La sangre del vampiro - Florence Marryat - E-Book

La sangre del vampiro E-Book

Marryat Florence

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  • Herausgeber: Xingú
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2023
Beschreibung

Una joven rica de Jamaica llega a Europa, donde conoce la pequeña sociedad británica. Y fascina con su belleza y talento, especialmente a los hombres. Después de un tiempo, la gente cercana a ella empieza a sentirse enferma.

El recién llegado doctor Phillips apunta a su madre jamaicana y a un vampiro que mordió a su madre mientras estaba embarazada o a la herencia de su horrible padre.

¿Llegará a vivir una vida normal? ¿Encontrará alguna vez el amor? ¿O la maldición del vampiro es demasiado fuerte?

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La sangre del vampiro

 

 

por

Florence Marryat

 

 

 

 

 

Traducción: © Lucía Bartolomé, 2023

 

Imagen de portada: Henri Boutet (1851-1919)

 

De esta edición: © 2023 Xingú

 

 

Índice

— Capítulo I

— Capítulo II

— Capítulo III

— Capítulo IV

— Capítulo V

— Capítulo VI

— Capítulo VII

— Capítulo VIII

— Capítulo IX

— Capítulo X

— Capítulo XI

— Capítulo XII

— Capítulo XIII

— Capítulo XIV

— Capítulo XV

— Capítulo XVI

— Capítulo XVII

— Capítulo XVIII

 

 

 

— Capítulo I

 

Era la hora mágica de la cena. El largo malecón de Heyst estaba casi desierto, lo mismo que la banda de arena dorada y suelta que bordeaba su base, y todas las tables d'hôtes1 se llenaban rápidamente. Henri, el camarero más joven del Hotel Lion d'Or, permanecía en los escalones, entre dos grandes leones dorados que rampaban a ambos lados de la puerta, tocando vigorosamente una campana sonora y discordante para atraer a los rezagados, mientras las damas, que esperaban el comienzo de la cena en el pequeño salón lateral, se tapaban los oídos para amortiguar su clamor. Philippe y Jules estaban atareados poniendo manteles blancos y cristalería y demás en las mesas de mármol de la terraza abierta, fuera de la salle à manger2, donde los extraños al hotel podían cenar à la carte, si querían. Dentro, las largas y estrechas mesas estaban decoradas con geranios polvorientos y fucsias, en tanto que cada aceitera tenía un ramillete de sucias flores artificiales atado a su asa. Pero los huéspedes del Lion d'Or, que eran en su mayoría ingleses, estaban demasiado ansiosos por su cena como para reparar en lo que les rodeaba. La baronesa Gobelli, con su marido a un lado y su hijo al otro, fue la primera en sentarse a la mesa. La baronesa siempre aparecía con la sopa, porque había observado que los primeros en llegar recibían una ración más generosa que los últimos. Tal ansiedad no ocupaba las mentes de la señora Pullen y su amiga, la señorita Leyton, que se sentaban frente a la baronesa y su familia. No les preocupaba lo suficiente el potage aux croûtons3, que normalmente era la entrada de la cena de la table d’hôte. Las largas mesas se llenaron pronto con una mezcolanza de ingleses, alemanes y belgas, todos parloteando, especialmente los extranjeros, tan rápido como sus lenguas les permitían. Entre ellos había un reguero de niños, en su mayoría revoltosos y maleducados, que tenían que ser llamados al orden de vez en cuando, lo que los labios de la señorita Leyton se frunciesen de disgusto. Justo frente a ella, y al lado del señor Bobby Bates, el hijo del primer matrimonio de la baronesa, y al cual siempre trataba como si fuese un niño de diez años, había una silla desocupada, vuelta contra la mesa para indicar que estaba comprometida.

—Me pregunto si es para la princesa alemana de la que madama Lamont gusta tanto hablar —susurró Elinor Leyton a la señora Pullen—, dijo esta mañana que la esperaba esta tarde.

—¡Oh! ¡Seguramente no! —respondió su amiga—. No sé mucho sobre la realeza, pero debo pensar que una princesa difícilmente cenará en un table d'hôte público.

—¡Oh! ¡Una princesa alemana! ¿Qué más dará? —dijo la señorita Leyton, de nuevo con el labio fruncido, ya que era hija de lord Walthamstowe y tenía una baja opinión de cualquier aristocracia, excepto de la de su país.

Mientras hablaba, sin embargo, la silla de enfrente fue puesta abruptamente en su sitio, y una joven dama se sentó en ella y miró audazmente (aunque no descaradamente) arriba y abajo de las mesas y a los vecinos a ambos lados suyos. Era una joven de aspecto extraordinario —más extraordinaria, quizás, que bonita, porque su belleza no llamaba la atención a primera vista—. Su figura era alta, pero delgada y airosa. Parecía casi sin huesos mientras se balanceaba fácilmente de lado a lado de su silla. Su piel era incolora, pero clara. Sus ojos eran alargados, oscuros y estrechos, con pesados párpados y gruesas pestañas negras que reposaban en sus mejillas. Sus cejas estaban arqueadas y delicadamente delineadas, y su nariz era recta y pequeña. No así su boca, sin embargo, que era grande, con labios de un profundo color sangre, que mostraban unos dientecillos blancos. Para coronarlo todo, su cabeza estaba cubierta de una masa de pelo suave, apagado, negroazulado, retorcido en descuidadas masas sobre la nuca y que parecía que no estuviese acostumbrado ni a peine ni a horquillas. Iba vestida muy sencillamente, con un vestido de noche blanco de batista, pero no había ni una mujer presente que no hubiese descubierto en cinco minutos que el encaje con que estaba profusamente adornado era un caro Valenciennes, y que estaba abrochado en la garganta con brillantes. La recién llegada no pareció avergonzada en lo más mínimo por el número de ojos que se volvieron hacia ella, sino que llevó el escrutinio muy tranquilamente, sonriendo de una forma furtiva a todo el mundo, hasta que las entrées4 fueron repartidas, momento en que concentró toda su atención en el contenido de su plato. La señorita Leyton pensó que nunca había visto a una joven devorar su comida con tanta avidez y disfrute. No pudo evitar observarla. La baronesa Gobelli, que era una comedora ordinaria, que esparcía la comida sobre su plato y no infrecuentemente por el mantel también, no era nada comparada con la joven extraña. No era tanto que comiese rápidamente y con evidente apetito como que mantuviese la vista fija sobre la comida, como si temiese que alguien se la quitase. Tan pronto como su plato estuvo vacío, llamó cortantemente al camarero en francés y le ordenó que le trajese algo más.

—¡Está bien, querida mía! —exclamó la baronesa, asintiendo con su enorme cabeza y sonriendo ampliamente a la recién llegada—, ¡haz que te traigan más! ¡Ese es un plato excelente! ¡Tomaré más yo misma!

Según Philippe depositaba la última ración de entrée en el plato de la joven dama, la baronesa le puso el suyo bajo la nariz.

—¡Aquí! —dijo—, ¡trae tres raciones más para el varón y Bobby y yo!

El hombre negó con la cabeza para indicar que el plato se había terminado, pero la baronesa no era tan fácil de disuadir con una excusa tan endeble. Comenzó una discusión. Pocas comidas pasaban sin una disputa de algún tipo entre los sirvientes del hotel y esta terrible mujer.

—¡Ya estamos otra vez con esas! —susurró la señorita Leyton al oído de la señora Pullen. El camarero llevó una entrée diferente, pero la baronesa insistió en tener una segunda ración de tête de veau aux champignons5.

—Il n'y a plus, Madame!6 —aseveró Philippe con un gesto de desaprobación.

—¿Qué dice? —preguntó la baronesa, a la que no se le daba bien el francés.

—¡No hay más, mein querrida! —replicó su marido, con un fuerte acento alemán.  

—¡Maldita su impudicia! —exclamó su esposa con rostro acalorado—, ¡pronto, trae a monsieur aquí inmediatamente! ¡Pronto veré si no tendremos suficiente de comer en su horrible hotel!

Todas las damas que entendieron lo que dijo parecían horrorizadas por ese lenguaje, aunque eso no tenía ninguna consecuencia en madama Gobelli, que continuó llamando a intervalos a «Monsieur» hasta que se dio cuenta de que la comida estaba llegando a su fin sin ella y pensó que sería más diplomático dedicarse a lo suyo y posponer su disputa hasta una ocasión más propicia. La baronesa Gobelli era un misterio para la mayoría de gente del hotel. Era una mujer enorme con la constitución de un elefante, con una cara grande y plana y manos y pies torpes. Su piel era rugosa, lo mismo que su pelo, lo mismo que sus rasgos. Las únicas cosas que redimían una cara de otro modo repulsiva eran un par de azules ojos bienhumorados, aunque taimados, y un juego de dientes blancos y firmes. Quién había sido la baronesa originalmente, nadie podía adivinarlo. Era evidente que debía haberse elevado de algún origen bajo por su falta de educación y crianza, y, aún así, hablaba familiarmente de los nombres aristocráticos, incluidos los de la realeza, y parecía estar familiarizada con sus familias y hogares. Flotaba el rumor de que había sido la cocinera del anciano señor Bates antes de que se casase con ella y que, cuando la dejó viuda con un hijo único y una considerable fortuna, el pequeño barón alemán había pensado que su dinero era un equivalente justo a su personalidad. Era excesivamente vulgar y, cuando se excitaba, excesivamente criticona, pero poseía un buen humor rudo cuando estaba contenta y tenía una gran cantidad de perspicacia natural, que la hacía valer en vez de la inteligencia. Pero era una mentirosa sin escrúpulos y se jactaba de ello más que de lo contrario. Teniendo mucho dinero a su disposición, estaba acostumbrada a encapricharse violentamente de gente —tomándoles de repente, cargándoles de regalos y favores mientras le placía y dejándoles caer igual de súbitamente, sin un porqué o un porqué no, incluso insultándolos si no se los podía quitar de encima sin hacerlo así—. El barón estaba completamente sometido a ella; más que eso, era servil en su presencia, lo que asombraba a aquella gente, que no sabía que, entre sus otras arrogantes insistencias, la baronesa reivindicaba relacionarse con ciertos seres supernaturales e invisibles que tenían el poder de desencadenar la venganza en todos los que la ofendían. Este temor, combinado con el hecho de que ella tenía todo el dinero y mantenía bien cerrados los cordones de la bolsa en lo que a él concernía, era lo que hacía que el barón esperase los deseos de su mujer como si fuese su esclavo. Quizás el punto débil del corazón de la baronesa se guardase para su enfermizo y poco interesante hijo, Bobby Bates, a quien trataba, no obstante, con la dureza de una tigresa a su cachorro. Lo mantenía aún más bajo su vigilancia que a su esposo, y Bobby, a pesar de haber cumplido los diecinueve años, no se atrevía a decir «¡bu!» a un ganso en presencia de su mamma. Mientras se servía el queso, Elinor Leyton se levantó de su silla con un gesto impaciente.

—¡Salgamos de esta atmósfera, Margaret! —dijo en voz baja—. ¡Realmente, no puedo soportarlo por más tiempo!

Las dos damas dejaron la mesa y salieron más allá de la terraza, hasta donde había colocadas varias sillas de hierro pintado y mesas en el malecón para el acomodo de los viandantes, que podían querer descansar un rato y saciar su sed con limonade o cerveza rubia.

—¡Me pregunto quién es esa muchacha! —recalcó la señora Pullen tan pronto como estuvieron fuera de alcance de los oídos de los demás—. No sé si me gusta o no, ¡pero hay algo que parece bastante distinguido en ella!

—¿Eso piensa? —dijo la señorita Leyton—. ¡Yo creo que solo se distingue por comer como un cormorán! ¡Nunca vi a nadie en sociedad engullendo su comida de manera semejante! ¡Me puso positivamente enferma!

—¿Tan malo fue? —replicó la más callada señora Pullen, con indiferencia. Sus ojos fueron atraídos justo entonces por el cochecito de su bebé y se levantó para ir a su encuentro.

—¿Cómo está, niñera? —preguntó tan ansiosamente como si no se hubiese separado de la niña una hora antes—. ¿Ha estado despierta todo el tiempo?

—Sí, señora, ¡y mirando alrededor de ella como si le fuera en ello la vida! ¡Pero ahora parece inclinada a dormir! ¡Pensé que ya era hora de llevarla dentro!

—¡Oh! ¡No! ¡No en una tarde tan templada y encantadora! Si se queda dormida al aire libre, no le hará ningún daño. ¡Déjela conmigo! Quiero que vaya dentro y averigüe el nombre de la joven dama que se sentó frente a mí en la cena hoy, Philippe entiende inglés. ¡Él se lo dirá!

—¿Por qué diantres quiere saberlo? —preguntó la señorita Leyton al desaparecer la sirvienta.

—¡Oh! ¡No lo sé! ¡Siento un poco de curiosidad, eso es todo! ¡Parece tan joven para estar sola!

Elinor Leyton no respondió nada, pero cruzó el malecón y permaneció de pie, mirando hacia el mar. Anticipaba la llegada de su fiancé7, el capitán Ralph Pullen de los Exploradores de Limerick, pero este había retrasado su llegada para unirse a ellos y ella comenzaba a encontrar Heyst bastante aburrido.

Los huéspedes del Lion d'Or habían terminado su comida para entonces y empezaban a reunirse en el malecón, preparándose para dar un paseo antes de dirigirse hacia uno de los muchos cafés-chantants8, que estaban situados a intervalos fijos frente al mar. Entre ellos venía la baronesa Gobelli, apoyándose pesadamente en un bastón con una mano y en el hombro de su esposo con la otra. La pareja presentaba un aspecto extraordinario mientras deambulaba lentamente arriba y abajo por el malecón.

Ella, con su gran altura y volumen, sacándole una cabeza a su acompañante; mientras él, con un torso normal y paticorto, un gran sombrero encasquetado hasta la frente y sin cuello del que hablar, de forma que el ala parecía descansar en sus hombros, componía una figura ridícula al andar al lado de su esposa, inclinándose bajo el peso de su apoyo. Aún así, ella estaba realmente orgullosa de él. A pesar de su figura mal formada, el barón poseía una de esas caras alemanas suaves, con pálidos ojos azul acuosos, una larga nariz y pelo y barba de un color dorado rojizo, que le daban derecho, a juicio de algunas personas, a ser llamado un hombre guapo, y la baronesa no se cansaba nunca de informar al público de que su cabeza y cara habían servido de modelo para dibujar la de algún santo célebre.

Su propia apariencia era realmente cómica, pues, a pesar de tener medios suficientes, su falta de gusto, o indiferencia al vestir, hacían que todo el mundo la mirase cuando pasaba. En la presente ocasión, llevaba un vestido de seda que había costado diecisiete chelines la yarda, con un caro manto de terciopelo, un gorrito que podría haber sido rescatado de la basura y guantes de algodón con todos los dedos fuera. Sacudió su grueso bastón en la cara de la señorita Leyton al pasar a su lado y preguntó lo suficientemente alto para que todo el mundo la oyese:

—¿Y cuándo llega tu apuesto capitán para reunirse contigo, señorita Leyton? ¡Cuida que no esté corriendo detrás de otra chica! «Cuando estoy pensativa, pienso en mi A.M.O.R.» ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Elinor se sonrojó con un delicado rosa, pero no volvió la cara ni hizo caso a su atormentadora. Detestaba a la baronesa con un odio perfectamente amargo, y su fría naturaleza orgullosa se revolvía con su rudeza y familiaridad.

—¡Atada a tu mocosa de nuevo! —gritó la baronesa al pasar junto a Margaret Pullen, que movía el cochecito suavemente adelante y atrás por el manillar para que su niña siguiese dormida—. ¿Por que no la metiste en la bañera tan pronto como nació? ¡Te hubieses ahorrado un montón de problemas! ¡A menudo deseo haber hecho lo mismo con el demonio de Bobby! Vamos, ¿dónde estás, Bobby?

—¡Justo detrás suyo, mamá! —respondió el joven de aspecto simplón.

—¡Bien! ¡No te alejes corriendo de tu padre y de mí, guiñando a los ojos a las chicas! Hay tiempo suficiente para eso, ¿no es cierto, Gustave? —concluyó, dirigiéndose al barón.

—¡Vamos, Robert, y cuidado con lo que tu madre te dice! —dijo Herr barón con su gutural acento alemán mientras el extraordinario trío seguía su camino malecón abajo, la baronesa haciendo observaciones audibles sobre todo el mundo que encontraban a medida que avanzaban.

Margaret Pullen se sentó donde la habían dejado, moviendo el cochecito, mientras sus ojos, como los de Elinor, quedaban fijos en el agua tranquila. El sol de agosto ya había casi desaparecido y el tenue y desagradable olor, que se asocia a las dunas de Heyst, había empezado a hacerse notar. Una languidez calma había infiltrado todo y había indicios en el aire de tormenta. Pensaba en su marido, el coronel Arthur Pullen, el hermano mayor del fiancé de la señorita Leyton, que trabajaba en la India para el bebé y ella. Había sido un golpe tremendo para Margaret, dejarle ir solo tras únicamente un año de feliz vida de casados, pero la esperada llegada de su pequeña hija había desaconsejado en ese momento que acometiese un viaje tan largo y se había visto compelida a quedar atrás. Y ahora el bebé tenía seis meses y el coronel Pullen esperaba estar en casa para Navidad, así que le habían aconsejado esperar a su vuelta. Pero sus pensamientos eran tristes a veces, a pesar de ello.

A veces pasan cosas tan inesperadamente en este mundo: ¿quién podía decir con certeza que ella y su marido se volverían a encontrar de nuevo, que Arthur vería a su hijita o que esta viviría para dejarla en los brazos de su padre? Pero tal estado de sentimientos era mórbido, lo sabía, y generalmente hacía un esfuerzo por sacurdírselo de encima. La niñera, volviendo con la información que le había enviado a averiguar, la sacó de su ensimismamiento.

—Si gusta, señora, el nombre de la joven es Brandt, ¡y Philippe dice que viene de Londres!  

—¡Inglesa! ¡Nunca lo hubiese adivinado! —observó la señora Pullen—. Habla francés tan bien.

—¿Debo llevarme a la niña ahora, señora?

—¡Sí! Paséala a lo largo del malecón. ¡Iré a buscaros dentro de un rato!

Cuando la sirvienta obedeció sus órdenes, llamó a la señorita Leyton.

—¡Elinor! ¡Venga aquí!

—¿Qué pasa? —preguntó la señorita Leyton, sentándose a su lado.

—¡La chica nueva se llama Brandt y viene de Inglaterra! ¿Lo hubiese creído?

—No le presté suficiente atención para especular sobre el tema. Solo observé que tenía una boca de oreja a oreja, ¡y que comía como un cerdo! ¿Qué nos importa de dónde venga?

En ese momento, la señora Montague, que, con su esposo, estaba llevando a una familia de nueve niños a Bruselas, bajo la equivocada impresión de que serían capaces de vivir más barato allí que en Inglaterra, bajaba las escaleras del hotel con media docena de ellos agarrados a sus faldas y fue directa hacia Margaret Pullen.

—¡Oh!, ¡señora Pullen! ¿Cómo se llama la joven que se sentó frente a usted en la cena? ¡Todo el mundo pregunta! Oigo que es enormemente rica y que viaja sola. ¿Vio el encaje de su vestido? Valenciennes auténtico, ¡y qué diamantes llevaba! Frederick dice que deben costar un montón de dinero. ¡Imagino que debe ser alguien de importancia!

—Al contrario, mi niñera me dice que es inglesa y que se llama Brandt. ¿No tiene amigos aquí?

—Madama Lamont dice que llegó en compañía de otra joven, pero que se alojan en distintas partes del hotel. Parece muy raro, ¿no?

—¡Y suena muy impropio! —interpuso Elinor Leyton—. ¡Diría que cuanto menos tengamos que decir, mejor! ¡Nunca se sabe qué conocidos puede hacer uno en un sitio como este! ¡Cuando miro a veces arriba y abajo del bestiario de la table d'hôte, me pongo enferma!

—¿De veras? —respondió la señora Montague—. ¡Yo creo que es muy divertido! Esa baronesa Gobelli, por ejemplo...

—¡No la mencione ante mí! —gritó la señorita Leyton con tono disgustado—. ¡Esa mujer no está hecha para la sociedad civilizada!

—Es muy vulgar, ciertamente, y con un comportamiento excéntrico —dijo la señora Montague—, pero tiene muy buen corazón. Dio a mi pequeño Edward un luis ayer. ¡Me sentí muy avergonzada de dejarle tomarlo!

—Eso solo prueba su vulgaridad —exclamó Elinor Leyton, que no tenía ni seis peniques que dar—. ¡Demuestra que piensa que su dinero compensará todos sus otros defectos! Dio a esa señorita Taylor que se marchó la semana pasada un valioso broche que se quitó de la garganta. Y pobre pago también, por todas las cosas mezquinas que le hizo hacer y el ridículo que vertió sobre ella. Me atrevería a decir que esa nouveau riche9 intentará congraciarse con nosotras de la misma forma.

En ese momento, la muchacha en discusión, la señorita Brandt, apareció en la terraza, que estaba elevada solo unos pocos pies por encima de donde se sentaban. Llevaba el mismo vestido que en la cena, con la adición de un pequeño chal de flores sobre sus hombros. Permaneció de pie sonriendo y mirando a las damas (que habían, naturalmente, abandonado toda discusión sobre ella) por unos momentos, y luego se aventuró a descender los escalones entre los dorados leones rampantes y, casi tímidamente, o eso pareció, tomó posición cerca de ellas. La señora Pullen sintió que no podía ser tan descortés como para no hacer caso en absoluto a la recién llegada y así, para gran disgusto de la señorita Leyton, pronunció en voz baja: «¡Buenos días!»

Fue suficiente para la señorita Brandt. Se acercó más, desplegando una sonrisa en su cara.

—¡Buenos días! ¿No es adorable esto? Tan suave y templado, parecido a la isla, ¡pero tanto más fresco!

Miró arriba y abajo del malecón, ahora abarrotado con una multitud de turistas, e inhaló con un largo suspiro de satisfacción.

—¡Qué alegres y felices parecen todos, y que feliz soy yo también! ¿Saben, si estuviese en mi poder, qué me gustaría hacer? —dijo dirigiéndose a la señora Pullen.

—¡No! ¡Ciertamente!

—¡Me gustaría lanzarme arriba y abajo de ese camino tan rápido como pueda, alzando los brazos por encima de la cabeza y gritando a todo volumen!

Las damas intercambiaron miradas atónitas, pero Margaret Pullen no pudo evitar sonreír al preguntar a su nueva conocida el motivo.

—¡Oh! ¡Porque soy libre, por fin libre, después de diez largos años de prisión! Les digo la verdad, ciertamente, ¡y se sentirían igual si hubiesen estado encerradas en un horrible convento desde que tuvieron quince años!

Ante la palabra «convento», el horror protestante nacional se extendió por las caras de las otras tres damas; la señora Montague reunió a su tribu a su alrededor y se los llevó fuera del alcance de la posible contaminación, a pesar de que hubiese preferido con mucho oír el resto de la historia de la señorita Brandt, y Elinor Leyton movió su silla más lejos. Pero Margaret Pullen estaba interesada y animó a la muchacha a proseguir.

—¡En un convento! ¡Supongo que es católica apostólica!

Harriet Brandt abrió repentinamente sus ojos soñolientos.

—¡No creo! ¡No estoy muy segura de lo que soy! Por supuesto, tuve que tragarme mi ración de religión en el convento y tuve que seguir sus oraciones mientras estuve allí, ¡aunque no creo que mis padres fuesen católicos! Pero eso no significa nada, soy mi propia dueña ahora. ¡Puedo ser lo que quiera!

—¡Ha tenido el infortunio, entonces, de perder a sus padres!

—¡Oh! ¡Sí! Años atrás; por eso mi tutor, el señor Trawler, me internó en el convento para mi educación. ¡Y allí estuve diez años! ¿No es una vergüenza? ¡Ahora tengo veintiuno! ¡Por eso soy libre! Ya ve —siguió la muchacha confidencialmente—, mis padres me lo dejaron todo y, tan pronto alcancé la mayoría de edad, entré en posesión de ello. Mi tutor, el señor Trawler, que vive en Jamaica, ¿les dije que vengo de Jamaica?, pensó que debía vivir con él y con su mujer al dejar el convento y pagarles por mi estancia, pero rehusé. ¡Me constreñían demasiado! Quería ver el mundo y la vida, era lo que estaba deseando, así que tan pronto como mis asuntos se solucionaron, ¡dejé las Indias Occidentales y vine aquí!

—¡En el hotel dijeron que venía de Inglaterra!  

—¡De ahí vine! ¡El vapor llegó a Londres y estuve allí una semana antes de venir aquí!

—¡Pero es demasiado joven para viajar sola, señorita Brandt! ¡Las jóvenes damas inglesas nunca lo hacen! —dijo la señora Pullen.

—¡No estoy sola, exactamente! Olga Brimont, que estaba en el convento conmigo, vino también. Pero está enferma, así que se quedó arriba. Viene a quedarse con su hermano, que está en Bruselas, y viajamos juntas. Compartimos camarote a bordo del vapor y Olga se puso muy enferma. ¡El doctor pensó una noche que iba a morir! Estuve con ella todo el tiempo. Acostumbraba a sentarme con ella por la noche, pero no le hacía ningún bien. Paramos en Londres porque queríamos comprar algunos vestidos y cosas, pero no fue capaz de salir y tuve que salir sola. Su hermano está fuera de Bruselas ahora, así que le escribió para que se quedase en Heyst hasta que pudiese venir a buscarla, y como yo no tenía ningún sitio en particular al que ir, ¡vine con ella! ¡Y ya está mejor! ¡Ha estado durmiendo profundamente toda la tarde!

—¿Y qué hará cuando su amiga le deje?

—¡Oh! ¡No lo sé! Viajar por ahí, ¡supongo! ¡Puedo ir adonde quiera que me plazca!

—¿No va a dar un paseo esta noche? —preguntó Elinor Leyton en voz baja a su amiga, buscando poner fin a la conversación.

—¡Ciertamente! ¡Le dije a la niñera que me reuniría con ella y el bebé en un rato!

—¿Debo traer su sombrero, entonces? —preguntó la señorita Leyton según se levantaba para ir a sus apartamentos.

—¡Sí! Si no es molestia, querida, por favor, ¡y mi capa de terciopelo, en caso de que refresque!

—¡Iré a por la mía también! —exclamó la señorita Brandt, saltando con celeridad—. Puedo ir con ustedes, ¿verdad? ¡Únicamente le diré a Olga que voy a salir y estaré abajo de nuevo en cinco minutos! —Y, sin esperar respuesta, se marchó.

—¡Mira lo que ha conseguido! —observó Elinor en tono disgustado.

—¡Bueno! No es culpa mía —respondió Margaret—, y, después de todo, ¿qué significa? Es solo un pequeño acto de cortesía con una muchacha desprotegida. ¡No me disgusta, Elinor! Es muy familiar y comunicativa, ¡pero imagine lo que debe ser encontrarse dueña de una misma y con dinero a tu disposición, después de diez años de reclusión entre las cuatro paredes de un convento! Es suficiente para conquistar a cualquier muchacha. ¡Creo que sería muy grosero rechazar ser amistosa con ella!

—¡Bueno! ¡Espero que resulte bien! Pero debe recordar cómo nos previno Ralph contra trabar amistad en un hotel extranjero.

—¡Pero no estoy a las órdenes de Ralph, aunque usted pueda estarlo, y no debo preocuparme por seguir enteramente el consejo de un caballero tan clasista y fastidioso como él! Mi Arthur nunca encontrará un defecto en mí, estoy segura, por ser amable con una joven soltera.

—De todas formas, Margaret, déjeme rogarle no discutir mis asuntos privados con esta nueva protégée10 suya. ¡No quiero ver sus ojos saltones como platos con la noticia de mi compromiso con su cuñado!

—¡Ciertamente no lo haré, ya que lo pide! Pero difícilmente esperará guardar el secreto cuando llegué Ralph, ¿no?

—¿Por qué no? ¿Por qué necesita nadie saber nada más aparte de que es el hermano de su marido?

—Sospecho que saben bastante más ahora —dijo Margaret riendo—. La noticia de que es la honorable Elinor Leyton y que su padre es el barón Walthamstowe se supo en todo Heyst el segundo día que estuvimos aquí. Y no dudo de que fue seguida por la interesante información de que está comprometida en matrimonio con el capitán Pullen. No puede mantener las lenguas de los sirvientes quietas, ¡ya sabe!

—¡Supongo que no! —respondió Elinor con una moue11 de desprecio—. Sin embargo, no sabrán más de mí o de Ralph. No somos 'Arry y 'Arriet para sentarnos en el malecón con los brazos rodeando la cintura del otro.

—Sin embargo, hay señales y síntomas —dijo Margaret riendo.

—¡No habrá ninguno con nosotros! —respondió la señorita Leyton, indignada, mientras Harriet Brandt, con un sombrero de encaje negro puesto, adornado con rosas amarillas y con una pequeña pañoleta anudada descuidadamente sobre su pecho, corría ligeramente escaleras abajo para unirse a ellas.

 

1 Mesas de huéspedes.

2 Comedor.

3 Potaje con picatostes.

4 Entrantes.

5 Filete de ternera con champiñones.

6 ¡No hay más, señora!

7 Prometido.

8 Cafés musicales.

9 Nueva rica.

10 Protegida.

11 Mueca.

— Capítulo II

 

Para entonces el malecón estaba abarrotado. Todo Heyst había aparecido para disfrutar del aire del atardecer y participar de la diversión del lugar. Una banda tocaba en la orquesta móvil, que era remolcada por tres burritos famélicos, día tras día, de un extremo al otro del malecón. Esa noche era el turno de estar en la mitad, donde una gran multitud de gente estaba sentada en sillas pintadas de verde que se alquilaban por diez céntimos cada una, mientras los niños bailaban o corrían alocadamente alrededor de su base. Todo el mundo había cambiado su atuendo playero por conjuntos más elegantes —hasta los niños estaban vestidos con levita y sombreros de gala— y la escena al completo era alegre y festiva. Harriet Brandt corría de un lado al otro del malecón, como si fuese también una niña. Todo lo que veía parecía asombrarla y deleitarla. En un momento dado, miraba hacia el agua calma y plácida y, el siguiente, exclamaba sobre los restos de residuos con forma de cestas bordadas o conchas pintadas exhibidas en los escaparates de las tiendas, que situadas lado a lado de las casas privadas y los hoteles, formaban una larga línea en el frente del agua.

Siguió declarando que quería comprar esto o aquello y lamentando no haber traído más dinero con ella.

—Tendrá oportunidades de sobra para elegir y comprar lo que desee mañana —dijo la señora Pullen—, y podrá juzgar mejor cómo son. Parecen mejores bajo el gas que a la luz del día, ¡os lo aseguro, señorita Brandt!

—¡Oh!, pero son adorables, ¡deliciosas! —respondió la muchacha entusiasmada—. ¡No he visto antes nada tan bonito! ¡Mire esa muñequita en traje de baño, con su gorra en una mano y su esponja en la otra! ¡Es encantadora, única! Tout ce qu’il y a de plus beau!12

Hablaba francés perfectamente y, cuando hablaba inglés, era con un ligero acento extranjero que realzaba su encanto. Hizo que la señora Pullen observase:

—¡Está más acostumbrada a hablar francés que inglés, señorita Brandt!

—¡Sí! Siempre hablábamos francés en el convento, y es de uso general en la isla. Pero creí, deseé, ¡hablar inglés como una inglesa! Soy inglesa, ¡ya sabe!

—¿Lo es? ¡No estaba muy segura! ¡Brandt suena bastante alemán!

—¡No! ¡Mi padre era inglés, se llamaba Henry Brandt, y mi madre era una señorita Carey, hija de uno de los justicias de Barbados!

—¡Oh! ¡Ciertamente! —respondió la señora Pullen. No sabía qué más decir. ¡El asunto no le interesaba! En ese momento se encontraron con la niñera y el cochecito, y naturalmente se detuvo a hablar a su bebé.

La visión de la infante pareció volver loca a la señorita Brandt.

—¡Oh! ¿Es esa su bebé, señora Pullen, es realmente su bebé? —exclamó excitadamente—. ¡Oh! ¡Qué preciosa! ¡La dulce querida angelita! ¡Amo los bebitos blancos! Los adoro. Son tan dulces y frescos y limpios, tan diferentes de los negritos, ¡que huelen tan horriblemente que no los puedes tocar! Nunca vimos un bebé en el convento, ¡y tan pocos niños ingleses viven para crecer en Jamaica! ¡Oh! ¡Déjeme cogerla! ¡Déjeme llevarla! ¡Debo hacerlo!

Estaba a punto de tomar al bebé en sus brazos, cuando la madre se interpuso.

—No, señorita Brandt, por favor, ¡no esta noche! Está medio despierta y ha llegado a esa edad en que le asustan los extraños. En otro momento, quizás, cuando se haya acostumbrado a usted, ¡pero no ahora!

—¡Pero seré muy cuidadosa de ella, preciosa cariñito! —insistió la joven—. La acunaré tan tiernamente, que se dormirá de nuevo en mis brazos. ¡Ven! ¡Amorcito mío, ven! —continuó diciéndole al bebé, que hizo pucheros y pareció como si fuese a llorar.

—¡Déjela en paz! —exclamó Elinor Leyton con voz cortante—.  ¿No oye lo que dice la señora Pullen? ¡Que no la toque!

Habló tan agriamente, que la gentil Margaret Pullen se sintió agraviada por el aspecto pesaroso que cruzó la cara de Harriet Brandt al oírlo.

—¡Oh! Lo siento, no quería... —balbuceó mirando de reojo a Margaret.

—Por supuesto que no quería nada que no fuese amable —dijo la señora Pullen—; la señorita Leyton entiende eso perfectamente, y, cuando la bebé se acostumbre a usted, me atrevo a decir que estará muy agradecida por sus atenciones. Pero esta noche está adormecida y cansada, y, quizá, un poco enfadada. Llévela a casa, niñera —continuó—, ¡y métala en la cama! ¡Buenas noches, cariño mío! —Y el cochecito las sobrepasó y desapareció.

Un extraño silencio se estableció entre las tres mujeres tras este pequeño incidente. Elinor Leyton anduvo un poco separada de sus compañeras, como si quisiera evitar toda controversia adicional, mientras Margaret Pullen buscaba alguna forma de reparar la rudeza de su amiga con la joven extranjera. En ese momento llegaron a uno de los cafés chantants adosados a los hoteles de la costa, y que estaba brillantemente iluminado. Había un gran toldo extendido fuera para proteger algunas docenas de sillas y mesas, la mayoría de las cuales ya estaban ocupadas. Las ventanas del salón del hotel habían sido abiertas de par en par para dar cabida a algunos cantantes y músicos, que avanzaban por turnos y permanecían en el umbral para entretener a la audiencia. Según se aproximaban a la escena, un tenor en traje de noche cantaba una canción de amor, mientras los músicos acompañaban su voz desde el salón y los ocupantes de las sillas escuchaban embelesados.

—¡Qué encantador! ¡Qué delicioso! —gritó Harriet Brandt según alcanzaban el lugar—. ¡Nunca vi nada semejante en la isla!

—¡Parece no haber visto nunca nada! —remarcó la señorita Leyton, con desdén. La señorita Brandt miró disculpándose a la señora Pullen.

—¿Cómo podía ver nada, estando en el convento? —dijo—. Sé que hay sitios de diversión en la isla, pero nunca se me permitió ir a ninguno. ¡Y en Londres no había nadie con quien ir! Desearía tanto ir allí. —Señalando el café. —¿Vendrían conmigo, ambas? ¡Y yo pagaré por todo! ¡Como saben, tengo dinero en abundancia!

—No hay que pagar nada, querida mía, a menos que pida un refresco —fue la respuesta de Margaret—. Sí, ciertamente iré con usted, ¡si tanto lo desea! Elinor, no le importa, ¿verdad?

Pero la señorita Leyton estaba ocupada hablando con el señor y la señorita Vieuxtemps, unos ancianos hermanos alojados en el Lion d'Or, ¡que se habían detenido para desearle buenas noches! Eran unos ancianos cariñosos y buenos, pero bastante monótonos y sosos, y Elinor había ridiculizado más de una vez su manera de hablar y les había designado como los más terriblemente aburridos; la señora Pullen concluyó, pues, que se desharía de ellos tan pronto como lo permitiese la cortesía y las seguiría. Con una sonrisa y una inclinación, por tanto, a los Vieuxtemps, se abrió paso a través de la multitud con Harriet Brandt, hasta que descubrió tres sitios vacantes y tomó posesión de ellos. No eran buenos sitios para oír o ver, estando en un lateral del salón y bastante en la sombra, pero el lugar estaba tan lleno que no vio oportunidad de conseguir ningún otro. Tan pronto se sentaron, el camarero vino a por el pedido, y la señora Pullen evitó con dificultad que su compañera comprase licores y pasteles suficientes para servir al doble de personas de la compañía.

—Debe permitirme pagar mi parte, señorita Brandt —dijo gravemente—, ¡o nunca la acompañaré a ningún sitio de nuevo!

—Pero tengo montones de dinero —rogó la joven—, mucho más del que sé qué hacer con él. Será un placer para mí, ¡seguro!

Pero la señora Pullen estaba resuelta y solo sirvieron tres limonades en su mesa. Elinor Leyton todavía no había hecho su aparición y la señora Pullen seguía estirando el cuello por encima de otros asientos para ver dónde podría estar, pero sin éxito.

—¡No puede habernos perdido! —observó—. ¡Me pregunto si habrá seguido su paseo con los Vieuxtemps!

—¡Oh! ¿Qué quiere decir? —dijo Harriet, acercando su silla a la de la señora Pullen—. Podemos pasarlo muy bien sin ella. No creo que sea muy agradable, ¿no cree?

—No debe hablarme de la señorita Leyton de esa forma, señorita Brandt —protestó Margaret gentilmente—, porque... es una gran amiga de nuestra familia.

Iba a haber dicho «Porque será mi cuñada dentro de poco», pero recordó la petición de Elinor a tiempo y la sustituyó por la otra frase.

—A pesar de eso. No creo que sea muy amable —insistió la otra.

—¡Son solo sus formas, señorita Brandt! ¡Eso no quiere decir nada!

—Pero usted es muy diferente —dijo la joven mientras se acercaba aún más—, lo pude ver cuando me sonrió en la cena. Supe que me gustaría de inmediato. Y querría gustarla yo también... ¡tanto! Tener algunos amigos ha sido el sueño de mi vida. Por eso es por lo que no permanecí en Jamaica. ¡No me gusta la gente de allí! ¡Quiero amigos…!, ¡amigos de verdad!

—Pero ha debido tener amigas de su edad de sobra en el convento.

—¡Eso demuestra que no sabe nada sobre conventos! Es el último lugar en que dejarían que hicieses amigas... ¡Tienen miedo, no sea que nos contemos unas a otras demasiado! El convento en el que estaba era de las ursulinas, y hasta las monjas estaban obligadas a andar de tres en tres, juntas, nunca dos, no sea que fuesen a tener secretos entre ellas. En cuanto a nosotras, las chicas, nunca nos dejaban solas ni un solo minuto. Siempre había una hermana con nosotras, incluso de noche, paseando arriba y abajo entre las hileras de camas, pretendiendo leer sus oraciones, pero con sus ojos puestos en nosotras todo el tiempo y sus oídos abiertos para captar lo que dijésemos. Supongo que tenían miedo de que hablásemos de amantes. Creo que las chicas hablan sobre ellos cuando pueden, más en los conventos que en otros sitios, a pesar de que nunca han tenido uno. Sería terrible ser como las pobres monjas y no tener nunca un amante hasta el final de los días de uno, ¿verdad?

—¡Entonces no se imagina siendo monja, señorita Brandt!

—Yo... ¡Oh! ¡No, querida! Antes prefiero estar muerta, ¡veinte veces más! Pero no les gustó que me marchase para nada. ¡Intentaron tanto persuadirme para que me quedara con ellas para siempre! Una de ellas, la hermana Feodore, me dijo que nunca debería hablar siquiera con un caballero si podía evitarlo, que todos eran malvados y nada de lo que dijesen era verdad, y que si confiaba en ellos, solo se reirían de mí después por mi dolor. Pero no lo creo, ¿y usted?

 —¡Por supuesto que no! —replicó Margaret cálidamente—. La hermana que le dijo eso no sabía nada de hombres. Mi querido esposo es más parecido a un ángel que a un hombre, y hay muchos como él. ¡No debe creer esas tonterías, señorita Brandt! ¡Estoy segura de que nunca oyó a sus padres decir una estupidez como esa!

—¡Oh! ¡Mi padre y mi madre! ¡No recuerdo haberles oído decir nunca nada! —respondió la señorita Brandt. Se había deslizado más y más cerca de la señora Pullen mientras hablaba, y ahora rodeaba su cintura con su brazo y reposaba su cabeza en su hombro. No era una posición que gustase a Margaret, o una que hubiese esperado de una mujer conocida desde hacía tan poco tiempo, pero no deseaba parecer desagradable diciéndole a la señorita Brandt que se apartase un poco más. Era evidente que la pobre muchacha no estaba acostumbrada a las maneras y formas de la sociedad; parecía, igualmente, muy falta de amigos y dependiente... Así que Margaret dejó a un lado sus solecismos y dejó que su cabeza reposase donde la había dejado, resolviendo interiormente, mientras tanto, que no se expondría a ser tratada de nuevo de una forma tan familiar.

—¿Entonces no recuerda a sus padres? —le preguntó en ese momento.

—¡Apenas! Les veía tan poco —dijo la señorita Brandt—, mi padre era un gran doctor y científico, creo, ¡y no estoy muy segura de que supiese que tenía una hija!

—¡Oh, querida! ¡Qué tontería!

—¡Pero es verdad, señora Pullen! Estaba siempre encerrado en su laboratorio, y no se me permitía ir cerca de esa parte de la casa. Supongo que era muy inteligente y todo eso…, pero estaba demasiado dedicado a hacer experimentos para prestarme atención, ¡y estoy segura de que nunca quise verle!

—¡Qué triste! ¿Pero tenía a su madre para consolarle y acompañarle, mientras vivió, seguramente?

—¡Oh! ¡Mi madre! —repitió descuidadamente Harriet—. ¡Sí! ¡Mi madre! ¡Bueno! Creo que tampoco sé mucho de ella. Las damas se vuelven muy perezosas en Jamaica, ¿sabe usted?, y permanecen buena parte del tiempo en sus propias habitaciones. ¡La persona a la que más quería de todos era el viejo Pete, el capataz!

—¡El capataz!

—¡De la finca y los negros, ya sabe! Teníamos muchos negros en la plantación de café, tipos africanos normales, con cabezas lanudas y labios hinchados, y blanco del ojo amarillento. Cuando era una cosita de cuatro años, Pete solía dejarme dar latigazos a los negritos como regalo, cuando habían hecho algo mal. ¡Solía hacerme reír verles retorcer las piernas bajo el látigo y gritar!

—¡Oh! ¡No, señorita Brandt! —exclamó Margaret Pullen con voz dolorida.

—Es verdad, pero se lo merecían, ¿sabe usted?, los pequeños desgraciados, ¡siempre robando, mintiendo o algo! Vi morir a una mujer a latigazos porque no quería trabajar. No pensamos nada de ese tipo de cosas allí. Así... no puede extrañararse de que me alegrara de salir de la isla. Pero quería al viejo Pete, y si hubiese estado vivo cuando partí, le hubiese traído a Inglaterra conmigo. Solía llevarme millas a través de la jungla sobre su espalda, saliendo en las frescas mañanas y el relente vespertino. Tenía un poni para cabalgar, pero nunca fui a ningún lugar sin su mano en la brida. Tenía siempre tanto miedo a que pudiese pasarme algo. No creo que nadie más se preocupase. Pete fue la única criatura que alguna vez me amó y, cuando pienso en Jamaica, ¡recuerdo a mi viejo sirviente negro como el único amigo que tuve allí!

—¡Es muy, muy triste! —fue todo lo que la señora Pullen pudo decir.

Se había ido debilitando más y más según la muchacha se apoyaba sobre ella con la cabeza en su pecho. Una sensación que no podía definir, ni explicar —un sentimiento que nunca antes había experimentado— se había apoderado de ella y daba vueltas a su cabeza. Se sentía como si algo o alguien estuviera sustrayendo toda su vida. Intentó liberarse del agarre de la muchacha, pero Harriet Brandt parecía perseguirla, como una serpiente enroscada, hasta que no pudo soportarlo más y exclamó débilmente:  

—¡Señorita Brandt! ¡Déjeme ir, por favor! ¡Me siento enferma! —Se levantó e intentó pasar entre las mesas atestadas, hacia el aire libre. Mientras se tropezaba, llegó (para su gran alivio) ante su amiga Elinor Leyton.

—¡Oh! ¡Elinor! —jadeó—, ¡no sé qué es lo que me pasa! ¡Me siento tan rara, tan mareada! ¡Lléveme a casa!

La señorita Leyton la arrastró a través de la audiencia y la hizo sentar en un banco, mirando al mar.

—¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Harriet Brandt, que se había abierto camino detrás de ellas—. ¿Está enferma la señora Pullen?

—Eso parece —respondió la señorita Leyton con frialdad—, pero cómo sucedió, ¡debería saberlo mejor que yo! ¡Supongo que hace mucho calor ahí dentro!

—¡No! ¡No! No lo creo —dijo Margaret, con aire desconcertado—, teníamos sillas cerca del lateral. Y la señorita Brandt me hablaba de su vida en Jamaica, ¡cuando tal sensación extraordinaria se apoderó de mí! ¡No puedo describirla! ¡Fue justo como si me hubieran vaciado!

Ante esta descripción, Harriet Brandt estalló en una risa sonora, pero Elinor la detuvo con un gesto.

—Puede parecerle un asunto de risa, señorita Brandt —dijo en el mismo tono frío—, pero no lo es para mí. La señora Pullen está lejos de ser fuerte y su salud no es algo con lo que jugar. Ahora bien, no debo perderla de vista de nuevo.

—No arme un escándalo de ello, Elinor —rogó su amiga—, en todo caso, fue mi propia falta. Creo que debe estar preparándose una tormenta, me he sentido tan oprimida toda la noche. ¿O es el olor de las dunas peor que de costumbre? ¡Quizás comí algo en la cena que me ha sentado mal!

—No puedo entenderlo en absoluto —respondió la señorita Leyton—, usted no suele desmayarse o tener ataques de ningún tipo. No obstante, si se siente capaz de hablar, vayamos de vuelta al hotel. ¡La señorita Brandt encontrará, sin duda, alguien con quien terminar la noche!

Harriet estaba a punto de responder que no conocía a nadie aparte de ellas y de ofrecerse a tomar el brazo de la señora Pullen por el otro lado, cuando Elinor Leyton la cortó en seco.

—¡No! ¡Gracias, señorita Brandt! ¡La señora Pullen preferirá, estoy segura, volver al hotel sola conmigo! Puede fácilmente unirse a los Vieuxtemps o a cualquier otro de los huéspedes del Lion d'Or. No se observa mucha ceremonia entre los ingleses en estos sitios extranjeros. ¡Quizá sería mejor si hubiese un poquito más! ¡Venga, Margaret, tome mi brazo, y caminaremos tan despacio como quiera! ¡Pero no estaré a gusto hasta verla a salvo en su propia habitación!

Así que las dos damas se alejaron juntas, dejando a Harriet Brandt plantada desconsoladamente en el malecón, viéndolas marchar. La señora Pullen había proferido un débil «buenas noches», pero no había sugerido que debiese volver con ellas, y le pareció a la joven como si ambas, de alguna manera, la culpasen por su enfermedad y su compañía. ¿Qué había hecho, se preguntaba, al revisar lo que había sucedido entre ellas, que pudiese de alguna manera dar cuenta de la enfermedad de la señora Pullen? Le gustaba tanto, tanto, había esperado tanto que llegara a ser su amiga... Hubiese hecho cualquier cosa y dado lo que fuese antes que ponerla en una situación incómoda. Mientras las dos damas se perdían lentamente fuera de vista, Harriet se volvió tristemente y caminó en dirección contraria. Se sentía sola y decepcionada. No conocía a nadie con quien hablar y había un sentimiento de frío vacío en su pecho, como si, al perder su poder sobre Margaret Pullen, hubiese perdido algo de lo que hubiese dependido. Algo de ese sentimiento debía haberse comunicado a Margaret Pullen, ya que un minuto después o dos paró y dijo.

—¡No me gusta ni un poquito dejar sola a la señorita Brandt, Elinor! ¡Es muy joven para vagabundear por la ciudad de noche y sola!

—¡Tonterías! —respondió la señorita Leyton brevemente—. Una joven dama que puede hacer el viaje de Jamaica a Heyst sola, deteniéndose una semana en Londres de camino, de seguro que es capaz de regresar al hotel sin su ayuda. ¡Debo decir que la señorita Brandt es una joven muy independiente!

—Quizás, por naturaleza, pero ha estado encerrada en un convento la mayor parte de su vida, ¡y eso no se considera una buena preparación para abrirse camino en el mundo!

—Será capaz de disputar sus propias batallas, ¡no tema! —fue la respuesta de Elinor.

Justo entonces encontraron a Bobby Bates, que levantó su gorra según pasaba apresuradamente de largo.

—¿A dónde va tan deprisa, señor Bates? —dijo Elinor Leyton.

—¡Vuelvo al hotel a buscar la boa de piel de mamá! —respondió.

Índice de contenido

Portada

— Capítulo I

— Capítulo II

— Capítulo III

— Capítulo IV

— Capítulo V

— Capítulo VI

— Capítulo VII

— Capítulo VIII

— Capítulo IX

— Capítulo X

— Capítulo XI

— Capítulo XII

— Capítulo XIII

— Capítulo XIV

— Capítulo XV

— Capítulo XVI

— Capítulo XVII

— Capítulo XVIII

Hitos

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