La tercera ola - Gabriel Kloster - E-Book

La tercera ola E-Book

Gabriel Kloster

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Beschreibung

"Todo eso me parecía a mí como de ciencia ficción, sin embargo los datos coincidían con la realidad. Eso lo hacía más siniestro". La fatal reflexión de nuestro protagonista parece resumir la trama de esta novela. La tercera ola es un viaje al despertar. Pedro Santos, un hombre común, se adentra cada vez más en una perversa trama de mentiras, manipulación, explotación y dominio. Los hechos se tornan vertiginosos y las revelaciones se suceden sin tiempo para digerirlas. Pero también, en medio del caos, Pedro va adquiriendo conciencia y claridad, avanzando inexorablemente hacia la lucha. La tercera ola es la primera novela de Gabriel Kloster, autor de la colección de cuentos Al borde del peñasco.

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Ähnliche


GABRIEL KLOSTER

La tercera ola

Kloster, GabrielLa tercera ola / Gabriel Kloster. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4084-3

1. Novelas. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

Prólogo

La tercera ola

El chupasangre

El devorador de libros

A Johann, por la esperanza de un futuro mejor

Prólogo

Con este breve prólogo, irónicamente, pongo fin a una novela que escribí y reescribí varias veces. Siempre tuve fobia al punto final, a la última pincelada. A menudo, me da la sensación de que hay algo para agregar, quitar o corregir en todo lo que escribo. Con La tercera ola ya estoy resignado y afirmo, casi con temor, que con el paso del tiempo esto deje de ser solo una sensación. El tiempo apremia y esta obra debe salir a la luz.

Me pareció correcto agregar como anexo la novela corta El chupasangre, ópera prima del joven Manuel Martínez Rotling, entregada en mano a Pedro días después de los terribles hechos que les tocó vivir juntos en las solitarias sierras cordobesas. Es un buen complemento para este libro.

Por último, hago público también el cuento “El devorador de libros”, de Pedro Santos. Boceto de lo que algún día quizás se convierta en una monumental obra.

Yo, por mi parte, a seguir escribiendo.

La tercera ola

“Yo no estoy ciego. Vivo en el ciclo de la existencia donde la guerra entre el bien y el mal tiene su campo de batalla. Nos encontramos en un momento clave para el devenir de la historia, y todos tenemos un papel que interpretar”.

(Frank Herbert, El mesías de Dune)

I

Sofía se había quitado los zapatos en la penúltima ronda de baile. Ya promediando las cuatro de la mañana, se dejó caer rendida sobre el diván ubicado junto a la barra. En un único movimiento, extendió sus largas piernas sobre el mueble, mientras con una mano deshacía el prolijo rodete que se había mantenido intacto durante toda la noche, liberando su dorada cabellera.

—Estoy exhausta –exclamó al fin con un suspiro.

La escuché perfectamente a pesar de la música y el murmullo general del ambiente. Dejé mi lugar en la barra y me acerqué a ella, copa en mano. Sofía notó mi presencia y, como parte de una rutina, tendió su brazo derecho con la mano extendida. Vació la copa de un sorbo.

—¿Cansada de bailar? –le pregunté–. Como siempre, fuiste la reina de la pista.

—Te esperé toda la noche, sé que bailar no es lo tuyo, pero podías haberme dado el gusto.

Sonreí balanceándome sobre mis zapatos, calculando el próximo paso en la comedia, perdido en los inquietantes ojos azules de Sofía.

Pablo interrumpió la escena. Con su traje negro y un cigarrillo en la mano derecha, evocaba a un galán de Hollywood de los años 50.

—Señor Santos, ¿cómo le va tanto tiempo? –saludó con una sonrisa.

—En compañía de una hermosa dama. No podría estar mejor –le devolví la sonrisa.

Nos dimos un fuerte abrazo.

—Pedro querido, tanto tiempo.

—Más de un año. Tenés que contarme muchas cosas.

—Siempre tarde, como de costumbre –exclamó Sofía entre suspiros de regaño mientras se ponía de pie. Ya se había puesto los zapatos y se estaba recogiendo el pelo.

—Señorita Cárdenas, tan bonita como siempre. ¿Ha tenido una noche agitada?

El clima se tornó un poco tenso de repente, envuelto en sonrisas cínicas y miradas fulminantes. Mis plegarias se escucharon y una nueva persona interrumpió la escena.

—Si lo veo no lo creo, Pablo Rattazzi en una fiesta y charlando con Sofía Cárdenas.

Leonardo tenía la camisa abierta hasta el ombligo, el pelo revuelto y la mirada turbada por el alcohol. Sofía lo miró con desprecio. Pablo sonreía.

—No me mires así, Sofi, te fuiste de la pista y te tuve que venir a buscar. Si hubiera sabido que estabas con tu amiguito y tu amor imposible no hubiera venido a molestar.

Pablo seguía sonriendo, yo estaba acomodando las ideas en mi mente. Fue Sofía la que se adelantó a todos y caminando a paso firme le propinó una sonora bofetada al moreno rostro de Leonardo.

Ese fue el final de la fiesta para mí. Llevé a Sofía en mi auto. A las pocas cuadras, se quedó dormida. Al llegar a su casa, la contemplé unos segundos antes de despertarla. Sin hacer ningún comentario, me agradeció y se despidió con un sonoro beso. Me costó varios minutos quitarme el labial de la mejilla, y algunos días su perfume del asiento del acompañante.

II

Aún recuerdo perfectamente esa calurosa tarde de diciembre en la que conocí a Sofía. Salía de mi casa con una pila de libros sobre mis manos, cuando tropecé con un pequeño adoquín. Los libros cayeron estrepitosamente y se desparramaron por toda la vereda. Recogía un ejemplar de las Rimas de Bécquer en tapa dura, cuando me invadió un aroma a frutos tropicales. Desde mi posición alcé la vista hasta encontrarme con el rostro más hermoso que había visto, como el de los ángeles de las pinturas renacentistas.

—Yo no tengo ninguno –se defendió Sofía masticando sonoramente su chicle.

—¿Cómo? –respondí confundido.

—No te robé ningún libro, no me mires con esa cara.

—Perd… yo solo… –balbuceé mientras me ponía de pie, rojo de vergüenza.

—Mirá, ahí hay uno –indicó ella señalando un ejemplar del “Martín Fierro” escondido entre las raíces de un árbol.

Yo seguía hipnotizado.

—Bueno… te ayudo –dijo poniéndose a recoger mis libros.

—Gracias.

—De nada –respondió con una sonrisa–. ¿Vos también vas al colegio San Héctor? –preguntó mirando el escudo de mi camisa.

—Si– respondí ya más repuesto.

—Yo soy nueva en el colegio. ¿Tenés que dar alguna materia?

—No. Van a abrir una nueva biblioteca en el colegio el año que viene y yo me ofrecí como voluntario para organizarla.

Sofía me miró extrañada.

—¿Y vos? –le pregunté para desviar el tema, con miedo a que me considerara un típico tragalibros.

—Voy a reunirme con el rector. Con mi familia vamos a viajar a Europa estas vacaciones. Voy a tener que faltar las primeras semanas. Espero que no haya problemas con eso.

Finalmente, Sofía no tuvo ningún inconveniente con sus faltas, disfrutó sus vacaciones en Europa y la biblioteca se inauguró en la planta alta del colegio gracias a una generosa donación de la familia Cárdenas.

Había pasado casi un mes desde el inicio de las clases cuando Sofía ingresó por la puerta del aula. Mis recuerdos no habían exagerado su belleza. Todos pusieron sus ojos en ella, pero ella solo los posó en una persona. Y esa persona no fui yo, sino mi mejor amigo, Pablo Rattazzi.

Pablo tenía todas las cualidades para ser el estudiante más popular del colegio. Era el mejor en deportes, inteligente y valiente. Las chicas suspiraban por una sonrisa y los chicos admiraban su rebeldía. Yo era una “rata de biblioteca”. Sin duda éramos una pareja dispareja. Probablemente no nos hubiéramos hablado nunca de no ser porque un día yo le salvé la vida.

Sofía se fijó en Pablo desde el principio. Pero él solo tenía ojos, cuerpo y mente para Camila. Yo jamás había visto a Camila, pero sabía casi todo de su vida. Pablo me hablaba mucho de ella, hablaba con verdadera pasión. Camila vivía en un pueblo en el sur del país de donde Pablo era oriundo. Se conocían desde niños. A los trece años, Pablo se quedó huérfano y se fue a vivir a Buenos Aires con sus abuelos. Sin embargo, nunca perdió contacto con Camila y no pasaba una semana sin escribirle por lo menos una o dos cartas.

Sofía no tardó demasiado tiempo en darse cuenta de que su amor no era correspondido. Con el pasar de los meses, su atracción hacia Pablo se transformaría en rencor. Eso, sin embargo, no impidió que se convirtiera en mi mejor amiga. Durante los años que siguieron, fui una especie de balanza o mediador entre Pablo y Sofía quienes frenaban su guerra fría en mi presencia. Así pasaron esos años felices hasta la graduación.

III

El día después de la fiesta de reencuentro de egresados del colegio San Héctor, me reuní con Pablo en una cafetería del centro. Hacía meses que no charlábamos, y el episodio con Leonardo y Sofía nos había impedido hacerlo en la fiesta.

Cuando entré al lugar, Pablo ya se encontraba sentado en un de las mesas del fondo sorbiendo un té. Lo saludé con entusiasmo. Mientras tomaba asiento, pude observar de reojo, junto a la tetera, una primera edición de mi novela, ajada por el tiempo.

—Suelo llevarla a todos lados. No me gusta viajar sin mi cuota de nostalgia –expresó con una media sonrisa.

“Para que siempre recuerdes que tenés un amigo”, llevaba escrito en la primera página con tinta azul.

—Disculpá que arranqué sin vos –exclamó Pablo cortando el silencio–. Terminé antes unos trámites y me vine al bar.

—¿Té de boldo? –le pregunté risueño

—La comida del avión me mata –respondió agarrándose la panza.

Yo encargué un café y empecé a interrogar a Pablo sobre su estadía en Europa. Como ocurría siempre, me respondió de forma extremadamente completa sobre el movimiento literario y cultural que se estaba llevando a cabo en París o sobre la nueva arquitectura en Alemania. Me hablaba sobre pueblos pequeños, comidas y trenes, pero obviaba en todo momento cualquier referencia a su vida privada.

Luego de charlar por casi una hora, me preguntó por Sofía. Le conté de las discusiones con su padre, de su carrera como fotógrafa y de sus competencias de tenis en el club. Pablo sonreía. Siempre la había considerado una niña rica.

Un chillido aturdidor interrumpió la charla. Pablo atendió su teléfono, cruzó unas pocas palabras, me saludó apurado y se fue.

La escena no me sorprendió. Era algo común en el trabajo de mi amigo. Ese misterioso trabajo del que no me daba ninguna información, el que lo obligaba a viajar por el mundo. El trabajo que había obtenido tras la muerte de Camila.

Después de la graduación, Pablo regresó a su pueblo para casarse con su amada. Los primeros meses fueron muy felices y prósperos para ambos. Pero, un día, Camila cayó enferma. A la fiebre y dolores estomacales le siguieron erupciones en la piel que la agobiaron durante algunas semanas sin que ningún médico pudiera darle un diagnostico ni una cura. Camila murió una fría mañana de invierno hundiendo a Pablo en una gran depresión. Yo viajé a su pueblo por un tiempo para tratar de animarlo, pero fue inútil. Nada parecía motivarlo a seguir adelante. Así pasaron varios meses de oscuridad. Finalmente, de un día para el otro, Pablo consiguió trabajo en una misteriosa compañía, su depresión se esfumó y comenzaron sus frecuentes ausencias.

El resto del día lo pasé preparando mi nueva novela. Tenía varias ideas sueltas en la cabeza y debía ponerlas en orden. El cuaderno que usaba de borrador estaba repleto de tachaduras y frases enmarañadas. En la pantalla de mi notebook resaltaba en solitario el título provisorio El devorador de libros.

Cerca de la medianoche, salí a dar un paseo. Me gustaba caminar a esa hora por las calles de mi barrio, disfrutando de la tranquilidad y la soledad del ambiente. Caminaba hundido en mis pensamientos cuando un golpe en la cabeza me hizo perder el conocimiento.

Desperté en una pequeña habitación sin ventanas. Un diminuto foco colgado precariamente iluminaba el recinto. Yo me ubicaba en el centro de la habitación, amordazado con un trapo sucio, y atado de pies y manos a una silla de madera. No entendía lo que estaba pasando y el dolor de cabeza turbaba mis pensamientos. De repente, una persona ingresó a la habitación. Era un hombre alto y corpulento. Me retiró el trapo de forma violenta y se sentó frente a mí.

—¿Pedro Santos?

Asentí con la cabeza. Me dolía todo el cuerpo.

—¿Dónde está Ratazzi?

—No sé –respondí instintivamente.

Me dio una bofetada.

—Vamos a ir al grano –dijo el hombre alto mientras se ponía de pie–. Vamos a ver si en la OLA los preparan para esto.

Tomó un elemento de metal, similar a un gancho de carnicero, con una mano y un cable conectado a una batería de auto con la otra. Jamás había sentido tanto miedo en mi vida. Comencé a pedir auxilio mientras intentaba liberarme de mis ataduras. Seguro de la eficacia de sus sogas y lo estéril de mis gritos en la soledad, el hombre alto emitió una sonora carcajada.

—Una vez más, ¿dónde está Ratazzi?

—No lo sé, le juro que…

Un nuevo golpe me interrumpió. Esta vez mi interrogador uso su mano cerrada. El filo del gancho de carnicero rozó mi frente. Su fuerza era brutal, estuve a punto de caer al suelo con silla y todo.

—La última oportunidad. ¿Dónde está Rat…?

Una explosión retumbó en la pequeña habitación. Tres hombres armados ingresaron al lugar y abrieron fuego contra el hombre alto y corpulento. Otro hombre, vestido totalmente de negro, me desató de la silla y me preguntó cómo me sentía. A pesar de la contusión, pude reconocer la voz de Pablo.

IV

Es extraño cómo funciona la memoria. No recuerdo el rostro del médico que me curó la herida en la frente, ni el nombre del solitario bar en donde me reuní luego con Pablo, ni lo que tomé aquella madrugada; pero sí recuerdo el anillo de bodas plateado brillando en la mano izquierda de mi amigo. Estábamos sentados frente a frente. Sin dudas, tenía mucho que explicarme. Sinceramente, no esperaba ni remotamente lo que vendría de ahí en más.

—Pedro, seguramente alguna vez habrás escuchado eso de que nuestro país ha sido bendecido con todos los dones de la naturaleza. No sé si es la alabanza del más patriota o la blasfemia del más soberbio. Lo cierto es que Argentina es uno de los países con mayor territorio a nivel mundial; posee una plataforma marina inmensa; tiene enormes reservas de gas, petróleo, oro, litio, minerales y agua dulce; tenemos un suelo fértil para cosechar y un clima variado para realizar cualquier tipo de actividad. ¿No es raro que nuestro país no sea una potencia? ¿No es raro que en nuestro país haya gente que muere de hambre? ¿Por qué poseyendo tanto tenemos tan altos índices de pobreza, indigencia y desocupación? ¿Por qué aun no podemos garantizarle a todos los argentinos salud, educación y viviendas dignas? Seguro también habrás escuchado algunas de esas preguntas.

Asentí con la cabeza, un poco confundido por el tópico elegido por mi amigo para comenzar la charla.

—Nada de esto es casual. Los gobernantes que deberían servir al pueblo, que deberían trabajar por nuestro bienestar y por la grandeza de nuestra nación, no aportan ninguna solución, todo lo contrario. Solo buscan enriquecerse, usar el poder y los recursos del Estado para hacer negocios, y tener la impunidad para no ir presos por sus delitos.

Volví a asentir.

—Esa pareciera ser la respuesta. Todo es culpa de los políticos y el pueblo que no sabe votar. El famoso mito de que el argentino tiene el gobierno que merece.

Hizo una pausa de expectación.

—Pero la cuestión es más profunda. Los políticos que nosotros votamos cada dos o cuatro años, en quienes depositamos nuestras esperanzas, por los que muchas veces discutimos enfrascados en falsas grietas, no son los que gobiernan en el país. Son, en todo caso, los gerentes de los verdaderos gobernantes. Cada vez que cambia el gobierno pensamos que las cosas van a tomar otro rumbo, pero no. Políticos de izquierda, derecha o centro, aunque en sus discursos se presenten como renovadores, distintos o revolucionarios; aunque finjan pelearse y discutir en los canales de televisión o redes sociales, más allá de sus fachadas, son parte de un mismo sistema. A pesar de los discursos, en lo nuclear son lo mismo, siguen los mismos lineamientos. Todos tienen un amo en común. Imaginate controlar todo el potencial productivo de nuestro país, toda esa riqueza que hablamos recién. Hay gente que sí lo imagina.

Pablo tomó un periódico de la mesa de al lado y me lo acercó. Pude leer en la tapa: “El Gobierno exime de impuestos a empresas petroleras”, “Cierran diez Pymes por día”, “General Gas compra Gas Argentino”. “Santmon comenzará a comercializar sus semillas en el país”.

—Existe un grupo empresarial que opera en el país desde hace varios años. Este grupo maneja petroleras, mineras, empresas pesqueras, farmacéuticas, grandes pooles de siembra, bancos y medios de comunicación. El grupo Deus Auri es el verdadero gobernante de Argentina. Un gobierno sin rostro, sin límite y sin ley que exprime nuestros recursos en su beneficio y a espaldas del pueblo.

Quedé en silencio. Mi amigo continuó.

—El grupo Deus Auri maneja además desde las sombras todo tipo de negocios ilegales: narcotráfico, prostitución, venta de armas, tráfico de órganos. Es una doble explotación, una retroalimentación, unos negocios financian a otros. El dinero da poder y el poder dinero.

—Un mecanismo perfecto –exclamé–. Pero, ¿cómo pueden tener tanta impunidad? ¿Cómo nadie hace nada?

Pablo volvió a agarrar el periódico y lo abrió en la sección general: