La ternura - Paula Ducay - E-Book

La ternura E-Book

Paula Ducay

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Beschreibung

Naima y Marco, compañeros de trabajo separados por una cierta diferencia de edad, han desarrollado un vínculo entre la amistad y la atracción; un vínculo tan íntimo como extraño a los ojos de los demás que ni ellos mismos son capaces de definir. Cuando, en verano, Marco invita a Naima a pasar unos días en la casa familiar en Italia, las fisuras no tardan en abrirse y Naima se verá arrastrada por una serie de conflictos que recorren, bajo cuerda, una situación aparentemente idílica: la relación de Marco con su hija, los recovecos de una vida doméstica que le es ajena y que sin embargo siente y padece como suya. Las tensiones aflorarán y, con el paso de los días, Naima verá replicadas en los comportamientos de la familia de Marco su propia indecisión y sus ambigüedades. «La ternura» se sumerge de lleno en el infinito mar que esconden las relaciones humanas y explora, mediante una escritura precisa y delicada ―que destila una madurez muy poco común en una primera novela―, los entresijos de todo aquello que nos hace tan diferentes y a la vez tan iguales. «Una novela sintética y punzante sobre eso que hay entre el deseo y la intimidad, sobre todo lo que no se ve en las relaciones personales pero que está ahí debajo. Un subtexto continuo narrado con matices, precisión y sentido de la imagen. Es la primera novela de Paula Ducay y estoy convencida de que no será la última». MARTA JIMÉNEZ SERRANO «Es sutil y contenida, y sin embargo, profundamente conmovedora por su capacidad para sembrar dudas e inquietud en el lector. No he dejado de preguntarme acerca de los distintos modos en los que concebimos el amor y la amistad, y qué espacio tiene la ternura en nuestras vidas». VALERIA CORREA FIZ «Paula Ducay me ha permitido oler, cotillear, saborear y escuchar los secretos de una serie de personajes que debaten entre el amor, el cariño y la frustración. En esa ternura he querido quedarme». LUNA MIGUEL «El talento de Ducay desborda las páginas de su propia novela. Una escritura magnética». AIMAR BRETOS «Un ejercicio muy bonito y muy lírico para tratar la relación entre subtexto y texto que existe en las relaciones de amistad». SARA BARQUINERO

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Seitenzahl: 155

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Ähnliche


 

 

 

 

A mis padres, Victoria y Miguel,

por darme mis primeros libros

y por recordarme que tenía que masticar

cuando, de niña, me quedaba embobada

leyendo durante la cena.

 

 

 

 

Si algo callé

es porque entendí todo.

 

GUSTAVO CERATI,

«Puente»

I

 

 

 

El aire caliente la golpea cuando baja del avión. Naima se aparta un mechón del flequillo y cierra un poco los ojos. Atraviesa el aeropuerto con una pequeña maleta de cuatro ruedas, el libro en la mano, como quien ha cruzado cientos de no-lugares y se encuentra cómoda en un tiempo detenido y expectante. Esa es la imagen tras la que le gusta imaginarse, una mujer joven sin dudas ni temblores, con los ojos fijos un poco por encima del horizonte, la respiración llevada a un ritmo tranquilo, adulto. Al pisar el suelo se pregunta fugaz por la temperatura de la pista, pero olvida enseguida el calor exterior. Nota el pinchazo en el meñique izquierdo, se lo masajea con la mano que sujeta el libro; siempre que lo hace piensa que nadie sabe eso de ella, nadie sabe en qué punto exacto del cuerpo se almacenan sus nervios.

Marco la espera entre la multitud más allá de las puertas automáticas, en un mar de carteles. Se saludan con un abrazo tentativo y Naima cree que él también piensa que pasaron del apretón de manos al abrazo sin pasar por los dos besos, lo cual es bonito y quizás una rareza que describe bien su relación. Él hace amago de cogerle la maleta, pero la ve enarcar las cejas y se aparta. Ambos sueltan al mismo tiempo una risa contenida.

—Puedes llevar el libro —dice ella.

Él lo inspecciona con dedos ágiles, expertos, que calculan el gramaje de las páginas con un toquecito. Se lo coloca bajo el brazo y Naima se pregunta si al libro le dará tiempo a absorber algo del olor de Marco y se pregunta también si en los días que van a pasar juntos él sonreirá alguna vez, como suele hacer, cuando ella abra un libro nuevo para olerlo.

—Me gustó mucho en su día. Lo leí como hace… veinte años —dice.

Naima ríe y él baja la mirada y no se detiene, pero ella le ve la sonrisa. Recuerda cómo al principio no le gustaron los dientes de Marco, lo que le sucede con todo el mundo que no tiene una dentadura perfecta, los incisivos separados por un hueco ínfimo, apenas perceptible a no ser que una se acerque demasiado. Ahora apenas repara en ellos. Le gusta provocar que asomen tras los labios, son un poco grises y le hacen juego con la barba. Naima reprime el impulso de alargar la mano para comprobar si pincha y, cuando ya está instalada en el asiento del copiloto y se alejan de la ciudad, entrelaza los dedos por encima del regazo, como para frenarse. Sabe que en unos días él se afeitará, porque eso es lo que hace siempre, a pesar de que ella cree que con barba está mejor y se lo ha dicho, aun sabiendo que ese no es su cometido, sea lo que sea que eso signifique.

Intercambian algunas preguntas de rigor sobre el vuelo, sobre el tiempo que hace, constatan en alto lo evidente: el verano, las vacaciones. «Por fin», dicen, «por fin».

—No ha llovido —comenta Marco—, en todo el verano. Normalmente está verde.

Naima observa los campos agostados, repara en los árboles desnudos, intenta imaginarse el lugar en primavera, teñido de verde, cuando ni Marco ni ella pueden verlo. Tienen puesto el aire acondicionado, pero ambos intuyen que el otro preferiría bajar la ventanilla, olfatear el calor.

—Casi estamos.

Han parado detrás de otro coche en un cruce. Marco aprovecha para estirar los brazos hacia arriba y Naima, casi sin quererlo, hace lo mismo. Se ríen. Naima lo mira y no sabe por qué comentario decantarse: «como siempre», o «como en la oficina», o «siempre a la par».

Marco tiene los ojos de un color indefinido, no del todo verdes, no del todo marrones. Naima recuerda aquella vez que se tapó los suyos con la mano y le preguntó «¿De qué color los tengo?» y él respondió, sin dudar ni un instante, «Negros», y ella aprovechó la intimidad inicial y los minutos que les sobraban en la pausa del café para decir: «¿Crees que vamos a ser amigos para siempre?», a lo que Marco contestó con un estallido de risa que hizo que las personas de la mesa de al lado se volvieran a mirarlos. A Naima le gusta aprovechar que se llevan muchos años para proponer las preguntas que solo suenan naturales en boca de los niños, preguntas que abandonan ese revestimiento inocente en cuanto vienen de un adulto. Esa, piensa, es una de las ventajas de la edad indefinida en la que se encuentra: ya no una chica, todavía no del todo una mujer.

Marco se frota los ojos antes de arrancar. Naima nota que le asalta una oleada de cariño al verle el gesto tantas veces repetido y una pizca de un curioso orgullo, que no sabe bien de dónde viene ni dónde colocar. A los pocos minutos, el pueblo aparece a la vista, detrás de una colina, donde el verde se extiende en una resistencia húmeda y abraza las casas, la iglesia y casi llega a rozar el pequeño castillo de las afueras.

—Ah —dice Naima—, se ve el río.

Marco aparca. Desconecta el aire, apaga el motor y saca la llave en un baile de gestos automáticos que Naima observa en silencio, todavía con el cinturón puesto. Sabe que Marco quiere salir del coche sin detenerse a mirarla y sabe, y se le escapa una sonrisa por la certeza, que si se queda quieta y callada el tiempo suficiente él la mirará. Naima sabe que en cuanto crucen el umbral de la casa dejarán de estar solos y le gustaría alargar el momento, pero sabe que Marco no quiere detenerse en el hecho de que ella esté allí; ahora que la presencia de Naima en la casa es real él hará lo posible por disimular que todo aquello tiene algún tipo de significado. Cuando finalmente Marco la mira, Naima le sonríe y después, un tanto turbada por el silencio del coche, se desabrocha el cinturón, abre la puerta y sale.

—¡Es enorme!

—Elisa tiene muchos hermanos —dice Marco.

—¿Van a venir?

—Quizá la menor con los niños, no sabemos todavía. ¿Podés?

Ella le guiña un ojo, saca la maleta del coche con un gesto ágil y la pone en el suelo. Las ruedas resuenan en el empedrado y Naima aprieta los dientes. El pueblo está en silencio, apenas se mueven las hojas de los álamos en la linde del río. Siente que el ruido anuncia su llegada e interrumpe algo antiguo y sagrado, que la señala definitivamente como extranjera. La casa está allí, cerca del agua, tras un jardín atravesado por un camino que flanquean algunas estatuas de piedra: un ángel caído, varias mujeres con vestidos vaporosos y los brazos extendidos, hasta un grupo de gnomos que parecen mirar a Naima con suspicacia. En el umbral de la puerta les espera una señora menuda con delantal.

—Hola, Clemen. Esta es Naima. Naima, Clemen.

La señora sonríe con un gesto amplio y acogedor. Dice unas pocas palabras en italiano que Naima no alcanza a entender. Hace un amago de cogerle la maleta. Insiste hasta que Naima suelta el asa y la levanta del suelo, entra en la casa y sube rápido las escaleras. Naima siente una punzada de culpa en el estómago. Enseguida, la mano de Marco tranquilizadora en el brazo, que la invita a pasar.

—¡Joder! —se le escapa.

Marco ríe y asiente.

—Es bonita, sí.

A Naima le da tiempo a echar un vistazo a la mesa de madera de la cocina, a los azulejos que recorren la pared por encima de la encimera, a las plantas colgantes, al cuenco de fruta colocada de manera impoluta.

—Pero ¿y esto? —se echa a reír—. No me habías dicho que vivíais en una casa rural cinco estrellas.

Suben las escaleras, Naima detrás de Marco. Este la guía hasta una habitación bañada de luz, tiene una cama individual y una cómoda antigua. Es pequeña, pero Naima enseguida proyecta su vida allí los próximos días: la maleta debajo de la cama, los libros apilados en la mesilla de noche, el bañador secándose en el respaldo de una silla cerca de la ventana. Va a volverse para agradecer la invitación, pero Marco ya ha cruzado el pasillo y la mira desde la barandilla que baja con las escaleras.

—Te dejo para que te instales.

Naima suspira y asiente. Reconoce la sensación de extraño vacío cuando dejan pasar esos momentos, las idas y venidas en las que se buscan y se rehúyen, en los que la amistad parece tensarse para aguantar una presión que ninguno de los dos sabría definir. La chica coloca la maleta en la cama y saca despacio la ropa. Intenta no apurar el momento, apaciguar una impaciencia que empieza a arremolinarse en el estómago, una mezcla de inquietud y expectación que crece cuando oye una voz de mujer. Naima se detiene un momento y se concentra en los sonidos rápidos del italiano, en la calidez con la que la mujer se dirige a Marco. Se acerca a la ventana y mira hacia el jardín. No la recordaba así, aunque no hace tanto que la vio por última vez, en la ciudad. Milagrosamente, Elisa parece más joven que hace unos meses. Naima sabe que es porque está más morena y descansada, quizás porque veranear en casa de sus padres hace que se vuelva a sentir una niña. La ve subir desde el río, con el pelo mojado, el vestido de lino arrugado y el paso tranquilo, casi como en un sueño. A Naima le gusta observarla desde allí, desde donde no puede ser vista, concentrarse en la cadencia de su caminar, ver los gestos que le dirige a su marido. Naima piensa por un momento que Elisa también está detenida en una edad indefinida. Un desconocido no sabría decir si tiene treinta, cuarenta años, si ya ha cruzado el ecuador de la vida. Cuando Marco sale a recibirla, Naima observa el beso fugaz entre ambos, la sonrisa de ella. Siente que acaba de cruzar un umbral invisible y sutil y que se encuentra en territorio desconocido. Sacude la cabeza y sale de la habitación tras entornar la puerta. Baja las escaleras despacio, intentando no hacer ruido, y va al encuentro de la mujer.

Se saludan con dos besos.

—Perdona, que te mojo. ¿Qué tal el viaje? —Naima apenas distingue el acento italiano en esa dicción pulcra y lenta, tiene que hacer un esfuerzo por encontrar el titubeo detrás de las palabras, si es que lo hay.

«Si necesitas cualquier cosa, nos dices».

«Esta es tu casa».

«O se lo pides a Clemen».

«Lo que necesites».

Elisa desaparece por las escaleras y Naima se queda sola en la cocina. Oye el trajín de Clemen en algún punto de la casa. Intenta sacudirse la parálisis que empieza a atenazarle las manos y abre algunos armarios en busca de vasos. El agua tiene un sabor extraño, que Naima asocia con estar lejos de casa, con un sentimiento intangible de libertad y promesa, con el calor. Bebe dos vasos seguidos y recuerda los regalos, abandonados en la maleta. Sube a su habitación y saca una botella de vino y unos caramelos. Los mira un segundo con la sensación de estar cumpliendo un ritual extraño. En el último momento, coge el libro que estaba leyendo en el avión. Coloca todo en la mesa de la cocina y espera. Abre y cierra el libro un par de veces. La casa está en silencio y no sabe dónde está la familia. Le gustaría leer, pero se le hace raro entregarse a la lectura en un lugar desconocido, siente que tendría que inspeccionar cada esquina de la casa antes de poder apartar los ojos de las fotos, de las notas sujetas con imanes de la nevera, de las habitaciones de los demás, que aguardan en la planta de arriba y que todavía no ha visto. «Venga», piensa, «venga, lee». La sensación de que está perdiendo el tiempo ya ha empezado a molestarle con su tictac infinito, tiene que obligarse a fijar la vista en la madera de la mesa, a seguir las formas ondulantes de los distintos tonos marrones solo para alejar la sensación apremiante que le hace fruncir el ceño, mirar el libro como una tarea más que debe completar.

—¿Ya estamos leyendo?

La voz de Marco rompe el silencio y disipa la tensión. También él tiene un libro entre las manos y Naima se lo señala con un movimiento de cejas. Los intercambian.

—Ah, es el de antes —dice él—. ¡A ver si lees más rápido, que no lees nada!

Naima le agradece el regreso a las bromas ya consagradas y mira el libro de Marco con sorpresa.

—Ya lo habías leído, ¿no? Yo lo leí este año.

—Ya —dice Marco—. Por eso. Me lo recordaste, que me había gustado mucho en su día, pero casi no me acordaba.

—Es muy cortito, esto te lo acabas tú en nada.

—Sí —suspira él—. No hay tiempo para nada más largo.

Se miran en silencio. Naima piensa que hay una sonrisa permanente instalada entre ellos, que desde que lo conoce bien no puede mirarlo y no sentir que las comisuras de los labios se le levantan solas. Marco inspecciona el vino y los caramelos con fingido interés, le agradece el detalle con el tono educado y pulido de las primeras veces, que Naima reconoce. Casi hace que se arrepienta de haberlos traído, como si ese gesto convirtiese su presencia en la casa en una transacción.

—¿Querés ver el río?

—Vamos.

Ninguno de los dos ha soltado el libro, y cuando se sientan en el banco de piedra que da al río los dejan entre ellos, como si la literatura fuera al mismo tiempo un vínculo y una frontera. El jardín tiene una pendiente tan empinada que la casa no se ve desde allí, están ocultos a los ojos de cualquiera que se asomara por las ventanas. Ambos miran el río y no dicen nada. Naima sabe que estos silencios, claros y apacibles, son parte del pacto extraño que han firmado, construido a base de horas y horas en mesas contiguas mirando sus respectivas pantallas. Naima coge aire y lo suelta y calcula, como ha hecho otras veces. Supone que él también es consciente de que su presencia ahí, en esa casa en el extranjero, a las afueras de un pueblo idílico en pleno mes de vacaciones, es una anomalía. Una bella anomalía, piensa ella, pero no lo dice, porque sabe que no es necesario.

—¿Descansaste?

Naima lo mira.

—Pero si llevo aquí diez minutos.

—Ya, bueno… —Marco suelta aire por la nariz, vuelve a quedarse en silencio. Nunca se toma a mal la picardía de la joven, ni el ocasional sarcasmo. Parece recibirlo como si lo anticipara, como si tuviera un mapa de su personalidad, a pesar de que sus amigos y en parte su familia fruncieron el ceño cuando dijo que la había invitado a pasar unos días con ellos en Italia. «¿A la chica?», dijeron, «¿por qué?», y Marco había advertido en sus miradas burlonas una amenaza, casi una acusación. No se había atrevido a contestar con la verdad, que era muy sencilla y a la vez muy compleja: «Somos amigos».

—¿Qué tal tu abuela?

Marco asiente despacio antes de contestar, como si esperara la pregunta y responde lo de siempre: casi ciega, con muchos dolores, pero bien dentro de lo que cabe.

—¿Te echa de menos? —pregunta Naima.

—Sí, claro. Y yo a ella, pero por lo menos he ido a verla, hacía ya dos años.

—¿Leíste en el avión?

Marco la mira y sonríe.

—Obvio —murmura—. El que me dejaste.

—¿Sigue comiendo sushi? ¿Tu abuela?

—Sí —ríe un poco él—, eso no se lo quita nadie.

—Todavía no me explico cómo maneja los palillos, si además no ve bien…

—Ve fatal. Dice que nos ve las caras como derretidas. Cuando llegué le costó un buen rato reconocerme, fue extraño. Hay que lavarla, vestirla, hacerle todo… No sé cómo hace mi hermana.

Vuelven al silencio. Naima se imagina cómo será ver el mundo así, «derretido», atravesado por ondas de calor verticales, que todo se vuelva líquido ante tus ojos aun cuando sabes que las cosas mantienen su consistencia y que eres tú la que empieza a desintegrarse. Se imagina a Marco bajar del avión al otro lado del charco, agarrar la maleta y el libro, aturdido al volver a su país, a su casa de la infancia. Se imagina un cuarto que no existe, donde la abuela mira al nieto, confundida y algo asustada.

—¿Sientes… sientes que es un privilegio tener abuela siendo tan… no tan mayor, pero…?

Naima se detiene porque Marco ríe.

—No, a ver —sigue ella—. A veeeeeeeer, no. No tan mayor, aunque es verdad que estás mayorcísimo —le guiña un ojo—, pero ya me entiendes. Más mayor que la media de la gente que tiene abuela.

Naima le ve los dientes, se congratula por haber aligerado el momento.

—Bueno…, sí y no. Sí, supongo que sí. Aunque… bueno. Tener madre joven y abuela joven viene con sus cosas.

—Ya. Sí, también es verdad.

Miran el río, que atrae mosquitos y calor y les regala un sonido continuo y relajante.

—No está mal, ¿no? —dice ella señalando el entorno, de nuevo con la sonrisa en los labios.

—No está mal, no.

Suspiran al unísono. Naima se siente como lo hacía en la oficina, cuando formaba con Marco una especie de isla alejada del resto de compañeros. Los intercambios entre ellos, al principio profesionales y cautos, se habían ido transformando en confesiones personales, en pactos tácitos de entendimiento, en una amalgama de lenguaje privado y bromas recurrentes. La cordialidad de las primeras semanas había dado paso a una suerte de cariño, al principio leve, más tarde arrollador. Naima ve cómo Marco juega con la alianza plateada, cómo la desacomoda y la lleva hasta la falange distal del anular, un gesto que repite cuando piensa o cuando escucha algo con atención. Él le pregunta por el resto de sus planes de verano y ella no quiere pensar en volver a la ciudad, pero se los cuenta, y, mientras habla y observa el ir y venir del anillo, en algún recodo de su imaginación proyecta los días que están por venir. Vuelve a sentir una punzada de nervios en el meñique izquierdo.

Oyen primero el sonido de las chanclas sobre el empedrado. Luego, Naima reconoce la esbelta figura de la niña, las formas picudas, ligeras, el cuerpo de junco. Aparece en el borde del jardín, se acerca corriendo y aminora la velocidad cuando ve que su padre no está solo.

—Mamá me ha dicho que estabas aquí.

—Martina, ¿te acordás de Naima?