La sangre de Colón - Miguel Ruiz Montañez - E-Book
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La sangre de Colón E-Book

Miguel Ruiz Montañez

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Beschreibung

Álvaro, historiador experto en la vida de Cristóbal Colón, lleva años retirado desde que se casó con una marquesa, convertido en un señorito sevillano. Pero su mundo se derrumba cuando, de forma repentina, su mujer le pide el divorcio. Arruinado y arrinconado en un antiguo caserón destartalado, se niega a rendirse y decide luchar por la mujer a la que ama, que ahora vive con un millonario mexicano. Para recuperarla, emprende una arriesgada estrategia en los platós de TV, participando en programas del corazón. Cuando todo se hunde a su alrededor, encuentra un retrato de Colón (cuyo verdadero rostro aún hoy día se desconoce), que aparece por accidente bajo una falsa pintura en un cuadro arrumbado en el desván. Este gran descubrimiento le permitirá retomar su carrera de investigador desde lo más alto y, además, con notoriedad mundial, una nueva oportunidad para reconquistar a su esposa, la marquesa. Todo se complica cuando vuela por los aires la estatua del Descubridor en Columbus Circle, en Nueva York, durante la presentación oficial del retrato. Álvaro se verá irremediablemente arrastrado a una espiral de acontecimientos, obligado a emprender una carrera desesperada por recuperar su honor y poder salvar su vida… "Un enigma muy real sobrevuela esta novela: ¿por qué Colón hizo lo imposible para no ser retratado en vida? Ruiz Montañez encuentra un sentido a ese interrogante y nos propone una trama para resolverlo tan ingeniosa como sorprendente". Javier Sierra "Misterio, historia, aventura y descubrimiento se dan cita en una lectura inolvidable. No se la pierda". Juan Gómez Jurado "… Una acción trepidante que no da respiro… el lector irá descubriendo sus misterios … y las razones por las cuales la figura histórica de Colón se ve atacada. Un relato inquietante". Elvira Roca Barea

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Seitenzahl: 569

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La sangre de Colón

© Miguel Ruiz Montañez, 2020

© 2020, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-525-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Cita

Prólogo

1. Mil palacios

2. Descenso

3. El arte de la guerra

4. Un hombre sin rostro

5. Reencuentro

6. La conjura contra América

7. Un continente desconcertado

8. Miles de estatuas

9. México diverso

10. Mestizaje

11. Un México nuevo

12. Reforma

13. Confusión

14. La firma

15. El muro

16. Señal cósmica

17. Bajar la guardia

18. Tequila

19. Migrante

20. Frontera

21. Impacto

22. Inocente

23. Aplausos

24. El plan

25. Lamentos

26. Deseos

27. La Hispaniola

28. La bandera

29. Escudo

30. Taínos

31. La Isabela

32. Destino

33. Legado

Epílogo

Agradecimientos

 

 

 

 

 

 

 

 

A Toñi

 

 

 

 

 

 

 

 

No sé de dónde he venío

ni sé para dónde voy.

 

Soy gajo de árbol caído

que no sé dónde cayó.

 

¿Dónde estarán mis raíces?

¿De qué árbol soy rama yo?

 

Canciones populares de Colombia

Prólogo

 

 

 

 

 

 

 

12 de octubre de 2020

 

Hoy ha estallado la estatua de la plaza Columbus Circle de Nueva York. La explosión ha proyectado miles de pedazos en todas direcciones. Llevaba ahí una eternidad, desde 1892, y, como todo en esta ciudad, los cambios a su alrededor han ido transcurriendo sin parar.

Ese monumento representaba a un Cristóbal Colón sobre una columna de mármol. Subido a un pedestal, había visto cómo tiempo atrás se construyó un teatro frente a él, y edificios notables, que más tarde se derribaron para levantar otros aún más grandes, gigantes de acero y cristal.

En las inmediaciones de esa rotonda se sitúan muchos puntos de interés, desde el Time Warner Center hasta el museo de Arte y Diseño, o el Jazz Lincoln, un auditorio con un gran muro de cristal tras el escenario, donde se puede asistir a una representación de ópera o un concierto. Ahora los cristales que formaban ese impresionante lienzo transparente se han hecho añicos con la detonación, hay gente gritando por todas partes.

Desde mi posición veo personas heridas, trozos de mármol, escombros, humo y desolación. Suenan las ambulancias y la policía está desviando a los viandantes hacia el parque, porque siguen cayendo cristalitos del cielo.

Aunque Columbus Circle es una plaza pequeña, es mucho más en realidad. Es el punto de encuentro de la calle 59, la Octava Avenida, Broadway y Central Park West, uno de los lugares predilectos de los neoyorquinos.

Para celebrar el cuarto centenario del desembarco en América, la ciudad quiso erigir un monumento. Finalmente, este fue el sitio elegido para situar la efigie.

Desde ahí arriba, Colón vio crecer los árboles de Central Park. En primavera, cuando todo está verde, y en otoño, cuando los árboles se tiñen de tonos ocre y rezuman romanticismo, o en invierno, cuando la gente pasea por sus caminos blancos y observa sus lagos helados, allí siempre estaba el Almirante, sin perder detalle.

Sí, sin duda, Columbus Circle es uno de los puntos más destacados de Nueva York, el lugar a partir del que se calculan las distancias.

Esa es la primera idea que piensa la policía.

Hay sitios excepcionales para atraer la atención, y este es uno de ellos. Si alguien quiere hacer una trastada de dimensiones descomunales, nada mejor que esta plaza.

Porque aquí está la sede de la CNN. Y, por si eso fuera poco, al otro lado de la acera se eleva el hotel del presidente Trump.

Son muchos, por tanto, los signos aparentes.

Y entonces, ¿por qué alguien ha hecho volar esa estatua?

Me pregunto qué está cambiando, si Cristóbal Colón tiene la culpa de algo.

O más bien la culpa de todo.

Pero ahora no tengo tiempo de pensar en eso.

Porque yo soy parte de este desastre.

1

 

MIL PALACIOS

 

 

 

 

 

«…

—¿A qué se dedica usted?

—Llevo años tratando de desentrañar el misterio del origen de Cristóbal Colón.

—¿Y no tiene mejores cosas que hacer?

—Supongo que sí, pero hay tanto que hablar sobre esto que he hecho de ello una especie de cruzada personal.

—Chorradas. Colón era genovés, todo el mundo lo sabe. ¿O cree que era español?

—Desde luego que no. En Castilla siempre fue considerado un extranjero. Era unánime esa consideración en torno a su persona.

—¿Y por qué no investiga con relación a sus hechos? Me parece mucho más interesante.

—¿A qué se refiere?

—La sangre que circulaba por sus venas no me importa mucho. Sin embargo, la sangre que se ha derramado en América en estos quinientos años me apasiona. ¿Por qué no investiga usted eso?

…»

 

 

 

 

 

 

 

 

Sevilla

Un tiempo atrás

 

Adoro los días pares, una extraña manía que no consigo erradicar. La fecha de mi nacimiento es par, conocí a mi gran amor un día par, comencé a estudiar en la universidad en día par, y eso me hizo graduarme con buenas notas. Incluso me doctoré en Historia de América, ese continente que fue descubierto en día par, por cierto.

Ningún hecho significativo ha conseguido que yo, Álvaro Deza, cambie de opinión y, mientras eso siga así, seguiré encomendado a los días pares. La vida siempre me ha sonreído en esos días y, la verdad, son tantos los signos que ya no puedo confiar en otra cosa.

Odio tanto los días impares como que me digan que soy supersticioso, o que me llamen señorito andaluz, porque no lo soy. Es bien simple: estoy convencido de las virtudes de los días pares.

Pero no puedo evitar que me insulten con ese calificativo, porque estoy casado con una noble, la marquesa de Montesinos, y por tanto soy parte de la nobleza, pero no un señorito.

El destino me premió con el amor de Sonsoles. Hemos vivido desde nuestra boda un romance permanente. Yo no tengo la culpa de estar instalado en ese grupo de personas que acaparan las revistas del corazón y los programas de televisión de tinte rosa.

Sevilla es una ciudad grande, pero también pequeña para muchas cosas, y los famosos no pasan inadvertidos ni con el disfraz más oportuno. En mi caso, la gente me detiene en la calle al grito de: «¡Es el marido de la marquesa!». Firmo autógrafos, asisto a eventos sociales y, algo curioso, no me cobran la cuenta en los mejores restaurantes cuando me siento a comer. Sí, lo reconozco, pertenezco a la flor y nata sevillana, no necesito trabajar doce horas al día para vivir como un marajá, pero no soy un señorito andaluz.

¿Cómo puede un ser normal entrar en ese reducido círculo de la aristocracia? Ya lo he dicho, el amor y el matrimonio me encumbraron con rapidez a la capa más alta de la sociedad. Pero eso no quiere decir que nunca haya dado golpe. De hecho, me he pasado media vida estudiando. Conseguí un puesto en la Universidad, alcancé una cierta reputación como investigador, y completé una decena de libros y publicaciones, todas ellas en el ámbito de mi pasión: el Descubrimiento de América.

Fue precisamente en el transcurso de uno de esos días pares cuando conocí a la mujer más seductora que un hombre puede soñar. Me topé con ella en una fiesta. Era una persona atractiva, que intimidaba con el hechizo de su perfección. En el mismo momento en que le estreché la mano supe que acababa de germinar algo en mi interior.

No hay razones objetivas que expliquen por qué nos enamoramos de alguien, esas cosas simplemente suceden, porque es indudable que el azar gobierna el mundo. Por más claro que lo tengas, no tienes más remedio que someterte a esa fuerza dominadora, la del capricho de tus deseos.

Y resultó que Sonsoles, además de bella, era la marquesa de Montesinos.

Tras el influjo de la primera mirada, me sentí transportado a un mundo diferente, porque ella me eligió, tiró de mi mano y me besó aquella noche en que nos conocimos. Para mí, todo lo ocurrido en ese primer encuentro en los jardines de un palacio de Sevilla carece de explicación. Yo entonces era profesor, había escrito libros, pero ella no había leído ninguno de ellos. A decir verdad, leía poco.

Eso no quiere decir que Sonsoles no fuera inteligente. En aquella primera conversación formuló preguntas sobre mis trabajos, y eso sirvió para meterme en escena, me hizo sentirme alguien importante al poder explicarle el trasfondo de mis investigaciones. Ella asintió a todas las disertaciones que le iba dando, y cuanto más me hablaba, más tenía claro que no descansaría hasta tocar aquellos cabellos, conquistar el derecho a hacerla mía y acariciar su piel desnuda.

En este mundo acelerado en el que vivimos, en el que imperan las redes sociales, la inmediatez estúpida de los mensajes cortos, la falta de reflexión y la carencia abrumadora de ideas, hay mucha gente dispuesta a hacer tonterías para ganar la fama.

Y yo conseguí ser famoso sin tan siquiera buscarlo.

Al final los cuerpos cuentan. Mucho más de lo que creemos, y Sonsoles y yo, un simple mortal, nos anudamos en aquella cálida noche sevillana. Tenía los ojos negros moteados de puntitos ámbar, el pelo castaño y una nariz preciosa. La glamurosa y pizpireta marquesa me había elegido entre las decenas de pretendientes que la rondaban.

De la noche a la mañana me convertí en el marqués de Montesinos.

Entré por la puerta grande en la jet set.

En realidad, no todo había sido tan fortuito como pensaba. Antes de enamorarse, ella me había conocido por medio de una foto que había aparecido en los telediarios. Un profesor había sido condecorado por la CHF, la Columbus Heritage Foundation de Nueva York, por unas investigaciones realizadas en los archivos colombinos de Sevilla, y esa noticia apareció en medio mundo, la CNN incluida, y resultó que la señorita marquesa pretendía mejorar su inglés, así que prestó mucha atención a la noticia y dedujo que un compatriota suyo, de su misma ciudad, estaba recibiendo un premio.

Y ese tipo era yo.

Había escrito unos artículos en los que desmontaba algunas teorías absurdas sobre supuestas nacionalidades del Descubridor. Ni de aquí ni de allá, solo había que rascar un poco para poner las cosas en su sitio, y medio mundo me aplaudió. Ya estaba bien de decir que Colón nació en cualquier lugar. No era francés, ni portugués, ni inglés y, por supuesto, tampoco castellano.

El galardón me lo había entregado en mano —en un día par, por supuesto— mi amigo el presidente de la CHF, Federico Sforza, alguien que se definía a sí mismo como italomexicano, aunque en realidad era neoyorquino. Su padre también había nacido en la ciudad de los rascacielos, pero su madre era una auténtica mexicana, de Cuernavaca.

Mi relación con Federico era bien larga. Mantuvimos durante años cientos de conversaciones, e intercambiamos miles de correos.

En realidad, Federico me vio crecer, estudiar la carrera, y me concedió una suculenta beca para que terminase mi posgrado en la Universidad de Columbia. En el entramado de mis mejores recuerdos, Federico Sforza siempre aparecía en un lugar preferente. Nadie me conocía tan bien, nadie marcó mi adolescencia como él, y nadie me hizo ser mejor persona. Entre nosotros había un vínculo sólido, y si él no hubiese estado allí para animarme, nunca hubiese encontrado el valor para seguir mis investigaciones.

Cuando unos meses más tarde Sonsoles propuso que nos casáramos por lo civil, yo no puse ninguna objeción. Bueno, solo una: la fecha la elegí yo.

Mi cabeza se había llenado de sueños respecto a las cosas que podría hacer desde esa nueva posición. Siempre tuve la ilusión de deslumbrar al mundo con mi talento, trabajar con tranquilidad y conseguir culminar mi cruzada personal: desnudar al hombre que descubrió América.

Federico fue el primero en felicitarme por el enlace matrimonial con la marquesa, y asistió a mi boda.

Pronto comprendí que Sonsoles y yo teníamos mucho en común, más de lo que había imaginado.

Ella buscaba ser feliz a diario, y lo hacía con denodado esfuerzo. Jamás escatimaba en celebraciones. Esa fue tal vez la mejor parte de nuestro matrimonio, una época en la que ella solo quería divertirse, y no ponía reparos en aflojar la pasta en mi beneficio.

Pasamos días rodeados de lujos, durmiendo en sábanas bordadas y almohadas de plumas. Vivimos entre sirvientes, asistidos por nuestros mayordomos. Mis piernas descansaron en sofás de lujo, practiqué la cacería en cotos cerrados, disfruté en fincas con toros bravos y veraneé en yates atracados en puertos de ensueño.

Estuvimos amartelados cinco años.

Y luego, de repente, la cosa cambió.

En un trágico día impar.

2

 

DESCENSO

 

 

 

 

 

«…

—Dime una cosa, Sonsoles, no entiendo por qué siempre andas atendiendo a esos periodistas del corazón. Además, permites que los paparazzi nos saquen fotos cuando salimos juntos, allá por donde vamos. ¿Por qué tanta atención a esa gente?

—Tenemos que comportarnos conforme a nuestra posición. Te diría que incluso forma parte de mi trabajo dentro de la sociedad.

—Me parece una pérdida de tiempo.

—¡Ay!, Álvaro, no sabes nada. No tienes ni idea de cómo funciona esto.

…»

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi descenso a los infiernos se produjo con alarmante rapidez. Como si de un macabro juego se tratara, recibí una carta de los abogados de la marquesa indicándome que hacían uso de las cláusulas establecidas en nuestro contrato prematrimonial y que, en consecuencia, debía abandonar el palacio en el plazo de quince días.

Ni que decir tiene que traté desesperadamente de conocer las razones, pero me fue imposible hablar con ella. Se había largado de Sevilla con rumbo desconocido. Por más que yo quisiera, ella tenía todas las cartas de la baraja, y solo me quedaba obedecer.

El día uno del mes siguiente, la fecha acordada, abandoné el palacio de los Montesinos. Justo cuando me marchaba, desde la escalera de mármol, una maleta atrajo en ese momento mis pensamientos. Era la más preciada de mis posesiones, una pieza excepcional, la hermana pequeña de la tríada que me acompañaba, una Louis Vuitton Sirius 55 Damero con herrajes dorados, ribetes de cuero, doble cremallera y un asa de piel marrón que apetecía acariciar.

En el bolsillo interior portaba una carta: la que mi mujer me había escrito exigiéndome el divorcio. Por eso mi mirada quedó cautiva de aquel equipaje, porque, en el fondo, eso era yo, un maleta, un mal torero, un tipo torpe y poco habilidoso al que acababan de expulsar de esa mansión que tenía a las espaldas.

—Don Álvaro, ¿quiere usted que le acompañe con el equipaje?

Me preguntó mi exchófer, con una mano puesta en la puerta de mi exvehículo, embutido en un eterno traje negro, corbata oscura, camisa blanca y guantes también blancos. El hombre me caía muy bien, tal vez porque en el fondo no era muy distinto a mí.

—José, es usted lo mejor que dejo atrás.

Además de las maletas, yo cargaba con un fardo enorme de miedo y desesperación.

—Quiero que sepa que yo realmente le aprecio —me aseguró José—. Creo que usted es buena persona. Si me lo permite, señorito, le diré que no se merece esto.

Un buen matrimonio es capaz de soportar duras presiones, y un mal matrimonio se resquebraja. El mío explotó sin detonante alguno. Cuando no eres culpable de nada, cuando no has cometido ningún desliz ni has osado tan siquiera mirar a otra mujer, lo único que se te ocurre es que hay otro hombre rondando por ahí. Al principio no fue más que una disparatada intuición, un salto al vacío, pero desgraciadamente real.

A las dos semanas, la cama de Sonsoles la había ocupado otro tipo, un mexicano llamado Fidelio Pardo.

Ella jamás estuvo ávida de vínculos afectivos, esos que la mayoría de la gente parece necesitar, y por no echarle toda la culpa a ella, he de decir que tal vez el único problema fuese que ambos habíamos dejado que la apatía se extendiese por nuestros cuerpos como una enfermedad mortal.

Solo cuando me dejó me di cuenta de que habíamos llevado vidas independientes. Incluso llegué a pensar que me había casado con una extraña, alguien a quien la pasión le queda fuera de la órbita de sus capacidades. Yo había satisfecho sus deseos más soterrados, sus necesidades más perentorias, pero todo aquello se acabó; por alguna razón, mi capacidad de satisfacer a una mujer tan compleja se había agotado. Amarla fue sencillo, aunque aquella época dorada estuviese cargada de ambigüedad. En la superficie todo parecía funcionar, pero mentiría si no dijese que yo sabía que había estado dentro de una caldera a presión, en aguas continuamente hirviendo.

Cuando entré en el coche, el disparo de un flash me alcanzó de lleno. Un paparazzi sonreía mientras disfrutaba con la seguridad de que esa foto se iba a pagar bien.

—No es nada personal, ya sabe —me dijo—. Es mi trabajo.

Mi relación con la prensa rosa había sido intensa. Durante años fui objeto de comentarios más o menos malintencionados: chico sin recursos llega a lo más alto de la nobleza sevillana, braguetazo histórico, el capricho de la señorita marquesa. Pero había podido con eso, rodeado de oropel y suntuosidad.

Y luego vino el envite más duro, el de esos mismos periodistas, que plasmaron en papel cuché el sentimiento contra alguien que consideraron un outsider en los reducidos territorios de la aristocracia, un tipejo denostado, un calzonazos. En definitiva: un mantenido.

Desde entonces soy un hombre con mil engranajes girando dentro de mi cabeza.

Me introduje en el Mercedes Benz y le pedí a José que arrancase. Puso rumbo a la propiedad que me había correspondido en el acuerdo de divorcio, un antiguo palacete muy deteriorado en el centro de la ciudad. Yo estaba convencido de que se trataba de la menos valiosa de todas las propiedades urbanas de los Montesinos, pero los abogados me convencieron de que ese caserón era una mina, una auténtica reliquia, pues tenía una antigüedad contrastada de más de quinientos años. Y, a pesar de eso, el estado de conservación era óptimo, me aseguraron los tres leguleyos que me habían forzado a firmar los documentos. Uno de ellos, a modo de sorna, incluso llegó a asegurar que era la casa donde Colón se hospedaba en Sevilla.

—¿Qué va a hacer ahora, señor Deza?

—Encontrarme a mí mismo —le respondí al chófer mientras miraba por la ventanilla trasera.

El sol de Sevilla estaba encapotado, como mi alma, y aunque no me apetecía contestar, aquel hombre merecía mi respeto.

—Al casarme con Sonsoles renuncié a mis viejas ambiciones —le expliqué, tratando de creerme mis palabras—. Como usted sabe, no vengo de una familia rica, pero sí culta. Aunque quedé huérfano con once años, tuve la gran suerte de que mis padres adoptivos fueran grandes personas, catedráticos ni más ni menos. Y mis antepasados han sido individuos relevantes. La herencia familiar que me dejaron está compuesta de ideas, teorías y muchos libros. En fin, un legado que no sirve para nada.

José percibió el cinismo en mis palabras.

—A lo mejor usted es mejor persona que esas otras que deja atrás.

—Se lo agradezco, pero eso no me libra de esta penitencia.

—Busque en esos libros que le dejaron sus abuelos, sus padres, usted me ha relatado varias veces su trabajo, siempre me ha parecido una labor encomiable. No desperdicie su talento.

—También en eso soy un bluf. No se crea nada de mí. No sirvo para mucho.

En realidad, me había presentado ante la sociedad como un estudioso de la historia de Sevilla, de su pasado memorable, de aquel periodo desde el siglo XVI cuando el oro y la plata de América comenzaron a entrar a raudales por el río Guadalquivir. Mis antepasados habían elaborado varias teorías, que habían consistido en un conjunto de absurdas hipótesis sobre el pasado de nuestra ciudad y los orígenes del colonialismo. Cierto era que yo había estudiado en la Universidad, mis títulos eran académicos, pero nada de eso me valía para recuperar mi vida, y mucho menos a Sonsoles.

—Dime una cosa, José, ¿tú sabías que ese tipo, Fidelio, rondaba la alcoba de mi mujer?

—No se enfade, pero media ciudad estaba al tanto desde hace meses. Creo que todo comenzó cuando la familia de ese hombre, dicen que una de las mayores fortunas de México, compró una de las empresas de los Montesinos.

Allí, sentado en el asiento trasero de una de las berlinas de lujo más confortables que existen, me prometí a mí mismo que el daño que Sonsoles me había hecho tendría una respuesta a la misma altura.

Si los reporteros gráficos querían una foto mía saliendo a patadas del palacio, si la marquesa me humillaba de esa forma, aquello sería el principio de una guerra.

Cuando llegamos al palacete ya tenía la decisión tomada.

Esa batalla habría de librarse en los programas de televisión y en la prensa rosa.

En definitiva, en el cuadrilátero mediático del corazón.

Si ella me había abandonado, el mundo entero tenía que conocer los secretos maritales que yo me había guardado.

Estas cosas funcionan así.

El despechado mantenido contra la poderosa señora de sangre azul.

La guerra había comenzado.

3

 

EL ARTE DE LA GUERRA

 

 

 

 

 

«…

—Dígame, Álvaro, ¿por qué eligió usted a Colón como centro de sus investigaciones?

—Su gesta está ahí… unió dos mundos. ¿Puede negar que hizo algo grande?

—Ya, ya. Pero se le discute mucho el saqueo de las riquezas nativas.

—Vamos, Federico, por Dios, no diga esas cosas. Es frívolo reducir el hecho hispanoamericano a un mero saqueo de recursos. Es mucho más complejo. No olvide que, cuando Colón llegó al otro lado del océano, España estaba aún saliendo de la Edad Media.

—Sí, pero el reino de Castilla se amplió con nuevas tierras y se benefició con sus tesoros. Hubo muertos.

—¿Qué proceso de conquista no va acompañado de guerras?

—Pero este fue distinto.

—Está usted equivocado. Fue exactamente igual a los procesos que los españoles sufrimos durante siglos. La península ibérica fue invadida y conquistada antes por fenicios, cartaginenses, romanos, suevos, vándalos, alanos, visigodos, musulmanes… ¿quiere que siga?

…»

 

 

 

 

 

 

 

 

José comenzó a conducir por antiguas callejuelas del casco histórico de la ciudad. El día continuaba nublado, hacía un calor sofocante, pero dentro del vehículo no se percibía el rigor del clima estival sevillano. Tras una veintena de giros cerrados y circulación lenta, acabó metiéndose en una calle en la que no se veía a nadie por las aceras, tampoco coches aparcados, tan solo una furgoneta roja al fondo. Se detuvo entonces delante de un edificio desvencijado.

—En esto han tenido mala idea los Montesinos —me dijo, dirigiendo la mirada hacia los asientos posteriores—. Podían haberle entregado un apartamento de lujo en Los Remedios. Sé que la señora marquesa tiene varios.

Bajé la ventanilla, me quité las gafas de sol y contemplé la fachada.

Se alzaba ante mí un palacete de piedra que languidecía en una calle antigua. La planta baja presentaba dos pequeños ventanales con verjas herrumbrosas. El portón de madera estaba sellado con cadenas y candados picados de óxido. Sobre la planta superior brotaba un único torreón algo destartalado, como si no casara con el conjunto.

—Tengo las llaves. —José me mostró un manojo que parecía de dos siglos atrás—. Por aquí hace tiempo que no viene nadie, será necesario limpiar a fondo.

Sonsoles jamás me había comentado que esa propiedad figurase entre sus posesiones y, de repente, al negociar los términos del divorcio, me vendió la idea de que había sido reconstruido. Era lo que yo necesitaba para seguir con mi vida. Según los abogados, no estaba tan mal como parecía, un inmueble viejo, sin duda, levantado sobre un palacio anterior del siglo XV, pero restaurado con pasión. En esos momentos de zozobra me quedé pensando qué querían decir con eso. Mi entonces ya exmujer afirmó que podría encontrar el fantasma del mismísimo Almirante, una broma innecesaria. Aquello me pareció una crueldad, se estaban riendo de mí, y ella les seguía el juego, pero no era momento para despellejarnos.

Miré al fondo de la calle. Me percaté de la presencia de un hombre mayor de baja estatura, pelo rizado y barba cana, junto a la furgoneta roja. Vestía una chaqueta antigua a cuadros y pantalón tejano. Me levantó la mano, a modo de saludo. Me enfadó que los paparazzi estuviesen ya apostados junto a mi nueva casa, ese no era el comienzo que yo esperaba, así que me lancé en su busca, ofuscado. El tipo me vio lanzarme sobre él a cierta velocidad. Se metió en su vehículo, pero no cerró la puerta. Me acerqué y pude comprobar que no era lo que parecía. Ese pobre fulano vivía allí dentro. Había una colchoneta desplegada en la parte trasera, útiles de cocina, platos, vasos, ropa colgada en una barra y un sinfín de libros por todas partes. El anciano se había asustado, y se acuclilló en un rincón de aquella inmunda vivienda portátil.

—Lo siento, no era mi intención atemorizarlo.

—En esta calle apenas vive gente, y solo quería saludarle. Si no le importa, voy a estar aparcado un tiempo aquí.

—¿Cómo puede usted vivir ahí dentro?

—Me las arreglo.

Me agradeció que yo no fuese un obstáculo para que siguiese aparcado allí, y se despidió con una tímida sonrisa. Regresé entonces a la puerta de mi nueva morada.

Con arduo esfuerzo, José trataba aún de echar abajo los candados. Cuando lo consiguió, entró primero y le seguí. Al traspasar el portón, el palacete exhaló un aliento pútrido. Nos adentramos en un vestíbulo que daba paso a un patio interior enlosado con baldosas de piedra, repleto de macetas con geranios secos. Me pidió que mirase hacia arriba. Elevé la vista. La claraboya estaba obstruida con cagadas de paloma que apenas dejaban pasar la luz del sol.

—Con un poco de mantenimiento, se verán las estrellas desde aquí.

Accedimos a un salón de mobiliario carcomido y paredes que rezumaban humedad. Recorrimos la estancia andando en círculos. Luego, él se decidió a descorrer las cortinas. A través de la nube de polvo suspendida, me soltó otra frase inspiradora.

—Seguro que con este ambiente escribe usted algo, un libro.

¿A qué podía dedicarme? Los textos antiguos heredados de mi padre era lo único que poseía, junto al pequeño apartamento donde nací. Y, ahora, fruto del divorcio, una modesta pensión y esa finca antigua.

Se abrían ante mí dos opciones. La primera era la evidente: continuar la absurda labor de mis antepasados, seis o siete generaciones de fracasados que no habían conseguido nada más que buscar entre legajos y perder el tiempo. La segunda, un poco más arriesgada pero tal vez más emocionante, conseguir un nuevo resurgimiento de mi figura en la sociedad sevillana gracias a mis apariciones en televisión.

Ni que decir tiene que yo ya había decidido la segunda. Había muchas cosas que contar. Esos tertulianos ya podían frotarse las manos con la cantidad de exclusivas que les iba a proporcionar, auténtica gasolina para incendiar los platós. En mi repertorio contaba con cientos de chismorreos, escándalos de la nobleza que ahora saldrían a flote.

—Una última cosa, señorito. No me malinterprete, pero como le aprecio… permítame que le recomiende que no se acerque al nuevo marqués, ese tal Fidelio Pardo.

—¿Es tal vez un tipo peligroso?

—He escuchado conversaciones que no me gustan.

—José, las infidelidades se perdonan, pero no se olvidan jamás.

—No diga eso.

—Es una frase de madame de Sévigné.

No le dediqué un ápice de mi tiempo a los comentarios de José. Tenía una labor que hacer y, cuanto antes comenzara, mejor. Continué aventurándome por los recovecos de aquel palacio en el que querían enterrarme. Desde el patio, a pesar de la penumbra, podía ver varios pasillos sembrados de telarañas.

Había un antiguo aparato de televisión en el salón. Si funcionaba, cumpliría su cometido. En cuanto pudiese lo encendería y me tragaría sin parar todos y cada uno de los programas del corazón. Aprendería con las técnicas de los entrevistadores, e incluso elaboraría un listado de asuntos que aquella gente, los tertulianos, solían abordar. En el fondo siempre eran los mismos temas, a los que daban vueltas una y otra vez. Siempre me había parecido que las preguntas y respuestas eran muy limitadas, previsibles.

En aquellos primeros instantes mi cabeza funcionaba con todos sus resortes a pleno rendimiento. Sobre la marcha, a cada paso que daba dentro del caserón, yo iba ideando un conjunto de primicias que de seguro interesarían a los televidentes.

Así, cuando vi el dormitorio principal, un cuartucho de tres por tres metros con una cama de apariencia medieval y colchón hundido por el centro, papel pintado desprendido a pedazos y lámpara de cristal mugrienta, decidí que el primer titular versaría sobre la pobre vida marital de la marquesa de Montesinos. En ese asunto había mucho que rascar, un filón inagotable. A pesar de la insistencia de algunos, yo jamás penetré en ese terreno de las exclusivas vendidas. Y menos aún en lo relativo a los secretos de alcoba. Eran tantas las cuestiones, tantos los detalles jugosos, que ahora había llegado el momento de sacarlos a la luz.

Luego, al ver el cuarto de baño, un asqueroso cuchitril con una bañera metálica de patas oxidadas y retrete amarillo, me armé de valor y concluí que, tras el primer ataque, el siguiente sería contar los trapos sucios de las cuentas de la señora, sus miserias al escatimar salarios a los empleados y la usura al manejar sus negocios. La gente rica lo es por muchas razones, y el patrimonio de los Montesinos estaba labrado con el sudor de otros. De eso no tenía duda alguna.

Repasé una a una las habitaciones, no había ninguna en mejor estado que el dormitorio principal o el baño, pero había tantos asuntos que tratar, tantas primicias que destapar, que me vine arriba.

Incluso al llegar a la cocina, donde observé que los electrodomésticos no eran de la misma época que la cama, pero sí de mediados del siglo pasado, todos inservibles, me convencí de que nada podría detenerme. Allí mismo supe que el tercer relato versaría sobre la inutilidad de Sonsoles para cualquier cosa, una señora incapaz de realizar la más mínima gestión por pequeña que fuese. Demostraría que, gracias a su condición de marquesa, la vida le había servido unas riquezas que jamás hubiese conseguido por otro camino.

El palacio era suficientemente grande para mí, viejo, pero suficiente. No visité ni el torreón ni el sótano, porque no quería agudizar más mi depresión.

Finalicé el recorrido con una sonrisa en los labios.

Me había venido a la cabeza un chascarrillo que habría de presidir todas mis intervenciones. De seguro, aquello iba a funcionar cuando me presentase ante los periodistas del corazón: ¿cómo puede un tipo que se llama Fidelio quitarte a tu mujer? Lo repetiría como un mantra, haría de esa frase mi escudo protector, el arma con la cual mostrarme ante la sociedad. Las falsedades de la nobleza sevillana iban a dar mucho de qué hablar, y yo me presentaría ante todos los seres terrenales como un pobre hombre hundido por culpa de la avaricia de los nobles ricos.

Eso siempre funciona.

Comenzaron a llegar los empleados de la empresa de mudanzas. Observé cómo iban dejando cajas de cartón en medio del salón, junto al sofá de estampado de flores. Contenían mis libros, volúmenes antiguos. No era nada raro que al pasar una página de cualquiera de ellos me la quedase en la mano. Me di cuenta entonces de que, en los cinco años que estuve junto a Sonsoles, yo no había abierto ninguna de esas cajas. No había tocado ni un solo libro.

Me había embrutecido al entrar en la nobleza, otra historia que contar.

Terminaron de acumular bultos abajo y arriba en el dormitorio.

Los operarios acabaron por marcharse, y también José.

—Señorito, insisto, estoy aquí para ayudarle. Cuente conmigo cuando lo necesite.

Me dio un abrazo, algo inusual en su profesión. Eso acabó por convencerme de que aquel hombre hablaba con sinceridad.

 

 

Los días siguientes fueron muy duros para mí. Apenas me moví del sofá, que cubrí con una sábana limpia, a sabiendas de que debajo habría toda una flora del Cuaternario esperándome.

El televisor era espantoso, de imagen inestable y colores desvaídos, pero era lo único que conseguía distraerme. Veía el primer telediario de la mañana y luego las tertulias de actualidad. No comía nada, y tras el noticiero de mediodía, me sentaba expectante ante el aparato, momento en el cual recuperaba la verticalidad.

Mi estrategia exigía una buena planificación. Yo había leído El arte de la guerra, ese libro breve, joya antigua de Sun Tzu. En él se dice que la guerra hay que valorarla en términos de cinco factores fundamentales y hacer comparaciones entre diversas condiciones del bando rival, con vistas a determinar el resultado. El primero de estos factores es la doctrina; el segundo, el tiempo; el tercero, el terreno; el cuarto, el mando; y el quinto, la disciplina.

Como buen estratega, me armé de un arsenal de cuadernos de escritura, lápices de colores y, sobre todo, blocs de notitas amarillas, donde escribía todas y cada una de las ocurrencias que los periodistas del corazón iban lanzando a velocidades meteóricas. Mi formación como profesor de universidad, investigador y otros asuntos en el ámbito científico me hicieron ver que lo primero era aprender las normas de conducta de esos programas mediáticos, para poder actuar en ese medio como pez en el agua.

Nada de aquello arreglaba mi situación, pero al menos me alegraba tener un plan. Esa felicidad me hizo ponerme unas zapatillas y ropa de deporte. Salí por primera vez. Respiré aire limpio y, como no se veía a nadie por la calle, decidí ver si el anciano de la furgoneta seguía por allí.

En realidad, me intrigaba ese hombre. ¿Cómo puede alguien vivir así? ¿Qué historia hay detrás de un tipo que subsiste confinado en una furgoneta?

La puerta trasera del vehículo estaba cerrada, no se oía nada. Toqué con los nudillos y no tardó en abrirse. Me brindó una sonrisa jovial. Estaba sentado en la colchoneta.

—Entre usted, por favor.

—Solo quería saber cómo se encuentra —le dije.

Sin cortarme, repasé con la mirada el lugar donde habitaba ese hombre.

—Permítame una pregunta, ¿cómo hace usted para asearse?

Podía parecer un poco impertinente, pero mi idea era invitarlo a mi casa para tomar una ducha, o lo que necesitase.

—¡Oh! Me dejan entrar en un gimnasio cercano. Todo el mundo me quiere en esta ciudad. Estoy realmente encantado.

Hablaba pronunciando cada palabra con extremo cuidado. Su acento era raro. Por más que quise ubicar su procedencia, no conseguí adivinar de dónde venía, y no me atreví a preguntárselo, tal vez porque me divertía descubrirlo por mí mismo. Le invité a salir de aquel reducto para tomar un café, y aceptó. Caminamos juntos hasta una cafetería cercana, y allí nos sentamos a una mesa frente a la barra. Él pidió una infusión de hierbas, y yo un café cortado. Hablamos de diversos asuntos. Ese tipo tenía más cultura de la que jamás hubiese imaginado. Me aseguró que conocía muchos países, y que no se cansaría jamás de ir de un lado para otro. Según me afirmó, eso le daba la vida. Entonces se quedó mirando a través de la ventana, abstraído, como si de pronto algo hubiese llamado su atención. Tardé poco en entender que se trataba de un señor muy despistado.

En un momento dado comenté que necesitaba alguien para limpiar la casa. Eso atrajo su atención. Saltó de su silla y me dijo que tenía a la persona adecuada. Por un momento sospeché que se estaba ofreciendo, pero me equivoqué.

—Hay una chica llamada Candela. Es la persona que usted necesita.

—¿De qué la conoce?

—Hablo con mucha gente en esta zona. Esa señorita me trae comida, viene a hablar conmigo, incluso me ha regalado una manta. Si puede usted contratarla, le aseguro que no se va a equivocar.

—De acuerdo. Pero solo dígame una cosa. —Me rendí, si no se lo preguntaba, jamás lo sabría—. ¿De dónde es usted?

—Mis antepasados son de aquí mismo.

No oculté mi sorpresa.

—No tiene acento sevillano precisamente…

—Es una larga historia. Otro día se la cuento.

Se levantó y se marchó sin despedirse, dando saltitos y mirando hacia todos lados, como si fuese un hombre perseguido, alguien a quien han puesto precio a su cabeza.

 

 

Candela hizo sonar la aldaba de la puerta al atardecer. Comprendí que el anciano se había largado a toda prisa en su búsqueda. Me pareció que todo el palacete vibró con sus embestidas. Abrí y me encontré a una jovencita delgada de piel morena y cabello oscuro recogido en una cola. Entró y se entretuvo en observar la enorme misión para la cual yo pretendía contratarla. Sin mediar palabra, se metió en la cocina, luego regresó al salón, y cuando ya imaginaba que se disponía a salir corriendo, me ofreció unas palabras que no esperaba.

—Si quiere usted que sea yo la persona que le limpie este lugar, tiene que concederme varios caprichos. No me pierdo ningún programa de los famosos. Me gusta el cotilleo, lo reconozco, y si usted me permite que yo me relaje con una siestecita tras el almuerzo, le recompensaré dejándole esta chabola como un palacio.

Con su contratación podía cumplir un doble propósito.

—¿De dónde eres?

—De Triana.

—Eres muy joven, ¿qué edad tienes?

—Dieciocho. ¿Le vale?

—Sí, sí.

Me pregunté si ella estaría al tanto de la llegada a Sevilla de un millonario mexicano llamado Fidelio Pardo, pero fui incapaz de abordar ese tema tan pronto.

—¿Qué necesitas para comenzar?

—Que usted me diga cuánto me va a pagar. Y luego acordar que me permita ver todos los días Sálvame.

—Eres un ángel salvador.

Candela no entendió esa apreciación.

—No se emocione, yo solo voy a salvarle de esta mierda que tiene usted a su alrededor. ¿Me comprende?

Le dije que sí, y le subí un veinte por ciento el salario que pensaba pagar. Aceptó, y quedó en venir al día siguiente.

Consideré aquello como un golpe de suerte.

El arte de la guerra explicaba que un maestro experto deshace los planes de los enemigos, estropea sus alianzas, le bloquea el camino, venciendo mediante estas tácticas sin necesidad de luchar. Esta es la ley del asedio estratégico. Así pues, la regla de la utilización de la fuerza es la siguiente: si las tuyas son diez veces superiores a las del adversario —este no era mi caso—, rodéalo; si son cinco veces superiores —tampoco—, atácalo; si son dos veces superiores, divídelo. Si son iguales en número, lucha si te es posible. Si son inferiores —este sí—, mantente en guardia, pues el más pequeño fallo te acarrearía las peores consecuencias. Continuaba Sun Tzu explicándome que hay que mantenerse al abrigo y evitar en lo posible un enfrentamiento abierto. La prudencia y la firmeza de una sola persona puede llegar a dominar incluso a un ejército.

Aquel fue mi mejor día desde el divorcio.

Miré entonces el calendario. Era par, un nuevo augurio de que todo estaba en vías de mejorar.

 

 

Candela llegó temprano al día siguiente, pertrechada de un ejército de trapos y escobas. La chica se lo había tomado en serio. Había adivinado que conmigo tenía un filón, no de riqueza, sino de basura y desechos que limpiar.

Armada de paciencia y sentido, comenzó por la planta superior. Afirmó que la suciedad era mejor limpiarla desde arriba hacia abajo, y aunque me hubiese gustado preguntarle por qué, ella se lanzó con tal determinación a su cometido que me dejó allí plantado.

Mientras la escuchaba trajinar arriba, me dediqué a ordenar los libros. Saqué parte del contenido de las cajas de cartón, y luego coloqué de la mejor forma posible los legajos que iban apareciendo. Era sorprendente la cantidad de textos que coleccioné en mi juventud y aún más extraordinario la calidad de los documentos que atesoraba, fruto de la herencia.

Fui hijo único, mis padres solo me tuvieron a mí, tal vez por lo ocupados que siempre estaban, pero me querían con locura, al menos tanto como a su profesión. Viajaban con frecuencia, siempre buscando huellas del pasado, aprovechando los periodos en que no daban clases en la Universidad para hacer las maletas y salir pitando.

De uno de esos numerosos viajes, nunca más regresaron. Era principios de septiembre, yo aún no había regresado al colegio, de hecho, me encontraba fuera de Sevilla, porque estaba terminando una estancia internacional para aprender inglés. Mi vida cambió de la noche a la mañana. Tras darme la noticia, me hicieron regresar con urgencia a España, y mi vida nunca volvió a ser la misma.

Pero al menos me quedaban aquellos papeles para recordarlos.

Al abordar un paquete que contenía libros, extraje un antiquísimo ejemplar, un tomo encuadernado en auténtica piel marrón deteriorada por el paso del tiempo. En la portada se encontraba grabado el título: Vida y Obra de Diego de Deza. Desconocía la fecha de impresión, sin duda se trataba de la más preciada de mis pertenencias. Jamás heredé fortuna, salvo joyas como esa y un pequeño apartamento donde residí hasta casarme con Sonsoles. Ese fraile se encontraba en la línea genética de mis antepasados, compartíamos el mismo apellido.

Diego de Deza nació en el siglo XV, de familia gallega, y tuvo tres hermanos, Antonio, Ana y Álvaro. Alcanzó gran protagonismo en la vida de los mismísimos Reyes Católicos. Confiaron tanto en él que le encomendaron la educación del príncipe Juan, y cuando murió, los monarcas siguieron contando con sus servicios para funciones de Estado.

Dejé el libro sobre la mesita frente al sofá estampado y me senté. Recordé que su tumba sigue dentro de la catedral hispalense, y aunque sus huesos no estuviesen ya allí, compartía edificio sepulcral con Cristóbal Colón, mismo templo, misma ciudad.

Las relaciones Colón-Deza han sido y serán por siempre estudiadas en profundidad. Mi antepasado, al parecer, había intentado persuadir a los reyes para que aceptasen ante los maestros de astrología y cosmología la empresa descubridora. En los conventos se hacían las juntas y conferencias de los sabios, y allí proponía Colón sus conclusiones y las defendía. Y con el favor de los religiosos consiguió triunfar.

El propio Almirante envió cinco cartas a su hijo desde Sevilla, y en todas le habla de su protector y siempre amigo Deza. Estas cartas eran un testimonio de primera mano y, aunque las ignorasen en su tiempo los cronistas, avalan un testimonio indudable.

Para mi familia nunca ha habido duda alguna: su intervención en el Descubrimiento de las Indias fue su mayor gloria, y yo llevo su apellido.

Siempre me pareció irónico que un antecesor de mi familia hubiese encumbrado al navegante y luego, siglos más tarde, sus descendientes tratásemos de desentrañar quién era realmente ese hombre que tantas sombras acumula.

Absorto en mis pensamientos, en aquel primer día, Candela bajó para comer.

—A lo mejor usted esperaba que yo también cocinara, pero no he tenido tregua.

No quise hablarle de los libros que tenía delante. Dirigí mis pensamientos hacia otro.

—¿Has leído a Sun Tzu?

—¿Le pasa algo en la lengua?

—Discúlpame. Vamos a aprender algo de la guerra de los famosos mientras comemos.

Saqué tres cosas del frigorífico. El único detalle de mi exmujer había sido ordenar que la nevera y la despensa estuviesen llenas a mi llegada.

La invité a ver la televisión desde el sofá. Ella aceptó, y ambos nos dedicamos a picar un poco de embutido y el contenido de unas latas de conservas, que abrí mientras observábamos aquel programa estúpido.

Periodistas, o más bien, personas sin formación alguna pero capaces de destripar a otros, procedieron sin piedad a despellejar a todo el que se movía por el plató.

A mí me aburrió un poco, pero Candela se dedicó a celebrar cada uno de los exabruptos que mascullaban por doquier.

No soporté más de diez minutos de aquel circo mediático, así que continué ojeando los papeles que había desplegado frente a mí.

Sevilla, la gran Sevilla, ha asombrado a la humanidad desde hace siglos. El Descubrimiento de América hizo grande a esta ciudad y la catapultó hacia su máximo esplendor. Mis ascendentes habían estado allí para contemplarlo, incluso participaron en las misiones, en la puesta en marcha de la Casa de la Contratación, ese lugar que se creó para regular el comercio con los territorios de ultramar. En realidad, se convirtió en el primer monopolio del Nuevo Mundo, un lugar por el que llegaron a entrar miles de kilos de oro y plata al año. El Imperio español había nacido para entonces. Perduró durante siglos, a través de una ciudad llena de florentinos, genoveses, portugueses, alemanes, todos atraídos por los tesoros.

Y ahora, había otra clase de fuente de ingresos en Sevilla: los programas de televisión con famosos, el nuevo negocio del siglo.

Como por ensalmo, fue en ese momento cuando me llegó al ordenador un mensaje de correo. Se trataba de una oferta para participar en uno de ellos.

La cantidad me pareció insultante, no por baja, sino por todo lo contrario.

Yo tenía una carrera, había leído miles de libros, pero nada de eso valía. Aquella productora me pagaría por cada encuentro —y serían cinco en total— la misma cantidad que correspondía al sueldo anual de un profesor universitario. Solo por contar mis aventuras en palacio.

Una fortuna.

Eso me insufló nuevas energías, desde ese mismo momento me puse a preparar mi flamante debut en el mundo rosa y olvidé los libros, dispuesto a producir pura adrenalina para el corazón de los televidentes.

Por supuesto, estaba nervioso. Yo no manejaba esas lides y, a priori, me preocupaban algunos aspectos relacionados con la intimidad de pareja, pero… ¿cómo resistirme a hacerle daño a ese mexicano? Era lo que más ansiaba, y ahora lo tenía al alcance de mi mano.

En ese instante no se lo dije a Candela, preferí esperar a conocernos mejor, pero al terminar la primera semana, la hice partícipe de mis intenciones.

Al conocer la noticia, ella me ofreció una sonrisa inmensa.

—Va usted a ser mi ídolo. ¿Puedo decirles a mis amigas que mi señorito sale en mi programa favorito?

—No me llames señorito.

—Usted vive en un palacio. ¿Qué es si no?

Era pronto para abrirme a esa chica, apenas acababa de empezar, y ya me disponía a reclutarla para mi proyecto. Tal vez fuera la alegría que me había provocado la invitación al programa rosa, pero el caso es que no me pude resistir.

Le relaté mis vivencias en el marquesado de los Montesinos, me vacié en una larga charla en la que no escatimé en adjetivos hacia Sonsoles. Ella vio tan interesantes mis explicaciones, que decidió apagar el televisor y concentrarse en esos otros cotilleos que yo le estaba ofreciendo.

—Esto es mejor que la tele. Un directo, como dice esa gente.

Me escuchó sin rechistar. Yo necesitaba vaciarme, y por eso abundé en detalles y apreciaciones con relación a mi vida anterior. Incluso me permití comentar aspectos íntimos de mi relación sentimental.

—No quiero que me malinterpretes… Había tantos obstáculos en esa relación, son tantos los problemas que he padecido, que no me queda otra solución más que hacer esto.

Poco antes de terminar mi historia, me percaté de mis ojos húmedos. A decir verdad, estaba a punto de llorar.

—Fin del relato —le dije—. Ahora ve a limpiar.

Obedeció y se marchó sin rechistar hacia la primera planta.

Los días siguientes transcurrieron con absoluta normalidad. Ella limpiaba y yo veía la televisión. Siempre, tras la sobremesa, nos sentábamos juntos en el sofá a comer, tomar café y ver los cotilleos.

—¿Cuándo le toca a usted?

—El mío será un programa especial, versión de luxe. El próximo sábado por la noche.

—No me lo pierdo.

Antes de dejarla subir, la interrogué sobre las materias que más le gustaban de esos folletines y sonsaqué información que apunté convenientemente. Mi objetivo final era ganar esa guerra, derrotar al tal Fidelio y echarlo del país. No era nada desdeñable la cantidad de dinero que me iban a pagar, así que tenía que dosificar bien las balas, procurar hacer un buen papel y conseguir extraer todo el oro posible.

Aquella tarde salí a pasear. Por la calle me miraban. Fue la constatación del interés que yo despertaba en la sociedad, aquello auguraba un éxito rotundo. Por supuesto, era consciente de que la cadena de televisión ya había comenzado a emitir anuncios relativos a mi aparición estelar.

No podía sentarme en ninguna terraza, porque la primera vez que lo hice en el barrio de Santa Cruz se me acercaba la gente y me miraba como si de un mono de feria se tratase. Así que decidí vagabundear por los jardines de Murillo, mis preferidos, aunque también me dediqué a contemplar los vergeles de la Cartuja y más adelante me pareció que el mejor lugar para pasar desapercibido era el parque de los Príncipes.

En el camino de regreso al palacete, al girar en la calle, vi desde lejos que el tipo de la furgoneta estaba hablando con Candela. Cuando la chica me vio, se dirigió corriendo a su trabajo, y él se metió dentro y cerró la puerta.

Entré en el caserón y escuché ruidos en una de las habitaciones. Al subir a mi habitación a cambiarme de ropa me di cuenta de lo limpio que estaba quedando todo. El olor a humedad no había desaparecido, pero ahora se encontraba mitigado por los productos de limpieza.

Fue ese día cuando subí por primera vez al torreón.

La escalera empinada de oscuros escalones no me gustaba nada, pero me atraía la curiosidad. En el fondo, aquello era parte de mis posesiones.

Encontré una única estancia, con ventanales cerrados. Encendí la luz y vi que estaba repleta de muebles antiguos, inservibles en su mayoría. Se notaba que Candela había hecho todo lo posible por ordenar aquel espacio, una tarea inútil. Le pedí entonces que subiera.

—Vamos a tirar todo esto —le aseguré.

—Tengo unos primos que se lo retiran gratis, si usted les deja que lo vendan.

—Que se lleven todo menos la mesa y ese sillón. Tampoco los cuadros. Esos no se tocan, quiero verlos bien.

—Entendido.

—Y que quiten las maderas que cubren los ventanales. Vamos a darle luz a este sitio.

Cuando se marchaba, le hice la pregunta:

—¿De qué hablabas con ese tipo? El de la furgoneta.

—De nada en especial, solo me da consejos.

—¿Por ejemplo?

—Dice que dentro del palacio hay algo que puede ayudarle mucho a usted, pero no sabe exactamente lo que es.

Definitivamente ese viejo estaba chiflado. La dejé que se marchase. Me apetecía hacer de aquel lugar mi cuartel general. Con luz, sobre esa mesa y reclinado en el sillón de piel marrón, lo mismo se me ocurría sentarme allí a escribir ese libro que la gente me pedía. Nada relacionado con mi tema de investigación, sino otro muy distinto: unas memorias, las antologías picantes de un caballero en la corte.

Mientras yo aún pensaba en esa idea, Candela ya estaba hablando por teléfono con sus primos.

A última hora de la tarde escuché un camión acercarse a la entrada. Ella les abrió y subieron tres tipos. Se llevaron uno a uno todo lo acordado. Les di las gracias e intenté pagarles, cosa que no aceptaron.

Se marcharon todos juntos y yo me quedé solo.

 

 

El día siguiente era la víspera de mi flamante debut en televisión. Yo estaba muy nervioso. Veía cómo la cadena seguía emitiendo —uno tras otro— recordatorios de mi participación en el programa, anunciado como el acontecimiento del siglo.

Candela se había esmerado en limpiar el torreón.

Sin maderas que tapasen los cristales y con todo el espacio despejado, me animé a subir libros y papeles y, por supuesto, mi ordenador personal.

Se trataba de un espacio de unos cincuenta metros cuadrados, con amplias ventanas en los cuatro costados. Las vistas eran hermosas: casas señoriales y palacetes sevillanos en los alrededores, y al fondo una bonita perspectiva de la parte alta de la Giralda.

—No hay paredes en este sitio para colgar esos cuadros—le dije.

—Pues los colgaremos abajo, donde usted me diga. Mire, este sí que es extraño.

Se refería a un lienzo de apenas sesenta centímetros de alto por cincuenta de ancho.

Parecía representar a un animal, algo semejante a un ser con la cara de jabalí, o tal vez podía ser de cerdo, o cualquier otra bestia hecha persona, una sabandija con forma humana, en cualquier caso. La obra era muy oscura, con tonos marrones y verdosos, incluso rojo burdeos a trozos. En conjunto, a duras penas se podía adivinar qué habían querido retratar allí.

—Es horroroso —le dije.

—Da miedo. Este ni lo tocaré.

—No, no, límpialo bien, parece un cuadro extraño. Me gustaría ver qué representa.

—Usted manda. Cualquiera se opone a una estrella de la televisión.

Se fue con el cuadro en brazos. Yo me quedé mirando las luces de Sevilla, que comenzaban a encenderse en el horizonte.

Al poco tiempo escuché gritos desde abajo.

Descendí con cuidado las escaleras y vi a Candela de rodillas, con un trapo en la mano y un bote de limpiador en la otra. Observaba el cuadro como si el diablo hubiese salido de dentro.

—Me he pasado con este producto. Pero yo no tengo la culpa.

Pasé por alto ese comentario y contemplé la obra. Había perdido una notable capa de pintura por los bordes, junto al marco.

Ahora, los colores oscuros aparecían por esa zona algo más claros, y en algún otro punto parecía como si algo rojo intenso quisiera salir a la luz.

—Me lo he cargado. Lo siento.

—No te preocupes —le dije—. Hasta hace un rato ni sabía que era el propietario.

Lo elevé y comprobé que la pintura se estaba decapando.

Con mis dedos, yo mismo retiré un poco de la parte superior, y observé cómo iban apareciendo nuevos detalles de debajo.

—Déjalo arriba en el torreón, lo veremos mejor mañana con buena luz.

—Me da miedo. Parece que alguien se aseguró de que nadie lo tocase. Guarda algo malo, se lo digo yo.

No le hice caso.

Solo quería acostarme y esperar a que llegase el sábado.

Se me hacía eterna esa espera.

Esa noche soñé con la bestia del cuadro.

4

 

UN HOMBRE SIN ROSTRO

 

 

 

 

 

«…

—Sonsoles, con esta decisión me estás matando. Te ruego que no me eches así. No lo merezco.

—Tienes mucho futuro, sigue con tus investigaciones. Estás tan enamorado de Colón como de mí.

—Eso no es verdad. Llevo años sin tocar un libro.

—Pues vuelve a hacerlo. Eres una persona que se enamora con facilidad.

—Eso es un golpe bajo. Insisto en que me estás aplastando.

—Cuídate. Dedícate a tus estudios a partir de ahora, no intentes acercarte a mí, aléjate y acepta que todo ha cambiado. No hagas ninguna tontería.

—¿Por qué dices eso?

—Te lo advierto. Llegan tiempos difíciles. Y no solo para ti. También para mí.

…»

 

 

 

 

 

 

 

 

El programa se emitió en directo desde Sevilla para todo el país. Me aseguraron que la exclusiva también la habían comprado en varios países de América Latina. La compañía que producía el evento fue a buscarme en un vehículo con conductor. Yo hice esperar un buen rato al chófer, y luego acudí a la puerta de mi palacete bien trajeado, como correspondía a mi condición. Esperaba que los vecinos —si es que había alguno—, me viesen salir.

Desde la puerta pude ver que el tipo de la furgoneta había situado una silla plegable en la acera y leía un libro aprovechando los últimos rayos de sol. Me saludó con la mano, y yo le correspondí. Si alguien más me espiaba desde alguna ventana, debía estar haciéndolo con discreción. Saqué una conclusión: aquella calle llena de edificios antiguos atesoraba los palacetes más destartalados y deshabitados de la ciudad antigua.

En los estudios de televisión me recibieron en la entrada, me abrieron la puerta con una reverencia —buen signo—, y luego me acompañaron a la sala de maquillaje. Había fotógrafos por todas partes. Mentiría si dijese que no me sentí reconfortado. Estaba tan convencido de la necesidad de dejar las cosas claras, de contarle al mundo lo ocurrido, que aquellos primeros momentos fueron para mí un auténtico oasis de paz y confort. A cada brochazo cosmético que daban a mi cara, yo me sentía mejor, más contento conmigo mismo, como el sabio que va a impartir una clase magistral para sorprender al auditorio con su perfección.

Una vez maquillado, respiré profundo y fui a sentarme en la parte del plató que me indicaron, frente a cinco sillas vacías. Allí a solas hice un repaso de mis estrategias, de los límites que no debía traspasar. El mundo seguiría rodando al día siguiente, sin que nada de lo que sucediese en esa entrevista lo impidiese. Por lo tanto, debía estar tranquilo.

Poco a poco comenzaron a sentarse frente a mí los mismos tertulianos a los que había visto en esos programas, auténticas estrellas del mundo del corazón. Esa galería de personajes que ahora desfilaban por el escenario había tratado cientos de tórridos asuntos, escándalos notorios, tragedias sentimentales, nada importante en realidad.

Vistos desde el lado de la pantalla desde el cual yo siempre los vi, esos profesionales hacían bien su trabajo y recibían sueldos elevados porque entretenían tarde a tarde, noche a noche, a una pléyade de televidentes.

Pero desde este lado, frente a ellos, jamás hubiese imaginado tanta maldad como la que emplearon conmigo.

El primer puñal llegó rápido.

—¿Hacía usted feliz a la marquesa en la cama?

—Hummmm.

Esa pregunta me pareció fuera de lugar, al menos para comenzar. Por supuesto que imaginaba algo así, pero no tan directo.

Respondí con evasivas, dando por sentado que fuimos muy felices, intentando que todos los aspectos negativos de nuestra relación pareciesen el resultado de leyendas tejidas al amparo de los paparazzi, pero nada de lo que dije me pareció que convenciese a esa gente.

Luego siguieron cuestiones impertinentes, con un ritmo que me pareció orquestado.

—¿Por qué cree que Fidelio la hace más feliz que usted?

Esos tipos eran especialistas en desplegar campos de minas delante de los invitados, para luego provocar que salieses corriendo, tropezaras y, con suerte para ellos, explotaras. Disfrutaban con cada dardo envenenado que me disparaban.

Yo intenté ser coherente en cada una de las respuestas, pero la lógica no servía de nada. Esas personas sentadas frente a mí habían elaborado sus preguntas a conciencia, artillería prefabricada dispuesta a taladrarme las entrañas.

—¿Cuánto dinero recibía usted al mes?

Me quemaban los ojos de indignación.