La tutora - J.M. Dalgliesh - E-Book

La tutora E-Book

J M Dalgliesh

0,0

Beschreibung

Ha venido a enseñar a mi hija. Quiere mi vida. —¿Sophie Beckett? —pregunto con una dulce sonrisa—. Soy la nueva tutora de su hija. ¿Puedo pasar? —Mi corazón late desbocado en mi pecho. Sophie no tiene ni idea de quién soy en realidad, y necesito que siga siendo así. Si descubre la verdad, puede que no salga viva de esta casa…  Cuando veo a Sophie por primera vez, parece una madre normal, cariñosa y dispuesta a hacer lo que sea por ayudar a su hija, que ha sido expulsada del colegio. Ahí es donde entro yo. La tutora perfecta para que Katie vuelva a encauzar sus estudios. Conecto al instante con Katie, y también con Scott, el carismático marido de Sophie. Pero los ojos oscuros de Sophie se llenan de celos cuando hablo con Scott o intercambio sonrisas con Katie. Sé que estoy ayudando a su hija, piense lo que piense. Pero las cosas se tuercen muy rápido. Y, cuando Sophie, presa de un ataque de furia, registra mi habitación y esparce mi ropa por todo el suelo, entiendo que su odio es más fuerte de lo que yo pensaba. ¿Sabe la verdadera razón por la que estoy aquí? Mis preocupaciones aumentan cuando Scott me cuenta cómo murió su exmujer, y siento un nudo en el estómago. Haga lo que haga Sophie, no puedo marcharme ahora. Katie me necesita más que nunca. Y haré lo que sea para protegerla. Porque Sophie puede tener sus secretos, pero yo también tengo los míos. Y, cuando acabe mi estancia en esta preciosa casa, la vida de alguien habrá llegado a su fin.  --- «Encabeza mi lista de lecturas imprescindibles del 2024… Un final que te deja sin aliento… ¡Hacía años que un libro no me enganchaba tanto que sentía que no podía leer lo bastante rápido!». Book Rant Reviews ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Menudo viaje!… Magistralmente escrito… Una lectura adictiva». A Knight's Read ⭐⭐⭐⭐⭐ «La tutora es el debut de J. M. Dalgliesh en el thriller psicológico, ¡y qué debut!… Me atrapó desde la primera página». For The Love of Books ⭐⭐⭐⭐⭐ «Estaba convencida de que sabía a dónde iba esta historia, y me equivoqué, me equivoqué y me volví a equivocar… Bien escrito, bien planteado, tenso e impactante». Open Book Posts ⭐⭐⭐⭐⭐ «¡Dios mío! Lo devoré en menos de 24 horas… ¡Absolutamente adictivo!… ¡INCREÍBLE!… Apasionante… Los giros me dejaron en sin aliento… Me mantuvo en vilo de principio a fin». Doorkeyreader ⭐⭐⭐⭐⭐

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 468

Veröffentlichungsjahr: 2025

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



La tutora

J.M. Dalgliesh

La tutora

Título original: Homewrecker

Copyright © J.M. Dalgliesh, 2024. Reservados todos los derechos.

© 2025 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

Traducción: María José Vázquez Paz, © Traducción, Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

ePub: Jentas A/S

ISBN 978-87-428-1414-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

Queda prohibido el uso de cualquier parte de este libro para el entrenamiento de tecnologías o sistemas de inteligencia artificial sin autorización previa de la editorial.

First published in the English language in 2024 by Storyfire Ltd. trading as Bookouture.

PRÓLOGO

Mi casa es el escenario de un crimen. ¿Cómo puedo haber metido tanto la pata como para llegar a esto?

Apoyándome en la pared, avanzo a través de la planta baja. Me preocupa menos resbalar en el mármol ensangrentado que cortarme con los cristales rotos.

Solo oigo el tictac del reloj de pie, que llega desde la entrada. Me parece irreal moverme por la casa cuando hay tanto silencio. Cuando me levanto a las tres de la mañana, todos los demás duermen profundamente, pero la casa nunca está tan apagada. ¿Puede lo que ocurre dentro de un hogar impregnar sus paredes?

Echo un vistazo al vestíbulo. El espejo está hecho añicos: fragmentos largos como mi antebrazo se mezclan con esquirlas más pequeñas. Todos ellos, igual de afilados que un cuchillo de carnicero. Los cortes en las manos me duelen una barbaridad. La sangre embadurna las paredes de la escalera y el vestíbulo, y va descendiendo hasta acumularse donde el zócalo se une al suelo. Todavía tengo su sabor amargo en la boca. Aún se me sigue hinchando el ojo derecho, que pronto se cerrará por completo. Tengo ese lado de la cara entumecido, y el labio inferior se me ha partido justo en el centro. Me duele al hablar.

Pero tampoco es que me quede nadie con quien hablar.

Me palpo con cuidado el dolorido rostro con las yemas de los dedos. Siento que me arde el costado izquierdo, pero la hemorragia ha remitido un poco. Tengo que moverme despacio o la herida volverá a abrirse. Sé que debería ir al hospital, pero me harían demasiadas preguntas.

La oscuridad envuelve las escaleras del sótano. Pero sé lo que hay en las sombras y no quiero verlo, no otra vez. Me apoyo en la pared para cobrar aliento, saco el sobre doblado que he llevado en el bolsillo trasero estas últimas semanas y clavo la mirada en la dirección escrita a mano. Reconozco la letra, pero no me he atrevido a abrirlo.

Debería abrirlo. Si hay un momento adecuado para enfrentarme a mi pasado, es ahora. Deslizo el pulgar bajo la solapa del sobre, que dejo caer al suelo, y desdoblo la hoja.

Empieza con «Mi querida hija».

Se me llenan los ojos de lágrimas e intento tragar, pero no puedo. Tapándome la boca con la mano, leo las primeras líneas.

Puedes contar conmigo siempre que me necesites. No importa lo que haya pasado entre nosotros, eso ya es historia; pero nuestro futuro lo escribimos nosotros.

Aprieto la carta contra el pecho y me resbalan las lágrimas. Ya no puedo controlarlo.

Si soy sincera, ni siquiera sé por quién lloro. Nunca me permito llorar, no ahora. Se supone que no debo, aunque supongo que ya no importa. Tragando saliva, miro a mi alrededor y veo la carnicería de lo que una vez fue un hogar feliz.

Dijeron que volverían. Que volverían y arreglarían el desaguisado que hemos causado. Pero hay cosas que no tienen arreglo.

Sé que esto es lo que había que hacer. Pero ni en el más descabellado de mis sueños habría imaginado todo lo que sucedió antes ni que pudiera llegar a este extremo.

1

SOPHIE

Dos semanas antes: viernes

La voz de la megafonía me despierta de un momento de calma y las puertas se abren. Al bajar al andén, mi mirada se posa en un cartel de gran tamaño que promociona una nueva exposición en el cercano Museo Sherlock Holmes. Atravieso el laberinto de pasillos y salgo por la plaza Park Square. Sol matutino radiante. El sonido de los vehículos que pasan.

Desde aquí se tarda solo tres minutos en llegar a nuestra casa en Chester Terrace, con vistas a las ciento sesenta hectáreas de Regent’s Park, unos de los parques reales. Es un paraíso de belleza natural, aunque cuidado con el máximo esmero, en el centro de Londres. Los Beckham, Kate Moss y uno de los hermanos de Oasis viven —o al menos tienen en propiedad— en casas de la zona. En realidad, no los he visto nunca, pero rara vez vemos a nuestros vecinos.

Un par de transeúntes me miran de reojo, quizá porque me reconocen, cuando paso junto a ellos, pero no les presto demasiada atención, ni a ellos ni a los impecables jardines del parque, cuyos árboles se van llenando de hojas a medida que la primavera da paso al comienzo del verano. Las noches siguen siendo frescas, y las temperaturas diurnas oscilan entre un frío inusual para la primavera y el calor del verano. Sin embargo, todos mis pensamientos se centran en mi hogar y en lo que allí me espera. ¿Cómo voy a encarar la situación hoy? No existe un manual para enfrentarse a la maternidad. Ojalá lo hubiera, de verdad.

Me da la impresión de que el ruido del tráfico se silencia mientras subo los escalones de entrada a nuestra casa adosada de estilo georgiano, en una calle privada que bordea el parque. No está cerrada al público, pero, a menos que vivas aquí, no tienes por qué pasar por ella, lo que nos concede una gran intimidad. Introduzco la llave en la cerradura y me tomo un momento para calmarme antes de entrar.

Ahora mis tacones chasquean en el mármol pulido de la entrada y me quito el abrigo mientras se cierra la puerta. En mi visión periférica veo una figura que aparece en el otro extremo del vestíbulo, se detiene y se apoya en el marco de la puerta de la cocina.

Cuelgo el abrigo, me sereno y contemplo mi reflejo en el enorme espejo ornamentado de la pared. El equipo de peluquería y maquillaje consigue disimular estupendamente el hecho de que no duermo bien, ocultando las ojeras y las arrugas en la comisura de los ojos, pero el resultado es un aspecto algo antinatural, rígido e impoluto. Llevo el pelo recogido, creo que así queda más profesional, aunque hay quien no está de acuerdo. Aun así, no me quejo. Oigo a la gente decir que ojalá tuvieran tan buen aspecto como yo. Sin el equipo del estudio, yo tampoco me parecería demasiado a la Sophie Beckett de la tele. Es poco más de mediodía, pero me siento como si ya hubiera terminado una jornada entera de trabajo.

Suelo salir del estudio antes de las diez, pero tenía una reunión con el equipo de producción y no vi los mensajes —ni las numerosas llamadas perdidas— hasta mucho más tarde.

Estoy cansada, y no necesito lo que sé que está a punto de suceder. No hoy, después de la mañana atroz en el trabajo. Me arreglo la blusa, echo los hombros hacia atrás, exhalo despacio y me doy la vuelta.

—¿Dónde está tu hermana?

—En la cocina —responde Chas, mi altísimo hijo adolescente, señalando a su derecha con un gesto de la cabeza.

Es el más responsable de los dos, pero pone mucho empeño en parecer un surfista californiano. Por suerte, no coquetea con la cultura de las drogas recreativas y, de hecho, tampoco practica el surf, ya que en Londres sería más bien difícil.

—Prepárate —dice, esbozando una sonrisa algo irónica.

Da igual lo que se le ponga por delante, Chas nunca se inmuta. Pero, por supuesto, el problema no es suyo, sino mío.

En el banco bajo la ventana de guillotina que da al frente de nuestra casa, con la espalda apoyada en varios cojines y los ojos castaños fijos en la tablet que tiene en las manos, está sentada mi hija, Katie. Está muy concentrada en lo que hace. O eso, o me ignora, con la cabeza agachada, tratando de esconderse detrás de su melena por los hombros. Me inclino por lo segundo.

Katie tiene doce años, pero parece que tuviera dieciocho. Aunque eso es hacerle un flaco favor a Chas, que ya los ha cumplido y no da muestra de ese comportamiento irritable. Parece que se ha saltado la transición de niña encantadora a adolescente temperamental y ha optado por tener una actitud cien por cien horrible.

Ignora mi llegada, con el volumen de su dispositivo ajustado a propósito a un nivel insoportablemente irritante. Dejo el bolso en la mesa del desayuno —cuatro sillas y un banco pegado a la pared— con un golpe seco y me planto en medio de la cocina, esperando a que registre mi presencia.

—¿Y bien? —pregunto con sequedad. Sus ojos se dirigen hacia mí y vuelven a apartarse—. ¿Katie? —Levanta la mano derecha con un movimiento lento y exagerado y detiene el vídeo.

—Y bien ¿qué? —pregunta, y se gira hacia mí, enarcando las cejas y mirando a través de su pelo para responder a mi mirada.

Tiene unos rasgos muy bellos: pómulos altos y un cutis por el que la mayoría de las mujeres matarían. Podría ser modelo infantil si le interesara, pero antes tendría que dejar los pantalones de yoga y las sudaderas con capucha.

—¿Qué tienes que decir en tu favor?

Frunce el ceño, desconcertada.

—¿Buenos días?

—¡Sabes muy bien de lo que estoy hablando, Katherine!

—¡Hala! —exclama Chas detrás de mí—, la has llamado por su nombre completo. —Ignorando mi mirada de reproche, mira a su hermana con una sonrisa burlona—. Pensabas que tenías problemas en el colegio, pero ahora sí que los vas a tener de verdad.

—No estás ayudando, Charles —replico.

—¡Eh, a mí no me metas! —Chas se apresura a retirarse—. Buena suerte, hermanita.

—Vete a la facultad —grito tras él, pero vuelvo a centrar la atención en mi hija—. ¿En qué estabas pensando?

—Supongo que no estaba pensando —contesta.

—Bueno, eso ya es algo.

—¿Cómo?

—Al menos me alegro de que no lo planearas. —Desvía la mirada—. ¿Lo planeaste? —Se encoge de hombros—. ¡Katie! ¡Hace tres días que has vuelto al colegio! ¿Cómo se te ocurre...?

—Se lo merecía —dice Katie, encogiéndose de hombros.

Cierro los ojos, frunzo los labios, intentando desesperadamente no perder los papeles. No serviría de nada, pero, como siempre, no me lo está poniendo fácil.

—Te expulsaron tres semanas y solo llevas tres días...

—Dos y pico —replica, arrugando la nariz.

—¿Cómo?

—No creo que hoy cuente como tercer día. Estaba en casa a las diez.

—No intentes hacerte la simpática conmigo, jovencita.

—Solo era un comentario.

—¿Y desde cuándo pides en el colegio que llamen a tu hermano y no a mí, o a tu padre, para el caso?

—Les pedí que te llamaran a ti, pero estabas ocupada y no contestabas.

—Estaba en un programa de televisión en directo, Katie. ¿Cómo esperas que coja el teléfono...?

—Por eso pedí que llamaran a Chas. Se llama usar mi iniciativa. Al menos sé que mi hermano estará disponible.

Es cierto, es poco probable que Chas esté en la universidad, donde debería estar.

—Eso no es justo, Katie, y lo sabes. Tengo que trabajar...

—Sí, sí, sí..., ya lo sé.

—En cuanto terminé el directo, escuché los mensajes y llamé al colegio.

—Pues no hacía falta, porque ya estaba en casa. Y sospecho que estaré aquí un tiempo. —Se reclina con una sonrisa de suficiencia y cruza los brazos, desafiante.

—¿En qué narices estabas pensando?

—Eso ya lo has dicho.

—Prendiste fuego a la taquilla de tu amiga...

Katie se endereza de golpe, se le borra la sonrisa y me mira fijamente, señalándome con el dedo. Veo que se ha tomado el tiempo de pintarse las uñas.

—En primer lugar, no es mi amiga, para nada.

—Eso creo que está claro, sí.

—Y, en segundo lugar, no prendí fuego a su taquilla...

—Eso no es lo que dice el director...

—Prendí fuego a la fotografía de su novio, que casualmente estaba en su taquilla en ese momento.

—¡Podrías haber quemado todo el edificio!

—No seas tan melodramática —dice, poniendo los ojos en blanco—. Nadie se fija en la verdadera cuestión.

—¿Que es...?

—Se me escapa cómo Olivia, que, admitámoslo, es la mayor matona de nuestro curso, cree que puede dedicarse a darnos órdenes al resto y salirse con la suya. Luego va y se lía con Freddie...

—¿Prendiste fuego a su taquilla por un chico? ¿En serio? —pregunto entre dientes.

—No, lo hice porque alguien me retó a hacerlo.

—¿Quién?

—Eso no importa.

Estoy perdida, totalmente perdida. Katie va a uno de los mejores colegios privados de la ciudad. Tiene mucho por lo que estar agradecida, se lo hemos dado todo para que tenga las mejores oportunidades en la vida, y sin embargo hace algo así.

—Espera a que tu padre llegue de la oficina y se entere de lo que has hecho.

—Ya, pásale la pelota de la crianza, como siempre. ¿Por qué vas a asumir la responsabilidad tú misma si puedes hacer que se encargue papá?

—¿Cómo dices?

—Nada, olvídalo.

—Creo que eres la menos indicada para hablar de asumir responsabilidades personales, Katie.

Katie se levanta con esfuerzo, recoge su tablet y camina en mi dirección.

—Sí, sí, lo que tu digas. Me voy a mi habitación.

Cuando pasa por delante de mí, la agarro del brazo. Ha crecido mucho este último año y ahora apenas le saco una cabeza.

—Ni se te ocurra pensar que vas a librarte de mí tan fácilmente, jovencita.

Suspira y me lanza una mirada fulminante.

—¿Qué más se puede decir?

—¡Tres días!

—Dos —dice, levantando el índice y el pulgar— y pico.

—Podrías enfrentarte a cargos penales...

Suelta una risita burlona mientras se sacude el pelo, y noto cómo la semilla de la furia indignada se expande en mi pecho.

—¡Y qué más!

—¡Te vas a meter en un buen lío!

—La escuela no se atreverá a arriesgarse a la publicidad negativa que supondrían los cargos penales. Jamás lo harían —afirma con seguridad.

—¡Podrían expulsarte!

Ladea la cabeza, se aparta el pelo de la cara y levanta la barbilla.

—Lo dices como si fuera negativo.

—Katie Morton, yo... —No sé qué decir—. Estás...

—¿Estoy castigada?

—¡Vete a tu habitación!

—Gracias. Ya era hora.

La suelto y se aleja de mí con paso airado.

—Y puedes dejar tu tablet en la barra del desayuno, no la verás por un tiempo. —No es una gran victoria, pero aceptaré cualquier cosa que se me presente ahora.

Katie, con las dos manos, golpea la tablet contra la superficie al pasar; me alegro de haber comprado la funda de viaje a prueba de golpes, porque si no la pantalla ya estaría destrozada. Luego se va sin decir nada más.

El arrebato de ira disminuye, dejándome solo un dolor de cabeza palpitante. Me froto las palmas de las manos contra la cara y me las llevo a los ojos. Realmente siento que la estoy perdiendo. Que he fracasado.

A la mañana siguiente, me preparo para otra batalla cuando oigo el pitido del ascensor al cerrarse las puertas y Katie entra en la cocina, mirando a su alrededor y ahogando un bostezo. Lleva su omnipresente sudadera con capucha, toda una expresión de su estilo. Katie utiliza el ascensor, un añadido que Scott incluyó en los planos durante las reformas previas a nuestra mudanza. La casa es adosada, estrecha y con muchas escaleras, pero yo no lo uso, no desde que me quedé atrapada en él durante ocho horas aquella vez.

—Me pareció oír la voz de papá.

—Acaba de salir a correr, volverá pronto. ¿Tienes hambre?

Ella asiente y se sube a un taburete de la barra del desayuno. Supongo que se trata de una comunicación preadolescente que significa: «Mamá, por favor, ¿me preparas el desayuno?». Esta es una interacción clásica en la que ninguna de las dos quiere hablar de la cuestión más peliaguda: el comportamiento de mi hija.

Una de las razones por las que nos marchamos de Francia y volvimos al Reino Unido fue para que nuestros hijos crecieran con las mejores oportunidades a su alcance. Bueno, eso y que todos necesitábamos comenzar de nuevo. Ahora, la trayectoria de Katie amenaza con echar por tierra nuestros magníficos planes, y su propio futuro.

La tensión en la casa es palpable. Las pasiones están a flor de piel. A mi marido, Scott, y a mí nos cuesta comprender cómo hemos llegado a este punto, y aún más saber qué hacer para arreglar las cosas. Ambos tenemos carreras exigentes en el mundo de los medios que reclaman nuestra atención, mientras que nuestra hija parece empeñada en autodestruirse.

Todavía está castigada por su última fechoría en el colegio y, a este paso, lo seguirá estando hasta que cumpla los dieciocho. Al principio, Scott utilizó sus ejemplares dotes de negociador para que la escuela le ofreciera a Katie una suspensión de la ejecución cuando amenazaron con expulsarla, conmutando su castigo por una ausencia forzosa. Decidieron no acudir a las autoridades en aquella ocasión, gracias a Dios. Me imagino los titulares de los periódicos si lo hubieran hecho, aunque puede que tenga que enfrentarme a esos titulares de todos modos en algún momento. Pero sospecho que será por otros motivos, sin relación con mi hija.

Por alguna razón, dudo que esta vez vaya a librarse.

Así que tendremos que buscar otra solución para Katie mientras intentamos encontrar una escuela dispuesta a aceptarla. Las escuelas hablan entre ellas, sobre todo si se trata de una alumna expulsada por un incendio premeditado. Vale, incendio premeditado puede ser una descripción un poco extrema, pero es la postura de la escuela. Y no puedo culparlos.

Hace solo dos años, Katie era la niña más amable y cariñosa que uno se pueda imaginar, pero las cosas han cambiado. Sé que no debería consentirle todos los caprichos, pero no sé qué hacer, cómo actuar. Tengo miedo de empeorar las cosas.

Me siento tan fuera de mi elemento que es como si estuviera pataleando en medio del Pacífico para mantenerme a flote.

—¿Qué te apetece?

—Me da igual. ¿Tostadas y cereales?

—¡Marchando!

Entro en la despensa y vuelvo con dos rebanadas de pan integral para tostar. Me dirijo a la nevera, cojo un cartón de zumo de naranja y lo pongo delante de ella en la encimera con un vaso limpio justo cuando suena el timbre.

Al acercarme a la puerta, me doy cuenta de que aún no me he duchado ni vestido de forma adecuada. Como no quería despertar a Scott, me puse lo primero que tenía a mano cuando me levanté: un pantalón de chándal oversize y un jersey andrajoso, porque a primera hora todavía hace frío. Los fines de semana compartimos dormitorio, pero, cuando tengo que ir al estudio muy temprano, suelo dormir en la suite de invitados, en la última planta.

¿Quién diablos se presenta a estas horas un fin de semana? No solemos recibir visitas imprevistas.

Espero no haberme olvidado de algo importante, aunque no sería del todo extraño en mí. En junio tenía un torneo de tenis y se me fue totalmente de la cabeza. El tenis no es lo mío, pero nos apuntamos al club para mejorar los contactos de Scott. Scott es ejecutivo en el mundo de los medios de comunicación y encarga y desarrolla programas de televisión para estudios. Con tanta competencia como hay, conocer a las personas adecuadas y poder hablar con ellas casi en cualquier momento se ha convertido en algo esencial.

«Haz ejercicio —dicen—. Es bueno para tu salud mental». Estoy segura de que es cierto, pero cada vez que ponía un pie en el club, tras el suceso del que nunca hablamos, veía a la gente cuchichear sobre mí tapándose la boca con la mano. Scott insiste en que nadie lo sabe, y mi psiquiatra nunca comentaría con nadie lo que hablamos durante nuestras sesiones, ni siquiera con su mujer, pero veo cómo me miran. Todos se preguntan cómo una chiflada como yo ha acabado casada con un hombre como Scott.

Mi marido es guapo, encantador y carismático. Los hombres encantadores tienen la capacidad de hacer sentir a gusto a los demás y, de este modo, consiguen que hagas lo que quieren. Los hombres carismáticos, en cambio, no necesitan hacer eso porque te sentirás atraída hacia ellos, y harás lo que quieren sin que te lo pidan. En ocasiones —raramente— se conoce a alguien capaz de ambas cosas. Y ese es Scott. Hombres, mujeres, todos se rinden a sus pies. La verdad es que es algo digno de contemplar cuando se le ve en acción. Le resulta muy fácil.

Es un grupo social exclusivista, la gente del club de tenis y la del círculo de Scott en general. Si estás en la periferia, es un lugar solitario. Sonríen, te acogen con afecto, te invitan a determinados actos. No a todos, obviamente, no a los eventos más íntimos, pero a las grandes ocasiones, sin duda. Quieren acercarte lo suficiente para estimar tu valor, pero no tanto como para que seas uno de ellos. Todavía no. Quieren que te sientas cómodo en su presencia. Al fin y al cabo, tienen que poder ponerse detrás de ti antes de clavarte un cuchillo en la espalda.

Estoy segura de que nadie echó de menos verme jadeando y dando tumbos por la pista como si acabara de salir borracha de un geriátrico.

Aparto mis pensamientos sobre el círculo de tenis, llego a la puerta y miro por la mirilla. Quienquiera que sea, está de espaldas a mí. Veo gente en el parque de enfrente; están haciendo ejercicio con sus perros, creo. Tomo aire y abro la puerta.

Una mujer joven, de 1,65 o 1,70 metros de estatura, se gira y sonríe mientras se aparta de la cara un mechón arrastrado por una ráfaga de viento. Una ráfaga que hace crujir las hojas de las cuidadas macetas que tapan la bajada al acceso del sótano. Es morena, supongo que de veintitantos. Podría tener treinta y pocos, pero no se le ve ninguna de las arrugas que podrían delatarla.

—¡Buenos días! ¿La señora Morton? —pregunta con una sonrisa radiante y las manos juntas delante de ella sosteniendo una carpeta.

Lleva un pequeño bolso negro sobre un hombro. Sus dientes son de un blanco brillante, aunque no perfectos. Se los ha blanqueado, pero no ha ido a Turquía a hacer turismo dental. Lleva un traje pantalón azul marino y una blusa blanca, con lazos y volantes, y tacones sensatos.

—Beckett —replico con cortesía, sintiéndome increíblemente mal vestida de repente, y aprovecho la puerta para ocultarme de la vista. Debe haber venido para reunirse con Scott—. Me temo que mi marido no está —le digo, abriendo la puerta y haciéndole un gesto para que pase. Entra y yo me apresuro a cerrar antes de que la flor y nata de Chester Terrace me vea con mi atuendo grunge—. Pero volverá pronto.

—Gracias, señora Morton.

—Beckett.

—Ah, sí, Beckett. Disculpe. Sale usted en televisión, ¿verdad?

Asiento con la cabeza. Sigo usando mi apellido de soltera, para disgusto de Scott. Es una batalla que nunca ha sido capaz de abandonar, pero una de las pocas que yo he persistido en librar.

—Así es —contesto, ajustándome la ropa, aunque sé que mi aspecto general seguirá siendo el mismo.

—Me lo dijeron, pero me temo que últimamente no veo mucho la televisión. Además, he estado un tiempo viviendo fuera.

—Ah, ¿sí? —pregunto con vaga curiosidad—. ¿Dónde?

Ahora mira el vestíbulo, estudia la decoración, la mezcla de mármol y paneles de madera junto con el selecto mobiliario. Estoy acostumbrada a que la gente haga esto cuando visitan por primera vez nuestra casa. Debe parecerles que están entrando en un hotel boutique. El gusto de Scott es tal que la apariencia resulta suntuosa y discreta a la vez. En mi opinión, el modo en que él —o su diseñador de interiores— consiguió este efecto es algo similar a la alquimia.

—He estado trabajando en el extranjero —contesta, volviendo a centrarse en mí. Parece un poco avergonzada de que la haya sorprendido examinando nuestra casa y se sonroja ligeramente—. Los últimos sitios donde he estado han sido Francia y Suiza, y antes estuve en Sudamérica.

—¡Vaya, sí que ha dado vueltas por el mundo! —En cuanto el comentario sale de mi boca, me retracto—. No pretendía expresarme así...

—Está bien, señora Mort... Beckett. —Alarga el brazo y me pone la mano con delicadeza en el antebrazo. Tiene unas uñas impecables, pintadas de un rojo intenso a juego con su pintalabios, y el traje le queda de maravilla.

Su presentación es impresionante, pero eso es lo que cabe esperar de alguien que ha vivido y trabajado tanto en Francia como en Suiza. Las señoras del continente son muy meticulosas acerca de su aspecto. Unos pantalones de chándal y una sudadera no darían la talla en ninguno de los dos países, no para recibir visitas en la alta sociedad.

—Hola.

Nos giramos y vemos la cabeza de Katie asomando por la esquina de la cocina, mirándonos a las dos con desconfianza.

—Hola —le dice nuestra visitante a mi hija con una amplia sonrisa. Me doy cuenta de que no le he preguntado su nombre, lo que me parece muy grosero ahora.

—Katie, esta es... —La miro, esperando que me eche un cable.

—Deanna —contesta la mujer sin perder un segundo. Se adelanta y le tiende la mano derecha a Katie, que sale del santuario de la cocina y se limpia la palma de la mano en el muslo antes de aceptar el apretón.

—Katie —dice ella mientras se dan la mano.

—Encantada de conocerte, Katie. ¿Tienes crema de cacao en los labios? —Katie lo lame de inmediato, asintiendo—. También es una de mis cosas favoritas para desayunar. La crema de cacao con avellanas es mi preferida, siempre que no lleve aceite de palma.

—Utilizar aceite de palma es malísimo para el hábitat de los orangutanes —afirma Katie, entrecerrando los ojos.

—Así es, y por supuesto debemos hacer todo lo posible por reducir la tala de árboles para elaborar el aceite —dice Deanna con seguridad.

—El poder de los consumidores en acción —añade Katie, asintiendo con vehemencia—. Es la única forma de lograr el cambio a nivel corporativo.

No sabía que hubiese algo que le importara tanto; de hecho, pensaba que no había nada que le importase. Me pregunto si será uno de sus profesores el que le llena la cabeza con frases como estas. O eso, o sigue a algún activista en las redes sociales.

—Aunque —continúa Deanna sin perder un instante— los fabricantes se están espabilando y ahora le ponen otros nombres al aceite de palma en la lista de ingredientes para engañarnos.

—¡Pues a mí no me engañan! —dice Katie, triunfante, y probablemente tenga razón. Katie no tiene un pelo de tonta—. ¿Has venido a ver a mi padre?

—Sí —responde Deanna—, exacto.

—¿Te apetece un zumo de naranja mientras esperas?

Deanna me mira. Le hago un gesto para que acepte la invitación, y ella sonríe.

—Sí, me encantaría.

Katie la coge de la mano y tira de ella hacia la cocina. Deanna me devuelve una mirada incómoda y casi tropieza, pero parece contenta mientras Katie se la lleva.

Nunca había visto a Katie tratar a alguien con tanto cariño.

Desde luego, conmigo no es tan simpática. Lleva mucho tiempo sin serlo.

2

Katie tiene a Deanna sentada a su lado en la barra del desayuno. La corteza de su tostada está en el plato, que ha empujado hasta el borde de la encimera. En circunstancias normales, no aprobaría que desayunase una tostada con crema de cacao, pero últimamente tengo que elegir mis batallas con cuidado. Si no, estaríamos en una guerra continua.

Recojo la mesa mientras las dos examinan un mapa que Katie ha sacado de un atlas que no sabía que tenía. Ver a mi hija tan entusiasmada señalando regiones, montañas y ríos es increíble. Debe haber acumulado bastantes conocimientos durante su asistencia a la escuela. No sé de dónde sacaba tiempo entre los castigos después de clase y las tareas que le asignaban.

Deanna, por su parte, parece muy cómoda, inclinada junto a Katie y mostrando lo que parece ser un auténtico interés. Incluso emite sonidos de ánimo en los momentos adecuados, una habilidad que ojalá tuviera yo. La he aprendido —he aprendido a fingirla, para ser sincera— porque ha sido necesario en mi puesto. Todos los días tenemos que entrevistar al menos a un invitado, si no a dos o más, y eso sin contar a los políticos que hacen la ronda matinal de televisiones con el discurso del día. Yo puedo fingirla de muchas maneras, pero reconozco que Deanna tiene un talento innato.

Estoy poniendo los cacharros del desayuno en el lavavajillas cuando Chas entra en la cocina.

—Hala, qué incorporación más mona.

Lo miro reprobadora, haciendo caso omiso de que me recuerda a un muerto viviente, delgado, rozando lo demacrado y pálido. Es evidente que ha estado saliendo demasiado de fiesta y que tiene una gran falta de sueño, pero, teniendo en cuenta a qué hora se acostó, me impresiona que esté despierto, ya que ni siquiera es mediodía. El pelo lacio le tapa la cara y se lo aparta, lamiéndose un momento los labios secos mientras mira al otro lado de la habitación.

Inclina la cabeza hacia su hermana y Deanna, y baja la voz hacia mí:

—¿Quién es la... la... eh... morena?

—¿Es así como te educaron para hablar de las mujeres?

—Eh, no, pero...

Levanta la mano y hace un gesto subrepticio hacia ella, como para señalar lo obvio, justo cuando Deanna levanta la cabeza, mira en nuestra dirección y sonríe. Chas se sonroja al instante y le devuelve la sonrisa, convirtiendo el gesto de su mano en un minisaludo.

Chas tiene razón, Deanna es atractiva. Ha dedicado tiempo a peinar su melena oscura, que cuelga en ondas que le sobrepasan los hombros. Lleva tanto un corte como un peinado a capas. Yo tardaría una hora en conseguir ese look, y no estoy segura de que me quedara tan bien como a ella.

Su maquillaje también está perfectamente aplicado. Estoy segura de que la mayoría de los hombres de mi vida actual, y de la anterior, dirían que tiene una belleza natural y que no necesita maquillaje. Sin embargo, las mujeres sabemos que no es así. Se necesita mucha habilidad para aplicar el maquillaje de modo que el ojo inexperto no lo note y parezca solo un poco de pintalabios y nada más. No es que Deanna lleve la cara cubierta de maquillaje, ni mucho menos, pero ha conseguido ese aspecto tan codiciado: la belleza discreta.

—Cierra la boca, Chas, estás babeando.

—¿Eh?

Le doy un codazo en el costado y se sobresalta, sorprendido. Deanna finge no darse cuenta, una sonrisa juguetea en sus labios, pero Stevie Wonder habría visto la reacción de mi hijo ante ella.

—También podrías considerar vestirte.

Chas se mira a sí mismo, horrorizado.

—¡Mierda! —dice en voz baja—. Podías haberme avisado de que teníamos visita.

Para asegurarme de que no nos oyen, atraigo a Chas hacia mí. Scott se sentiría desolado si su reunión empezara por tener que disculparse por el comportamiento de su hijo.

—Deberías encontrar una chica de tu edad.

—Una mujer mayor tiene ventajas —susurra con una sonrisa. Le doy otro codazo, esta vez más fuerte—. ¡Ay! —Tanto Deanna como Katie levantan entonces la vista y yo sonrío con dulzura mientras Chas se frota la caja torácica—. Voy a darme una ducha.

—¡Que sea fría! —le digo. Deanna me mira con curiosidad—. Decía que si quiere tomar algo. ¿Una bebida caliente o algo frío?

—No, gracias, señora Beckett. Estoy bien.

—Scott volverá pronto.

Ella asiente con una sonrisa, antes de que Katie le señale algo más. Al inclinarse, arranca una sonrisa a mi hija de doce años, y no puedo evitar que una punzada de celos me recorra el pecho.

Oigo abrirse la puerta principal y salgo al vestíbulo. Scott tiene una mano apoyada en el costado, a la altura de la cintura, y toma sorbos de una botella de agua; suda por el esfuerzo, pero, aparte de eso, es la viva imagen de la tranquilidad. Su camiseta se ciñe al pecho, acentuando su impresionante físico, y, a pesar de la apariencia de calma, respira con dificultad. Scott entrena en el gimnasio dos o tres veces por semana, pero me alegro de que busque una complexión atlética en lugar de ir a por el músculo, que parece ser la tendencia hoy en día.

—¿Cómo te ha ido?

—Como esperaba. He rebajado en treinta segundos mi mejor marca.

—Estupendo. —Miro hacia la cocina—. Hay alguien aquí...

—Tengo que ducharme antes de mi videollamada.

Scott es lo que cualquiera clasificaría como un adicto al trabajo, pero le apasiona lo que hace. Exige lo mejor de sí mismo y de quienes le rodean, incluida su familia. Sé que no trabajará todo el día, pero, si hace falta, siempre sacará tiempo. Pasa deprisa junto a mí, me pone una mano en la cintura y me besa en la mejilla antes de alejarse y subir las escaleras de dos en dos.

—Pero hay...

Estoy un poco confusa, pero regreso a la cocina. Deanna me sonríe, se baja del taburete y se acerca:

—Lo siento, pero no esperaba que las cosas fueran tan informales. Pensaba que haríamos la entrevista hoy.

—¿La entrevista?

—Sí, la agencia dijo que urgía y, bueno, yo estoy aquí y disponible, así que...

—¿La agencia?

—Para un tutor, ¿para su hija? —contesta Deanna—. Tamsin concertó una entrevista para esta mañana. Dijo que estarían los dos aquí, usted y su marido.

—¿Tamsin? ¿La envía Tamsin? —Deanna esboza una sonrisa nerviosa y asiente. Debo llevar la confusión escrita en la cara.

—Sí, exacto. —Sus ojos se entrecierran—. Sabía que iba a venir, ¿no? Tamsin dijo que había hablado con...

—Sí, claro —miento—. No pasa nada. —Me miro ahora, cohibida—. Me habría vestido, bueno, estoy vestida, obviamente, pero...

—Está bien, señora Beckett.

—Sophie. Llámeme Sophie, por favor.

—Puedo quedarme con Katie —dice, mirando a mi hija, quien asiente taciturna en su dirección—, si quiere ir a cambiarse o hacer algo. Tendríamos un poco de tiempo para ver si nos llevamos bien.

—Sí, gracias. —Las miro a las dos, preguntándome por qué Scott no me había mencionado nada de esto—. Solo será un minuto.

Salgo de la cocina y subo dos tramos de escaleras. El sonido del agua corriente me saluda desde el baño de nuestro dormitorio en suite; Scott se está duchando. Abro mi armario y saco algo medio decente que ponerme: una falda burdeos y una blusa crema. Son muchas las preguntas que me rondan por la cabeza. ¿Es esto lo que Katie necesita? ¿Serán las clases en casa mejores para ella que la escuela? ¿Cuáles son las cualificaciones de Deanna? ¿Por qué Scott no me comentó nada ayer? Debió organizarlo muy rápido, en medio de la oleada de pánico tras la expulsión de Katie y todos sus esfuerzos por evitar que la escuela denunciara el caso en la policía.

Supongo que la pregunta más importante ya ha quedado contestada, teniendo en cuenta cómo ha establecido un vínculo al instante con Katie. La mitad de la batalla con mi hija es conseguir que se ponga las pilas. Desde hace seis meses, como mínimo, es el equivalente nacional a una guerra de trincheras, pero incluso con menos probabilidades de moverse.

Aunque Deanna parece joven. ¿O es mi vanidad la que se interpone?

Scott aparece en el vestidor, recién salido del baño, con una toalla alrededor de la cintura. Se sobresalta un momento por mi presencia, pero enseguida se le dibuja en la cara su sonrisa fácil.

—No te he oído entrar.

—Tenemos una tutora abajo. La ha enviado Tamsin —le digo.

—¡Qué bien!

—¿Cuándo... —quiero expresarme con diplomacia— ibas a decírmelo?

—¿El qué?

—Lo de contratar a un tutor.

Scott se ríe un instante y luego frunce el ceño.

—Lo hablamos.

—¿Estás seguro?

Se ríe de nuevo, ahora un poco incrédulo.

—Ayer, ¿recuerdas? Cuando volví a casa temprano para discutir lo que íbamos a hacer.

—Ah, cierto —digo, frunciendo el ceño. Recuerdo que se plantearon opciones, pero no se tomó ninguna decisión—. Supongo que se me olvidó.

—¿Se te olvidó? —Scott arquea las cejas mientras elige lo que se va a poner.

—No importa. En cualquier caso, está abajo.

—Bien. —Duda antes de deslizar los brazos por las mangas de una camisa blanca y empezar a abotonársela. Es entallada y se ajusta a su atlética figura—. Mira, Tamsin sabe lo que hay. Su agencia tiene unas recomendaciones excelentes, y tenemos que hacer algo rápido, sea cual sea el resultado del Consejo Escolar. Katie ya ha faltado mucho a clase este año, y no podemos permitir que se retrase.

—Vale, tienes razón.

Scott termina de abotonarse la camisa y deja los dos botones de arriba abiertos. Se acerca a mí, posa las manos con delicadeza en mis caderas, tirando de mí hacia él, y me mira a los ojos:

—Sé que parece precipitado, pero, sinceramente, hemos tenido mucha suerte. Tamsin dice que hay tanta demanda de educadores de calidad que las opciones a tiempo completo escasean. Muchos de los tutores particulares también enseñan en los colegios, así que espera a que se empiece a correr la voz de la reputación de Katie. Nadie la aceptará a menos que paguemos el triple. —Me aprieta con más fuerza la cintura—. Todo va a ir bien, ya verás. ¿Vale?

Levanta las cejas, inclinando la cabeza. Lo miro a los ojos y me complace con su sonrisita pícara. Inclino la cabeza y asiento.

—Vale.

—Perfecto. Entonces, ¿te gusta?

Hace una pausa, sus cejas se fruncen.

—¿Deanna? Sí. Parece simpática.

—Genial. Pues voy a hacer la llamada y luego bajo.

Examina el perchero de prendas pulcramente planchadas en su lado del armario y selecciona unos pantalones de tweed a cuadros grises con un chaleco a juego. Está guapísimo con esa combinación. Para ser sincera, a él le queda bien cualquier combinación.

Extiendo mi ropa sobre la cama y entro en el cuarto de baño. Scott se está arreglando el pelo oscuro, lo que no le lleva más que unos breves instantes: se pone un poco de cera, luego dos pasadas de peine y listo. ¡Qué irritante que pueda hacerlo tan rápido! Admiro su reflejo en el espejo y, mientras me recojo el pelo, me doy cuenta de que se me ven las raíces antes de dirigirme a la ducha.

Abro el grifo y el agua aún está caliente por la ducha de Scott. Paso el mínimo tiempo posible lavándome, procurando no mojarme el pelo. No suelo molestarme en secarlo si no voy a trabajar o a socializar, pero hoy, con Deanna abajo esperando, tengo menos tiempo y más motivación para no ser eclipsada en mi propia casa. Patético, vanidoso y un reflejo de mis actuales niveles de autoestima, sí, pero es como me siento.

Duchada y seca, me pongo la ropa, que me aprieta más de lo que recordaba. Al examinarme en el espejo de cuerpo entero que hay en una esquina del vestidor, veo que mis esfuerzos por evitar el encrespamiento natural de mi cabello han sido en vano. La humedad ha hecho que parezca que acabo de volver de un día en la playa. Tendrá que servir. Salvo la situación lo mejor que puedo, me pongo un poco de labial, nada demasiado excesivo, y estoy lista para enfrentarme al mundo.

Me llegan las voces a través de la escalera, llenas de energía y buen humor. Oigo a Katie carcajearse de algo, y me doy cuenta de que hace tanto tiempo que no escucho ese sonido —su risa— que no recuerdo cuándo fue la última vez. Es alegre para mis oídos, solo que yo no estoy presente. Al llegar al pie de la escalera, me miro en el espejo del vestíbulo. No me veo nada mal.

Cuando entro en la cocina, Katie ya no está en la barra del desayuno, sino sentada en la mesa que a veces utilizamos para comer, al fondo de la cocina. Las ventanas de guillotina están abiertas y se oye el suave zumbido del tráfico que entra desde el exterior, interrumpido por charlas y risas. Deanna está junto a Katie, y Chas ocupa una cabecera de la mesa. Scott está sentado en la otra, a la derecha de Deanna. Todos parecen muy relajados y cómodos mientras se ríen de algo que ha dicho Scott. Deanna alarga la mano para tocar el antebrazo de Scott, atrayendo su atención hacia ella, y él sonríe con calidez.

Me doy cuenta de que he estado aguantando la respiración y exhalo con fuerza mientras doy un paso adelante y tropiezo con la pata de uno de los taburetes de la barra. Hago una mueca de dolor, intentando reprimir un aullido. Scott me mira, seguido poco después por todos los demás.

—¿Estás bien, cariño? —pregunta.

No sé cuánto tiempo llevo mirándolos.

—S-sí, claro.

Scott se levanta y viene hacia mí mientras Katie señala con el dedo algo en su libro, y vuelve a reírse alegremente. Deanna le da un codazo juguetón y hasta Chas sonríe. ¿Qué ha puesto alguien en el agua esta mañana?

—¿Seguro que estás bien? Estás un poco pálida.

Lo miro a los ojos. Tiene una expresión extraña cuando se acerca y me pone una mano en el hombro mientras intento aliviar el dolor del dedo del pie, haciendo equilibrios sobre el otro. Alterno la mirada entre él y nuestros hijos, y él se inclina y me besa en la mejilla mientras yo me enderezo y piso el suelo con cautela.

Por encima de su hombro veo a Deanna mirándonos. Sus ojos se encuentran con los míos y no soy capaz de interpretar su expresión, pero me sostiene la mirada durante más tiempo del que me parece cómodo, antes de apartar la vista y volver a centrar su atención en mi hija.

3

—¿Sophie? —dice Scott, apretándome con suavidad el hombro para llamar mi atención.

—Estoy bien, de verdad.

—Ven y siéntate —dice, sacándome de la cocina, y me lleva de nuevo al vestíbulo, donde me guía hasta el banco que hay bajo las escaleras—. Estás pálida —repite, tocándome la frente—. ¿Estarás incubando algo?

—No creo. Estoy bien. —Al menos, estaba bien hasta hace una hora—. No he dormido bien. —Es cierto, aunque hace semanas que no duermo bien—. Se me pasará enseguida.

—¿Te has tomado la...?

Levanto la mano.

—Sabes que no me gusta...

—Lo sé, pero ya sabes lo que dijo el doctor Sheldon.

—Estoy bien, solo dame un minuto.

Scott asiente, taciturno, y veo que no está impresionado, pero, si me tomara todo lo que me recetó el doctor Sheldon, traquetearía al subir y bajar las escaleras.

—De acuerdo. Es tu cuerpo. —Lo miro, pero él rehúye mi mirada. Es evidente que no le parece bien.

—Iba corriendo, eso es todo. Además, no he desayunado todavía.

—Sophie, sé que tienes mucho trabajo y entiendo que quieras perder peso, pero tienes que dejar de saltarte comidas.

—No me estoy saltando comidas, es solo que me despisté con Katie y luego llegó Deanna. —Estoy deseando desviar el foco de la conversación de mí—. ¿Qué tal te llevas con ella? —Oigo la envidia apenas disimulada en mi tono, y espero que Scott no la detecte. No parece darse cuenta, y se me ocurre una idea—. Pensaba que tenías una reunión.

—Sí. Se ha aplazado porque le han adelantado el vuelo. Es frustrante, pero le haremos un hueco después, aunque es probable que sea a última hora de la tarde.

—Ah, vale.

—En cuanto a Dee... —Mira hacia la cocina.

—¿Dee?

La expresión de Scott se altera y arquea una ceja.

—Eh, Deanna. Le gusta que la llamen Dee. En realidad, su nombre es Deianira, pero Deanna es la forma inglesa, así que se ha quedado con ella para que le resulte más fácil a la gente.

Desde luego, se han conocido rápidamente.

—Ya veo, ¿y Dee es para los que no soportan los nombres de más de una sílaba?

Scott respira hondo y ladea la cabeza de esa manera —como hace siempre que Katie llega a casa con otra carta de su profesor—, y yo me siento igual que debió sentirse nuestra hija, como una decepción.

—Es importante que se sienta cómoda.

—Yo no soy de acortar los nombres, así que me quedaré con Deanna si a ti no te importa.

Scott entrecierra los ojos, divertido.

—¿Cómo? No te gusta acortar los nombres, ¿eh? ¿Como Katie y Chas, por ejemplo?

—Son nombres de niños, y, además, son nuestros hijos. Es diferente.

—Sí, tienes razón —dice sonriendo—. Completamente diferente.

—¡Pues sí!

—Por supuesto. —Asiente—. Totalmente diferente.

—¿Te gusta, entonces? —pregunto, cambiando de tema.

—Sus credenciales son impecables —dice, mirando hacia la cocina mientras oímos a los tres reírse de algún chiste—, y he ojeado su currículum y es excelente. Ya está mejorando el acento francés de Katie.

—Trabaja rápido. Solo lleva aquí unos minutos.

Creo que he logrado evitar el toque de amargura en mi tono. Scott me mira y finge una mueca de dolor. Tal vez no lo he logrado.

—Ven a ver qué te parece. Si no estás de acuerdo...

—Entonces, ya lo has decidido, ¿quieres contratarla?

Scott se encoge de hombros de esa manera en que lo hace cuando quiere parecer que no se ha decidido, pero, en realidad, ya lo ha hecho y solo está esperando a que yo llegue a la misma conclusión.

—Parece un soplo de aire fresco, la verdad.

—Pero tenemos que comprobar las referencias sin falta.

—Por supuesto —dice con calma—, pero, solo con que cumpla la mitad de lo que figura en su currículum, creo que ya habremos encontrado la respuesta a nuestros problemas.

—Dicen que el setenta por ciento del currículum de cualquiera es mentira.

—¿Eso dicen? —Se levanta, me tiende la mano y me ayuda a ponerme de pie. Me siento bastante inestable; debería comer algo. Scott se da cuenta—. ¿Seguro que estás bien? ¿Podría llamar al médico y que nos aconseje?

—No es necesario, de verdad. Solo estoy un poco cansada, ya se me pasará.

—Si mañana sigues así...

—Entonces, puedes llamar al doctor Mengele, y con gusto le haré una visita.

Scott suspira. Nunca ha compartido mi sentido del humor respecto a nuestro médico de familia. Resulta que se llama Joseph, y la asociación con Mengele se me ha quedado grabada en la cabeza para siempre. La verdad es que no me gusta que los médicos me digan lo que tengo que pensar o hacer. Siempre dan la impresión de saber más que nadie —arrogancia profesional, quizá— y más que yo en particular. Y no me gusta.

—Vamos —dice Scott, deslizando el brazo alrededor de mi cintura (espero que de forma cariñosa y no por miedo a que me desmaye), y caminamos juntos de vuelta a la cocina.

Casi chocamos con Deanna al doblar la esquina.

—Lo siento. Solo venía a ver si todo iba bien —dice, sonriéndome con preocupación en los ojos.

—Estamos bien —contesto, devolviéndole la sonrisa—. Solo necesitábamos un momento.

Soy consciente de que el estamos de la frase es un poco como un plural mayestático, pero hace apenas cinco minutos que conozco a esta mujer. Por alguna razón, ahora parece más joven. Quizá sea la luz de esta parte de la casa. Puede que mi instinto estuviera en lo cierto al decirme que era una veinteañera, pero yo había supuesto —o deseado— que estaba en el final de la tercera década.

—Qué bien. Por un momento me preocupó. —La escruto. ¿También es graduada en Medicina?—. Me encanta su casa.

Mira más allá de Scott, sus ojos se encuentran con los míos y se detienen brevemente antes de echar un vistazo a la cocina y luego al vestíbulo. Ya me ha dicho todo esto antes, cuando ha llegado. ¿De verdad hace falta una segunda tanda de adulación?

—Gracias —dice Scott—. Fue una especie de proyecto personal renovarla y darle un nuevo aire manteniendo las características de la época. —Tengo que reconocerlo, Deanna sabe qué teclas pulsar para embelesar a mi marido—. Además, está catalogada, así que teníamos que hacerlo bien.

—Han hecho un trabajo extraordinario, es impresionante. Estoy deseando ver el resto de la casa... —Se detiene y levanta una mano—. Lo siento, normalmente no soy tan atrevida. Acabo de llegar y apenas he hablado con la señora Beckett, pero siento una verdadera conexión con ustedes y su familia.

«¿De verdad? —pienso—. ¿O ves una conexión con mi marido?».

—Sophie está bien, estoy seguro —dice Scott, y me mira de reojo, buscando un gesto que lo corrobore. Soy reticente. Como ella misma ha dicho, acaba de llegar.

—Tendremos que comprobar sus referencias...

—Sophie —dice Scott, y vuelve a ladear la cabeza con su estilo típico, pero pienso mantenerme firme.

Me resulta algo irritante que Deanna esté de acuerdo conmigo.

—¡Por supuesto! Yo tampoco dejaría que una completa desconocida tuviera acceso total a la persona más preciada de mi familia sin comprobarlo todo como es debido. Es usted demasiado inteligente para eso, señor Morton.

Sí, es irritantemente agradable.

—Será una mera formalidad, estoy seguro —afirma Scott, clavando los ojos en mí. Sonrío, como cuando se enciende la luz roja encima de la cámara en el estudio, y asiento con firmeza.

—Una mera formalidad —repito, y la sonrisa de Deanna vacila durante una fracción de segundo antes de ensancharse.

Katie aparece a nuestro lado y mira a Deanna casi desde su misma altura. A veces olvido lo rápido que crece.

—No te irás, ¿verdad? —le pregunta Katie.

Deanna la mira a los ojos y luego nos observa a Scott y a mí.

—No sé si tus padres tienen más preguntas para mí, en especial tu madre. —La miro con desconfianza—. En realidad, no hemos tenido oportunidad de conocernos, ¿verdad?

—Yo no tengo más preguntas —dice Scott, y luego me mira intencionadamente—. Ya he visto lo suficiente. ¿Y tú?

—Yo tampoco tengo más preguntas, la verdad es que no. —Miro a Deanna—. Si mi marido ya ha cubierto todos los frentes..., pero, como le decía, revisaremos su currículum y verificaremos las referencias.

—Que tienen una pinta estupenda, por cierto —dice Scott.

Deanna se sonroja.

—Gracias, señor Morton.

—Scott —dice, tendiéndole la mano, y ella la coge. Scott posa también su mano izquierda encima y sonríe—. Me parece que sabes que tenemos una situación algo delicada aquí —dice, mirando a Katie—, y necesitamos a alguien como tú. Creo que vais a congeniar, así que no te preocupes.

Vale, ya puedes soltarle la mano, y tú también puedes apartarte, Deanna. Cuando quieras.

—Entonces, ¿puedo enseñarle a Dee mi dormitorio y el resto de la casa? —pregunta Katie, mirando a su padre y luego a mí, como si se le hubiera ocurrido sobre la marcha, estoy segura.

Scott le suelta la mano, finalmente. ¿Ya le ofrecen a Deanna acceso a la habitación de Katie? Katie me frunce el ceño si me atrevo a entrar sin invitación. Tal vez esa sea la cuestión, no estoy invitada.

—No veo por qué no —dice Scott, y yo sonrío, consciente de las patas de gallo que surcan mi cara.

Deanna sigue a una encantada Katie y nos lanza una mirada de disculpa a los dos. Scott me mira.

—¿Tienes dudas?

—Acabo de conocer a la chica.

—La mujer.

—¿Cómo?

—Es una mujer, no una chica. No deberíamos menospreciarla solo porque sea un poco más joven que...

—¿Que quién, yo? —pregunto, pero Scott se salva por la llegada de Chas.

—Bueno, tiene mi voto —dice sonriendo. Huelo algo diferente en nuestro chico de dieciocho años. Creo que es una mezcla de desodorante en espray y algo más familiar, la colonia de Scott.

—Ya veo la influencia positiva que ha tenido en ti, Charles. —Me mira con perplejidad—. Quizá ella también pueda subir tus notas.

Chas ladea la cabeza.

—Por mí perfecto. Pero estoy bordando los exámenes, y lo sabes.

—Lárgate, anda —le digo, golpeándolo suavemente con el dorso de la mano. Lo esquiva con destreza y sale trotando de la cocina hacia atrás, cogiendo una manzana del frutero al pasar y ofreciéndola al aire en un gesto de saludo acompañado de una sonrisa.

—Son tres votos a favor —dice Scott. Pongo los ojos en blanco y él me lanza una mirada de disculpa—. Solo era un comentario.

—Solo era un comentario —repito, negando con la cabeza.

A regañadientes, debo admitir que Deanna parece perfecta. Supongo que no estaría aquí si no estuviera cualificada, y si tiene a Katie de su parte, seguramente dure más de quince días. Es muy poco probable que podamos conseguir que Katie vuelva a otro colegio que no sea público, e incluso ellos podrían rechazarla. No, creo que necesitaremos a Deanna, o a alguien similar, en todo caso.

Sin embargo, no logro deshacerme de esta sensación de inquietud. Algo no encaja en mi familia. Puede que no sea por Deanna; es una sensación que tengo desde hace algún tiempo. Eso no quiere decir que la vida sea o haya sido desagradable, pero nuestra vida familiar ha seguido una tendencia a la baja, sin duda, como si lo hiciéramos todo de forma mecánica. Estoy segura de que esto es bastante común en cualquier matrimonio. Al principio todo es excitante, estar juntos, sentir el contacto del otro es lo más emocionante. Para nosotros fue así. No, eso no dura y, cuando se añaden los hijos y las carreras profesionales, la vida se vuelve más prosaica. Aun así, debería seguir habiendo una chispa entre nosotros, o algo que nos diferencie de ser tan solo compañeros de piso, de compartir espacio físico, pero con una conexión emocional cada vez menor. ¿Cuándo sucedió?

Es casi como si hubiera un reloj marcando una cuenta atrás estos últimos años, y, de vez en cuando, desaparece algo de nuestra relación. No sé qué pasará cuando lleguemos a cero.

Noto que la mirada de Scott se detiene en Deanna y Katie cuando rodean el descansillo y empiezan a subir las escaleras hasta perderse de vista.

No cabe duda de que Deanna ha captado su atención.

4

Lunes

El lunes es citado como el día más impopular de la semana en la mayoría de las encuestas. Es lógico, para cualquiera que no trabaje en turnos rotativos, en el comercio o la hostelería. Para esas personas, el lunes puede ser un día de descanso. Aunque ¿qué harías con un lunes en el que todo el mundo que conoces está probablemente en el trabajo? Así que nada de vida social, y buena suerte si te atreves a ir al cine y a que el personal te considere un rarito.

Mi alarma suena a las tres de la mañana. Aunque te encante tu trabajo —y a mí me encanta—, es una hora intempestiva para salir a la superficie. Puedo perdonarlo si significa ir a un aeropuerto para pasar un fin de semana largo en Dubái, pero cruzar Londres de madrugada... No, gracias. Aparto el edredón y me preparo para recibir el fresco de la noche. No hace mucho frío, pero tiendo a dormir con la ventana abierta cuando duermo sola, porque si no el aire viciado me da dolor de cabeza. También estoy cansada, pues, una vez más, me costó conciliar el bendito sueño, tras haberme retirado poco después de las siete la pasada noche, y siempre siento más el frío cuando estoy cansada.