La rama cortada - Karina Gawromski - E-Book

La rama cortada E-Book

Karina Gawromski

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Beschreibung

A fines de 1941, tuvo lugar cerca de Riga, Letonia, uno de los mayores crímenes del nazismo: la Masacre de Rumbula, en la que 25.000 judíos fueron asesinados. Entre ellos, casi toda la numerosa familia Gavronski. Solo Iosef, milagrosamente, logró escapar. Sobrevivió para cumplir la misión que le había encomendado su padre: lograr que el apellido no se extinguiera. Tras la guerra, Iosef emigró a Brasil con su segunda esposa y su hijo Oscar; allí, inició una nueva vida y eligió callar sobre su anterior familia Gavronski.   Muchos años después, con el nacimiento de su primer nieto, Oscar recibe una llamada del extranjero que marca el comienzo de su reencuentro con los Gavronski dispersos por el mundo y el descubrimiento de que no estaba solo. Para sus hijos, será el inicio de una investigación que se convertirá en creación: uno compondrá el cada vez más frondoso árbol genealógico de los Gavronski y otra escribirá la historia de la rama cortada de ese árbol, la familia que su abuelo cargó en silencio toda su vida.   Pero ¿cómo reconstruir una historia callada por tantos años? A partir de un puñado de fotos y escasas informaciones, Karina Gawromski recrea y construye en esta novela no solo la vida de los Gavronski de Riga, la de Iosef en la Segunda Guerra Mundial, sino también la nueva vida de su abuelo en Brasil y la experiencia de desarraigo de su padre.

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Seitenzahl: 394

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


Karina Gawromski

La rama cortada

EN PRIMERA PERSONA

Gawromski, Karina

La rama cortada / Karina Gawromski. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-631-6635-75-4

1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Narrativa Histórica. 3. Holocausto Judío. I. Título.

CDD A860

© 2025, Karina Gawromski

Primera edición, mayo 2025

Dirección comercial Sol Echegoyen

Dirección editorial Julieta Mortati

Asistencia editorialEleonora Centelles

Coordinadora de ediciones Jacqueline Golbert

Editor Ricardo Baduell

Jefa de corrección María Nochteff Avendaño

Corrección Karina Garofalo y Patricia Jitric

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Fotos Archivo familiar Gawromski, a excepción de imagen del capítulo 26 (ver aquí) © Dan Lande

Conversión a formato digital Estudio eBook

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

A la memoria de Ida y de todas las madres que padecieron la Shoa

 

 

A la memoria de Oscar, Hana, Roza y Masha, y de todos los jóvenes que no pudieron seguir viviendo

Cortada está la rama que pudo haber crecido derecha.

 

MARLOWE, Fausto

Índice

CubiertaPortadaCréditosDedicatoriaEpígrafePrólogo. La profundidad del silencioI. El último Gavronski1. El retoño2. Una casa llena de voces3. Otro hogar4. Un rumor enemigo5. El huésped6. Discursos en voz muy alta7. El árbol8. Golpes en la puerta9. El libro10. Un hilo de vida11. ¿Por qué trato de darme una historia?12. Sombras en la nieve13. ¿Qué historia es la que puedo darme?14. Último retrato de familia15. ¿A quién pertenece ahora esta historia?16. En el aire cargado de pólvora17. Dos resistentes18. A la sombra de los troncos antiguos19. Vuelta al punto de partida20. ¿Adónde conduce nuestra historia?21. Preso político22. Bajo dos estrellas23. ¿Dónde comienza nuestra historia?24. De un infierno a otro25. 9571926. El sobreviviente27. Vida después de la guerra28. El apellido29. El nombreII. Reverdecer1. Abandonar Europa2. Tierra y sangre3. Brasil e Israel4. Un acento alemán5. Cartas a Rajel6. Retrato de familia7. Años ásperos8. Tierra Santa9. El silencio en el que escribo10. La sombra de la guerra11. Escala en Nápoles12. Regreso a Brasil13. La nueva vida de Fela14. La nueva vida de Oscar15. Manhattan-Buenos Aires16. Un niño en la palma de una mano17. Manhattan-Toronto18. La invitación19. Desarraigo20. Aire frío21. Una pequeña diáspora22. Toronto-Buenos Aires23. El lugar negado24. Otra patria25. Gavronski, Gawronski, Gawromski26. Plato roto27. El árbol erguidoSobre este libroSobre la autoraTienda PAM

Prólogo La profundidad del silencio

¿Cómo medir la profundidad del silencio? ¿Cuántos niveles puede tener? ¿Cuántas capas pueden cubrirlo? ¿Qué guarda en el fondo? ¿Tiene un fondo? Frente a ese bloque, macizo y evasivo, multiplicamos las preguntas para modular lo que solo dividiéndolo tal vez se traicione, se contradiga, abra una grieta por la que penetrar en lo insondable. O hacemos del silencio un objeto, la metáfora de una cosa, para así poder enmarcarlo, abarcarlo, estudiarlo, traducirlo al contenido que nos niega. Introducimos un significado por necesidad propia. ¿Pero es ese el ajeno, el que no se nos quiere dar y más bien parecería confiar en su obstinación como la forma más segura de desaparecer si resiste lo suficiente? A veces solo lo imaginario puede responder donde la vida ha elegido callar.

Puede que no conozcamos bien la historia del nazismo en Letonia, pero cuando el relato nos presenta a los Gavronski, una familia judía de Riga, como protagonista de sucesivos episodios de su vida cotidiana en la década del treinta, lo más probable es que creamos de inmediato adivinar lo que les espera, teniendo en cuenta la situación, hoy harto conocida, hacia la que igual que tantos otros en Europa se encaminaban ellos entonces. Sin embargo, como suele pasar cuando seguimos adelante en la indagación de la fatalidad, nos sorprenderemos: en el destino particular de Iosef Gavronski, el hombre marcado por lo que parecería un milagro, no se encuentra la esperada conclusión de un proyecto criminal ya condenado, sino el punto de partida de un camino que se ramificará y abrirá a insospechados horizontes.

Pues lo particular, justamente, es lo propio de la novela. Y lo imaginario, que en este caso ha venido a convocar unos hechos de los que su protagonista no ha querido hacer memoria. ¿Podemos comprender por qué? El encuestador está familiarizado con la respuesta fácil de quienes se niegan a responder, emisarios del silencio y la ausencia aunque no se lo propongan. “No sabe, no contesta” es la respuesta más fácil, la que menos compromete. Lo difícil, en cambio, es saber y callar. Lo más duro, se tenga o no razón al mantener silencio, ya sea a la espera de la oportunidad adecuada para hablar o, como Iosef, en la decisión de impedir que las cenizas ahoguen el nuevo fuego que es necesario encender para asegurar la continuidad de lo encomendado.

La rama cortada es una indagación del silencio. De su consistencia y de sus límites, de su propósito y de sus efectos. Por no legarles una historia nefasta, junto con su apellido Iosef Gavronski transmitió a los suyos un silencio y, con él, un vacío por llenar. Quizá no es casualidad que la palabra que permitió iniciar la recuperación de la memoria enterrada coincidiera con la llegada al mundo del primer nieto de Oscar, el hijo que creció en ese silencio. La voz que pregunta por él en medio de las celebraciones de este nacimiento es un llamado. Su respuesta, después de años de sobrellevar el silencio heredado de su padre, es la apertura de esa vía de descubrimiento. El hijo único de los desarraigados sobrevivientes al exterminio de la Segunda Guerra Mundial advierte que ni él, ni su pequeña familia inmediata, están solos en el mundo. Y emprende, junto con sus propios hijos, el camino del reencuentro. Gabriel, además de acompañarlo en sus viajes, completará el inesperadamente frondoso árbol genealógico de los Gavronski, Gawronski o Gawromski, y le restituirá esa rama fértil cortada por la violencia. Karina contará su historia interrogándola: así se ha escrito este libro y por eso es una novela, ya que no hay como la ficción para desenmascarar la realidad.

Es en ese proceso de escritura que se descubre, progresivamente, lo que significa la profundidad del silencio. Sus sucesivos niveles, a medida que se los va atravesando y se averigua lo que callaba cada capa, y se comienza a entender por qué. Poco a poco, a medida que a través de la identificación con los ausentes y el desarrollo de esa historia que es preciso imaginar porque se ignora tanto de ella se va penetrando en lo desconocido, toda clase de realidades y verdades que parecían condenadas al olvido van asomando alrededor de quien escribe. Más de una vez, durante la construcción de esta novela, la forma del relato, como si se tratara de una ficción, necesitó algún elemento especial que parecía faltar en la despojada narración heredada. Y entonces, al saber qué preguntar, eso mismo aparecía, aportado por alguna memoria cercana y súbitamente despierta, o por alguna fuente hasta entonces oculta o seca. Cada una de estas respuestas era, además de una alegría, un signo de aprobación, una certeza, y con ella crecía el territorio ganado a la oscuridad, al silencio.

Cuando el presente interroga, el pasado responde. Pero también ocurre en sentido contrario. Y así, esta búsqueda del rastro de la rama perdida del árbol no solo se orientó hacia las raíces, sino también hacia la copa. De la misma manera que fueron surgiendo del pasado las veladas figuras de los ancestros, durante el largo proceso que narra la novela aparecieron de todas partes del mundo, para poblar ese espacio, los Gawromski, Gavronski o Gawronski presentes, actuales, reunidos por fin al cabo de décadas de distancia.

Ese viaje de ida y vuelta a través del tiempo y del espacio es el que celebra este libro. El reconocimiento por el que la separación impuesta y la voluntad de exterminio pueden ser revertidas, aun si una vez fueron las más fuertes. Quizá sea imposible llegar al fondo del silencio, pero lo que se ha arrojado a él sí puede ser recuperado. Profundos por su sentido y sus raíces, el libro y el árbol guardan la memoria y, con ella, el nombre, el apellido en el cual reconocerse y verse como parte de una historia mayor, que continúa escribiéndose. Esa fue la palabra que Iosef Gawromski recibió de su padre y salvó para los suyos, tanto nacidos antes como después que él. Un apellido es una palabra dada. El alcance de su promesa no es menor que la profundidad del silencio, pero añade a la ambigüedad de lo que calla una afirmación. Ese es su valor, que no caduca por más hondo que esté enterrado el tesoro.

 

 

RICARDO BADUELL

Barcelona, 7 de diciembre de 2024

I El último Gavronski

1. El retoño

Buenos Aires, 1998

 

La luz entra, feliz, por los tres ventanales del comedor. El sol se refleja en la larga mesa de vidrio. En el centro hay otro sol, labrado, con rayos puntiagudos; alrededor, diez sillas de tela cruda. El suelo es claro y, como la mesa, refleja la luz que calienta la casa. Dos lámparas se inclinan sobre el vidrio, pero no es necesario encenderlas; con la luz natural alcanza.

Aunque vivimos aquí desde hace tres años, la casa todavía parece nueva. Proyectamos una familia numerosa.

Sobre la mesa del comedor, dentro de un moisés, duerme el primero: Alan, que ha nacido hace solo unos días. Tiene puesto un enterito azul a cuadros y está tapado con la manta de lana celeste que le tejió su bisabuela Fanny. Nació la primera noche de Pascuas, honrando así a su bisabuelo paterno, don Pascual. Esa misma noche, hace ya miles de años, los judíos fuimos liberados de Egipto por Moisés.

Alrededor de la mesa están sentados sus mayores. Mi suegro, Marcelo, orgulloso del primer Kremenchuzky de la nueva generación, pues ya tiene tres nietos varones y ninguno lleva su apellido. Alan es el primero. Mi suegro sueña con llevarlo a conocer su propio lugar en el mundo: el campo en Rosario del Tala, Entre Ríos. Ya se imagina a Alan cabalgando, disfrutando del contacto con la naturaleza, el verde, los animales, los cultivos y los bonitos atardeceres que se aprecian desde la galería de la casona, mate en mano.

A su lado está mi suegra, Lydia. Radiante, plena. Solo le falta que Alan se despierte para poder alzarlo. Tiene experiencia cuidando niños: cuatro hijos y ahora, con Alan, cuatro de los once nietos que vendrán. Además, durante muchos años, fue maestra de primer grado. Irradia paz y dulzura. Verlo a Marcelo feliz por la continuidad del apellido duplica su propia felicidad. Mientras espera, ya está pensando qué cuadro le va a pintar a Alan para su cuarto nuevo. Aunque por ahora su cunita está pegada a mi cama.

Enfrente está sentado mi papá, que mira a Alan con ojos devotos. El verde de sus ojos relumbra. Le parece increíble estar viviendo este momento. Ser abuelo. Está de estreno. Querría tocar, despertar a Alan, pero se contiene. Agradece a Dios lo recibido. Y ya se imagina echado en el piso, rodeado de juguetes, armando torres, empujando cochecitos, pateando pelotas y gozando de la infancia de su primer nieto a pesar del incurable dolor, diagnosticado como fibromialgia, que lo acompaña.

Junto a mi papá está Leonor, mi mamá. Siente una emoción que la hace llorar y reír a la vez. No aparta la vista de Alan. Está atenta a que respire bien y a cada pequeño movimiento que él hace dentro del moisés. Pregunta si estará cómodo, si no necesitará algo…

—Se lo ve muy bien —le dice Lydia con certeza. Y eso le alcanza para relajarse un rato.

Hablan despacio para no molestar a Alan. Y Alan descansa tranquilo custodiado por sus cuatro abuelos.

Andy y yo miramos la escena desde la cocina. Nos inspira ternura. Nos sonreímos. Qué milagro, pienso. Y qué bendición. Andy agarra los vasos que están en el estante de arriba para llevarlos a la mesa. Yo abro el paquete de pletzalej, esos pancitos tan deliciosos con cebolla y amapola que trajo mi mamá, además de pastrón y pepino agridulce. Ya pasaron las pascuas. Podemos comer harina otra vez. Coloco los panes en platos y los acerco a la mesa. Mi mamá me ve venir y salta como un resorte. Va a la cocina, mira qué hace falta ordenar, limpia las miguitas que se me cayeron… Pasa un trapo húmedo sobre la mesada y lleva las servilletas a la mesa. Lydia también se levanta y me pregunta si prepara el mate.

—Sí, buena idea.

Andy se queda sentado con Marcelo y mi papá. La noche en que nació Alan había jugado Boca. Comentan el partido, que ganaron.

—Buen regalo nos hizo Alan —dice Andy, y se ríen.

La alegría flota en el ambiente distendido de la tarde.

Lydia ceba el mate.

—¿Quiénes toman?

—Nosotros no —contesta mi mamá—. Oscar, ¿quieres un café?

—Sí, con un poco de leche. Gracias.

Vuelvo a la cocina para batir el café instantáneo con azúcar.

—¿Alguno más quiere café?

—Si vas a batir, yo tomo —responde Marcelo.

—Yo también —se suma Andy.

Es más rico batido. Preparo el café y lo llevo a la mesa. Miro a Alan. Sigue durmiendo. No le molestan nuestras conversaciones ni los ruidos de la cocina.

—¿Cuándo será el bris? —me pregunta mi papá mientras le sirvo el café.

—Supongo que muy pronto.

El interés de mi papá por la circunsición, el pacto con la ley de Moisés, una de las tradiciones más fuertes de nuestro pueblo, me recuerda que esta semana tenemos que llamar a don Kache, que será quien la llevará a cabo.

Suena el timbre. Andy se levanta, agarra la llave y sale a ver quién es.

—Llegó el padrino —anuncia desde la puerta.

Entra mi hermano Gaby. Trae un oso de peluche gigante. Más grande que yo. Ve que Alan está dormido. Apoya el oso en el piso.

—Cuando se despierte, se lo doy —nos mira y se ríe—. ¡Qué lindo centro de mesa tienen!

Todos reímos con él.

—Ya quiero que se despierte —dice mi mamá—. Quiero sacarme una foto con mi nieto.

—Debe estar por despertarse —le digo—. Toma la teta cada tres horas.

Es domingo. Mis padres, mis suegros y Gaby vinieron a compartir esta alegría, la alegría de la sangre que prolonga su carrera bajo el mismo nombre. Y es abril de 1998, el 53.º aniversario de la liberación de Buchenwald.

Suena el teléfono. Me levanto rápido para que no interrumpa la siesta de Alan.

—¿Hola?

—I want to talk to Oscar, please. Does he live there?

La voz en inglés, una voz de mujer, me descoloca.

—Who are you?

—My name is Judy. I’m Oscar’s cousin.

—Just a minute, please —respondo, confundida—. Pa, es para vos —le paso el auricular—. Habla en inglés —le advierto, como si hubiera un peligro.

Mi mamá y mi hermano me miran, intrigados. Yo alzo los hombros, tan perpleja como ellos.

No sabía que esa llamada despertaría un fantasma enterrado.

—Hello…

Mi papá escucha callado. Poco a poco la alegría lo abandona. Pero no dice nada. Es como si se tragara las palabras que oye.

—¿Quién es? —susurra Gaby.

—Una prima —oigo entonces el vacío en mis palabras—. No sabía que papi tenía primas.

—Yo tampoco. ¿Y hablan en inglés? ¿De dónde llama?

La sonrisa que tenía instalada en la cara se le ha borrado. Ahora mi papá está serio. Atento. Quieto. Se agarra la espalda, le duele, le duele más si se pone nervioso.

Le acerco una silla y un vaso de agua. Levanta la mano, indicándome que espere. Mamá me ha seguido. Alan sigue dormido. Ha dejado de ser el centro de atención.

—I don’t remember you —oímos de pronto.

He oído a papá hablar inglés antes, pero ahora casi me parece un extraño.

—This is my daughter’s house. I’ll give you my own number.

Con suma claridad le dicta uno a uno los números de teléfono de su casa y de la marroquinería. También le pasa los horarios en los que es más fácil ubicarlo, como dice.

Cuando al fin cuelga, se queda como anestesiado. En letargo, parece haberse quedado pensando en algo muy profundo o muy secreto. Algo que ninguno de nosotros conoce. Gaby se le acerca y, justo en ese momento, Alan se despereza, mueve los brazos, se gira en el moisés y lloriquea. Yo escucho su gemido y corro al moisés. Levanto la manta y siento su peso ligero cuando lo alzo. Le doy un beso.

—Le toca comer —le digo a mamá, que ahora está pendiente de papá.

Y me voy al sillón. Mamá vacila entre los dos, pero al fin me acompaña.

Gaby se queda con papá. Oigo su voz tratando de abrir el silencio.

—Pa, ¿quién era?

El silencio es espeso. Andy y sus padres permanecen inmóviles, callados, como si se hubieran colado sin quererlo en una escena demasiado privada. Pero mamá y yo tampoco nos movemos. El único en continuar con su acción es Alan, prendido a mi pecho.

La voz de papá se abre paso con dificultad desde su interior.

—Judy —dice, como si hubiéramos oído hablar de ella alguna vez, y añade, lo que suena aún más extraño—: una prima que vive en San Diego.

—¿Tenemos familia en San Diego? —pregunta Gaby, incrédulo.

Papá habla muy lentamente, como examinando la información recibida.

—La hija de una hermana de mi papá —dice, y respira hondo.

—Nunca nos contaste que tu papá tenía una hermana viva —le dice Gaby, ahora con el tacto de quien percibe una materia delicada.

Segundos de silencio. Mi hermano espera alguna respuesta. Pero mi papá sigue pensando en voz alta, como si no hubiese oído su pregunta.

—No estoy solo en el mundo —dice con voz pausada, desde muy adentro, mientras me mira amamantar a Alan.

A Gaby le impacta la frase. Siempre nos dijo que nosotros éramos los únicos tres Gawromski. También él se queda pensativo, pero insiste en tratar de que papá le responda.

Trato de escucharlos, pero estoy demasiado lejos. Me pierdo un poco su conversación. Lydia les ceba mate a Marcelo y Andy, como tratando de que los tres recuperen su naturalidad.

La voz de papá me llega como de un mundo que solo él conociera.

—No creo que me recuerdes, me dijo Judy. Porque entonces, en Israel, yo era chico. Pero no, no era tan chico —se contradice—. Estaba viviendo tiempos difíciles, con la enfermedad de mi papá y la llegada a Rishon Letzion.

Se queda en silencio. Veo a mi hermano atento, ansioso de saber más, al impaciente acecho de las próximas palabras.

—Pero ella y Tziva sí me recuerdan —sigue papá, de pronto—. Tziva es la hermana —nos aclara—. Me estuvieron buscando durante treinta años.

Los ojos se le llenan de lágrimas. Es como si esos treinta años pesaran sobre todo su cuerpo.

—¿Treinta años? —repite Gaby, intentando asimilar lo que escucha a la vez que lo anima a seguir.

Papá respira fuerte. Se frota el brazo con la mano, como acariciándose.

—Después de que murió mi papá, ellas supieron que me había ido a Brasil. Después también se fue mi mamá y perdieron el contacto.

Mi hermano mira a mi papá y a él también se le humedecen los ojos. No lo ha visto así antes, ni yo tampoco. Podemos imaginar la desilusión que se siente al buscar sin encontrar durante tanto tiempo.

—¿Ellas viven en Estados Unidos? —pregunta Gaby.

—Judy, en San Diego. Tziva sigue en Israel.

—¿Y cómo es que ahora…?

—Tienen muchas fotos que mostrarme —reanuda mi papá su soliloquio, interrumpiéndolo—. Cartas que papá le escribió a su mamá desde Brasil. Y una postal de Cremona, en Italia, del día en que nací. No lo puedo creer… —vuelve a ensimismarse, absorbido por su emoción.

Mi hermano se queda boquiabierto, dividido entre hablar y esperar que papá continúe. Yo sigo mirando desde lejos, intentando pescar alguna palabra cuando papá vuelve a hablar, pero solo veo los gestos, la emoción que habita en ambos apenas contenida por la cautela.

Después mi papá se queda mudo. La cara rígida. Un poco de él sigue presente en mi casa y otro poco se queda en la conversación con Judy.

Alan termina de tomar la teta. Mi mamá lo agarra, le apoya la cara en su hombro y le da unos golpecitos en la espalda con la palma ahuecada antes de pasárselo a Lydia. Andy les saca fotos a Alan con sus padres. Cuando termina, Alan vuelve a los brazos de mi mamá.

—Vení, Oscar. Así nos sacamos una foto con Alan.

Mi papá emerge como puede de su estado confuso. Mira a Alan, curioso, casi como si lo viera por primera vez.

—Lo que me viene a traer mi nieto… —empieza, pero no encuentra las palabras para seguir.

Y después de las fotos, vuelve a sentirse abrumado. Como mareado. El pasado se ha colado de visita en casa del futuro. A través de Judy, su padre, mi abuelo Iosef, ha venido a mi casa a conocer a Alan.

Es él, pero aún no lo sabemos, el que ronda a mi papá. Bajo su sombra, se sienta en el sillón del living. Mi hermano se ubica en el sillón de al lado. Yo tomo a Alan en brazos y me acerco a ellos. Pero Alan está inquieto, grita, se retuerce. Andy deja la cámara y se lo lleva a pasear un rato. Yo me quedo con Gaby y mi papá.

—¿En qué estás pensando ahora? —pregunta Gaby.

Quizás es el acento puesto en el ahora lo que lo despeja y le deja disipar un poco la tiniebla.

—En el silencio de mi papá —responde con voz grave—. Tantas veces quise saber si le pasaba algo —se queda pensativo una vez más—. Pero no me animé a preguntarle.

Conocemos la historia familiar. O creemos conocerla. Sabemos que es complicada, sobre todo ahora que hemos crecido.

—Seguramente te quiso proteger de historias demasiado duras —le digo, tratando de dar algún sentido a esa manera de callar.

—Sí, pero tarde o temprano la verdad aparece… —dice mi papá con los ojos idos de nuevo, a otro tiempo que, a pesar de todo, no ha podido olvidar.

—Mejor saber que no saber, ¿no? Creo yo —digo, tan afirmativamente como puedo—. Nunca es tarde —añado, procurando sonar optimista.

—¿Pero cómo me olvidé de ellas? —me interrumpe, desbordado por lo que está ocurriendo en su interior—. ¿Cómo pude olvidarlas?

Gaby y yo intercambiamos una mirada. Esto es nuevo. No nos atrevemos a decir nada, pero poco a poco papá ha empezado a romper el silencio heredado.

Andy me trae a Alan dormido. Yo lo acuno en el sillón.

—No estoy solo como creía hasta ahora —vuelve a decir mi papá, como al principio—. Somos parte de una gran familia.

Nos mira y de pronto la alegría parece haber vuelto a él. Mira a Alan en mis brazos y sonríe.

—¿Me estará escuchando? —pregunta.

2. Una casa llena de voces

Riga, 1931

 

La luz entra, suave, por la ventana de la cocina. La pava apoyada sobre la hornalla refleja el tenue rayo del sol. Sobre la mesada, frascos con sal, especias y condimentos usados anoche. El piso limpio, barrido y trapeado. Los platos secos en el escurridor. El repasador, dentro de la pileta, todavía manchado con la salsa de la cena.

Por la puerta abierta de la cocina la luz llega a la sala del comedor. Sobre el aparador, fotos familiares; en la primera, una mesa larga, hombres, mujeres y jóvenes sentados alrededor, rostros sonrientes, algunos están abrazados y los pequeños, sentados sobre las rodillas de los mayores, los platos limpios, aún no comieron. En otra foto, un joven y una joven elegantes en el día de su boda; y en la otra, un bebé sostenido en las palmas de las manos de un hombre grande el día de su circuncisión. Al costado de las fotos, el candelabro plateado brilla por la luz del sol que lo intensifica. Al lado, un florero vacío. Hoy no hay flores.

Iosef está de pie frente al ventanal del comedor mirando hacia el este, hacia Jerusalem. Se balancea hacia atrás y hacia adelante con el libro de salmos abierto entre las manos. Así se concentra en las palabras que murmura: “Shemá Israel Adonai Eloheinu, Adonai ejad…”, 1 y con esta plegaria invoca salud para su padre y su madre. Piensa en su esposa y le suplica a Dios que la cuide, que le dé fuerzas para criar a sus hijos y la mantenga sana y a salvo de cualquier mal. Repasa uno a uno el rostro de sus hijos y le implora a Dios que los guíe, que los ayude a crecer en paz, felices, con buena salud, y que cada uno encuentre lo que necesita para ser una persona de bien. Iosef reza por la armonía en su hogar, para que circule el amor entre los suyos, y pide abundancia para mantener a su familia y vivir con tranquilidad. Pero, al pedir por la vida material y el sustento, se distrae pensando en los negocios que quiere encarar. Desde que nació la más pequeña de sus hijas, que ya tiene dos años, recorre los barrios para conseguir nuevos clientes y, si bien va agrandando su clientela, todavía no da el gran salto con el que sueña: contratar a dos o tres empleados para que atiendan a sus clientes minoristas y dedicarse a comprar telas y a las ventas por mayor. Si me va bien con lo que me recomendó David, todo cambiará, se dice. Pero pronto se da cuenta de su distracción, y entonces vuelve a su plegaria y le agradece a Dios por lo que tiene.

Deja de balancearse, cierra el libro, lo besa y lo apoya en el aparador junto al candelabro. Hoy no hay ruidos en la cocina.

Camina por el pasillo angosto. La claridad que entra desde el comedor le permite distinguir los cuadros colgados en las paredes blancas. Ve al pasar su favorito, el de la bendición al hogar escrita en letras hebreas. Las puertas de los cuartos de sus hijos están cerradas. Al parecer, ninguno está levantado.

Llega a su habitación y se detiene en la entrada. Su esposa está todavía entre las sábanas desordenadas, con la cara tapada por la almohada. Se acerca a la cama y se sienta junto a ella. Retira la almohada con suavidad. El pelo está revuelto, la mano derecha cerrada en un puño. La mira. Nunca fue perezosa. A pesar de que durmió toda la noche, está agotada. Hace tiempo que no la veo bien. Ella es tan vital, pero ahora, entre la casa, las compras, la comida, la ropa… A esta hora debería estar preparando el desayuno, como siempre. Sí, hoy voy a ir a Sigulda.

—Iosef, ¿qué hora es?

Cinco minutos después, Ida ya está en la cocina. Enciende el fuego, pone agua a hervir, corta el pan, lo tuesta y va al comedor a poner la mesa. Hace unos días que su hija Hana le contó que dos amigas del colegio empezaron clases de danza y le pidió probar algún día. Tal vez hoy a la tarde pueda llevarla.

—Ya los desperté —le dice Iosef cuando entra a la cocina.

—Iosef, por favor, unta las tostadas con manteca y mermelada y prepara el té, que voy a ver si los chicos necesitan algo.

Ida se acerca a la pieza de Oscar y llama a la puerta, pero no espera la respuesta. Abre y encuentra a su hijo a medio vestir. Mientras Oscar se abotona la camisa, Ida puede verle los pelos en el pecho.

—Ay, perdón, Oscar, buen día. Creí que todavía estabas en la cama.

—Tranquila, mamá, sé qué hora es —responde él guardando en un bolso un short y una camiseta deportiva.

—¿Puedes comprarte hoy un sándwich antes del entrenamiento? No llego a prepararte la vianda.

—Sí. Yo me arreglo. No te preocupes.

Ida sale del cuarto de Oscar hacia el de sus hijas. Pronto Oscar será un bar mitzvá.

Hana ya está levantada. Se está vistiendo cuando Ida entra. Qué raro que ya esté casi lista, piensa Ida. “Ya tengo diez años, puedo empezar a arreglarme sola”, ha pensado Hana al levantarse.

—Buen día, mamá —dice en voz alta, pero enseguida la baja al acordarse de su hermanita—. ¿Qué le pasó a Masha anoche?

—¿Tú estabas despierta? —pregunta Ida, sorprendida.

—Me despertó ella. ¿Qué le pasaba?

—Tenía sed. Con un poco de agua y unos mimos logré calmarla.

—¿Quieres que te ayude con Roza?

La voz de Hana es tierna, en parte aprendida de su madre.

—No, tú termina de prepararte que yo la despierto.

Roza escucha entre sueños las voces de su hermana y de su mamá, pero espera muy quieta a que Ida se acerque y la despierte. Le gusta cómo su mamá le acaricia el pelo. Se mueve, se estira y por fin, al abrir los ojos, ve a su hermana Hana ya vestida guardando los útiles en su cartera. Roza admira a su hermana mayor y trata de copiarla en todo. Así que dando un salto sale de la cama y le pide a su mamá que le acerque el uniforme de la escuela.

—Mamá, ve a la cocina que yo me cambio sola —le dice luego.

—¿Quieres que te peine?

—Le pido a Hana que me ayude.

Ida emprende el regreso a la cocina. Qué solidarios se levantaron esta mañana, piensa. Parece que no puedo disimular mi cansancio. Desde la cocina puede oír a Iosef y Oscar en el comedor.

—Hoy voy a ir donde me recomendó David.

La voz de Iosef parece retomar una conversación que no empezó hoy.

—¿Irás a lo del señor Lewington?

—Sí. Tendría que haber ido hace tiempo, pero está a una hora de Riga en tren y lo he venido postergando.

Ida entra al comedor a supervisar que no falte nada para el desayuno y los dos callan. Los ha interrumpido.

—¿Hará frío? —pregunta, retocando lo más casualmente que puede las posiciones de cubiertos y platitos.

Oscar se acerca a la ventana y mira a la gente que camina por la calle, bajo las ramas todavía medio desnudas de los árboles. No se ve rastro de nieve en ningún rincón.

—Parece que hoy no. Mejor dejo el sobretodo —dice volviendo a la mesa.

—Pero entonces llévate un suéter más grueso —le recomienda su mamá antes de salir rumbo a la cocina—, regresarás tarde a casa hoy.

Casi al mismo tiempo que Ida deja el comedor, como en una escena de teatro, Hana y Roza, juntas, hacen su entrada. Iosef se siente feliz al verlas. Las ve lindas, grandes, parecidas y a la vez distintas una de otra.

—Buenos días. ¡Qué lindo peinado, Roza! —la elogia, reconociendo a su hija en su nueva actitud de niña ya mayor.

Pero tanto ella como su hermana solo tienen ojos para Oscar, que se está sentando a desayunar.

—Hola, Ossi. ¿Estaré bien sin abrigo? —pregunta Hana.

—Tú eres friolenta, Hana. Llévate tu abrigo —le contesta él sin dudar.

Ida vuelve al comedor con la tetera y empieza a servir.

—Voy a pasar por lo de mis padres —le dice Iosef—. ¿Necesitas que traiga algo de carne?

—Sí, me viene bien. Pero esta vez no traigas demasiado. Después me da mucho trabajo limpiar todo. Dales saludos míos y organiza para vernos el fin de semana.

Ida acaba con la ronda del té y ocupa su lugar en la mesa.

—Bueno, chicas, vamos, desayunen que se hace tarde —dice Iosef al cabo de un rato—. Oscar, cuando termines el entrenamiento espérame, así volvemos juntos.

Oscar asiente, con la boca llena. Hana, como de costumbre, se levanta de la mesa con la tostada en la mano.

—Ya estoy lista —se excusa—, voy comiendo por el camino.

Antes de que su madre pueda oponerse, Roza imita a su hermana mayor, pero su gesto no ha sido lo bastante ensayado: se mancha el vestido con la mermelada y, desconcertada, suelta la tostada, que termina boca abajo sobre el mantel.

Viendo la cara de horror de su hija, Ida se contiene.

—Ahora te lo limpio —le dice a la desconcertada Roza, que ya esperaba el reto, y sale corriendo a la cocina por un trapo húmedo.

Pacientemente, Iosef unta otra tostada. Hana, impaciente con su tostada en la mano, comprende, sin embargo, que debe esperar a su hermana.

—No pasa nada, en el camino se seca —dice Ida a su hija mientras borra lo mejor que puede la mancha de la manga del vestido.

Iosef le da a Roza la tostada recién untada y las dos hermanas salen, cada una con la suya en la mano. Oscar las alcanza en unas cuantas zancadas. Con el apuro que llevan, al cerrar dan un portazo que hace temblar el departamento. El estrépito se prolonga en los pasos con que Iosef e Ida los oyen bajar corriendo las escaleras, hasta que la señora Markusevic los demora en el segundo piso.

—Buen día, familia —la oyen saludarlos con toda claridad—. Qué energía tienen esta mañana.

—Buen día, señora —contestan a coro Oscar, Hana y Roza, y enseguida reanudan su galope.

Iosef se ríe y le dice a Ida:

—Debo acordarme de devolverle a la señora Markusevic la escalera que nos prestó.

Pero poco después, cuando sale de casa, ya está pensando en su negocio, y la escalera vuelve a olvidársele.

Ida cierra la ventana que Oscar había dejado abierta porque nota que sobre el aparador va apareciendo una capa de polvo. Parece que ya entra polen de los árboles. Vuelve a la cocina y, antes de empezar a lavar las tazas y los platos del desayuno, ve el repasador manchado en la pileta y se pone a fregarlo. Anoche no me quedaban fuerzas para hacerlo. Parece que ese ratito de más que dormí me vino muy bien, se dice, dándose ánimos. Está ordenando el comedor cuando escucha que Masha está despertándose. Va a buscarla, la cambia, la trae a la cocina y le da el desayuno. Cuando Masha termina de comer, van juntas hasta el cuarto de las chicas y le da la muñeca y el osito de peluche para que juegue mientras ella hace las camas, que con toda su buena voluntad las niñas han dejado con las sábanas revueltas debido a las prisas de la mañana. Luego pasa un trapo rápido por el baño. Quiere dejar preparado el almuerzo para las chicas antes de salir a buscarlas al colegio. Además, tiene que organizar las compras de fruta y verdura de la semana; ya casi no le quedan provisiones. Y si llega, le gustaría pasar por lo del zapatero a retirar unos zapatos de Roza a los que debían pegarles la suela.

Hacia el mediodía ha logrado hacer todo lo que tenía en mente. El sol entibia las calles de la ciudad, la primavera asoma en aromas a azahar y en los blancos y fucsias de las flores nuevas. El pasto de los canteros ya se recuperó del paso de la nieve. Masha camina de la mano de Ida y se distrae mirando a cada persona con la que se cruza. Ve un perro pequeño, le suelta la mano a su mamá y corre a tocarlo. Ida se divierte mirando la frescura de Masha. Cuando vuelve, le pide a su mamá que la lleve en brazos porque se cansó de caminar. Ida la levanta y alterna entre llevarla de la mano y alzarla. Y aunque le duelen la cintura y el brazo derecho, sabe que si no la levanta no llegará a tiempo a buscar a Hana y a Roza.

—¿Cómo estuvo la mañana? —les pregunta.

—La maestra nos dijo que muy pronto haremos una evaluación de matemáticas. ¡La primera evaluación, mamá! Nos contó cómo será, me puse nerviosa. ¡Voy a faltar ese día! ¡No me gustan las evaluaciones! —protesta Hana.

—¿Pero qué dices? ¿Qué ocurrencia es esa? Tendrás que estudiar, Hana. Sentirse preparado calma los nervios. Yo te ayudo. ¡Tú podrás!

—A mí me están enseñando a sumar —interrumpe Roza—. ¿Me puedes ayudar a mí también, mamá?

—Por supuesto, Roza. ¡Me sobra tiempo para ayudar a todos! —dice Ida riéndose.

Después del almuerzo, vuelve a salir con las chicas. Acompaña a Hana al Instituto de Danzas y la presenta a la maestra. Al verla, se sorprende. Es un par de años menor que yo, pero qué ágil se la ve, observa. ¿Tendrá hijos pequeños? Hana corre a saludar a sus amigas. El salón de prácticas es tan luminoso como espacioso. Una larga barra de madera recorre las paredes, cubiertas de espejos enormes sobre el piso que reluce. Ida deja a Hana feliz con sus compañeras y la jovial maestra.

En el parque, elige un banco donde da el sol para sentarse a descansar mientras las chicas corren, se suben al tobogán y juegan con el osito de peluche de Masha. Esta noche Masha va a dormir mejor, se dice con más deseos que certeza.

—Vamos —acaba por llamarlas—, ya es hora de buscar a Hana.

Pasa el día. El sol empieza a caer. Oscar siente frío. Se arrepiente de no haber traído su sobretodo. Ya está oscureciendo. Busca el lugar todavía más iluminado de la cuadra y se sienta a esperar a Iosef. Se le habrá hecho tarde en Sigulda, piensa, o tal vez se demoró con los abuelos. ¿Cómo le habrá ido con la recomendación de David? Qué buen amigo es David. Dios quiera que cuando a mí me toque trabajar también encuentre quién me ayude. Papá ha sabido hacer amigos, es colaborador, pero también un buen guía…

Al cabo de unos quince minutos lo ve llegar con una bolsa en la mano. La alegría que trae alumbra esa calle ahora ensombrecida.

—Hola, papá —lo saluda, reanimándose a sí mismo—. Se te ve muy contento. ¿Pasó algo?

Iosef sabe las noticias que su hijo espera, pero no habla del tema.

—Me demoré en la carnicería —dice sencillamente, y los dos emprenden el camino a casa.

—¿Pudiste hablar con don Lewington? —le pregunta por fin Oscar en cuanto Iosef deja de hablar de sus padres.

—Sí —responde este con firmeza—. En casa les contaré —sigue caminando sin agregar nada y Oscar se dice que es mejor no insistir por el momento, pero conoce la voz de su papá y sabe que le fue bien—. ¿Y a ti, cómo te fue?

Oscar, siguiéndole el juego, se hace el misterioso y se toma su tiempo para responder.

—Bastante bien. No recibí muchas patadas —dice.

—¿Pero tocaste la pelota? —pregunta su padre con sorna.

—Un par de veces —responde él despreocupadamente—. Hice dos goles.

—¡Oscar! —lo mira su padre, agradablemente sorprendido—. ¡Muy bien!

—Eso también pensó mi entrenador —siguió él, con el mismo tono—. Y los de mi equipo, no sabes cómo me abrazaron…

—Me alegro mucho, Oscar, aunque tú te hagas el indiferente —los dos se rieron—. Felicitaciones.

—Gracias.

—¿Y la clase de liturgia?

Era un golpe bajo, pero viniendo de su padre lo aceptaba.

—De hebreo no entiendo nada —admitió—. ¿Tú cómo lo has aprendido? Y los otros idiomas, papá. Hebreo, idish, letón, ruso, alemán… ¿Has estudiado mucho?

Iosef piensa que tendría que contarle a su hijo la historia entera del país en que ha nacido para explicarle cómo ha aprendido. Para empezar, busca entre sus recuerdos de infancia.

—Venía al pueblo un maestro que me enseñaba hebreo todos los lunes y jueves. Y también el zeide Aarón me enseñaba cuando volvía de la carnicería. A mí y a mis diez hermanos. Antes teníamos más tiempo, no había tantas clases ni deportes ni olimpíadas, y como siempre me gustaron los idiomas, yo practicaba todos los días. Hasta que nos echaron de Klikol —dice Iosef arqueando las cejas y bajando los párpados.

Oscar percibe la sombra sobre la voz de su padre en la última frase.

—¿Por qué los echaron? —le pregunta, mientras piensa que hay tantas cosas que no sabe de él.

—Por ser judíos —le dice Iosef.

Caminan media cuadra en silencio, bajo el peso de la memoria de Iosef, que carga su bolsa de carne.

—Antes Letonia era parte de Rusia, ¿no? —pregunta Oscar, dando un rodeo.

—Hasta que acabó la guerra. Podrías haber sido ruso —le dice Iosef, sonriéndole.

—Ahora seríamos comunistas —responde Oscar, serio.

—Si nos hubiéramos quedado en Rusia.

Oscar no se conforma con bromas. Quiere saber.

—La familia era más grande antes, ¿no? —insiste—. Cuando vivíamos aún en Klikol.

Iosef advierte que su hijo habla de Klikol como si él también hubiera vivido allí, con sus antepasados. Aunque de eso solo ha oído rumores.

—El zeide Aarón tiene seis hermanos —le confirma.

—¿Dónde están? Nunca los vi —reclama Oscar.

—Cuando comenzaron los pogroms en Rusia y los judíos empezamos a correr peligro… se fueron.

—¿Adónde?

—Sudáfrica, Dublín, Glasgow, Londres…

Pasan por la puerta de la ferretería donde siempre compran bombillas de luz, y doblan a la derecha. Oscar se ha quedado pensando.

—¿Y por qué el zeide Aarón se quedó en Riga? —pregunta.

—Porque ya entonces tenía el mismo puesto de carne kosher que tiene ahora en el mercado central de Riga y era un negocio demasiado bueno como para abandonarlo. Les había costado mucho asentarse, pero al final lo lograron. Y confiaron en que los tiempos violentos pasarían…

Aceleran el paso. O hace más frío o es el tema el que les mete el frío en el cuerpo. Cruzan un puente y oyen el río helado pasando por debajo.

—Los echaban de todos lados, pero cuando hubo que ir a la guerra no dudaron en llamarlos —denuncia Oscar.

—Sí, fuimos como todos los demás.

—¿Y cómo te salvaste? Porque volviste ileso, mamá me lo contó.

—Dios me salvó —contesta Iosef con determinación.

La oscuridad les opaca la visión. Los negocios empiezan a cerrar sus postigones.

—¿Cuántos años tenías, papá?

—Veintitrés. Pero no quiero amargarte con estas historias.

Recordando la foto de su papá joven, vestido con el uniforme militar, que está guardada en un cajón del aparador, Oscar lo imagina tratando de eludir el impacto de alguna bala tirándose cuerpo a tierra, pero lo que ve en su cabeza le parece una película, como la de Chaplin. Luego recuerda al vendedor de diarios de su barrio, al que de veras le falta un brazo.

—Papá —dice y hace una pausa, asegurándose de que lo escucha—. Pronto voy a ser bar mitzvá. Ya tengo edad para entenderte.

—Tienes razón —admite Iosef, mientras se acuerda de sí mismo cuando tenía la edad de su hijo y se sentía maduro y con convicciones claras—. En el verano de 1915 —prolonga su relato—, los judíos de Klikol fuimos expulsados. Nos arrancaron de nuestras casas. Me obligaron a enrolarme en el ejército. Tuve que pelear para el zar Nicolás II. En primera línea de fuego. Por mi cuenta, no de ningún oficial ni sargento, fui aprendiendo estrategias para sobrevivir. Aprendí a esquivar las balas, a encontrar dónde esconderme, a vivir sin comer y, sobre todo, a soportar el frío ruso vestido con ese uniforme militar. Y además tuve suerte. No todos la tuvieron.

Atraviesan el parque. Una nueva brisa helada acompaña el recuerdo de aquellos días.

—Papá —pregunta Oscar con cuidado—, ¿has visto morir a mucha gente? ¿Has matado a alguien?

Iosef no responde de inmediato.

—Espero que nunca te toque ir a la guerra, Oscar —dice al fin—. Estar en un campo de batalla es desolador. Imagínate, yo vivía con mis padres y mis hermanos. En nuestra casa uno siempre tenía un plato de comida. Jamás había visto un arma. Fue desesperante. Los soldados no sabíamos lo que estábamos haciendo. Cumplíamos órdenes. Tuve mucho miedo —reconoció.

—Tuviste suerte de que no te mutilaran, papá.

—Sí, Oscar. Dios estuvo siempre conmigo.

Caminan una cuadra más y cruzan el puente. De repente, muy cerca pero como si su voz les llegara de un pasado que los persigue, escuchan a un hombre gritar.

—¡Fuera de aquí! ¡Desaparece de una vez! Estábamos mucho mejor sin ustedes. Judío de mierda…

En la puerta de la joyería nueva, un señor de largas barbas agacha la cabeza y se va sin contestar. Oscar mira a su papá. ¿Por qué deben aguantar aún estas cosas? Iosef le pone una mano en el hombro y le dice en tono seco:

—Vámonos.

Aceleran la vuelta a casa. Los negocios ya están cerrados. Apenas camina gente por la calle cada vez más oscura.

—Qué bueno que no haya muchos de estos energúmenos por acá —afirma Iosef.

Oscar escucha cómo su padre trata de recuperar la voz animada que tenía cuando se encontraron.

—No debería haber en ningún lado —dice.

—La guerra terminó. Tal vez ese día también llegue —responde Iosef.

Oscar piensa en lo que ha tenido que pasar su padre y se pega más a él, a la vez leal y necesitado de protección. Iosef ha sobrevivido a una guerra y sigue adelante aunque después de tantos años la intolerancia sigue alzando la voz. Acaban de oírla. No es la primera vez para ninguno de los dos, pero sí la primera en que están juntos al oírla, reconocerla y ver cómo se impone. El destino al que se enfrentan es duro, pero se tienen uno al otro y el hijo confía en que su padre le enseñará a defenderse.

Pero Ida ve llegar a Iosef callado y ensimismado. Iosef le da la bolsa con la carne casi eludiendo su mirada. Le pregunta cómo fue el día, pero sin el interés habitual en oír sus respuestas.

Por suerte tiene una buena cena preparada. Una vez reunidos todos en la mesa, mientras va sirviendo de la fuente, procura animar la velada.

—Hana, ¿le has contado a papá de la escuela de danza?

Hana mira a su padre con ojos brillantes.

—Me gustó mucho, papá. Hoy hice mi primera clase. ¿Puedo empezar en la escuela? Me encantaría aprender y tal vez algún día enseñar… —cuenta Hana con voz soñadora.

Iosef escucha a Hana con atención y Oscar ve a su papá enternecerse y alegrarse con el relato de su hermana.

—Lo vamos a conversar con mamá —le contesta Iosef, pero con esa voz que él ya sabe que equivale a un sí.

—También me gustaría ir al campamento de la Comunidad. Mis amigas van. ¿Pueden hablar de eso también?

—Y para los de mi edad organizan una salida de todo el día al puerto, con fogón a la noche. ¿Puedo ir? —informa atropelladamente Roza con ojos llenos de expectativa.

Iosef e Ida se ríen.

—¡Cuántos planes! Parece que nos quedaremos solos con Masha —dice Iosef divertido a Ida, que sonríe aliviada al verlo de mejor humor.

Masha aprovecha la agitación para correr alrededor de la mesa y sentarse en las rodillas de sus hermanos, comiendo un poco de cada plato. Por una vez, Ida finge no enterarse.

—Oscar —se interesa por su hijo—, tú juegas este domingo, ¿verdad?

—Y desde el primer minuto —responde Oscar, sabiendo el buen efecto que causará—. Parece que el otro equipo es mejor que el nuestro, así que como hoy hice dos goles el entrenador me pasó a titular.

—Estarás contento.

—Lo que no me cayó bien fue lo que vimos con papá mientras volvíamos.

—Ahora no, Oscar —lo interrumpe Iosef.

Oscar asiente y sigue comiendo. Ida permanece desconcertada por un momento, pero recuerda cómo llegó Iosef a casa y confía en su criterio. Hana, que no se ha enterado de nada, pregunta:

—Papá, ¿podemos ir a ver el partido?

—Y después podríamos organizar un pícnic en el campo —propone Iosef, decidido evidentemente a ilusionarse con la ilusión de sus hijas.

—¡Me encantan los pícnics! —exclama Roza—. ¿Podemos invitar a los abuelos? ¿Y a la tía Rajel?

—¡Qué buena idea! —aprueba Ida.