La seducción del duque - Michelle Celmer - E-Book

La seducción del duque E-Book

Michelle Celmer

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Beschreibung

Deseo 1664 ¿Cómo iba a trabajar Victoria Houghton para el duque Charles Frederick Mead? Victoria despreciaba al duque y a la familia real de Morgan Isle porque se habían hecho con el hotel de su padre en un trato más que dudoso, degradándola después al puesto de ayudante personal. ¡Pero ella no pensaba ayudarlo en nada! El guapísimo aristócrata nunca había conocido a una mujer a la que no pudiera seducir… hasta ese momento. Victoria intentaba ignorar la atracción que sentía por él aunque Charles, mezclando los negocios con el placer, la besara hasta hacer que se rindiese.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Michelle Celmer

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La seducción del duque, deseo 1664 - enero 2023

Título original: The Duke’s Boardroom Affair

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415835

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Victoria Houghton no se había sentido tan humillada en toda su vida.

Ver cómo su padre perdía el hotel que había pertenecido a la familia durante generaciones había sido insoportable… ¡pero ahora se esperaba de ella que fuera la ayudante personal del hombre que se lo había robado!

El duque de Morgan Isle, Charles Frederick Mead, estaba detrás de su escritorio, de espaldas al mar de Irlanda que podía verse desde el ventanal, soberbio y arrogante tras la agradable sonrisa.

Pero esa sonrisa no engañaba a Victoria.

–El acuerdo de compra incluía que tendría un puesto en la dirección del hotel –le recordó.

Junto con un generoso salario y un tanto por ciento de los beneficios anuales. ¿O también habrían cambiado de opinión sobre eso?

–Todavía hay muchas reformas que hacer. Hasta que el hotel al completo esté funcionando no hay ningún puesto en la dirección –replicó él–. Y como mi ayudante personal se ha marchado, tú ocuparás su puesto… temporalmente, claro.

Debía de pensar que era tonta si creía que iba a tragarse esa absurda excusa. Haría lo que fuera, hasta trabajar de camarera, con tal de no verlo todos los días. El duque podía tener un aspecto agradable, pero ella sabía que era un hombre frío y sin corazón.

–Puede darme un puesto en la zona del hotel que ya está terminada. Haré cualquier cosa…

–No hay ningún puesto vacante.

–¿Ninguno?

Él negó con la cabeza.

Claro que, para los hombres como él mentir era tan natural como respirar. ¿Qué había sido de su acuerdo? Porque no iba a pagarle a una ayudante personal el exorbitante salario que habían firmado en el contrato.

–¿Y mi salario, mi parte de los beneficios?

El duque se encogió de hombros.

–Sobre eso, los términos del contrato no han cambiado.

Victoria levantó una ceja, sorprendida.

–Si quieres consultarlo con tu abogado, él te confirmará que vamos a respetar esa parte del trato.

Según su padre, su propio abogado los había vendido para congraciarse con la familia real, de modo que no sería de gran ayuda. Y dudaba que hubiera un solo abogado en la isla que se atreviera a ponerse en su contra, de modo que estaba metida en un lío.

–¿Y si me niego? –lo retó Victoria.

–Estarías violando tu contrato.

El duque no tenía ni idea de cuánto le gustaría hacer eso. Ella no quería ese puesto de trabajo. Pero si le decía que no, su padre se llevaría un disgusto. La venta del hotel Houghton, su legado, a la familia real para su proyecto de expansión había dependido de que la contratasen como gerente… y ganando casi el doble de lo que ganaba antes. Por no hablar de los beneficios. Su padre quería asegurarse de que no tuviera problemas económicos y Victoria no podía poner objeción alguna.

Perder el hotel había sido una carga más para el cansado corazón de su padre. A pesar de estar en la mejor zona de la isla, desde la inauguración del renovado hotel Royal Inn, las reservas en el Houghton, más pequeño, habían empezado a flojear.

Su padre había temido que acabarían teniendo que vender y así había sido.

Y con su frágil estado de salud, otra mala noticia lo mataría. Desde el día que su madre y su hermano mayor murieron en un accidente de automóvil, cuando Victoria tenía cinco años, ella había sido toda su vida. Reginald Houghton lo había sacrificado todo por ella y no podía defraudarlo.

Con renovada resolución, Victoria irguió los hombros y le preguntó:

–¿Cuándo espera que el hotel al completo esté en funcionamiento?

–Las reformas estarán terminadas a principios de la temporada que viene.

¿La próxima temporada? ¡Faltaban seis meses para eso! Seis días sería demasiado tiempo trabajando con aquel hombre. Pero ¿qué podía hacer?

Victoria creyó ver un brillo de burla en los ojos de color chocolate. ¿Le hacía gracia?

–¿Hay algún problema? –le preguntó el duque.

Victoria se dio cuenta de que estaba tomándole el pelo. Quería que violase los términos de su contrato para poder librarse de ella.

Pues muy bien, no le daría la satisfacción de renunciar. Podía haber destrozado a su padre, pero no iba a hacer lo mismo con ella.

–Ningún problema.

–Estupendo –el duque sonrió, una sonrisa de satisfacción que, debía reconocer, era muy atractiva. Aunque seguramente también él lo sabía–. Tienes que firmar esto –dijo luego, abriendo un cajón.

–¿Qué es?

–Un acuerdo de confidencialidad. Todos los empleados de la familia real tienen que firmarlo.

¿Otro truco?, se preguntó Victoria. Pero después de echarle un vistazo al documento comprobó que no era más que un simple acuerdo. Y aunque no estaría trabajando directamente para la familia real, sino para la cadena de hoteles que ahora poseían, no le pareció que mereciese la pena discutir. Sus secretos estarían a salvo con ella.

Sin embargo, mientras aceptaba el bolígrafo de oro que le ofrecía y firmaba el documento, no podía dejar de pensar que acababa de venderle su alma al diablo.

Era bajita y estaba acostumbrada a levantar la cabeza para mirar a la gente a los ojos, pero el duque era demasiado alto. Al menos cuarenta centímetros más que ella, que medía un metro cincuenta y cinco. Y era tan atractivo… El traje perfecto, las uñas bien cortadas, ni un mechón de pelo oscuro fuera de su sitio…

Pero los hombres como él no eran tan perfectos como parecían. Ella había conocido a muchos hombres imperfectos y, a pesar de su indudable atractivo y su dinero, el duque tenía tantos defectos como cualquiera. Probablemente, más.

Y precisamente porque era abogado, no pensaba confiar en él.

–Bienvenida a la compañía –él le tendió la mano y, decidida a mostrarse profesional, Victoria se la estrechó.

La mano masculina envolvió la suya, tragándosela, grande y firme. Y ella sintió un extraño cosquilleo en la boca del estómago.

–¿Por qué no hablamos sobre cuáles van a ser tus tareas mientras comemos juntos?

Los ojos de color chocolate le decían que tenía algo más que eso en mente. ¿Estaba flirteando con ella?

No, imposible. No podía ser.

Victoria tuvo que contenerse para no poner los ojos en blanco. Las revistas del corazón decían que era un mujeriego despiadado, pero ella siempre había pensado que no eran más que rumores. Ningún hombre podía ser tan superficial. Quizá, pensó ahora, no estaban tan equivocados.

Pero si creía por un momento que ella sería una más en su larga lista de conquistas femeninas, iba a llevarse una desilusión.

–No, gracias.

El duque la miró con curiosidad. Quizá no estuviera acostumbrado a que las mujeres le dijeran que no.

–Invito yo –bromeó.

–No, gracias.

–Vamos a tener que trabajar juntos –insistió él–. Deberíamos conocernos un poco mejor.

Pero no iban a trabajar tan juntos, pensó ella.

–Prefiero no mezclar una cosa con la otra.

Victoria se preguntó si insistiría, arguyendo que era parte de su trabajo, pero el duque se limitó a encogerse de hombros.

–Muy bien. Voy a enseñarte tu despacho.

Era una habitación pequeña con una estantería, un escritorio y un sillón de trabajo. Sobre el escritorio había un ordenador, un teléfono y un sobre de papel manila.

–Todo lo que necesitas está en el ordenador. Ahí encontrarás una lista de tareas, junto con una copia de mi agenda. Si no sabes cómo usar el programa, puedes preguntarle a Penelope, mi secretaria.

–Estoy segura de que lo averiguaré.

Él señaló el sobre.

–Dentro hay un pase para entrar en el edificio y otro que te dará acceso a las oficinas de palacio…

–¿El palacio? –lo interrumpió ella. No sabía que ir al palacio fuera una de sus obligaciones.

–A menudo tengo reuniones con el rey Phillip para tratar asuntos profesionales. ¿Has estado allí alguna vez?

Victoria negó con la cabeza.

–Entonces, yo mismo te lo enseñaré.

Muy bien, quizá hubiera algunas cosas buenas en su trabajo. La idea de ir al palacio, y quizá conocer a los miembros de la familia real, era emocionante.

Pero intentó controlar su entusiasmo recordando que aquél no iba a ser un trabajo divertido. Y que, si pudiera elegir, estaría en cualquier otro sitio.

–También encontrarás unas llaves –siguió el duque–, de tu despacho y el mío. Y en un sobre aparte está el código de seguridad para entrar en mi casa.

¿Por qué demonios le daba el código de seguridad de su casa?, se preguntó Victoria.

–Mi conductor estará a tu disposición las veinticuatro horas del día. A menos, claro, que esté llevándome a algún sitio. En cuyo caso, se te reembolsará el dinero de la gasolina que gastes.

¿Un conductor? No imaginaba para qué iba a necesitar un conductor. Aquel puesto de trabajo empezaba a parecerle cada vez más extraño.

Él señaló una puerta situada a la izquierda.

–Esa puerta da al despacho de Penelope y será la entrada que tú uses cada mañana. Ella te enseñará el edificio, por cierto. Si tienes que hablar conmigo, debes llamarme primero. Sólo tienes que apretar ese botón rojo. Si no contesto, eso significa que estoy ocupado y no debes molestarme.

–Muy bien.

–Todas las llamadas de trabajo pasan primero por Penelope, pero las llamadas personales se desviarán a tu despacho o a un móvil que encontrarás en el cajón.

¿Contestar teléfonos y anotar mensajes? ¿En eso iba a consistir su trabajo? No era muy emocionante, desde luego. Pero al duque le gustaba hacer las cosas de cierta manera y tendría que respetarlo. En realidad, lo entendía. Más de una vez sus empleados en el Houghton habían sugerido que era un poquito rígida en el trabajo, aunque ella nunca había lamentado dirigirlos con mano dura.

Su padre había empezado a enseñarle el negocio cuando tenía doce años, pero sólo después de conseguir el máster en la universidad le dio el puesto de gerente. Reginald había insistido en que obtuviera el título por si acaso algún día le hacía falta.

Y desde luego, le hacía falta ahora.

–Tómate tu tiempo para echarle un vistazo a todo. Más tarde puedes hacerme las preguntas que quieras.

–Muy bien.

–Pero debo advertirte que llevo varias semanas sin ayudante. Me temo que todo estará hecho un desastre.

Por favor, pensó Victoria. No podía ser tan difícil ser poco más que una secretaria.

–Seguro que podré arreglármelas.

–Estupendo –asintió el duque, con una de sus cegadoras sonrisas–. Me marcho entonces.

Estaba a punto de salir del despacho cuando Victoria se dio cuenta de que no sabía cómo dirigirse a él. ¿Tenía que llamarlo Señor, Excelencia?

–Perdone.

–¿Sí?

–¿Cómo debo llamarlo? ¿Señor, Alteza?

Él volvió a sonreír y, como le había pasado con el apretón de manos, de nuevo sintió un extraño cosquilleo en el estómago.

«Deja de pensar tonterías», se dijo a sí misma. Sólo sonreía así porque quería ponerla nerviosa.

–Puedes llamarme Charles.

Victoria no estaba segura de que eso fuera apropiado. Llamarlo por el nombre de pila era demasiado informal. Pero si él se lo pedía…

–Muy bien, de acuerdo.

El duque volvió a sonreír mientras cerraba la puerta del despacho y Victoria tuvo la impresión de que sabía algo que ella no sabía. O quizá eso fuera parte del juego. En cualquier caso, no iba a intimidarla. Si pensaba que iba a obligarla a renunciar, no tenía ni idea de con quién estaba tratando. No se había ganado una reputación como mujer de negocios inteligente dejando que la pisotearan.

El sillón era cómodo, pero el despacho era frío e impersonal. Y, como iba a tener que pasar seis meses allí, no estaría mal llevar algunas fotografías o plantas para animarlo un poco, pensó.

Encendió el ordenador y allí encontró los documentos que el duque había mencionado. Convencida de que aquel trabajo no podía ser peor de lo que había imaginado, abrió la carpeta de Tareas para leer dos páginas escritas a un espacio. Y, cuando terminó, tenía el estómago encogido.

¡Ayudante personal… y una porra!

Acababa de firmar un contrato por el que se convertía en la esclava de Charles Frederick Mead.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Charles estaba frente a su escritorio, viendo pasar el tiempo en su Rolex. Le daba cinco minutos antes de que volviera a entrar en su despacho como una fiera. Y se apostaría todo lo que tenía en el banco a que se le olvidaría llamar antes.

Después de haber dirigido un hotel de quinientas habitaciones, convertirse en su ayudante personal no sería algo fácil de digerir. Si dependiera de él, habría encontrado otro puesto para Victoria en el hotel, pero no dependía de él. Sus primos, el rey Phillip y el príncipe Ethan, eran los que habían tomado esa decisión.

El hotel Houghton no había sido adquirido en las mejores circunstancias, al menos no para la familia Houghton. Y la familia real tenía que comprobar que Victoria era una persona de confianza antes de dejar que ocupase el puesto de gerente. Y la manera más lógica de hacerlo era vigilarla de cerca.

Sabía que estaba disgustada por haber perdido un hotel que había pertenecido a su familia durante generaciones pero, tristemente, la compra había sido inevitable. De no haber sido el Royal Inn, habría sido cualquier otra corporación. Al menos, con la familia real habían recibido un trato justo. Otros compradores con menos interés en la economía del país habrían sido menos generosos.

Era posible que Victoria y su padre, Reginald Houghton, no lo vieran así, por supuesto. Pero al menos podría mostrar cierta gratitud, pensó. La familia real les había ahorrado la vergüenza de una ruina profesional y personal.

Apenas había formulado ese pensamiento cuando sonó su teléfono. Ah, era Victoria. Se había acordado de llamar.

Charles miró su reloj. Sólo tres minutos y medio.

–Dime.

–Estoy dispuesta a discutir mis tareas.

–Muy bien, cuando quieras.

La puerta se abrió un segundo después y Victoria Houghton apareció con una expresión que podría definirse como «decidida». Para ser una mujer de tan corta estatura, en realidad parecía una ninfa, tenía presencia suficiente como para llenar todo el despacho. Una mujer de carácter en envoltorio pequeño y, Charles se atrevía a decir, muy sexy.

Él solía salir con mujeres de largo pelo rubio, pero esa melenita de color castaño le quedaba estupendamente.

En realidad, no solía sentirse atraído por mujeres de carácter, pero Victoria lo fascinaba. No le importaría nada conocerla un poco mejor. Y eso haría, a pesar de lo que ella parecía creer.

Era muy sencillo: las mujeres lo encontraban irresistible. A veces era agotador cómo se le echaban encima, pero la verdad era que no hacía nada por evitarlo. Le gustaba todo de ellas: sus curvas, la suavidad de su piel, cómo olían… De hecho, en lo que se refería a la forma femenina, no había nada que no le gustase.

Esa vez había puesto sus ojos en Victoria y aún no había conocido a una sola mujer a la que no pudiera seducir.

–¿Tienes alguna pregunta?

–Sí, unas cuantas.

Charles se arrellanó en el sillón.

–Dime.

Ella pareció elegir sus palabras con cuidado.

–Pensé que mis obligaciones estarían limitadas a las de una especie de secretaria.

–Ya tengo una secretaria. Lo que tú harás será encargarte de mis asuntos personales. Desde ir a buscar mi ropa a la tintorería a comprobar mi correo, las llamadas de teléfono, reservar mesa en un restaurante, comprar entradas para el teatro…

–Pero…

–Si necesito comprar un regalo para una amiga o flores… todo eso será tu responsabilidad. Ah, también tendrás que acompañarme a ciertas reuniones por si hay que tomar notas.

Victoria asintió con la cabeza y Charles pudo ver que estaba intentando controlar su enfado.

–Entiendo que necesites una persona para hacer todo eso, ¿pero no te parece que yo estoy cualificada para hacer algo más?

–Sé que esto es un paso atrás para ti, pero como te he dicho antes, hasta que el hotel al completo esté funcionando… –Charles se encogió de hombros–. Si te sirve de consuelo, desde que mi ayudante se marchó, mi vida es un completo desastre. Tendrás mucho trabajo, te lo aseguro.

Durante un segundo pareció que Victoria iba a insistir, pero luego pareció pensárselo mejor. Y se alegró. No ocurría a menudo que alguien fuera de su familia se atreviera a contradecirlo. Eso era algo que iba con el título.

–Muy bien –suspiró Victoria–. Entonces creo que debería empezar ahora mismo.

Charles estaba seguro de que pronto iba a descubrir que dirigir su vida no era tarea fácil. Le gustaría poder decir lo mismo sobre seducirla, pero tenía la sospecha de que eso iba a ser muy sencillo.

 

 

Después de hacer un rápido tour por el edificio con Penelope, que tenía la personalidad y la calidez de un iceberg, Victoria empezó con la primera tarea de la lista: comprobar su correo electrónico.

Tenía que borrar el correo no deseado y luego comparar los mensajes de entrada con la lista de personas que podían ponerse en contacto con él. Y separarlos por categorías. Lo cual no sonaba nada difícil hasta que abrió la cuenta y encontró cuatrocientos correos en la bandeja de entrada.