La sombra de la Yürei - Varios autores - E-Book

La sombra de la Yürei E-Book

Varios autores

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Beschreibung

En la mágica noche de Tanabata, bajo un cielo cuajado de estrellas, Hikonojō y Kana se juran amor eterno. Creen que nada podrá romper ese vínculo… pero el destino tiene otros planes. Años después, aquel recuerdo vuelve convertido en sombras inquietantes que amenazan la vida de Hikonojō, ahora junto a la delicada y hermosa Oko. ¿Podrá escapar de un pasado que se niega a morir? Por qué te atrapará esta historia: - Una trama intensa que mezcla romance, misterio y tradición japonesa. - Personajes complejos y giros inesperados que te mantendrán en vilo. - Ideal para lectores de novela romántica con tintes históricos y dramáticos.

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Seitenzahl: 154

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

PERSONAJES PRINCIPALES

CAPÍTULO 1

UNA VIEJ A PROMESA

CAPÍTULO 2

EL DESALIENTO DE LOS FUGITIVOS

CAPÍTULO 3

CRECEN LAS SOMBRAS

CAPÍTULO 4

LA HORQUILLA DORADA

CAPÍTULO 5

UN DESEO CUMPLIDO

GALERÍA DE ESCENAS

HISTORIA Y CULTURA DE JAPÓN

MAGIA Y ADIVINACIÓN

NOTAS

Asesoría histórica: Gonzalo San Emeterio Cabañes y Xavier de Ramon i Blesa

Asesoría lingüística del japonés: Daruma, servicios lingüísticos

Diseño de cubierta y coloreado del dibujo: Tenllado Studio

Diseño de interior: Luz de la Mora

Realización: Editec Ediciones

Fotografía de interior: Kitao Shigemasa/Cleveland Museum of Art/Wikimedia Commons:

104; Utagawa Kunisada/Wikimedia Commons: 109; Legends of the Kitano Tenjin Shrine/

Metropolitan Museum of Art: 111; Utagawa Kuniyoshi/Wikimedia Commons: 112; Kikuchi

Yōsai/Wikimedia Commons: 115; One Million Pagodas/Metropolitan Museum of Art: 115

Para Argentina:

Edita RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Distribuye en C.A.B.Ay G.B.A.:

Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior:

Distribuidora General de Publicaciones S.A., Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para México:

Edita RBA Editores México, S. de R.L. de C.V.

Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos, CP 03800,

Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: en trámite.

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V.

Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los Pinos, CP 03800,

Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Impresa en Liberdúplex, Ctra. BV-2249, Km 7,4, Pol. Ind. Torrentfondo

08791 Sant Llorenç d’Hortons, Barcelona

ISBN: en trámite (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U.

Avenida Diagonal, 189. 08019 Barcelona. España.

Distribuye en Perú:

PRUNI SAC RUC 20602184065

Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A El Agustino. CP Lima 15022 - Perú

Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO604

ISBN: 978-84-1098-498-1

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

PERSONAJES PRINCIPALES

AITO HIDEKI — samurái de férreas convicciones que vive en Sendai con su hijo Hikonojō y su esposa Azumi. Sirvió durante años bajo las órdenes del influyente samurái Hasunuma Kaito, con quien estableció una profunda amistad. Fue acusado falsamente de robar a un oficial del clan Date, el más poderoso de Sendai, lo que condujo a su familia a la desgracia.

HASUNUMA KAITO — honorable samurái, miembro de una de las familias más adineradas y poderosas de Sendai, al servicio del daimio de esta ciudad. Es padre de dos hijas: Kana y Oko.

SAITO HIKONOJŌ — hijo de Saito Hideki; tras la caída en desgracia de su padre se ve obligado a abandonar su ciudad natal, Sendai. Después de unos años exiliado, regresa a Sendai, donde ansía ante todo encontrar la calma y una oportunidad de asentarse y ser feliz.

KANA — hija mayor de la familia Hasunuma y prometida de Hikonojō. Antes de contraer matrimonio ha de separarse de manera repentina de su prometido cuando este se ve obligado a abandonar la ciudad de Sendai, donde viven, por circunstancias familiares.

OKO — hija pequeña de la familia Hasunuma. Tímida y observadora, desde muy niña estuvo siempre muy unida a su hermana mayor, Kana. Con los años se ha convertido en una joven sensible de abrumadora belleza.

KINZŌ — antiguo miembro de la servidumbre de Saito Hideki. Marchó a la ciudad de Ishinomaki, donde se dedicó a gestionar los arrozales de la familia de su prometida.

UNA VIEJA PROMESA

as parcelas de tierra inundada parecían extenderse sin fin hasta el mismo pie de las montañas que rodeaban la llanura de la ciudad de Ishinomaki, en la costa nororiental de la gran isla. Aquella tarde despejada y fría del inicio de la primavera el sol rojizo descendía ya tras las lomas, recortando sus ondulantes siluetas con un color gris azulado. Saito Hikonojō se detuvo un instante en su lento caminar por los arrozales y levantó la vista, entrecerrando los ojos para contemplar cómo crecían desde poniente las sombras sobre la tierra. Mientras veía brillar los últimos destellos dorados en las cumbres, intuía con animación que su jornada pronto iba a terminar, deseoso como estaba de regresar a casa. El muchacho solo llevaba unos días sembrando de arroz las tierras del señor Kinzō, bañadas por las aguas del río Kitakami y sus afluentes, cuyos caudales servían a los agricultores para inundar sus campos superando los cercados que los delimitaban.

Todavía no se había acostumbrado al peso del capazo que cargaba su espalda y seguía con dificultad al resto de la cuadrilla de braceros copiando los movimientos rítmicos de sus manos. Agarraba los brotes de arroz, y luego sus brazos trazaban una curva para atravesar con la raíz el barro del suelo encharcado mientras avanzaba a grandes zancadas. En contraste con los pasos torpes e inexpertos de Hikonojō, sus compañeros parecían ejecutar un baile al son de la canción que utilizaban para marcar el ritmo de la siembra y que todos, menos él, se sabían de memoria. Aquellos hombres trabajaban con tal presteza que casi se diría que buscaban dejarlo atrás a propósito. Quizás trataban de evitar su compañía. Sabiéndose rezagado, el muchacho decidió ignorar la duda que sembraba aquel pensamiento en su ánimo y sonrió indulgente para sus adentros: solo debía darse tiempo para aprender el oficio.

La vida estaba empezando de nuevo aquellos días, de la misma manera que el sol todavía tibio volvía a abrirse paso a través de las nubes y fundía la escarcha del amanecer sobre los brotes de hierba. El señor Kinzō había sido muy generoso: lo había recibido en su hogar y le había ofrecido aquel empleo. Le aseguró que no le faltaría techo y comida mientras cumpliera con sus tareas en los arrozales. El terrateniente había aceptado como único pago la fuerza de sus brazos jóvenes, aunque inexpertos, a pesar de que la temporada de trabajo en los campos estaba ya empezada y la cuadrilla de braceros mizunomi,1 bien dispuesta.

Los hombres del señor Kinzō habían terminado ya una parte esencial de los trabajos más duros del final del invierno: habían pasado las últimas semanas dragando la vegetación acumulada en las canalizaciones, reparándolas y roturando la tierra antes de su inundación, mientras soportaban las temperaturas gélidas a la intemperie. Por eso les sorprendió ver a su señor acudir una mañana a los campos, con la tarea de la siembra recién comenzada. El señor Kinzō se les acercó acompañado de Hikonojō y les comunicó que el muchacho se quedaría allí para ayudarles en lo que necesitaran. A Hikonojō no le importaba que, siendo el último en ingresar en la cuadrilla, el capataz le ordenara realizar a menudo las tareas más ingratas, como recoger y limpiar los enseres empleados por sus compañeros. Se sentía afortunado por la oportunidad de un nuevo comienzo, por humilde que fuese.

De algún modo, al darle esa oportunidad, el señor Kinzō respondía a los favores que durante largo tiempo le había prestado el padre de Hikonojō, un honorable samurái llamado Saito Hideki. Kinzō había servido a Hideki muchos años, desde que llegó al hogar de aquel en la ciudad de Sendai con las manos vacías. Y, aunque cuidaba de sus establos con la más rigurosa dedicación, todos sabían que Kinzō era entonces un joven ambicioso y que tarde o temprano querría continuar su camino ascendente. Cuando el sirviente explicó al samurái sus deseos de marchar al norte y dedicarse a los campos de cultivo junto al mar que pertenecían a la familia de su prometida, Saito Hideki se despidió de él convencido de que sería muy difícil encontrar a alguien de su valía y su talla moral para sustituirlo.

Fue un océano de tiempo más tarde, cuando Kinzō ya era un hombre maduro, sólidamente establecido en las tierras de Ishinomaki, cuando le sucedió algo tan inesperado como feliz, a su parecer, pues le permitía devolver lo que había recibido. Un día el hijo de su antiguo señor llegó a su puerta buscando su ayuda. Se habían cambiado las tornas y era él quien estaba en posición de hacer algo por el linaje de su antiguo benefactor. Cuando escuchó aquel nombre tan familiar de boca de sus sirvientes, Kinzō corrió sin ceremonia alguna a recibirlo a la puerta de su hogar. Era una casa digna de la categoría que ostentaba entonces como terrateniente y proveedor de la mayor parte del arroz cultivado en la zona.

—¡Saito Hikonojō! ¡Mi querido muchacho! Cuánto me alegra verte, pero… Apenas te reconozco. ¡Has crecido mucho! —exclamó al volver a encontrarse delante de él, a quien había visto por última vez como un niño que se hacía hombre a toda prisa.

—Han pasado muchos años —contestó el joven con una sonrisa nostálgica.

Un aire gélido pareció traspasar el corazón del terrateniente, según se acercaba al muchacho. Quizás era aquella mueca dolorida que había vislumbrado en el semblante de Hikonojō, pero sentía que una pesadumbre lo acompañaba. Kinzō trató de ignorar aquella sensación que crecía en su pecho como una advertencia, la amenaza de una tristeza insondable, y con un gesto pidió al joven y a la muchacha que lo acompañaba que entraran en su hogar:

—Pasad, por favor, pasad.

Kinzō ordenó a los sirvientes que adecuaran una estancia y pronto estuvo todo dispuesto para recibirlos con una comida caliente. Su esposa les servía el té, mientras comentaba el cariño con que Kinzō hablaba siempre del señor Saito y recordaba las travesuras de su pequeño.

—Este chiquillo no hacía más que esconderse entre los animales del establo —contó el terrateniente tratando de ofrecerles el mejor ánimo con una sonrisa amable—. Más de una vez nos burló a todos durante horas. Pero, dime, muchacho, ¿cómo se encuentra tu familia después de aquello?

Hikonojō parecía reacio a contestar y Kinzō procuró aliviar su pena tratando de insuflarle ánimos.

—Sé que habéis sufrido mucho…, que abandonar vuestro hogar fue muy duro… Pero al final todos hemos de buscar el lugar donde los budas y los kami nos otorguen su favor y las gentes, su respeto. Fíjate en mí, yo también abandoné Sendai cuando llegó el momento.

Hikonojō negó con la cabeza. Agradecía el esfuerzo de Kinzō por aligerar la carga de su pasado, pero sabía que su situación no era la misma.

—Mi padre era inocente, bien lo sabes —se quejó el joven—, pero a pesar de ello llevamos durante años aquella culpa que no era nuestra como un vulgar preso arrastra sus cadenas.

—Lo sé…

—Han sido años de miseria. Tras la desaparición de mi padre, mi madre se derrumbó, ya estaba muy débil cuando empezó a sufrir aquellas fiebres. No superó el invierno…

—¡Lo siento tanto! —Kinzō comprendió entonces el sufrimiento que acarreaba el muchacho.

—Hace ya dos años.

Conmovido, Kinzō quiso confortar al joven. Lo animó a imaginar la vida que podía desplegarse a partir de entonces ante sus ojos.

—¿Es esta hermosa joven tu esposa? —preguntó.

Los dos muchachos se miraron.

—La amo como el jazmín ama las sombras de la noche para extender su perfume por la tierra. Se llama Oko.

—Gracias por recibirnos, señor Kinzō —se atrevió a decir modestamente la muchacha, sin levantar la mirada.

—Por supuesto, Oko, en mi hogar sois los dos bienvenidos —aseguró, luchando contra el escalofrío que le recorrió la espalda al escuchar la voz de la joven.

Hikonojō titubeó antes de volver a tomar la palabra: no sabía cómo formular su petición.

—Agradezco mucho tus palabras y tu caluroso recibimiento. Es muy importante para nosotros, porque… Porque necesitamos tu ayuda. Oko y yo estamos buscando un lugar donde vivir.

La joven alzó la cabeza para intervenir.

—Nos conocimos en Sendai, cuando Hikonojō regresó por segunda vez, pero mi familia, al conocer el pasado de Saito Hideki, nunca aceptó a Hikonojō. —Una sombra cruzó ante los ojos de Oko mientras hablaba. La joven mentía.

Hikonojō percibió el destello de su mirada cómplice y asintió: era más fácil maquillar la verdad que dar largas explicaciones.

—Nos vimos obligados a marchar de Sendai una vez más —añadió el joven.

Kinzō frunció el entrecejo impactado por la noticia. Los segundos de silencio que siguieron a la petición de los jóvenes parecían interminables para el corazón desbocado de Hikonojō. Finalmente, el terrateniente proclamó con firmeza:

—Esta noche dormiréis aquí.

Pasaron algunas noches más en aquella casa hasta que pudieron trasladarse a su nuevo hogar. Entretanto, antes de enviarlos a vivir allí, el señor Kinzō les advirtió que solo era una cabaña sencilla, una vieja minka2 a las afueras de la población, mucho más allá de la hilera de viviendas que cedía cada año a los paisanos para trabajar en los arrozales. Se encontraba casi aislada al final de un sendero angosto, en los escarpes de una pequeña colina cuyas vertientes la resguardaban del frío viento del norte. Se trataba de una casucha pequeña y destartalada, que necesitaba reparaciones. Años atrás se había empleado para almacenar los aperos de labranza, pero llevaba un tiempo abandonada, y algunas partes de la techumbre, consumida por el tiempo, la lluvia y la nieve, estaban dañadas; en consecuencia, muchos tablones de la solería estaban podridos y levantados. A pesar de todo, era suficiente para que Oko bordara flores en su kimono en las tardes de otoño mientras Hikonojō trenzaba las fibras de sus sandalias, juntos al calor del fuego. Así lo soñaron los dos al ver el lugar.

La muchacha se mostró inmediatamente dispuesta a la tarea. Ella se encargaría de convertir aquella cabaña maltrecha en un auténtico hogar. Mientras él acudía por primera vez a los arrozales para aprender la tarea de la siembra, Oko inspeccionaba la cabaña para comprobar la gravedad de los daños y ponerse cuanto antes manos a la obra. Eran necesarios pocos materiales: bastarían algunos tablones de madera, unas pocas cañas y cuerdas. En cuanto hubo reunido todo aquello, como si sus manos gráciles y suaves hubieran sido adiestradas en la tradición artesana desde niña, la muchacha sustituyó los tablones podridos; retiró del tejado los haces de paja más perjudicados y colocó otros nuevos, delicadamente trenzados; construyó los bastidores de los fusuma para separar el espacio y los encoló para adherirles el papel. Cuando los arreglos básicos fueron suficientes para pasar una primera noche allí, refugiados al pie de la colina, los jóvenes tomaron sus escasos bienes, abandonaron la casa del señor Kinzō y se instalaron en su nuevo hogar.

Cada tarde, en el camino de regreso desde los arrozales, los pies de Hikonojō apenas parecían tocar el suelo. Sentía su ánimo flotar ligero, como sumergido en una ensoñación, mientras iba despidiendo a los compañeros que dejaba atrás, recogidos en sus humildes hogares. La vegetación que cercaba el empinado sendero no formaba más que una nebulosa gris a su paso, una masa indiferenciada que apenas veía. Así tenía puestos todos sus sentidos y su ilusión en el reencuentro con Oko.

Sabía que cada tarde encontraría una deliciosa sorpresa al atravesar el umbral: un nuevo arreglo floral decorando la estancia, una pequeña cesta trenzada para guardar sus pertenencias, una mesita de bambú donde compartir la comida… Esta era la dedicación que ponía su amada en convertir aquella vida de jóvenes campesinos miserables y sin destino en una serie de días y noches preñados de toda la belleza posible, como una primavera a punto de brotar. Sentía los esfuerzos de Oko en aquella casita humilde como caricias a su alma: delicados toques, apenas perceptibles, pero cálidos y certeros. Llenaban de calor su pecho, tanto como el fuego de la hoguera había aliviado los dedos entumecidos de sus manos aquellos primeros días de esfuerzo en los campos.

Con la misma pasión se amaban cada noche. La muchacha lo esperaba al caer el sol con el largo pelo negro suelto sobre sus hombros, formando sombras oscuras de suaves curvas por su espalda, y un cinturón rojo atando su kimono como eco del color de sus labios, como promesa de los besos que le iba a entregar.

Avanzando por el sendero pedregoso, Hikonojō ya vislumbraba el humo gris deshaciéndose en volutas desde el tejado, sentía la calidez del hogar teñida de ámbar tras la entrada y podía aspirar las notas verdes del té que Oko había preparado en infusión. Ella aguardaba en el umbral, con el costado apoyado en la jamba. En el fondo de sus ojos oscuros como la noche brillaba la llama del amor inextinguible. Iluminada por ese bello sol interior, la muchacha contemplaba al amado ascendiendo por el sendero hacia su hogar en un suspiro de tiempo detenido, como si nada separase sus miradas a pesar de la distancia que sus zancadas apresuradas iban acortando.

Atravesar el umbral significó, para Hikonojō, sentirse recorrido por una chispa de fulgor que se extendió por sus sentidos: la fría suavidad de la seda en las yemas de sus dedos; el calor de la cintura de la amada entre sus brazos; el temblor de las costillas en la respiración agitada; el tacto aterciopelado de los labios atrapado en el vértigo de un beso. La muchacha se desasió con la delicadeza del vuelo de una paloma y caminó hacia el hogar. Allí se arrodilló dulcemente y tomó la tetera con cuidado, la mano envuelta en un paño, para verter el líquido humeante en dos tazas. No hacía falta hablar.