La rendición del jeque - Olivia Gates - E-Book

La rendición del jeque E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

¿Se rendiría el príncipe ante la bella Maram? El príncipe Amjad Aal Shalaan pretendía recuperar unas joyas que le habían robado a su familia y sospechaba que el ladrón era Yusuf. Para ello esperaba la celebración de la carrera anual del reino, pero cuando la princesa Maram, hija de Yusuf, apareció en sustitución de su padre y destrozó los planes de Amjad, éste montó en cólera y la convirtió en rehén de su pasión. Maram siempre había amado a Amjad en la distancia y sabía que se le había presentado la oportunidad perfecta para que la viera como mujer. Sin embargo, ninguno de los dos estaba preparado para lo que ocurriría después de sus días de amor.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Olivia Gates. Todos los derechos reservados.

LA RENDICIÓN DEL JEQUE, N.º 1848 - abril 2012

Título original: To Touch a Sheikh

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0035-9

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Prólogo

–¿Me perdonarás, Amjad?

Amjad Aal Shalaan apenas pudo mirar al hombre que acababa de formular la pregunta. Su padre, el rey, se alzaba ante él con traje de ceremonia y gesto sombrío. Sus ojos brillaban con una mezcla de arrepentimiento y cólera, agonía e indignación.

La mirada de Amjad se volvió primero hacia sus hermanos, que flanqueaban a su padre, y después hacia el mar de representantes tribales que abarrotaba la lujosa sala de Dar Al Adl, el Palacio de Justicia de Zohayd. Todos estaban esperando una respuesta; la pregunta del rey todavía reverberaba en los arcos y cúpulas del venerable edificio, y sus rostros mostraban una mueca de anticipación.

¿Me perdonarás, Amjad?

Pero Amjad ya había perdonado más de lo que nadie habría perdonado.

Había perdonado a su prometida por no llegar virgen al matrimonio. La había tranquilizado y le había asegurado que nunca le exigiría lo que él tampoco podía ofrecer. Le había dicho que las decisiones que tomara después de convertirse en su esposa, eran lo único importante.

Más tarde, Amjad la había perdonado al descubrir que estaba embarazada. Y que el hijo que llevaba en su vientre era de un amante anterior.

Pero todo el mundo cometía errores. No se podía destruir una vida o una relación por un simple error.

Además, ni siquiera se podía sentir traicionado. Ella había sido una desconocida hasta una semana antes de la boda, cuando él eligió su nombre o, más bien, se lo recomendaron vivamente, entre los nombres de una lista de novias convenientes. Como príncipe de un Reino gobernado por pactos tribales, sus gustos personales carecían de importancia.

Sin embargo, se había convertido en su esposa e iba a ser su única mujer. Y como no quería pasar el resto de su vida con una relación donde sólo pesara la conveniencia de otros, decidió que sólo vería lo mejor de ella y que le daría lo mejor de sí mismo.

Pero ella había correspondido a su clemencia y compasión con destrucción y engaño.

–¿Amjad? –dijo su padre, urgiéndolo a responder.

Amjad tenía muchas respuestas a su pregunta.

Respuestas asociadas a sus preocupaciones iniciales, cuando pensó que su pérdida de apetito y los calambres que sufría se debían al estrés, al cansancio, al exceso de trabajo. Y respuestas asociadas a sus preocupaciones posteriores, cuando el dolor de garganta y un sabor terrible en la boca le hicieron sospechar de su angustia vital.

Su mente podía aceptar la situación, pero su espíritu tenía miedo de empezar un matrimonio con una mentira con tal de proteger el honor de su esposa y de su familia y de mantener la paz que su boda había comprado. Miedo de no poder dar al hijo de su esposa el amor que todo niño merecía.

Pero sus verdaderos problemas físicos empezaron después. No retenía ni un gramo de agua ni de comida, y sufría jaquecas tan fuertes que llamó en secreto a los médicos de palacio.

Ninguno supo lo que le pasaba. Se sentía tan mal que casi se alegró cuando una especie de apatía descendió sobre él y lo liberó del tormento constante. Hasta que la apatía se convirtió en delirios y sus dudas, en certezas.

Algo maligno estaba devorando su cuerpo. Y como los médicos no encontraban ningún problema en él, el problema debía de estar fuera.

Amjad empezó a dudar de todo y de todos, pero no de su esposa.

A fin de cuentas, no podía dudar de una mujer que lo bañaba con muestras constantes de gratitud y amor.

Se miró las manos, donde aún se veían las marcas del envenenamiento, las marcas de la traición, las manchas oscuras en la piel y blancas en las uñas, y se estremeció al recordar el momento en que supo que lo estaban envenenando.

El veneno estaba en los detalles más solícitos y en regalos más dulces. Estaba en las ropas, en los manjares, en las sales de baño, en los aceites aromáticos y en muchas cosas más. Todas, de color verde esmeralda. Todas, del color que su esposa afirmaba adorar porque era el color de sus ojos.

Todas, impregnadas de arsénico.

Su esposa lo había estado matando. Lentamente.

Y había estado a punto de salirse con la suya. De hecho, lo habría conseguido si él no hubiera compartido sus sospechas con sus hermanos antes de caer en coma.

Cuando supieron lo que ocurría, los médicos le pusieron un tratamiento adecuado y le salvaron la vida. Pero ahora, su padre se presentaba ante él y le pedía lo que la familia de su esposa no le podía pedir, el perdón.

Volvió a mirar a la multitud.

A un lado, apartada de los demás y con expresión suplicante, estaba Salmah. Y junto a ella, su amante y cómplice.

Bajo el miedo y la vergüenza de sus ojos se ocultaba un destello que no era de esperanza, sino de seguridad. Salmah parecía estar segura de que la perdonaría, como había perdonado tantas cosas.

Si le concedía el perdón y renunciaba a su derecho a elegir el castigo, el asunto quedaría en manos de la Justicia. Si no se lo concedía, tendría que elegir el castigo que le pareciera más adecuado; no sólo para los autores del delito, sino para cualquiera que tuviera la desgracia de ser de su misma sangre.

Miró a Salmah intensamente. Ya no se engañaba a sí mismo. Su expresión de arrepentimiento era tan superficial y tan falsa como todo lo demás. Salmah lo consideraba un hombre débil y un estúpido por haberse dejado manipular. Sólo se arrepentía de no haber conseguido lo que quería.

Pero en realidad, lo había conseguido.

Porque se sentía muerto por dentro.

–¿Amjad?

Amjad cerró los ojos brevemente y los volvió a abrir.

Imaginó la ira y el horror del rey al verlo. Se encontraba tan mal que sus hermanos le habían tenido que llevar en silla de ruedas después de ayudarle a vestirse. Seis meses de veneno habían dejado una huella profunda en su cuerpo y en su espíritu.

Pero, por muchas ansias de venganza que tuviera, su padre estaba obligado a abogar por la paz. Y sus hermanos tenían que acatar su veredicto.

Haciendo un esfuerzo sobrehumano, apoyó el peso en sus temblorosos brazos y se levantó. Algunos de sus familiares intentaron ayudar, pero él les hizo un gesto para que desistieran.

Su padre lo miró como si ya hubiera perdido a un hijo. Harres, Shaheen, Haidar y Jalal lo miraron como si ya hubieran perdido a un hermano.

Pero Amjad se dijo que, si sobrevivía, no volvería a permitir que la compasión dominara sus decisiones. Ni volvería a cerrar los ojos ante hechos y verdades desagradables. Ni volvería a pecar de ingenuo.

–No. No concederé el perdón –dijo al fin.

Todos guardaron silencio, atónitos. Evidentemente, esperaban que se comportara como un príncipe magnánimo y renunciara a sus derechos por el bien de los demás.

Sarah rompió a llorar. Su madre se desvaneció y su padre rogó clemencia.

Amjad hizo caso omiso de su interpretación teatral y se giró hacia las personas por cuyo poder había estado a punto de morir. Personas que no estaban en la sala para mostrarle su dolor y su apoyo, sino para asegurarse de que serviría a sus intereses.

Extendió un brazo y les señaló a todos con el índice.

–Nunca os perdonaré. No olvidaré nunca lo que habéis hecho y lo que sois. Será mejor que recéis para que no sobreviva; porque si sobrevivo, lo pagaréis muy caro. Y no os molestéis en intentar matarme. Tuvisteis vuestra oportunidad y la desaprovechasteis. Nadie volverá a tener otra.

Capítulo Uno

Ocho años después.

Por fin, Maram Aal Waaked iba a tener su oportunidad con Amjad Aal Shalaan, a quien todo el mundo conocía como el Príncipe Loco.

Pero para ella, no estaba loco. De hecho, le parecía lo mejor desde la invención del helado de chocolate.

Durante cuatro años, Amjad la había estado tentando con su enigmática y cautivadora personalidad, sin que pudiera acercarse a él. Pero esta vez lo había acorralado. Si es que tenerlo entre docenas de hombres y en pleno desierto era tenerlo acorralado. Sobre todo, porque Ajmad era como el mago Houdini, capaz de escapar de cualquier situación.

Maram había sido testigo de una de sus fugas en cierta ocasión, durante unas negociaciones a las que ella asistía en representación de su emirato. Mientras los demás empezaban con los discursos, él les dedicó una de sus sonrisitas burlonas, declaró que se aburría y se marchó sin más.

Sus amigas le decían que estaba loca por el simple hecho de pensar en él. Admitían que era un hombre imponente, que causaba mareos a cualquier mujer situada a dos kilómetros a la redonda; pero añadían que también era un desquiciado, capaz de pulverizar a cualquier mujer con su poder.

Maram alegaba que, si eso hubiera sido cierto, habría aprovechado ese mismo poder para tener a todas las mujeres que pudiera desear. Pero lejos de aprovecharlo, hacía lo posible para que nadie se le acercara; lo cual demostraba que era misericordioso y que estaba en su sano juicio.

En otras ocasiones, sus amigas rechazaban la paranoia de Amjad por considerar que ya debería haber superado su pasado; entonces, Maram contraatacaba con el argumento de que nadie podía superar un pasado tan terrible sin experimentar algo igual.

Y ella creía ser esa persona.

Pero sus ambiciones se quedarían en nada si no conseguía que permaneciera en un lugar el tiempo necesario para entablar una conversación con él.

Hasta ese momento, sólo le había sacado unas cuantas palabras mordaces durante un encuentro brevísimo. Pero estaba decidida a domar a la bestia y dispuesta a soportar las heridas que le infligiera en el combate. Si alcanzaba la victoria, los placeres futuros serían tan intensos que el esfuerzo habría merecido la pena.

Y el primer asalto estaba a punto de empezar.

Echó un vistazo al GPS y vio que estaba a pocos minutos del campo de batalla, una llanura de diez kilómetros situada entre las dunas: el lugar donde Amjad había decidido que se llevara a cabo la Carrera Real de Caballos.

La carrera del Reino de Zohayd se celebraba todos los años durante el primer día del otoño. Pero aquel año, Amjad la había adelantado por culpa de unos compromisos que no podía aplazar.

Cuando la gente supo que tenía intención de celebrarla a mediados de verano, se horrorizó. En respuesta, Amjad envió unas cartas tan subidas de tono que nadie, salvo él mismo, se habría atrevido a escribir; al fin y al cabo, sus destinatarios eran nobles con egos tan grandes como su estatus social.

La propia Maram había tenido ocasión de contemplar el efecto de esas cartas. Al recibir la suya, su padre, Yusuf Aal Waaked, soltó una maldición terrible y se estremeció de tal modo que ella se preguntó qué le había afectado tanto.

En cuanto leyó la carta, lo supo. Evidentemente, Amjad había enviado una carta distinta a cada uno de sus destinatarios; una carta pensada en función de su carácter.

El padre de Maram siempre había sido obsesivo con su aspecto físico y con su pulcritud; pero también era consciente de que esa obsesión podía resultar ridícula, y la disimulaba de tal modo que parecía lo contrario. Sin embargo, Amjad Aal Shalaan era un genio con las personas; sabía reconocer sus defectos y sus virtudes y, por supuesto, sabía qué decir a cada uno para salirse con la suya.

A su padre, le dijo que estar unas horas al sol, lejos del ambiente enrarecido de su palacio, no le haría ningún mal. Y hasta lo desafió con la afirmación de que un hombre tan duro y grande como él no podía tener miedo de sudar un poco; especialmente, cuando ni siquiera participaba en la carrera.

Pero a diferencia del resto de los destinatarios, que acataron la orden de Amjad sin rechistar, Yusuf encontró una solución alternativa: enviar a Maram en su nombre. Y debía estar allí a las tres en punto de la tarde.

Maram echó un vistazo al reloj. Era mediodía. Acababa de llamar a su padre para decirle que ya había llegado, y él se había preocupado al saber que se había adelantado a su séquito y que estaba sola.

–No te preocupes –le dijo Maram–, ya me alcanzarán más tarde. Y te prometo que volveré con ellos.

Fue completamente sincera. Sólo quería la oportunidad de estar a solas con Amjad, antes de que el desierto se llenara de gente y el príncipe desapareciera entre la multitud.

Cuando estaba a punto de llegar a la llanura, levantó el pie del acelerador para disfrutar de la vista. Pero la vista que le interesaba no eran las dunas del desierto y la planicie donde los caballos iban a correr, ni el cielo inmensamente azul contra el que se recortaban las jaimas blancas. La vista que le interesaba era Amjad.

Aunque el príncipe se encontraba entre varias docenas de hombres, Maram sólo tuvo ojos para él. Era tan alto que sacaba treinta centímetros a los demás, y su cuerpo fuerte y delgado, de hombros anchos, se mantenía bajo el ardiente sol como si fuera absolutamente indiferente a su existencia.

Estaba magnífico. Mejor que nunca.

Vestido enteramente de blanco, con una sencilla camisa y unos pantalones que desaparecían en el interior de unas botas, resultaba sencillamente embriagador.

Detuvo el vehículo junto a los otros coches y alcanzó el bolso y la pamela, que se puso de inmediato para protegerse del sol.

Deseó salir corriendo hacia Amjad y arrojarse a sus brazos, pero naturalmente, se contuvo. Además, el príncipe ni siquiera reparó en su presencia hasta que ella cerró la puerta de golpe y el ruido le hizo girar la cabeza y mirar.

Los legendarios ojos esmeralda de Amjad la escudriñaron. Maram se sintió como si aquella mirada llegara a sus lugares más recónditos y le analizara las células una a una.

Maram caminó hacia ellos, sin inmutarse. Cuando llegó, saludó a todos los presentes y miró al príncipe, a quien dedicó la más brillante de sus sonrisas y tres palabras:

–Ya estoy aquí.

Las palabras de la mujer resonaron en la mente de Amjad, que disimuló su sorpresa.

Él había invitado al príncipe Aal Waaked, no a la princesa Aal Waaked. Pero fuera por el motivo que fuera, Maram Aal Waaked estaba allí. Y se había anunciado a sí misma tras caminar hacia él con la fascinante determinación de una tigresa hambrienta.

Amjad hizo un esfuerzo por mantenerse tranquilo mientras admiraba el cuerpo de la princesa.

Lozanía envuelta en un traje de chaqueta y pantalón, de color beis, que no ocultaba ni sus curvas ni la femenina seguridad de sus movimientos gráciles y sensuales; una coleta que indudablemente daba paso a una catarata de cabello dorado cuando se la soltaba; unos ojos ardientes como el sol, profundos como el desierto, intensos y misteriosos y, por último, rasgos que parecían esculpidos por el dios de la belleza.

Se quedó hechizado.

Pasaron varios segundos antes de lograra recuperar el control y volver a respirar.

Al parecer, sus esfuerzos no habían servido de nada. Seguía siendo un hombre. Un hombre al que le gustaban las mujeres.

Pero lamentablemente, su masculinidad sólo se manifestaba en presencia de descaradas sin remedio. Y Maram Aal Waaked era una descarada desde todos los puntos de vista. Una seductora muy peligrosa.

Con sólo treinta años de edad, Maram ya había tenido dos hombres: un príncipe y un heredero de una cadena de empresas; uno mayor que su padre y el otro, tan joven que podría haber sido su hermano pequeño. Pero ésa era la contabilidad oficial, porque extraoficialmente, se decía que Maram se había cobrado docenas de víctimas entre la población masculina.

Y ahora, había puesto el ojo en él. O más bien, sus dos ojos dorados.

Amjad no se sintió halagado por el interés de la princesa. En primer lugar, porque desconfiaba de ella y pensaba que sólo quería echarle el lazo; en segundo, porque creía que estaba tan interesado por él como por Haidar, su hermanastro. Y eso le preocupaba. Haidar era un hombre inteligente y de carácter, pero había sido amigo de Maram desde la infancia y podía ser permeable a sus encantos.

A decir verdad, cualquier hombre podía ser permeable a sus encantos.

Cualquiera menos él. No en vano, la tenía en su lista de enemigos por culpa de su padre, Yusuf Aal Waaked, soberano del vecino emirato de Ossaylan. El hombre que estaba tras el robo de las joyas reales de Zohayd. La mano que había organizado el complot para destronar a la dinastía de los Aal Shalaan.

Y ahora, la hija de la serpiente, la boa constrictor que había destrozado la vida de tantos hombres, lo miraba con un entusiasmo tentador.

Inclinó la cabeza y declaró con el mejor de sus tonos irónicos:

–Princesa Haram…

Maram parpadeó.

El príncipe Amjad la acababa de llamar haram, sinónimo de «pecaminosa», «perversa».

Y se lo había llamado delante de todo el mundo. Se preguntó qué reacción esperaría. Quizás, de indignación. O quizás, de agitación y nerviosismo.

Pero llegó a la conclusión de que Amjad no esperaba eso de ella. Esperaba que le plantara batalla. Y eso fue exactamente lo que hizo.

–Mi querido príncipe Abghad…

Amjad entrecerró los ojos durante una milésima de segundo, pero se recuperó enseguida de la sorpresa y se llevó una mano al corazón, fingiéndose herido.

–Oh, y yo que creía que me apreciabas…

–Bien sabes que te aprecio –afirmó ella con una sonrisa–. Pero comprenderás que una Haram merece al menos un Abghad.

–La princesa Pecaminosa y el príncipe Odioso –declaró Amjad lentamente, como si le estuviera dedicando el más dulce de los cumplidos–. Suena bastante mejor que los nombres tan trillados que nos pusieron nuestros pomposos padres.

Ella asintió con humor.

–Sí. Y quedarían mejor en una novela de aventuras o en un videojuego.

–Además de describirnos mejor que los motes que tú y yo nos hemos ganado. En lugar de ser la princesa Plebeya serías la Rubia Perversa, y en lugar de ser el príncipe Loco, yo sería el príncipe Loco, Malo y Detestable. Ganaríamos millones.

Maram se agarró la coleta y la agitó.

–Pero yo no soy rubia, repugnante alteza.

–Eso son tecnicismos, venerable repugnancia.

Ella sonrió de oreja a oreja.

–Por cierto, ¿dónde está tu padre, el príncipe Assef? ¿Es que anoche estuvo jugando al solitario y se ha dormido?

Maram rió. En su idioma, assef significaba «lamentable».

–Me temo que mi padre no puede venir.

La actitud de Amjad cambió de inmediato. La miró con frialdad y preguntó:

–¿Qué significa eso de que no puede?

–Acababa de pasar por una neumonía y los médicos temen que recaiga –respondió con una sonrisa–. Pero es tu día de suerte… me ha enviado a mí en su lugar.

Él sonrió con desdén.

–Sí, parece que hoy me van a estallar en la cara todos los regalos que me repugnan.

Maram volvió a reír.

–Me encantas cuando te pones desagradable.

–Te aseguro que, cuando me ponga realmente desagradable, no te gustara en absoluto.

–Inténtalo si quieres –dijo con ironía.

–Será mejor que no. No sobrevivirías, princesa Kalam.

–Por supuesto que sobreviviría; pero atrévete si realmente crees que soy la «charlatana» que me acabas de llamar.

–Oh, vamos, no te enfades conmigo. Sólo era una broma.

–No me podría enfadar. Estoy hecha de un mármol tan duro que tus insultos jamás lograrán… penetrarme.

Los ojos de Amjad brillaron. Maram no pretendía que sus palabras parecieran una insinuación de carácter sexual, pero lo parecieron de todas formas.

–Debo reconocer que tus estratagemas funcionan maravillosamente bien con los hombres –dijo él, sacudiendo la cabeza–. Me siento avergonzado de mi sexo.

–No caigas en la zafiedad, por favor…