La sirena negra - Emilia Pardo Bazán - E-Book

La sirena negra E-Book

Emilia Pardo Bazán

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Beschreibung

Gaspar de Montenegro es un joven decadente de origen aristocrático que deambula por las calles de Madrid, perdido en sus oscuros ensueños, mientras su hermana se esfuerza por casarlo. Sin rumbo y sin espíritu, seducido por el hechizo de la muerte, Gaspar tomará una decisión que marcará su vida de forma definitiva… Novela crepuscular y psicológica, escrita poco antes de su publicación en 1908, "La sirena negra" es una de las últimas obras de Emilia Pardo Bazán. Con numerosos rasgos de la estética finiseculasr –simbolismo, melancolía, aristrocratismo, cuestionamiento de las convenciones, espritualismo–, su protagonista se ve dominado por un ansia de aniquilamiento. Sin embargo, doña Emilia es capaz de captar de nuevo el espíritu de su tiempo a través de este extraño perfil, ahora alejado del naturalismo, y con gran agudeza retrata la penumbra trágica de una sociedad en constante transformación. En 2021 se conmemora el Centenario de Emilia Pardo Bazán con múltiples eventos para recordar su obra. Nada mejor en homenaje a esta gran autora que recuperar esta obra, casi desconocida, si la comparamos con "Los Pazos de Ulloa", pero no por eso menos importante, ambas incluídas en la prestigiosa colección de Clásicos Castalia.

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En nuestra página web: www.castalia.es encontrará el catálogo completo de Castalia Ediciones comentado

Diseño de la cubierta: RQ

Ilustración de la cubierta: The Depths of the Sea, Edward Burne-Jones, 1887, Harvard

Art Museums/Fogg Museum, Cambridge (EE UU).

Primera edición impresa: septiembre de 2021

Primera edición en e-book: noviembre de 2021

© de la edición: Susana Bardavio Estevan y Álex Alonso Nogueira, 2021

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2021

Diputación, 262, 2º 1ª

08007 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-9740-872-1

INTRODUCCIÓN

NOTA SEMIBIOGRÁFICA

«Esas semibiografías que los escritores padecemos, arregladas para diccionarios, plagadas de inexactitudes y de ambigüedades, no son el faro que guía, sino la hoguera que lleva al escollo con su reflejo intermitente1».

En una polémica de 1882, el escritor y periodista gallego Aureliano Pereira señalaba la dificultad de reducir a un perfil único la emergente figura de Emilia Pardo Bazán:

La señora Pardo Bazán nos ofrece, con su modo de obrar y de pensar, una contradicción inexplicable. Afirma que pertenece a esa comunión; con actos políticos (digámoslo así), lo ha probado, y, no obstante, su espíritu contradice todo eso. Ella ama el progreso, ella rinde culto a todas las conquistas de los tiempos modernos, su talento es libre, está exento de preocupaciones, y en la esfera del arte se mueve y obra siempre libremente2.

Si la publicación de La cuestión palpitante, primero en La Época (1882) y luego como volumen exento (1883), la había situado en el centro de la esfera pública y del campo literario, hacia 1908 el nombre de Pardo Bazán designaba algo más que a la principal escritora del país3. Sus dos apellidos referían la imagen rotunda y dinámica no sólo de una novelista sino, sobre todo, de una intelectual. Gracias al importante prestigio adquirido en la república de las letras, había logrado ser una voz autorizada en los diferentes debates que se sucedían en el seno de la esfera pública: sobre la crisis moral después de la derrota del 98; sobre la persistente desigualdad sufrida por las mujeres, aun por las de su clase; sobre la necesidad de un nuevo arte de hacer novelas que, mirando siempre al referente francés, fuera moral, estética y políticamente útil para la crítica situación en la que se encontraba España. Su posición o, mejor dicho, las sucesivas posiciones que ocupó4 fueron el resultado de un esfuerzo sostenido tanto a través de sus publicaciones como de diferentes estrategias para la obtención de capital social: desde el salón de tertulias a la presencia constante como articulista, pasando por su labor como editora de empresas periodísticas y de publicaciones más especializadas, hasta su brillante trabajo como escritora de ficción, por el que fue reconocida dentro y fuera del Estado, e incluso traducida a diferentes lenguas europeas5.

El valor del nombre Pardo Bazán como designador rígido de su persona no puede ocultar, sin embargo, que debajo de sus palabras –verdaderas «intervenciones» en el debate y no meros comentarios– y de su enérgica voz subyacen un buen número de contradicciones. Por ello, su biografía no puede recuperarse ni como una trayectoria lineal que culmina en su estatua sedente de una mujer anciana, ni como un movimiento pendular de alguien que persigue las novedades por el mero hecho de estar à la page, como a veces se la intentó representar en vida. Las contradicciones de Pardo Bazán, que señala Aureliano Pereira, precisan una historización cuidadosa, pues responden a su intervención en campos que siguen lógicas a veces radicalmente opuestas. Así, mientras en el campo literario actuó como una cierta vanguardia en la renovación de las formas, en el político, a pesar de distanciarse de carlistas y neos –a los que se aproximaría de nuevo en sus últimos años–, nunca dejó de definirse como católica ortodoxa6. Sin embargo, en las cartas a Giner de los Ríos lamentaba el control que su marido ejercía sobre la educación neocatólica y reaccionaria de su hijo Jaime, y le pedía tutoría para poder educarlo7. Del mismo modo, intentó conciliar su posición de dama e incluso de escritora católica con las visitas y la declarada admiración por Émile Zola. Por último, compaginó su defensa de la igualdad de la mujer con su militancia en partidos y sectores abiertamente antiigualitarios, cuyo triunfo hubiera supuesto la pérdida de la autonomía intelectual que ella reclamaba para las mujeres. La lógica propia de cada uno de los campos en los que quiso actuar, el literario, el cultural, el político e incluso el religioso, evidencia de un modo diáfano las dificultades para escribir su biografía. Esto es, revela lo intrincado que resulta representar «una vida» como un relato simple que haga abstracción de los contextos simultáneos en los que ella quiso estar presente a la vez y sin perder ni un ápice de autoridad.

Las contradicciones de Pardo Bazán se manifiestan también en su diferente interpretación de un mismo objeto, lo que la empujó a formular discursos aparentemente irreconciliables. Por su relación con la novela que aquí se edita, resulta pertinente recordar a este respecto su cambiante postura ante el decadentismo. La evocación casi amable de la escritura y del ethos de los autores decadentistas, que justificó nostálgicamente en un texto fundamental de 1916, El porvenir de la literatura después de la guerra8, contrasta con la valoración que había hecho de esos mismos autores y de la corriente decadente en los textos más próximos al triunfo del movimiento, en plena resaca del naturalismo9. Así, a finales de los años ochenta se despertó su interés por la teoría y la práctica de la novela psicológica, posiblemente por el agotamiento del naturalismo y por un intento de combatir algunas ideas clave de la teoría de Zola10. No obstante, la tentativa de acercarse a esta nueva forma de la novela conservadora respondía también a la necesidad de controlar la expansión de la prosa simbolista y decadentista11. En esos momentos, estas corrientes se percibían como una amenaza nihilista al núcleo de valores morales, políticos y estéticos más conservadores, que la autora siempre intentó defender –por más que su ficción a veces desatase unos efectos difíciles de prever.

Esta tensión moral y política de su escritura es una de las claves permanentes de su trabajo letrado. Cuando en 1886 Narcís Oller le solicitó unas páginas para poner al frente de la edición de Los pazos de Ulloa, la autora intentó dejar claro en todo momento que su trabajo literario surgía en un contexto político. Es más, sugirió que bajo su escritura subyacía no sólo un proyecto original de creación, sino también de regeneración moral, política y estética o, tal vez, moral y política a través de la estética. En aquellos «Apuntes autobiográficos», la autora situó su acercamiento inicial a las letras en el contexto del regreso de los voluntarios de la Guerra de África12. Ese momento de exaltación patriótica supuso para ella, literalmente, una emoción política. El sentimiento que le produjo percibir directamente a la nación en aquella tropa, una nación más allá del gobierno y del estado, la empujó a la escritura. En un texto tan relevante como el prólogo a Los Pazos de Ulloa, su literatura se legitimó como un proyecto político, no como una representación puramente sentimental o expresiva, ni como una búsqueda interior, ni tampoco como un ejercicio estilístico de imitación literaria. Esta conexión entre escritura y política fue una estrategia retórica con la que Pardo Bazán puso en valor sus trabajos literarios, que no eran, por tanto, un mero pasatiempo producto de un momento de ocio, sino el fruto de un compromiso patriótico. De este modo, en un fragmento significativamente eliminado en estos mismos apuntes, explicaba que su acercamiento a las nuevas tendencias de la literatura francesa, perífrasis con la que se refería al naturalismo, era consecuencia de la convicción de que ciertas ideas estéticas «referentes a la novela sobre todo», si eran «escogidas y depuradas», podrían «ser útiles al desarrollo de la novela nacional»13. En opinión de la autora, el tratamiento naturalista de la novela como un «estudio serio» había ayudado a cambiar su estatus de género menor y eminentemente popular, y a mostrar su capacidad para contribuir a la constitución de una moral y de una lengua comunes. De hecho, en un intento de aquilatar su perfil de intelectual, afirmaba que, al inicio de su carrera, ella había preferido dedicarse al estudio de la filosofía y a la escritura de ensayos serios, como su trabajo sobre el padre Feijoo o su biografía de San Francisco, y no a la ficción en prosa. Sólo cuando entendió la novela como un género intelectualmente valioso, alejado tanto del folletín a la Dumas como de la novela histórica a la Scott, se lanzó a cultivarlo, explicando cuidadosamente que, lejos de ser una ficción imaginaria, la novela era el «género de la verdad»14.

Más allá, por tanto, de esa experimentación constante de lenguajes narrativos nuevos, que sus críticos –Clarín, por ejemplo– interpretaron como el gesto superficial de quien sólo busca estar a la moda, Pardo Bazán no construyó su autoridad de novelista sobre una búsqueda vacía de la novedad, sino que intentó encontrar un lenguaje verdadero, a la altura de la filosofía y la religión. Y era el lenguaje, la renovación de la destrozada habla castellana, la segunda gran razón con la que justificaba sus trabajos novelescos. Leyendo con cuidado sus emociones políticas, incluida la de aquellos proyectos naturalistas que, como ha estudiado José Manuel González Herrán, se vieron limitados por su apego a cierto lenguaje y retórica románticos, es posible ver sus trabajos como un esfuerzo sostenido por crear una moral colectiva y depurar la lengua común, que ella consideraba como precondición de la comunidad política457-45715.

La pasión política de Pardo Bazán estuvo presente en muchas de sus reflexiones sobre temas en apariencia «puramente literarios» desde el inicio de su carrera hasta el final. Así lo manifestaba todavía en las cuartillas del volumen dedicado al decadentismo –o «decadentismos», como ella misma señala– con el que proyectaba completar su historia de la literatura francesa del siglo XIX. Allí escribía: «hubo decadencias “puramente literarias” y apenas escribo la frase puramente literarias la borraría, pues nada es puramente literario, y la relación, visible o no, entre lo literario y lo social e histórico, jamás se rompe interrumpe»16. No obstante, a lo largo de la década de los noventa, su reflexión política empapó tanto sus obras de ensayo y creación como sus intervenciones públicas. En el contexto de la crisis del 98, Pardo Bazán manifestó lo que Isabel Burdiel ha denominado un «patriotismo militante». Incluso actuó como abogada de la nación, primero ante el público francés, en una gira que comenzó en París, ciudad donde se había firmado la paz tras la humillante derrota de 189817. Su defensa de la nación española, de su cultura y de su historia, iba pareja a una revisión de los problemas del estado, en un regreso a posiciones regionalistas más atravesadas ahora por el organicismo tradicionalista que por ningún tipo de discurso liberal o federalizante. No hablaba ya de «España», sino de las «Españas», tal vez porque percibía el centralismo homogeneizador como el gran lastre de su patria. Todas sus intervenciones, en discursos pronunciados de Valencia a Ourense, perfilaron aún más el papel de intelectual político que Pardo Bazán quiso desempeñar a principios de siglo18.

Coincidiendo con este periodo, Pardo Bazán proyectó el conocido como «ciclo de los monstruos», que incluiría La sirena negra19. Esas obras incorporaron una reflexión sobre las clases altas y el momento nihilista que las elites tradicionales parecían atravesar, caduco ya el sueño imperial. En concreto, su idea sobre la novela en el cambio de siglo apuntaba hacia una regeneración que, yendo más allá del exhausto naturalismo, prestase atención no a los decadentes como Joris-Karl Huysmans, sino al modelo de novela psicológica que había sido teorizado por Paul Bourget20. Muy significativamente en una entrevista en Le soir en abril de 1899, cuya importancia ha subrayado Isabel Burdiel, Pardo Bazán declaró que el primero de sus referentes finiseculares seguía siendo el autor de El discípulo. Sólo tras una pregunta directa del periodista sobre Huysmans, la escritora reconoció su valor. La reciente conversión religiosa del autor decadente había dado lugar a cierta polémica entre los medios católicos, pues no parecía muy creíble. Por ello, Pardo Bazán no aprobaba al Huysmans de À rebours –a pesar de la huella que dejaría esta novela en su ficción, en concreto en La sirena negra–, ni mucho menos al de Là-bas, sino al de La Cathedral, una de sus últimas publicaciones121. Pardo Bazán, en cambio, había seguido con predilección a Bourget desde fechas tempranas: escribió sobre él en un artículo recogido en Al pie de la torre Eiffel (1889), más tarde en su Nuevo Teatro Crítico (1891), y fue un referente constante en sus textos. Esta preferencia mantenida por Bourget, y también por Éduard Rod, a quien dedicó dos estudios en La España Moderna que acabarían incluyéndose como epílogo a la traducción de la novela El silencio (1898)22, revela que su interés por la literatura finisecular se centraba sobre todo en el espiritualismo, que ella percibía como una reacción al naturalismo. Se trataba de una literatura propositiva y restauradora que no estaba atravesada por la pulsión negativa de los textos estrictamente decadentes.

La entrevista de Le Soir recuerda también que la conversión de Pardo Bazán en intelectual política tuvo un gran impacto en la representación de la cultura y la política española en Francia, especialmente en los años anteriores a la publicación de las novelas de su «ciclo de los monstruos». Así, el filósofo Alfred Fouillé, una de las principales referencias de la filosofía académica de finales del siglo XIX, y padrastro de otro filósofo muy leído en el fin de siglo, Jean Marie Guyau, la reconocía como autoridad primera en su importante monografía Esquisse psychologique des peuples européens (1903). En su descripción del estatus de la mujer española, por ejemplo, citaba directamente los estudios y ensayos de Pardo Bazán. En el año 1902, uno de los momentos clave en el que los autores encuadrados en la generación del 98 optaron por una cierta salida simbolista a la crisis de representación en España (el año de la Sonata de primavera de Ramón del Valle-Inclán y del Camino de perfección de Pío Baroja), la autora gallega publicó en La Revue un ensayo sobre «La littérature et la politique en Espagne». Por último, significativamente en 1907, el Mercure de France se hizo eco de la encuesta sobre el modernismo lanzada en España por el Nuevo Mercurio, cuya primera respuesta fue la de Pardo Bazán23. Sus palabras, lejos de la evocación amable que haría en El porvenir de la literatura después de la guerra (1916), subrayaban la fallida definición del modernismo, un concepto válido para referirse tanto al «misticismo», esto es, a la renovada tradición espiritualista y simbolista, como a la «rosserie», la morralla modernista, es decir, la bohemia, palabra que, como señaló Andrenio, tenía en ella un valor claramente despectivo24.

La persistencia a través de su trabajo de esta pasión política culmina de algún modo en el desatendido estudio que escribió para las Nuevas Castellanas (1905) del poeta extremeño José María Gabriel y Galán25. Las ideas de Pardo Bazán, cuando ya se encontraba trabajando en el mencionado ciclo de los monstruos, son muy reveladoras de esa posición reflexiva no sólo en torno a los problemas de la nación –la nación contra el estado, muchas veces–, sino de la importancia que otorgaba a la literatura en esta batalla no puramente simbólica. Convertida en crítica de su propio estamento, Pardo Bazán subrayaba que la literatura, en última instancia, «sólo interesa, en alto grado, a los que la hacen»26. Esto no significaba que el autor no tuviera una función social que coadyuvara a armonizar los componentes sociales para evitar los impulsos negativos, puramente nihilistas, capaces de conducir a la revolución, el fantasma de todos los escritores conservadores. Al contrario, llamaba «social a una forma de arte cuando concurre a mantener la estabilidad no inerte, sino activa, y hasta penetrada de ese impulso de renovación que se da en los organismos mientras vence en ellos lo integrante a las fuerzas desintegradoras». Esto es, un arte «opuesto a la revolución violenta»27, podríamos decir contrarrevolucionario o, más precisamente, partícipe de una revolución pasiva, en la que nuestra autora, como intelectual, desempeñó un papel no siempre reconocido. Es necesario tener en cuenta estos aspectos para entender qué significaba para la escritora su trabajo literario y cómo se entendía el propio nombre de Emilia Pardo Bazán a la altura de 1908, momento en el que entrega a la imprenta La sirena negra.

EMILIA PARDO BAZÁN ANTE EL FIN DE SIGLO

La sirena negra (1908) forma parte del último ciclo novelístico de Emilia Pardo Bazán, compuesto asimismo por la La Quimera (1905) y Dulce Dueño (1911). Las tres novelas han sido encuadradas dentro de las corrientes estéticas del fin de siècle. Como había sucedido antes con el naturalismo o la novela rusa, desde finales de los años ochenta Emilia Pardo Bazán se convirtió en una de las grandes difusoras de las mencionadas corrientes europeas28, a pesar de mostrar, como ya se ha mencionado, una actitud un tanto ambigua ante ellas. Por un lado, las alababa desde un punto de vista estético, pero, por otro, las criticaba desde sus presupuestos ideológicos. Paradójicamente, pese a esas reticencias, buena parte de su producción narrativa desde finales de la década de 1890 incorporó los lenguajes de las diferentes tendencias finiseculares: del naturalismo al decadentismo, pasando por la novela psicológica y la ficción espiritualista. Estas páginas pretenden profundizar más en las variadas circunstancias y razones que pudieron propiciar ese cambio en la trayectoria literaria de la autora29.

A la hora de abordar la recepción y práctica de las corrientes finiseculares por parte de la escritora gallega debe partirse de una premisa indicada anteriormente: a lo largo de su vida, Pardo Bazán participó de forma sucesiva y simultánea «en universos sociales variados y en posiciones diferentes dentro de ellos»30. Esto implica que sus tomas de posición literaria estuvieron influidas por factores diversos procedentes no solo de su situación concreta dentro del campo literario, sino también de la interacción con otros ámbitos, como el campo político o el religioso, y de condicionamientos sociales, como las limitadas posiciones accesibles a las mujeres, incluso las de clases acomodadas, que ella sufrió en carne propia. Atender a la confluencia de este conjunto de circunstancias, en ocasiones encontradas, permite explicar cambios aparentemente contradictorios en su discurso.

La producción literaria de Pardo Bazán, al menos hasta 1900, participó del proyecto moderno del Estado-nación, que, como ha argumentado Jo Labanyi, perseguía la consolidación de una sociedad civil homogénea, unida por un sistema cultural compartido31. La novela realista criticaba las contradicciones de esta homogeneización, al tiempo que contribuía a la formación de una identidad nacional al dirigirse a un público masivo que se identificaba con las inquietudes e intereses representados. Por tanto, cuando Pardo Bazán se aproximó críticamente a la producción europea decadentista, simbolista o de novela psicológica, lo hizo desde esos presupuestos y desde el convencimiento crítico, reiterado en muchas ocasiones, de que existía una vinculación entre la literatura y los procesos históricos en los que esta se desarrollaba. De ahí que, pese a su predilección por los hermanos Goncourt, representantes de un arte refinado, formalista y elitista que la cautivaba, afirmara en La cuestión palpitante que:

«La muchedumbre –dice Zola– no se prosternará jamás ante los Goncourt; pero tendrán su altar propio, riquísimo, bizantino, dorado y con curiosas pinturas, donde irán a rezar los sibaritas». Soy devota de ese altar, sin pretender erigir en ley mi gusto, que procede quizá de mi temperamento de colorista32.

Pardo Bazán reivindicó en varias ocasiones a los Goncourt33 como los precursores de las nuevas tendencias –a las que se refería casi indistintamente como simbolistas, decadentistas, neoidealistas o neorrománticas– que empezaban a consolidarse y disputar la hegemonía al naturalismo en Francia. Según la autora los hermanos compendiaban:

ciertas tristezas de la decadente civilización latina [...] resumen la caducidad de una nación y de una raza [...]. En ellos se patentiza el marasmo, la misantropía, el agotamiento del espíritu francés de veinte años a esta parte, pueden estudiarse los síntomas de esa lesión de la energía moral de que habla Bourget, esa parálisis de la médula que pide tratamiento por el hierro candente34.

De acuerdo con Pardo Bazán, la literatura que se estaba desarrollando en Francia manifestaba ese desgaste que venía sufriendo la nación desde la caída del Segundo Imperio. La fórmula naturalista no se adecuaba a las necesidades de la sociedad francesa, que, en palabras de la autora, anhelaba «volver a la moral, al misticismo quietista, a las merengadas de psicología y a las natillas del sentimiento»35. El tono escéptico de Pardo Bazán se debía, como ya se ha señalado, a la falta de ortodoxia en los posicionamientos espirituales y religiosos de los escritores franceses: «Peladan, como Verlaine, es católico, místico, y a más teósofo e iluminista; teológicamente hablando, no puedo admitir la ortodoxia de su catolicismo, en que entran muchas partículas de nigromancia, quietismo, brujería y superstición»36. Sin embargo, esta predilección de la autora gallega por una «religiosidad realista», en términos de Clarín37, respondía a que no consideraba adecuada esa literatura para España. En su artículo dedicado al libro italiano de crítica literaria All’avanguardia, de Vittorio de Pica, Pardo Bazán se había extendido en este asunto, matizando más claramente su opinión:

Hemos llegado a saciarnos de historietas vulgares, de incidentes íntimos y sin valor, contados con poca gracia, sin discernimiento, sin luz de cultura y sin esa emoción interna del artista que comunica atractivo a los pormenores trillados de la realidad. El simbolismo revela, al menos, que el autor, al concebir su obra, se ha tomado la molestia de derrochar cierta cantidad de fósforo cerebral, o lo que sea esa quisicosa que sirve de alambre conductor a la chispa del pensamiento. Y en Francia el simbolismo tenía que venir a su hora, pues hay un público culto que, no sólo lo entiende y puede hacerse cargo, sino que ya tiene sed de esas medulas y dobles fondos, como el público español del siglo XVII apetecía las disquisiciones teológicas en el drama. No así el de hoy. Si por acá despuntase un Peladan, le juzgaríamos probablemente lunático, estrafalario, sortílego y digno de ser encerrado en Leganés38.

Y aunque reconocía el agotamiento del realismo, la alternativa francesa no le parecía la adecuada para la sociedad española. Así, afirmaba a continuación:

Además, aun cuando por acá no nos luce el pelo, ni estamos muy boyantes, no sé si por virtud de nuestro hermoso cielo o de que la falta de bienes positivos aligera el ánimo y fortalece el corazón, ello es que no andamos tan desesperados como en Francia, ni somos tan rabiosamente pesimistas, ni sentimos lo que hasta los gatos llaman ya la «melancolía de fin de siglo», ni tenemos ese misticismo empecatado, ni esas «elegantes corrupciones». Al contrario: estamos en una racha de serenidad y alegría, y ya se verá cómo las últimas modas literarias francesas no marcan aquí ni aun la raya borrada instantáneamente que la varilla del niño juguetón abre en la superficie del agua39.

Según las palabras de la escritora, la sociedad española, pese a sus deficiencias materiales, no experimentaba ese estado de decadencia nacional que, por el contrario, manifestaba la francesa. En este sentido, el rechazo de Pardo Bazán de las corrientes decadentistas a la altura de 1890 se conectaba con que aún escribía para un público amplio, masivo incluso, en consonancia con ese proyecto moderno de construcción nacional. Al fin y al cabo, las corrientes finiseculares se caracterizaron por cuestionar los valores de una modernidad que ella estaba contribuyendo a construir.

A pesar de ello, la autora mantuvo su interés crítico y personal por esta literatura. No repasaremos el conjunto de sus opiniones al respecto, pero, por la incidencia que tuvieron después en su creación literaria, y en La sirena negra en particular, queremos recordar la notable atención que prestó a los autores que cultivaron la llamada novela psicológica, en concreto a dos de sus representantes: Paul Bourget y Edouard Rod. Al primero lo definió como filósofo, y al segundo como moralista, y en ambos percibió una intención restauradora de valores morales que permitirían, en palabras de la autora, resucitar a Francia, «exangüe desde la guerra»40. Pardo Bazán describió a Bourget, al menos en dos ocasiones, como «relojero del alma»41, por el profundo análisis psicológico de sus novelas, y celebró que su obra fuera «un eco más de ese regreso al cristianismo que se manifiesta como tendencia actual y dominante en algunos de los ingenios más selectos de Francia; en buena hora se diga»42. Como ya se ha indicado, a Rod, además de incluirlo en su «Ojeada retrospectiva a varias obras francesas» (1892), lo analizó con gran detenimiento en dos artículos consecutivos publicados en LaEspaña Moderna en diciembre de 1897 y enero de 1898, que servirían de epílogo de la traducción de El silencio en la editorial de esa misma revista. Pardo Bazán lamentaba la falta de una fe robusta en Rod, pero afirmaba que sus novelas eran: «Depresivas, descorazonadas, nihilistas de una parte; de otra, severas, honestas, y elevadas hasta el puritanismo; [...] impregnadas de esos sentimientos que dignifican al que los experimenta y le colocan en las alturas del arte y de la ejemplaridad sentimental»43. Por tanto, en los dos autores apreció y destacó la moralidad de sus obras, necesaria en el contexto francés en el que la deriva subversiva del decadentismo y el simbolismo era notable. Trató, por tanto, de discriminar entre una novela postnaturalista puramente negativa, la tradición de À rebours, y otra positiva, la novela psicológica, representada por obras como El silencio, de Rod, o El discípulo, de Bourget, cuyos valores compartía.

En el análisis de la novela de ambos autores formulaba también una crítica: la vocación de ser más pensadores que novelistas, como Clarín había subrayado en Bourget. De acuerdo con Pardo Bazán, esta tendencia afectaba a la narratividad y, por tanto, obstaculizaba la disputa por el centro del campo literario tanto a Zola como a la llamada novela novelesca. Sin embargo, mientras en los artículos que les dedicó en 1889 y el 1890 consideraba ese rasgo perjudicial, puesto que podía fatigar al lector, en los que escribió sobre Rod a finales de esa década, desapareció el matiz negativo y lo presentó como una marca de distinción. Las novelas de Rod, en palabras de la autora, se dirigían a «personas refinadas y cultas», no a «gente indocta», únicos en los que su reflexión moral podría causar «efectos perniciosos»44. Se trataba, por tanto, de una literatura dirigida a una élite ilustrada, no al público general incapaz de comprenderla.

Esta distinción elitista entre los lectores, que de algún modo reconocía la incapacidad para ser Zola y vender decenas de ediciones de sus novelas, se hará más profunda en los años venideros. Así, en 1900 afirmaba en su comentario a El Fuego de D’Annunzio:

Desganado siempre el público español cuando se le ofrece en el libro vaga y amena literatura, sólo transige con ella bajo ciertas condiciones –las mismas que D’Annunzio desdeña profundamente. Claridad, facilidad; color local o regional; poco o ningún cerebro; mucha y rica paleta; asunto dramático; alarde castizo; un tradicionalismo discreto; esto suele exigirse a nuestros novelistas. No existe aquí esa ancha zona intelectual, donde prenden y se propagan las doctrinas, y encuentra lectores un pensador poeta capaz –según frase de un escritor español– de ser foco y filtro a la vez de ciertas ideas de su tiempo45.

El distanciamiento de Pardo Bazán respecto al gran público coincidió con unos años críticos para la autora. Como ha destacado Isabel Burdiel, la década de los noventa se fue complicando para ella, tanto personal como públicamente. En marzo de 1890 murió su querido padre, José Pardo Bazán. Después de tres años y un enorme esfuerzo personal, a finales de 1893 se vio en la obligación de clausurar su revista, Nuevo Teatro Crítico. Las invectivas de sus detractores más relevantes, como Manuel Murguía o Clarín –de quien recordaremos alguna más adelante–, fueron incisivas en esa época, y sus posturas feministas se ridiculizaron sistemáticamente desde distintos frentes. Como le confesaba a Galdós, se sentía cada vez más sola en el mundo literario. En 1898 abandonó la cátedra de la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo, fundada en 1896, y su lugar lo ocupó casualmente Clarín46. Ni siquiera sus novelas Doña Milagros (1894) y Memorias de un solterón (1896) gozaron de una buena acogida por parte de la crítica y del público47. No es de extrañar que fuera a finales de esta década cuando comenzó a planear un proyecto literario que se aproximaba a la estética de Rod o Bourget, más pesimista, conservador, moral y elitista y, por tanto, que estaba alejado del ideario moderno, que abarcaba a un público más amplio y aspiraba a hacer del género narrativo un elemento clave en la construcción y en la difusión del relato nacional.

La aceptación de cuál era su nuevo lugar en el campo literario, en un momento particularmente doloroso para ella por coincidir con el 98 y la crisis de la moral colectiva, ahora sí en España, se puede percibir tanto en cuentos de la época48 como en las declaraciones de la autora. Así, en 1899 afirmaba en el Heraldo de Madrid que, a la altura de 1897, había planeado la redacción de una novela «que había de titularse La Esfinge, y comprender una segunda parte titulada La Quimera». Sin embargo, añadía, «[l]os desastres de las guerras, el profundo marasmo y desconcierto moral en que quedamos después de la debacle, variaron mis propósitos»49. Efectivamente, en 1898 publicó la primera parte de El niño de Guzmán, de la que anunciaba una segunda parte en ese mismo comunicado, y en 1902 recopiló sus relatos sobre el conflicto colonial en Cuentos de la Patria. Aquellos «graves problemas nacionales» le hicieron abandonar ese recién iniciado proyecto literario y retomar la reflexión sobre la nación en un sentido regeneracionista –aunque con matices propios–, lo que se proyectó en una gran actividad ensayística en forma de artículos y conferencias50.

Sin embargo, pronto debió desengañarse, como parece demostrar que abandonara la segunda parte de El niño de Guzmán. Su desánimo pudo crecer al constatar que, pese al estrepitoso fracaso político, no se produjera ningún cambio en el sistema. Asimismo, la apatía e indiferencia de la sociedad, que denunció en varias ocasiones, debió acentuar su decepción y su distanciamiento del público, que progresivamente fue desdibujándose para convertirse en masa51. A su desilusión sin duda contribuyó también el fracaso de su incursión en el mundo teatral entre los años 1904 y 190652.

A estos factores se unieron las propias tensiones del campo literario53. Los escritores jóvenes comenzaron a ocupar posiciones más visibles, como ella misma reseñó en Helios, donde reconoció también que la obra de la gente nueva respondía adecuadamente al «estado del alma de tantos intelectuales españoles al albor del siglo XX, después de la vergüenza y dolor de nuestros desastres, en la incertidumbre de nuestro porvenir»54. Pardo Bazán advertía en los jóvenes españoles el mismo pesimismo, misticismo y neorromanticismo que percibiera diez años antes en los escritores franceses. Es decir, comenzaba a consolidarse en España un proyecto literario antimoderno55 muy semejante al que ella había visto desarrollarse en Francia con admiración, pero con reservas: seducida estéticamente por lo nuevo, por esa búsqueda del límite más allá y a contracorriente, pero preocupada también por el nihilismo moral que subyacía bajo aquellas ficciones. La pérdida colonial, el desengaño ante el público, la población y el Estado, la melancolía que se percibía en el discurso intelectual y su propio abatimiento, parecían constatar definitivamente aquella decadencia que la autora se resistía a asumir diez años antes.

En resumidas cuentas, todo la empujaba a asumir una trayectoria diferente que se ajustara a las nuevas circunstancias y a su propia sensibilidad estética y ética. Fue entonces cuando definitivamente empezó a trabajar en La Quimera, y a idear otras novelas, como reveló en una carta a Blanca de los Ríos en 1907:

Escribí parte de la Esfinge; pero ahora la interrumpí y me puse a trazar de una sentada La sirena negra, novela no muy extensa [...]. Esas tres novelas enlazadas con La Quimera son una sola cosa, aunque sean distintos personajes [...]. Nacieron a un tiempo en mi pensamiento. Son La Quimera, La sirena Rubia, La Esfinge, La sirena negra y acaso, si tengo paciencia, El Dragón. Ignoro si la sufrirá bien el lector pío. La sirena negra, a mi parecer, va ‘jondita’, pero acaso no divierta ni sea entendida56.

De sus palabras se infiere que había concebido sus últimas obras como un proyecto conjunto y su consciencia de estar produciendo una novela diferente a la anterior que podía despertar ciertas reticencias tanto en el lector religioso, como le había sucedido a ella solo unos años atrás ante la literatura francesa, como en el público general, que difícilmente la comprendería.

Ese cambio en su discurso debía ajustarse a las nuevas circunstancias del país y a la estética en boga, pero no hubiera tenido sentido que contradijera los principios ideológicos de la autora gallega. Por ello, el modelo literario del que se sirvió Pardo Bazán para concebir su nuevo proyecto fue, tantos años después, la novela psicológica que Bourget había forjado tanto a través de sus Essais de psychologie contemporaine, como de su práctica novelística, bien conocida en España desde los años ochenta, como se explicará después. De acuerdo con Rémy Ponton, este grupo de escritores franceses (Paul Bourget, Édouard Rod, Pierre Loti...) fue muy hábil al saber aprovechar los presupuestos antimodernos de la poesía decadentista y simbolista, que había despuntado ante la crisis del naturalismo. De ellos tomaron el elitismo intelectual y estético, y el discurso espiritualista, para elaborar una novela ideológicamente conservadora, que presentaba la regulación moral religiosa como única vía para regenerar al individuo y reintegrarlo en la sociedad. Este posicionamiento estético contribuyó a su rápida consagración, puesto que se ganaron el apoyo de los sectores conservadores que dominaban la prensa y la Academia francesa57.

En conclusión, el desengaño político, el distanciamiento respecto a la masa social, el estado de decadencia nacional y la situación del campo literario pudieron ser los factores que empujaron al cambio a esa mujer plural que fue Emilia Pardo Bazán. La autora abandonaría el proyecto moderno de construcción nacional para concebir un nuevo ciclo novelístico que se construiría sobre los modelos literarios que había analizado en la última década del siglo XIX. Entre las diversas tendencias, se inclinó por la novela psicológica, que, por su corte conservador y moralista, se acomodaba bien a su ideología. Además, ante las presiones del campo literario, constituiría una opción alentadora, dada la rápida consagración de sus cultivadores en Francia. De este modo, el acercamiento al modernismo se entiende como un cambio coherente en la trayectoria de Emilia Pardo Bazán, ni contradictorio ni meramente estratégico. Como ella misma afirmó en 1916: «la literatura reflejó esta protesta, y apartándose de la muchedumbre, se refugió [...] en la vida interior, artística y sentimental [...]. En una hora de decadencia, fue decadente, y no podía ser otra cosa»58.

Cuando Pardo Bazán afirmaba estas palabras, ya mostraba sin titubeos su predilección por autores paradigmáticos de las «muy varias direcciones» de la literatura decadente59. La distancia temporal respecto a ellas, en un mundo en radical transformación a raíz de la Gran Guerra, ponía de relieve el carácter elitista de estas corrientes más que su capacidad subversiva. Así, Pardo Bazán no solo se declaraba «partidaria» de Rubén Darío desde la publicación Azul...60, sino que afirmaba que Oscar Wilde, Baudelaire o Verlaine, representaban «un período en que el culto a la belleza se muestra fervoroso y engendrador, y en que el sentimiento lírico, al parecer agotado en sus fuentes por el romanticismo, renace en formas nuevas, exaltadas y a veces maravillosas»61. La inclinación que mostró durante las dos últimas décadas de su vida por estas tendencias resulta manifiesta tanto en su crítica literaria como en las lecciones que preparó para su curso en la Universidad Central (1916), en conferencias como El porvenir de la literatura después de la guerra (1916) o las del Ateneo de Madrid (marzo-abril 1919)62, o en el proyecto inconcluso del tomo IV de La literatura moderna en Francia. La Decadencia63. Pardo Bazán exhibió una notable clarividencia a la hora de definir esa literatura finisecular, a la que se refería preferentemente como decadente. Explicó muchos de los rasgos de esas corrientes y trató de establecer sus orígenes. La autora percibía la decadencia como un fenómeno recurrente, vinculado siempre a momentos de crisis que afectaban a todos los ámbitos de la realidad. Dado que para la autora el arte era la consustancial manifestación de cada tiempo histórico, un período decadente produciría inevitablemente literatura decadente64.

En cuanto al despertar del decadentismo finisecular, consideraba que era un renacer romántico ante la crisis misma de los presupuestos naturalistas: «los neoidealistas actuales no son sino rezagados del romanticismo, el cual se ha transformado, pero no ha muerto, y después del período naturalista retoña en las escuelas modernísimas, dando nombres nuevos a sus añejos achaques»65. La «bancarrota de la ciencia» desvirtuó la novela experimental y favoreció «la infiltración del espíritu crítico en la intelectualidad y su transmisión inmediata a la literatura llamada de creación»66. La intelectualización se vinculaba también con el divorcio entre la élite literaria y la masa social:

Otro ideal enteramente disuelto, es [...] el de las instituciones políticas fundadas en la libertad. Ciego será quien no vea cómo este ideal ha tenido que venirse abajo, ante la más positiva y tangible reivindicación económica, que no pide libertades, sino pedazos de pan. Y esto sólo basta para establecer una diferencia total entre las épocas literarias, pues ha divorciado al escritor y poeta de las multitudes, ha infundido en éstas el desdén hacia la belleza y la tendencia puramente utilitaria67.

La autora achacaba al utilitarismo de la masa la pérdida de todos los ideales, incluidos el de la patria y la religión. Este distanciamiento supuso que la literatura se centrara en «la vida interior, artística y sentimental» de una minoría selecta. Sin embargo, la introspección en las almas de esa élite reveló un «mundo moralmente enfermo» y dio lugar a una literatura que «fue morbosa, mostró lesiones generales de todo el organismo»68. Las novelas de Pardo Bazán también indagaron esos espíritus aristocráticos. Sin embargo, a diferencia de la protesta o subversión que había buscado buena parte de aquella literatura decadente, la novela psicológica de la escritora, como la de Bourget o Rod, mostraba la degeneración para tratar de reinstaurar el orden, como se mostrará en el análisis de La sirena negra. En los últimos años de su vida, sin embargo, atenuada ya la incidencia negativa de la literatura decadentista, la autora gallega se decantó por el conjunto de la literatura finisecular para poner en valor su elitismo, su anhelo de espiritualidad y su crítica a una modernidad homogeneizadora, secularizadora y democrática. Por ello, en 1916 no dudaba en afirmar: «Yo temo ser antisocial cuando, no obstante todo lo que en contra de ella se ha escrito, la fase decadente de la literatura me interesa en lo hondo, y siempre hallo en sus mejores documentos algo que hace vibrar mi espíritu»69.

SOBRE LA NOVELA PSICOLÓGICA>

El concepto crítico de novela psicológica ha desaparecido como categoría sustantiva tanto de las historias literarias como de los estudios sobre la obra de Pardo Bazán. A fuerza de repetir que novelas como La sirena negra son un «estudio psicológico», el sintagma se ha convertido en un lugar común que nada dice ya en concreto de un subgénero histórico, cuya trayectoria y prestigio están directamente conectados con la lucha por la hegemonía en el campo literario al final del siglo XIX.

La denominada crisis de fin de siglo evidenció la desconfianza en las certezas de la cultura burguesa: su paradójica fe en el progreso y su seguridad en poder ordenar, describir y explicar tanto la identidad individual, el yo, como el mundo social. Dado que un género literario es un sistema dinámico de reglas que, lejos de ser puramente convencional, remite a una serie de determinaciones históricas, la crisis finisecular de la novela ha tendido a subsumirse bajo los términos amplios de «crisis espiritualista» primero y, más recientemente, «crisis de la conciencia moderna o modernismo». Estos marbetes rotulan un conflicto general entre las viejas formas de conocimiento y representación vinculadas al positivismo y el pensamiento crítico emergente, seducido por el irracionalismo, que apuntaba a definir nuevas formas de subjetividad.

Si en lugar de caracterizar la crisis de la novela desde este marco amplio, nos aproximamos a los discursos coetáneos sobre el género, puede comprobarse que uno de los factores clave para comprender la transformación de la novela fue la doble tensión entre un modelo puramente inventivo o novelesco, que se correspondía en gran medida con la ficción popular, y las formas más sofisticadas del campo de la alta cultura. Estas últimas estaban marcadas hacia 1890 por la dialéctica entre la agotada novela naturalista y la postnaturalista, escindida a su vez en dos subgéneros: por un lado, la novela decadente, cuyo paradigma representó el À Rebours (1884) de Joris-Karl Huysmans; y, por otro, la novela psicológica, formulada teórica y prácticamente por Paul Bourget en obras como Mesonges (1887) o Le disciple (1889), y en estudios como sus imprescindibles Essais de psychologie contemporaine (1883).

Para la crítica literaria española de la época, el concepto de novela psicológica era perfectamente reconocible. Así, obras de Pardo Bazán como El saludo de las brujas (1898), La Quimera (1905) o La sirena negra (1908) fueron interpretadas y clasificadas como novelas psicológicas. Se trataba de un subgénero entonces pujante, en el que se entrecruzaba el agotamiento de la ficción naturalista y la configuración de un discurso moral –y en cierto sentido moralizante. La crítica más reciente, sin embargo, acostumbra a leer estas obras formalmente y a encuadrarlas dentro del concepto amplio de novela moderna y del más genérico de modernismo70. De este modo, se ha borrado la definición de época, y con ella un subgénero histórico. Por el contrario, se ha naturalizado el concepto de novela moderna, definida por una serie de rasgos formales, desde categorías fundamentalmente narratológicas71, y por una nómina limitada y cronológicamente posterior de autores (James Joyce, Virginia Woolf, etc.) y de textos canónicos. Así, se ha acabado elaborando una teoría formal del valor que ha interpretado la novela psicológica como precursora del triunfo de las formas autoconscientes de narración frente a la mímesis y la diégesis dominantes en el siglo XIX.

Junto a este problema historiográfico, la mala prensa del psicologismo ha acabado por arrumbar este subgénero literario. Desde la descripción formal, el psicologismo ha sido considerado como un lastre subjetivista de imposible precisión que condicionaba la posibilidad de un desarrollo consistente de la teoría de la literatura y, por extensión, de la novela moderna. Su declive como concepto crítico ha sido clave para explicar la ausencia del subgénero de la novela psicológica en las historias literarias más recientes, cuyo patrón metateórico parece querer probar, a toda costa, la modernidad del discurso literario y filosófico español. Perdida en estas luchas, borrada por juegos de lenguaje para los que era irrelevante, la novela psicológica ha dejado de ser un concepto sustantivo, formal y sustancialmente definible. Si para para Eduardo Gómez de Baquero o Ramón M. Tenreiro tenía un significado autoevidente72, para los críticos profesionales posteriores, partícipes del proyecto moderno que describían, pasó a ser un concepto sin relevancia crítica. Lo percibieron como el rasgo definitorio de una lectura amateur, en cierto sentido periodística, de la novela, que el gran público y sobre todo la crítica de la época identificaba con el estudio psicológico de los personajes, como sucedía por ejemplo en la Historia de la novela de Andrés González Blanco73. Esta aproximación formal a la novela, junto a la reiterada necesidad de separar lo psicológico de lo literario, explica también la pérdida de relevancia de una de las categorías centrales tanto para los autores como para la crítica de la época: el concepto de personaje. Su inclusión en el análisis contemporáneo supondría emplear el denostado psicologismo. Sin embargo, la invisibilidad actual tanto del subgénero74 como de las categorías críticas mencionadas resulta muy lejana tanto de la percepción de la novela psicológica a principios del siglo XX como del modo en que autores, críticos y lectores pensaban e interpretaban los géneros narrativos entonces.

Cuando Émile Zola publicó La novela experimental en 1879, contribuyó a convertir de nuevo el naturalismo en una cuestión palpitante, a pesar de que algunos de sus textos críticos, como el prólogo a Therese Raquin, hubieran aparecido más de veinte años antes. Antiguos discípulos y críticos aprovecharon la revitalización del debate para confrontar mediante la teoría y la práctica el que entonces era el discurso dominante sobre la novela: la teoría naturalista. El naturalismo recuperaba así la centralidad crítica, pero ahora desde el centro del campo y del mercado literario. Como señaló Clarín, las voces críticas cuestionaban los límites que la novela naturalista se había impuesto. Por un lado, le impugnaban la excesiva importancia concedida a la observación, y con ella al estudio meramente exterior de los fenómenos. Por otro, le objetaban su confianza casi irracional en la ciencia y, en particular, en poder adquirir un conocimiento científico a través del género novelesco.

En el seno de este conflicto, la novela psicológica se formuló como un contraconcepto: un modo de cuestionar no sólo la poética de la ficción naturalista sino, sobre todo, las categorías metafísicas, como el tan citado determinismo, que la sostenían. Es importante subrayar aquí cierta simultaneidad que no siempre se advierte. A pesar de que Paul Bourget había empezado a formular su teoría de la novela psicológica en 1871, fue en 1882, el mismo año de la publicación de La cuestión palpitante, cuando vio la luz la primera serie de sus Essais de psychologie contemporaine. El texto, muy conocido por su trabajo sobre Baudelaire y su teoría de la decadencia –una patologización del simbolismo y del decadentismo–, puede entenderse también como una impugnación de la novela naturalista, tanto de sus ejemplos prácticos como de sus elaboraciones teóricas. El ensayo de Bourget, así como el concepto de novela psicológica, se conocieron en España desde principios de la década de los ochenta. Así, el 21 de agosto del mismo 1882, antes de la publicación de La cuestión palpitante, un diálogo satírico de Ramón Hernández y Bermúdez en el Semanario de las familias ponía en boca de un joven escritor:

–¿Y qué diría V. de una novela profundamente psicológica?

–Que es detestable; pues el lector no compra las novelas para aprender moral ni metafísica, sino para recrearse con situaciones de efecto en que abunde la sangre é intervenga el veneno.

Aun irónicamente, se reconoce la definición histórica del subgénero y su contraposición no sólo a la novela de Zola, sino también a las formas novelescas de la ficción popular.

De acuerdo con lo indicado, las referencias al subgénero de la novela psicológica que se pueden encontrar en los artículos de Pardo Bazán sobre la cuestión naturalista implican también una cierta toma de posición respecto al discurso de los «psicólogos», y revelan una lectura muy temprana de los Essais. Asimismo, como explicó Maurice Hemingway, esta aproximación psicológica también se aprecia en la construcción de alguno de sus personajes clásicos:

I shall be arguing [...] that in Los Pazos de Ulloa one can detect a decisive change in her view of the novelist’s activity; whereas before she saw this as being fundamentally the depiction of the external world, now she saw it as being the dramatization of human psychology. Although there is no doubt that Pardo Bazán’s novels of the 1890s are influenced to a greater extent or lesser grade by her Catholicism, it seems to me that to describe them as «spiritual» is to overstate the case and divert the attention from the central issue of psychology75.

Por tanto, la atención a la constitución subjetiva de personajes como Julián, en Los Pazos de Ulloa (1886), o como Gabriel Pardo de la Lage, en La madre naturaleza (1887), y la separación de las formas objetivistas de narración pueden entenderse como una reflexión práctica sobre uno de los problemas teóricos suscitados por el libro de Bourget: el examen interior de la conciencia del personaje, aquello que permanecía velado, al menos en teoría, al observador naturalista. Sobre este fondo cobra sentido, por ejemplo, uno de los comentarios finales en el último capítulo de La cuestión palpitante (1882). De acuerdo con la autora, el naturalismo y, por extensión, la novela experimental, al negar la libertad humana –«peligrosa herejía»– limitaba su potencial y una línea de trabajo que ella sí percibía. Así explicaba: «de todos los territorios que puede explorar el novelista realista y reflexivo, el más rico, el más variado e interesante es sin duda el psicológico, y la influencia innegable del cuerpo en el alma y viceversa, le brinda magnífico tesoro de observaciones y experimentos»76. Los tres conceptos conectados en el párrafo revelan, como tanto ha subrayado José Manuel González Herrán, que La cuestión palpitante es mucho más que un resumen de la polémica naturalista. De hecho, no sólo recuperó críticamente las ideas clave de la teoría de la novela, sino que referencias como las de este párrafo, además de la propia práctica novelística de la autora, muestran que iba más allá de una imitación servil o superficial de Zola.

Además de apuntar la posibilidad de sobrepujar el determinismo a través de la propuesta de los psicólogos, las reflexiones de Pardo Bazán sobre la novela experimental, que ella intuitivamente consideró como una «genealogía», tenían en realidad un doble sentido. Por un lado, la autora buscaba mostrar la filiación de la nueva novela respecto a la historia de la literatura francesa. Por otro, establecía ciertos modelos que, separándose del naturalismo, le permitían una reflexión sobre su propio trabajo y sobre la tradición alternativa de la novela psicológica. Tal es el sentido de las referencias a Stendhal, que más allá de Balzac y Flaubert, era el autor en el que los «psicólogos» se reconocían. De acuerdo con Pardo Bazán, Stendhal analizaba el alma de figuras complejas con «lucidez de psicólogo realista». En opinión de la autora, «nos presenta un alma desnuda, cautivándonos con el espectáculo de la rica y variada vida espiritual, espectáculo tanto o más interesante, diga Zola lo que quiera, que el de los mercados de El Vientre de París»77. Por tanto, era la complejidad subjetiva de Julien Sorel, a la que Bourget dedicó un muy significativo análisis, la que estableció una pauta, un modelo, que Pardo Bazán aspiró a emular. Así está presente en la construcción de los personajes de Los pazos y, por supuesto, en la de Silvio Lago en La Quimera (1905) y en la de Gaspar de Montenegro de La sirena negra (1908). Stendhal, añadía, «analiza y diseca el alma humana, y aunque a Zola no le cuadre, el que acierta en ese género de estudio se coloca muy alto»78. Esta misma contraposición y esa genealogía paralela que apuntaba hacia Stendhal había sido recogida por un joven Rafael Alatamira, quien subrayó el contraste doble Zola/Balzac frente a Stendhal/Constant para explicar la tradición de la que provenía «[l]o que hoy se llama novela psicológica»79.

Profundizar en el alma fue el mito obsesivo de los autores de la nueva novela psicológica, que Remy Ponton identifica con las posiciones de la Academia francesa y del campo político legitimista80. La nueva tarea del novelista precisaba ir más allá del descriptivismo, incluso de la pareja observación/experimentación, que en gran medida estructuraba Le roman experimental, para acudir a la introspección o a formas de exploración de la conciencia desdichada de sus personajes. En sus «Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas», Juan Valera ya aludía con perspicacia a la contraposición entre observación externa e introspección para diferenciar técnicamente el discurso teórico del naturalismo de la teorización de la novela psicológica81. El análisis interior situó la palabra alma, que no exactamente el concepto, en el centro de la reflexión teórica de la novela psicológica. Desde luego, el término era el mismo que después se convertiría en un lugar obsesivo de la ficción espiritualista, si bien definido de modo bastante diferente. No se trataba del alma inmaterial romantizada, sino de un alma examinada casi fisiológicamente, a la luz de la eclosión de la psicología, la última ciencia, en la que la escuela de Bourget esperaba encontrar una referencia teórica homóloga a la que la sociología positiva había representado para el naturalismo. Paradójicamente, por tanto, estos autores, al mismo tiempo que trataban de recuperar la profundidad del alma para impugnar el determinismo de la novela naturalista, no ocultaban ciertas continuidades respecto a este modelo. Así, la novela era vista como un estudio psicológico, manteniendo, al menos retóricamente, las formas de legitimación científica que había consagrado la novela experimental. Se percibía como un estudio interior que exigía unas técnicas de análisis que fueran más allá del descriptivismo de Zola, condenado a quedarse en la parte más externa del problema y, por tanto, a ignorar la etiología de algunas de las enfermedades sociales, por decirlo con lenguaje de época, que sus novelas describían.

De acuerdo con lo dicho hasta aquí, cuando Clarín dedicó a Paul Bourget dos importantes trabajos en 1887 –considerados una de las referencias más tempranas al autor francés en España–, tanto las ideas del ensayista como el subgénero psicológico que perfilamos eran parte ya del debate literario82. Como se ha indicado, habían sido comentados en las principales publicaciones y por las figuras centrales de la historia intelectual, como la propia Pardo Bazán, Urbano González Serrano, Rafael Altamira o Juan Valera83. Por tanto, las referencias a los «psicólogos» o a la «observación psicológica» constituían nombres propios, no meros comentarios genéricos84. Es cierto que en España la progresiva consolidación teórica y práctica del subgénero quedó ensombrecida por el acalorado debate naturalista y por el fuerte eco que tuvo la novelística rusa, recibida a través de Francia85. Sin embargo, resulta difícil comprender la tensión interna en el campo literario si se ignora el fuerte peso que la novela psicológica tuvo en los debates.

Un momento clave de estas polémicas fueron dos ruidosas intervenciones de Clarín en 1890. En dos artículos, uno sobre Galdós y otro sobre Pardo Bazán, volvía directamente sobre los problemas que suscitaba la tensión entre los modelos naturalistas y las propuestas postnaturalistas, que habían atravesado toda la década de los ochenta. El primero de los textos, la reseña sobre Realidad de Galdós, constituye una reflexión indirecta sobre el subgénero. Para Clarín, la novela psicológica iba unida a una «catástrofe moral» y representaba una «literatura espiritual modificada por las ideas actuales acerca del alma»86. Esa particular poética de la novela le obligaba a señalar algunos problemas en la obra de Galdós, si bien con un tono mucho más moderado que el que empleó después con Pardo Bazán. En concreto, apuntaba que el estudio del alma demandado por las nuevas teorías se encontraba limitado en la novela del autor canario por la forma dialogada y por el recurso al soliloquio, que sólo permitían un acceso muy imperfecto a la exploración interior.

Esta crítica a Galdós, como ha señalado Adolfo Sotelo87, hay que ponerla en relación con una reseña muy ácida en la que Clarín asestaba, con una ironía un tanto injusta, una puñalada directa a Pardo Bazán88. En su análisis de Una cristiana y La prueba (1890), acusaba a la autora de «quedarse sólo en el cuerpo», de practicar en su ficción un «exteriorismo sistemático», producto tanto de la lectura irreflexiva como de la búsqueda de reglas artísticas que pusiesen en valor su trabajo y borrasen sus defectos89. Consideraba que la tentativa de Pardo Bazán de analizar «el alma» de los personajes era un gesto afectado y superficial: una banalización del problema espiritual que se apoyaba en un concepto desgastado, una mera palabra de moda. Así, citando a Wilde, subrayaba: «Nothing is more fin de siècle than the soul». Y le reclamaba que «hablase por una vez [...] de las cosas hondas e importantes de las que nunca ha hablado».

Este tipo de expectativas críticas debió de servir de piedra de toque para que la autora profundizara en el problema espiritual, al que metonímicamente se aludía a través del concepto de alma. Pardo Bazán emprendió esta tarea desde la última década del siglo xix tanto en sus ensayos como en sus proyectos narrativos. Estos últimos fueron considerados por la crítica una «nueva manera», aunque en buena medida replantearan problemas que ya habían aparecido en su ficción de los años ochenta, pero adaptados a los nuevos lenguajes de época90. En cuanto a su trabajo crítico literario, se centró tanto en analizar la eclosión de los autores que impugnaban la hegemonía del naturalismo como, sobre todo, en situarlos, es decir, proporcionarles un marco que les diera sentido91. Con este fin trató de leerlos no sólo literariamente, sino como síntoma de un período de la cultura francesa caracterizado por lo que el mismo Paul Bourget había denominado una pérdida de la energía moral92.

Para Pardo Bazán, el apogeo de la crítica iniciada por Ernst Renan y que culminaba en Zola resultaba negativa por su racionalismo obsesivo. Aquella «enfermedad novísima de comprenderlo todo» podía derrumbar la cultura y amenazaba de muerte al «heroísmo»93 y, con él, los viejos valores tradicionales que habían sostenido Francia. Ese movimiento «cambia de dirección con Bourget», el novelista psicólogo por excelencia que había sido capaz de «restaurar todo lo que el naturalismo había proscrito y desdeñado»94. De este modo, el psicologismo dejó de ser un rasgo adjetivo y pasó a convertirse en el núcleo de su propio discurso, o mejor dicho contradiscurso. Le sirvió para rearticular su teoría y desarrollar ciertas críticas al naturalismo que ya estaban implícitas en La cuestión palpitante, al mismo tiempo que se acercaba a autores más próximos ideológicamente.

En los recién citados artículos sobre Édouard Rod95, Pardo Bazán explicitó que sus reflexiones sobre la novela psicológica no se centraban en una mera búsqueda formal que no se viera lastrada por descripciones y por pesadas intromisiones de la voz autorial. Su aspiración era alcanzar un modelo de novela efectivo que llevara implícita una cierta reflexión moral, que no moralista, sobre el valor que puede tener la novela. Como ha indicado Cristina Patiño y subrayado Isabel Burdiel96 –y se ha recordado en la primera parte de la introducción–, para Pardo Bazán el trabajo del novelista siempre estuvo atravesado por una reflexión moral y política. En el contexto del fin de siglo, y especialmente a partir de 1898, habría de volverse cada vez más importante. El psicologismo, por tanto, además de una técnica para la construcción de los personajes, como apunta Cristina Patiño, constituyó el rasgo diferencial de un subgénero formal y materialmente marcado que le proporcionaba un nuevo significado moral y político a la novela.

Curiosamente, Pardo Bazán ya había apuntado las claves formal e ideológica del subgénero en su matizado prólogo a la traducción de Los hermanos Zemganno (1891) de los Goncourt, continuadores precisamente de la línea psicológica iniciada por Stendhal97. Dos aspectos de su análisis merecen recuperarse, porque ayudan a entender que detrás del «ciclo de los monstruos» no había sólo una moda literaria, sino una serie de preocupaciones críticas de largo alcance98. En primer lugar, en el prólogo describe la obra como una «novela autobiográfica interior». Desde un punto de vista formal, abordar el estudio de la vida interior planteaba romper con el punto de vista externo sobre el que se construía la representación naturalista del trabajo del creador. Ya no se trataba sólo de observar, sino de estudiar los procesos mentales, de ahí la importancia del concepto de introspección sobre el de mera descripción exterior. Ese giro exigía un nuevo punto de vista más allá de la pretendida impasibilidad del observador-experimentador preconizada por la novela naturalista. Por tanto, Pardo Bazán destacó en la novela la técnica narrativa que permitía abordar la complejidad de fondo que se revelaba en la psicología de los personajes99.

La propia autora exploraría la «novela autobiográfica interior» en Memorias de un solterón (1896), aunque de un modo parcialmente fallido, porque la trama argumental obliga a renunciar a la primera persona narrativa. La búsqueda continuaría en La Quimera (1905), de manera mucho más sofisticada, donde la perspectiva de un narrador convencional se combina con las hojas del diario y con las meditaciones del pintor Silvio Lago100. Finalmente, en La sirena negra logró construir una narración manteniendo esa forma autobiográfica introspectiva que permite acceder a los pensamientos, los temores, los deseos y las obsesiones de Gaspar de Montenegro.

La segunda idea que apuntó Pardo Bazán en aquel prólogo fue hacia dónde debía enfocarse la exploración interior. En opinión de la autora, se había llegado a un hartazgo de «lo material, lo carnal y lo corrompido»101 del modelo naturalista. Lo subrayó, indirectamente, a través del «Prefacio del autor» que Edmond de Goncourt había hecho a su novela y que Pardo Bazán incluyó en su traducción. En esas páginas se acusaba a Zola, paródicamente y sin citarlo, de haber empezado ese análisis experimental por «la canalla», dejando al margen las sofisticadas almas de los habitantes de los salones. En opinión de Goncourt, el método de Zola no sólo era determinista, sino que además había optado por lo fácil, por acercarse a esa clase popular plana, sin pliegues, sin dilemas morales, casi sin alma. Así, afirmaba que era posible comprender de un vistazo «el interior de un obrero u obrera», «pero un salón de París...»:

Describir a tales hombres y mujeres y a la atmósfera en que viven, requiere inmenso archivo de observaciones, notas innúmeras, tomadas a fuerza de calarse los quevedos y un caudal de documentos humanos comparable a los rimeros de cuadernos de bolsillo que a la muerte de un pintor representan todos los apuntes que esbozó en su vida102.