una de las mujeres más populares del lugar.

Pero dos años antes los golpeó la tragedia.

Primero, el padre de Meta, Sir Phillip Lindley sufrió una lamentable caída mientras cazaba.

Nada pudieron hacer los doctores y, finalmente, murió como consecuencia de sus heridas.

Su esposa quedó con el corazón destrozado, al igual que sus dos hijos.

Estos hicieron cuanto pudieron para mantener distraída a su madre, y, como Lady Lindley tenía tantas amistades, rara vez estaba sola. Sin embargo, se sentía perdida sin el marido al que adoraba.

Para colmo, el invierno anterior, durante una intensa nevada, contrajo una neumonía.

A Meta le parecía increíble que un día su madre estuviera allí y al siguiente los abandonara para siempre.

Todo sucedió en una época muy difícil para ella, ya que su hermano Richard tenía que pasar mucho tiempo en Londres.

Así las cosas, permanecía sola en la casa familiar, que siempre estuvo llena de risas.

Como estaba de luto, la gente que solía visitar a los Lindley se mantuvo alejada. Era en parte por cortesía y en parte porque, en realidad, nadie desea mantener una estrecha relación con quienes son desdichados.

Meta lo comprendía.

A la vez, no tenía nadie con quien hablar, con quien reír o hacer las cosas divertidas que solía hacer en el pasado.

Lo único que le quedaba eran sus caballos.

Por fortuna, antes de morir, Sir Phillip había comprado algunos muy finos.

Éste y su familia tenían pensado disfrutarlos durante las cacerías de los meses invernales.

Meta los ejercitaba ahora.

Sin embargo, se preguntaba si sería lo bastante atrevida como para salir a cazar sola cuando llegara el invierno.

La mayoría de la gente consideraría incorrecto que una jovencita no llevara con ella una acompañante, aunque fuera durante una cacería, pero ella esperaba, contra toda esperanza, que Richard dispusiera de más tiempo para la casa que en aquel momento.

Avanzó por el sendero.

Frente a ella, la hermosa y antigua mansión isabelina se veía particularmente atractiva.

Las flores de primavera empezaban a brotar en el jardín.

Los árboles que lo rodeaban mostraban, entre el verde de sus hojas, los botones de primavera.

Si su madre viviera, se habría proyectado viajar a Londres.

Meta sería presentada en el Palacio de Buckingham y ha— ría su reverencia a la Reina Victoria, si ésta se encontraba lo suficientemente bien como para asistir a las fiestas. De lo contrario, la Princesa Alejandra tomaría su lugar.

Ahora sería imposible hacerlo, hasta el año siguiente.

Meta no pudo evitar pensar que sería demasiado mayor para entonces. Había pasado tanto tiempo con sus padres, que era mayor, si no en años, sí en cerebro comparada a las jovencitas de su misma edad.

También era mucho más culta.

Sir Phillip había sido diplomático de joven, y procuró que sus hijos, Meta y Richard, aprendieran cuantos idiomas fuera posible.

—Cuando sean mayores— dijo—, y precisen viajar, nada es más molesto que ir a un país y no poder hablar el idioma de sus nativos.

Como él mismo era un gran lingüista, hablaba a sus hijos en varios idiomas. Primero, cuando eran pequeños, para divertirlos, y más tarde porque pensó que era lo más adecuado.

También dispusieron de magníficos maestros.

Sir Phillip era muy hábil para encontrar hombres que supieran hablar un idioma tal como se debía, y no, como solía comentar:

—Igual que esos que se sienten bilingües porque saben decir: «¿Cómo está?» y «Adiós».

En aquellos últimos meses, cuando se encontraba sola, Meta había pensado con tristeza que su educación se trató de un desperdicio.

Su padre le había prometido llevarla al extranjero en cuanto terminara su educación.

Fue entonces cuando sufrió el accidente y murió.

Y ni pensar en dejar sola a su madre en la casa.

Ahora, su vieja niñera también se había marchado.

Meta escribió una nota bastante patética a su hermano, que se encontraba en Londres, rogándole que volviera a casa, cuando menos por unos pocos días, para que pudiera hablar con él.

«Si continúo sola más tiempo», escribió, «terminaré hablando sola y entonces la gente pensará que estoy loca».

Esperaba que su hermano no pensara que se mostraba irrazonable con sus quejas.

Sin embargo, pensó que tal vez podría tener alguna idea de lo que ella pudiera hacer.

«Si hiera una artista o una pianista», pensó, «podría conseguir algún trabajo».

Era una idea revolucionaria.

Sin embargo, aquello sería mejor que dejar pasar un día tras otro, iguales todos.

Aun cuando vivía con comodidad y estaba bien alimentada, no tenía ilusión alguna.

Cuando llegó frente a la casa, giró a la izquierda y cabalgó hacia las caballerizas.

Estaban muy bien construidas, ya que su padre había supervisado la obra. Había espacio para muchos más caballos de los que las ocupaban en aquel momento.

En cualquier caso, eran más que suficientes, pensó Meta, ya que ella era la única que podía ejercitarlos.

Eso, al menos, la mantenía ocupada gran parte de su tiempo.

El jefe de palafreneros, que era un hombre entrado en años salió de las caballerizas cuando ella apareció.

—¿Fue agradable el paseo, señorita Meta?— preguntó.

—Delicioso, gracias, Abbey— respondió la muchacha—, y Samson salta muy bien, aunque, realmente, necesita un hombre para manejarlo.

—Estoy de acuerdo con usted, señorita— dijo Abbey—, es una lástima que el amo Richard se vaya en seguida cuando viene.

Meta lanzó un suspiro.

Se deslizó para desmontar, dio unas palmadas a Samson y dijo:

—Será mejor que uno de los mozos lo monte mañana. Ya es tiempo de que yo lleve a Firefly a intentar esos saltos.

Abbey asintió mientras conducía a Samson a su cuadra.

Meta se dirigió hacia la casa.

Al abrir la puerta principal pensó en lo silenciosa que ésta se encontraba.

Sintió casi como si pudiera escuchar la voz de su madre decir:

—¿Eres tú, cariño?

Entonces, cuando ella contestaba, su madre solía salir, apresurada, del salón para darle un beso.

«¿Cómo pudiste morirte, mamá, y dejarme sola?», preguntó desde su corazón.

Era una pregunta que se había hecho una y otra vez, pero no había respuesta.

Subió a su dormitorio y se cambió el traje de montar por un bonito vestido.

Como estaba sola no se puso el negro de luto que tanto le desagradaba.

Su padre hubiera estado de acuerdo con ella.

—No creo en la muerte— decía—, he viajado por todo el mundo y tres partes de la población creen en el renacimiento, o, si lo prefieres, en la reencarnación, y estoy seguro de que es verdad.

Solía hablar de ello con Meta.

Comentaban de niños que, como Mozart, sabían tocar el violín a la perfección a la edad de cuatro años.

No podían, solía decir él, haber aprendido a hacerlo en esta vida.

Sir Phillip había estado con frecuencia en el Oriente. Así las cosas, tenía cientos de interesantes anécdotas que contar.

Por ejemplo, cómo había gente que regresaba a donde había vivido antes y recordaba con claridad lo que hiciera en vidas anteriores.

Aquello fascinaba a Meta, pero ahora no tenía a nadie con quien hablar de temas tan controvertidos.

Aun cuando la biblioteca estaba atestada de libros, no era lo mismo que charlar con su padre.

Al terminar de cambiarse, automáticamente se arregló el cabello.

No había nadie para verla.

Fue entonces cuando escuchó el sonido de las ruedas de un vehículo avanzando por el sendero.

Miró por la ventana y vio un carruaje que se acercaba a paso veloz.

Se preguntó quién podría ser, y cuando los caballos dieron la vuelta para entrar en el patio principal de la casa, lanzó una exclamación de alegría.

¡Era Richard!

Richard, que regresaba cuando no lo esperaba.

Bajó las escaleras a la carrera, y para cuando su hermano descendió del carruaje, ella ya estaba ante la puerta, con los brazos abiertos.

—¡Richard!— exclamó—. ¡Qué maravilloso verte! ¡No tenía idea de que ibas a venir!

Su hermano, que era un joven alto y apuesto, la besó.

—Recibí tu carta— dijo—, y como era un notorio grito de auxilio, vine a salvarte.

Meta recordó haber escrito que temía volverse loca y serió.

Deslizó su brazo en el de su hermano mientras decía:

—Es maravilloso... maravilloso..., tenerte... de regreso.

—No pude avisarte— dijo Richard mientras cruzaban el vestíbulo—, ya que yo mismo no supe hasta esta mañana que podría venir.

—Pero estás aquí y eso es todo lo que importa.

Entraron en el salón y Meta dijo:

—Debo ir a comunicar a la señora Bell que almorzarás aquí. Deseará hacer lo mejor para ofrecerte algo realmente apetitoso, como sabes.

La señora Bell, que era la cocinera de la casa desde hacía muchos años, siempre reservaba lo mejor para Richard.

Le cocinaba platos muy especiales, que sabía le agradarían.

—También diré a la señora Bell que ponga una botella de champán en hielo— añadió Meta—, estoy segura de que te apetecerá después del largo viaje.

Sabía que su hermano debió salir muy temprano para poder llegar allí a la una de la tarde, y estaba muy conmovida de que lo hubiera hecho por ella.

La señora Bell se mostró muy excitada en cuanto supo que Sir Richard se encontraba en casa, y corrió hacia el sótano en busca del champán.

Cuando Meta regresó al salón, su hermano estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia el jardín.

—Nunca lo había visto tan colorido— comentó cuando Meta se reunió con él—, mamá se hubiera sentido muy complacida de que las plantas de las que se sentía tan orgullosa florecieran tan bien.

—Lo sé— asintió Meta—, la echo tanto... de menos.

—Así lo creo— repuso Richard—, es por eso por lo que vine a verte. No puedo permitir que permanezcas aquí sola.

Meta lo miró con sorpresa.

—¿Qué sugieres?— preguntó.

—Es una larga historia— respondió Richard—, ahora me gustaría ir a lavarme las manos, y después, mientras almorzamos, deseo tener una seria conversación contigo.

Meta lo miró fijamente.

Sin embargo, antes de que pudiera preguntar algo, su hermano salió de la estancia.

Mientras esperaba su regreso, Meta se sintió un poco temerosa.

Tal vez se había sobrepasado en su nota.

Ahora, posiblemente su hermano desearía que ella hiciera algo que tal vez no deseara.

En cualquier caso, se dijo, no podría ser terrible.

Tal vez Richard sólo estaba haciendo una montaña de un grano de arena.

Regresó éste al mismo tiempo que Bell aparecía con una botella de champán en una cubeta con hielo.

—Me alegra que haya llegado, amo Richard— dijo la cocinera—, mi señora y yo nos preguntamos todos los días cuándo volveríamos a verlo.

Richard sonrió.

—Bien, aquí estoy, Bell. Supongo que te habrás dado cuenta de que, ya que he traído mi maleta conmigo, pasaré la noche aquí.

—Espero que se quede aún más tiempo, señor— replicó Bell—, pero, como digo siempre, más vale media rebanada que nada de pan.

Richard se rio y tomó la copa que Bell había llenado de champán.

Ofreció la cocinera otra a Meta y salió de la habitación.

—¿Te quedarás sólo una noche? Me gustaría que pudieran ser más— dijo Meta.

—También a mí— respondió Richard—, pero hay cosas que requieren mi atención en Londres. De todos modos, insisto en salir a cabalgar esta tarde.

—Por supuesto, eso debemos hacer— ratificó Meta—, es una lástima que yo montara a Samson esta mañana, porque, como le dije a Abbey, necesita una mano de hombre. Pero White Knight te espera, y sé que lo prefieres a cualquier otro de los alazanes.

Richard permaneció callado, pero Meta comprendió que se sentía complacido.

Les sirvieron el almuerzo en el bello comedor.

La señora Bell presentó, casi como por parte de magia, platos que no había cocinado desde la última visita de Richard.

—Hacía mucho tiempo que no probaba un souflé tan delicioso — bromeó Meta—. Solía ponerme celosa, cuando era pequeña, de que sólo lo hicieran por ti. Eso me hizo aprender, por el camino duro, que los hombres son más importantes que las mujeres.

Richard se río.

—¡Por supuesto que estoy de acuerdo contigo!

Se Sirvió dos porciones del souflé e indicó a Bell que Sir— viera el café en el salón.

Meta se sorprendió, hasta que se dio cuenta de que su hermano estaba deseoso de hablar con ella a solas.

No podían hacerlo en el comedor, donde los Sirvientes entraban y salían continuamente.

Bell les llevó el café y lo colocó en una mesita.

También sirvió brandy para Richard.

Cuando, al fin, se cerró la puerta, Meta dijo:

—Ahora cuéntame de qué se trata todo esto, porque me muero de curiosidad.

—Supuse que así sería, más es una larga historia y no quería que me interrumpieran a la mitad.

—Te escucho.

Richard tomó un sorbo de brandy antes de decir:

—No sé si, desde que papá ya no está con nosotros, te has mantenido informada de los sucesos de Europa.

—Intento hacerlo— manifestó Meta—. Pero, como sabes, papá sabía cosas que no aparecían en los periódicos y hacía que todo lo que nos contaba sonara de modo muy diferente.

—Es verdad— admitió Richard—, y sé que le habría preocupado mucho lo que ha estado sucediendo en los Balcanes.

Meta enarcó una ceja, pero se mantuvo en silencio y Richard prosiguió:

—Papá nos advirtió que el Zar Alejandro III era un hombre muy peligroso.

—Lo recuerdo— murmuró Meta.

—Y también siempre dijo— continuó Richard— que el Zar estaba muy dolido, ya que pensaba que Rusia había fracasado en su propósito de dominar los Balcanes y mantener el control de los Estrechos.

—¿Y por qué eso es tan importante?

—Porque eso le habría dado acceso al Mediterráneo.

—¿Acaso todavía persigue esa meta?

—Estoy seguro de que así es— respondió Richard—, pero, como supongo que sabes, ha causado tal malestar su comportamiento del año pasado en Bulgaria, que le será todavía más difícil que antes conseguir su propósito.

Después de corto silencio, Meta dijo:

—Como papá ya no estaba aquí y yo me sentía tan perturbada por mamá, no recuerdo lo que sucedió.

—Eso supuse, así que te contaré en la forma más breve que me sea posible el vergonzoso comportamiento del Zar con su primo hermano, el Príncipe Alexander de Battenberg.

—Algo recuerdo acerca de ello— murmuró Meta en tono vago.

—El Zar no tuvo éxito en su empeño de lograr el control que deseaba sobre Bulgaria— continuó Richard—, porque el Príncipe Alexander se negó a hacer lo que se le dijo. De hecho, no deseaba ser un títere de los rusos.

—Puedo entenderlo— observó Meta.

Recordaba ahora el carácter tan desagradable que tenía el Zar y las cosas que su padre le contara de él.

—El Zar se enfureció contra el Príncipe Alexander, pero la Reina Victoria siempre le ha tenido gran afecto.

—¿Y qué sucedió?

—El año pasado, los agentes del Zar provocaron un motín en el seno del ejército de Bulgaria— continuó diciendo Richard—, captaron al Príncipe Alexander y lo obligaron a abdicar a punta de pistola. Se lo llevaron por mar y lo mantuvieron cautivo en el puerto ruso de Reni.

—¡Qué horrible!— exclamó Meta.

—Hubo una muy fuerte reacción en toda Europa. La Reina Victoria estaba indignada y comentó que el comportamiento del Zar no tenía paralelo en la historia moderna.

—Yo pensaría lo mismo— admitió Meta.

—Te perdiste todo eso— prosiguió Richard—, debido a la enfermedad de mamá, y después su funeral. No obstante, te diré que la indignación en Europa obligó al Zar a devolver al Príncipe Alexander a Austria.

—¿Por qué no a Bulgaria?— preguntó Meta.

—El Príncipe Alexander estaba tan desilusionado por la traición de su ejército, que decidió mantener su abdicación.

—¡Oh, no!— exclamó Meta— ¿Así que el Zar ganó la partida?

—Pensó que lo había hecho— dijo Richard—, más ahora está descubriendo que el nuevo Príncipe Reinante es un acérrimo patriota y tan hostil a Rusia como lo era el Príncipe Alexander.

—Eso, al menos, es un consuelo— dijo Meta.

—Es lo que yo pienso, y estoy de acuerdo con su majestad en que todo el episodio fue vergonzoso.

Richard hizo una breve pausa antes de explicar:

—En cualquier caso, todo eso quedó en el pasado y los ejércitos del Zar avanzan ahora continuamente hacia Asia y añaden miles de millas a su Imperio.

Meta lo miró fijamente y dijo:

—¿No se puede hacer algo al respecto?

—Creo que, al fin, ahora que el marqués de Salisbury se ha convertido en Primer Ministro— respondió Richard—, se han reforzado las defensas en la India y se observan con todo cuidado los movimientos de los rusos.

La forma en que lo dijo indicó a Meta lo sería que pensaba su hermano era la situación.

Sin embargo, la muchacha se preguntaba cómo todo aquello podía tener algo que ver con ella.

Se hizo un silencio antes de que su hermano prosiguiera:

—No supongo que sepas que a veces debo hacer algunos viajes al servicio del secretario de Estado para la Guerra. Meta se río.

—Por supuesto que lo sé. No supondrás que no me he dado cuenta desde hace tiempo que realizas el mismo tipo de misiones secretas que papá hacía cuando era diplomático.

Su hermano la miró.

—¿Lo sabías?— exclamó, asombrado.

—Mamá y yo solíamos reírnos de eso— dijo Meta—, no obstante, como era evidente que deseabas mantenerlo en secreto, nunca te lo comentamos.

Richard se sintió un tanto avergonzado.

—Supongo que, en realidad, debí haber confiado en vosotras— dijo—. Pero debes comprender que una palabra de más puede significar la diferencia entre la vida y la muerte.

—Papá solía decir eso— comentó Meta—, y, por supuesto, te comprendo. Pero deseo que confíes en mí.

—Y ahora lo hago y no tengo que decirte que todo lo que te cuente es por completo confidencial y no debe repetirse a nadie.

Meta le sonrió.

—Te prometo que seré muy cuidadosa, aunque, en realidad, no hay nadie a quien pueda decírselo, excepto a los caballos, y estoy segura de que son muy discretos.

Richard se río y dijo:

—Con toda sinceridad, Meta, vine aquí a pedirte ayuda.

Meta se sorprendió:

—¿De qué tipo?

—Hago un poco el mismo tipo de trabajo que papá hacía en el pasado.

—Explica lo que eso significa.

La muchacha comprendió, antes de que su hermano hablara, que éste buscaba las palabras justas. Finalmente, Richard dijo:

—La Reina está convencida de que Rusia envía espías a este país, igual que han infiltrado a sus agentes en todos los países de Europa.

—¿De qué forma?— preguntó Meta.

Richard hizo un gesto muy expresivo con sus manos.

—Me han informado que Rusia dispone de hombres que organizan células subversivas haciéndose pasar por vendedores de iconos. El Primer Ministro está enterado de que los oficiales de las embajadas rusas pagan a hábiles expertos en otros países para que organicen disturbios. Incluso, han intentado construir una fortaleza en Turquía, fingiendo que era una iglesia.

—¿Y aquí qué están haciendo?

—Eso no lo sabemos, por supuesto. Sin embargo, el Primer Ministro, por órdenes de su majestad, mantiene una estrecha vigilancia.

De nuevo se hizo el silencio, hasta que, al fin, Meta preguntó:

—¿Pero ¿cómo puede esto, de alguna forma, afectarme a mí?

—Es justo lo que voy a decirte, y, naturalmente, si es algo que no deseas hacer, lo entenderé.

—¿Qué es?— se intrigó Meta.

—Su majestad ha sido informada— respondió Richard—, de que un Príncipe ruso ha llegado recientemente a Inglaterra con su hermana. No tiene mucha influencia en Rusia, pero su madre era inglesa, hija del Duque de Cambria.

Meta lo escuchaba atenta y su hermano continuó:

—El Príncipe ha alquilado una casa en Londres y busca otra en el campo, en una región donde pueda cazar.

Meta abrió los ojos hasta su límite.

Empezaba a comprender a dónde conducía aquello.

—Por sugerencia del Marqués de Salisbury, le ofrecí al Príncipe esta casa en alquiler, y también accedí a buscarle alguien que le enseñé inglés a su hermana.

Meta ahogó una exclamación:

—¿Y... tu intención... es que... sea... yo?

—Supuse que lo comprenderías en seguida. La Princesa Natalia cuenta diecisiete años y, aun cuando tengo entendido que habla un poco nuestro idioma y, por supuesto, un francés muy fluido, como todos en Rusia, su inglés no es muy bueno. Fue idea de la Reina que se encontrara a alguien que estuviera con ella permanentemente y que ésta fuera una Lady.

Meta iba a hablar, pero su hermano continuó:

—Al mismo tiempo, la acompañante de la Princesa deberá informar de cualquier cosa que le parezca extraña en la casa, y que pudiera probar, como sospecha su majestad, que el Príncipe Alexis se trata de un espía.

Meta balbuceó:

—¿Realmente... piensas y esperas... que yo... los recibiré aquí?

—No será asunto de que tú los recibas— respondió Richard—, sino de que ellos te reciban a ti.

—No... entiendo— dijo Meta.

—Si les alquilamos la casa con su servidumbre— explicó Richard—, entonces tú deberás ocupar un lugar un tanto secundario, porque te tratarás de su empleada, algo así como una institutriz.

—¿Crees... que es... posible?

—Sólo es posible si puedes desempeñar el papel en forma tan convincente que el Príncipe crea que eres una jovencita común y corriente de la misma edad de su hermana, la cual compartirá con ella los mismos intereses y, al hacerlo, le enseñará el idioma inglés.

Meta guardó silencio y, después de un momento, su hermano continuó: