La señorita Haas - Michèle Audin - E-Book

La señorita Haas E-Book

Michèle Audin

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Michèle Audin construye en La señorita Haas una hermosa y potente novela coral con las vidas de trece mujeres, anónimas aunque con un mismo apellido, Haas, y un mismo espacio-tiempo: la Francia que, entre 1934 y 1941, se adentra en la radicalización y el ascenso del fascismo, la Segunda Guerra Mundial y la deportación de judíos a los campos de exterminio. Como ya hiciera en su magistral Una vida breve (Periférica, 2020), Audin se sirve de la memoria y de la crónica veraz combinándolas con una poderosa inventiva formal. Fiel a la experimentación del grupo OuLiPo (el Taller de Literatura Potencial, al que pertenecieron autores como Georges Perec o Raymond Queneau, y del que ella misma es miembro), cada capítulo elige una perspectiva narrativa diferente y se convierte en una lección de estilo. El resultado, La señorita Haas, es la novela verdadera de aquellas mujeres comunes, trabajadoras jóvenes que no tuvieron a quien quisiera relatar sus vidas: sus gestos mínimos y su orgullo, el acoso que padecen, sus situaciones familiares, el embrutecimiento laboral, sus sueños y expectativas. En definitiva, su tragedia silenciosa.

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Seitenzahl: 199

Veröffentlichungsjahr: 2023

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LARGO RECORRIDO, 184

Michèle Audin

LA SEÑORITA HAAS

TRADUCCIÓN DE MANUEL ARRANZ

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: febrero 2023

TÍTULO ORIGINAL: Mademoiselle Haas

© Éditions Gallimard, París, 2016

© de la traducción, Manuel Arranz, 2023

© de esta edición, Editorial Periférica, 2023. Cáceres

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN: 978-84-18838-61-3

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

 

 

 

 

Hay una liebre en cada cajón

y cada liebre se enfría

como una fruta escarchada

como una castaña confitada

y se encuentra de repente

sumergida en su pasado

JACQUES PRÉVERT, «Las grandes invenciones», Palabras, 1946

Tienen veinte años, treinta o alguno más en 1934. Trabajan.

Se llaman señorita Haas.

Son bibliotecarias (adjuntas), porteras, cocineras, peluqueras (¿de qué hablaban las mujeres en la peluquería en Belleville en 1938?), costureras, fresadoras, enfermeras, escritoras (único neologismo femenino en esta lista), criadas, maestras (¡ay!, ¡casi todas habían soñado con ser maestras!), periodistas, asistentas, investigadoras (auxiliares), obreras de la metalurgia, libreras (empleadas), pianistas, físicas, urdidoras, comadronas, dependientas…

Tenían sesenta años, setenta o alguno más en 1974. Tal vez. Yo tenía veinte. Pude coincidir con alguna de ellas en una manifestación o en cualquier otra parte.

Las vemos en 1934 y un poco después.

Trabajan. Casi todas, con las manos: manos de comadrona, manos de obrera, manos de pianista. Son auxiliares, adjuntas, temporeras, señoritas.

Sueñan. Embargadas por la alegría y el dolor, viven una historia llena de ruido y de terror. Su trabajo no aparece en los libros de historia. Son invisibles. Olvidadas. Omitidas, más bien.

Son únicas, son encantadoras.

En blanco, en negro, en gris, he reunido algunos momentos de sus vidas, como un mosaico que cuenta su presente, su historia, la mía, la nuestra.

CATHERINE, 6 DE FEBRERO DE 1934

Los martes no eran el mejor día para Catherine, pues trabajaba los miércoles temprano. Pero no tenía elección: los miércoles por la tarde, el médico estaba en el hospital y no pasaba consulta. Además, Marie había dicho que, si no estaba de más de dos meses, todo transcurriría tan rápido y tan bien que Catherine podría dar clase al día siguiente por la mañana. Y le había pedido una cita para aquel día, después de la escuela, cuando terminaran las consultas oficiales del médico. Marie iría a buscarla después y la acompañaría a su casa.

A las cinco y media ya había anochecido. Catherine se metió en el metro. En las escaleras se encontró con uno de sus vecinos, que la saludó y le dijo: «¿Sale esta noche, señorita Haas? ¡Sea prudente!». Ella respondió con una sonrisa amable, enseñó su billete al revisor, llegó al andén justo antes de que se cerrara la puerta y se subió al primer vagón del tren que llegaba en aquel momento. Casi todos los viajeros se bajaron en la siguiente estación, République. Catherine se sentó. De una cosa estaba segura: no quería tener ese niño. Ni siquiera había pensado –aunque Marie se lo había hecho ver inmediatamente– en que perdería su empleo si tenía un crío, ya que no estaba casada. No quería aquel niño. Tener un bebé era un acto de amor. Así, o quizá de manera un poco menos explícita, pensaba Catherine, consciente de que no había sido precisamente el deseo de ser madre lo que la había llevado a esa situación. «¿No quiere casarse contigo?», le había preguntado también Marie. La pregunta, en la que ella tampoco había pensado, sorprendió a Catherine. Lo que él quería ella ni lo sabía ni tenía realmente interés en saberlo. No lo había vuelto a ver. Por lo demás, sólo se habían visto una vez: una súbita atracción satisfecha en un instante, ¿un error? Lo que sí sabía es que ella no lo quería. Y no le había dado tiempo a Marie para preguntarle si él estaba al corriente de que Catherine estaba embarazada. «No, no lo sabe ni lo sabrá.» Catherine asumiría su responsabilidad. Y Marie no llegó a decir que, en esos asuntos, siempre son las mujeres las que asumen. No hacía falta decirlo.

En la estación Bastille, Catherine se levantó, descendió al andén, enfiló un pasillo, subió una escalera, enfiló un segundo pasillo y una segunda escalera, un pasillo más y una escalera más, una puerta automática y acto seguido el andén en dirección a Porte-Maillot. El metro que llegó estaba a rebosar, pero se vació en Hôtel-de-Ville, donde Catherine pudo sentarse. La consulta del doctor estaba en la rue Saint-Florentin. Marie le había explicado que había una salida de metro justo al final de la calle. Tenía cita. El médico la esperaba y sabía a lo que iba. Catherine no había querido saber por qué Marie conocía a un médico del distrito VIII: ella siempre tenía un primo que… En cualquier caso, había sido categórica: «No vas a ir a ninguna de esas mujerzuelas que te lo hacen con ramitas de perejil o con varillas de hierro. Es demasiado arriesgado». Acto seguido le contó varias historias de mujeres que habían muerto por infecciones (septicemia, dicen los médicos); una de ellas se había quedado sin una gota de sangre. «Conozco a un doctor –había dicho entonces Marie–. Claro que será un poco más caro, pero te hará una rebaja porque eres amiga mía.» El precio en cuestión seguía siendo bastante elevado, especialmente para el salario de una maestra. Pero el médico se arriesgaba mucho. Después del millón y medio de jóvenes franceses que los gobiernos habían sacrificado en los campos de batalla, impedir el nacimiento de un niño sería un crimen contra la nación, una retórica cuya lógica dejaba mucho que desear, pero que había inspirado a los legisladores (hombres, naturalmente). Resumiendo, el aborto era un crimen, de modo que era caro. Catherine todavía conservaba algo de la herencia de su abuela bretona. Había metido los dos mil francos que le pedían en un sobre, y éste a su vez en el fondo de su bolso: aproximadamente dos meses de su salario. Oficialmente iba a la consulta del médico porque tenía dolores de vientre.

El metro llegaba a la estación Concorde. Una muchedumbre o, mejor dicho, varias muchedumbres se empujaban en direcciones opuestas y chocaban violentamente en el pasillo. Catherine oyó exclamaciones, gritos, «¡Abajo los ladrones!», alaridos y otros ruidos, choques, que provenían del exterior y que ella no comprendía. Temió que la arrastraran, pero consiguió abrirse camino y alcanzar una de las salidas de la izquierda, la primera que vio, pensando que encontraría fácilmente la rue Saint-Florentin una vez estuviera fuera.

Salió a una esquina de Tuileries. La naturaleza de aquel clamor se aclaró: identificó algunos eslóganes, ráfagas de disparos, de ametralladoras sin duda, un enorme jaleo, algunos incendios en la plaza, un autobús en llamas volcado que iluminaba vagamente la estatua de Strasbourg; más lejos, el obelisco y gente corriendo, boinas, camisas de color. Hasta ese momento no recordó que aquella tarde se habían convocado varias manifestaciones: Acción Francesa, los excombatientes, los de la Cruz de Fuego… La gente gritaba: «¡Dimisión! ¡Dimisión!». Entonces comprendió el consejo que le había dado su vecino, el ingeniero, al que había saludado en la estación de Lancry. Catherine era una mujer moderna, plenamente consciente de que vivía en el siglo XX, y no en la Edad Media, como decía a menudo. Ni su educación ni su fe cristiana le impedían amar la libertad. Ni la vida ni la situación por la que atravesaba el mundo la dejaban indiferente, incluso colaboraba con el sindicato de maestros, aunque sus problemas personales actuales habían relegado a un segundo plano en su conciencia los acontecimientos de la vida política. Estaba enterada, por supuesto, de la muerte de Stavisky y de la caída del Gobierno de Chautemps, pero, absorbida por su problema aquellas últimas semanas, había seguido la actualidad de lejos. Al mismo tiempo recordó también que el objetivo de los manifestantes era la Cámara Baja, justo al otro lado del puente, donde se iba a presentar el nuevo Gobierno. La policía, por supuesto, trataba de impedirles llegar. Catherine se encontraba en medio de aquel follón de milhombres, de delincuentes, de miembros de la Cruz de Fuego, de delatores, de patriotas, de escultistas, flores de lis sobre banderas tricolores. Decididamente, aquel martes no había sido una buena elección.

Aun así, necesitaba acudir a la rue Saint-Florentin. Apenas tenía que cruzar la rue de Rivoli. Apenas… si no fuera porque esa calle estaba bloqueada, atestada por una agitada muchedumbre, en vista de lo cual habría de atravesar aquella marabunta sin dejarse arrastrar y evitando que la agredieran. Muchos de aquellos hombres, sobre todo había hombres, iban provistos de proyectiles o blandían bastones. A pesar de todo, Catherine se esforzó por avanzar, aunque seguía en la acera de Tuileries. En cualquier caso, estorbaba. Algunos jóvenes bien vestidos arrancaban adoquines que ellos mismos, u otros como ellos, arrojarían a los policías. La empujaron sin contemplaciones, de manera que volvió a encontrarse zarandeada por la muchedumbre, aturdida, desamparada, presa del pánico, arrastrada, a veces incluso llevada en volandas contra su voluntad. Trató de defenderse, de luchar. Pero fue en vano. Se ahogaba. Los flashes de las cámaras fotográficas que crepitaban a su alrededor la deslumbraban. Iba a desmayarse, a caerse; la pisotearían, la aplastarían. Oía, más fuerte que los aullidos de los manifestantes, una trompeta, e inmediatamente después, los relinchos y los cascos de los caballos. La última cosa que vio fue el reflejo de un flash sobre la reluciente cruz de un caballo por encima de ella.

Trató de abrir los ojos. Estaba tumbada sobre una camilla y le dolían terriblemente la cabeza, el pecho, el brazo izquierdo, el vientre. Se oía todavía mucho ruido y trajín. Perdió el conocimiento de nuevo.

No se despertó del todo hasta mucho más tarde. Estaba en una cama de hospital, seguían doliéndole el vientre y la cabeza, y llevaba un vendaje alrededor del cráneo, como constató con su mano derecha. También tenía vendada la mano izquierda. Una enfermera joven, ajetreada pero sonriente, iba de cama en cama.

«¿Cómo se encuentra, jovencita? Es normal que esté dolorida después de los golpes de anoche. Pero no tiene nada roto: tranquilícese. Enseguida pasará a verla un médico. Estamos desbordados y vamos con un poco de retraso», le dijo a Catherine, y a continuación le preguntó su apellido.

«Haas, con dos aes, ¡vaya, vaya! ¿Y tiene nombre de pila?»

Catherine respondió a sus preguntas y, súbitamente inquieta al volver a la realidad, preguntó dónde estaban sus cosas.

«Su ropa está ahí. No en muy buen estado. En fin, usted verá.»

Luego, al enterarse de que Catherine era maestra y vivía en el boulevard Magenta, la enfermera se extrañó.

«Pero ¿qué hacía usted en medio de aquellos exaltados? ¡Ésa no es su lucha! ¿Qué le ha hecho a usted la República?»

Catherine respondió que se encontraba allí por casualidad, que pasaba por allí, que iba a casa de unas amigas. La enfermera la escuchaba no muy convencida. Por si fuera poco, Catherine se enredaba. Cuando por fin recordó lo que realmente estaba haciendo en la place de la Concorde, preguntó nerviosa por su bolso.

«No llevaba ningún bolso cuando la trajeron. De lo contrario, habría comprobado su documentación y no tendría que haberle preguntado su nombre ni su dirección.»

A Catherine le entró el pánico: necesitaba su bolso, insistió, como si la enfermera pudiera hacer algo. Hablaba atropelladamente mientras pensaba, como es natural, en los dos mil francos.

«La documentación da lo mismo. Se la volverán a hacer. Lo importante es que está viva. ¿Se da cuenta de lo que le habría podido pasar? Espero que la próxima vez se comporte con más sensatez.»

Y se ocultó tras la cortina para atender el lecho vecino, lo que dejó a Catherine en un estado de gran confusión mental. Había faltado a su cita y perdido su dinero. Ya no podría pagar al amigo de Marie. La situación no era como para echar las campanas al vuelo. Cuando llegó el médico, trató de incorporarse.

«Ajá, la señorita tiene nombre. Buenos días, señorita Haas. No tiene nada roto, ¿no se lo ha dicho la enfermera? Un esguince en la muñeca izquierda: nada grave. ¿No será usted zurda? La cabeza le dolerá hoy un poco y seguramente también mañana; voy a darle unas pastillas. Es usted maestra, ¿no es así? No, hoy no trabajará, es tarde en cualquier caso; sus alumnos están en el recreo en estos momentos. Mañana es jueves, descanse y, si es absolutamente imprescindible, el viernes ya podrá volver a sus clases. ¿No se habrá olvidado de multiplicar? A ver, ¿ocho por siete? Bueno, al menos sonríe. Vamos a ponerle una ambulancia para que la lleve a su casa: no puede coger el metro en este estado, y menos todavía con esa ropa. ¿No estaba su marido con usted? Estará preocupado.»

Catherine hizo esfuerzos por responder, pero estaba pensando en su bolso y, sobre todo, en sus dos mil francos. Aquello era una auténtica catástrofe, no sólo un golpe en la cabeza. Pero el médico no había terminado.

«Tengo que decirle algo más. El bebé. Tendrá que intentarlo de nuevo.»

Y al ver que ella lo miraba como si no comprendiera, añadió:

«¿No sabía que estaba embarazada? El golpe le ha provocado un aborto. Pero usted es joven: tiene tiempo de sobra para tener los hijos que quiera.»

LÉOPOLDINE, 10 DE DICIEMBRE DE 1934

–¿Dónde transcurre esta escena?

–En un gran café parisino.

–¿Cómo se llama ese café?

–À Capoulade (cafetería heladería grill-room).

–¿De dónde sale ese nombre?

–¿Del propietario quizá? ¿O de un propietario anterior?

–¿Dónde se encuentra?

–En el número 63 del boulevard Saint-Michel.

–Concrete algo más.

–En París; distrito V; en la esquina norte del boule­vard y la rue Soufflot.

–¿Cómo se referiría un geógrafo a ese lugar?

–48º 51’ N; 2º 20’ E.

–¿Cuándo tiene lugar esta escena?

–El 10 de diciembre de 1934.

–¿Qué día de la semana era ese 10 de diciembre?

–Un lunes.

–¿Qué hora era?

–Las doce y cuarto exactamente.

–¿Qué tiempo hacía?

–Parcialmente nublado; más bien agradable; viento moderado por el oeste; la escena transcurre durante un claro.

–Concrete.

–13 ºC; viento moderado del sudoeste.

–¿Cómo calificaría usted la atmósfera del café?

–Cargada; fuerte olor a col.

–¿Quiénes son los protagonistas de la escena?

–Los clientes del café, en la barra o en las mesas; el dueño, detrás de la barra; el camarero que va y viene del comedor a la barra.

–Describa la barra, lo que hay encima y lo que hay debajo.

–La barra es de estaño; encima están los vasos de cerveza, de pastís y de otros aperitivos (Cusenier, Dubonnet, Fernet-Branca), de vino blanco y de vino tinto, con o sin limón; las tazas de café de loza verde (por fuera) y blanca (por dentro) sobre sus platos, con el borde dorado; los ceniceros publicitarios amarillos en forma de triángulos con las esquinas romas, llenos o vacíos; los huevos cocidos en sus soportes metálicos; cruasanes en sus cestillos; serrín, colillas.

–Describa al dueño, su actitud, sus gestos.

–Es un hombre bastante corpulento, con los cuarenta cumplidos, tez llena de manchas rojas, pelo pajizo, cráneo despoblado; tiene un trapo en la mano y está secando vasos sin dejar de hablar con los clientes, excepto cuando grita alguna comanda a través de la ventana que hay a su izquierda, entre la cocina y el comedor.

–Califique su forma de hablar.

–Incontenible verborrea; asentimiento a todo lo que dicen los clientes; lugares comunes.

–Ponga algunos ejemplos de esos lugares comunes.

–«No me diga», «¡Ay, los jóvenes de ahora!», «¡A la guerra los mandaba yo!», «¡Mávalecucharkacerselsordo!», «Nitecuén».

–Describa a los clientes que participan en esta conversación.

–Tres hombres prácticamente de la misma edad que el dueño; uno lleva un gorro de lana a cuadros, y los otros dos, boinas negras; los tres llevan cazadora de cuero; uno de los de la boina tiene una colilla apagada y amarilla pegada en la comisura de los labios.

–¿En qué puntosdifieren sus opiniones?

–El fútbol, Violette Nozière, el amaño de las carreras de caballos, la cerveza antes de comer.

–¿Hay otros clientes en el café?

–Hay mucha gente; hay otros clientes en la barra y todavía más en el comedor, cuyas mesas están ocupadas en su mayoría.

–¿Qué hacen esas personas?

–Beben, comen, hablan.

–Reproduzca esas conversaciones.

–Uno cuenta un accidente: dos coches han chocado de frente, un muerto y diez heridos, él estaba presente, o casi, pues uno de sus vecinos se encontraba allí, lo vio todo y se lo contó; tres viejos comentan la copa de Francia de fútbol; seis hombres todavía jóvenes, seguramente profesores, hablan ruidosamente de matemáticas; un cliente con pinta distinguida lamenta que no se represente La viuda alegre durante los pocos días de su estancia en París; otro ha asistido la víspera a una manifestación de amputados, en la escalinata de la Ópera, en fin, sonríe burlonamente, los que no estaban en sus carritos estaban en los escalones; su interlocutor le muestra la portada de LePetit Parisien, mira, éste también es uno de ellos, «el hombre del día» es un mutilado; como mi cuñado, dice un tercero en discordia, que ha perdido el ojo derecho y la pierna izquierda; en otra mesa se habla de Violette Nozière, ¿la indultarán?, se preguntan.

–¿Cómo calificaría usted a la clientela?

–Entre popular y acomodada; jóvenes y viejos; profesores de la Sorbona y taxistas; masculina.

–Concrete esto último.

–No hay más que tres mujeres; una cuarta trabaja en la cocina; se oye su voz cuando una comanda está lista, pero no se la ve.

–Describa a esas tres mujeres.

–Dos de ellas tienen unos cuarenta años, sombreros planos tipo boina y traje de chaqueta gris; una lleva un camafeo y la otra un broche esmaltado; hablan mientras comen endivias braseadas.

–¿Dónde está la tercera mujer?

–Está de pie, en la barra.

–¿Y bien?

–Un lugar raro para una mujer, sobre todo sola, sobre todo de su edad.

–¿De qué edad?

–No más de veinte años.

–Descríbala.

–Melena larga, pelirroja; no lleva sombrero, sino una diadema verde; el abrigo, negro, cerrado; está tomando un café; las manos casi siempre en los bolsillos; su actitud es prudente y reservada, de manera que los hombres que hay en la barra no se dirigen a ella.

–¿Qué hacen esos hombres?

–Uno lee L’Humanité; los otros tres, Le Petit Parisien.

–¿La chica lee algún periódico?

–No, no lee ningún periódico.

–¿Qué hace entonces?

–Piensa en algo; parece estar inmersa en sus pensamientos; escucha lo que está diciendo el dueño como si tal cosa.

–Piense en un nombre para la chica.

–Se llamará Léopoldine Haas.

–¿Qué explicación tiene ese nombre tan poco común?

–Su madre había leído, en la escuela municipal, el poema de Victor Hugo «Mañana, al alba, cuando el campo blanquee»,1 y le había gustado mucho. Decidió ponerle el nombre de la hija muerta del poeta.

–Invéntese una historia folletinesca con la chica como protagonista y cuéntela.

–El padre de la chica era un obrero llamado Albert Haas; murió de tuberculosis hace un año; la madre es empleada de una imprenta y se llama Françoise, Françoise Haas; dos semanas antes de que tenga lugar esta escena, la madre ha confesado a la hija, como le había prometido hacer a su marido, que él, Albert Haas, su padre según el registro civil, no era su verdadero padre; durante la guerra, Françoise, que trabajaba en la imprenta Delagrave, rue Soufflot, había tenido una breve aventura con el hijo del dueño de un café del barrio; la guerra y la cercanía posible de la muerte sin duda aceleraron los acontecimientos; Léopoldine había sido concebida durante un permiso y, durante otro permiso, Françoise se casó con Albert; la niña nació en 1916; Albert había vuelto sano y salvo de la guerra (la tuberculosis no cuenta) y los tres juntos habían vivido felices –como se dice en los cuentos– en otro barrio de París, place du Combat; al sentir la muerte próxima, Albert había convencido a Françoise de que quizá a Léopoldine le gustaría tener un padre, y que al hijo del cafetero quizá le gustaría tener una hija, y que, en cualquier caso, era la chica la que debía decidir; Léopoldine tiene la cabeza bien amueblada y una buena espalda; sabe perfectamente quién es su verdadero padre y, si bien ella admira sus escrúpulos y su delicadeza, no está del todo convencida de que haya hecho bien al darle a conocer esta información; pero, por respeto a esa promesa, ha decidido ir a ver a ese hombre; lleva en el cuello la cruz de su madre.

–Trate de evitar los tópicos.

–Es una cruz de oro, vulgar y corriente: no hay ninguna posibilidad de que el cafetero la reconozca; además, la lleva bajo el abrigo, que no se ha desabotonado.

–Bien resuelto.

–¿Qué profesión tiene?

–Es obrera.

–Obrera es una clase social, no una profesión. ¿Qué profesión tiene?

–Es fresadora.

–¿Dónde ejerce ese oficio?

–En quai de Javel; en las fábricas de la Citroën.

–¿Podría explicarnos en qué consiste su trabajo?

–Fresa las tuercas hexagonales de latón o de acero.

–¿Y hace muchas?

–Produce alrededor de tres mil al día.

–¿Para qué sirven esas piezas?

–Se emplean en algunas partes de los coches, pero Léopoldine Haas no sabe cuáles son.

–¿Cómo calificaría usted este trabajo?

–Alienante, repetitivo, cansado, peligroso, mal pagado.

–¿Cómo es que se encuentra en un café del barrio latino un lunes a la hora del almuerzo?

–Ese día trabaja en el turno de tarde y ficha a la una y media. Por eso está allí, en un extremo de la barra de estaño, desde donde observa y oye al dueño del café.

–¿Quéoye?

–Un griterío, exclamaciones que escapan de ese griterío: «Marcel, tráenos una jarra, por favor», «Yo estaba en los cazadores de montaña», «En la carretera de Saint-Cyr», «Una de esas busconas, no te digo más», «El cálculo diferencial, durante veinticinco años», «Conozco a una mecanógrafa que», «¿Se da cuenta?, el pobre tipo, muerto por dos francos»; el camarero que grita los pedidos: «Tres cabezas de ternera», «Un café», «Y un carajillo de ron», «Un bocata de salchichón con mantequilla»; el silbido de la cafetera de vapor; el choque de su pulsera contra la barra al apoyar la taza; la puerta que se abre y se cierra; el leve ruido sordo de un huevo cocido al golpearlo contra la barra de estaño; el encargado pontificando.

–¿Qué dice mientrasse bebe el café?

–Participa en varias conversaciones al mismo tiempo dando siempre su opinión; quiere que el camarero le dé la razón cuando sostiene que el trabajo de los Nectars, los repartidores en triciclo de Nicolas, no se puede comparar con el de los camareros de los bares; critica la forma en que jugó el Red Star, al que Quimper hizo morder el polvo ayer en el transcurso de un partido de la Copa de Francia, «¿Y tú llamas a eso fútbol?»; pide que se deje ya de hablar de «esa puta de Nozière» y añade que el tipo de Grisy que ha matado a su mujer ha hecho bien, al fin y al cabo ella le había jurado fidelidad, «no tenía que haberse ido».

–Describa los pensamientos de la chica.

–Le ha entristecido oírlo decir que «la Nozière se acostaba hasta con judíos y árabes»; le ha sorprendido que se volviera hacia ella y añadiera: «Tome nota, queridita»; se pregunta cómo sería diecinueve años atrás para haber gustado a Françoise, al menos fugazmente, con más pelo, a buen seguro pelirrojo; le suprime mentalmente la barriga, pero no consigue olvidar sus palabras.

–¿Cuánto tiempo le ocupan esos pensamientos?

–Algunas fracciones de segundo.

–Cuente qué hace a continuación.

–Deja una moneda sobre el mostrador y dice: «Yo no soy su queridita»; se da media vuelta; abre la puerta de cristal sin escuchar a los hombres del bar reír socarronamente; respira el aire fresco, el viento frío del bulevar, y se dirige hacia el cruce con Odéon, donde cogerá el metro para volver a la fábrica.

–Describa qué cambia su ausencia en el ambiente del café.

–Nada.

–Sea más precisa.

–Las dos mujeres en traje de chaqueta continúan comiendo sus endivias y recitando poemas de Théophile Gautier; los lectores de