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La tristeza de nuestros museos es un ensayo que aborda las inevitables tensiones entre la importación de modelos culturales en América Latina y la consigna del asentamiento de un proyecto de modernidad. El libro analiza estas tensiones a partir de la exposición de pintura «De Manet a nuestros días», un envío oficial del gobierno francés que circuló entre 1949 y 1950 por Argentina, Brasil, Venezuela, Perú, Chile y Uruguay, y pone especial énfasis en las dinámicas y posicionamientos de los circuitos artísticos latinoamericanos en el nuevo mapa cultural y geopolítico que empezaba a configurarse tras la Segunda Guerra Mundial. A través de archivos diplomáticos, de prensa, correspondencia y otras fuentes, Cecilia Bettoni monta un relato ágil y minucioso donde contrastan el anacronismo de la estrategia francesa para recuperar su dominio cultural sobre América Latina y el escepticismo de los países latinoamericanos respecto de la vigencia de ese modelo, en un escenario cultural, político y económico sensiblemente transformado por la influencia estadounidense y por los legítimos deseos de vanguardia y autonomía que despuntaban en el Cono Sur a mediados del siglo XX.
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2024
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La investigación y escritura de este libro fueron posibles gracias al proyecto FONDECYT / ANID Postdoctorado n° 3190130.
Registro de la Propiedad Intelectual Nº 2023-A-5599
ISBN: 978-956-6203-67-4
ISBN digital: 978-956-6203-66-7
Imagen de portada: Vista de la exposición De Manet a nuestros días, Museo Nacional de Bellas Artes, mayo de 1950. En Fondo Fotográfico y Audiovisual, Archivo Histórico Museo de Arte Contemporáneo.
Diseño de portada: Paula Lobiano Barría
Corrección y diagramación: Antonio Leiva
© ediciones / metales pesados
© Cecilia Bettoni
Todos los derechos reservados
E mail: [email protected]
www.metalespesados.cl
www.edicionesmetalespesados.cl
Madrid 1998 - Santiago Centro
Teléfono: (56-2) 26328926
Santiago de Chile, abril de 2024
Impreso por Alerce Talleres Gráficos S.A.
Diagramación digital: Paula Lobiano Barría
Proyecto financiado por Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, Convocatoria 2024
Para Elena
Índice
Las mecas de ultramar
«El laboratorio del siglo XX ha sido clausurado». Esa es la sentencia con la que el crítico estadounidense Harold Rosenberg abre su magnífico ensayo La caída de París, publicado en 1940 tras la invasión alemana de la capital francesa1. Su voz se sumaba a otras que empezaban a enunciar un balance similar al que había arrojado la Primera Guerra Mundial: la sensación persistente de que la historia parecía ir en reversa, que el proyecto moderno nacido en Europa y diseminado por el mundo se precipitaba finalmente en la catástrofe. Y es que la caída de París tenía un valor simbólico enorme. No solo se trataba de una capitulación escandalosa, sino también (y sobre todo) del descalabro de un conjunto de valores políticos y estéticos que habían orientado un sentido de la historia que ahora se volvía contra sí mismo. Sin embargo, a renglón seguido, Rosenberg advierte que esta caída no era algo que pudiera atribuirse exclusivamente a la ocupación, como si hasta ese momento la capital francesa aún hubiese sido el crisol del genio moderno europeo. Por el contrario, el armisticio fue el último empujón en un largo declive que se había iniciado hace al menos una década. Aun cuando París seguía siendo percibida como el faro del arte moderno, esa representación difería de la actividad cultural efectiva que tal estatuto le suponía y que, a juicio de Rosenberg, había empezado a flaquear notoriamente en los últimos años.
El vaivén entre percepción y representación tiene aquí un rol no menor, especialmente si lo pensamos junto con las nociones de imagen y modelo. La imagen que Francia creía proyectar hacia el extranjero no necesariamente coincidía con las percepciones y representaciones que esos países elaboraban a partir de esa misma imagen2. Estas eventuales diferencias no parecían preocupar a la metrópolis parisina; acaso esta pensaba que el genio francés siempre terminaría encontrando la manera de retomar el rol civilizatorio que había reclamado históricamente. Por lo mismo, establecer un control institucional sobre esas representaciones tampoco era algo que Francia considerase indispensable. Se trataba de formas derivadas, lecturas o interpretaciones legítimas que, a fin de cuentas, no hacían mella en el original. Esas diferencias entre imagen y representación, sobre todo cuando las pensamos en función del desfase temporal que las separa, nos permiten comprender cómo se produce y qué significa la caída de París: bien podría ser que el descalabro también se haya jugado en la distancia entre el deseo de proyectar una imagen de vanguardia y el hecho de ser percibida como tradición.
En términos concretos, lo que quiero sugerir es que la ocupación alemana vino a actualizar en el campo cultural una retirada que ya se había producido en el campo político y económico, y que Denis Rolland ha llamado la crisis del modelo francés. En lo que toca a América Latina, ese modelo se articuló muy tempranamente en el siglo XIX con la difusión de las Luces y de los principios ligados a la Revolución de 1789. La ruptura con la monarquía y la construcción de un modelo teórico de la república ideal, fundada sobre la noción de modernidad en estado puro, sentaron las bases de los procesos de emancipación latinoamericanos que, tomando como referencia el contrato social de Rousseau y apoyados en la idea de una nación formada por individuos libres e iguales, persiguieron la constitución de tales naciones autónomas3.
En esa encrucijada, Francia sirvió a Sudamérica no solo como modelo político, sino también como modelo cultural, lo que se tradujo en un proyecto de importación de los principales bastiones de la institucionalidad artística europea –y especialmente parisina– que permitiese crear espacios para la instrucción de artistas (la academia) y para la circulación de obras y la formación de públicos (el museo). Ahora bien, el sentido de esta importación no estaba en la mera duplicación de las instituciones metropolitanas, sino en el proyecto modernizador que orientaba a las nacientes repúblicas. Debemos buscar sus claves, por una parte, en la invención de una genealogía francesa para un arte local en ciernes –que, en el caso chileno, está cruzada por la figura del pintor Raymond Quinsac Monvoisin4– y, por otra, en la adopción del programa neoclásico para la formación de artistas y públicos. La piedra angular de este programa era la copia, ya sea como procedimiento o como producto. En el primer caso, la copia funge como estrategia de aprendizaje que permite, mediante la imitación de un modelo (que suele ser, a su vez, una copia), desarrollar habilidades manuales, familiarizarse con las técnicas de los grandes maestros europeos y estudiar sus métodos compositivos, entre otras lecciones. En el segundo caso, la copia (de yeso, terracota o bronce, incluso fotográfica) cumple una función pedagógica orientada a la difusión del gusto clásico en la sociedad, al desarrollo de las facultades de apreciación estética –que se constituye a través de la mirada– y, en suma, a la formación de un público de o para el arte5.
Siguiendo estas orientaciones, Francia fue instituida como horizonte programático del proyecto de modernización latinoamericano, el cual buscaba cortar las amarras con el periodo colonial e inscribir a las repúblicas locales en una esfera propiamente moderna. Ese ingreso en la modernidad no podía ser parcial; es decir, no era posible proclamarse política o económicamente modernos sin perseguir esa misma transformación en el campo cultural. La interrelación entre estas tres esferas no era caprichosa. De hecho, estaba arraigada en una concepción bastante clásica del progreso artístico como reflejo del grado de civilización de una cultura: cuando su apreciación estética es correcta, el arte produce emociones y promueve una educación intelectual que necesariamente conducen hacia una civilización más perfecta o acabada. «El arte», recuerda Alberto Mackenna Subercaseaux, principal promotor de la fundación de un Museo de Copias en Chile hacia 1900, «tiene el don de ennoblecer hasta las pasiones del hombre, porque él las conduce por un camino más suave»; además, «despeja los horizontes más estrechos, ensancha las ideas, hace concebir preocupaciones superiores y eleva el espíritu hasta las regiones del ideal»6.
El tropismoque Europa ejercía sobre las elites latinoamericanas se prolongó hasta comienzos del siglo XX de manera casi incontestada. Mientras que a España se le debía el idioma, a Alemania la disciplina militar y a Inglaterra el sentido de aristocracia, a Francia se le reconocía la iniciación en las artes7. Estos ascendentes no solo eran señalados de buen grado por las mismas elites, sino que eran activamente promovidos por algunos intelectuales franceses, quienes veían en el reforzamiento de los lazos culturales una manera de contrarrestar el impulso de unificación e identidad territorial contenido en el proyecto panamericano promovido por Estados Unidos. En esta línea, André Siegfried señala que, si bien hay un eje geográfico que corre de norte a sur, existe también otro eje, el de las influencias culturales, que corre de este a oeste: aun cuando los Estados Unidos pudiesen proveer a América Latina de una organización material y técnica de la existencia, era Francia la que había provisto a la región de una cultura intelectual8.
Esa cultura intelectual estaba profundamente mediada por el idioma, que constituyó el principal instrumento de difusión del modelo francés y de sus ideas. No obstante, su peso real descansaba sobre todo en las elites, que la habían adoptado como segunda lengua y frente a las cuales «un conferencista francés [...] podría y debiera hablar tal como lo haría [si estuviese] en Francia»9. Sin embargo, el flujo del idioma no necesariamente lograba permear las capas medias y populares: el afrancesamiento era un asunto de lo que Siegfried llama «las capas superiores de la sociedad»10, y su radio de influencia estaba también, por lo tanto, limitado a la elasticidad y a la textura de esas capas. Lo anterior implica que, a medida que las sociedades se fueron diversificando y democratizando, la vigencia del modelo francés quedó cada vez más confinada a una elite decimonónica, tanto en el sentido de su imperio social y económico como de sus formas culturales, las cuales eran percibidas como anacrónicas por las capas medias y populares, ajenas al idioma francés y a la francofilia en general.
«Sería peligroso que nos durmiésemos en esos laureles», advierte Siegfried en 1934. Y tenía toda la razón. Si bien hacia 1900 la superioridad del idioma francés era un dogma intangible, a medida que el siglo avanza es posible verificar un retroceso significativo de su hegemonía, especialmente en los territorios más cercanos a los Estados Unidos, a tal punto que, después de la Segunda Guerra Mundial, los esfuerzos de la diplomacia francesa ni siquiera pretenderán restaurar ese dominio, sino apenas nivelar su posición con la del idioma inglés (por ejemplo, en los programas de educación oficiales)11.
Este desapego que empieza a despuntar hacia fines de la década de 1940 está ligado a un proceso más largo, que arranca con la Gran Guerra como primera fisura en el estuco del modelo francés. Al estar anclado en los principios republicanos articulados por la revolución, resultó lógico que su ascendente empezara a verse afectado por un conflicto armado que parecía poner en suspenso esos mismos principios. La solidaridad expresada por los países latinoamericanos con la nación francesa no fue obstáculo para que esos mismos países señalasen las contradicciones que la barbarie de la guerra suponía para la consistencia del modelo republicano francés12. De allí que sus representaciones en América Latina se fueran fragilizando, especialmente aquellas vinculadas con la política y la economía: la desestabilización de las relaciones políticas implicó también que los capitales financieros se viesen obligados a dosificar sus inversiones en el continente, al punto de suspenderlas casi por completo. Un efecto importante de este retroceso es que, tras el fin de la Primera Guerra, el flujo desde Latinoamérica hacia Francia ya no arrastra a las elites políticas o económicas, como sucedía hacia 1900, sino a figuras vinculadas con la literatura y las artes: elites políticas, económicas y culturales que, a fines del siglo XIX, tendían a superponerse, empiezan ahora a diferenciarse y especializarse cada vez con mayor claridad13. Ese traslape da cuenta de un fenómeno que no debe pasar inadvertido: el declive del modelo francés se manifiesta inicialmente en las representaciones políticas y económicas, pero no toca de inmediato al campo cultural. A los ojos de Latinoamérica, París conserva en el periodo de entreguerras su estampa cosmopolita y vanguardista, y es precisamente la vigencia de esa representación lo que impulsa la nueva oleada de artistas e intelectuales locales hacia tierras francesas, a la vez que motiva la enorme receptividad que tuvieron las corrientes estéticas europeas en la región.
Ahora bien, la hegemonía cultural francesa dependía en gran medida de su estatuto como un modelo internacional que había sido capaz de desmarcarse de todo valor nacionalista: el arte producido en París solo podía ser enteramente moderno en la medida que rechazara identificarse como estrictamente francés. Esto implicaba poner de relieve la importancia de una comunidad creativa que, haciendo de París su base de operaciones, borraba al mismo tiempo las fronteras territoriales y temporales. El tropismo ejercido por Francia se ligaba así con una ilusión de horizontalidad en virtud de la cual, advierte Rosenberg, «los artistas de cualquier región, renovados por ese ambiente [milieu] magnánimo, descubrían en lo profundo de sí mismos lo más vívido de las comunidades de las que provenían»14.
Ese descubrimiento aparece, por ejemplo, en La Negra, que la pintora brasileña Tarsila do Amaral ejecuta en París en 1923. Se trataba de su segunda estadía en la ciudad y su objetivo era trabajar en el taller de André Lhote. En junio de ese mismo año pasaría al taller de Albert Gleizes y, a principios de octubre, al de Fernand Léger. Paralelamente a su instrucción cubista, Tarsila declara en las cartas a su familia sentirse cada vez más brasileña, al punto de querer transformarse en «la pintora de mi tierra»15. En diciembre de ese mismo año volverá a Brasil y dará una entrevista para el Correio da Manha, en Río de Janeiro, donde enunciará una frase que sintetiza de manera ejemplar la experiencia que los artistas extranjeros buscaban en sus periplos parisinos: «El cubismo es el servicio militar del artista. Todo artista, para ser fuerte, tiene que pasar por él»16.
La Negra es una pintura que viene a intervenir el despliegue ondulante de la tradición iconográfica de las bañistas europeas –que va desde las Susanas renacentistas hasta las toilettes de Gauguin–. Esa tradición, ciertamente marcada por un estatuto preciso asignado a la mujer en el arte (como objeto-modelo, y no como sujeto-artista), entregada sin reservas a una mirada masculina que busca –y encuentra– su satisfacción escópica, es interrumpida por la pintura de Tarsila, quien no solo reclama el derecho a formular su propia versión del tópico, sino que además lo desestabiliza al reemplazar a la mujer de ensueño por una esclava negra. De esta manera, La Negra consigue trastocar los imaginarios del exotismo que, desde la estampa japonesa a la escultura africana, pasando por las amazonas del Nuevo Mundo, habían marcado la fisonomía mítica del arte moderno.
Este vistazo incipiente de lo que será la Antropofagia brasileña –fechada formalmente en 1928 por una pintura de Tarsila y un manifiesto de su pareja, el poeta Oswald de Andrade– permite calibrar, al mismo tiempo, lo que París significaba entonces para los artistas que seguían peregrinando hacia la Ciudad Luz: un rito de paso, por supuesto, pero también una oportunidad para aquilatar el desfase entre las reproducciones que circulaban en Latinoamérica y los originales resguardados en los grandes museos, así como una posibilidad de cuestionar la vigencia de las corrientes europeas y lo que de ellas podían sacar en limpio los jóvenes artistas americanos. David Alfaro Siqueiros apunta en 1921 las tensiones en las que se encontraban cogidos estos jóvenes artistas deslumbrados por el arte europeo, y cómo se dejaban acunar dócilmente por las «influencias fofas» de corrientes como el Art-Nouveau, «que tan espléndido mercado tiene entre nosotros». Frente a estos riesgos, sus llamamientos son claros. Por una parte, se trata de recuperar el equilibrio estético y la base constructiva clásicos –manifiestos en Cézanne y en el cubismo–, mechándolos con el dinamismo de «la mecánica moderna que nos pone en contacto de emociones plásticas inesperadas». Por otra, Siqueiros señala que ese «admirable fondo humano» que Europa encontró en el arte negro y el arte primitivo debe indicar un camino análogo para América, que le permita aproximarse a la pintura y la escultura maya, azteca e inca para «adoptar su energía sintética» sin caer en estilizaciones mercantiles. Por último, y en sintonía con el imperativo moderno, Siqueiros llama a desechar las estéticas nacionalistas en favor de una voluntad universalista: es como producto y no como principio que las fisonomías locales emergerán en las obras de la nueva generación americana17.
Algo similar concluía el uruguayo Joaquín Torres García, quien ya no era un joven artista en formación deambulando entre Barcelona y Nueva York, ese mismo que fundó en París junto a Michel Seuphor el grupo de arte concreto Cercle et Carré (1929), sino un maestro que hacía escuela en el taller que instaló en Montevideo en 1942. Ocho años antes, Torres García había retornado definitivamente al continente y había trazado su América invertida, donde empleaba el mismo dispositivo cartográfico de la colonización europea para redistribuir las fuerzas de ese fabuloso proyecto americanista que fue el Universalismo Constructivo. En el balance de su propia experiencia trashumante, Torres García no solo consideraba que los americanos –«un metal de aleación», como el bronce– eran «los internacionalistas por antonomasia», sino que instaba especialmente a sus estudiantes a enfrentarse al arte europeo con una voluntad de estudio y no de imitación: «Estudiemos a los maestros impresionistas; lleguemos a la esencia de su arte. Hagamos lo mismo con los cubistas. Pero olvidemos sus pinturas»18.
Menos programático, pero mucho más enfático, fue Xul Solar, quien retornaba a Argentina en 1924, después de recorrer Europa durante doce años junto a su amigo Emilio Pettoruti, también pintor. Xul consideraba que era necesario poner un parche antes de la herida que inevitablemente abriría en el arte porteño la exposición que Pettoruti se aprestaba a inaugurar en la Galería Witcomb. La defensa, bastante incendiaria para un texto que buscaba ser conciliador, llamaba a terminar con «la tutela moral de Europa» y a dejar de transitar los «caminos viejos y ajenos» que han sido trazados por las «mecas de ultramar»19.
Ese mismo año, 1924, se publicaban dos manifiestos que también pueden leerse bajo el signo de la inversión cartográfica: «Manifiesto del Pau-Brasil», firmado por Oswald de Andrade, y «Autonomía regional», escrito por Pedro Figari en Uruguay. El primero señalaba los cruces entre las relaciones comerciales y culturales que habían normado los intercambios entre Brasil y Europa: la exportación de materias primas (precisamente el pau-brasil, un árbol de madera roja que había sido tempranamente explotado por portugueses y franceses en el siglo XVI), y la importación –forzosa y forzada– de las formas culturales y artísticas europeas, encarnadas en la academia. El siglo XX, auguraba Andrade, debía ser el siglo de la inversión: la poesía de importación sería reemplazada por una poesía de exportación cuya «originalidad nativa» pudiese «inutilizar la adhesión académica»20. El segundo manifiesto –cuya inversión cartográfica también leemos en la revista donde fue publicado: LaCruz del Sur– es un llamado a «reconstruir al poema de América» mediante una labor estudiada y profundamente meditada que lograse hacer reemerger aquella tradición que la importación de «civilizaciones exóticas» y la «añosa y gloriosa cultura del Viejo Mundo» habían soterrado21.
Rosenberg, entonces, no estaba desencaminado cuando advertía que la caída de París había comenzado mucho antes de la ocupación alemana. Al menos en Latinoamérica, el modelo francés, que en materia cultural había sido percibido durante décadas como motor de la vanguardia artística internacional, empezaba a decantarse en una imagen fósil: Francia encarnaba la tradición en el peor sentido posible de la palabra: un «país de cementerios elocuentes» y ya no de cultura de vanguardia activa22. Demasiado ocupada en prolongar su carácter mítico, París terminó petrificándose a los ojos de los artistas americanos, quienes se sintieron cada vez más habilitados para poner su autoridad en entredicho. Ese salvavidas que el modelo francés fue para Latinoamérica en el siglo XIX parecía haberse convertido en un peso muerto del que era necesario deshacerse si se quería llegar a alguna orilla, que ya no estaba, necesariamente, al otro lado del Atlántico.
Esta percepción también está determinada por el escaso despliegue institucional que Francia había tenido en el continente americano desde la Primera Guerra. Si bien en 1911 ya había sido creada la Oficina de escuelas y obras al alero del Ministerio de Asuntos Extranjeros, es recién en 1919 que se articula el Servicio de obras francesas en el extranjero, cuyo objetivo era administrar la expansión intelectual de Francia mediante la destinación de académicos franceses en universidades extranjeras y el desarrollo de iniciativas de acción cultural. En 1922, esta última tarea es complementada por la Asociación Francesa de Acción Artística (AFAA), un organismo dependiente de los ministerios de Educación y de Asuntos Extranjeros, cuyo propósito era asegurar la difusión del arte francés a través de exposiciones, conciertos y representaciones líricas o dramáticas itinerantes. Sin embargo, la atención prestada por la AFAA a Latinoamérica es escasa: entre 1922 y 1940 realizaron apenas siete actividades, fuertemente concentradas en los años 1939 y 1940. La más relevante, por su despliegue territorial, fue la exposición itinerante de pintura francesa De David a nuestros días, que tuvo lugar en 1939. En un nivel conjetural, la activación tardía de este interés por América Latina bien puede deberse a la capitalización de la retirada francesa por parte de los Estados Unidos. Es precisamente en 1938 que ese país articula una División de Relaciones Culturales que, apenas cuatro años más tarde, tendrá tantos agregados culturales como embajadas en todo el continente. Luego, en 1940, se creará la Oficina para la coordinación comercial y las relaciones culturales entre las repúblicas americanas, que al año siguiente pasará a ser la Oficina del coordinador de asuntos interamericanos, dirigida por Nelson Rockefeller23.
La avanzada norteamericana no solo fue estratégica en su despliegue territorial; también lo fue en su redefinición de lo que era la cultura. Mientras Francia seguía circunscribiendo la cultura a las bellas artes, la literatura, la música y el teatro, Estados Unidos expandió esa definición para incluir al cine y la radio. Cultura de masas y alta cultura se enfrentaban entre sí y se ofrecían a un público cuyo acceso material a esos bienes y manifestaciones era mucho más amplio y fluido que en el siglo anterior. Más importante aún: el cine, y especialmente la radio, seguirán operando después del 14 de junio de 1940, cuando el Ejército alemán desfile por el Arco del Triunfo y la ocupación obligue a suspender la circulación en el extranjero de la producción cultural francesa.