2,99 €
Julia 1032 Ninguna mujer podía resistirse a un padre soltero con un niño en brazos. Al menos eso era lo que el periodista Nick Hansen quería probar en un artículo sobre la relación entre hombres y mujeres. Para llevar a cabo la investigación, el periodista pidió prestado a su sobrino de dos años, y se convirtió en padre repentinamente. Pero Nick no esperaba conocer a nadie como Shanon McEvoy. Desde el momento en que ella rescató a aquel niño que se había escapado, saltaron chispas de atracción entre Nick y aquella pelirroja. El problema fue que Nick se enamoró del objeto de su estudio, pero Shanon, después de descubrir todas sus tretas, ya no podía confiar en que sus sentimientos fueran verdaderos...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 195
Veröffentlichungsjahr: 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Leslie Davis Guccione
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La trampa, Julia 1032 - septiembre 2023
Título original: Borrowed baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411801393
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Si te ha gustado este libro…
Recordad, hombres, ella quizás os diga que lo que quiere es rosas y luz de velas, pero lo que en verdad le interesa es el mando a distancia del televisor.
Cuando tecleó la última oración de su artículo, Nicholas Hansen volvió a sentir la satisfacción del trabajo terminado.
…Renuncien a él por su propio interés.
Era un buen final.
—El premio a la autodisciplina —musitó mientras pasaba el corrector ortográfico al documento. Después de grabarlo y dar la orden de impresión, estiró las piernas y miró por la ventana a tiempo de ver un barco remolcador moviendo una lancha de carbón en el último trecho del río Allegheny. El sol de la tarde brillaba en el cielo espectacular de Pittsburgh.
El río Allegheny y el Monongahela se juntaban para formar el río Ohio, que pasaba por el Estadio de Tres Ríos, el Parque Roberto Clemente y las fuentes del Point. El paisaje de la ciudad llenaba el terreno escarpado formado por acantilados y riscos que bajaban hasta el agua.
Nick se pasó la mano por su pelo color trigo y tensó los músculos. Se había ganado aquellas vistas. Daba igual que incluyese las oficinas de la editorial del Pittsburg Register y de La Revistade los Tres Ríos.
Su editor, Dan Miller, estaba en el periódico, esperando impacientemente la prometida copia de aquella tarde. Cada vez le costaba más mantener la frescura en su columna. Hacía quince minutos, Nick le había asegurado a Charlie Hutchinson, de la Revista que escribiría algo para ellos también. Bien, postergaría el encargo hasta el último momento.
Nick levantó la taza de café a modo de brindis. Había estado en el río al amanecer, remando hasta que el viento y el tráfico comercial habían producido corriente, hasta alrededor de la hora en que estarían repartiendo su columna semanal del Register en todas las puertas y porches de las casas de Pittsburgh, desde Point Breeze hasta Polish Hill.
Su trabajo rutinario de las mañanas le aclaraba la cabeza y le servía para limpiar las válvulas mentales y el funcionamiento de las cañerías. Hacía diez años que se había graduado en la Universidad de Pittsburg, pero aún le parecía oír las palabras del entrenador del equipo de remo de la universidad cada vez que movía los remos.
Mientras sonaba la impresora miró la permanente pila de correo en su escritorio, casi toda dirigida a Jake O'Donnell.
Brindó por el viejo Jake, defensor del tabaco y del whisky.
—Por ti, Jake. Que Dios bendiga tu alma sardónica.
Nick Hansen había sido la voz anónima que había estado detrás de la columna del periódico titulada Jake O'Donnell, ya que lo preguntas, desde que el temerario conductor y recio bebedor de sesenta y ocho años había muerto hacía cuatro años.
Nick lo había reemplazado. A los treinta y un años, la visión dinámica y fresca de la guerra de sexos de Nick Hansen había dado popularidad a la columna local. Pero en ella seguía figurando el nombre de Jake O'Donnell y su foto la encabezaba.
Había sido idea de Nick trasladar la columna desde la Sección de Deportes a las páginas de Hogar, que tendía a concentrarse en temas domésticos, reseñas de libros y arte.
—Nick Hansen… Tiene el mismo aura de sensatez que Jake O'Donnell y tu foto sería más agradable a la vista que la cara de bulldog de Jake. La cantidad de correo de fans que generas es un indicador seguro de que podemos hacer el cambio sin repercusiones —le decía siempre Dan.
Pero las repercusiones las tendría en su vida personal, no en el escritorio de su despacho.
—Hay una cierta cantidad de correo que yo no catalogaría como correo de fans —contestaba siempre Nick.
Él no estaba de acuerdo con Dan. El nombre de Jake O'Donnell y su foto encabezando el artículo le daba un anonimato que deseaba tener, y le era indispensable.
El teléfono sonó y lo sobresaltó.
Recibió el saludo de su hermana con un bostezo y una disculpa:
—Lo siento, Kate. He tenido un día muy duro, y todavía no ha terminado —bebió el café.
—Apuesto a que estás bebiendo café frío con el estómago vacío —contestó Kate Hansen Goulding—. Escucha, hermanito, estoy segura de que no soy la única que opina que para hacer un buen artículo no es necesario levantarse de madrugada y llenarte de adrenalina y cafeína.
—¿No tienes que hacer las maletas?
—He terminado. Te llamo para recordarte que vengas pronto esta noche, para que puedas pasar un rato con Nicholas antes de que se vaya a la cama. Sabes lo terrible que es a la hora del baño. Quiero estar segura de que te arreglas bien con él. Danos a Paul y a mí una cosa menos de qué preocuparnos mientras estamos en la cabaña. ¿Vas a venir a tiempo?
—Absolutamente. Necesito tiempo para trabajar su sobrenombre.
—Nick, sé que te gusta llamarlo Kip, pero ya va a tener suficiente confusión esta semana como para sumarle la del nombre.
—Dos Nicholas es suficiente confusión —cambió de tema—. ¿Oyes el ruido de la impresora? Se están imprimiendo los artículos correspondientes a las próximas tres semanas en este momento. En cuanto mande un fax, no tendré otra cosa que hacer en mi agenda que ocuparme de mi sobrino y mi brillante estudio sociológico.
—Admiro tu valentía —respondió Kate—. Ya hay bastantes mujeres sueltas por las calles de Pittsburg que querrían colgarte.
—Prueba de que leen cada una de las palabras de las que se quejan. Además, mi proyecto no es más que observación y comentarios acerca del comportamiento femenino.
Kate se rió.
—Llámalo como quieras. Vas a usar a mi hijo de dos años para ligar y luego vas a escribir los escabrosos detalles de la experiencia en La Revista de los Tres Ríos. Ten cuidado, Nick.
Nick se rió.
—No te preocupes por nosotros. He sido parte de la vida de Kip desde sus primeros días. Me has aleccionado en cada uno de los puntos que suponían una relación de paternidad y me has dejado practicar la mayoría de ellos. Nos arreglaremos perfectamente. Además, High Pines está a menos de una hora de coche. Si me va mal, os llevaré a Kip yo mismo y admitiré la derrota.
—No son tus habilidades paternales lo que me preocupa. Paul y yo no queremos venir en coche desde High Pines a pagar tu fianza o reemplazar tu cuero cabelludo cuando la población femenina de Pittsburg descubra que estás intentando probar que es más fácil ligar si eres un padre soltero. Semejante plan sólo puede haber sido ideado entre el humo del cigarro y las cervezas de la trastienda de un bar de Carson Street.
—Por favor. He sacado la idea original de una periodista amiga, una mujer, por si no lo sabes. Es un estudio sociológico que Charlie Hutchinson me ha pedido encarecidamente que haga.
El pasado otoño, durante una partida en la bolera, el editor de La Revista de los Tres Ríos le había pedido con insistencia que apareciera en la lista de los solteros más preciados de Pittsburg, y Nick se había negado un año más.
De ninguna manera iba a permitir que salieran su nombre y su cara relacionados con la columna de Jake O'Donnell. Para aplacar a Charlie había sugerido la idea de escribir en su revista el artículo sobre las mujeres y los padres solteros con su verdadero nombre. Cualquier cosa con tal de que el director de la revista dejase de insistir en que saliera en la lista de solteros. Dan había estado con ellos, y, mientras bebían una ronda o dos de cerveza en un bar de East Carson Street, el editor del Register incluso le había asegurado a Hutchinson que el periódico prestaría a Nick, ya que era el periodista perfecto para la observación del comportamiento femenino.
No era un trabajo fácil. Se tenía que ir a la casa de su hermana y tenía que pedirle prestado a su pequeño y transformarse para poder estudiar intensamente el asunto durante una semana. Para simplificar la cuestión dejaría de ser el querido tío Nicholas Hansen. Se transformaría en Nicholas Goulding, el padre soltero del pequeño Nicholas Goulding. Nick y Kip saldrían al encuentro de mujeres que lo admirarían: le gustaba la idea. Aquel trabajo le resultaría menos agobiante que el de escribir las columnas de las que era esclavo.
¡Dios! Aquel trabajo sería divertido.
Recogió el trabajo de la impresora.
—Tengo que darme prisa, Kate. Estas columnas tienen que pasar las pruebas y necesito el teléfono para enviar un fax a la oficina. Dile a Kip que estaré allí a las seis.
—Nick, no te olvidarás de que no tienes que perderlo de vista, ¿verdad? Mientras no estemos Paul y yo, no puedes concentrarte en la pantalla del ordenador durante horas. Tienes que dejar de escribir, de enviar faxes…
Nick notó la duda en la voz de su hermana.
—Lápiz y diario hasta que esté dormido, como te he prometido. Ordenador después de que se haya ido a la cama. Tengo que trabajar, Kate. Me han pedido un artículo sobre esta historia, y tengo que escribirlo.
—Has tenido todo el invierno.
—¡Sabes lo mucho que trabajo! —hizo una pausa—. ¿Dudas de mis habilidades de padre?
Ella suspiró:
—Si no creyera que eres capaz de cuidar a Kip, no haría esto.
—Sabes que quiero a ese pequeño como si fuera mi hijo. Ropa limpia, una dieta adecuada, un horario estricto, muchas horas de sueño… —contestó Nick.
—Sí.
—Tranquila, Kate, esta noche volveremos a recordarlo todo en detalle. En Thurston Court a las seis. Puedes aleccionarme con más detalle cuando vaya a tu casa.
Después de colgar revisó el artículo y lo envió por fax al Register.
—Hecho —dijo, mientras quitaba la taza de café de la alfombrilla del ratón y la camiseta de encima de la pila de diplomas, artículos premiados y premios de remo de la ciudad de Pittsburg. Un día de aquellos los colgaría en aquellas paredes desnudas. Lo siguiente que tenía que hacer era lavar.
Necesitaba ropa limpia para una semana y tenía que coser algunos botones. Quitó otra camiseta de una estantería donde había un trofeo de remo. Pero aun así no pudo arreglar el desorden de su casa, una combinación de loft y despacho en la tercera planta del edificio.
Nick bostezó mientras cargaba la lavadora. Kate tenía razón. Le encantaba empezar el día remando. Durante los años de universidad había tenido la energía suficiente para hacerlo sin estimulantes, pero ahora, a sus treinta y un años, necesitaba ayudarse con café en ayunas.
Seguramente una cena en casa de su hermana sería una cura.
Mientras tanto sacó del frigorífico las cajas blancas de letras chinas que le resultaban tan familiares y calentó en el microondas los restos de la comida china que había pedido la noche anterior. Con aquello aguantaría hasta llegar a Thurston Court.
Una vez terminado el trabajo, se relajó y sintió el cansancio en la espalda. Mientras la lavadora daba vueltas, se sentó en el salón con un plato de arroz frito, una cerveza fría y una pila de correo.
Había algunos barcos en el río, alrededor del puerto deportivo, más allá de las casas de la ciudad. Era una tarde perfecta del mes de junio. Nick puso los pies en la barandilla del balcón. Los Piratas estaban en la ciudad, y habían programado fuegos artificiales en el estadio. Tal vez pudiera levantar a Kip de la cama para que los viera. Pittsburg se enorgullecía de sus fuegos artificiales.
Nick bebió la cerveza y sonrió. Era una frase que había usado más de una vez en sus columnas para referirse a la naturaleza explosiva de muchos de sus artículos.
Shannon McEvoy se arrodilló en el camino de piedra y extendió un trozo de papel de periódico arrugado que necesitaba para echar la tierra que quitaba antes de trasplantar los geranios.
Jake O'Donnell: ya que lo preguntas ponía. Ella se dijo que no le había preguntado nada, mientras echaba una ojeada a la columna de hacía un mes.
Hablaba de las relaciones entre los hombres, de su camaradería, de los efusivas muestras de afecto entre algunos. Y terminaba diciendo:
Prefiero dejar los cariñosos abrazos para el género menos cargado de testosterona, para alguien que no empiece el día afeitándose la mejilla.
Shannon negó con la cabeza y echó tierra encima del artículo. Compartía la sección de Hogar del Register, junto a una foto de un jardín, recetas de espinacas frescas para la primavera y direcciones para cubrir de mármol las paredes de los baños. Poniendo el artículo en aquella sección, el autor se aseguraba la indignación femenina y, con ello, se procuraba publicidad. Mentalmente Shannon había contestado con rabia a más de un artículo. Pero nunca había escrito al periódico. No pensaba enviar su dirección a Jake O'Donnell. Y las cartas anónimas le parecían una cobardía.
Además, con su mudanza al chalet, su juguetería Time Out en Walnut Street, y su trabajo de voluntaria en el Hospital de Niños, apenas tenía tiempo de leer el periódico, y mucho menos de escribirles una carta. Todavía le quedaban muchas cajas por abrir y ordenar, pero empezaba a sentirse en casa en Thurston Court, a pesar de que sólo llevase cuarenta y ocho horas allí.
Había pasado la mañana en la tienda. La había abierto para que le hicieran una foto en La Revista de los Tres Ríos. Hacía un mes la periodista Karen Holland le había propuesto hacerle una entrevista como representante de las empresarias solteras. Era irónico que el artículo la tienda y su dueña fuera a aparecer en el espacio de Los solteros más codiciados de Pittsburg, cuando su tienda vendía, sobre todo, juguetes a jóvenes madres. No obstante, era publicidad para su negocio, y realmente la necesitaba.
También le hacía falta aire puro en los pulmones, y la nueva casa se lo proporcionaría. Los hermanos McEvoy estarían de acuerdo en que promocionara su tienda, pensó afectuosamente mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano. Evan, el más joven de sus tres hermanastros, todos mayores que ella, sería su primer invitado. Lo había invitado a cenar, con la condición de que llevara él la cena.
Agrupó cuidadosamente los geranios por colores encima del periódico y los admiró. En algunas semanas estarían hermosos. Se quitó los guantes de jardinería y pensó en qué otras plantas podrían adornar el jardín.
El calor del día iba en aumento y Shannon tiró de la cinta de su pelo enmarañado. Dio un paso atrás para calcular dónde poner los geranios. Luego se empezó a atar el pelo nuevamente en lo alto de la cabeza. Mientras lo hacía algo aterrizó contra la parte de atrás de sus rodillas. Shannon se tambaleó y casi se cayó al querer darse la vuelta. Un niño con un peto color arcilla estaba enredado en sus piernas.
—¡Dios santo! ¿De dónde has caído tú? —gritó.
Él niño se tambaleó y se cayó sobre su trasero bien acolchado. Shannon siguió disculpándose mientras se ponía de rodillas, pero aún quedaba alta para el bebé. El niño la miró con unos ojos muy grandes color avellana. Tenía el pelo rubio y estaba a punto de llorar. Empezó a temblarle el labio inferior.
—¡No llores, bonito! —murmuró ella.
Shannon se sacudió la tierra de las manos y lo ayudó a levantarse, sujetándolo de los tirantes de su peto, temiendo abrazarlo directamente, no fuera que el niño relajase aún más sus glándulas lacrimales.
—Mami…
—La encontraremos, no te preocupes —le dijo Shannon y miró alrededor.
Su casa estaba cerca de la entrada de la urbanización, que estaba separada del bullicio de la Quinta Avenida de Pittsburg por una pared de ladrillo. Thurston Court comprendía cincuenta chalets a lo largo de una calle formando una curva y unos cuantos callejones. La madre del niño podría estar por cualquier parte. Había dos adolescentes sentadas en un porche y una mujer mayor agachada en su jardín.
—Me temo que no eres de ninguna de ellas.
—Mami…
—Lo sé, lo sé. ¿Vienes de algún jardín de por aquí?
—Mami…
Shannon se volvió a arrodillar. El niño se echó hacia atrás.
—¿Cómo te llamas, cariño?
—Nick.
Al menos se parecía a Nick lo que había dicho.
Shannon se puso de pie.
—¿Nick?
—Kip —su labio dejó de temblar—. Nick.
—¿Kipnick?
—Mami… Momi… —dijo el niño poniendo trompa.
¿Estaría diciendo Tommy Kipnick?
El niño negó con la cabeza y a sus ojos asomaron unas lágrimas. Su manita apretó los dedos de Shannon. Ella intentó pensar con racionalidad. Había estado trabajando en el jardín cerca de una hora. Se había sentado en la entrada y había descansado un rato. Si el niño era un vecino lo habría visto jugar o lo habría visto con uno de sus padres o su niñera; a no ser que acabase de escaparse de una de las casas sin que lo supieran.
Quien estuviera a su cuidado había sido muy irresponsable.
—¿Has salido de tu casa? ¿Me la puedes mostrar?
El niño tenía hipo y dio un paso al frente, como dudando, no hacia las casas en hilera, sino en dirección a la avenida, detrás de la pared donde estaba la entrada a la urbanización. El pequeño lloró.
—No llores —murmuró ella, pero su corazón se hundió.
La carretera que había fuera de Thurston Court no era sitio para un niño de dos años.
—De acuerdo. Iremos hasta allí —dijo ella al verlo andar hacia la entrada.
La pared era alta. Estaba rodeada de un tupido paisaje de árboles y arbustos que proporcionaba a la urbanización cierta intimidad, y la separaba del barrio comercial que la bordeaba.
Al llegar a la Quinta Avenida y oír el ruido del tráfico, Shannon sujetó más fuerte la mano del niño.
—Nos quedaremos aquí un momento, Tommy Kipnick. La primera regla si uno se pierde es volver al lugar donde se perdió. Tú eres el que se perdió. Esperaremos a quien te esté buscando.
—Autobús grande —el niño señaló un autobús urbano que pasó.
—¿Has venido aquí en un autobús grande?
—Mami.
Luego dijo una serie de frases que ella no pudo comprender. Hizo un esfuerzo por encontrarle sentido, pero no lo logró. Shannon se ganaba la vida haciendo y vendiendo artículos para niños y sin embargo en aquel momento no era capaz de ayudar a un pequeño aterrorizado.
—Muéstrame, cariño.
Seguramente tiraría de su mano y la llevaría a la parada del autobús o a una casa que le resultara familiar. Ella esperó, pero el niño parecía tan sorprendido como ella. Tal vez su madre estuviera por allí, tan nerviosa como ella.
—De acuerdo. Nos quedaremos allí, pero voy a tener que sujetarte, pequeño —lo alzó—. Es muy peligroso…
El niño se arqueó hacia atrás intentando tirarse. Por fin se liberó de sus brazos. En el forcejeo, ella perdió el equilibrio y se cayó debajo del niño, sirviéndole de colchón. Su cadera se golpeó contra la dura superficie de la acera. El niño se cayó encima y luego se le escapó. Antes de que ella pudiera recuperar el equilibrio, el pequeño había empezado a correr nuevamente hacia Thurston Court.
—¡Espera! ¡No corras! —le rogó ella, mientras se tocaba la cadera. Corrió cojeando detrás de él.
—¡Para!
El niño se detuvo, se dio la vuelta y la miró.
—¡Kip! —se oyó gritar dos veces a espaldas de Shannon. Ella se dio la vuelta. Una fotocopia del niño en versión un metro ochenta y cinco iba hacia ellos.
Sus ojos azules encerraban angustia y preocupación.
Dejó una silla de paseo plegable a un lado y pasó por al lado de Shannon.
El hombre y el niño se encontraron frente a la casa de Shannon.
El niño dejó de llorar, alzó la vista y cambió su expresión de alivio por una de culpa.
—Quiero con mami… —gritó el niño. Se echó hacia atrás.
—¡Ten cuidado con los escalones! —gritó Shannon.
Pero era demasiado tarde.
Kipnick pisó los ladrillos y se cayó encima de los geranios.
—¡Kip!
A Shannon le dolía la cadera, y se acercó cojeando. El hombre sacó al niño de entre las flores y lo abrazó. Kip tenía una raíz de un geranio rota metida en el peto. Al alzarlo, el geranio se cayó. Ella no se atrevió a levantarlo. Se apretó la cadera, pero se abstuvo de expresar su dolor al ver el alivio que había supuesto el reencuentro de padre e hijo.
—Nicholas —susurró el hombre a modo de disculpa cuando los pequeños brazos del niño le rodearon el cuello y su cuerpecito se acomodó contra el suéter de su supuesto padre.
—Está bien, chico. Yo estaba tan asustado como tú —suspiró y agitó la cabeza—. No soy tu mamá, claro.
—No, Tempapi. Quiero a mi mami —sollozó entre hipos que fueron disminuyendo.
Shannon se apartó para no romper la intimidad del drama familiar. Para entretenerse se agachó a recoger otra raíz rota.
—Le duele algo —oyó.
Ella no se dio la vuelta hasta sentir una mano en el hombro.
—¿A mí?
—¿Se encuentra bien? —le preguntó él—. La vi caerse.
Se miraron un instante; luego él colocó al niño a horcajadas en su otra cadera.
—Lo salvó de que se rompiera la cabeza. ¿Se ha hecho daño? Debe de haberse hecho daño. Lo siento mucho. Estábamos esperando el autobús. Kip estaba pegado a mí mientras yo intentaba cerrar el carrito… —le señaló la silla de paseo—. Esas cosas están hechas para manos de mujer. No pude… Le juro que apenas quité los ojos… Alguien me dijo que el niño se había metido en una tienda. Estuve como loco buscándolo —suspiró y luego continuó—. Los clientes de la tienda deben de seguir buscándolo todavía —suspiró otra vez—. Estoy divagando. Lo siento. Me ha dado un susto de muerte.
—Ya veo —contestó ella.
Él abrió bien los ojos.
—Mami…
—Está bien, Kip —acarició la cabecita del pequeño—. Le encantan los autobuses, así que había planeado ir al zoológico en autobús. ¡Dios! Desapareció en un segundo.
—No debió quitarle la vista de encima. Son rapidísimos. Apuesto a que Kip es un poco trasto. Creí que los padres serían más precavidos.
—Lo siento, realmente. Es un trasto, sí —tenía pétalos en las botas—. Ha destrozado sus flores y la ha dejado coja. Se debe de haber hecho daño en algún sitio —miró sus caderas.