La sombra del océano - Sergio Mira Jordán - E-Book

La sombra del océano E-Book

Sergio Mira Jordán

0,0

Beschreibung

David Juárez aterriza, procedente desde Alicante, en Las Palmas de Gran Canaria para incorporarse en su nuevo puesto como subinspector de policía. Es un policía atípico: lee a Marco Aurelio y busca, en su nuevo destino, olvidar, empezar de cero. Nada más llegar, antes incluso de tomar posesión de manera oficial de su cargo, sus compañeros ya le involucran en la investigación de un extraño crimen: un joven pintor aparece brutalmente asesinado en su apartamento poco después de inaugurar con éxito su última exposición. ¿Por qué fue torturado? ¿Qué buscaba el asesino? Junto a su nueva compañera, Itahisa, Juárez comenzará a indagar en una ciudad que desconoce y en un microcosmos en el que la corrupción política, los intereses inmobiliarios, el sexo y los secretos familiares se enredan en una maraña en apariencia imposible de desentrañar cuyo origen se esconde en el fondo del océano. Con una prosa limpia, directa y certera, no exenta de ironía, Sergio Mira nos presenta, en esta obra ganadora del I Premio Alexis Ravelo – Ciudad de Arucas de novela negra, un texto ágil, vertiginoso, que nos presenta una Canarias diferente, alejada de los lugares comunes, con una identidad propia y un muy particular modo de ver y hacer las cosas y un protagonista carismático, brillante, que no se borrará de nuestra mente.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 323

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

 

 

Sergio Mira Jordán (Novelda, 1983) es profesor de Lengua Castellana y Literatura en un instituto de Gran Canaria. Además, es novelista, articulista, poeta y compositor, que ha compuesto diversas obras para banda de música o bandas sonoras para cortometrajes. Ha publicado los siguientes libros: El asesino del pentagrama, El repicar monótono del agua, El crimen de Alcàsser, Bajo las piedras, Una extraña en la madriguera, Quintiliano, el pedagogo y Yo maté a vuestro hijo.

La sombra del océanoSergio Mira Jordán

CONTRA

David Juárez aterriza, procedente desde Alicante, en Las Palmas de Gran Canaria para incorporarse en su nuevo puesto como subinspector de policía. Es un policía atípico: lee a Marco Aurelio y busca, en su nuevo destino, olvidar, empezar de cero. Nada más llegar, antes incluso de tomar posesión de manera oficial de su cargo, sus compañeros ya le involucran en la investigación de un extraño crimen: un joven pintor aparece brutalmente asesinado en su apartamento poco después de inaugurar con éxito su última exposición. ¿Por qué fue torturado? ¿Qué buscaba el asesino?

Junto a su nueva compañera, Itahisa, Juárez comenzará a indagar en una ciudad que desconoce y en un microcosmos en el que la corrupción política, los intereses inmobiliarios, el sexo y los secretos familiares se enredan en una maraña en apariencia imposible de desentrañar cuyo origen se esconde en el fondo del océano.

Con una prosa limpia, directa y certera, no exenta de ironía, Sergio Mira nos presenta, en esta obra ganadora del I Premio Alexis Ravelo – Ciudad de Arucas de novela negra, un texto ágil, vertiginoso, que nos presenta una Canarias diferente, alejada de los lugares comunes, con una identidad propia y un muy particular modo de ver y hacer las cosas y un protagonista carismático, brillante, que no se borrará de nuestra mente.

La sombra del océano

La sombra del océano

SERGIO MIRA JORDÁN

 

 

Primera edición: octubre de 2024

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

C/ Torrent de l’Olla, 119, Local

08012 Barcelona

[email protected]

www.alreveseditorial.com

© 2024, Sergio Mira Jordán

© de la presente edición, 2024, Editorial Alrevés, S. L.

ISBN: 978-84-10455-00-9

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

 

El 18 de junio de 2024, un jurado formado por Carlos J. González Matos, concejal de Cultura del Ayuntamiento de Arucas, Loly León Donate, gestora de biblioteca, y Mercedes Castro Díaz, autora y editora, concedió a La sombra del océano, de Sergio Mira Jordán, el I Premio de Novela Negra Alexis Ravelo – Ciudad de Arucas 2024.

 

 

A Acoidán, que algún día lo podrá leer

 

 

«Yo no sé qué tengo»

Si son vuelos ciegos de tormenta oscura,

o es reposo lento de inmóviles aguas.

Pero todo gira cerca de mi sombra

y conmueve el aire de mi pensamiento.

JOSEFINA DE LA TORRE

solo transitan las sombras,

¡las sombras de los recuerdos!

CRISTINA DE ARTEAGA

PRÓLOGO

Viernes, 16 de diciembre

Las últimas luces del día atraviesan el muro de agua y crean algunas sombras que se recortan en las rocas afiladas del fondo. El flash de la cámara no es demasiado potente, pero Ainara confía en que las fotos saldrán bien. Le costó casi quinientos euros en el Black Friday. «Una ganga», según le dijo el dependiente del Mediamarkt.

Desde la primera inmersión, allá por marzo, ha ahorrado para comprársela. Pero no es ninguna ganga, de eso puede estar segura. Además, como es la primera vez que la sumerge (carcasa hermética incluida, doscientos euros más), la chica no deja de disparar la Olympus TG-6 hacia todo lo que se encuentra: rocas cubiertas por una capa de liquen verdoso, convertidas en esculturas contemporáneas tras miles de años; bancos de peces, que ella no sabe identificar y que se mueven como al despiste; y, sobre todo, la arena del fondo, tranquila, inmóvil, oscura. Le da tanta paz.

Ainara tira un par de fotos más antes de emerger. No termina de acostumbrarse a ese contraste entre abajo y arriba. Abajo, el silencio total, tan solo la respiración interior y sus pensamientos, el acompasado bufido de la minibotella de buceo, el borboteo de su respiración formando burbujas. Arriba, la brisa le zumba en los oídos y la música en el barco (Rauw Alejandro, Bizarrap, Quevedo, por supuesto) suena por encima de las voces.

Aunque nadie los puede oír.

Estarán a unos dos kilómetros de la costa, enmarcados entre las puntas de Taliarte y de Gando, aunque a espaldas de la concurrida playa de Tufia y lejos de la no menos frecuentada playa de Melenara. Y todo esto lo sabe Ainara porque se lo ha dicho Paquito, el patrón del yate, claro, pues a ella todo le resulta idéntico en alta mar. La de enfrente, les dijo, es la cala de Aguadulce, aunque ahora está igual de solitaria que las demás, pues es pleno diciembre y, con la Navidad a la vuelta de la esquina, la mayoría recorre los centros comerciales o termina de arreglarse para la cena de su empresa o cualquier fiesta universitaria.

Sus dos amigas se contonean en cubierta al ritmo de la música. Todavía van en bikini, luciendo estómagos planos y piernas afiladas, aunque Inma ya se ha puesto un pareo en la cintura. Cuando se dan cuenta de que Ainara nada hacia el barco, la llaman a voces. «Te lo estás perdiendo, tía», gritan. «Vamos». Uno de los chicos también está ahí. Los otros estarán dentro del barco, preparando más bebida. O algo de picar. Las luces del interior están encendidas. Recuerda que dijeron que tenían frutos secos, papas y aceitunas. Que luego el plan era cenar unas hamburguesas en algún garito del centro. Se han tomado unas cañas nada más embarcar, pero ella ha querido darse un baño. Ha aprovechado uno de los trajes de neopreno que había en el barco y una botellita Chikadiv con duración de hasta diez minutos bajo el agua. Ahora, mientras Ainara sube a cubierta, apoyándose en una de las cornamusas, comprueba que Inma y Alba se han pasado ya a los cubatas.

La ayudan a subir sin dejar de bailar, haciendo malabares para no derramar ni una gota del contenido de los vasos de plástico. Alba le baja la cremallera del traje hasta que ella puede terminar de quitárselo. Entonces, Ainara se recoloca el bikini y luego deja el neopreno en el suelo. Al instante, se deja llevar por la música (lo último de Mora, que habrá bailado como mil veces en el Kopa del centro comercial El Muelle) y empieza a mover el cuerpo. Así entra en calor, porque la tarde es fresca. El chico de cubierta, el de los tatuajes (no recuerda ni cómo se llama), no le quita a Alba las manos de la cintura. Ainara sonríe, moviendo las caderas a un lado y al otro.

Todo empezó el día antes, jueves, con el café y chupito que se convirtió en unas cervezas en un bar del paseo de Las Canteras. Entonces apareció el chico ese, Paquito, el de la empresa de buceo. Cruce de miradas. Una sonrisa que se dibuja en el rostro. Se acercó. «Claro que me acuerdo de ti», le dijo. No habían pasado ni tres meses desde la última inmersión. Le presentó a sus compañeras. Compañeras de clase. Todas de Publicidad y Relaciones Públicas. «Pues lo venderán todo», dijo él, todo zalamero. La típica broma, pero solía funcionar, aún más si era rápido añadiendo lo siguiente:

—¿Se vienen a dar una vuelta en barco?

—¿En barco? ¿Ahora?

—No, mañana, que llega mi primo de Portugal.

Y ante las caras de asombro, añadió:

—Es de aquí de toda la vida, canarión hasta la médula, pero estudia allá.

Una preguntó si era igual de guapo que él. El chico se rio. Se intercambiaron los teléfonos y lo vieron irse. Más de una le miró el culo.

Y mañana es hoy. Habían quedado en el puerto deportivo, donde esperaba el yate, el mismo con el que ella había hecho en marzo su bautismo de buceo en la playa de Melenara y luego algunas inmersiones más en el sur, en Amadores. Pero esta vez no iban a bucear, sino de fiesta. Y resultó que el primo de Portugal, Aday, era más guapo que el otro: rubio con ojos claros, un mechón a lo Tintín en la frente y un cuerpo que parecía esculpido por las manos sabias de algún artista del Renacimiento.

Así que a Ainara, entre fotos al paisaje, al fondo marino y a sus amigas, se le colaron varias al chico aquel. Como para disimular, porque tampoco quería parecer una desesperada.

El cielo se tiñe de las luces ocres del atardecer, azuladas más allá, donde empieza la negrura. Un avión acaba de aterrizar en el aeropuerto, pero apenas se oyeron los motores cuando se acercaba, porque la música está altísima. Son los éxitos de Spotify, lo que es igual a lo que ponen en el Alboroto o en LeRose cada fin de semana.

Durante aquel bautismo de buceo había dentro ocho personas, pero el instructor solo tenía ojitos para Ainara. Esas cosas se notan. Es el mismo chico que ahora está apoyado en la minúscula encimera, junto a su primo, que estudia un carísimo máster en la única ciudad europea que tiene un programa para formar a futuros directivos de asociaciones deportivas. Prepara otra ronda de bebidas.

—Hay que empezar a repartírselas —dice Paquito, que tiene un porro en el labio haciendo equilibrio.

El otro, el del remolino en la frente, Aday, que ha llegado a Gran Canaria hace apenas unas horas, mira afuera por la estrecha ventana. Ve a las chicas bailando al son de la música. Una de ellas, la morena del pareo, se restriega contra el muslo del chico tatuado.

—Parece que tu colega ya eligió —dice, yendo a la mesa.

Como para confirmarlo, Paquito deja por un momento la mezcla de bebidas y agacha el cuerpo para afinar la vista. Luego se gira hacia la mesa que queda en medio de los sillones dispuestos en U, donde hay varios vasos de tubo de plástico y algunas botellas de ron, vodka y whisky.

—Yo me pido la cama grande —dice Aday, apoyado en esa mesa.

—Serás cabrón.

—No, si quieres me pongo a follar a tu lado en la habitación pequeña. Que somos familia, coño.

—¿Y yo tengo que hacerlo delante de Sebas?

—¿No es tu colega? Fue idea tuya traerlo. Además, con suerte, luego se las intercambian.

—Mola.

Le da la última calada al porro y tira la colilla al fregadero.

—Yo me quedo con la rubita.

—¿La pecosa? —pregunta Paquito.

—No, la otra.

—Esa es para mí. Yo la vi primero.

Aday se incorpora. Le pone una mano en la nuca y le acerca la cara a la suya.

—Ya sabes que no es cuestión de quién la viese primero.

—…

—Además, el primo mayor se queda con el premio gordo.

En ese momento, aquella chica, Ainara, la que acaba de salir del agua, baila junto con sus amigas, todavía con una toalla alrededor del cuello. Les hace un par de fotos y las tres juntan las caras y ponen morritos.

—¿Esa es la buceadora?

—Está empezando, pero se le ve madera.

—Cuando me vea el tronco…

Y Aday suelta una risotada por la ocurrencia.

—No sé yo —dice Paquito—. Le tiré la caña un par de veces, pero no se la veía receptiva.

—Eso es porque eres más feo que Picio. Está aquí, ¿no? Pues entonces le va la marcha.

—Oye, hostia —dice el tercer chico, asomando la cabeza por la puerta de cristal—, que a estas se les va a bajar el pedo.

—Tú tranquilo —contesta Paquito—. Ya salimos.

Pero el otro ya ha desaparecido.

—Y ahora, el ingrediente mágico. —Aday saca de la pequeña nevera una bolsita con una decena de tubitos minúsculos con un líquido transparente—. Un par de dosis a cada una y a la rubita, por estrecha, doble ración.

—¿Estás seguro?

—¿Ha fallado alguna vez?

Como respuesta, otra carcajada y un choque de palmas.

Salen a cubierta y reparten las bebidas. Brindan, ríen. Cada uno se arrima a una chica, las manos en la cintura, la piel erizada por el frío incipiente. Pasan seis canciones de la lista de Spotify. Es prácticamente de noche y daría miedo estar en mitad del océano si no fuera por el alcohol, que todo lo relativiza. Las luces de la civilización se sienten cada vez más lejanas. Dos canciones más y alguien sugiere resguardarse dentro, en los sofás. Se llevan el altavoz Bluetooth, bajan un poco el volumen, para que las conversaciones puedan fluir. Nada más sentarse, la rubia empieza a marearse.

—Chacha, ¿bebiste muy rápido?

—Se ve que le he cargado mucho la copa. Se le pasará.

—No sé…

—¿Dónde hay un aseo? Nunca la he visto así.

La rubia se lleva una mano al estómago, los ojos ya en blanco. No puede ni ponerse en pie.

—Ainara, coño, tía, ya está bien, en serio —grita una de las chicas.

Pero respira cada vez peor, de forma entrecortada.

—¿Qué nos han echado? Nos han drogado, cabrones.

La morena del pelo corto da un traspié.

—Joder…

—Esto no mola nada, tíos.

—Estamos bien jodidos.

—Llévennos a tierra, joder.

Desde la orilla, la música ni siquiera es un rumor lejano y los gritos y las voces son imperceptibles. Desde la orilla, el yate solo es un bulto recortado en la noche.

Todo cambia una media hora después. Una columna de fuego asciende y el humo negro se funde en la oscuridad. Aun así, incluso cuando las llamas se vuelven más intensas, ni en Melenara ni en Taliarte ni en Tufia se puede ver nada: las ventanas y los postigos están cerrados para alejar el relente.

Un cuarto de hora después, la explosión. Para entonces ya hay asomados algunos curiosos, golisneando («¿qué ha sido eso?», «¿qué es ese olor?»), y desde la orilla, achicando mucho la mirada, se llega a observar la escena: una cabecita asoma entre las olas, alguien que mueve los brazos con torpeza para mantenerse a flote, tiritando de frío y miedo. Lleva un traje de neopreno que le queda pequeño y mira cómo el fuego consume el yate, que empieza a hundirse lentamente.

El chico se pasa una mano por la frente para apartarse el agua y recolocarse el remolino. En sus ojos, lágrimas y el reflejo de las llamas. En lo alto, un cielo sin nubes en el que reluce una luna casi del todo llena.

DÍA 1

10 de mayo, miércoles

9:14

Un pitido despierta a David Juárez, que pestañea un par de veces antes de estirar el cuello a ambos lados y echar otro vistazo por la ventanilla. Tras más de dos horas de océano y nubes blancas, ya se atisba bajo sus pies algo de tierra: ocre y marrón hasta donde llega la vista, con enormes molinos de viento rompiendo el paisaje, las aspas girando a toda velocidad, y las montañas recortando el azul intenso del cielo. Tiene ante sí la cima de la isla, donde grupos de casas bajas motean las laderas, y también la playa, una línea irregular de costa a base de roca y arena con olas rompiendo y formando nubes de espuma.

—Tripulación, preparados para el aterrizaje.

La voz mecánica del piloto lo espabila un poco. Por inercia, David coge el libro y el iPad mini y sube la bandeja antes de que la auxiliar de vuelo se lo tenga que recordar. Abre al azar el pequeño volumen y lee: «¿Se teme el cambio? ¿Y qué puede producirse sin cambio?». Hay gente que utiliza el horóscopo, o frases aleatorias del I Ching. O gente que basa toda su existencia en los mensajes de las galletitas de la suerte de un restaurante chino. Él lee las Meditaciones de Marco Aurelio. Hace cuatro meses, cuando todo terminó de torcerse, David volvió a casa de sus padres. Iba a ser temporal. Eso le dijo Cristina y eso quiso pensar él. Y ahí estaba el libro del emperador y filósofo estoico, en el mismo lugar donde lo dejó desde que su profesor de griego del instituto lo marcase como lectura obligada. Entonces no lo entendió, claro, ninguno de sus compañeros lo hizo, pero desde aquella noche, otra vez en la estrecha cama en la que pasó su niñez y su adolescencia, leyéndolo con la luz amarillenta de la lámpara de la mesita, le parece que Marco Aurelio sabe mucho más de él que él mismo.

Lo que termina de despertarlo del todo son las sacudidas del avión a causa del viento, que duran hasta que las ruedas dan contra el asfalto después de sobrevolar algunas poblaciones y, al menos, siete u ocho campos de fútbol. El aterrizaje levanta algunos aplausos de alivio. No es el primer vuelo de David, pero sí en el que más clara ha visto la delgada línea que separa la vida de la muerte. Se pregunta qué hubiera pensado Marco Aurelio de haberse visto en esa tesitura.

Le da tiempo a releer un par de pasajes más antes de que las indicaciones de la tripulación lo lleven a recoger la maleta de mano y enfilar el pasillo. Un par de azafatas y el piloto despiden a los pasajeros, que, cabizbajos, apenas les devuelven el saludo.

La fila se abre un poco al llegar a la terminal. Una pareja de ancianos lo adelanta, dispuestos a llegar los primeros a la cinta de recogida de equipajes. Dos o tres metros por delante, una madre portea a su bebé y dos piececitos asoman por la cintura de la mujer. David solo lleva esa maleta, así que pasa de largo y va dejando atrás las voces, los bostezos, el enésimo aviso de que todo el mundo mantenga a la vista sus pertenencias.

Saluda levantando las cejas a los dos agentes que hay junto a la puerta automática que conecta con la terminal. Es un gesto casi innato. Pero evidentemente no los conoce. Todavía no.

En la terminal, aunque es aún temprano y es entre semana, hay bastante gente. Más de la que pensaba. Frente a él, una veintena de personas alza el cuello para ver por encima de David, a pesar de que es imposible, porque, en cuanto da dos pasos, la puerta se cierra a su espalda y el cristal opaco impide ver más allá. Los menos ansiosos matan el tiempo en la cafetería que hay entre dos puertas de salida, donde se atisba una fila larguísima de taxis.

Mira a un lado y a otro. La terminal es enorme. Tal vez más que la de Alicante. En un panel patrocinado, un mapa de la isla indica la ubicación exacta de todos los Carrefour. Hay uno en Vecindario, donde va a vivir. Esa fue una de las bondades del piso que le relató la mujer de la agencia: que había muchas tiendas y un centro comercial.

Eso le recuerda que debe quitar el modo avión del teléfono. Aprovecha para trastear el iPhone hasta dar con la conversación de WhatsApp con la mujer de la inmobiliaria. Y apenas un instante después, plantado junto al enorme mapa de la isla redonda, una voz, que suena por encima de los reencuentros y de la emoción contenida que estalla en un acento al que deberá habituarse pronto, lo devuelve a tierra con la misma fuerza con la que hace unos minutos el piloto hizo chocar las ruedas contra la pista. Y eso que pensaba que lo había olvidado.

—¿… vid Juárez?

Mira a la propietaria de la voz. Metro setenta y poco; deportivas negras marca Asics; pantalón de vestir sin cinturón y camisa rosa metida por dentro, entallada y de manga corta, que deja asomar dos brazos delgados pero fuertes, de un tono que va más allá del bronceado por el sol; ojos marrón oscuro, igual que el pelo, largo y recogido en una cola alta; poco maquillaje, sutil. No hay duda: policía.

Él la mira como respuesta y luego mueve la cabeza afirmativamente, guardándose el móvil en el bolsillo.

—¿El nuevo subinspector?

—A falta de firmar la incorporación, sí —contesta. Después levanta el brazo para mirar el reloj—. Y a falta de dos semanas. ¿Usted es…?

—La agente Calderín. Me llamo Itahisa.

David le estrecha la mano que le tiende. La tiene fría, las uñas completamente recortadas y sin pintar. Teme decirle que le repita el nombre, porque no lo ha entendido bien, pero él siempre ha sido de llamar a los suyos por el apellido. Herencia de su padre, costumbres que se alargan en el tiempo.

—¿Ese es todo su equipaje?

—Suficiente —responde él tras mirar otra vez su vieja trolley, como si hubiera cambiado de color desde que la cogió del compartimento superior del avión—. Mañana o pasado me llega la mudanza.

—Mañana o pasado… —farfulla la agente Calderín, que hace un barrido completo con los ojos antes de decir—: Si no es mucho preguntar, ¿dónde se quedará?

—He alquilado en Vecindario. Cerca de la comisaría todo estaba carísimo.

—Si hubiera venido hace diez años, habría encontrado alguna ganga. Pero no en el sur.

—Hace diez años estaba cacheando chavales en la puerta de los pubs —dice el subinspector Juárez.

—No le digo dónde estaba yo.

—¿Tomando la primera comunión?

Itahisa no responde.

—¿Tú eres de aquí, Calderín? —pregunta David, que piensa que, puesto que es una subalterna, es momento de tutearse.

—Así es.

—No tienes demasiado acento.

—Estudié algunos años fuera, pero sí, nací en Gáldar. —Y cuando el subinspector gira la cabeza hacia el mapa con los hipermercados, donde no aparece ningún pueblo, añade—: Está en el norte.

—Bueno, entonces, ¿te han dicho que me lleves a comisaría para arreglar el papeleo?

—Me mandan, sí, pero no vamos a la central —contesta Itahisa—. El inspector me ha pedido que lo lleve a una escena.

—Pero si acabo de aterrizar…

—Yo solo recibo órdenes.

—Igual que yo, entonces.

—Le iba a decir de llevarle algo, pero veo que se las apaña —añade la agente, echando otro vistazo a la solitaria maleta—. ¿Me sigue?

Itahisa Calderín da media vuelta y empieza a caminar hacia la salida rotulada con el número 3, donde hay un Ford Fiesta azul marino con los cuatro intermitentes puestos. Al lado, parado fumando un cigarrillo, David ve a un policía nacional de uniforme, uno más de la plantilla del aeropuerto, un puesto tranquilo, con muchas horas muertas y ratos puntuales de intensidad. Tiene varios compañeros en L’Altet, en Elche, ahora bautizado como «Miguel Hernández», y muchos esperan con ansia los vuelos que llegan de Sudamérica con maletas sospechosas y pasajeros que, de repente, pierden la noción del habla y parece que quieran pasar un casting para una serie cutre.

En cuanto ve salir a la agente Calderín, el policía tira al suelo la colilla y saluda oficialmente al nuevo subinspector, que todavía no ha tenido tiempo de acostumbrarse a su nuevo cargo. De momento, era solo un nombre en una lista junto a los otros que superaron la oposición. Supone que terminará acostumbrándose. Tiene tiempo, eso desde luego.

Itahisa abre el maletero y él guarda la trolley y la chaqueta de cuero. Tras dedicarle una mirada furtiva al policía, que se queda unos segundos más en la acera, como si esperara propina, David sube al coche sin soltar el libro de Marco Aurelio y el iPad mini. Antes de cerrar la puerta y colocarse el cinturón, el tiempo exacto para que la agente Calderín ya esté sentada al volante, el subinspector echa un último vistazo al teléfono móvil antes de devolverlo al bolsillo. Como era de esperar, Cristina aún no le ha respondido al último wasap.

9:30

La autovía está concurrida a pesar de la hora que es. Cuando ya ha pasado el tiempo suficiente como para que el silencio empiece a incomodar, la agente Calderín se aclara la voz para llamar la atención del subinspector.

—¿Había estado antes en Gran Canaria?

En la radio, la tertulia política sube de nivel y le cuesta seguir el ritmo y entender algunas palabras. Así que David Juárez, que hasta este momento había mantenido la mirada en el paisaje (naves industriales, palmeras, alguna casa aquí y allá, tiendas de muebles y suministros varios, paradas de autobús en mitad de la carretera, una extensión enorme de placas solares), gira la cabeza hacia la conductora y responde pasado por lo menos un minuto:

—Mis padres vinieron de luna de miel a Tenerife.

—Ah.

—Pero yo nunca. Es mi primera vez por estos lares.

Vuelve a girar la cabeza. La agente Calderín mantiene escrupulosamente (el subinspector no sabe si por prudencia ante un superior o por costumbre) la velocidad en unos constantes ciento diez kilómetros por hora. Una salida conduce hacia un montón de pueblos o ciudades de nombres impronunciables.

—En Maspalomas era peor —dice el subinspector.

—¿Cómo?

—Los alquileres.

—Ah, claro. Si no se es guiri o millonario, o las dos cosas, es prohibitivo.

—¿Y Vecindario está bien para vivir?

La agente parece pensar la respuesta.

—Mucho viento —dice al fin.

—Me acostumbraré.

—Hay gente que no lo consigue —responde Itahisa, que enseguida se arrepiente de haberlo dicho, no fuera a sonar como un reproche.

Tras un repecho, la autovía inicia un descenso y al fondo se ve una gran planicie de edificios de dos o tres alturas en el lado derecho de la autovía. El mar, a la izquierda, brilla bajo el intenso sol.

—Eso de allí es Vecindario —dice ella.

—Grande, ¿no?

—Hace cincuenta años eran dos calles y cuatro casas. Pero se convirtió en la ciudad dormitorio de todo el que trabajaba en el sur. Y como está a medio camino de cualquier parte…

—Eso me dijo también la de la inmobiliaria.

De nuevo, David saca el móvil para buscar el contacto de la inmobiliaria. El coche empieza a agitarse. El subinspector se agarra al asa que hay sobre su cabeza, en la puerta, y casi tiene que hacer malabares para que el teléfono no se le caiga de las manos. Cree notar cierta mueca de sorna en la cara de la agente.

—¿Eso es el famoso viento?

—Esto no es nada —responde Calderín—. Hay épocas en las que sopla aún más fuerte.

—Lo aguantaremos.

—Hay alguna tesis doctoral escrita sobre el tema.

—¿Sobre el viento que hace?

—Sobre los suicidios que provoca —sentencia la agente, girando la cabeza hacia él.

David Juárez no sabe qué responder a eso, así que devuelve la vista hacia el paisaje. El moderador de la tertulia, o al menos quien intenta dirigirlo, tiene un acento canario muy marcado. Los otros tres (quizá cuatro, pero hay una de las mujeres a las que apenas dejan hablar) también son de la isla, pero, dependiendo del nivel de enfado relacionado con una contrata de limpiezas, una huelga de funcionarios de Justicia y las elecciones venideras, comprende mejor o peor lo que dicen. Además, hay momentos, como en todas las tertulias políticas de ahora, en que hablan todos a la vez.

—Mire, ahí podrá comprar ropa.

Por primera vez, Itahisa aparta una mano para señalar algún lugar a la derecha del parabrisas.

—Eso es un centro comercial. Bastante grande: cines, tiendas, el Carrefour…

—Mi ropa llegará mañana o pasado —repite Juárez.

—Eso me ha dicho. Ojalá sea así.

Itahisa vuelve a colocar las manos sobre el volante en las preceptivas diez y diez. David baja la vista hacia el teléfono. La conversación con Cristina es la primera: «Yo he perdido igual que tú», le escribió anoche a las 23:51. Doble check azul, pero ella sigue sin responder. Vuelve a la pantalla de inicio. Delante de la agente Calderín no quiere llamar a su madre y mantener una conversación personal. Así que abre de nuevo WhatsApp y le manda un escueto «Aterricé», que escribe a duras penas debido al viento que sacude el coche.

10:22

La tertulia ha terminado (lo que es un descanso para David) y ahora se ha convertido en un espacio de humor con imitación de voces. Agradece que Itahisa cambie de emisora a una en la que solo ponen música compuesta anteayer. David se revuelve en su asiento. Siguen camino hacia el sur en silencio, solo interrumpido por la agente Calderín cuando anuncia algo con voz de guía turística («Por ahí se va a las dunas de Maspalomas», «Ese centro comercial tiene pocos años»). Luego, tras callejear por un pueblo llamado El Tablero, llegan hasta una calle con aparcamientos a ambos lados donde no hay que ser muy listo para deducir que algo grave ha pasado.

—Aquí es —dice Itahisa antes de aparcar el Ford en medio de la calle, frente al cordón policial.

El subinspector se apea del coche aún con el motor en marcha. El calor aprieta. Es pegajoso, incluso. Ni una pizca de viento. Le habían dicho que las islas tenían un clima envidiable («Primavera todo el año»), pero también le habían contado lo del microclima. Podías usar jersey, manga corta o chaleco el mismo día y según dónde estuvieras.

Al otro lado de la calle hay tres o cuatro curiosos sin nada mejor que hacer que grabar con sus móviles hacia donde está el meollo.

—Usted debe de ser Juárez, ¿no? —dice un hombre canoso, algo barrigón, que viene con la mano extendida desde el número 65 de la calle.

El subinspector afirma con la cabeza, todavía irguiéndose tras superar el cordón.

—Inspector Berrido —dice el otro, que tiene un apretón firme.

Tendrá alrededor de cincuenta y cinco años, labios agrietados y barba espinosa. Lleva un polo de manga corta de Pedro del Hierro con rodales de sudor en las axilas y unos vaqueros que le quedan anchos y que tiene que subirse un par de veces.

—Ya conoce a la agente Calderín. Será su compañera. Ese de ahí es Vázquez —continúa, señalando al agente de uniforme que está junto a la puerta del edificio—. Arriba está Giner, otro peninsular; catalán como tú.

Juárez opta por no corregirle, aunque se pregunta si el jefe habrá notado que arrugaba el entrecejo.

—Y también los de la Científica —sigue el inspector.

—¿Nadie se quiso perder la fiesta?

—Si fuera por fiesta, habríamos ido a otra parte. El piso es diminuto.

—¿Turístico?

—¿Queda alguno que no lo sea?

—Aquí ni idea. En Alicante, desde luego que no.

—Ja. Me va a caer usted bien.

—No tanto. Creía que empezaba en junio…

—Eso explíqueselo al comisario. O al cabrón que ha liado todo esto —contesta mientras señala hacia la puerta de acceso de un edificio de color salmón que hace esquina—. Yo le presento a la jueza y me voy.

—No he deshecho ni la maleta.

—Espero que haya traído bañadores.

Berrido sonríe de forma forzada y no espera respuesta. Ya va camino de un Renault Laguna azul oscuro y vuelve poco después detrás de una mujer de cuarenta y pocos años, con el pelo teñido de rubio platino y cortado a cascada. Lleva vaqueros estrechos, no demasiado tacón y una blusa suelta.

—¿Podemos empezar ya? —pregunta con un acento totalmente neutro.

—El nuevo subinspector, señoría —le presenta Berrido.

David le tiende una mano mientras dice su nombre.

Ella se la estrecha. Está helada. El interior del Laguna tiene su propio microclima.

—Minerva de los Reyes. Por lo que me han contado, bienvenido a la isla. ¿Destino nuevo?

—Sí. Aprobé en la última convocatoria.

—No sacaría una nota muy alta si acabó aquí.

Juárez se da cuenta enseguida de que esa respuesta no responde realmente a nada, así que mira hacia un lado. Una pareja de policías locales desvía el tráfico hacia otras calles y trata de alejar a los mirones que vienen a preguntar qué ha ocurrido. Alguno que otro graba con el teléfono y apunta hacia el edificio, como si pudiera atravesar las paredes con la cámara. Juárez se debate entre responderle a la jueza que necesitaba alejarse de Alicante o mandarla a la mierda. Por suerte, y antes de pensar qué hubiera hecho en su lugar Marco Aurelio, el inspector Berrido pasa por delante de ellos y dice sin detenerse:

—No olvide ir luego a comisaría, ¿de acuerdo?

Nada más marcharse, el agente Vázquez se acerca al grupo y, sin que nadie le pregunte, empieza a hablar:

—La vecina del primero B encontró el cuerpo. —Consulta un momento unas notas antes de continuar—. Guayarmina. Tiene nombre de travesti.

—Pero no lo es, ¿a que no? —dice la jueza.

—No parece, no.

—Pues siga.

Tras aclararse la voz con una fingida tos, el policía continúa:

—Fue esta mañana, sobre las siete o siete y cuarto. Salió a comprar el pan, ahí enfrente, en esa tienda, y vio la puerta abierta en el primero A. Al regresar, lo pensó mejor y le pulsó el timbre para llamar la atención, por si el vecino se la hubiera dejado abierta. No lo recuerda bien, pero empujó la puerta un poco y entonces vio el cadáver.

—¿Un poco? —pregunta Juárez.

Vázquez levanta la mirada de sus notas y lo mira de soslayo.

—Tras el susto inicial —sigue—, llamó al 112. Ellos nos remitieron el aviso.

—Y aquí estamos —dice Calderín.

—¿Subimos?

—Detrás de usted, señoría.

—Gracias, agente…

—Vázquez.

—Gracias —repite el subinspector, que se apresura para alcanzar a la jueza y a la agente Calderín, que ya cruzan el umbral del edificio.

El portal es estrecho, con paredes excesivamente altas y dos filas de buzones metálicos que sobresalen junto a los contadores de la luz. Habrá un par de grados menos que en la calle y enseguida nota Juárez un escalofrío, pero se le pasa tras subir por la escalera, pues no hay ascensor, hasta el 1.º A, en cuya puerta hay otro agente, el tal Giner, también de uniforme, que se apresura en presentarse.

—Hay algo más —dice luego Vázquez.

—Qué.

—La vecina, señoría, se manchó de sangre las cholas al entrar, así que creyó conveniente limpiar un poco.

—¿Las qué? —pregunta Juárez.

—Las cholas —contesta la jueza, que enseguida añade—: Las chanclas.

—La mujer fregó todo el rellano y parte de la entrada.

—¿En serio?

—Y a conciencia.

—Pero ¿es que la gente no ve la tele? —dice Juárez.

—Esta señora, por lo visto, solo culebrones turcos.

—Empezamos bien —masculla la jueza, mirando de soslayo al nuevo subinspector.

Giner empuja la puerta del 1.º A y se queda haciendo guardia en el rellano. La jueza entra en el piso, seguida de David Juárez y los agentes Itahisa Calderín y Vázquez.

El minúsculo recibidor es parte del salón y desde ahí se ve la cocina, incrustada en una esquina, con la lavadora y el horno debajo de la pequeña encimera. Hay dos puertas más al fondo, seguramente un dormitorio igual de pequeño, piensa el subinspector, y el baño, que debe de tener el váter dentro de la ducha, como todo micropiso que se precie.

Los dos miembros de la Científica, ataviados con trajes EPI, trabajan alrededor del cadáver, protegidos del fuerte olor dulzón que impregna el ambiente. Es un hombre joven, no más de treinta años, atado de pies y manos a una silla plegable de metal mediante bridas, con la boca sellada con cinta aislante y el cuello rebanado de lado a lado. La cabeza está echada hacia delante y caída a la izquierda, como un Cristo sentado. Todo el pecho de la camisa de manga corta y buena parte de los pantalones está manchado de sangre ya reseca. Aquí y allá, por la ropa y en los brazos se ven círculos negros que dejan la carne al descubierto.

Juárez hace una mueca de asco y arruga la nariz. Aprovecha para recorrer la estancia. No tiene ni que moverse. Le vale con girar el cuello a ambos lados.

El salón apenas tiene muebles. Hay un sofá de dos plazas que conoció tiempos mejores y un armario barato, sin libros ni figuras. No hay televisor. Las paredes, con gotelé, están desnudas, pero hay decenas de lienzos por todas partes, en blanco o a medio pintar, apoyados en cualquier lado. Sobre una pequeña mesa de escritorio hay un ordenador Mac de pantalla plana. Por el suelo y por encima de la bancada de la cocina hay maletines con lápices, tubos de pintura y decenas de hojas con bocetos y pruebas de color. No sabe si el desorden era habitual en la vida de aquel hombre o el resultado del paso de un tornado por el piso.

—¿Todo estaba así de revuelto? —pregunta la magistrada.

—Todo tal cual lo encontramos, señoría —dice Vázquez—. La víctima es Fabrizio Murano, italiano. Tenía, según su NIE, veintiséis años. En su cartera estaba el carné de conducir de Italia y la tarjeta de Global, pero estamos averiguando si aquí disponía de coche. Encontramos también poco más de doscientos cincuenta euros y una tarjeta de débito de Abanca.

—¿Forzaron la puerta?

—Al contrario. La vecina afirma que escuchó el timbre.

—Un segundo —dice el subinspector—. ¿Solo escuchó el timbre?

—Sí. Dijo que pensaba que era su nieto. Luego ya oyó que la puerta de abajo se abría y se desentendió.

—¿Huellas en el botón?

—Nada concluyente todavía.

—¿También lo limpió?

—Solo nos dijo que se limitó a fregar un poco el suelo.

—Me extraña que nadie escuchara esta sangría. Tuvo que gritar. Y mucho.

—Luego va usted y habla con ella.

Uno de los técnicos de la Científica se acerca y, tras quitarse la mascarilla, las gafas protectoras y bajarse la capucha del traje, David comprueba que se trata de una mujer joven, casi una universitaria en prácticas, que se presenta como Marisa Pulido.

—La víctima tiene heridas en las muñecas —dice la técnica—, así que intentó soltarse. También estaba vivo cuando lo quemaron.

—¿Lo quemaron? —pregunta Itahisa.

—Sí, vengan. ¿Ven estos círculos? —dice, señalándolos con un hisopo—. Son quemaduras. Pero no son firmes; la persona se movía.

—Joder. Y no podía gritar…

—Alguien tuvo que oír algo —dice Juárez.

El italiano tiene sangre en la nariz y moretones por toda la cara. Además del tajo en la garganta.

—Lo comprobaremos de nuevo…

—Gracias.

—Pero ya le digo —añade Vázquez con tono cansado—: nadie escuchó nada. Solo esa vecina.

—La limpiadora.

—Las quemaduras parecen hechas con un soplete de cocina —sigue Pulido.

—¿Lo habéis encontrado? —pregunta el subinspector.

—No. Tampoco el cuchillo. Pero ya ven cómo está toda la casa…

—El asesino sabía a lo que venía.

—¿Algún cocinero enfadado? —dice Itahisa.

—O cualquiera con internet —dice Juárez—. Los venden en mil sitios. Una llama de casi mil grados que te cabe en la palma de la mano. Y nadie escuchó nada…

—Había fiesta en el pueblo. Quizá estaban todos en la verbena.

—Pues las paredes parecen de papel.

—A tres calles está el campo de fútbol. Había concierto y DJ hasta las tantas. Después de un año suspendidas y dos a medio gas, habría ganas de darlo todo.

—Imagino.

—Y el ayuntamiento se ha volcado.

David Juárez desbloquea el iPad mini y, colocando el libro de las Meditaciones