La traductora - Jose Gil - E-Book
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La traductora E-Book

Jose Gil

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Beschreibung

Octubre de 1940. El general Francisco Franco planea dirigirse en tren hasta Hendaya, donde se reunirá con Adolf Hitler. Elsa Braumann es una joven traductora de libros alemanes que subsiste en el Madrid de 1940 al cuidado de su hermana. Una noche, en la Capitanía de Madrid se requiere a Elsa para una misión de carácter secreto y que está relacionada con el encuentro entre Franco y Hitler. A lo largo de los siguientes días, Elsa comienza a intimar con el capitán Bernal, jefe de seguridad de la operación, hombre cultivado y amante del cine, como ella. Pero alguien amenaza a Elsa para involucrarla en una operación de contraespionaje: dispondrá de tres minutos para robar ciertos documentos a Franco en el tren que les llevará hasta Hendaya. El devenir de la Segunda Guerra Mundial está ahora en las frágiles manos de Elsa Braumann, esas que están a punto de traicionar al hombre de quien se está enamorando. «Amor, espionaje y libros prohibidos en una magnífica intriga protagonizada por una modesta pero valiente traductora. Una apasionante novela que retrata a la perfección el momento en que España estuvo a punto de cambiar el devenir de la Segunda Guerra Mundial». Nieves Herrero «La traductora es una novela llena de intriga, aventura y pasión. Unos pocos minutos pueden cambiar el rumbo de la Segunda Guerra Mundial y la historia de España». Luis Zueco

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Seitenzahl: 414

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La traductora

© Goretti Irisarri Vázquez y Jose Gil Romero, 2021

Los derechos sobre LA OBRA han sido cedidos a través de Bookbank Agencia Literaria

© 2021, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: LookatCia

Imágenes de cubierta: Trevillion

 

I.S.B.N.: 978-84-9139-689-5

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

PRIMERA PARTE La cuenta atrás

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

SEGUNDA PARTE Veinte minutos para llegar a Hendaya

1

2

TERCERA PARTE La huida

Agradecimientos

 

 

 

 

 

A la memoria de mi padre, que me inculcó el amor por el cine

J. G. R.

 

A Madrid

G. I.

 

 

 

 

 

Los epílogos de las guerras siempre son capítulos molestos.

EDUARDO MENDOZA, El negociado del yin y el yang

 

 

 

Y en el pedestal se leen estas palabras:

Mi nombre es Ozymandias, rey de reyes:

¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!

Nada queda junto a él. Rodeando la decadencia

de esta ruina colosal, infinita y desnuda,

las solitarias y llanas arenas se pierden a lo lejos.

PERCY BYSSHE SHELLEY, Ozymandias

 

 

 

Su rostro está vuelto hacia el pasado.

WALTER BENJAMIN, Tesis sobre la filosofía de la historia

 

 

 

 

 

En 1931 cae la monarquía española y se instaura la II República. El rey Alfonso XIII parte hacia al exilio.

En 1936, el levantamiento de un grupo de militares contra el Gobierno republicano da paso a una guerra civil que durará tres años.

En España, el nuevo régimen del general Franco comienza la represión sobre el vencido que traen consigo todas las victorias. En Europa, Adolf Hitler arrastra a otros países hacia un conflicto internacional.

El 23 de octubre de 1940, el general Franco se traslada desde San Sebastián hasta Hendaya en tren para mantener una reunión secreta con Hitler.

El tren que transporta la comitiva llega unos minutos tarde a la cita. Nunca se da explicación oficial al retraso.

En esta novela, de la mano de la traductora Elsa Braumann, del coronel Bernal y del relojero Eduardo Beaufort, se aventura lo que ocurrió en esos interminables y dramáticos ocho minutos.

PRIMERA PARTE La cuenta atrás

 

1

 

 

 

 

 

Elsa Braumann estaba perdida en un bosque de adverbios y pronombres la noche en que la muerte llamó a la puerta. El reloj marcaba las cuatro de la mañana.

La traductora levantó la mirada, estremecida. Se quitó las gafas y, acaso pecando de inocente, dejó el lápiz entre las páginas del manuscrito, para continuar trabajando después: ni siquiera reparó en la posibilidad de que podría no volver.

Apenas había cenado la sopa boba que había preparado esa noche. Tras vestir la cama de Melita para que la encontrara limpia a su llegada, la traductora se había sentado a trabajar, decidida a entretener el insomnio. Así se perdió entre frases y párrafos mientras la luna iba asomando tras las nubes; y andaba lidiando con una construcción particularmente enrevesada, cuando los nudillos de la muerte llamaron a la puerta.

Elsa Braumann se puso la bata de su padre, armándose de coraje, y caminó de puntillas en el recibidor. Le temblaban las piernas: en este mismo edificio y nada más comenzar la guerra, las brigadas se habían presentado donde el dueño de la imprenta. Le acusaron de imprimir pasquines contra la República, le dieron el paseo y nunca más se supo. Acabada la contienda, la muerte que entonces vestía de rojo ahora lo hacía de azul, pero lo mismo daba: persistían los temibles paseos.

—Quién es.

—Policía —respondió la voz de un hombre en la escalera.

Cuando la traductora retiró la cadena y abrió, encontró en el rellano a un tipo vestido de negro; resplandecía el cuero de la chaqueta en la penumbra. Le venía grande, como si la prenda hubiera pertenecido a otra persona, y Elsa imaginó que se la había arrebatado a un cadáver justo antes de enterrarlo.

—¿Elsa Braumann? —dijo el hombre enseñándole una identificación. Jugueteaba un palillo en la boca, de labios finísimos, junto a un lunar grande como un garbanzo—. Policía. Tiene usted que acompañarme.

El miedo la dejó clavada en la puerta.

—Yo… —balbuceó— no he hecho nada.

—Vístase, tiene que venir conmigo.

Elsa Braumann acudió al cuarto que compartía con su hermana. El techo abuhardillado impedía estar de pie en el fondo del dormitorio: apenas cabían sus camas, muy juntas y encasquetadas entre las dos paredes, separadas por una mesita de noche. Si Melita hubiera estado allí la habría mirado con los ojos espantados.

—No será nada —se dijo Elsa por lo bajo buscando en el ropero, pero en el tono de su voz se adivinaba el miedo. Eligió el vestido más sobrio que tenía y se lo entró por la cabeza. Buscó los zapatos de tacón bajo; al ponérselos ni siquiera reparó en las puntas gastadas—. Seguro que no es nada.

Hubo una última mirada a la cama vacía de Melita. No había la más mínima arruga sobre la colcha verde, planchada a conciencia.

Cruzando entre los desconchones y humedades del pasillo, Elsa volvió al recibidor; el policía fumaba un cigarrillo en el rellano. La traductora cogió el abrigo que colgaba tras la puerta.

—¿Tardaremos mucho?

El hombre del lunar en la boca se encogió de hombros.

—Perdone —dijo ella dispuesta a volver dentro—, se me ha olvidado el bolso.

—No le hace falta llevar nada; vamos —replicó seco el policía. Y añadió—: No tenga miedo.

Y, cosa curiosa, esto la atemorizó todavía más.

Al contemplarse de pronto en el espejito del recibidor, Elsa Braumann no reconoció los ojos asustados de aquella mujer alta que pasaba de los treinta. Agachó la cara para eludir su reflejo, como hacía siempre, salió al rellano y cerró tras ella.

La traductora y el policía se marcharon escaleras abajo. Crujieron las maderas en el silencio de la madrugada.

 

*

Hacía ya años que no acostumbraba a salir de noche y le sorprendió lo vacía que estaba la Gran Vía a esas horas; no había un alma, solo el coche de los policías atravesaba la avenida. Ahora la llamaban «de José Antonio», pero Elsa Braumann recordaba que había sido la de Pi y Margall y Conde de Peñalver, la avenida de la CNT, de la Unión Soviética, de México.

En el asiento trasero del Mercedes Benz 150 viajaba Elsa, flanqueada por el policía del lunar en la boca, que fumaba en silencio. Conducía otro hombre, de aspecto tan adusto como el de su compañero, y gordo. Pisaba el pedal sin pudor y a volantazos, ya que nadie se cruzaba en su camino.

—Más despacio, tú —le dijo desde atrás el del lunar.

Como si aprovechara que estas palabras rompían el silencio, Elsa se atrevió a preguntar adónde se dirigían.

—Cerca —respondió el conductor—. No se preocupe.

Viajaban con las ventanillas abiertas, a pesar de que ya estaba entrado octubre. El viento ondulaba la media melena de la traductora; agradeció la brisa en la cara, el fresco prestaba un asidero de realismo a este viaje, que tenía para ella tintes de pesadilla.

En el cine Callao daban El mundo a sus pies, que en el periódico se anunciaba como «un espectáculo chispeante de alegría y belleza»; y, un poco más abajo, en el Palacio de la Música, echaban una de la guapísima Diana Durbin, Reina a los catorce; películas que a la traductora le habría encantado ver si no fuese por la peseta y media que costaba la entrada.

Sobre la fachada del edificio de Telefónica, como una exhalación, se proyectó la sombra del automóvil al pasar. Todavía se advertían, año y medio después, algunos destrozos que había provocado la artillería de Franco durante la guerra; pareciera que si uno metía los dedos en los agujeros de metralla los iba a encontrar calientes.

—Soy traductora de alemán —murmuró, y según lo dijo le pareció una niñería.

Ninguno de los hombres replicó, sus rostros parecían haber perdido la vida de la que habían disfrutado un día.

En estos minutos de incertidumbre Elsa repasó cada pequeña infracción que hubiera cometido, cada detalle minúsculo que pudiera incriminarla en algo que justificara esta visita de madrugada. «Yo no he hecho nada —se decía a sí misma mientras recorría con los ojos el cuero cuarteado del asiento—. Yo no he hecho nada». Parecía que rezara.

Cuando estaban cerca de la plaza de la Cibeles, el conductor aminoró la velocidad e hizo señas con dos ráfagas de luz a los soldados que guardaban la entrada de la Capitanía General de Madrid. Avisados de su llegada, los soldados abrieron la verja de hierro y el automóvil accedió a la zona ajardinada que rodeaba el edificio.

 

*

El hombre gordo se quedó en el coche. Elsa subió los escalones de entrada, escoltada por el policía de la chaqueta de cuero. Los soldados con los que se cruzaron permanecieron como cariátides, mientras custodiaban el edificio. En algo la tranquilizó que no la hubieran conducido a los famosos sótanos de Gobernación, en la Puerta del Sol.

Al acceder al salón de entrada resonaron sobre el mármol sus zapatos de tacón bajo. Acudieron hasta un ujier sentado a una mesa. Nada más verla, como si la estuviera esperando, el ujier tomó el teléfono y llamó a un número interno.

—Acaba de llegar —dijo al aparato. La ropa le olía a naftalina.

Elsa tragó saliva, pero levantó la barbilla y ya no movió un músculo.

El ujier escuchó a su interlocutor durante un instante. Luego, colgó el teléfono y por fin le habló:

—Enseguida vendrán a recibirla. Se puede sentar ahí, si quiere.

Elsa giró la cabeza y observó un banco de madera apoyado contra una pared. Bajo el banco había una trampa para ratones.

El policía del lunar sacó una caja de Ideales y se dedicó a fumar mientras Elsa, procurando disimular el miedo, esperaba con la mirada gacha. Descubrió su reflejo desvaído, mirándola desde el suelo de mármol, y apartó la cara para no encontrarse consigo misma.

Un par de minutos después levantaron todos la vista al sonido de unos pasos.

Acudía a recibirla un militar pequeño de mirada afable, un capitán adornado con un bigotito estilo Chaplin, y con una cortinilla de pelo sobre la calva; llevaba consigo una carpeta de color marrón. No miró al policía, ni le dijo nada: saludó a Elsa al modo marcial, llevándose la mano a la sien.

—Buenas noches. Haga el favor de seguirme.

Elsa emprendió camino salón adelante, en pos del hombrecillo. Ni se despidió del policía ni quiso volver la vista atrás.

El capitán condujo a Elsa Braumann por largos pasillos, atravesando el que en tiempos había sido el Palacio de Buenavista. El edificio estaba vacío a esas horas, fantasmal: durante el trayecto no se cruzaron con nadie. Se hallaba todo, como el resto de Madrid, en un cierto estado de supervivencia: el papel de las paredes estaba sucio y roto, las maderas del suelo desgastadas. Las carestías de la guerra, tan reciente, se hacían notar aquí y allá.

El militar la hizo bajar por unas escaleras hasta acceder a los sótanos, en cuyos pasillos se amontonaban cajas de madera y también sacos; estos contenían la arena que en el transcurso de la guerra había cubierto la Cibeles para protegerla de los bombardeos. Apestaba a humedad, había goteras por todas partes.

Anduvieron un largo pasillo, doblando a la derecha, a la izquierda.

Necesitada de hablar y temblando, Elsa Braumann preguntó en un hilo de voz:

—¿Adónde vamos?

—Aquí al fondo. Ya casi estamos.

Terminaron llegando a una puerta de metal en lo que a Elsa le pareció el rincón más profundo del edificio. El capitán tocó con los nudillos y, sin esperar respuesta, asomó al interior.

—La señorita —anunció.

A través del resquicio Elsa acertó a vislumbrar el cuartucho, iluminado por una bombilla que colgaba del techo. Bajo ella, un militar se hallaba de pie ante un hombre sentado, de espaldas y maniatado, que la traductora no llegó a ver por completo.

 

*

El coronel, alto y espigado, dejó al hombre de la habitación y salió a recoger la carpeta marrón que le entregaba su ayudante, con quien no cruzó palabra para dirigirse a la traductora.

—Dispense la hora.

Tenía los ojos inteligentes de un zorro, de un color entre verde y castaño, y los rasgos elegantes de quien habría podido pasar por inglés; usaba bigotito y recordaba a Errol Flynn. Elsa sintió vergüenza por la gastada botonera de su abrigo y lamentó no haberse decidido a darle la vuelta la semana anterior, cuando se lo hizo al de Melita.

—Coronel Bernal —dijo él presentándose mientras se estrechaban las manos.

—Estoy un poco nerviosa, no sé por qué me han…

—Castrillo —dijo el coronel a su ayudante—, ¿está el barón arriba?

—Sí, mi coronel; reunido con el general y esperándolos.

—Estupendo. ¿Me acompaña, señorita Braumann?

Dejaron atrás al capitán, que pasó al interior del cuartucho, y Elsa y Bernal desanduvieron el camino que la había conducido hasta allí.

—¿Un general? —preguntó ella, y se señaló a sí misma—. ¿Seguro que no se han equivocado de persona?

Bernal sonrió bajo los pómulos delgados, y el adusto gesto del militar adquirió una calidez inesperada.

—Seguro.

Mientras caminaba a buen paso, Bernal iba consultando los documentos que contenía la carpeta marrón. Había quedado a la vista un informe extenso en el que la traductora pudo atisbar fotos que capturaban su día a día: accediendo al sanatorio con su hermana, volviendo a casa después de pasar por la cartilla de racionamiento, entrando en una librería… Se agitó la respiración de Elsa Braumann. Había anotaciones a lápiz en los encabezados, tachando y subrayando párrafos enteros, o anotando ciertos detalles en los márgenes.

—Traductora de alemán —dijo el coronel sin levantar la vista de los papeles.

—Traductora, sí. Mi padre era alemán y mi madre española; hasta los seis años me crie en…

La sonrisa de él la hizo detenerse. Elsa se puso colorada y, con un gesto hacia la carpeta, añadió:

—Usted ya sabe todo eso, ¿verdad?

Bernal la hizo pasar delante para volver a subir las escaleras que antes había bajado ella con el capitán: recorrieron la planta baja del palacio hasta que encontraron unas escaleras de mármol, por las que el coronel Bernal la hizo subir.

—Según se me ha informado —dijo tras ella—, ahora está usted trabajando en la traducción de una recopilación de relatos de un autor alemán… —Consultó los documentos y leyó—: Karl May.

Elsa asintió escuchando a su espalda, peldaño tras peldaño, los pasos del militar. Tenía las palmas de las manos sudorosas.

—Relatos del salvaje oeste americano —respondió ella—. Al führer le gusta mucho Karl May. Pero no, la traducción de los relatos de May la he terminado ya. Ahora he comenzado a trabajar en una cosa curiosa: un cuento inédito de los hermanos Grimm que ha encontrado la editorial; un manuscrito, nada menos: El lobo y el pastor.

El coronel Bernal advirtió que, hablando de este tema, se encendía la voz de la señorita.

—¿Un cuento de los hermanos Grimm que nunca fue publicado? —Bernal se detuvo ante una puerta enorme, de labrada caoba, y llamó con los nudillos—. Disculpe. Es aquí.

Al otro lado se escuchaban las voces de unos hombres. Elsa y Bernal quedaron allí, aguardando.

—¿Fuma?

Cuando Elsa parpadeó para encarar al coronel lo encontró ofreciéndole los cigarrillos de su pitillera.

—Son italianos. Muy suaves.

—No suelo —respondió Elsa—, pero se lo voy a aceptar.

Tomó uno. Bernal sacó un mechero y le dio lumbre.

—No conozco al tal Karl May —dijo—. A mí me encanta Emilio Salgari.

Nada respondió Elsa Braumann; ensimismada en sus temores recorría la cara delgada de Bernal, que ahora se iluminaba ante la llamita del encendedor.

Bernal tomó otro de los cigarrillos y se colocó la embocadura dorada entre los labios.

—Me gusta mucho Salgari.

De improviso se abrió la puerta y a Elsa le dio un brinco el corazón.

Asomó un caballero de aspecto atildado, sosteniendo una pipa. Vestía un elegante frac que desentonaba con aquel ambiente funcionarial, como si a media noche lo hubieran sacado de una fiesta en el Casino.

No saludó a Bernal, pero analizó a Elsa con la mirada, de arriba abajo.

—Entre —dijo.

Y el coronel le indicó a Elsa que pasara primero.

 

*

El coronel y la traductora se vieron rodeados por un bosque de documentos, amontonados en columnas y atados con tiras de cuero; cientos, miles de expedientes.

Tras la mesa del despacho, de estilo fernandino y engramada con pan de oro, presidía la pared un retrato del caudillo. Allí los recibió un militar de barba canosa y bigote de punta engominada, de aspecto severo. Nada más pasar, Bernal se puso firme.

—Descanse —dijo el general, y añadió haciéndole un gesto a Elsa—: Pase, pase.

Ella se acercó hasta la mesa. Bernal le entregó el informe al militar.

Eran altos los techos del despacho; allá arriba figuraban, representados al óleo, un grupo de ángeles que parecían asomarse al mundo, observándolo desde las nubes.

El general se dirigió a Elsa sin darle la mano, marcial y expeditivo, igual que si este fuera uno de los muchos asuntos perentorios que debía atender esa noche.

—Disculpe que la hayamos sacado de casa a estas horas, pero la cosa merece toda nuestra discreción. ¿Le han explicado por qué la he hecho llamar? —El general no la dejó responder y, mientras consultaba el informe que glosaba vida y obras de la traductora, preguntó—: Su hermana…, ¿está mejor?

Estremecida porque aquellos hombres conocieran hasta este detalle, Elsa dijo que sí.

La escrutaron los ojos del viejo, mecidos por dos grandes bolsas.

—¿Tiene frío? Yo soy de natural fogoso, pero entiendo que no todo el mundo tiene carbones en la sangre, como es mi caso. Bernal, ordene que enciendan la chimenea.

—No, por favor —dijo ella deteniendo con un gesto a Bernal, que ya se ponía en marcha—. No tengo frío.

Apareció una sonrisa en su rostro y, sin ambages, reconoció:

—Estoy aterrada, solamente.

Parecieron dulcificarse los ojos del viejo.

—Pero bueno, ¡si aquí no nos comemos a nadie! Venga, señorita, haga el favor.

El general la condujo hasta el centro de la estancia, donde, sobre una mesa, se amontonaban papeles, carpetas y mapas.

—Diga, ¿quiere hacernos el favor de traducir esto? —preguntó el viejo señalando una hoja.

El del frac tomó acomodo ante ella, en un sillón de orejas, y se dedicó a observarla en silencio. Elsa Braumann tuvo la impresión de estar participando en un teatrillo que se ofrecía para divertimento del misterioso caballero.

—¿Que lo traduzca? ¿Ahora?

—Ahora, por favor.

Ante la atenta mirada de los tres hombres, Elsa tomó asiento y enfrentó el texto.

Un párrafo, pensó. Cincuenta y nueve palabras. Alemán. Bien escrito. Hermoso.

El general le ofreció una estilográfica, que ella tomó con cierta reserva.

Comenzó la traducción. Una frase. Otra. Se le vinieron a la mente las lecciones de su padre. Avanzaba en el texto poco a poco, a su modo lento pero seguro: poniendo marcas aquí y allí, a lo largo del párrafo; llamadas, signos que le valían para recordar este o aquel detalle, señales que indicaban estructuras, palabras que le provocaban alguna duda y a las que regresaría luego, para confirmar o no la primera intuición.

Procuró no levantar la mirada hacia el caballero que, sentado y fumando de su pipa, la escrutaba como el entomólogo que observa a un insecto, y que de pronto dijo:

—En términos generales no creo en la traducción.

 

*

Elsa levantó la vista del papel.

—¿Perdón?

—Pienso que un texto se puede convertir a otro idioma, sí, pero no son la misma obra, sino un sucedáneo que, además, siempre es de una calidad menor respecto del original.

Luis Álvarez de Estrada y Despujol, barón de las Torres, se puso en pie para vaciar la pipa sobre un cenicero que rebosaba en la mesa.

—Por eso no leo a los orientales; a Rabindranath Tagore, por ejemplo. —Añadió—: Desconfío de la calidad de la traducción que vaya a encontrarme.

Elsa tuvo la impresión de que el caballero aguardaba su conformidad.

—El trabajo de un poeta —replicó ella.

—¿Qué?

—Es una cosa que aprendí de mi padre. La gente cree que para ser fiel a un texto hay que traducirlo literalmente, pero no es así. El trabajo del traductor tiene mucho que ver con el del poeta.

Al caballero le sorprendió que, mientras la señorita continuaba la traducción, escribiendo y anotando cosas, fuera capaz de ir hablando.

—Las traducciones que más admiro son las de Salinas traduciendo a Proust, Dámaso Alonso a Joyce, Neruda a William Blake. Fue lo primero que me enseñó mi padre de este oficio: la buena traducción no es una copia de la obra original, es otra cosa. El traductor no debería pretender sino transmitir la Verdad del texto.

Levantó la vista hacia el barón y le entregó la hoja.

—Se pierde usted grandes cosas, por no conocer a Tagore.

El texto estaba traducido.

Luis Álvarez de Estrada se sacó las gafas de la chaqueta y leyó con atención el trabajo. Transcurrieron unos segundos que a Elsa le parecieron interminables, mientras los dos militares aguardaban expectantes su dictamen.

El barón la miró.

—Leí su traducción del Hiperión. Hölderlin me parece un pomposo relamido, aparte de que estaba como una cabra; pero su traducción, Elsa… —silabeó las palabras, deteniéndose en ellas como si las degustase—, su traducción al español del Hiperión representa uno de esos raros casos en que lo traducido encuentra el original.

Elsa Braumann tragó saliva.

El caballero enarboló la hoja.

—Compruebo que no ha caído usted en la trampa —dijo.

—Al principio pensé que se refería a la soledad, pero releyéndolo me dio la impresión de que quien lo escribió lo hacía con una cierta intención poética, y me pareció que «Einsamkeit» explicaba mejor el sentimiento.

El general y el coronel se miraron de reojo, sonriendo.

El barón se retiró las gafas y dijo a los militares:

—No encontraremos a nadie mejor que ella.

Después, mientras sacaba unos guantes que iba entrándose circunspecto, se dirigió hacia la puerta sin despedirse.

—Explíquenselo todo —dijo.

Al cerrar tras él, el despacho adquirió un silencio pastoso, tan irreal que Elsa creyó que iba a despertar de pronto en su cama; pero en eso dijo el viejo:

—Soy el general Moscardó, jefe de la Casa Militar de su excelencia el general Franco. Dígame, señorita, ¿tiene usted planes para estas próximas semanas?

—¿Estas semanas…? No sabría decirle. ¿Por…?

—Porque, Dios mediante, su excelencia el general Franco y Adolfo Hitler van a reunirse en secreto y queremos que usted sea parte del equipo de traductores que asistirá al encuentro.

 

2

 

 

 

 

 

El amanecer encontró a Miquel Arnau acostado boca arriba y despierto. Se había pasado la noche saltando de pesadilla en pesadilla, visitado por los muertos de la guerra; eran aquellos sus acostumbrados sueños de tripas y sangre, tan intensos que al abrir los ojos tuvo la impresión de que la ropa le olía a pólvora.

Aspiró la última calada de aquel cigarrillo asqueroso, liado a mano con hebras de tabaco entre astillas y hierba, y se incorporó en la cama.

Ni siquiera la luz naranja que entraba por la ventana regalaba al cuartucho un aura renovada: las ropas sucias amontonadas aquí y allá, los libros, el polvo…, allí todo resultaba miserable. Fuera, ignorantes de las tristezas de aquel agujero, piaban los pájaros.

Miquel Arnau contempló de reojo la cadenita con el Cristo de oro, abandonada sobre la mesa de noche, y respiró largamente. Volvió a arrepentirse de no haberla vendido antes de abandonar Segovia, pero prefirió no seguir lamentándose. Tenía hambre.

Aplastó la colilla contra el suelo de maderas ennegrecidas, se puso en pie para ajustarse los tirantes; el amigo Iñaki estaría a punto de avisarle.

Echó las manos al agua helada de la palangana y se lavó la cara. Arnau resopló y se secó enseguida con el antebrazo. En la imagen que le devolvía el espejo roto encontró a otro que no era él, más flaco y desaliñado. Le llamó la atención la suciedad de su pelo, la barba larga.

Se abotonó la camisa hasta el cuello, amarillo lo que un día fue blanco; y se entró la zamarra de borrego, calentita.

Al abrir la puerta de la cabaña, le llenó los pulmones el aire vasco de la montaña, gélido, tan diferente de otros vientos con los que Miquel Arnau había luchado en su vida; diferente de las cálidas brisas andaluzas, de la tramontana mallorquina o de la viruxe gallega, pura agua hecha viento. De haber tenido otro cigarrillo Arnau habría fumado; quizás fuera este buen momento para dejar el hábito. Allá al fondo permanecía tranquilo el claro; igual que ayer, igual que anteayer y que el otro y el otro; no se movía nada entre la pared de árboles que daba paso al bosque.

El día estaba frío. Amenazaban nieve las nubes que asomaban por el horizonte, algodonosas y altas, de modo que Arnau maldijo su suerte y pensó que esa noche volvería a dormir vestido, tapado hasta el cuello con la bendita zamarra.

—Coño, qué hambre —dijo en voz baja.

Tardó un rato en decidir si esa mañana afianzaría las maderas sueltas del tejado o si cortaría leña; grandes empresas estas a las que se había reducido su vida. Tanto una tarea como la otra le resultaron insufribles.

—¿No era esto lo que querías? —se dijo a sí mismo—. A cortar leña, pues, carajo.

Escuchó el relincho que venía de lejos como en un quejido prolongado, fantasmal, y alzó la mirada en dirección a la choza cercana, levantada en lo alto de la colina. Arnau pensó en el caballo de Iñaki. Lo sintió por la pobre bestia, pero no demasiado: así es la vida, se dijo Arnau; un día naces, un día mueres.

Se dirigía hacia el montón de ramas apiladas cuando sopló el viento y agitó las copas de los árboles; dio la impresión de que temblaba el bosque entero. Y como si las palabras de Arnau le hubieran conjurado, asomó en lo alto de la colina la figura diminuta de Iñaki; traía de la brida al caballo, como mostrándoselo. El animal avanzaba pasito a pasito, con la cabeza gacha, y Miquel Arnau pensó que le recordaba a sí mismo, avejentado y flaco, asomado al momento final de su vida.

—Los cojones —dijo.

Y entró en la cabaña para acercarse a la mesa y aferrar el cuchillo.

—Yo no estoy en el momento final de mi vida.

 

*

Iñaki el Chamarilero acariciaba el lomo de su caballo cuando Miquel Arnau terminaba el ascenso de la loma, cuchillo en mano.

—Gracias por venir, Payés —le dijo el crío.

El muchacho pegaba su cara contra la del animal y le susurraba palabras de despedida. Se le escapó una lágrima y el caballo rebufó, acaso consolando a su amo.

—Lo tengo conmigo desde siempre —añadió—, me vio nacer. Se me rompe el corazón de verlo malito, cabeceando sin poder dar un paso, el pobre. No lo quiero ver sufrir más, Payés. —Y amagando una mueca de dolor, insistió—: No lo quiero ver sufrir más.

Iñaki tendría doce, trece años, apenas le llegaba al pecho al catalán. La guerra le había dejado huérfano y dueño de aquel cenagal, de la choza miserable, del caballo.

El chiquillo le miró con los ojos vidriosos, desde abajo, interponiéndose todavía en su camino hacia la bestia.

—Lo harás rapidito, ¿verdad, Payés?

Arnau asintió.

Iñaki rozó la cara del animal, pero sin corazón para enfrentarlo.

—Adiós —le dijo al caballo en un hilo de voz.

Y se quitó de en medio dándoles la espalda.

Miquel Arnau se detuvo ante la bestia, que olía a como huelen los caballos y sudaba la enfermedad, respirando pesadamente, acabado. Los ojos del animal y los del hombre se cruzaron, decididos los dos. Arnau le dio unas palmadas en el cuello y aprovechó para localizar la carótida. Allí apoyó la hoja del cuchillo.

La brisa fría de la mañana se encontró con el susurro de Iñaki a su caballo.

—Espérame en el cielo, amigo. Espérame y no te olvides de mí.

Una bandada de pájaros se elevó por encima de las copas de los árboles; abajo, en el bosque, hombre, muchacho y bestia se giraron hacia el camino, atraídos por el ruido.

Un automóvil descendía por la vereda. Tocó el claxon de cierta manera característica que Arnau reconoció enseguida.

—No puede ser —dijo entre dientes.

Dejó a Iñaki junto al caballo y se adelantó, nervioso, hasta el borde de la loma, a fin de que pudiera verle el conductor.

Los segundos que el coche tardó en subir hasta la cabaña se le hicieron eternos. El elegante Fiat negro acabó deteniéndose frente a Arnau.

 

*

La puerta del conductor se abrió y de la máquina descendió un caballero trajeado. Diecisiete meses habían pasado desde que Arnau le había visto por última vez. Diecisiete meses, uno detrás de otro, de retiro, de inactividad, de no saber qué estaba ocurriendo en el mundo sino por lo que el chaval le iba contando los domingos, al subir del pueblo. Tras diecisiete meses apartado en la casucha sin ver el jabón, a Arnau le llamó la atención la pulcritud de las ropas, el corte perfecto del bigotito.

Al caballero, por su parte, no le pasó desapercibido el cuchillo.

—¿A quién querías matar, hombre? —preguntó socarrón.

—Nunca se sabe.

Este tono distaba mucho del de aquel diálogo que mantuvieron la última vez que estuvieron juntos. Acaso otro hombre nunca hubiera perdonado la pregunta que le hizo Arnau, pero lo cierto es que allí estaba otra vez Beaufort, ante él, como si nada hubiera pasado entre ellos. Y el Payés le dijo:

—Dime que Franquito ha dimitido, Relojero.

El caballero sonrió.

—Ojalá pudiera, Payés. España no es una monarquía, no. Todavía.

El hombretón no disimuló el enojo, pero el caballero añadió enseguida:

—Tengo noticias. Está a punto de pasar algo.

—Algo como qué.

—Tenemos una misión para ti.

Se le quedó mirando el hombretón y el Relojero sonrió.

—Es verdad que lo dijiste, que se habían acabado las misiones.

—Sí que lo dije.

—Lo entiendo, Payés —añadió el Relojero, con la misma socarronería y señaló abajo, hacia la destartalada cabaña—. Que prefieras pasar el resto de tu vida metido en esa ratonera, viendo cómo transcurren los días sin hacer nada, perdiendo el tiempo, mientras otros luchan por conseguir un mundo mejor.

Arnau rio entre dientes en medio de un gruñido.

Contemplaba su refugio, tabla de salvación que le había permitido huir del mundo, decepcionado, y que, quién lo hubiera dicho, estaba matándole poco a poco. Le pareció escuchar, en la distancia, el eco de los tiros que había disparado hace años.

Podía fingir, pero ya había aceptado la proposición del Relojero. Antes incluso de hablar con él; nada más ver el coche subiendo por el camino sabía que diría que sí a cualquier cosa que le propusiera Beaufort, a cualquier cosa que le permitiera escapar de aquella espantosa agonía.

De modo que no preguntó más, ni quiso saber detalles, accionado de pronto como un viejo mecanismo al que el relojero hubiera dado cuerda. Acudió hasta Iñaki, que le miraba sin entender; del cuello de Arnau colgaba la cadenita con el crucifijo. Llevaba encima todas las posesiones que tenía en el mundo: las botas agujereadas, la camisa amarillenta, la zamarra. Se detuvo frente al joven con el cuchillo en la mano.

—Ya no volveremos a vernos, Iñaki. Te portaste bien conmigo. Gracias por todo.

Después degolló al caballo.

Las piernas del animal flaquearon, desangrándose por aquel caño que le habían abierto en el cuello, cuando Miquel Arnau se deshizo del cuchillo. El chico se abrazó al caballo moribundo; a los dos les caían los lagrimones por la cara.

Arnau y el Relojero entraron en el coche y, mientras el penco terminaba recostándose en el suelo, el Fiat emprendió la marcha camino abajo.

 

3

 

 

 

 

 

Acababa de salir el sol cuando Elsa Braumann dejó atrás el portalón metálico de la Capitanía General de Madrid. La reunión con los militares se había prolongado durante horas, tiempo en el que la traductora fue más o menos enterada de su misión. El encuentro, además, tuvo que ser interrumpido varias veces, pues había asuntos perentorios que de pronto requerían la supervisión del general. La dejaban sola en aquel despacho de techos altos y al cabo de un rato volvían para reanudar la conversación. Se dio respuesta a las preguntas que Elsa hizo, pero nunca con detalles que revelaran lugares ni fechas concretas. En esto el coronel Bernal fue taxativo: «Ya habrá tiempo para que sea informada de estas cosas, señorita».

Al terminar por fin, rehusó que la acercaran hasta su casa en el coche; dijo que prefería volver dando un paseo, y los policías se encogieron de hombros y la dejaron marchar.

Necesitaba caminar, sentir bajo sus pies el asfalto para tener contacto con el mundo; todavía le daba la impresión de que las últimas horas habían sido un sueño.

Recorrió la Gran Vía ensimismada, perdida; GUANTERÍA FELISA RAMÍREZ, decía un cartel sobre una cristalera; MUDANZAS AL EXTRANJERO. Cientos de viandantes recorrían la avenida a esa hora, pero a Elsa le parecieron fantasmas. Aquí y allá, el tintineo de un tranvía, que avanzaba traqueteando, rompía el aire todavía sin hacer. Bajaba la calle un autobús de dos pisos en cuyo lateral se leía un anuncio de Cinzano. La posguerra en Madrid apestaba a gasógeno; no era raro ver un coche con el remolque atrás, donde se combustionaba el carbón y la leña.

Elsa se asomó al escaparate de una cafetería y soñó con el chocolate con churros que no podría pagar. Habría comido con avidez, sedienta de vida.

No fue hasta transcurridos unos segundos cuando consultó el reloj de su madre: era ya la hora de ir a buscar a Amelia. Retrocedió y se dirigió a Peligros, resuelta a callejear hasta acceder a Atocha.

La traductora sentía la necesidad de cantar su recién recuperada libertad y celebrar que no había perdido la vida, que aquel Madrid grisáceo era hermoso. El incierto futuro no existía, todo era presente, presente y libertad. Echó a correr riendo como una niña, viva y libre, viva, viva; y en la calle de Alcalá torció hacia la carrera de San Jerónimo boqueando, sudando el miedo mientras a su alrededor giraba el mundo como cada día, bajo el cartel que rezaba COBO DENTISTA o la tela que sobre una tienda anunciaba GRAN LIQUIDACIÓN DE MUEBLES; y no se detuvo hasta que llegó a la calle Atocha, donde se apoyó en la esquina y, sonriendo, miró al cielo límpido, sin una sola nube. De una ventana llegaba, amortiguado, el sonido de un piano; Elsa tuvo la impresión de que aquella música, como si estuviera dentro de una película, acompañaba su ánimo.

Le ocurría últimamente, en estos raros momentos de felicidad: acudía a su memoria el sabor del vino caliente y azucarado al que su padre las invitaba cuando, de pequeñas, en Alemania, iban a la feria; qué dulce recuerdo, el sabor empalagoso del glühwein, el tacto en el paladar, la sensación de felicidad y de plenitud, tan lejanos ahora.

Qué lejanos, aquellos años; había ocurrido todo en un prólogo que ahora a Elsa le parecía soñado, antes del ascenso de los nazis, de Adolf Hitler. Allá en Köln, su madre se lamentaba leyendo las noticias, escuchando la radio: «Nos va a conducir a la ruina —decía la pobre—. Con lo que pasamos en la guerra del 14…, este loco nos terminará abocando a otra tragedia». Y mientras el padre de las dos niñas se refugiaba en las timbas de cartas, la madre solo encontraba sosiego en sus libros adorados, pues la transportaban a mundos mejores.

Elsa advirtió el sabor amargo en su boca. Su vida en la posguerra, como la de casi todos los españoles, transcurría ahora bajo la presencia constante del hambre. Qué poco valor le dio entonces, en los días felices de su infancia; ningún valor, a aquel vino con azúcar; imposible imaginar que, tan nimio, tan banal, un día se convertiría en la representación misma de lo inalcanzable.

La asaltaba cada frase de la información que le habían transmitido. «Disponemos de gente, claro —había dicho el general—, pero… la guerra, señorita, los bandos tan irreconciliables… —Buscaba las palabras y terminó encontrando las justas—: Resulta difícil encontrar gente de fiar». «Usted —añadió Bernal— acude al encuentro de Hitler solo para traducir al alemán el documento que el caudillo quiere hacerle llegar al führer después de la reunión. De modo que esté tranquila. —La voz del coronel sonó amigable—: Serán solo unos días fuera de Madrid, como si estuviera de vacaciones». Elsa, claro es, no podría compartir con nadie ningún detalle, por más que le preguntaran; mucho le habían insistido los dos militares acerca del carácter secreto del asunto. «Téngalo en cuenta, señorita: difundirlo será considerado como alta traición y castigado con pena de muerte».

Elsa Braumann pensó en Amelia, sola en el hospital, aguardando su llegada, y le entraron unas ganas terribles de orinar. Se subió el cuello del abrigo y mientras agachaba la cara echó de nuevo a andar; el día se había levantado frío. Acababa de llegar el otoño.

 

*

Del otrora imponente Hospital General San Carlos, en Atocha, apenas quedaba una estructura, superviviente de los bombardeos de Franco. Solo una ínfima parte se dedicaba ahora a la consulta de pacientes, un largo pasillo en el sótano; y si Elsa había encontrado allí acomodo para su hermana fue por la amistad que las unía con don Ricardo, el pediatra.

Elsa Braumann se abrió paso entre la cola de hombres. Allí se arracimaba cada mañana un ejército, antiguos soldados del frente franquista a los que les faltaba una pierna, un brazo, un ojo, y que acudían para pedir certificaciones que les permitieran cobrar la paga de mutilado. Cada mañana, sin embargo, una monja salía a la puerta para informarlos de que allí no se dispensaban tales papeles, y la muchedumbre de muertos vivientes, abatida, iba abandonando la cola.

Elsa accedió a un sótano; en aquel largo pasillo se disponían las consultas, algunas habitaciones. Faltaba material, apenas se contaba con nada; escaseaban los profesionales, muchos habían muerto en combate: los que de común atendían partos remediaban fracturas de huesos o quemaduras.

En medio del pasillo, sentada en una silla junto a la habitación que acababa de abandonar, la esperaba Melita, tapada con una manta raída que le cubría los hombros.

—Perdona que haya tardado —le dijo Elsa—, me ha surgido una cosa. —Se dieron un beso. Encontró fría la mejilla de su hermana.

Los ojos de Melita le respondieron apagados, tristes.

—Don Ricardo quería hablar contigo.

—¿Está por aquí?

De una puerta cercana salió justamente el médico, acompañando a un crío y su madre, y llamó a una monja que pasaba.

—Hermana, hay que ingresar a este pequeño caballero, haga el favor de buscarle una cama.

—En el Niño Jesús a lo mejor, doctor. Aquí imposible, no hay sitio.

De la madre y el chiquillo se despidió el médico con una sonrisa y los dejó en manos de la religiosa. Al ver a Elsa le hizo un gesto para que se acercara; entró en la consulta para preparar unos papeles y dejó abierto.

—Permiso, doctor —dijo la traductora desde la puerta.

—Pase, Elsa; me alegro de verla. Nos encontramos más aquí que en las escaleras de casa.

Había adelgazado don Ricardo, el pediatra que vivía en el primero. Cosa normal, después de los años de guerra, del hambre que habían pasado en los últimos meses: la carestía y las miserias habían hecho mella en todos. El caballero seguía siendo grandón, sin embargo, y, al hablar, su voz grave retumbó en la consulta.

—La anemia persiste —dijo firmando el parte de alta—; no es de extrañar, con esta alimentación que tenemos. Pero su hermana está bien, Elsa, con toda su debilidad —añadió para tranquilizarla—; esto que le ha pasado a Melita ocurre a menudo; y más en esta sociedad nuestra, que carece de casi todo.

—Me da miedo que salga tan pronto, doctor.

—Nada, nada, hay casos peores.

El médico la miró desde las alturas con aquella mirada amable suya con que trataba a sus pacientes, los niños.

—El dolor que tiene que superar su hermana…, con todo lo bueno y lo malo que supone eso… —se tocó la sien con el dedo—, está aquí. Lo he visto antes, en casos como este, esa tristeza se le agarra a uno dentro.

—Yo —dijo Elsa— intentaré ayudarla tanto como pueda.

Don Ricardo le entregó el alta a la traductora.

—El mundo se ha convertido en un sitio espantoso habitado por monstruos; pero usted es una buena persona, Elsa. Amelia está en las mejores manos.

 

*

Alegre,

lo pregona el mundo entero.

Alegre,

es el famoso joyero.

 

De alguna parte llegaba, lejano, el soniquete del anuncio de la joyería Alegre, en una radio.

 

Alegre,

que paga más en Madrid.

Vende a Alegre tus alhajas

y doblarás tu dinero

igual que me pasó a mí.

 

Olía a sudor fermentado en aquel pasillo de servicio del hospital, reconvertido en improvisado ambulatorio. Ella misma olía mal: le apestaban las axilas; olía a días sin lavarse ni peinarse; olía a enferma. A su alrededor daba todo la sensación de estar avejentado, las paredes, la gente misma. Allí hasta los niños eran viejos. Mientras aguardaba a que su hermana saliera del despacho del pediatra, a Amelia Braumann le dio la impresión de que sus manos eran más viejas que ella.

Antes de la guerra se pasaba el día frotándolas con crema de lanolina; ahora, con la escasez debía contentarse con agua de cocer patatas. En compañía de Valentino las cubría con unos guantes calados; al Valentino le enardecía verla agarrar con ellos el volante; «Dios, pareces Claudete Cólber». «Enséñame a conducir, Valentino», le había dicho Melita un día, y él replicó: «Conducir es cosa de hombres». Ella lo cubrió de besos; y de caricias, con aquellas mismas manos. «Enséñame a conducir, Valentino, no seas antiguo». Se amaban a solas en el coche, entre la maleza, durante horas, y después él la dejaba conducir por los caminos perdidos de la sierra, donde eran libres; el viento en la cara, el sol en el antebrazo. Eran modernos, les sobraba juventud. Se amaban cada día, a escondidas; los besos estaban cargados de electricidad. «Tú y yo, nena, podemos poner en marcha este coche sin gasolina».

Amelia Braumann se miró las manos sentada en aquella silla desportillada, rodeada de baldosas sucias, de azulejos resquebrajados. Cuánto quería estar allá lejos de nuevo, en la sierra, conduciendo el coche de Valentino y pisando el pedal. «Tú y yo, nena. Tú y yo».

Salió Elsa del despacho y se detuvo ante su hermana.

—¿Has oído? Dice el doctor que conmigo en casa estarás mejor que aquí.

Melita la miró desde la silla, más frágil que nunca. Se adelantó y, apuntando una sonrisa, apretó su mejilla contra el vientre de su hermana.

Conmovida por este gesto, Elsa se arrodilló para encararla. Estaba pálida.

—Cómo me miras —se lamentó Melita—. ¿Estoy horrible?

Cualquiera diría que eran hermanas; tan delgadita ella y tan mujerona Elsa. Había, sin embargo, más cosas en las que diferían: si la naturaleza quiso esmerarse en las facciones de la hermana pequeña, en la traductora, en cambio, parecía haber hecho un trabajo apresurado, esculpiendo el rostro sin esmero, como si tuviera otras cosas que hacer. Si las líneas de la cara de Melita habían sido dibujadas con tiralíneas, las de Elsa pasaban por trazos anodinos; sin ser feos, tampoco levantaban piropos.

—Tan guapa como siempre, tonta —respondió la traductora borrándole con un dedo esa lágrima que, como si hubiera roto una barrera largamente contenida, caía rostro abajo.

Elsa Braumann cerró los ojos para deleitarse en el tacto, en el familiar olor de su hermana. Besó las manos de Melita, que envolvían la suya, y, sin querer, su mirada fue aparar adonde no debía: el vientre de Amelia, parecía mentira, estaba abultado todavía.

 

*

Tardaron un mundo en desandar aquel trayecto que en circunstancias normales les habría llevado veinte minutos. Amelia caminaba despacito, insegura. La llevaba su hermana cogida del brazo. A su alrededor eran muchos los solares que acumulaban escombros, y las señoras, a falta de parques, se sentaban en ellos a calcetar al sol, mientras los críos, como si estuviesen en la playa, levantaban castillos con tierra y viejas latas oxidadas. Un matrimonio jugaba a las cartas.

Las hermanas Braumann evitaron el paso de un burro que tiraba de un carro lleno de toneles y elevaron los ojos en la plaza de Canalejas, bajo el cartel enorme que rezaba USAD JABÓN FLORES DEL CAMPO.

—Tienes ojeras —le dijo Amelia—. Has dormido mal por mi culpa.

—He dormido poco, sí —respondió Elsa sin querer contarle la verdad de lo sucedido en la Capitanía; y por no abundar en la mentira se encogió de hombros—. Ahora cuando te deje en casa tengo que ir al banco a pedir que nos retrasen unos recibos y a comprar amoniaco.

—Si quieres voy yo —dijo la hermana menor con la boca pequeña.

Odiaba aquellos asuntos prácticos, cotidianos, que llevaban tanto tiempo cada día y que requerían un esfuerzo mental constante. A Elsa se le daban mejor aquellas cosas: pagar a la odiosa vieja, controlar la medicación que tenía que tomar su padre o distribuir los ahorros en el menú de la semana; ir al médico a por medicinas, a la tienda a comprar las telas.

—No —repuso Elsa—. Ya voy yo.

Cruzando frente a la puerta del Banco Hispano Americano, Amelia se lamentaba.

—No hago sino darte trabajo.

—Qué tontería. Eso es hasta que te pongas buena.

—Será, pero no te dejo vivir tranquila.

No hizo mucho Elsa por replicar este argumento, y Melita advirtió que aunque su hermana la disculpara de boquilla, en el fondo debía sentirse cansada de tanto cuidado.

—La que te ha caído, maja; primero con papá y ahora conmigo.

Compartieron sin saberlo el mismo recuerdo: la imagen, desvaída como una fotografía vieja, de tanto manosearla en la cabeza, donde aparecía su padre delgadísimo, cercana ya la hora de su muerte. Parecía mentira el nivel de degradación que puede soportar el cuerpo humano; hasta dónde pudo menguar un hombre como aquel, grande como un castillo, y convertirse en un esqueleto. Las dos creyeron escuchar entonces, tan claro como si hubiera ocurrido ayer, la respiración ahogada de su padre.

Si volver se les hizo pesado, todavía fue más duro subir los cuatro pisos de escalera. Como Melita jadeaba apoyada en la pared, Elsa señaló la puerta vecina y le hizo un gesto de que no hiciera ruido. Desde el interior les llegaba, en sordina, la voz engolada de un locutor en la radio:

 

… Será acogido con los altos honores que se deben a uno de los mejores colaboradores del führer y uno de los prohombres más importantes del Tercer Reich. Su viaje se realiza, a las dos semanas de haber sido felicitado por Hitler personalmente, con ocasión de su cuarenta cumpleaños.

 

Fue justamente esa puerta la que se abrió cuando Elsa introdujo el llavín para entrar en su casa. Asomó la vecina, embutida en aquella bata cuyas flores estampadas habían perdido el color, como ella.

—Señoritas, ya me deben dos meses de alquiler.

Amelia agachó la cara.

—Sí, doña Lola —dijo Elsa a la vieja—. Luego hablamos, si no le importa; estoy cansada y mi hermana acaba de volver del hospital. —Hizo pasar a Melita—. Deme un par de días; la editorial me debe una traducción. Un par de días.

—Si no me paga la semana que viene tendrán ustedes que dejar el piso. Esto no es un Hogar del Auxilio Social.

Como si estuviera empujando una losa pesada, inamovible, Elsa cerró la puerta.

A solas por fin, allí mismo se quedaron las dos hermanas, detenidas en el recibidor mientras se alejaban las pisadas de la bruja y volvían a meterse en su casa.

Desde su jaula en la salita las miraba el loro, junto a la ventana. Estaba flaco, y mustio; no hacía más que perder plumas desde el día del Alzamiento Nacional: Melita decía que era un loro republicano.

Elsa Braumann recordó en la que estaba a punto de meterse: la misión que el general le había encomendado, las palabras del coronel Bernal. Por encima de eso, sin embargo, sobresalía una necesidad: solucionar la anemia de su hermana. Se preguntó dónde conseguir algo de alimento para Amelia, descartado Valentino; carne, legumbres, huevos. Todo lo que, precisamente, era más difícil de conseguir. Tiritaban de frío y de nervios.

Melita, por su parte, menos racional, todo temperamento, había comenzado a elaborar el plan que pusiera remedio a su inquietud, a pesar de que esto implicara volver a ver a la persona que menos le convenía. Nada más pensar en Valentino, palideció.

 

*

Al poco de irse la luz de la tarde, Melita Braumann se enfundó el abrigo y se cubrió la cabeza con un pañuelo, el más oscuro que encontró. Estaba tan débil que le temblaban las manos haciendo el nudo.

Al asomar al interior del dormitorio que compartía con Elsa la encontró dormida.