La sombra de un corazón - Claudia Cardozo - E-Book
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La sombra de un corazón E-Book

Claudia Cardozo

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Beschreibung

Nunca imaginó que aquella mujer pudiera iluminar su corazón. Gabriel Hartford se ha convertido en la sombra del hombre que fue. Amargado por el despecho de un amor perdido, decide llevar una vida de desenfreno e infligir a quienes le rodean tanto dolor como el que siente él; pero la llegada de una misteriosa mujer a su vida trastoca sus planes y pone del revés todo lo que creyó sentir hasta entonces. Sapphira Jones es una joven de origen humilde que arrastra un pasado de penurias e injusticias. Desesperada, no tiene otra alternativa que buscarse la vida como mejor puede, y va dando tumbos de un empleo a otro hasta que termina en la mansión de los Hartford. Allí no solo tendrá que poner a prueba una vez más su valor para subsistir, sino que también conocerá un amor prohibido. Tal vez el destino decidiera divertirse al unir a dos personas tan distintas como Gabriel y Sapphira; pero es posible que también les hiciera un favor, porque ¿quién mejor que un ser lleno de luz y esperanza para deshacer las sombras que amenazan la felicidad? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Claudia Fiorella Cardozo

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La sombra de un corazón, n.º 295 - mayo 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-681-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

«La dicha suprema de la vida es la convicción de que somos amados, amados por nosotros mismos; mejor dicho, amados a pesar de nosotros».

Victor Hugo

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Surrey, Inglaterra, 1890

 

La mañana del trigésimo segundo cumpleaños de Gabriel Hartford amaneció tal y como él esperaba: lúgubre y hostil.

Lo supo tan pronto como abrió los ojos y miró en dirección a la ventana cuyas cortinas dejó corridas la noche anterior. Aunque eran poco más de las nueve, bien podría haber estado contemplando un amanecer oscuro acentuado por las finas gotas de lluvia que golpeaban contra el cristal.

Le daba igual en realidad, se dijo al emitir un hondo suspiro antes de hacer a un lado las mantas y ponerse de pie con un gemido de pesar. Al sentir sus miembros crujir y un desagradable aguijón en la base de la espalda, se dijo que sin duda las más de tres décadas cumplidas empezaban a hacer estragos en su cuerpo. Aunque, en honor a la verdad, también hubiera sido justo reconocer que el estilo de vida que había venido llevando los últimos dos años debía de tener también algo que ver con eso. Pero no se le ocurrió reflexionar demasiado en aquello. ¿Para qué? Ya bastante tenía con las reconvenciones de su madre; ella se daba abasto de sobra para recordarle cada día cuán decepcionante había resultado ser y lo convencida que se encontraba de que los llevaría a todos a la ruina.

Gabriel siempre había amado y respetado profundamente a su madre, de modo que cuando estuvo vestido y listo para bajar al comedor se dijo que ese era un día tan bueno como cualquier otro para hacerle ver que estaba en lo cierto.

Al llegar al vestíbulo se topó con un par de doncellas que se esmeraban por encerar los pisos, después de terminar de hacer otro tanto con la escalera que acababa de utilizar, y creyó atisbar a otra que se alejaba acarreando unos cubos con ambas manos en dirección a la cocina con un andar patoso provocado por el peso que le doblaba la espalda. Timmons, el mayordomo, lo saludó con una inclinación de cabeza y Gabriel estuvo seguro de que desvió la mirada para que su reprobación no fuera demasiado evidente. El sirviente siempre se había tomado su lugar con demasiada seriedad y, aun cuando le agradaba, empezaba a encontrar un poco agotadora la continua censura en sus gestos. Sin embargo, no se decidía a despedirlo; llevaba sirviendo a la familia desde que podía recordarlo y era consciente de que los otros sirvientes resentirían un acto de esa naturaleza. Además, no había llegado todavía tan bajo como para dejar sin empleo a un hombre demasiado mayor para conseguir otro, aun cuando le otorgaran excelentes referencias.

—¿Ves como no soy un absoluto desastre, madre? Tal vez deba esforzarme un poco más —masculló entre dientes al detenerse un momento ante la puerta del comedor; luego, tomó una gran bocanada de aire e hizo un gesto al lacayo que permanecía de pie y atento para abrir la puerta. Al advertir su indicación, el joven asintió y deslizó la fina hoja de madera; Gabriel solo dudó una milésima de segundo antes de dibujar una amplia y falsa sonrisa en su rostro y entrar.

Su madre se encontraba sentada a la derecha del asiento principal, como había hecho durante sus treinta años de matrimonio y los casi dos que llevaba viuda. Lo mismo que la reina, la señora Hartford decidió que usaría el luto a perpetuidad en memoria de su difunto marido y, aunque Gabriel era consciente de que la relación entre sus padres jamás fue precisamente apasionada, le parecía un gesto casi conmovedor. Algo que jamás se le habría ocurrido mencionar en presencia de su madre, claro.

—Llegas tarde.

La seca reprimenda de su madre llegó acompañada de un pequeño titubeo antes de tomar con firmeza la taza que se llevó a los labios tensos. Gabriel apenas frunció el ceño y le dirigió una mirada sesgada mientras un lacayo le acercaba una bandeja del aparador en que se encontraban las viandas dispuestas para el desayuno.

—Buenos días también para ti, madre —comentó él.

A diferencia de otros caballeros, a Gabriel jamás le entusiasmaron los desayunos copiosos y con los años esa aversión no había hecho más que acentuarse, en especial cuando arrastraba una resaca de varios días. Por ello, hizo un gesto de desagrado ante el plato de salchichas y arenques que le presentaron al tiempo que lo alejaba con un movimiento firme. El lacayo retiró el plato, viéndose arrepentido por su error, pero Gabriel no dijo nada; tan solo se estiró para tomar la tetera que su madre acababa de dejar sobre la mesa tras servirse la que debía de ser su segunda o tercera taza de té.

La señora Hartford no dijo nada durante varios minutos, pero Gabriel notó que lo miraba con el ceño más fruncido de lo habitual, y cuando al fin habló lo hizo usando un tono acerado que le recordó al mismo que sin duda habría usado su padre de encontrarse en su lugar.

—La señora Norton dijo ayer durante la cena que los nuevos sirvientes parecen haberse acostumbrado a la actividad de la casa antes de lo que esperaba, pero que le gustaría que hablara con ellos para dejar algunos puntos en claro.

Gabriel elevó casi imperceptiblemente las cejas al oír el comentario de su madre; salvo para reñirlo, era el más largo que le oyera decir en mucho tiempo.

—¿Tenemos nuevos sirvientes? —preguntó él una vez que se recuperó de la extrañeza.

—Dos. Una doncella y un nuevo lacayo; ella llegó hace un par de semanas y él apenas ha cumplido unos días en la propiedad… —La señora Hartford dudó antes de continuar—: Supongo que no debería estar sorprendida de que no lo hayas notado.

Gabriel suspiró y se tragó el comentario que había estado a punto de hilvanar. Hubiera sido sin duda uno sarcástico e hiriente, lo que solo habría dado pie a su madre para atacarlo también, con lo que se habrían enzarzado en una nueva discusión. No estaba de humor para eso y, además, su cabeza estaba matándolo.

—Son demasiados —comentó él en un falso tono indiferente—. No puedo reparar en todos; sabes que soy distraído.

Eso último era una gran mentira porque Gabriel siempre había sido más observador de lo que le gustaba aparentar y ambos lo sabían, pero la señora Hartford debió de considerar también que no tenía sentido rebatirlo si no deseaba entablar un altercado, por lo que cabeceó mansamente antes de reanudar la charla.

—Él parece bastante capaz, pero la señora Norton no está muy segura respecto a ella; al parecer, carece de experiencia y por eso ha decidido usarla para las labores menos demandantes. De cualquier forma, si para cuando termine el mes no ha dado muestras de mejora, no quedará otra alternativa que despedirla.

Gabriel apretó los labios, pero no dijo nada de inmediato. No dudaba de que al ama de llaves o a su madre no les temblara la mano para echar a la calle a una joven por considerarla poco capaz; y en cuanto a referirse a las labores menos demandantes con tanta liviandad cuando estaba seguro de que a la pobre chica en cuestión debían de ponerla a fregar pisos y limpiar techos… Tal vez se tratara de la doncella a la que había visto acarreando esos cubos con agua en el vestíbulo, consideró en un rapto de lucidez. Cualquiera fuera el caso, él siempre había procurado mantenerse apartado de los asuntos domésticos; su madre lo hacía sin mayores problemas. Fue su labor principal en vida de su padre y continuó haciéndolo desde su muerte sin haberse molestado siquiera en preguntar a Gabriel alguna vez si se encontraba de acuerdo con ello. Como a él entonces, lo mismo que ahora, eso le daba más bien igual, habían llegado a un conveniente y tenso acuerdo tácito al respecto.

En ese momento, sin embargo, algo lo llevó a hacer un comentario acerca de ese tema que consideraba tan espinoso. Quizá simplemente le molestó la indiferencia con que su madre se refirió a esa joven a quien no conocía, pero que ella no hubiera dudado en privar de su sustento, cuando él acababa de reflexionar acerca de un caso similar en cuanto al mayordomo, a quien pretendía conservar en su puesto pese a sus reservas por un tema de consideración. O tal vez solo estaba enojado, aburrido y con los estragos de los años recién cumplidos y la resaca que no dejaba de provocarle un desagradable martilleo en los oídos.

—Prefiero que no lo hagas a menos que sea del todo necesario —él habló con mayor firmeza de la que había usado hasta entonces.

Su madre detuvo el movimiento del tenedor que acababa de enterrar con un golpe fiero en una lonja de jamón y le dirigió una mirada extrañada.

—¿Por qué? —preguntó ella.

Gabriel se encogió de hombros y ladeó el rostro en dirección a la ventana. Al parecer, el clima permanecería nublado durante lo que quedaba del día, juzgó al toparse con el cielo encapotado y los cristales empañados.

—No lo sé —respondió él con sinceridad—. Pero no lo hagas.

Era poco habitual que Gabriel usara su posición de dueño de la propiedad para hacer sentir su poder, en especial con su madre; pero ella, lo mismo que él, sabía que no era buena idea discutir uno de sus pedidos cuando adoptaba ese aire de serena autoridad, por lo que asintió de mala gana antes de responder:

—Indicaré a la señora Norton que muestre un poco más de paciencia, pero no prometo nada. Tal vez este no sea el trabajo para ella y en ese caso no habrá nada que podamos hacer —dijo ella al fin como si hiciera una muestra de gran concesión.

Gabriel esbozó la sombra de una sonrisa carente de alegría y cabeceó en un gesto de agradecimiento tan burlón que su madre rechinó los dientes, pero una vez más calló y no dijo una palabra hasta que hubo terminado con el contenido de su plato. Solo entonces miró de reojo al lacayo que permanecía cerca de la mesa e hizo un ademán para que se marchara. Cuando se encontraron a solas, dejó su servilleta sobre la mesa y llamó la atención de su hijo al dar un firme golpecito con la palma abierta ante sus ojos.

—He recibido una carta de tu hermana —anunció ella en lo que le pareció un susurro.

Gabriel fijó la mirada en el techo abovedado antes de echar un vistazo a su madre y no le sorprendió encontrarse con esa expresión mezcla de anhelo y encono que acostumbraba adoptar cuando mencionaba a su díscola y consentida hija.

—Supongo que se encuentra bien —dijo él con cierta cautela procurando adivinar la verdad en el rostro de su madre.

Ella vaciló un instante antes de responder, algo poco habitual porque la señora Hartford nunca vacilaba.

—Eso creo…

Una pequeñísima sonrisa se dibujó en los labios carnosos de Gabriel al ver la duda en sus ojos.

—Necesita dinero —afirmó él como quien menciona las inclemencias del tiempo—. Es por eso que escribió.

Su madre apretó los labios y Gabriel pudo ver que sujetaba el borde del mantel con firmeza.

—La vida en el extranjero es costosa y ella no cuenta con muchos medios —replicó ella de mala gana—. Además…

—Cecily se marchó con la fortuna de su difunto marido y la promesa de compartir la de ese conde con el que decidió fugarse, ¿no? Eso sin contar todo el dinero que consiguió que le hicieras llegar sin mi permiso y lo que has continuado enviándole los últimos meses. —Gabriel ensanchó la sonrisa ante la expresión sorprendida en el rostro de su madre—. ¿Pensabas que no lo sabría? No soy tan distraído, madre.

Gabriel pensó que su madre terminaría por hacerse algún tipo de daño permanente por la forma tan fiera en que pareció tensar cada músculo de su cuerpo antes de dirigirle una mirada indignada.

—También es mi dinero —recordó ella entre dientes.

—No el que usaste para enviar a Cecily; ese en realidad me pertenece y, aún más importante, forma parte del patrimonio que me legó mi padre. Se me ocurren cosas más urgentes en las que usarlo que enviárselo a la irresponsable de tu hija para que lo derroche con ese conde arruinado que ni siquiera puede casarse con ella…

La señora Hartford no lo dejó terminar y enarboló un dedo tembloroso ante él para obligarlo a callar.

—Estoy segura de que es así. Como por ejemplo gastarlo en tus… distracciones, ¿cierto? Dilapidando el dinero que tu padre te dejó al creer que serías lo bastante digno para continuar con su legado cuando lo único que has hecho desde su muerte ha sido arrastrar el nombre de nuestra familia por el fango.

La voz de su madre fue menguando en intensidad según llegaba al final de la frase y cuando pronunció la palabra «fango», pareció como si hubiera perdido del todo el aliento. A Gabriel le dio la impresión de que se sentía un poco arrepentida de haberse dejado llevar por la furia al dejar salir todo lo que sin duda debía de llevar mucho tiempo pensando y que hasta entonces se había cuidado de expresar con tanta claridad. Pero eso a él le dio igual. Hubiera sido falso de su parte no reconocer que sintió una pequeña punzada de dolor frente a una acusación como aquella, en especial por la verdad que no podía negar en sus palabras, pero la rabia y el resentimiento fueron más fuertes que cualquier dolor que hubiera podido sentir. Venía siendo así desde hacía mucho tiempo y era la única forma en que descubrió que podía continuar con su vida cuando perdió lo que le daba sentido a la misma. Por eso, al mirar a su madre y responder a sus acusaciones lo hizo con la sombra del rencor brillando en sus ojos y una casi patente y loca alegría por el placer de lastimarla al menos una mínima parte de lo que ella lo había herido también.

—Cuando Cecily y yo éramos niños, discutíamos con frecuencia acerca de cuál de nosotros era tu favorito. A veces ganaba ella y en otras ocasiones lo hacía yo —comentó él con frialdad, desconcertando un poco a su madre con un recuerdo tan lejano, pero el rostro de la señora Hartford se crispó al oír lo que dijo a continuación—: Creo que es en cierta forma justo que, llegados a este punto, ambos hayamos conseguido defraudarte por igual.

Sin esperar una respuesta que, estaba seguro, solo sería tan desagradable como sus propias palabras, Gabriel se puso de pie y se dirigió a la puerta del comedor, pero apenas acababa de cruzarla cuando llegó a sus oídos el eco de la voz de su madre. Una voz que se oyó mucho menos enfadada de lo que esperaba y sí mucho más triste.

—No por igual, Gabriel.

El viento fuera de la casa, a donde Gabriel se dirigió con paso apresurado, pareció llevarse las palabras de su madre, pero sin duda no hicieron lo mismo con el pesar que quedó clavado en su pecho mientras las repetía una y otra vez en su mente.

 

 

Los alrededores de Cloudfield, la propiedad de su familia en la campiña, siempre habían tenido la capacidad de infundir en Gabriel una enorme paz. O al menos así fue hasta hacía unos cuantos años, se recordó con una mueca amarga mientras recorría los campos con grandes zancadas sin atinar a decidir en qué dirección ir con exactitud. El viento le golpeaba la cara y sentía que caminaba en círculos como un idiota porque se encontraba demasiado furioso para saber qué hacer. Parte de él se hallaba tentado a regresar a la casa para enfrentar a su madre y sumergirse en una discusión que le ayudara a liberar parte de la rabia que tenía clavada en el pecho, mientras que la otra solo quería alejarse y dejar todo atrás.

La carta de Cecily fue el detonante perfecto para llevarlo a ese punto, supuso al pensar en ello. Típico de su hermana causar problemas incluso desde la distancia. Aunque era sin duda un pensamiento egoísta, había pensado que al encontrarse tan lejos las consecuencias de sus actos dejarían de afectar a lo que quedaba de su reducida familia, pero ahora estaba seguro de que había sido una esperanza vana. Incluso cuando descubrió que su madre enviaba regulares y elevadas sumas de dinero a la dirección en que Cecily se había instalado en París con el hombre al que decidió seguir un tiempo atrás, decidió que bien podría hacer como si no lo supiera; que su madre continuara pensando que era lo bastante despistado y que estaba tan sumido en sí mismo que nunca lo advertiría. Y que su hermana siguiera creyendo que era un inepto amargado por el despecho al que podría engañar a su gusto, como había intentado hacer siempre.

Pero ya estaba harto.

¿Por qué podía todo el mundo hacer lo que le venía en gana sin importarle lo que las consecuencias de sus actos causaran en los demás mientras él debía continuar viviendo en ese infierno que había creado para sí mismo?

Malditos fueran Cecily y su egoísmo. Malditas las reconvenciones de su madre y maldita también su propia cobardía. De haber sido más valiente quizá su vida en ese momento sería otra.

Sin darse cuenta de lo que hacía, sus pasos lo llevaron al bosque donde él y su padre acostumbraban ir a cazar cuando él era un niño y la propiedad se encontraba atestada por los huéspedes que su madre insistía en invitar con frecuencia. Entonces a él eso le había encantado. Su madre hacía y disponía sobre los demás como una reina y Gabriel se consideraba afortunado de vivir bajo su sombra, aunque no fue sino muchos años después, cuando decidió tomar las riendas de su vida, que descubrió que solo era un súbdito más y que su madre esperaba que agachara la cabeza ante sus demandas como cualquier otro.

A pesar de verse rondado por unos pensamientos tan deprimentes, Gabriel no pudo evitar sentir una buena cuota de nostalgia al fijar la mirada en el campo ante él. En aquella época había sido feliz; se consideraba afortunado porque estaba lleno de vida, tenía un gran futuro ante él, poseía el amor incondicional de su padre y las atenciones de su madre. Incluso la relación con su hermana no era tan álgida entonces como habría de serlo después. Y en aquel tiempo, además, ella ya se encontraba allí. Era solo una niña, pero Gabriel ya había empezado a descubrir en él ese amor que solo habría de incrementarse con los años. Su vida era perfecta hasta que empezó a derrumbarse poco a poco frente a sus ojos y ahora solo quedaban un montón de ruinas a sus pies que no sabía cómo reconstruir; ni siquiera estaba seguro de desear hacerlo.

—Ellie…

El lamento escapó de sus labios con la misma suavidad de un suspiro y se vio un poco sobresaltado por haberse dejado llevar de esa forma por la melancolía. ¿Cuándo fue la última vez que pronunció su nombre? ¿Acaso no se había prometido que no lo diría más, que la sacaría de su corazón de la misma forma que ella había decidido hacer con él?

Resopló, irritado por esa muestra de debilidad, pero su enojo se vio multiplicado al caer en la cuenta de que no se encontraba a solas en el claro al que sus pasos lo llevaron. Había alguien más allí. Pudo sentirlo de una extraña forma que no hubiera sabido cómo explicar; tal vez una alteración en el aire, el eco de un sonido ajeno a la paz que había supuesto encontrar allí. Una suave risa… ¿Alguien se había reído? ¿De él, quizá?

En lugar de dar media vuelta y marcharse, aguzó los oídos y dio unos cuantos pasos hacia adelante, en dirección a la fuente de ese sonido. Tendría gracia que huyera en sus propias tierras de lo que fuera que se encontrara allí.

No tuvo que buscar mucho; apenas acababa de avanzar un par de metros cuando distinguió lo que en un principio le pareció un pequeño fardo enrollado a los pies de un arce particularmente frondoso, pero al acercarse advirtió que se trataba de una forma encogida sobre sí misma con la cabeza gacha y las manos a la altura del rostro, como si llorara. Una mujer. Una joven, mejor dicho, consideró al intentar descifrar las formas que dejaba adivinar el vestido holgado y de color indefinido que llevaba.

Intentó ser discreto y no llamar su atención, demasiado intrigado para mostrarse tan respetuoso como habría hecho en otras circunstancias, pero dio un paso en falso y su pie se enganchó con los restos de un tocón recién cortado y estuvo a punto de caer. Apenas consiguió recuperar el equilibrio antes de darse de bruces, pero no fue lo bastante silencioso para no llamar la atención de la mujer que sufrió un sobresalto tan pronto como oyó la imprecación que escapó de sus labios.

Gabriel advirtió el momento preciso en que ella reparó en su presencia y levantó la mirada de lo que fuera que estuviera observando hasta hacía un segundo.

Tuvo razón al presumir que se trataba de una mujer más bien joven, comprobó al observar su rostro; pero le pareció también mucho menos anodina de lo que le había hecho suponer su ropa vieja y poco vistosa. Aunque sus rasgos no eran precisamente extraordinarios, sino más bien comunes y de una simetría un tanto extraña a una primera mirada, fueron sus ojos los que llamaron su atención. No recordaba haber visto nunca antes unos ojos como esos. No solo por el color, del azul más límpido que había visto jamás, sino por el negro de las pupilas, que provocaba un efecto casi perturbador. Por lo demás, no habría podido ser considerada siquiera guapa, aunque poseía en conjunto un atractivo interesante.

Fue evidente que la había sorprendido, pero Gabriel debió reconocer que poseía un temple bastante firme porque, pasado el sobresalto, se puso de pie con parsimonia y, después de ocultar tras su espalda lo que fuera que llevara sujeto entre las manos, inclinó la cabeza e hizo la reverencia más torpe que le habían prodigado jamás.

—Señor.

Poseía una voz agradable; en absoluto refinada pero sí muy musical, lo que le llevó a analizarla incluso con mayor interés. Solo entonces reparó en el delantal desteñido y ligeramente manchado por el barro que debió de salpicarle mientras ella permanecía encorvada sobre el césped, y en la cofia caída sobre la nuca.

Una criada.

Eso explicaba los torpes modales y la expresión inquieta que creyó ver aflorar a sus ojos cuando advirtió su presencia. Fuera de ello, sin embargo, no se veía asustada o aprehensiva, como sabía que le hubiera ocurrido a otras de haber sido descubiertas tomándose un descanso fuera de hora en un lugar alejado de la casa. Creyó detectar incluso cierto ademán desafiante en la forma en que mantenía sus manos tras la espalda ocultando de su vista lo que fuera que llevaba y en el mentón ligeramente elevado. Solo por eso; por esa muestra de valentía y descaro, Gabriel se dijo que se merecía librarse de cualquier reconvención que sin duda habría recibido de haber sido otro quien la encontrara en esa situación.

—No creo que este sea el mejor momento para dar un paseo. La lluvia ha amainado, pero sin duda arreciará antes de que termine la mañana —dijo él, y continuó sin disimular la diversión que le produjo verla abrir mucho los ojos al oírlo dirigirse a ella con esa naturalidad—. Recomendaría que regresara a la casa. Eso si ya ha terminado con lo que fuera que estuviera haciendo, claro.

No pretendió ser sarcástico u hostil, pero últimamente parecía ser el único tono que conseguía usar y fue evidente que ella lo tomó como una reconvención un tanto ligera, pero no por ello menos molesta. No había sido esa su intención, claro, pero que lo colgaran si iba a disculparse con una sirvienta en un día como aquel.

De modo que no dijo nada hasta que la vio incorporarse con movimientos medidos; a lo sumo la observó con los ojos entrecerrados y con poca discreción a fin de adivinar lo que pensaba, pero fue un absoluto fracaso. El rostro de la chica era una máscara, mezcla de indolencia y resignación, lo que le produjo incluso mayor curiosidad. La vio sacudir su delantal con una mano mientras mantenía la otra tras ella; incluso prefirió usarla también para acomodarse la cofia sobre su cabello castaño con movimientos torpes al grado que el trozo de tela terminó por reposar sobre su frente en un ángulo torcido y en absoluto favorecedor. A Gabriel lo mataba la intriga por saber qué rayos era lo que escondía de su vista, pero consiguió tanto contener esa curiosidad como fingir que le era del todo indiferente.

Cuando la joven debió de juzgar que se encontraba ya más o menos compuesta, hizo otra reverencia como si se encontrara dispuesta a marcharse, pero entonces reparó en la mirada de Gabriel fija en su mano tras la espalda y debió de adivinar lo que pensaba porque solo entonces él vio un atisbo de miedo en sus ojos. Unos ojos tan expresivos que sintió una punzada de vergüenza por haber permitido que su curiosidad y aburrimiento le llevaran a hacerle pasar esa angustia. ¿Qué le importaba a él lo que ocultara la chica? Tal vez estuviera en amores con el hijo del lechero y esa fuera la declaración de amor del muchacho. O quizá se tratara de una carta de su madre. A él le daba igual y no había caído tan bajo aún como para no mostrar un ápice de respeto por los secretos de una mujer, sirvienta o no.

Estaba a punto de insistir en que se marchara, quizá con mayor amabilidad de la que usó hasta entonces para resarcir en parte su indiscreción, pero ella se le adelantó al observarlo con un leve rastro de inquietud y algo de enojo.

—¿Quiere saber lo que es?

La pregunta surgió de sus labios como si se la hubieran arrancado de mala gana. Una especie de concesión hecha muy a su pesar y solo porque era consciente de lo débil de su posición y del poder que tenía él sobre ella. Algo que sin duda debía de resentir; Gabriel lo adivinó en su mano crispada sobre el delantal y el ceño fruncido aun cuando su voz sonó más bien resignada.

A Gabriel su actitud le causó tanta gracia como una buena cuota de fastidio. Cierto que la muchacha no tenía la culpa de que le resultara tan difícil ocultar sus emociones, pero hubiera preferido que no fuera tan evidente. Le hizo reparar nuevamente en que era también extremadamente perceptiva y que él hizo demasiado obvio un interés un poco vergonzoso.

—¿Lo robó de la casa? —inquirió él a su vez.

Sabía que era una pregunta cruel, pero era algo que se le daba bien últimamente. Decir lo primero que se le pasaba por la cabeza sin considerar cómo afectaría a los demás. Su madre sin duda se sentiría orgullosa.

La joven dio un paso hacia atrás al oírlo y abrió los ojos incluso más, con lo que estos parecieron llenar su rostro, un efecto curioso y un tanto perturbador, juzgó Gabriel al notarlo.

—Claro que no —dijo ella con lo que le pareció una entonación de horror—. No he robado nada.

—Entonces, no es de mi incumbencia.

Gabriel creyó que la burla debía de ser evidente en sus gestos, incluso en su voz; esperaba ver un gesto de molestia en el rostro de la chica al darse cuenta, así como que lo dejara pasar en consideración a quién se trataba, pero lo que no vio venir fue que ella se viera tan ofendida e incluso, y esto lo desconcertó más de lo que habría cabido imaginar, absolutamente aterrada.

—Me pertenece. No soy una ladrona —continuó afirmando ella sin mostrarse consciente de lo que su expresión parecía decir.

—Ya veo —atinó a decir Gabriel, un poco sorprendido por esa reacción.

Ella no pareció oírlo y dio un par de pasos en su dirección con el rostro elevado y la mirada fija en sus ojos como si creyera que así él sería capaz de comprender mejor el alcance de sus palabras.

—Digo la verdad —insistió la joven—. Nunca he robado nada en mi vida. Podría jurarlo.

Gabriel suspiró, arrepentido y avergonzado de sí mismo por no haber podido contener su lengua. Qué iba a saber esa muchacha de las sutilezas del sarcasmo, se dijo de mala gana.

—No será necesario —indicó él procurando sonar tan amable como le fue posible—. No dudo de que esté diciendo la verdad.

La joven parpadeó un par de veces y lo observó con las cejas arqueadas. Parecía como si le costara creer algo como aquello.

—¿Me cree? ¿Confía en mi palabra, aunque nunca antes me haya visto? —preguntó ella, y solo entonces Gabriel notó que su acento le recordaba poderosamente a los usados en las zonas más pobres de Londres—. ¿Por qué?

—Considérelo un juicio de carácter —respondió él tras encogerse de hombros y esbozar una sonrisa pesarosa—. ¿Ahora planea regresar con sus labores o prefiere continuar tomando el aire?

Ella apretó los labios y un gracioso sonrojo afloró a sus mejillas; Gabriel adivinó que obedecía más al enojo que a la vergüenza. La vio asentir con el delgado cuello tan tenso que creyó que se lo fracturaría, hizo otra torpe reverencia y se marchó en dirección a la casa con la cabeza gacha y la mano que sostenía lo que fuera que ocultara apretada contra el pecho. Solo entonces Gabriel cayó en la cuenta de que no se le había ocurrido preguntar su nombre, pero, aunque aún sentía cierta intriga provocada por su actitud, la verdad era que no le interesaba lo suficiente como para dedicar más pensamientos a la extraña conducta de la muchacha. De modo que se encogió de hombros una vez más y tomó la dirección contraria para dirigirse al pueblo, un camino enlodado por la reciente lluvia que sin duda arreciaría en cualquier momento.

Bien, se dijo mientras cerraba los ojos y caminaba con rapidez para bajar una ladera. Tal vez tuviera suerte y se rompiera el cuello en el camino.

 

 

Poco antes de entrar por la puerta de la cocina que conducía a los jardines y que era, por norma, la que los sirvientes de la casa debían usar cada día, Sapphira tomó aire como si se preparara para sumergirse en el mar. Un mar embravecido y poco tentador, se dijo con una mueca de sus labios delgados.

Estaba tan cansada y aburrida de seguir órdenes. Le gustaba trabajar tanto como al que más, lo había hecho de alguna u otra forma durante toda su vida; jamás habría podido sobrevivir de otra forma. Sin embargo, era la primera vez que se veía en la necesidad de asumir tantas obligaciones y empezaba a desesperar. Tenía las manos destrozadas por tanto fregar suelos y pulir madera; su espalda estaba matándola porque la mayoría de sus labores debía realizarlas agachada y apenas conseguía dormir unas cuantas horas cada noche al cerrar los ojos, exhausta, y caer sobre su pequeña cama antes de que debiera ponerse de pie nuevamente para empezar una vez más. Y como si eso no fuera suficiente, sentía sobre su cabeza la amenaza latente de que incluso todos esos esfuerzos no valieran la pena.

El ama de llaves no estaba contenta con ella. Eso era bastante evidente; tanto como que sin duda debía de habérselo comentado a la señora Hartford porque cuando subió a limpiar los rescoldos de la chimenea del salón se topó con la dama y esta le dirigió una mirada airada que le dejó muy en claro que posiblemente sus días en la mansión se encontraran contados. Pero necesitaba el trabajo. Y la paga. Sobre todo eso. Contaba con cada centavo que debía recibir y si por su ineptitud se veía en la necesidad de buscar algo más perdería tiempo y recursos valiosos que necesitaba con desesperación.

Suspiró, tentada a ceder a esa avalancha de autocompasión que a veces la embargaba, pero consiguió reponerse en el último momento. No la habían despedido aún, ¿no? Podía mejorar para que la señora Norton se encontrara satisfecha con ella y se lo hiciera saber a la dueña de la casa. Solo tenía que acostumbrarse al ritmo de sus nuevas labores, esforzarse un poco más…

Unos cuchicheos provenientes de la cocina llamaron su atención e hizo a un lado sus pensamientos, al menos por un momento.

Acababa de atravesar el corredor que llevaba de la puerta trasera a las dependencias de los criados; un camino que se bifurcaba recordándole a una ratonera. A la izquierda se encontraban las cocinas, de frente conectaba con otro largo pasillo que llevaba a las habitaciones que el ama de llaves y el mayordomo consideraban sus dominios y, de doblar a la derecha, se habría encontrado ante la empinada escalera que conducía al piso superior. El otro mundo, lo llamaba Sapphira en secreto. Ese lugar tan distinto a aquel en que transcurrían sus días y donde vivían las personas que estaba en la obligación de servir.

Normalmente se hubiera dirigido a hablar con el ama de llaves para recibir instrucciones; ella debía de encontrarse en la despensa revisando las provisiones con la chica ayudante de la cocina que era la encargada de llevar la lista de lo que se necesitaba al pueblo; pero el susurro de las voces le resultó tan invitante que no pudo evitar doblar a la izquierda en dirección a las cocinas, de donde parecía provenir.

La señora Cushing era una cocinera excelente, pero también la mujer más chismosa con la que había tratado, y vaya que Sapphira se había visto en la necesidad de tratar con algunas. Distinguió su voz apagada casi de inmediato, así como la de Mary Saunders, la doncella de la señora Hartford. Ellas dos acostumbraban reunirse cuando tenían un respiro de sus labores y, según Sapphira había notado, usaban la mayor parte del tiempo en cuchichear acerca de las novedades de la casa. Todas estas relacionadas con la vida de sus empleadores, claro.

No le extrañó entonces que al avanzar con mucho tiento para no ser vista y asomar a la ventana del corredor que daba a la cocina, se topara con la imagen de ambas mujeres recostadas sobre la gran mesada que dividía la cocina y donde la señora Cushing acostumbraba disponer los platillos para las comidas.

Saunders, como debían llamar a la doncella por poseer un rango superior al de la mayoría, exceptuando al mayordomo y al ama de llaves, tenía los codos apoyados sobre la superficie de madera. Era una mujer huesuda y algo atildada que acostumbraba asumir un aire decoroso y diligente en presencia de la señora Hartford, pero cuando su patrona no se encontraba cerca adoptaba una actitud totalmente distinta. Sus maneras se relajaban y hablaba con cierta rudeza haciendo grandes ademanes con las manos. Lo hacía en ese momento enarbolando los largos dedos ante el rostro interesado de la cocinera, mucho más pequeña y rechoncha que ella, y quien tenía una expresión mezcla de curiosidad y reprobación que Sapphira supuso se debía a que no estaba del todo segura de que fuera correcto que hablaran de lo que fuera que Saunders estuviera diciendo.

Sapphira aguzó el oído y se puso de perfil para asegurarse de que no podían verla desde el interior de la habitación. No fue necesario tamaño cuidado en realidad, porque las cortinas de la ventana estaban casi corridas del todo y hubiera sido imposible que notaran su presencia.

—Jimmy dice que los oyó discutir.

La voz de Saunders era por lo general un poco chillona, pero ella se esmeraba en hacerla sonar algo más grave cuando se encontraba ante la señora Hartford. En ese momento, sin embargo, con la libertad que le daba encontrarse lejos de su señora, el tono le recordó a Sapphira al de un ratón.

—¡Vaya novedad!

La respuesta de la señora Cushing surgió cargada de un sarcasmo poco habitual en ella, pero Sapphira comprendió con rapidez a qué se debía. Con seguridad hablaban de la señora Hartford y su hijo. Desde que llegó a la casa no había hecho más que oír charlas a escondidas en las que distintos miembros del servicio hacían algún comentario respecto a su mala relación. En realidad, ella no los había oído discutiendo en todo el tiempo que llevaba a su servicio, pero eso se debía a que apenas interactuaba con ellos.

—Pero esta vez ha sido peor. Parece que tiene algo que ver con la señorita Hartford.

—Lady Walwyn, Saunders.

La voz de la cocinera decayó al corregir a su compañera. Casi nunca se mencionaba el nombre de la otra hija de la señora Hartford; al menos no en voz alta.

—Sí, sí, lo que sea —la respuesta de la doncella surgió de mala gana; era obvio que encontraba molesto verse corregida cuando estaba tan a gusto con sus habladurías—. Lady Walwyn. Con lo que le gusta a ella ese título. Tanto que lo arrastró por los suelos tan pronto como pudo.

—¡Saunders!

—Sabes que es cierto. Una viuda respetable que atesorara el recuerdo de su marido no se hubiera fugado con el primer conde italiano que le susurrara palabras al oído. —La doncella no se detuvo, sino que, por el contrario, continuó aún con mayor ímpetu—: No digo que no debiera rehacer su vida, pero seguro que pudo encontrar algo que no la obligara a huir hasta Francia persiguiendo a un hombre de esa calaña. Una mujer tan joven y bella. Siempre lo fue… desde que era una jovencita. Creí que al enviudar se casaría de nuevo pronto, y en lugar de eso va y se consigue un amante. Pobre señora Hartford. Qué manera de darle disgustos a una madre. Y al difunto señor Hartford también, claro; Dios sabe que eso le llevó más rápido a la tumba.

El jadeo de la señora Cushing se oyó con claridad incluso desde donde Sapphira escuchaba con avidez, y no le extrañó que así fuera. Ese había sido un comentario un tanto cruel por parte de la doncella; más de lo habitual. Aunque ella no lo conoció ya que llevaba casi un par de años muerto cuando empezó a trabajar en la mansión, todos coincidían en que el anterior señor Hartford había sido un amo considerado y por ello su memoria era bien respetada.

—Ya deja de decir esas cosas —la reprimenda de la cocinera se oyó como la caída de un hacha sobre la mesa—. El señor Hartford estaba ya muy enfermo antes de que ocurriera todo esto. Pero sí, creo que todos esperábamos que la señorita Cecily se mostrara algo más sensata —ella continuó con más suavidad y en un tono algo más bajo al decir lo último—. El valet del señor Hartford, que estuvo en Londres con él cuando todo esto pasó, dijo que en la familia esperaban que ella se casara con el amigo del señor Gabriel, ¿lo recuerdas? Lord Haversham. Estuvo aquí cuando eran compañeros en Eton y siempre mostró mucho interés por la señorita.

Saunders resopló y ahogó una risa agria y poco alegre.

—Tanto que terminó casado con la pequeña Ellie —dijo ella en un tono levemente despectivo.

La respuesta de la cocinera se demoró un par de segundos.

—Bueno, sí, y son extraordinariamente felices según he oído —replicó ella al fin, y sonó un tanto dudosa—. Aunque es verdad que fue todo un poco precipitado.

—En especial para el señor Gabriel, ¿cierto? —respondió Saunders de inmediato—. Al pobre debió de caerle como un jarro de agua fría. Con las esperanzas que tenía…

—¿Qué ocurre? ¿Por qué están ustedes allí, cuchicheando? ¿Ha terminado con sus labores para el almuerzo, señora Cushing?

Sapphira consideraba que el ama de llaves, la señora Norton, debía de tener alguna habilidad casi mágica que le permitía adivinar cuando miembros del servicio haraganeaban, y lo pensó una vez más en ese momento al oír su voz salida de no sabía dónde, pero que tuvo la bastante aspereza para hacer callar a ese par de mujeres que habían estado hablando hasta entonces. Al observar en su derredor, no le sorprendió ver que el ama de llaves en realidad acababa de llegar de sus dependencias y se encontraba de pie ante el umbral de la cocina con las manos en las caderas y los pies ligeramente abiertos en una postura casi de guerra. Contemplaba el interior del lugar y, si bien Sapphira no tenía una vista tan clara desde su ubicación, no dudaba de que la cocinera y la doncella debían de encontrarse tan sorprendidas como ella. Incluso tal vez también temblaran…

Sin detenerse a oír las recriminaciones de la mujer, dio media vuelta e hizo como si se hubiera vuelto invisible, aunque estaba segura de que el ama de llaves debió de haber notado su presencia, pero estaba tan enojada e iba tan dispuesta a enfrentar a ese par que pareció considerar que no valía la pena reprenderla por haberla encontrado oyendo con tanto descaro. De modo que exhaló un suspiro de alivio, dio gracias al cielo por ese pequeño golpe de suerte y se escabulló lo mejor que pudo en dirección al corredor que conducía a la habitación en la que se acostumbraba a disponer las cosas para la cena.

Una vez allí, observó la pila de objetos que debía limpiar junto a otra de las chicas que se ocupaban de todo tipo de labores, como hacía ella misma, y dio un nuevo suspiro, esta vez de pesar. Había rumas de copas, platos, candelabros, manteles y servilletas para planchar… Aunque a Sapphira le parecía que todo estaba impecable, el mayordomo insistía en que debían ser repasados cada día porque Dios los librara de que algún miembro de la familia Hartford se encontrara con una huella en una copa o una arruga en su servilleta.

Aún un poco aturdida por la escena en la cocina, Sapphira se recordó que acababa de hacer la promesa de esforzarse un poco más para mantener su puesto en la mansión, de modo que no tenía derecho a dedicar siquiera un solo pensamiento a la idea de desesperar por todo el trabajo que tenía por delante. En lugar de ello, asumió una actitud decidida, se remangó las faldas y se dejó caer muy derecha sobre una silla para tomar luego un paño limpio, lo embebió en el pulidor que ella misma ayudó a preparar hacía un par de días y empezó con la fatigosa labor de pulir la plata.

Mientras sus manos se movían sobre el metal, admirando la forma alargada de la bandeja que empezaba a destellar, se permitió recordar la charla que acababa de oír entre la cocinera y la doncella, lo que la llevó a su vez a pensar en el encuentro con el señor Hartford en el bosquecillo al que se había escabullido para tomarse un respiro del trabajo.

Desde luego que sabía quién era él. Lo había visto antes, por eso le bastó con encontrarse con su rostro cuando notó su presencia para sentir que su corazón se detenía un segundo. Creyó que la despediría allí mismo. Pero él no lo hizo. Por el contrario, prefirió burlarse de ella, recordó con el ceño fruncido y un poco picada por no haber sido capaz de asumir una actitud más segura, de haber dicho algo…

Sapphira sacudió la cabeza y exhaló un hondo suspiro, deteniendo sus pensamientos con brusquedad. ¿Acaso habría podido decirle algo de lo que pensaba en verdad? Su mayor preocupación era conservar ese empleo a toda costa y el desafiar al dueño de la mansión, el hombre de quien salía su paga en primer lugar, hubiera sido poco menos que una idiotez. Pero, aun así, había algo en él que le provocaba ganas de decirle un par de cosas. Como que era una pena que siendo tan joven y tan apuesto pasara buena parte del día sumido en una vida tan indolente.

Se marchaba al atardecer y no regresaba hasta muy avanzada la madrugada, siempre en un estado lamentable, según había oído susurrar a los lacayos. Sus discusiones con su madre eran pan de cada día y era habitual que se le viera vagando por la casa y los alrededores una vez que despertaba muy avanzada la mañana.

Una pena, ciertamente, se repitió Sapphira con un nuevo suspiro y sin dejar de frotar el paño contra el metal. Qué manera más tonta de ver pasar la vida.

Desde luego, no dudaba de que él pudiera tener algunas razones para haber adoptado esa conducta. Sabía también gracias a conversaciones oídas a hurtadillas que hasta antes de la muerte de su padre se le consideraba un caballero modelo y se tenían grandes expectativas respecto a todo lo que haría una vez que asumiera el control de sus bienes. Pero algo había pasado, y aun cuando no lo tenía del todo claro porque era un tema acerca del que no se hablaba abiertamente, estaba segura de que tenía relación con una mujer.

—Ellie.

Sapphira dio un pequeño brinco, sorprendida al oír el eco de su voz retumbando en la habitación. No debería haberlo dicho en voz alta, se recriminó al mirar sobre su hombro como si temiera que alguien pudiera oírla; pero no había nadie allí y exhaló un suspiro de alivio al comprobarlo.

¿Quién habría sido esa Ellie por quien el señor Hartford se lamentaba de aquella forma?, se preguntó retomando sus labores. Quien fuera, debía de haber sido muy importante para él; pero según la señora Cushing y Saunders ahora estaba casada con otro. Con un hombre que había sido su amigo y que estuvo a punto de convertirse en su cuñado, además.

Sin duda, debía de haber una buena historia allí, reflexionó. Una historia que no era de su incumbencia y en la que ni siquiera debía soñar en indagar o la señora Norton se enteraría y entonces sí que podría despedirse de su trabajo, concluyó un poco avergonzada por haber permitido que su intriga le ganara la partida.

Satisfecha de haber llegado a una conclusión que con seguridad la mantendría alejada de problemas, frotó la plata con más empeño y sonrió al advertir que podía ver su reflejo en la brillante superficie. Tal vez se le diera mal fregar los pisos, pero la señora Norton no podría poner ni una pega a sus habilidades con el pulidor, concluyó aliviada. Si tenía que pasar el resto de su vida haciendo algo como aquello, estaba dispuesta a hacerlo. Cualquier cosa que le permitiera cumplir su promesa.

 

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Gabriel no se rompió el cuello ni ninguna otra parte del cuerpo durante su visita al pueblo. Lo que sí consiguió fue contraer un resfriado que lo mantuvo enclaustrado y de mal humor durante una semana; incluso debió quedarse en la cama todo un día porque no hubo manera de que sus piernas le obedecieran cuando intentó levantarse. Maldijo, obtuvo la insana satisfacción de ver temblar a todas las doncellas que se presentaron a servirlo, e incluso disfrutó de imaginar lo mucho que todo aquello debió de molestar a su madre. Pero cuando se dio cuenta de que su conducta era infantil y más egoísta de lo habitual, no le quedó otra alternativa que permanecer rumiando su enojo a solas, furioso con la que juzgó una muestra de debilidad porque, ¿qué más le daba a él si su madre rabiaba o las doncellas echaban a correr una vez que dejaban su habitación? ¿No era eso lo que deseaba? ¿Ser tan incómodo a los demás como fuera posible y de esa forma expulsar siquiera parte del odio que sentía por el mundo? El problema era que a veces no tenía tan claro lo que quería. Si todo aquello o simplemente darse por vencido y contemplar cómo pasaba su vida ante sus ojos hasta que se extinguiera del todo y encontrara la paz que le era tan esquiva.

Lo único que significó una ligera distracción fue la presencia de la joven criada que pasó por su habitación un par de veces durante el día. Fue evidente en cada una de ellas que habría preferido estar haciendo cualquier otra cosa, claro, pero Gabriel procuró no pensar mucho en ello; era demasiado divertido como para detenerse a considerarlo.

Su primera aparición se dio muy temprano por la mañana, cuando él acababa de despertar y de echar al mayordomo que se había presentado con la sugerencia de mandar llamar al médico. Cargaba con un cubo repleto de carbón que debía de pesar más que ella para reabastecer la chimenea, pero la vio entrar con la espalda muy erguida, aunque procuró no mirarlo ni una sola vez mientras cumplía con sus labores, lo que a Gabriel le dio la oportunidad perfecta para examinarla a placer.

Lo había dejado muy intrigado tras su encuentro en el bosque con su falsa actitud humilde, sus secretos, y esa mirada esquiva que encontró tan curiosa. En ese momento, mientras se arrodillaba frente al fogón con el borde del horroroso uniforme que llevaba arrugado entre las piernas y sumergía medio cuerpo dentro de la chimenea para retirar los restos de las brasas y reemplazarlos por los nuevos maderos, apreció que ni era tan joven ni tan poco atractiva como le había parecido durante su primer tropiezo. Habría cumplido ya los veinte años, cuando menos, y al calor del fuego que empezaba a chisporrotear apreció que no eran tan solo sus ojos lo más llamativo de su apariencia. Tenía también un cutis lozano, mejillas que parecían encontrarse siempre sonrosadas y unos labios de lo más seductores; delgados, pero lo bastante rellenos para sentir un leve cosquilleo en el pecho ante la idea de recorrerlos con la punta de los dedos. Idea que hizo a un lado de inmediato por considerarla ridícula e indigna, desde luego.

A él nunca le llamaron la atención las criadas, ni siquiera cuando era un mocoso y empezaba a sentir interés por las mujeres. Las consideraba un territorio prohibido. No porque no hubiera algunas que conociera que no fueran atractivas, sino porque era consciente de su poder sobre ellas y aprovecharse de él estaba fuera de toda cuestión. Muchos de sus amigos se ufanaban con frecuencia de las veces que se habían metido en las habitaciones de las sirvientas y cómo ellas jamás decían una palabra al respecto, pero ni siquiera en sus momentos más oscuros o cuando había pensado que estaba del todo hundido en el fango, había considerado siquiera la posibilidad de hacer lo mismo.

Ahora, mientras observaba los movimientos un tanto torpes de la chica, que incluso volcó el cubo una vez que terminó de apilar su contenido en la chimenea, y admiraba las curvas apenas insinuadas por el vestido, se dijo que ello nunca iba a cambiar. No la deseaba, pero le intrigaba. Y cuando se está tan aburrido como le ocurría a él, e imposibilitado de salir y perderse como acostumbraba, indagar para entretenerse siempre era una buena opción.

No le dijo nada entonces, sin embargo, prefirió observarla y entretejer mil historias respecto a cómo esa joven, obviamente de clase baja, pero con acento londinense y poco diestra en las labores domésticas, había terminado sirviendo en una mansión de Surrey.

Gabriel tenía un libro abierto sobre la manta que lo cubría en la cama; un volumen de poesía que había sido su favorito cuando iba a la escuela y que acostumbraba releer con frecuencia hasta hacía un par de años, cuando pasó a convertirse en un objeto más de los muchos que permanecían en su habitación, pero al que apenas miraba. Las palabras habían dejado de tener sentido. No obstante, cuando se vio en la necesidad de buscar algo para leer mientras se recuperaba, fue el único que encontró a mano y por eso lo tenía con él, pero se contentaba con pasar las hojas con el dedo índice en un rítmico golpeteo mientras mantenía la mirada puesta en la figura que había empezado a dar vaivenes en su lugar sin atinar a marcharse, como si se preguntara si había algo más que se requiriera de ella.

Al final, sin darle tiempo para pensar en algo a fin de hacer que se quedara un instante más, y tras hacer una reverencia sin mirarlo, la chica se dirigió a la puerta y se marchó cerrándola tras ella, con lo que solo dejó a Gabriel más intrigado por su errática conducta.

Ella volvió por la tarde cargando una pesada bandeja con el servicio de té y Gabriel no pudo menos que preguntarse en qué estaría pensando la señora Norton para permitir que alguien tan poco presto a esa clase de labores llevara con ella uno de los servicios de porcelana favoritos de su madre. Si lo dejaba caer, estaba seguro de que no habría nada que pudiera decir para que ella no la echara de inmediato.

En esa ocasión, sin embargo, no se contentó con observarla, sino que tan pronto como se liberó de su peso, tras exhalar un suspiro de alivio al dejar la bandeja sobre un mueble junto a la puerta, Gabriel le hizo un gesto para llamar su atención. Había conseguido levantarse, después de todo, y en ese momento se encontraba sentado en una butaca bajo la ventana. No se molestó en vestirse, tan solo cubrió su cuerpo con una larga bata que caía rozando sus pies descalzos sobre la alfombra. Si la joven se sintió incómoda al encontrarse ante un hombre semidesnudo, lo ocultó muy bien, pero Gabriel notó que, una vez más, rehuía su mirada al posarla sobre sus propios pies. Tenía las manos entrelazadas tras la espalda y un leve gesto indeciso asomó a sus facciones; solo entonces él reparó en una casi imperceptible cicatriz en la comisura del labio inferior, apenas una línea blanquecina que se confundía con su tez impoluta.

¿Se debería a una caída en la niñez? ¿O a un accidente más reciente? Quizá fuera obra de un padre muy estricto o un pretendiente abusivo… Cualquiera fuera el caso, un hecho tan pequeño como aquel aumentó esa curiosidad que no sabía a qué achacar que no fuera a una inactividad obligada que empezaba a volverlo loco.

—¿Necesita algo?

Fue ella quien habló, posiblemente inquieta tras permanecer tanto tiempo de pie y en silencio, pero tampoco lo miró entonces, y Gabriel empezó a encontrar irritante su actitud.

—Quiero un té —él dijo lo primero que se le pasó por la cabeza, señalando la bandeja que dejara sobre el aparador.

Sin dar pruebas de que encontrara ofensiva su rudeza, ella asintió y se dirigió al mueble para servir la bebida con extremo cuidado. Cuando volvió, sin haber preguntado cómo lo prefería, una negligencia que habría hecho pegar un grito al ama de llaves, Gabriel la tomó de entre sus manos esmerándose por encontrar su mirada, pero ella continuaba con los ojos gachos y él estuvo a punto de exhalar un resoplido de fastidio.

El té estaba horrible. Endulzado en exceso y con leche, algo que él prefería evitar, pero aun así lo bebió hasta casi terminar con el contenido de la taza y entonces se la tendió para que la rellenara una vez más.

—Sin leche y menos azúcar esta vez —dijo tan solo.

La criada asintió, como había hecho antes, pero Gabriel notó que esta vez tenía los labios crispados y habría jurado que apretó los dientes al tiempo que daba media vuelta para cumplir con su pedido. Además, y esto le arrancó la sombra de una sonrisa, habría jurado que estuvo a punto de mirarlo antes de alejarse. Eso era una mejora.

Sintió la bebida mucho mejor cuando ella se la entregó y fue su turno para asentir, pero en su caso fue una burlona señal de satisfacción que, observó, no tuvo un buen recibimiento. Al parecer, la joven no tenía un gran sentido del humor.

—¿Necesita algo más? —preguntó ella, atrayendo su atención.

Definitivamente, no había servido antes en otra casa. De haberlo hecho, hubiera sabido que esa clase de preguntas nunca eran bien recibidas; lo habitual era que la servidumbre permaneciera en silencio y expectante hasta que su señor decidiera anunciar lo que necesitaba o la despidiera. Pero ella era impaciente y estaba poco entrenada, por lo que su inquietud le ganó la partida. En otra, tal vez le habría molestado, pero tratándose de ella lo encontró casi divertido. Casi.

—¿Te entretengo? —preguntó él a su vez en tono ácido—. No me gustaría hacerte perder el tiempo.

La criada levantó la mirada con rapidez y fijó sus ojos muy abiertos en su rostro. Gabriel advirtió que lo miraba con extrañeza, como si se preguntara si se burlaba de ella o pretendía reprenderla. Cualquiera que fuera la conclusión a la que llegó, fue obvio también que había caído en la cuenta de su error, porque empezó a sacudir la cabeza de un lado al otro y entreabrió los labios un par de veces antes de encontrar la voz y las palabras para excusarse:

—Lo siento, señor, no pretendía… —Ella carraspeó con suavidad y Gabriel casi pudo oír a su mente funcionar mientras daba con las palabras apropiadas.

Él se dijo entonces que estaba siendo innecesariamente cruel y que, sin importar cuán aburrido se encontrara, nada le daba derecho a atormentar a la pobre chica de esa forma, por lo que suspiró y levantó una mano para evitar que empezara a enhebrar otra patética disculpa.

—Déjalo —indicó, incómodo consigo mismo por esa sensación que empezaba a asaltarlo—. Puedes irte si así lo quieres. No necesito nada más.

La joven dudó un instante antes de cabecear y, tras echar una mirada alrededor, tomó la taza de sus manos sin esperar a que él se la tendiera y la puso sobre la bandeja. Luego, miró el servicio con el entrecejo fruncido y pareció decidir que no tenía sentido dejarlo allí, de modo que recogió todo y se dirigió a la puerta haciendo mil malabares para abrirla sin tirar nada. Antes de que se marchara, sin embargo, Gabriel la detuvo con un carraspeo y la criada se paró en el umbral de la puerta mirando sobre su hombro en un penoso equilibrio.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó él.

Ella parpadeó un par de veces