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Veröffentlichungsjahr: 1876
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La segunda casaca
B. Pérez Galdós
Índice
Cubierta
Portada
Preliminares
La segunda casaca
Notas
Acerca de esta edición
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(Continuacion y fin de las Memorias de un Cortesano de 1815.)
¡Qué infames eran los liberales de mi tiempo! En vez de conformarse á vivir pacífica y dulcemente gobernados por el paternal absolutismo que habiamos establecido, no cesaban en sus maquinaciones y viles proyectos, para derrocar las sabias leyes con que diariamente se atendia al sosiego del Reino y á hundir á todos los hombres eminentes que describí en la primera parte de mis Memorias.
¡Miserables, bullangueros! ¿Qué volcan os escupió de su pecho sulfúreo, qué infierno os vomitó, qué hidra venenosa os llevó en sus entrañas? No os contentábais con aullar en los presidios, clamando contra nosotros y contra la augusta magestad soberana del mejor de los reyes, sino que tambien, ¡oh, vileza!, agitásteis con nefandas conspiraciones la Península toda, amenazándonos con un nuevo triunfo de la aborrecida revolucion. Despues de insultarnos á todos los que componiamos aquel admirable conjunto y oligarquia poderosa, para mangonear en lo pequeño y lo grande, con el Reino en un puño y el Trono en otro, os atrevísteis á conjuraros con militares descontentos y paisanos inquietos para cambiar el gobierno. ¡Trece veces, trece veces alzó su horrible cabeza y clavó en nosotros sus sanguinolentos ojos el monstruo de la revolucion! Trece veces temblaron nuestras pobres carnes, cubriéndose del sudor de la congoja y susto que tales tentativas de desórden nos producian . Así es que, en medió de los beneficios y de la privanza y regalo con que vivíamos, se nos podia ahorcar con un cabello, y al despertar cada mañana, nos preguntábamos si habia llegado ya la hora de bajar del machito.
¡Trece veces, trece conspiraciones! Al ver tal insistencia y la endemoniada tenacidad de aquella gente, que al pié de los cadalsos donde expiraba una conjuracion, comenzaba á tender los hilos de otra nueva, cualquiera hubiera creído que el despotismo era la peor cosa del mundo y que el afligido Reino no se consideraba con vida hasta no sacudírselo de encima. ¡Embrollones, farsantes, que así desdoraban una institucion tan buena!
No quiero seguir adelante sin contar las abortadas conspiraciones que yo recuerdo:
1.ª Conspiracion para asesinar á Elío y á La Bisbal (1814).—Fué una intriga misteriosa que unos atribuyeron á los masones y otros á la Corte.
2.ª Conspiracion de Cádiz (1814).—Tenia por objeto proclamar la Constitucion del 12 y restablecer en el trono á Cárlos IV, que en sus buenos tiempos habia dado pruebas de muy entendido en aquello del reinar y no gobernar.
3.ª Sublevacion de Mina en Navarra (1814).—Abortó á los pocos dias.
4.ª Conspiracion del café de Levante en Madrid (1815).—Andaban en esto varios afrancesados. Dejáronse coger tontamente, y casi todos fueron condenados á presidio.
5.ª Conspiracion de Porlier en la Coruña (1815).—Esto ya fué un poco más formal. Frustróse el plan y ahorcaron al Marquesito.
6.ª Conspiracion de Richard en Madrid (1815).—Fué misteriosa, grave, atrevida, y la condujeron con destreza sus autores, que eran lo más perdido de todo el Reino, un comisario de Guerra y un sargento de Marina, un soldado y un fraile, diversa gente, animada de brutales deseos. Los angelitos querian asesinar al mejor de los reyes durante su paseo á las Ventas del Espíritu Santo ó en casa de Juana la Naranjera. La cabeza de Richard estuvo mucho tiempo clavada en un palo en la carretera de Aragón. Funcionó la horca, y algunos sufrieron un tormento muy simpático y persuasivo, que se llamaba los grillos á salto de trucha.
7.ª Conspiracion del conde de Montijo en Granada (1816).—El tio Pedro del 19 de Marzo en Aranjuez, habia sido despues afrancesado en Bayona, agitador en Cádiz más tarde, y luego absolutista acérrimo en la junta de Daroca. Hallándose de capitán general en Granada, dicen que preparó, ayudado del Grande Oriente, las sublevaciones militares que estallaron más tarde.
8.ª Gran conspiracion de Lacy en Cataluña (1817).—Compañías sublevadas, gritos, entusiasmo, soborno, audacia, traicion; y por fin mucha sangre y un bravo general arcabuceado en Mallorca.
9.ª Conspiracion de Torrijos en Alicante (1817).—Proyecto de alzamiento militar en varias plazas de Levante. La Inquisicion se encargó de castigar á los culpables; pero lo hizo tan mal, que desde entonces se dijo: inquisidores y masones todos son unos.
10.ª Conspiracion de Polo en Madrid (1818).—Se dijo que Polo y sus amigos deseaban poner en el Trono al venerable Cárlos IV. Envióse un emisario á Roma, y como el solitario Rey no tenia qué comer, no le pareció mal el proyecto. Militares muy altos anduvieron en estos enredos, pero descubierto todo, hubo muchas prisiones…
11.ª Conspiracion de Vidal en Valencia (1819).—Trama espantosa contra el tirano Elío. Dios amparó á este y Valencia presenció una horrible tragedia. La horca y los fusiles la desenlazaron entre lágrimas y crujido de dientes. En las cárceles no cabian los presos. Para desahogarlas, fusilaban. La tierra, sedienta, pedia sangre que beber. Cruzaba los aires pavoroso hálito de odio. Oíanse pasos de gigante. Algo muy terrible se acercaba.
12.ª Conspiracion del conde de La Bisbal en el Palmar (1819).—Durante su vida política y militar, el Conde encendió siempre una vela al santo y otra al demonio. En 1814, cuando se dirigía á felicitar al Rey por su vuelta, llevaba dos discursos escritos, uno en sentido liberal y otro en sentido absolutista, para espetarle aquel que mejor cuadrase á las circunstancias. En 1819, despues de merendar con los conspiradores de Cádiz y los oficiales del ejército expedicionario de América, los arrestó de súbito, haciendo una escena de farsa y bulla, que le valió la Gran Cruz de Cárlos III. El ejército estaba furioso. Tenia la fiebre devoradora de la insurreccion. Desde Madrid oíamos su resoplido calenturiento, y temblábamos. En las lógias no habia más que militares, infinitas hechuras de aquellos cinco años de guerra, los cuales habian de emplear en algo su bravura y sus sables. Todo indicaba tormenta. Cruzaban el negro cielo relámpagos de amenaza. Nos sentíamos en el cráter de la revolucion, y nuestros piés se quemaban. A cada bufido de la subterránea lava creiamos ver la erupción.
13.ª Conspiracion de los provinciales en Galicia (1819).—Ordenes falsificadas pusieron sobre las armas las milicias gallegas. ¡Qué escándalo!… ¡hasta las milicias gallegas!… Unos echaron la culpa á los empleados de la Inspeccion, otros á la capitanía general de Galicia. Ello es que hasta los escribientes se creian autorizados para hacer revoluciones. Cada oficina era un infierno, y un ordenanza habilidoso, falsificando un sello, ponia con el alma en un hilo al Trono y al Gobierno. ¡Qué país!
14 se verá más adelante.
¡Qué hombre tan completo era el Sr. D. Miguel de Baraona! Su gran patriotismo, su caballerosidad, su fervor religioso, su rectitud, su entereza, le hacian tan respetable, que era imposible oirle sin subordinarse con filial sumision á su voluntad y á su pensamiento. Merecia muy bien el remoquete de Patriarca del Zadorra y yo se lo daba con frecuencia, para tenerle contento y parecer amable ante él. Pues ¿y aquella energía moral que desplegaba á los setenta y tantos años, cuando no podia ni empuñar la espada, ni alzar la voz sin peligro de estar tosiendo tres horas? Su cuerpo caduco participaba tambien de aquel vigor nervioso, más semejante á los tempranos ardores de la juventud que á las voluntariedades caprichosas de los viejos, y siempre que se enfadaba ó se le contradecia, daba con la trémula mano tan fuertes bastonazos, que la casa se estremecia.
Otro más celoso por la causa del Rey y por la monarquía absoluta no nació de madre. En su amor inmenso, en su fervor entusiasta y en su religiosa devocion por la pátria inmutable, no habia sutilezas, ni distingos, ni cabian transaccion ni arreglo alguno. Para él la templanza era traicion. Miraba al liberalismo como una especie de horrenda heregía, más digna aún del fuego que las de Lutero y Calvino. Juntaba la religion con la política, haciendo de todas las creencias una fé sola ó un solo pecado, y habia amalgamado dogmas y opiniones, haciendo un Evangelio, en el cual Elío no era ménos que un apóstol. Comprendia que el sol se ennegreciera; pero no que sus principios pudieran variar. Segun él, la sociedad estaba perfectamente arreglada tal como entonces la conociamos, y constituida en virtud de leyes tan inmutables como las del mundo físico. Discutiendo, no cedia ni una pulgada de su terreno.
—Mis principios—decia—, estos principios que sustento, no son mios, son de Dios, y no se puede ceder ni un ápice de lo ageno. La maldad de los hombres no puede nada contra mis principios. Me vencerá la violencia; pero no me convencerá el sofisma. La infame revolucion podrá triunfar un dia por expreso consentimiento de Dios; pero no porque triunfe dejará de ser alcázar de pecados fundado sobre la arena de la traicion.
Habia venido D. Miguel á la Córte á varios asuntos privados y del comun. Era hombre que no se acobardaba ante los desaires de las oficinas; ni ante la tiesura y desden de los personajes más envanecidos. Tuvo la dicha de encontrarme despues de dar los primeros pasos en la Córte, y nos entendimos perfectamente. Todo aquello que podia resolverse con facilidad, fué arreglado entre los dos, sin que jamás frunciéramos el ceño por palabra ni por peseta de más ó de ménos. D. Miguel habia traido un bolson de cuero lleno de onzas de oro, y siempre que echábamos bendiciones, frotadas las manos con el dorado unto milagroso, se abrian de par en par las puertas de las oficinas y con ellas el corazon de los más cerrados covachuelos. Baraona habia venido tambien á estar á la mira de un pleito de tenuta que no tenia trazas de acabarse en medió siglo.
Acompañaba en Madrid á Baraona su nieta, una tal Genarita, muy hermosa é interesante mujer, á quien yo habia conocido en mis verdes abriles en la Puebla de Arganzon. Era rubia, callada, grave, pensativa, poco franca, de carácter velado. Su tranquilidad y calma eran como la tenue oscuridad de los dias bochornosos. Ya se sabe que detrás de las nubes está el sol. ¡Aquella hermosura, cuán distinta era de la de mi funesta Presentacioncita, la risueña asesina, que me ponia ante los ojos las frescas rosas de su cara para que no viera las aleves manos con que me empujaba á la muerte! Presentacioncita sin ser hermosa, era lindísima. Tenia toda la gracia de Dios en sus ojos flecheros, y burlándose de uno, daba idea de las bromas que deben de gastar los ángeles en el cielo. Genara era hermosa como una ideal figura, antes soñada que vista; hermosa como las creaciones del arte que ha sabido escoger todas las perfecciones, desechando lo feo. No se burlaba nunca; hablaba sériamente, como habla la discrecion pura, la prudencia suma, la cortesanía y la urbanidad. Su gracia (pues tambien la tenia), no era la desenvoltura picante y alegre de una muchacha juguetona; consistia en lo que llaman gracia los artistas clásicos, en la perfecta nobleza de los ademanes y de las palabras, en la armonía sin discrepancias, en el misterioso ritmo que se desprende de toda la persona y es don rarísimo acordado á pocos sobre la tierra. Distinguíase además por una expresion magnífica, tan llena de elegancia como de soberbia. Su fisonomía era pura, delicada, sin la más ligera incorreccion, y su mirar de una diafanidad celeste. Hermosa hasta no más, se envolvia en una capa de nieve, bajo la forma de un silencio sistemático, de miradas castas, de indiferencia hácia la mayor parte de los asuntos y las personas.
En 1815, como dije en la primera parte de mis Memorias, vinieron á Madrid el Sr. de Baraona y su nieta. Poco despues se casó esta con un jóven guerrillero, del cual no puedo ménos de ocuparme para disipar las dudas que acerca de su persona puedan haber corrido. Cárlos Navarro, hijo del nunca bien ponderado D. Fernando Garrote, fué gravemente herido en un duelo al dia siguiente de la batalla de Vitoria. Dejóle el fiero matador sobre el campo, del cual fué al poco rato recogido con más señales de muerte que de vida, pues la existencia se le iba á borbotones por la descomunal hendidura que su contrario le habia abierto en el pecho. Largo tiempo estuvo el infeliz héroe suspenso de un hilo sobre el negro abismo del morir. Los médicos de Vitoria le sentenciaban todos los dias para la mañana del siguiente. Pero la enérgica naturaleza del enfermo, ayudada por cuidados asíduos, le sostuvieron, hasta que al fin la aplanada y caida existencia se fué enderezando poco á poco. El convalecer fué tan largo como la enfermedad, y un año despues del suceso, Cárlos Garrote, reconocido coronel del ejército, apenas podia tener el sable en la mano.
Á principios de 1816 vino á Madrid y se casó con Genara. Vivieron algun tiempo acompañados de Baraona en la calle de Cosme de Médicis. Pero en septiembre del 18, Navarro tuvo precision de ir á Treviño á asuntos de interés, y en los dias á que me refiero no habia vuelto todavia, aunque le esperaban todas las semanas. No podia haber ocurrido desavenencia en el matrimonio, porque ambos cónyuges se escribian con frecuencia. Repetidas veces oí á Cárlos renegar de la Córte y de los cortesanos, asegurando que Madrid era para él destierro espantoso más bien que agradable residencia.
Yo vivia en una hermosa casa de la calle de la Inquisicion, esquina á la Flor Baja, cerca del edificio de la Inquisicion de Córte y á poca distancia de los Premostratenses. Mis servicios á determinado prócer diéronme aquella habitacion demasiado grande para un soltero, mas tan suntuosa, que me acomodé con gusto en ella para aparentar grandeza ante el vulgo y dar en los hocicos con mi magnificencia á los pobres petates paisanos mios, que tanto me habian despreciado en mis tiempos de miseria y nulidad. No me envanecí poco con D. Miguel de Baraona, infanzon y ricacho alavés, mostrándole mi vivienda; y enamoróse tanto de ella mi venerable paisano, que algunos meses despues de la partida de su yerno, me dijo:
—Pipaon, en esta gran casa vives tú como garbanzo en olla. ¿No te ha acontecido algun dia perderte en sus cuadras y corredores y no poderte encontrar? En cambio yo estoy muy estrecho en aquella fria y triste casa de la calle de Cosme de Médicis. ¿Por qué no he de venirme á vivir contigo mientras llega el dia en que, terminado ese maldito pleito, pueda volverme á la Puebla? Aquí hay espacio para todos, y sin que tú nos molestes ni molestarte nosotros á tí, podemos acomodamos. Yo pagaré lo que me corresponda, y si no lo llevas á mal ocuparemos mi nieta y yo estas hermosas piezas asoleadas que se abren al mediodia y caen á ese patio, lindante con el jardin vecino. Aquí estamos muy bien guardados; por un lado la Inquisicion; por otro el Santo Rosario.
Acepté sin vacilar. Lejos de molestarme, me agradaba la compañía, y como me habian dado la casa sin otro gravámen que algunos censillos y costas de poco precio, nada más confortativo para mí que sacarle algun jugo, arrendando una parte de ella. Instalóse en seguida Baraona, ocupando una deliciosa y alegre crujía solana que daba á lugar abierto, y desde la cual se veian los árboles de un jardin de la vecindad. Yo seguí en las mismas piezas que antes ocupaba, sin más novedad que la mejor compañía y algunos gastos ménos. Cada cual tenia su servidumbre, y aunque comiamos juntos contribuíamos separadamente al plato comun.
Por las noches, despues de la cena, nos reuníamos todos en amena tertulia, á la cual solia concurrir algun amigo, tal como D. Blas Arriaga, capellan de monjas, y D. Pedro Retolaza, secretario de la Inquisicion de Logroño, ambos personajes establecidos accidentalmente en Madrid por motivo de pretensiones y otras cosillas. Tambien nos honraba alguna vez D. Juan Estéban Lozano de Torres, que era entonces ministro de Gracia y Justicia, y mi antiguo protector D. Buenaventura, que era ya marqués.
Allí no se hablaba más que de las conspiraciones descubiertas, de las que se iban á descubrir y de las que por todas partes descubiertamente se fraguaban. Esta era entonces la comidilla habitual de las gentes en todo Madrid. Luego que cada cual expresaba su opinion sobre los peligros que amenazaban á la desdichada monarquía y sobre las probabilidades de que desapareciese arrastrado por huracanes de traicion, pecado y osadía, el gallardo edificio del gobierno absoluto, se iban retirando los tertulios y quedábamos solos los de casa, charlando otro ratito, más ocupados de asuntos domésticos que de la revuelta política. Una noche, luego que Arriaga y D. Buenaventura se retiraron, Baraona, que habia estado harto pensativo durante todo el tiempo de la tertulia, pronunció, en coloquio consigo mismo, no sé qué balbucientes expresiones, y golpeando repetidas veces el brazo del sillon en que se sentaba, se encaró conmigo y me dijo:
—¡Vive Dios, que si ahora se nos escapa, estos justicias de Madrid merecerian ser ahorcados al lado de los ladrones á quienes ayudan y protegen!
Yo le miré interrogándole con los ojos.
—Querido Pipaon—añadió cuando las toses le dieron algun respiro—, tengo que comunicarte un asunto importante, y espero tu parecer y con tu parecer, tu ayuda.
—¿Qué ocurre?
—El infame asesino de mi hijo Cárlos, del esposo de Genara, está en España—dijo frunciendo el ceño.
—¡Salvador Monsalud en España!—exclamé—. No lo creo. Por D. Pedro Cevallos, con quien solia cartearse antes de que este fuera á Viena… (tratos de masonería, Sr. D. Miguel), por D. Pedro Cevallos, digo, que es un hermanuco de tomo y lomo, supe hace tiempo que Salvadorillo seguia en París.
—¡Hace tiempo! No se trata de hace tiempo; se trata de ahora—dijo con impaciencia—. Es indudable que ese vil trabaja dentro de España en las misteriosas conspiraciones que Dios está permitiendo para fines sólo conocidos de la Sabiduría infinita.
—Puede ser.
—No puede ser, sino que es—dijo repentina y enérgicamente Genara, que hasta entonces habia permanecido silenciosa—. Yo le he visto.
—¿Le ha visto usted? ¿Luego está en Madrid?
—¡En Madrid, en la Córte, en donde está el Trono, el gobierno, el Rey, los Consejos, la suprema justicia!—exclamó Baraona con aquella furia senil que se desbordaba de su pecho en las contrariedades graves—. ¡Esto es escandaloso!… No sé de qué valen las medidas adoptadas contra los afrancesados… ¿Es esto gobierno?… ¿es esto justicia?… ¡Ah, Pipaon, aquí están poseidos de necedad! No persiguen más que á los mentecatos inofensivos y dejan en libertad á los perversos. ¡Ahorcan á los sargentos y permiten que todos los oficiales del ejército se vendan á la masonería!
—Monsalud no es oficial del ejército.
—Pero es malo, rematadamente malo, y listo… Ahí tienes el secreto de su impunidad… ¡Dios soberano! Ese Rey, esos ministros, esos consejeros, ¿en qué piensan?
—Descuide usted, Sr. D. Miguel—dije agitando en mis manos la badila, despues de acariciar la ya moribunda lumbre del brasero—. Si Salvador está en Madrid, no se escapará.
—Muy pronto lo has dicho… Me parece que he de renunciar al más grande regocijo que ha soñado últimamente mi imaginacion desconsolada. Me moriré sin ver el castigo de un miserable, convicto de los siguientes crímenes: asesinato, infidencia, heregía, afrancesamiento y traicion. La idea de que ese monstruo naciera en aquella honrada tierra de Álava, que no ha sabido ser madre sino de hombres eminentes, de caballeros piadosos y ejemplares campesinos, me enardece la sangre Pipaon amigo. Segun todos los indicios, él dió muerte á nuestro insigne compatriota, á aquel espejo de la caballería alavesa, el gran don Fernando Garrote; tambien hirió gravemente al hijo de este y mio por los lazos del corazon, Cárlos…
—En duelo…—dijo Genara interrumpiéndole—. Un duelo temerario y horroroso.
—No fué duelo—afirmó Baraona resueltamente, enojado de la interrupcion—. Aunque Cárlos, impulsado por su noble generosidad lo diga así, y aun sostenga que él le provocó, es mentira, mentira, mentira… Hirióle á traicion Monsalud. Cuando el pobre mártir cayó, apoderáronse del asesino algunos guerrilleros que á la sazon pasaban. Confesó él mismo su crímen con hipócritas palabras; hizo la farsa de que deseaba morir conformándose con su destino, y hubiera perecido, en efecto, al siguiente dia, si la diligente proteccion de una señora afrancesada no comprara su libertad, primero con ruegos, despues con dádivas; pues todas sus alhajas (que eran muchas y habian sido ocultadas en el momento de la derrota) las dió por ponerle en salvo. El criminal se refugió en Francia. Nosotros, deseosos de hacer pronta justicia, trabajamos porque el gobierno español lo reclamase al gobierno francés; pero nada se pudo conseguir. Allá están tan embobados como aquí. Respondieron que se ignoraba su paradero. Para averiguarlo, aprehendimos á la madre del delincuente. Dióle tormento la Inquisicion de Logroño, en cuyas cárceles está todavia; pero de los labios de la infeliz no ha salido una sola palabra que sea luz de nuestra oscuridad, certeza de nuestra ignorancia. ¡Ah!, Pipaon, mientras no se haga pronta justicia, mientras no desaparezca este espectáculo de los bribones, que se pasean impunes por la Península, insultando con sus miradas á la gente honrada, no tendreis gobierno firme y respetable. Os ocupais de tonterías: de crear cruces, de mudar los ministros todos los meses, de dictar leyes que no se cumplen. Esto es hacer pajaritas de papel, mientras el suelo se estremece, mientras la tempestad se prepara y el volcán ruge. Vendrá la revolucion y os encontrará disputando sobre el color de una venera, ó sobre si la Reina está ó no está embarazada… En verdad, no sé adónde volveremos nuestras miradas los partidarios del gobierno de Cristo, de la verdadera política cristiana, que tiene por base la justicia. ¡Desgraciado de mí! Cerraré para siempre los ojos, sin que en la postrera mirada de ellos pueda ver otra cosa que miseria y debilidades, los buenos patricios olvidados, los criminales libres, la revolucion amenazando ó quizás triunfante, los mayores delitos impunes ó quizás premiados, y Salvadorcillo Monsalud paseándose tranquilo por las calles de Madrid.
Hundió la barba en el pecho y permaneció en silencio largo rato.
—Si está aquí—dije yo, por decir algo—, y mucho lo dudo… pero en fin, si está, es cosa muy fácil averiguar su domicilio y llevarle á la cárcel. Ya sabe usted que ahora estoy en desgracia y no puedo nada; pero, sin embargo, intentaré…
—Harias la obra más meritoria y más patriótica de tu brillante carrera, Pipaon—manifestó Baraona con semblante adusto—. Mi nieta y yo te lo agradeceríamos mucho más que esos mil favores de oficina que nos hiciste. ¡La justicia! ¡El castigo del crímen, de la traicion, de la heregía, del engaño!… Yo deliro por esto. La justicia sin aplicacion no es ni será más que un ideal vago é inútil. No hay que decir que se encargue Dios de castigar al criminal, no. Aparte de esto, á nosotros, hombres, nos corresponde no dar paz á la cuchilla, para que los díscolos aprendan, para que los buenos teman y los extraviados se corrijan… ¿Por ventura habria llegado á la tierra de promision el pueblo elegido, si Moisés, por orden de Dios, no hubiera aplicado tremendos y merecidos castigos? ¡Oh! ¡Cuán hermoso espectáculo dió aquí Su Magestad dictando á poco de su llegada rigurosas leyes contra los francmasones y liberales! Yo creí que el pueblo elegido llegaria á la tierra de Canaán; pero no, ya veo que se quedará en mitad del camino. Todo es debilidad; las leyes no se cumplen; cada cual hace lo que más le agrada; son presos los pequeñuelos, mientras los grandes conspiran; alrededor del Trono alzan su cabeza enmascarada de sonrisas la traicion y la sedicion; todos los militares trabajan sordamente en la masonería. Es esto un constante hervidero de inquietud, de amenaza, de ambiciones locas que surgen, como los insectos en el muladar, de la gran escoria del Reino; los magnates se ocupan de convites y cenas, mientras los masones proyectan comerse á la Nacion; son cogidos algunos criminales conspiradores, y á poco se les suelta; reina una confabulacion espantosa entre los conspiradores y la policía, entre presos y carceleros, entre alguaciles y alguacilados para taparse sus respectivas infamias, y hasta la Inquisicion, volviéndose tibia y complaciente, es un cuchillo que se ha hecho alfiler; apenas pincha… Todo es flojedad, enervacion, raquitismo, pequeñez. La Nacion que tan enérgica, varonil y potente ha sido contra el extranjero, es en su vida interior un juego de chiquillos, que juegan en el fango, y con el fango hacen bolas que se arrojan unos á otros, no para matarse, sino para mancharse… ¡Quiero morirme de una vez, si no he de vivir más que para ver esto! ¡Los hombres como yo estamos de más en reuniones de muchachos! El papel de Herodes es difícil, y el de maestro de escuela, ridículo.
Dijo, y siguió accionando en silencio durante un rato. Estaba desasosegado y colérico. La enorme desproporcion entre su energía intelectual y su fuerza física, entre sus ideas y su posicion, le ponian en aquel estado de frenesí, tan semejante á una monomanía furiosa.
—En algunas cosas tiene usted razon, Sr. D. Miguel—dije—. No se castiga todo lo que debiera castigarse; pero si ese humor endiablado que usted tiene se ha de aplacar con la prision y escarmiento de Salvador Monsalud, dese usted por curado… Hablaremos á Lozano de Torres… aunque sigo en mis trece, y sostengo que ese desgraciado no está en Madrid. Debe de haber error en esto.
—Está, está en Madrid—afirmó Genara, clavando en mí sus ojos azules, cuya serenidad se alteró visiblemente—. Yo le he visto.
Al decir yo le he visto, se puso pálida. Su semblante expresaba más bien miedo que cólera.
—¿Le ha visto usted?—pregunté con incredulidad.
—Hace seis dias—dijo poniéndose más pálida aún—fuí á misa á la iglesia del Rosario, que está aquí cerca. Despues de oir misa y de rezar, me dirigí á la puerta. Estaba oscura la iglesia. Pasaba yo junto á la entrada de una capilla, cuando sentí más bien que observé la proximidad de un bulto, de una figura, de un hombre. Llegó hasta mí una corriente de aire frio, cual si una capa se agitara á mi lado; yo temblé. Al mismo tiempo, llevadas por aquel aire glacial, sonaron en mis oidos estas palabras, dichas con marcado tono de burla é ironía: «Adiós, Generosa…». Me estremecí toda; tropecé en una estera, y ya tocaban mis rodillas el suelo, cuando una mano me levantó con energía. En el mismo instante, como levantaron la cortina del cancel de la puerta, entró alguna luz, y vi á mi lado una cara morena, muy morena, la misma cara. ¡Jesús!
Genara daba á su relacion un interés inmenso. La patética emocion del drama se pintaba en su semblante.
—Nunca he tenido—añadió—tan fuerte impresion, no sé si de miedo, no sé si de ira, no sé si de lástima… En término muy breve experimenté sensaciones diversas, traidas la una por la otra. Temblé, como si sintiera la mano del demonio agarrando la mia… me pareció que iba á ser asesinada en aquel mismo instante… me pareció que aquel hombre no era un diablo ni un asesino, sino simplemente un pobre que me pedia limosna… se me representaron las facciones de mi esposo herido… se me representaron uno tras otro los crímenes de Monsalud, desde su traicion á la causa nacional hasta su duelo con Cárlos… no ví luego más que desgracia, mendicidad, hambre… ¡y qué cara, Santo Dios!
—¿Le observó usted bien?
—Está más moreno, mucho más moreno que antes. Sus ojos queman; su boca, al sonreírse con ironía, no sé si sanguinaria ó hambrienta, muestra unos dientes más blancos que el marfil; su aspecto infunde miedo y dolor. Viste de un modo extraño, anda de prisa, pasa y mira.
—¿Pero le ha visto usted una sola vez?—pregunté, asombrado de tantos detalles.
Genara estuvo un rato sin contestar. Luego, mirando al suelo, dijo:
—Una sola vez. Yo corrí para salir de la iglesia. Desde la puerta miré hacia dentro, y ví que un fraile se le acercó.
—¡Un fraile!…—murmuró sordamente Baraona—. ¡Buenos están tambien!
—¿Y dice usted que desde ese dia no le ha vuelto á ver?—pregunté á Genara.
Despues de vacilar, me contestó:
—No… no puedo asegurar que le haya vuelto á ver… ni tampoco que no le haya visto…
—¿Cómo es eso?
—Quiero decir que la impresion que en mí produjo aquel encuentro ha sido tan duradera, que á veces se ha reproducido ella misma, sin causa real… La imaginacion…
—Diga usted los nervios. Cuidado con creer en duendes y apariciones—afirmé riendo.
Despues callamos todos, contemplando las menudas ascuas de la copa de bronce, que mezclándose con la blanca ceniza, lanzaban su último brillo; existencias que próximas á expirar, dirigian á los vivos su postrer mirada.
Baraona, Genara y yo, mirábamos en silencio la moribunda lumbre. Todo callaba en derredor nuestro. Era la hora en que los espíritus pusilánimes y los niños suelen tener miedo, y al ir á acostarse atraviesan corriendo y cantando para ahuyentarlo los largos pasillos y las oscuras piezas. Era la hora en que las puertas de algun ventanejo alto y lejano suelen dar porrazos, estremeciendo la casa y el corazon de sus habitantes. Era la hora en que el gato trasnochador suele lanzar lastimeros ayes, que parecen llanto de criaturas ó algazara de voladoras brujas que van por los aires á sus repugnantes asambleas. Era la hora en que el viento suele ponerse en la boca el tubo de la chimenea, como un gigante que sopla su bocina, y cantar ó decir ó refunfuñar alguna horripilante estrofa, que hiela la sangre en las venas del inquieto durmiente… Los tres nos hallábamos profundamente pensativos, cuando sonó de improviso en lo interior de la casa inusitado estrépito, una puerta que se cerró, un mueble que vino al suelo, un golpe, un tiro, qué sé yo… una nada, una tontería, un fútil accidente; pero que sin duda á causa de la hora y de cierta predisposicion de espíritu, nos estremeció á todos.
—¿Qué es eso?—exclamamos á una vez.
Miré á Genara. Estaba blanca como el papel, y sus dientes chocaban.
—Es la puerta de mi cuarto que ha dado un golpe. Quedó abierta la ventana de la calle…—dije yo, tranquilizándome por completo.
Al cabo de un instante me sentaba de nuevo junto al brasero, despues de cerciorarme de la insignificante causa de nuestro pueril miedo. Genara seguia temblando; yo me reí, y ella, arropándose en su manton, dijo:
—Tengo frio.
—Vamos á acostarnos—dijo Baraona levantándose.
Les acompañé á sus habitaciones. Al pasar por la larga galería que las separaba de las mias y del comedor, observé que Genara dirigia miradas inquietas á un lado y otro. La sombra de nuestros cuerpos sobre la pared atraia sus miradas con más fijeza de lo que una vana sombra merece. Yo iba tras ellos. Cuando les despedí en la puerta, Genara me dijo: «Entre usted». Seguia temblando, y como yo le interpelase sobre aquella injustificada desazón, no contestaba sino:
—Tengo frio.
Obligóme á que registrase su habitacion, á que asegurase las puertas, las cerraduras de las ventanas, y cuando me retiré al fin despues de tranquilizarla respecto á lo innecesario de tales precauciones, echó llaves y cerrojos por dentro, quedándose acompañada de su criada.
Dirigíme á mis habitaciones, sin dar importancia á las voluntariedades de mi hermosa huéspeda; pero al llegar á mi alcoba y lecho, y cuando me disponia á acostarme, recibí una sorpresa, una impresion tan fuerte, que mis carnes temblaron, dieron unos contra otros mis dientes, y me quedé frio, absorto, mudo, petrificado. Sobre mi lecho y en la misma vuelta de las sábanas, habia un papel escrito. Con trémula mano lo tomé; recorriéronlo mis ojos en un instante; decia así:
«Infame Bragas: Tú que eres amigo y compinche del Tigre y del Zorro, podrás conseguir que manden poner en libertad á Fermina Monsalud, presa y atormentada en la Inquisicion de Logroño por supuesto delito de infidencia. El Elefante trabaja en pró de la mujer inocente. Ha asegurado que la Culebra, es decir, tú, podrás ayudarle con éxito seguro.
»Infame Bragas: Si dentro de quince dias está libre mi madre, no te pesará; si no lo estuviere, te acordarás de
SALVADOR MONSALUD».
Juzgad, ¡oh amigos!, de mi asombro, de mi anonadamiento. Largo rato estuve con el papel en las manos sin saber qué partido tomar, sin poder concretar mis ideas, sin resolverme á dar un paso, ni poder formar tampoco un juicio claro sobre aquel hecho. En mi cerebro bullia el caos. Ocupaba mi espíritu un miedo horroroso, un miedo cual nunca lo he tenido.
Pasó algun tiempo en dolorosa incertidumbre. Como si tuviera la conciencia de que mi cuerpo era una masa de apretada aunque suelta arena, que se iba á desmoronar al menor movimiento; no me atrevia á dar un paso ni á menear un dedo. Poco á poco fuíme recobrando, empecé á discurrir; me esforcé en atenuar la gravedad del caso, y la curiosidad se abrió paso en mi espíritu. ¿Quién habia traido aquella hoja amenazadora? El hombre que me escribia, mi camarada antaño, ¿por qué habia ideado tan singular modo de comunicarse conmigo? ¿Era él realmente ó algun chusco desocupado? Y quien quiera que fuese, ¿de qué medios se habia valido para dirigirme tan atroz apercibimiento?
Mi casa no era casa de duendes, aunque muy antigua y grande, propia por lo tanto para que se pasearan por ella los invisibles habitantes de la sombra, si el miedo les permitia la entrada. Felizmente yo no creia en brujerías, ni en chuscadas de duendes, ni en fabulosas correrías de almas en pena. Ni por un instante pensé en tales puerilidades. Pero al mismo tiempo yo tenia la seguridad, gracias á un reconocimiento prolijo que á poco de mi mudanza hice, de que mi casa, con ser de dos puertas, no tenia comunicaciones novelescas, ni sótanos, ni compuertas, ni armarios maravillosos, ni escotillones, ni ninguna tramoya de esas que en el teatro y en los libros dan materia para un sorprendente enredo. No teniendo, pues, mi casa secreto alguno, era evidente que alguno de los criados habia sido mensajero del extraño mensaje.
