La sombra de Agamenón - Daniel Ortiz - E-Book

La sombra de Agamenón E-Book

Daniel Ortiz

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Beschreibung

DESDE EL CORAZÓN DE MICENAS, UNA VOZ QUE ATRAVIESA LOS SIGLOS. En el corazón del Peloponeso, Aurimedón, huérfano desde niño y criado entre caballos, se convierte en auriga real de Agamenón, el legendario rey de Micenas. Pronto queda ligado al monarca y se convierte en mucho más que en su sombra: es su confidente y el principal testigo de una vida marcada por la gloria y la tragedia. Guerras, juegos sagrados, intrigas palaciegas y rivalidades familiares en una novela histórica apasionante que retrata los días más turbulentos de la Grecia micénica en una epopeya donde el poder se entremezcla con las pasiones humanas. Adéntrate en la Micenas mítica.

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Seitenzahl: 489

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

Preámbulo Agamenón. El grande. Rey de los aqueos. Glorioso conquis-

I. Dos corceles blancos

II. El príncipe Agamenón y Sombra Negra

III. Auriga

IV. El palacio de Micenas

V. La enseñanza del maestro Leutides

VI. Los primeros juegos

VII. La primera oportunidad,

VIII. El gran Automedonte

IX. La diosa Nike

X. La sombra de Egisto

XI. La confianza de Agamenón

XII. Todo tiene un precio

XIII. Larga vida al rey Atreo

XIV. Los designios de los dioses

XV. Vivir es recordar

XVI. Mercenarios

XVII. El poder de los olvidados

XVIII. Esperanza micénica

XIX. Esparta

XX. Los dioses esperan

XXI. Atenas

XXII. El león acecha

XXIII. Némesis y Tánatos

XXIV. Micenas renacida

XXV. Boda

XXVI. Helena

XXVII. Vínculo

XXVIII. Festejos

XXIX. Malas artes

XXX. Gratitud mutua

XXXI. Años de bonanza

XXXII. Funeral

XXXIII. ¡Traición!

XXXIV. Clitemnestra

XXXV. La gran alianza

XXXVI. El enfado de los dioses

XXXVII. La misión más terrible

XXXVIII. Las Moiras

XXXIX. Sacrificio

XL. Vientos de sangre

XLI. Aquiles

XLII. Retirada

XLIII. La aparición inesperada

XLIV. Las puertas abiertas del Hades

XLV. Troya renacida

XLVI. Vuelta al hogar

XLVII. Insospechado

XLVIII. Malas noticias

XLIX. Clitemnestra y Egisto

L. Huérfanos

LI. Como perro rabioso

LII. Delio

LIII. Las riendas de la vida

Epílogo. La vida de mi padre pasará desapercibida. Igual que el susurro

Posfacio por Jaume Galiana Llorca

Agradecimientos

© del texto: Daniel Ortiz Mata, 2025.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: septiembre de 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: septiembre de 2025

REF.: OBDO580

ISBN: 978-84-1098-444-8

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

A TI, QUE CELEBRAS MIS TRIUNFOS MÁS QUE LOS TUYOS.

A TI, LA QUE SIEMPRE ESTÁ AHÍ. AMOR INCONDICIONAL.

GUERRERA INCANSABLE.

MI MAYOR EJEMPLO. TE QUIERO, MAMA.

Preámbulo

Agamenón. El grande. Rey de los aqueos. Glorioso conquistador de Troya, la ciudad invencible. El peor marido del mundo, padre despiadado y avaro monarca. El hombre del que todos han hablado desde los tiempos antiguos.

Sus hazañas y su trágico final son de sobra conocidos. ¿Y sus inicios? ¿Quién conoce sus primeros años? ¿Cómo pudo convertirse en la personalidad más influyente de toda Grecia? ¿Realmente fue un impío, un enemigo de los dioses y de los mortales? ¿Solo le movía la gloria, el poder y el oro? ¿Persiguió el éxito de forma incansable? ¿De verdad mereció acabar como acabó?

Tan solo yo soy capaz de dar justa respuesta a semejantes cuestiones. Mi nombre aparece en todos los cantares que hablan sobre Agamenón. Soy Aurimedón, el mejor auriga que dio la historia y el único amigo que tuvo el rey de Micenas. Lloramos y reímos, nos cubrimos las espaldas, nos vengamos de las afrentas y juntos alcanzamos la gloria.

Y no, no vengo a hablarles de sus gestas; de eso se encargará la historia. Yo les mostraré al hombre que se escondía tras la corona. Les revelaré la auténtica naturaleza imperfecta y mundana que palpitaba detrás de todas las leyendas, tanto de las oscuras como de las doradas. Revelaré las sombras que rigieron su existencia porque, aunque no me crean, Agamenón fue el mejor ser humano que pobló la tierra; pocos saben que el rey de Micenas tuvo que criarse entre monstruos, entre sangre y llamas. Su corazón no fue esculpido en piedra; se lo endurecieron los dioses a fuerza de golpes y desgracias.

Sin él, yo todavía seguiría rodeado de boñigas de caballo. Sin su ayuda, habría pasado por este mundo sin pena ni gloria. Agamenón me lo dio todo. Le debo estas palabras.

I

Dos corceles blancos

El ruido provocado por las sandalias de mi hermano Solofemo contra el suelo terroso opacaba el resto de sonidos de las calles de Micenas. Yo debía ganar aquella carrera como fuera. Estaba harto de caer derrotado una y otra vez.

El inicio de nuestro recorrido tenía su punto de partida en la casa de la abuela Melgara y llegaba hasta el templo de Ares. Justo en la mitad, se hallaba la estatua de bronce de Perseo, glorioso fundador de Micenas. Tras dar dos vueltas completas a su alrededor, corríamos hasta tocar el primer pilar del santuario del dios de la guerra y, luego, regresábamos veloces a la puerta de la abuela, que era a la vez salida y meta y, también, nuestro hogar. ¿El premio? Comer todo el delicioso queso que ella, nuestra única familia, preparaba una vez al mes, aunque lo cierto es que mi hermano siempre terminaba cediéndome su porción.

Esa carrera entre los dos se repetía casi a diario; fue una constante de nuestra infancia compartida y, aunque a medida que fueron pasando los años conseguí reducir la distancia, seguía sin poder alcanzar a Solofemo, por más que nuestros vecinos, los artesanos que nos veían batirnos, me animaran en cada intento. Lógico; me sacaba tres primaveras.

Sin embargo, la tarde en que todo empezó, lo reconozco ahora, tantos años después, hice trampa: eché a correr antes de que la cuenta atrás hubiera finalizado. Solofemo todavía estaba en el «dos» cuando arranqué, pero no se lo tomó a mal, porque lo oí reír a mis espaldas antes de comenzar a seguirme.

—¡Vamos, muchacho, dale una lección! —gritó un curtidor cuyo nombre no consigo recordar.

La emoción me daba alas. Ganaba distancia poco a poco, zancada a zancada. Ya casi podía tocar la estatua de Perseo y no había ni rastro de mi hermano. La victoria parecía estar, al fin, al alcance de mi mano. Aceleré el paso sin mirar atrás y ya vislumbraba el templo de Ares mientras Solofemo seguía sin rebasarme; ni siquiera oía sus gruñidos de esfuerzo. Toqué la primera columna del santuario y di media vuelta, buscándolo. Me hacía muchísima ilusión descubrir su expresión humillada al darse cuenta de que ya no era capaz de vencerme, pero no lo encontré. ¿Tanta ventaja le había sacado? Regresé trotando hasta la casa de nuestra abuela, preocupado. ¿Dónde se había metido?

Hasta que me di cuenta de la enorme aglomeración reunida en la calle. Jadeos, gritos, empujones. Todo el mundo pugnaba por conseguir un puesto en primera fila. El agrio y denso aroma a sudor de la multitud allí reunida me invadió. Conseguí abrirme paso de rodillas por debajo de las piernas del gentío utilizando todo tipo de argucias para poder descubrir qué ocurría. Lo que vi me dejó perplejo.

Leutides, el auriga personal del rey Atreo, obstruía junto con sus hombres el camino principal que llevaba desde la puerta Norte de Micenas hasta el palacio. Por lo visto, no eran capaces de calmar a dos enormes corceles blancos, una pareja de criaturas descomunales y encabritadas, atrayentes y peligrosas a partes iguales e indomables. Mi hermano, al que encontré un poco más allá, observaba la escena embelesado, al igual que todos los viandantes que asistían a aquella contienda titánica. Los siervos de Leutides tiraban con fuerza de varias cuerdas intentando retener el ímpetu de los caballos. Imposible. Era como tratar de aquietar con caricias un furioso temporal. Los antebrazos de aquellos hombres se tensaban una y otra vez. Sudaban, porfiaban y soltaban maldiciones. Nada. Imposible gobernar a los indómitos caballos.

—Son un regalo del rey de Tesalia para nuestro monarca —me explicó mi hermano al verme—. La gente dice que no hay mejores animales que los procedentes de esa región. Por lo visto, allí no hay montañas, solo altozanos verdes y prados inmensos. Fíjate bien; son tan valiosos que los hombres de Leutides no se atreven a aplicar con ellos las mismas técnicas que utilizan con los demás caballos. Temen enfrentarse a la ira del rey Atreo si les provocan un solo rasguño.

Aquellas criaturas poseían una belleza sobrenatural. Me hechizaron. Sí, no puedo utilizar otra expresión. Me hechizaron con una especie de conexión arcaica y terminé, sin darme cuenta, acercándome a ellas sin ni siquiera escuchar las advertencias de Solofemo y del resto de los presentes. Era como si los corceles tesalios estuvieran unidos de alguna manera invisible, pero claramente perceptible para mí, a mi alma. Sus músculos tensos, sus miradas agitadas y esa respiración descontrolada me hicieron padecer como si fuera yo quien estuviera siendo acosado. Supe, de un modo instintivo que no me detuve a analizar, que tenían miedo. Era comprensible; habían cambiado su plácida existencia en Tesalia por la pedregosa y amurallada ciudad de Micenas, con el constante barullo y trajín de la muchedumbre.

Mi horizonte entero se diluyó; todo pareció desaparecer a mi alrededor a excepción de los corceles. Pasamos a existir solamente ellos y yo. Nadie me detuvo o, si alguien lo intentó, no me di cuenta. Fue como un parpadeo dulce y onírico.

Y, al abrir los ojos, allí estaba yo, acariciándole el hocico a uno de los animales. Mi ensimismamiento se vio truncado por una ovación abrumadora. Los corceles se habían calmado y todos los testigos de mi éxito estallaron en un aplauso espontáneo que revelaba su júbilo. Pero yo no era consciente de lo que acababa de conseguir; simplemente me había dejado llevar. Tampoco recordaba haber hecho ningún esfuerzo ni sentido el más mínimo temor. No fui artífice de mis propios actos que ahora, en mi vejez, comprendo que estuvieron predestinados. Una sincera sonrisa apareció en mi rostro al darme cuenta de que, por primera vez en mi vida, destacaba en algo.

—Pero, bueno, ¿se puede saber quién demonios eres, muchacho? —me preguntó Leutides mientras posaba su callosa mano sobre mi cabeza.

II

El príncipe Agamenón y Sombra Negra

Tras el incidente con los corceles tesalios, Leutides nos adoptó a Solofemo y a mí como sus discípulos. Para nosotros, dos muchachos micénicos huérfanos, sin más futuro que el de aferrar una lanza durante la próxima guerra, el gran Leutides se convirtió en la reencarnación misma de la esperanza.

El auriga de Agamenón aseguró no haber visto en toda su vida un talento como el mío con los caballos. ¡Bien saben los dioses que no cabía en mí de puro orgullo! Recoger las boñigas, cepillar las crines o limpiar los lomos de los corceles, lejos de suponerme un infierno, se me antojó el mejor trabajo del mundo. La compañía de los animales me permitía encontrarme conmigo mismo. Conectaba con ellos mucho más que con cualquier muchacho de mi edad. Ni los músculos agarrotados ni el cansancio lograban borrar la sonrisa de mi rostro al final de cada jornada, porque, en ese momento, cuando el sol estaba a punto de ocultarse, Leutides encontraba un ratito para nosotros. Nos enseñó a montar. Fue el mejor año de mi infancia.

Cuánto disfruté en aquellas primeras lecciones, con esa gozosa sensación de libertad y velocidad a lomos de un animal tan ajeno y tan propio... Los mozos de cuadras y los maestros de equitación aseguraban que estaba bendecido por Poseidón, el dios del mar y protector de los caballos. Se sorprendían por la rapidez de mis avances y se maldijeron cuando se dieron cuenta de que ya los había superado en habilidad y destreza.

Pronto las habladurías comenzaron a correr de boca en boca por los establos. Decían que yo era el fruto de la pasión entre una yegua micénica y el dios del mar. A Solofemo lo dejaron en paz; de él solamente se decía que era un chico normal y corriente, que se preocupaba por mí y por el buen funcionamiento de las caballerizas, pero en cuanto a mí... todas esas ridículas invenciones resultaban mucho más jugosas y atrayentes que la cruda realidad y así fueron esparciéndose, poco a poco, por toda la ciudad. Imparables. Contagiosas. Y sí, yo las adoraba. No hice nada por ponerles remedio. Era apenas un crío. La vanidad pudo conmigo.

Tal vez no me opuse a todos aquellos rumores porque, en cierta manera, eran una forma de destacar de entre todos los chicos que ayudábamos en las caballerizas. Éramos muchos allí. Gran cantidad de descendientes de las familias micénicas, con ansias de ascender en la sociedad, acudían, como aves de rapiña, en busca del amparo de la sombra gloriosa de Leutides, uno de los aurigas más famosos de todos los tiempos. La mayoría de los jóvenes terminaban huyendo despavoridos al poco tiempo al darse cuenta de que trabajar en las caballerizas era una dura tarea: limpiar los excrementos de los caballos suponía un precio demasiado alto a cambio de la gloria y no todos estaban dispuestos a mancharse las túnicas. Porque nuestro maestro, que procedía de la vieja escuela, premiaba el esfuerzo y la dedicación antes que la sangre o los apellidos. De haber sido otro, podrían haberlo sustituido por esta actitud; pero su nombre y su fuerte amistad con el rey Atreo disuadieron hasta a los más osados.

Por aquel entonces, unos buenos corceles eran apreciados en todos los reinos. El caballo siempre fue el animal predilecto de Poseidón, uno de los tres dioses más grandes del Olimpo. Poseerlos era considerado un símbolo de jerarquía, algo que estaba al alcance de muy pocos. En aquellos tiempos, cuando comencé a trabajar en las cuadras de Leutides, la caballería apenas se utilizaba en combate y todavía suponía un débil y minúsculo porcentaje del grueso militar de cada ejército, aunque en los establos se escuchaban historias sobre las tropas orientales, más dadas a utilizarlos de maneras diversas en el campo de Ares.

Fue precisamente en esos años de aprendizaje cuando conocí a Agamenón, el futuro heredero al trono. Lo recuerdo como si fuera ayer.

Una fina capa de lluvia caía sobre nuestra bella ciudad. Los tejados de Micenas comenzaban a empaparse y sus habitantes corrían hasta sus hogares para resguardarse del agua. Solofemo, que acababa de ser nombrado capataz de las caballerizas gracias a su estricto sentido del deber, y que tenía bajo sus órdenes a diez mozos entre los que me encontraba, nos ordenó meter a todos los caballos en los establos para protegerlos del frío y la humedad. Le obedecimos, como solíamos hacer con todas sus directrices, con gran eficiencia, como un solo individuo.

—El rey Atreo y su hijo, el príncipe Agamenón, están de camino —anunció Leutides para sorpresa de todos. Nunca habíamos visto a la familia real y, aunque vivíamos en la misma ciudad, se nos antojaban tan lejanos como los mismísimos dioses—. Enhorabuena. Parece ser que tu leyenda ha llegado a oídos del joven príncipe. Según tengo entendido, desea saber si de verdad eres hijo de Poseidón —me dijo y, al escucharle, no pude evitar echarme a reír. Mi maestro secundó mi carcajada espontánea y, pasados unos segundos, se acercó para susurrarme—: Los reyes son seres extraños y codiciosos, anhelan lo que el resto no puede poseer. El oro va y viene, pero no los nombres. Los semidioses son sus tesoros más preciados. No alardees, podrías despertar su envidia. Tampoco te infravalores, podrían hastiarse y terminarían aburriéndose de ti. Muéstrate respetuoso y limítate a hacer lo que mejor se te da —concluyó, aunque aquellos ambiguos consejos me confundieron y provocaron que se me revolvieran las tripas.

Pero Leutides no lo advirtió; ahora se dirigía a mi hermano:

—Solofemo, cuando entren, demuéstrales lo que hacemos aquí todos los días. Enséñales la forma de trabajo que has implantado en los establos. Si quieren magia, ofrécesela. Ellos no saben que lo único que hay aquí es mierda de caballo. ¡Pintémosla de oro!

Leutides estaba entusiasmado con la visita del rey, aunque yo sabía que no necesitaba demostrar nada; seguro que solo decía aquello para que causáramos una buena impresión. Era más que probable que fuera él mismo quien hubiera endulzado los oídos del príncipe Agamenón con cuentos de origen fantástico sobre mi persona.

Teníamos que darlo todo. Se lo debíamos.

En aquellos tiempos convulsos, cualquier habilidad era atribuida a un posible origen divino. Nací en el ocaso de la época de los grandes señores guerreros, de los valientes, en un momento en que ningún reino era capaz de hacerse con el control del Egeo y se buscaba y premiaba cualquier aptitud diferencial que cada monarca pudiese utilizar para sacar ventaja bélica sobre sus rivales políticos. Tal vez fue por ello por lo que, en aquella tarde lluviosa, Atreo, el rey de Micenas, entró en nuestro establo. En el suyo, más bien, porque lo cierto es que le pertenecía.

Había escuchado su nombre muchas veces en boca de mis amigos y de Solofemo, pero sobre todo en las historias que me contaba mi abuela. De pequeño me lo imaginaba como una especie de titán todopoderoso, creía que su voz era capaz de provocar grietas en las paredes y sus pasos, temblores en la tierra iguales que los que originaba el mismísimo Poseidón. Pero había pasado mucho tiempo desde que esos cuentos me fascinaran. Ahora ya tenía once años y veía el mundo de otra manera: sabía que Atreo no era un dios, pero de todas formas no pude evitar desilusionarme un poco cuando descubrí en él a un hombre normal y corriente.

No quedaba en él ni rastro del monarca ni del soldado temible que narraban las historias. Era, eso sí, un tipo alto, con una barba muy cuidada y barriga prominente, señal inequívoca de que sus años de entrenamiento habían quedado atrás. Vestía una lujosa túnica dorada y sus dedos rechonchos mostraban gran cantidad de anillos de oro. Lo que se me quedó grabado fue el aroma que desprendía. No sé muy bien cómo explicarlo. Olía a llamas, a banquetes en lugares cerrados, a vino y a sangre. Daba la sensación de que su interior estaba en constante ebullición.

Lo acompañaba un joven de mi edad más o menos: su hijo Agamenón. Y si Atreo llamaba la atención, Agamenón logró obnubilarnos. Robaba casi todas las miradas. Sus ojos avispados no paraban de observar e inspeccionar hasta el último rincón del establo. Parecía que ningún detalle, por minúsculo que fuera, podría pasársele por alto. Lucía una larga melena azabache, engarzada con adornos de plata pura, y vestía una túnica azul marino. No es que fuese especialmente hermoso; eran su mirada y su propia aura, palpable, las que hacían imposible apartar los ojos de él. Estaba hecho de otra materia. Era más divino que terrenal. Si la gente pensaba que yo podía ser hijo del dios Poseidón, estaba claro que Agamenón lo era del propio Zeus. Su presencia iluminó toda la estancia hasta convertir las vulgares caballerizas de Micenas en un lujoso palacio. Podría parecer que exagero, claro, pero estas palabras dan voz a mis recuerdos, simple y llanamente.

—La gente asegura que puedes hablar con los caballos —oí que me decía una voz a mi espalda.

—Cualquiera puede hablar con ellos, siempre y cuando no se desanime si no le contestan —respondí sin pensar.

El silencio atronador que provocó mi respuesta hizo que me diera cuenta de que acababa de ser tremendamente irrespetuoso y grosero con el gran monarca de Micenas; él y no otro era quien se había dirigido a mí. Fascinado como me encontraba por la aparición del príncipe Agamenón, no advertí que su propio padre se había acercado hasta mí para hablarme. Cuando me giré y vi su rostro, me asusté. Leutides se aproximó rápido, con una enorme vara de fresno. Nadie podía salvarme de la tunda que me había ganado, ni siquiera mi hermano.

—Perdón, señor, no sabía que... —traté de disculparme, arrodillándome ante él. No me salían las palabras.

Pero el rey Atreo posó su mano derecha sobre el antebrazo de mi maestro para evitar que me golpeara y comenzó a reír con ganas.

—Tienes razón, muchacho, tienes razón. No deberíamos castigar a nuestros ciudadanos por decir la verdad. ¿No es así, Leutides? —Este bajó la cabeza y guardó la vara detrás de su espalda—. Tendría que haber sido más explícito. ¿Es verdad, muchacho, que puedes comunicarte con los caballos, que pueden entender lo que les dices y que tú mismo reconoces palabras a través de sus relinchos?

—Verá, señor... —No sabía qué responder. No era algo sencillo de explicar. Obviamente, nadie podía entender los sonidos emitidos por los corceles, pero sí sentir sus emociones a través de ellos. No sabía cómo contárselo porque ni yo mismo entendía cómo funcionaba mi don, aunque lo que sí que estaba claro era que debía darle algún tipo de respuesta—. Sí. Podría decirse que sí. —Traté de resultar lo más convincente posible.

—Excelente. Puede resultar un talento de lo más interesante —respondió Atreo mesándose la barba como si, al mirarme, estuviese evaluando una mercancía para decidir si debía comprarla—. Según tengo entendido, tu hermano y tú sois huérfanos.

—Sí, señor. Nos crio nuestra abuela.

—Esa es la fuerza de las mujeres micénicas. No tengo duda de que son las mejores del mundo entero. Conozco los pormenores de vuestro caso; descendéis de un alfarero que subsistía rodeado de vasijas a las que encomendó su vida. Habéis sobrevivido gracias a que vuestra abuela vendió su taller y al pago que Micenas le da por vuestra condición. Lo que no veo es relación alguna con el mundo equino, no hay ningún rastro en vuestra ascendencia que explique tus aptitudes. Es un caso muy curioso. Único, me atrevería a decir. ¿Y tú qué opinas, hijo mío? —Se dirigió al príncipe, que no había dejado de observarme.

—Los deseos de los dioses son, en la mayoría de los casos, inesperados e inescrutables, padre. O, al menos, eso dice siempre el sumo sacerdote. Me gustaría, si me lo permites, dar una vuelta con Aurimedón. —Me honraba mucho que el príncipe de Micenas conociera mi nombre, aunque noté una sensación de vértigo cuando se acercó a mí. Tenía los nervios a flor de piel y mi postura corporal indicaba una actitud claramente defensiva.

—Adelante, querido. Yo me quedaré hablando con Leutides.

Mi maestro me ordenó que acompañara al príncipe y le enseñara nuestros mejores caballos, haciendo hincapié en que le mostrara el nuevo semental que habíamos adquirido hacía poco: Sombra Negra. Un maravilloso corcel, fuerte, robusto, con una cruz y una alzada superior a la media. Un verdadero prodigio de la naturaleza procedente de la isla de Creta.

Le mostré las caballerizas mientras le recitaba los nombres, características y peculiaridades de todos y cada uno de los equinos de los que disponíamos. Le expliqué mi rutina diaria y el funcionamiento de los establos. Nada conseguía causarle impresión. Normal, siendo como era un príncipe acostumbrado a vivir entre los más grandes lujos. Probablemente su letrina fuera más interesante que todas nuestras dependencias. Mis explicaciones comenzaron a aburrirle. No se dignó, siquiera, a pronunciar una sola palabra desde que nos apartamos del grupo principal. Estaba defraudándole. Recordé entonces el consejo de Leutides y decidí que era el momento de mostrarle nuestra gran atracción.

—¿Le gustaría ver un caballo salvaje? Uno al que todavía no hemos podido domar. —Era consciente del primer impacto que causaba Sombra negra. Nadie podía resistirse a sus encantos ancestrales ni a su fuerza sobrenatural.

—Para eso he venido, para ver algo interesante, no para que me pasees entre boñigas y meados de caballos. —Su tono, tajante y afilado como una daga, carente de cualquier atisbo de humanidad, hizo que mi ánimo se tambaleara.

—Está bien, señor. He de advertirle que está fuera. Se mojará.

—Me da igual —contestó, igual de frío e impasible.

Por lo menos, había despertado su curiosidad, algo era algo. Sombra Negra se agitó al vernos. Era el único animal al que habíamos dejado bajo la incesante lluvia, atado a una estaca gigante, en el centro del cercado. Contaba con cuerda suficiente como para poder girar y correr en torno a ella. A Solofemo le dio miedo meterlo en las caballerizas porque nadie salvo Leutides había tratado con él. Ambos se encaraban en una especie de duelo personal, lo cual era excepcional porque, últimamente, cada vez que llegaba un nuevo corcel a los establos, era yo quien me encargaba de domarlo. Aquella se había convertido en mi habilidad oculta, mi arma más poderosa y mi pasión.

—Voy a entrar —anunció Agamenón.

—¡No puede! —exclamé horrorizado—. Es un caballo salvaje. Lo matará.

—Este es mi reino —dijo mirándome fijamente—. Puedo hacer lo que quiera cuando quiera. Y para algo estás tú aquí, ¿no?, para asegurarte de que no me pase nada.

—Señor, las cosas no funcionan así. No puedo garantizar su seguridad ni la mía. Primero he de conocer al corcel. No puede entrar así como así. Ese cercado es su territorio. —Traté de explicarme en vano. El joven príncipe estaba decidido a saltar la cerca.

—Basta de palabrería. Vamos.

Pude escuchar entonces el ruido de las puertas de las caballerizas al abrirse. Todos nos observaban. El rey Atreo, Leutides, mi hermano y los chicos del establo observaban nuestros pasos y yo no tenía tiempo ni para pensar: el heredero al trono estaba a punto de auparse sobre la valla y mi corazón latía desbocado, presa del miedo. Me apresuré a seguirlo. Tenía que evitar a toda costa que se lastimase.

Sombra Negra se encabritó todavía más al ver cómo Agamenón ocupaba el cercado e invadía su espacio. Los músculos del cuadrúpedo se endurecieron sobre una piel más oscura que la misma noche y yo salté sobre la arena mojada del recinto tan solo unos segundos después de que lo hiciera el príncipe. Su túnica estaba empapada; aun así, conseguí sujetarla y empujarlo hacia atrás con la fuerza suficiente para derribarlo. Su espalda chocó contra el suelo húmedo haciéndolo caer sobre un enorme charco de barro. No tuvo tiempo de quejarse, de maldecirme ni de recriminarme nada. El reflejo fugaz de las Moiras le demostraron su error: las enormes y mortales pezuñas delanteras de Sombra Negra cayeron justo donde Agamenón había estado un instante antes. De no haberlo empujado, el semental hubiera firmado su sentencia de muerte, partiéndole el cráneo con sus cascos como fruta madura.

No me detuve a comprobar el estado del príncipe porque vi en los ojos del corcel a un ser aterrorizado. Tenía tanto o más miedo que nosotros. Intenté acercarme. No pude. No era el momento. Con Sombra Negra iba a necesitar tiempo y paciencia. Diferente a los caballos tesalios, este iba a ser un hueso duro de roer. Valdría la pena, sería un gran campeón si se le daba la oportunidad. Retrocedí sin dejar de mirar a los ojos del animal que, condescendiente, parecía haberme concedido una tregua. Ayudé a levantarse a Agamenón antes de suplicarle:

—Señor, si me da un par de semanas, le aseguro que podrá montarlo. Mucho me temo que hacerlo antes será imposible. Todavía es demasiado pronto. —Agamenón tomó mi mano y se levantó despacio, sacudiéndose la tierra húmeda de la túnica y trepando por la cerca para abandonar la arena.

No dijo nada más hasta que nos reunimos con el resto. Yo estaba aterrado; había desaprovechado la oportunidad de impresionar a Agamenón al empujarlo contra el fango e impedirle tomar lo que deseaba.

Leutides debía de estar que se subía por paredes. Tuve que bajar la cerviz en su presencia, me avergonzaba mirarlo. Su mirada, decepcionada, me entristecía. Unos esclavos pertenecientes a la comitiva real acudieron raudos al encuentro del príncipe, le dieron vestimentas limpias y lo pusieron a resguardo de la lluvia.

—¿Y bien? —le preguntó el rey Atreo.

—Sí. Es él a quien vi en sueños, padre. Es a él a quien quiero —contestó Agamenón.

—Sea, pues. Leutides, inicia el entrenamiento y pon al chico al corriente de todo.

Me quedé perplejo, no tenía ni la menor idea de lo que decían. Era como estar presente en una función de teatro en la que eres el protagonista sin que todavía te hayas dado cuenta de si representas un drama o una comedia. En ese preciso instante, Agamenón se giró hacia mí, entrecerró sus ojos, profundos y lejanos como la Laguna Estigia, y me confesó:

—Te estaba esperando, Aurimedón.

Aquellas palabras cambiaron mi vida por completo.

III

Auriga

En cuanto la familia real abandonó las caballerizas, descargué todo un diluvio, mayor aún del que caía fuera, de preguntas sobre Leutides. ¿Qué es lo que quería Agamenón de mí?, ¿para qué podía servirles alguien como yo?, ¿por qué se habían tomado tantas molestias para encontrarme?

—El príncipe desea que te conviertas en su auriga personal. Hypnos, el dios de los sueños, le reveló que, si quería cosechar éxitos, debía encontrarte —me explicó Leutides. Para un muchacho micénico de clase baja como yo, el hecho de poder acercarse a la realeza era como tocar el cielo con las manos—. Lo más probable es que no haya soñado nada en realidad y estuviera buscando un pretexto para escogerte. Los atridas solo se contentan con lo mejor y, por mucho que prefieras refugiarte entre los caballos, no lograrás huir de ellos. Se han sentido atraídos por tu fama, que dentro de la ciudad no ha dejado de crecer: por toda Micenas, ya corre el rumor de que hay un muchacho que es capaz de hablar y entenderse con los equinos; hay quienes aseguran, incluso, que ni el mismísimo Pegaso podría resistírsele. Te recomiendo que te hagas a la idea: tu futuro y el del príncipe Agamenón han quedado ligados.

Auriga. Una sola palabra que terminaría marcando mi destino por completo. Ahora, tras haberme dedicado tantos años, puedo asegurar que he sido afortunado; no existe un trabajo mejor. El auriga es el encargado de llevar las riendas del carro de combate de su señor y de competir, bajo su nombre y el de su ciudad, en los diversos juegos que se celebran a lo largo del año: en bodas, nacimientos, funerales, inicios o finales de conflictos bélicos, cambios de estación... Los carros siempre han sido un elemento diferencial; solo los reyes o los aristócratas de la más alta alcurnia pueden permitírselos. Los aurigas, los buenos aurigas en realidad, siempre hemos sido muy codiciados, desde el principio de los tiempos.

—No pongas esa cara, hermano. Es una gran noticia —secundó Solofemo después de oír las palabras de Leutides—. Podrás llevar una vida mejor. Ganarás prestigio, dinero y popularidad.

—Es que me gusta mi vida. —Jamás había pensado que podría confesar algo así, pero no mentía: me sentía pleno, realizado. Querido—. Aquí soy feliz. Seguro que el príncipe termina cansándose de mí y encontrando otro juguete con el que distraerse.

—No tendrás por qué mudarte, Aurimedón —intervino Leutides—. Seguirás viviendo con tu abuela y tu hermano y trabajando en el establo. La única diferencia es que tendré que convertirte en un auténtico auriga. Estoy seguro de que te encantará; no será fácil, eso sí, no voy a mentirte. Empezaremos mañana. Vamos, anímate. —En mi interior, la ilusión, la alegría y el miedo danzaban en extraña armonía—. Y hay algo más, muchacho...

—¿De qué se trata?

—Tu hermano y yo hemos pensado que, como gesto de buena voluntad, deberías domar a Sombra Negra y regalárselo al príncipe Agamenón.

Mi primera misión como auriga fue sencilla: escoger a los caballos para mi carro. Serían los dos corceles tesalios, estaba claro, los mismos que me habían impresionado tanto y con los que había comenzado todo.

Aquel día, el primero de mi entrenamiento, llegué antes que mi maestro. Cepillé a los dos caballos, comprobé sus cascos y los ensillé. Todo para que mi tutor estuviera satisfecho. Agradeció mis esfuerzos con una tibia sonrisa. Me hizo acompañarlo, a toda prisa, hasta una parte reservada del establo, un lugar vetado para el resto de trabajadores. El rincón privado de Leutides, el espacio donde dormían sus carros de guerra.

—Bienvenido a mi vida, Aurimedón. Estoy muy orgulloso de poder mostrarte una de mis mayores pasiones; aquí paso la mayoría del tiempo, arreglando y puliendo estas joyas —reconoció—. Aquí en Micenas no suelen utilizarse demasiado, pero en otros muchos lugares, los carros han cobrado gran importancia. El principal inconveniente de estas preciosidades es, además de su elevado precio, su compleja manejabilidad. En Micenas, tan solo el rey Atreo y un par de oligarcas adinerados los poseen. Y no cualquiera está capacitado para conducirlos. Todos los aurigas de Micenas han pasado por mis manos. Valora, por lo tanto, la confianza que ha depositado en ti Agamenón. Agradéceles a los dioses, también, la fortuna de poder conducirlos. Has sido escogido como el auriga del próximo monarca; vas a ser mi sucesor. Espero que sepas valorar semejante honor. Tendrás que ser el mejor entre los mejores. Aquí no hay lugar para el fracaso ni para la desidia. Estoy dispuesto a enseñarte todo lo que he aprendido durante estos largos años. Solo te pido a cambio compromiso, honor y lealtad. ¿Preparado?

Ni hizo falta respuesta ni sabía nada acerca de aquellos carros, pero seguir la estela de Leutides suponía para mí el mayor de los honores. Aquel hombre fue para nosotros, sin pretenderlo, la figura paterna que tanto habíamos necesitado mi hermano y yo.

El rincón predilecto de Leutides estaba plagado de escudos de bronce, condecoraciones, lanzas, espadas y un sinfín de utensilios para la reparación de las piezas. Todavía recuerdo el aroma a madera, hierro y gloria de aquel espacio. «La habitación de los sueños», terminé llamándola en secreto.

Las primeras lecciones transcurrieron allí. Leutides me explicó cómo mantener el carro en condiciones óptimas, qué herramientas utilizar para cualquier posible avería o daño, qué materiales escoger para que las sustituciones no se notaran y cómo limpiarlo todo una vez terminada la práctica o la carrera. Apliqué sus consejos con tanto mimo y fervor que no tardó en abrir la puerta de su almacén y permitirme rodar. Me enseñó cómo utilizar las riendas, de qué manera girar, cómo escorar el carro para evitar posibles caídas, en qué terrenos era conveniente acelerar el ritmo y, por el contrario, en cuáles ser más cauto. Fueron semanas felices. Durante aquellas jornadas, comprendí que había nacido para ello y, desde entonces hasta hoy, no he sido capaz de separarme de los carros.

Aun a riesgo de resultar presuntuoso, he de reconocer que se me dio muy bien desde el primer instante. No es que fuera un conductor extremadamente hábil, pero gozaba de una extraordinaria relación con los caballos. Era capaz de percibir en qué momento podía exigirles más y ellos, a su vez, sabían con solo un ligero toque de mis riendas lo que quería que hicieran. Nuestros corazones latían al unísono en una urdimbre de madera, cuero y esfuerzo.

—El amor, muchacho. El amor es el elemento escogido por los dioses para demostrarnos de qué manera hemos de vivir nuestras vidas. Nos enseñan lo que amamos y lo que precisamos para ser felices: nuestra vocación. La mayoría de los mortales no la encuentran; viven amargados, sobreviven más bien, limitándose a disfrutar los breves parpadeos de felicidad que les regalan sus existencias. Si, por el contrario, logras encontrar tu vocación, y por Zeus que la has descubierto, serás feliz siempre. Cada día agradece a las deidades esta oportunidad y trabaja, trabaja como nunca, Aurimedón, para compensar tamaña suerte —solía decirme mi maestro cuando me veía sonreír durante mis prácticas.

Leutides, tosco en sus modales, de sonrisa sempiterna, laborioso y trabajador, cargaba sobre sus hombros con un sinfín de hazañas. Había nacido en el seno de una familia humilde, como la mía, y había terminado con más victorias de las que cualquier aedo podría cantar en toda una vida. En la guerra, resultaba temible. Aunque jamás lo vi combatir, se escuchaban historias por toda la ciudad sobre su implacable forma de guerrear. Compasivo y justo. Letal. Otra de sus cualidades era su rígido sentido de la previsión. Desde que se enterara de que el príncipe Agamenón tenía interés en nosotros, en mí más bien, creyó conveniente que siguiéramos un adiestramiento militar exclusivo. «El futuro del auriga está irremediablemente ligado a la guerra, por más que nos importune», me dijo en más de una ocasión. Él deseaba que, si Micenas se veía inmersa en alguna campaña bélica, estuviésemos preparados. Siempre cuidó de nosotros.

Para tal cometido, hizo venir al establo a un viejo amigo suyo, Geras, un viejo mercenario procedente de la ciudad de Eubea, de aspecto huraño y taciturno. Sus cicatrices y su cojera atestiguaban que había pasado toda su vida bajo el cobijo de Ares, dios de la guerra.

La primera vez que nos topamos con él, pese a saber que iba a venir, nos sorprendió. Jamás habíamos conocido a un soldado o, al menos, a uno como él. En nuestras mentes, todavía palpitaban las imágenes de grandes héroes bélicos, osados guerreros que se enfrentaban a monstruos, a peligros sin igual por el bien de su ciudad o de sus familias. Geras no era así en absoluto. Zafio, vulgar, malhablado e interesado, solo le movía la plata y el alcohol. La viva imagen de lo que la guerra les hacía a los soldados.

—¿Quieres que prepare a estas dos mierdecillas para el combate, a estas dos florecillas silvestres? —preguntó entre fuertes carcajadas nada más vernos—. Por favor, Leutides, no me tomes el pelo. He cagado cosas con más músculos que estos dos enclenques. El mayor tiene un pase, pero el pequeño..., míralo, es un esmirriado. Tiene menos peligro que el beso de una madre. —Esas palabras me ofendieron tanto que a punto estuve de saltar sobre él. Mi hermano me contuvo con la mirada. Lo único que podía sacar de esa confrontación era una buena tunda.

—Demostradle que se equivoca, chicos. A partir de hoy, entrenaréis con Geras todos los días. Solofemo, me encargaré de que te suplan en los establos hasta que llegues y luego iré con Aurimedón para proseguir nuestros ejercicios con los carros de combate. —Nosotros asentimos y Leutides concluyó—: No me dejéis en mal lugar.

Nuestro nuevo tutor militar comenzó a gritarnos de inmediato. El entrenamiento había comenzado.

Geras nos obligaba a correr en torno al cercado de los establos durante al menos la mitad de lo que duraban nuestros ejercicios. Al principio, lo hacíamos con lo puesto, las vestimentas propias del trabajo. A medida que fueron avanzando las semanas, comenzamos a hacerlo con el equipo militar al completo. Armadura, escudo y lanza. Después, nos obligaba a practicar el pugilato entre nosotros y más de una vez regresé a casa de la abuela con un ojo morado, con la nariz empapada en sangre y enfadado con mi hermano. También nos hacía repetir hasta la extenuación un sinfín de movimientos básicos con la lanza. Aprendíamos a protegernos bajo el escudo y a lanzar golpes con nuestras armas de la manera más precisa posible. Para finalizar el entrenamiento, Solofemo y yo nos enfrentábamos en duelo singular con la espada corta. Lo hacíamos todos los días y nunca pude derrotarlo. Desde el inicio, mi hermano demostró que servía para aquellos cometidos, llegando a vencer incluso al propio Geras en alguna que otra ocasión. Un día a la semana, practicábamos el tiro con arco y en ello encontré mi única virtud bélica; era lo único que se me daba medianamente bien, la única habilidad en la que podía competir con mi hermano.

Pasados unos meses, nuestros cuerpos se habían transformado. Geras se mostraba orgulloso e incluso se atrevía a presumir de sus alumnos. Nuestros pechos se habían ensanchado, al igual que las piernas y los brazos, mucho más musculosos y resistentes. Ganamos en resistencia y en capacidad pulmonar y manejábamos las armas con una soltura ya más que aceptable. Geras había cumplido con su trabajo.

Un día, tras recibir una escandalosa paliza a manos de mi hermano en uno de los entrenamientos, Geras me riñó mientras todavía estaba jadeando en el suelo:

—Tendrás que hacerlo mucho mejor, si quieres servir bien al príncipe. Aunque quizá tengas la fortuna de librarte, con todo lo que ha sucedido en Micenas. Nadie está seguro de si llegará a reinar o no. —La noticia me cogió desprevenido. Tan absortos estábamos con el trabajo y el entrenamiento que no éramos conscientes de nada de lo que ocurría de puertas para fuera. Nuestra existencia transcurría entre los caballos, los ejercicios de Geras y los cuidados de mi abuela. Vivíamos en una burbuja creada por Leutides. Sabíamos que aquella paz solo era un leve paréntesis antes de compromisos futuros, pero de momento lo disfrutábamos tanto como podíamos, sin preocuparnos por nada más.

—¿A qué te refieres? —preguntó Solofemo.

—¿Y vosotros os consideráis ciudadanos de Micenas? No os enteráis de una mierda. Por mucho que os enseñe a utilizar la espada y la lanza, si no prestáis atención a cuanto os rodea, conseguiréis que os maten. —Dicho esto, y tras darme un manotazo en lo alto de la nuca que consiguió levantarme de mi asiento, prosiguió—. Pues bien, ¿por dónde empiezo? Veréis, cuando Atreo fue escogido rey por el monarca anterior de Micenas, su hermano Tiestes no pudo soportarlo; él ambicionaba el poder por encima de todo. Fue por ello por lo que sedujo a la mujer de Atreo, Aérope, y consiguió que esta le entregara un cordero de oro, símbolo real de la ciudad. Mediante el engaño y el adulterio, Tiestes fue proclamado rey, despojando de todos sus derechos a Atreo. Esta actitud sibilina no es propia de un monarca y el mismísimo Zeus, el más grande de entre todos los dioses, tomó cartas en el asunto. Envió a reunirse con Atreo al divino mensajero Hermes para asegurarle que estaba destinado a recuperar la corona y este le expuso un plan que demostraba el favoritismo del padre de los dioses por él. Así, Atreo anunció ante toda la ciudad de Micenas que, si el sol salía por el Oeste al día siguiente, sería porque Zeus deseaba que él fuera el sucesor legítimo de Euristeo. De lo contrario, se marcharía de Micenas para no volver nunca más. Obviamente, el rey Tiestes y todos los ciudadanos de la ciudad aceptaron el reto. Si resultaba ser una bravuconada, se librarían de él para siempre y si, por el contrario, resultaba ser verdad, tendrían que aceptarlo. Ya se sabe que solo los necios contradicen a los dioses. Zeus cumplió con su palabra, bendiciendo la fe que Atreo había depositado en él, y alteró el orden natural en que aparecía el sol. Las preferencias divinas con respecto a la corona micénica quedaron claras, por lo que, tras recuperar el trono, Atreo expulsó a su hermano de la ciudad y lo condenó al exilio.

—No te ofendas, Geras; todo eso ya lo sabíamos. Los hechos que narras sucedieron antes de que naciéramos. Los hemos oído un millón de veces —protestó Solofemo.

—Me alegro —repuso el mercenario—. He de suponer que también conocéis todo lo acontecido en el banquete sangriento, ¿verdad?

—¿El banquete sangriento? —pregunté.

El mercenario sonrió al darse cuenta de que había captado toda nuestra atención.

—Sí, es una de esas historias que todo el mundo conoce y de las que casi nadie habla. Un secreto escondido en lo más recóndito del palacio de Micenas. —Me moría de ganas por escucharla. Solofemo se hacía el duro, como si todo aquello no fuera con él, pero era mi hermano, lo conocía, tenía incluso más ganas que yo—. Hace unos años, el rey Atreo revocó su orden de exilio, dándole la oportunidad a Tiestes de regresar a casa. La mayoría de los micénicos creyeron que aquella llamada respondía a una posible reconciliación entre los dos hermanos. Nadie habría podido imaginarse lo que le iba a suceder al pobre Tiestes.

—¿Qué le pasó? —pregunté inquieto. Solofemo me recriminó con la mirada.

—El rey Atreo organizó un banquete para celebrar el reencuentro familiar. ¿Y sabéis qué sucede? Que el rencor es una de las mayores armas que esconden los monarcas. Atreo le ofreció a su hermano un estofado. Según cuentan los testigos, ambos hermanos conversaron y rieron de la misma manera en que solían hacerlo cuando eran niños. Finalizó la cena y el rey Atreo mandó traer el postre. Y le pidió a Tiestes que abriera las bandejas que lo escondían. Al levantar las tapas, encontró las cabezas de sus propios hijos: Orcómeno, Áglao y Calileonte. Nuestro rey le había servido su carne y él se la había comido. —Tales palabras casi nos hicieron perder la cordura. Mi hermano no pudo contener las arcadas y yo, mucho más sensible, acabé vomitando en el suelo.

—No puede ser... —dije.

—No sois conocedores todavía de lo que el ser humano es capaz de hacer por venganza y codicia.

—El rey Atreo no tenía nada que ganar con lo que hizo —comentó mi hermano mientras me tendía un paño para que me limpiara los restos de bilis.

—Fue una muestra de poder, simple y llanamente. Tanto para su hermano como para el resto de posibles usurpadores o líderes foráneos, el rey de Micenas demostró que ni olvida ni perdona. Si fue capaz de hacerle eso a su propio hermano, imaginad lo que podría llegar a hacerles a sus enemigos. Sus aliados se lo pensarán muy bien antes de traicionarlo.

—Hay algo que no entiendo —inquirió Solofemo—. Si hizo que su hermano se comiera a sus propios hijos, ¿por qué Atreo no hizo lo mismo con Pelopia, quien, según tengo entendido, fue fruto del adulterio entre Tiestes y Aérope, su propia esposa? Las historias que se cuentan en la ciudad aseguran que huyó de Micenas hace muchos años, pero ahora que nos has contado todo esto, supongo que...

—Buena pregunta, Solofemo; demuestras tener una mente mucho más ágil que el ceporro de tu hermano. No obstante, me temo que esas versiones de la historia son ciertas. Pelopia huyó del palacio y de las garras de Atreo mucho antes de que este hubiera ideado siquiera la tétrica estratagema del banquete.

Me horrorizaba pensar en lo que había sido capaz de hacer el rey Atreo. Vino a mi mente entonces el rostro de Agamenón e imploré a los dioses que no fuera igual que su padre. De lo contrario, lo que hacía unos meses se había convertido en una suerte para mí iba a transformarse en un verdadero tormento.

—La gente dice que, tras ver aquellas imágenes, Tiestes enloqueció, maldijo a Atreo y huyó de Micenas. Os he contado todo esto para que seáis conscientes de a qué tipo de amos vais a servir. Los palacios son un nido de víboras. La ambición es un pecado del que no se libran ni los dioses; recordad que Zeus mató a su propio padre para alcanzar su puesto en el Olimpo. Os lo advierto: no bajéis nunca la guardia. Estad atentos; por mucho que la familia real os lisonjee u os alabe, estad siempre alerta. No son vuestros amigos ni lo serán nunca. Son de otra especie.

Durante el entrenamiento de aquel día, no pude centrarme y recibí un centenar de golpes. Las palabras de Geras daban vueltas en mi cabeza sin cesar. Tanto fue así que ni sobre mi carro de guerra logré despejarme. Tomé una curva demasiado tarde y acabé volando por los aires. Caí sobre una zarza y salí de ella con magulladuras, ensangrentado y repleto de espinas. Leutides, preocupado, se acercó a mí enseguida y me limpió las heridas. Tras comprobar que no sufría ninguna lesión, me soltó una dura reprimenda. Gracias a los dioses, el carro no había sufrido ningún desperfecto. Al notar que salía despedido, los caballos pararon en seco y esperaron hasta que me hube recuperado.

—Lo siento, señor, estaba despistado —me disculpé. Y no pude más, me vacié como solo puede hacerlo un hijo con su padre. Le relaté todo lo que el mercenario nos había dicho, Leutides asintió y trató de calmarme con un tono paternal.

—Geras no tendría que haberte contado eso. De nada sirve que te atormentes con los crímenes de otros hombres. Aunque tiene razón en una cosa, solo en una: los reyes son totalmente diferentes a nosotros, pero gracias a los dioses no tenemos que cargar con sus preocupaciones. No somos responsables de sus actos. Nosotros, Aurimedón, somos simples conductores de carros. Aurigas. Únicamente debemos cumplir bien con nuestro trabajo. Y escúchame bien: si llegado el día no deseas servir a Agamenón por el motivo que sea, no te preocupes. Juro ante los dioses que te ayudaré a escapar de esta ciudad y ofreceremos nuestro servicio a otro monarca. Pero, al menos, dale una oportunidad; él no es Atreo, no ha tenido que vivir la misma vida que su padre. Si demuestra ser igual de mezquino, encontraremos la manera de escapar. De momento, sigamos con nuestro entrenamiento para que puedas convertirte en el mejor auriga de toda la historia, ¿te parece? —Asentí complacido y Leutides me acarició la cabeza como si fuera otro más de sus caballos—. Vamos allá. No quiero más distracciones.

Aquella noche, durante la cena, ni Solofemo ni yo pronunciamos palabra. Nuestra abuela, sabia como era, no quiso preguntarnos nada y rompió el hielo queriendo saber sobre nuestros caballos. En pocos minutos, y sin habernos dado cuenta, los tres charlábamos amistosamente. Esa era la magia de Melgara.

—Ahora que lo pienso —dijo Solofemo—. ¿Mañana no es el día en el que hemos de entregarle Sombra Negra al príncipe Agamenón?

—Cierto —confirmó mi abuela—. Es el gran día. Será la primera vez que piséis el palacio de Micenas. Me ha llevado mi tiempo, pero os he dejado en vuestra habitación una túnica para cada uno. Mañana os presentaréis ante la sociedad micénica y debéis hacerlo con la mejor presencia.

—Solo hemos de entregar un caballo —protestó mi hermano.

—Y lo haréis como ciudadanos libres, con la frente bien alta y con ropa acorde a vuestra posición.

Dejé de prestar atención. Mi hermano y mi abuela siguieron discutiendo un poco más mientras yo me preocupaba, en silencio, por el futuro de mi amigo Sombra Negra. Me había costado muchísimo poder domarlo y me apenaba tener que separarme de él. Era diferente. Siempre lo había sido. Era un caballo obstinado, testarudo y desafiante. Desde que Agamenón saltara la cerca, lo había visitado cada día. Por muy cansado que estuviera, por muy dura que hubiera sido mi jornada, debía verlo. Al principio, pasaba solo unos pocos minutos cerca de él, para que se acostumbrara a mi presencia; cuando esta dejó de incomodarlo, comencé a acariciarle el lomo y a darle de comer directamente con mi mano; no mucho al principio. Siguieron jornadas de crinarle el pelaje con cepillos de cerdas duras, de examinarle las patas y de limpiarlo. Hasta que pude comenzar a montarlo. Huelga decir que no me lo puso nada fácil. Me hizo caer en más de una ocasión solamente para recordarme que era él quien me dejaba subir. Jamás sería un caballo manso, pero sí el más valiente y puro de todos ellos. Nadie puede imaginar la emoción que sentí cuando, al fin, pude cabalgar por las afueras de la ciudad sobre él. Nunca había sentido una comunión igual con ningún otro animal, ni siquiera con los caballos tesalios. Sombra Negra era único. Solo deseaba que su nuevo amo estuviera a la altura del caballo que iba a regalarle.

Ojalá Agamenón no fuera como su padre.

IV

El palacio de Micenas

Al llegar a los establos, nuestros compañeros no perdieron la oportunidad de burlarse. Nos hacían reverencias jocosas e incluso se atrevían a amenazarnos con tirarnos alguna boñiga que nos ensuciara los nuevos ropajes. Solofemo permitió las bromas justas. Bueno, tal vez alguna más para ver cómo me sonrojaba. En cuanto tuvo suficiente, dio un grito y todos volvieron a sus quehaceres. Para mi sorpresa, Leutides, que debía acompañarnos hasta el palacio, no se arregló en absoluto. Iba a presentarse ante el rey Atreo con las mismas prendas funcionales que llevaba cada día: túnica parda un tanto roída, sandalias y cinturón de cuero. Llevaba la melena suelta y estaba sin afeitar. Su fama y su historia lo envolvían con un aura imperceptible que lo hacía inmune a cualquier prejuicio. Aunque ya habían pasado de lejos sus mejores años, el auriga real conservaba su complexión robusta, acrecentada por el duro trabajo físico que llevaba a cabo cada día. Sus manos callosas y sus brazos ejercitados ejemplificaban el modelo de vida que había escogido, lejos de los pasillos de palacio, cerca de la tierra.

Él mismo agarró las riendas de Sombra Negra como si fuera un simple paje. No quería que nos ensuciáramos. El caballo me miró inquisitivo, como si quisiera preguntarme adónde íbamos a llevarlo. Le acaricié el lomo: confiaba en mí y yo rogaba a los dioses que no tuviese que lamentar traicionarlo de aquella manera.

Durante el camino hasta el palacio de Micenas, Leutides caminaba con actitud relajada, como quien va a casa de un pariente, aunque su tranquilidad no hacía sino turbar la nuestra. Finalmente mi hermano no aguantó más y le preguntó:

—Maestro, ¿no hay nada que tengamos que saber antes de entrar en el palacio del rey Atreo? Sabemos cómo manejar los establos y a los mozos, pero nunca hemos vivido una situación como la de hoy. Nos sentimos atemorizados.

Leutides paró en seco y, rascándose la barbilla igual que un filósofo que medita el sentido de la existencia, se echó a reír con ganas. Antes de que mi hermano pudiera increparle, se apresuró a contestarle.

—¿Conque esa es la razón por la que vais así vestidos? Ya decía yo. —Leutides reía como un descosido. Solofemo apretó los puños con fuerza, humillado. Destilaba rabia por cada poro de su piel y las carcajadas estruendosas de nuestro maestro hacían aumentar su crispación cada vez más. Cuando este se percató de ello, y tras secarse las lágrimas de los ojos, nos dijo—: Y luego, ¿qué?, ¿planearéis juntos una nueva invasión a Argos?, ¿asistiréis a lujosos banquetes?, ¿de verdad os creéis tan importantes y que el mismísimo rey os va a recibir en sus dependencias?

—Maestro, usted dijo que debíamos entregar a Sombra Negra al príncipe Agamenón en persona en señal de agradecimiento. Sabe que le causó impresión. No creo que haya algo que le ilusione tanto como poseer el mejor caballo de toda Micenas.

—Aurimedón, querido, ya te expliqué que los reyes no son iguales al resto de mortales. No creas todo lo que ves ni confíes en todo lo que hagan. Lo que hoy les gusta, mañana les puede repugnar. Poseen tantos aduladores dispuestos a alabar sus decisiones que podrían incluso opacar la luz del carro tirado por el dios Helios. —Leutides vio cómo la desilusión aparecía en nuestros semblantes. No podía consentirlo y enseguida retomó su actitud paternal, dejando de lado las burlas—. Perdonadme. La culpa es mía, muchachos. Me he empeñado en adiestraros para el combate y, sin embargo, desconocéis por completo los entresijos de la política. Aunque la verdad es que no os perdéis nada. Vuestros corazones son puros y no debéis dejaros influenciar por la malicia y la corrupción de los poderosos. ¿Sabéis cuánta gente obsequia al rey Atreo o a alguno de sus hijos buscando con tales acciones un futuro favor real o un simple reconocimiento? No os hacéis una idea. Aquí en Micenas son adorados tanto o más que los mismísimos dioses. Los hemos malacostumbrado. Si la idiosincrasia de los reyes ya los convierte de por sí en vanidosos, la personalidad de Atreo hace que él lo sea mucho más. Y eso que es al que más afecto le guardo, pues al menos sabe ver la valía de sus súbditos de inmediato y la verdad es que los premia en su justa medida. Pero, pensadlo bien, chicos, si el rey en persona tuviera que atender a todos esos asuntos, no acabaría nunca, no podría gobernar Micenas ni ejercer ninguna otra función que no fuera estrechar las manos de sus súbditos y agradecerles los presentes. Atreo no es ningún estúpido; durante estos años de reinado, se ha rodeado de grandes profesionales y ha delegado todos esos quehaceres en ellos.

—Maestro, tú eres amigo del rey Atreo, podrías conseguir que hiciera una excepción con nosotros —supliqué.

—Es verdad que yo concreté la fecha de la entrega con los encargados del palacio, aunque no me haría demasiadas ilusiones. Tomad el día de hoy como un puro trámite burocrático que debemos cumplir para contentar al príncipe Agamenón y agradecerle la oportunidad que le dio a Aurimedón al elegirlo como auriga personal. Un día de descanso en vuestro entrenamiento, porque no creo que el rey Atreo permanezca quieto durante mucho tiempo. Ahora, de hecho, seguro que se encuentra planeando alguna nueva incursión. Es un monarca que odia la calma. Ahí donde lo veis, y a pesar de su apariencia, vive por y para la guerra. Ha sido capaz de transformar una simple aldea de pastorcillos en la ciudad que hoy veis. Y lo ha hecho gracias a Ares. Nos ha convertido a todos los micénicos en soldados. Y en eso, hijos míos, es en lo que tendréis que destacar. Demostraréis todo lo que habéis aprendido y gozaréis de la oportunidad de labraros un nombre por vosotros mismos. —Aunque estaba seguro de que era un simple apelativo cariñoso, me ilusionaba muchísimo que se refiriera a nosotros como sus hijos. La mujer de Leutides había fallecido hacía muchos años sin darle ningún vástago. Por los establos se rumoreaba que era el coste que él había tenido que pagar a los dioses por su fama y su talento. Las Moiras, tejedoras del Destino, ya se sabe, le ponen un precio a todo.

¿Cuánto tendría que abonar yo por cumplir mis sueños? Aquella pregunta no tardaría demasiado en inquietarme, pero, durante ese tiempo, seguía disfrutando de mi juventud y de los años junto a Leutides y Solofemo.

Pasamos de la desilusión al éxtasis propio de quien está a punto de librar su primera batalla. Mientras caminábamos hasta las dependencias reales, soñé despierto con que mi nombre fuera recordado por siempre en aventuras venideras y con que se me conociera como el mejor auriga de todos los tiempos.

Siempre que mi hermano y yo recorríamos el camino desde casa de nuestra abuela hasta los establos de Leutides, contemplábamos el palacio de Micenas de lejos, por lo que, cuando llegamos a sus inmediaciones, no nos sorprendió demasiado. Fue como visitar a un pariente lejano al que siempre has conocido a través de miles de anécdotas sin haber nunca tenido la suerte de verlo en persona.