La venganza de las almas - Bernardo Martorella - E-Book

La venganza de las almas E-Book

Bernardo Martorella

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Beschreibung

El crimen no resuelto de una familia, sucedido en los años setenta, enfrenta a Armando y a su sobrino Julián a un terrible desafío: dilucidar quién fue el asesino y en dónde están los cuerpos. Para ello, cuentan con las pistas que los espíritus de esas personas les van dejando ante sus propias narices. Ambos saben que descubrir la verdad será la única forma de que esas almas puedan encontrar el paso al infinito. Sin embargo, lo que comienza como un emblema de esperanza y progreso pronto se ve envuelto en una serie de eventos inquietantes. La obra teje una trama donde los secretos del pasado y las alianzas presentes se entrelazan, desafiando la moralidad de sus personajes y llevando al lector a cuestionar la delgada línea entre la vida y la muerte.

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BERNARDO MARTORELLA

La venganza de las almas

Martorella, Bernardo La venganza de las almas / Bernardo Martorella. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4916-7

1. Novelas. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Índice de contenido

Prólogo

Capítulo 1 Las preguntas de Armando

Capítulo 2 Julián

Capítulo 3 El hombre rubio y el niño

Capítulo 4 No van a querer que lleguen

Capítulo 5 Los primeros obstáculos

Capítulo 6 Sucesos trascendentes

Capítulo 7 ¿Creés en fantasmas?

Capítulo 8 Vuelta de tuerca.

Capítulo 9 Encuentros inesperados

Capítulo 10 “No insistan, no sigan buscando”

Capítulo 11 Las piezas del rompecabezas

Capítulo 12 ¿Y el menor de la familia?

Capítulo 13 Una visión reveladora

Capítulo 14 El pozo

Capítulo 15 La amenaza

Capítulo 16 Cada vez más cerca

Capítulo 17 El dueño de la alpina

Capítulo 18 Al acecho

Capítulo 19 La rebeldía de Samuel

Capítulo 20 Cambios de planes

Capítulo 21 La verdad es revelada

Capítulo 22 Hacia el ocaso

Capítulo 23 Las almas

Epílogo

Para mis padrinos Nora y Antonio

Prólogo

Mar del Plata, miércoles 14 de julio de 1971

El doctor Adolfo Pedretti observó a sus colegas y sintió cierto orgullo por el emprendimiento que estaban poniendo en marcha. No era el más viejo de todos, pero, analizándolo desde el acopio de experiencias laborales, podía llamárselo un veterano en la medicina marplatense. Carlos Lorenzo e Indalecio Valderrama le devolvieron sendas miradas teñidas de admiración y se estrecharon sus manos con firmeza. Comenzaba la proyección de un hospital que, además de servir a la ciudad, les otorgaría la oportunidad de afianzar cierta fortuna.

Sin embargo, las buenas voluntades no se hicieron presentes con la prontitud que Pedretti y sus colegas esperaban. Las gestiones fueron muchas, más de las que ellos habían previsto; el recorrido se tornó interminable y la meta fijada, inalcanzable. Organizaban fiestas benéficas, invocando el nombre del Hospital Privado Metropolitano; solicitaban colaboraciones a grandes empresas, topándose con gerentes frívolos y despojados de todo interés por un centro de salud de tal magnitud. Otros accedían, prometiendo donaciones portentosas que, a la postre, terminaban siendo premios propios de una rifa escolar. Los doctores sabían el riesgo que corrían: convertirse en el hazmerreír del ambiente médico de la ciudad. Si eso sucedía, perderían prestigio y credibilidad.

En el último trimestre de 1972, octubre para ser precisos, la suerte de los tres galenos dio un vuelco radical. Dos socios del grupo Sánchez y Sánchez, dueños absolutos de la mayor cadena de supermercados de Mar del Plata, escucharon en una fiesta de premiación de grandes empresarios, a dos de ellos mantener una conversación que giraba en torno a unos médicos locos. Entre risotadas y gestos burlones, se referían a que esos profesionales de la salud buscaban apoyo para iniciar la construcción de un nuevo hospital en la zona.

—¡Imaginate! Un hospital privado de semejantes dimensiones... Las cosas no están para eso... ¿Quién les querrá ayudar con esa chifladura?

Los representantes del grupo Sánchez y Sánchez no tardaron en averiguar de quiénes se trataba. Otorgar un importante subsidio para el objetivo que albergaban esos doctores significaría proyectarse, no sólo como una empresa comercial, sino también, posicionarse en un rol de benefactores de la comunidad.

La llamada llegó esa mañana del décimo mes, una jornada helada en la ciudad; Pedretti escuchó con atención, mientras las manos le temblaban. Ignoraba si era a causa del frío o de los nervios.

—¿Doctor Adolfo Pedretti? Buenos días. Soy el representante de la firma Sánchez y Sánchez. Estamos más que interesados en darle apoyo a su proyecto para la construcción del Hospital Privado Metropolitano...

Al finalizar la charla, marcó rápidamente el número de Lorenzo y lo puso al tanto. Hubo algarabía, gritos desenfrenados y hurras por doquier. Debían reunirse con Valderrama lo antes posible; urgía arreglar todo e iniciar los trámites para las licitaciones. El grupo Sánchez y Sánchez se iba a hacer cargo de la construcción de hospital y solicitaban ser los únicos benefactores de la iniciativa. Apremiaba el tiempo; Pedretti temía que sugieran arrepentimientos.

Ninguno de los involucrados en el proyecto dimitió; al contrario, los compromisos se profundizaron. Y con suma felicidad para los tres médicos que encabezaban la Cooperativa, en marzo de 1973 se dio inicio a la obra. Inclusive, hicieron un llamado anticipado a concurso destinado a médicos de diferentes especialidades, enfermeros y personal necesario para cubrir los cargos que se crearían.

A pesar de las demoras previas, la empresa constructora que había ganado la licitación aseguró que la inauguración del Hospital Privado Metropolitano se concretaría en la fecha planificada: mayo de 1975.

Mar del Plata, sábado 16 de junio de 1973

La tarde del sábado 16 de junio de 1973, Mar del Plata había amanecido fría y así se mantuvo durante todo el día. El final de la jornada prometía ser helado y desapacible. Alicia Ibáñez de Yanni entró al supermercado con sus dos hijos, Manuela y Marianito, y aflojó un poco los botones de su Montgomery. La joven, de no más de veintiocho años, desplazó sus cabellos castaños oscuros hacia atrás y dejó ver un rostro bello de piel blanca. Sus pequeños jugueteaban por detrás de ella y, repentinamente, corrieron hacia el sector de los carros; les encantaba que su madre los subiera a cada uno por turno y los acarreara por los pasillos del centro comercial.

Manuela era una niña rubia de ocho años, muy sagaz para su edad y con una capacidad de conversar todo el tiempo. Marianito, por su parte, de tan sólo tres, evidenciaba también una inteligencia precoz. Sin embargo, Alicia recurría bastante al pediatra con él, debido a su bajo peso.

Antes de internarse entre las góndolas, se tomó un momento para desabrochar los abrigos de sus retoños. En el gran mercado no se sentía tanto el frío como afuera.

Caminó entre las estanterías despreocupada, viendo qué mercadería tenía que comprar. Llevaría productos para los próximos quince días y además debía adquirir insumos para la cena de esa velada. Sería una reunión familiar necesaria, en compañía de sus hijos y su marido.

Ahora se sentía una mujer responsable y centrada; pudo solucionar un problema apremiante y eso era muy bueno. Desde una semana atrás, sus inquietudes habían terminado y se aventuraba un futuro feliz.

Recorrieron el sector de vinos, entre retos y llamados de atención porque los chicos se aventuraban por otros lugares; por ejemplo, hacia un pequeño exhibidor de golosinas. Manuela, a los gritos, pedía que su madre la dejara llevar un chocolatín, secundada por Marianito que imitaba las acciones de su hermana.

—Ya veremos... – dijo Alicia, sonriente – Depende de cómo se porten...

—¡Portate bien! – reprendió Manuela a su hermanito, asumiendo que ella cumplía los mandatos maternos – Así comemos chocolatines...

Al pequeño se le encendieron los ojos con un brillo picaresco y, pensando que portarse bien significaba estar correctamente parado, puso sus bracitos hacia los lados, en una posición de firme. Alicia exhaló una risita; la actitud de su hijo le había causado gracia.

Manuela llevó su mirada hacia la parte posterior del estante de los dulces y la sorprendió ver a un joven alto, delgado, de cabellos rubios mirándola fijamente. Para ella, claro, se trataba de un hombre mayor; sin embargo, en realidad, no superaba los veinticinco años. En un primer momento se sintió intimidada, aunque después, a los pocos segundos, notó en él un rostro familiar y le sonrió. Mariano copió el acto, levantando su manito derecha en ademán de saludo. El muchacho les guiñó un ojo y esbozó un gesto amable.

Alicia, distraída, leyendo las características del vino que pretendía comprar, se había evadido un poco de la presencia de sus hijos. Imprevistamente, los recordó y dirigió su mirada hacia la pequeña góndola de golosinas. El corazón le golpeó con fuerza cuando se dio cuenta que sus chiquillos ya no estaban ahí. Desesperada, corrió en dirección al lugar y, para su tranquilidad, se los encontró unos metros más allá, en la sección de fideos y salsas. De inmediato se unió a ellos y les dio unas zamarreadas, producto de los nervios vividos.

—¡Que sea la última vez que se alejan de mí! – vociferó, ajena de los presentes en el negocio – ¡No lo vuelvan a hacer! Manuela, vos sos la mayor...

—Es que... – intentó explicar la nena.

—¡Vamos, vengan y no se muevan de mi lado! – interrumpió Alicia, sin interés de escuchar las explicaciones de su hija.

A los tumbos, los obligó a unirse a ella; subió a Marianito en el carro y acomodó a Manuela delante de ella, parada sobre el eje trasero de la base. Alicia no solía reprender mucho a los chicos, más bien se comportaba como una mamá comprensiva y muy dialógica. Sin embargo, si de su seguridad se trataba, podía convertirse en la mujer más descarnada del mundo. Sobre todo, si le tocaban al pequeñín. Lo consideraba frágil, un poco por su bajo peso y otro poco, por otras circunstancias que se habían dado desde su nacimiento hasta ahora.

El desconocido observó la escena, encaramado a una de las góndolas con artículos de limpieza. Estaba un poco agitado porque se movilizó con rapidez cuando notó el acercamiento de Alicia. Una señora sexagenaria, ataviada con un tapado de tweed largo y un pañuelo floreado en su cabeza, se acercó a él y le preguntó si sentía bien. Se evidenciaban unas gotitas de sudor sobre su frente y la mujer lo había advertido. El muchacho le dirigió una amplia sonrisa que mostraban unos dientes impecables; después, emitió unas palabras ambiguas y se alejó de la dama.

Alicia había dejado su Fiat 600 a una cuadra del autoservicio; caminó sin separarse de sus hijos y, como si un presentimiento la hubiese invadido, sintió que la acechaban. Volteó con brusquedad y, a sus espaldas, sólo divisó gente yendo y viniendo. Frunció el ceño y se dijo a sí misma que estaba preocupándose en vano; todo se había solucionado, no habría más persecuciones ni actitudes obsesivas para con ella. Seguidamente, ajustó bien los abrigos de sus chicos y continuó la travesía hasta su vehículo. Presurosa, cargó en el baúl del pequeño auto sus compras y, sin descuidarlos ni por un minuto, abrió las puertas y los hizo subir. Estando todos listos, Alicia abordó el vehículo y dando arranque, se alejó por la avenida.

Aproximadamente a unos cien metros de distancia, una Chevrolet C10 color verde inició su recorrido, conducida por el joven anónimo del supermercado. Cauteloso, seguía el trayecto de Alicia para no perderla de vista, pero procurando que no notara su camioneta detrás de ella. Atento a su objetivo, buscaba en la radio alguna canción que le convenciera y le restara una actitud sospechosa que pudiera ser reconocida por otros automovilistas. Se detuvo en una estación radial en donde sonaba Mujer, amor y hiel de una banda famosa del momento llamada La Clave. En tanto transitaba, tarareaba la letra y golpeteaba con sus dedos los bordes del volante.

“Te entregué toda mi pasión / y te ofrecí mi soledad para que la llenaras de vos / Fuimos dos en uno / uno en un solo ritmo de amor / Ahora extendiste tus alas y volaste / Derramando nuestra historia de miel / y dejando en mi corazón, toda tu hiel...”

Los acordes de la canción enardecieron al desconocido quien comenzó a emitir alaridos, exagerando la pronunciación de cada palabra. Se apoderó de él la furia, el enojo y el rencor; esos sentimientos que venía albergando desde un tiempo hasta esta parte. Rabia contenida que iba a desembocar en una cascada de venganza y sed de apropiarse de aquello que le pertenecía.

A medida que Alicia se iba acercando más a la zona sur de Mar del Plata, el frío parecía insistir con su embate. La joven aumentó un poco la calefacción y aseguró a sus chiquitos que faltaba poco para llegar a casa. Moraban en el Bosque Peralta Ramos, en una casa alpina de dos pisos; la habían comprado a principios de 1970 a una familia que emigró a Suiza. Alicia y Mariano, su esposo, estaban deseosos de dejar el departamento en el que vivían en el centro de la ciudad. En aquel entonces, Manuela era pequeña y Marianito recién nacido; por lo tanto, les gustó la idea de una vivienda con árboles y un extenso parque en el fondo.

Los antiguos propietarios habían adquirido el terreno en el último loteo realizado en esa zona de la ciudad, en 1968. Construyeron allí una hermosa residencia plagada de espacios artísticos, modernos y psicodélicos, propios de la actividad que llevaban a cabo: música y plástica. Cuando el matrimonio Yanni, compradores de la casa, vieron las características del inmueble, a pesar de que el trabajo de Mariano nada tenía que ver con las artes, se enamoraron inmediatamente y la adoptaron como su nuevo lugar de pertenencia. La crudeza de los inviernos marplatenses se vivía distinto en el bosque, dándole un toque de romanticismo a esos días inclementes.

Alicia entró por el sendero de piedras que conducía al garaje de la casa, esquivando un pozo que había iniciado, justo esa mañana, la compañía sanitaria. Un arreglo inconcluso que finalizarían al día siguiente, amén del peligro que significaba semejante hoyo. Debido a eso, Mariano se asomó por la ventana a fin de comprobar la atinada entrada del vehículo de su cónyuge.

Con unos pocos años más que su mujer, Mariano era un muchacho alto, delgado, de largos cabellos y barba rojizos. Observó con beneplácito las acciones de la esposa, porque pudo sortear la peligrosa ciénaga y en ese momento ya abría el portón elevadizo e introducía el Fiat 600, en tanto sus hijitos lo saludaban desde el interior del vehículo.

A tan solo una cuadra de distancia, el desconocido detuvo su camioneta en un recodo oscuro diagramado por un grupo de eucaliptus. A diferencia de esa mañana, cuando fue el hostil encuentro con aquél, Mariano no pudo verlo. Sin embargo, el anónimo sí fue testigo del encuentro desde aquel lugar, entornando sus ojos con despecho cada vez que Alicia realizaba alguna acción. Aguardaba el momento propicio, era muy temprano aún y no podía llevar a cabo sus planes con la luz del ocaso. Debía armarse de paciencia, no le quedaba opción. Se inclinó un poco y llevó sus manos hacia la parte inferior de su asiento; sus dedos sintieron el frío del metal y la aspereza de la madera. La Remington 870 yacía allí, expectante como su dueño.

El aroma del pollo al horno sazonado con especias, jugo de limón y salsa de mostaza pronto invadió cada uno de los rincones de la casa de los Yanni. Incluso, las verduras y papas que oficiaban de guarnición favorecían para que los olores fueran aún más agradables. La cocina estaba alojada hacia el lado izquierdo de la alpina, con ventanas pequeñas que permitían ver el sendero que comunicaba el jardín delantero con el parque posterior. Alicia abrió la puerta del horno y se dijo a sí misma que faltaban unos pocos minutos para tener lista la cena. Mariano se encontraba con los chicos en el comedor, preparando la mesa; los tenía de ayudantes, cuidando permanentemente que el pequeñín no rompiera algún plato en su afán de colaborar. Manuela, en un rol de experta por ser mayor, impartía algunas indicaciones a su hermano y éste las cumplía al pie de la letra. La voz de su madre emergió y los puso en conocimiento de que la comida estaba lista. Apurando los últimos detalles, finalizaron la tarea y cada uno ocupó su puesto a la mesa.

La fuente con el pollo humeante atrajo las miradas de los niños quienes comenzaron a pedir que Alicia les sirviera. Manuela a la cabeza con Marianito atrás, expresándolo en su vocabulario pueril. El jefe de la familia les recomendó tranquilizarse y no apurar a su mamá; pronto tendrían sus platos servidos.

—La sal... – dijo Alicia, recordando que a su esposo le gustaba el exceso de ese condimento – La dejé sobre la mesada...

—Ya la busco... – respondió Mariano, en tanto abandonaba su puesto y se dirigía a la cocina.

Tomó el salero de la encimera de mármol y se detuvo por un instante; miró por las ventas y esta vez le llamó a la atención algo, proveniente desde afuera, a lo lejos. No podía asegurar de qué se trataba, aunque un movimiento anómalo le extrañó. Agudizó la vista en dirección a un grupo de árboles dispuestos en la ochava de la manzana siguiente, a una distancia de cien metros. Sin embargo, la oscuridad y desolación de la noche naciente sólo proyectó una serie de imágenes informes. Recordó el suceso de esa misma mañana, pero le restó importancia al asunto y regresó al comedor para unirse a su familia.

Manuela y Marianito estaban en un intercambio de risotadas y jueguitos traviesos, en tanto su madre los trataba de tranquilizar. Mariano ocupó su lugar y se encargó de sazonar exageradamente el pollo mientras que complementaba algunas pautas de comportamiento a las ya expuestas por Alicia.

—¡Vamos, coman! – ordenó – ¿No estaban apurados para que mamá les sirviera la comida? No jueguen en la mesa...

Los pequeños se tranquilizaron al menos un poco; Alicia terminó de cortarle el pollo en el plato al querubín de la casa y se enterneció al contemplar un intercambio de afecto entre su marido e hija. Después, recordó algo que había visto en el diario esa mañana y decidió comentárselo a Mariano.

—¿Leíste esta mañana La Capital1?¿Viste la noticia? – preguntó la joven, denotando un tono de voz que buscaba imitar una actitud de intrascendencia.

—Sí... la vi... Pero prefiero que vuelvas a trabajar cuando Marianito esté un poco más grandecito. – replicó Mariano, sonriente – Sé que extrañás mucho tu carrera, pero creo que cuando el nene comience la escuela, buscaremos una de doble turno para que puedas volver...

—Igualmente, recién van a comenzar con las obras. Están con las primeras excavaciones del terreno... – detalló la muchacha – Ese hospital va a ser un emprendimiento fantástico. Dicen que lo inaugurarán en dos años, así que, por ahí, puedo considerarlo ¿no es cierto?

—Ya lo veremos, mi vida... – prometió el joven, tomando la mano de su señora, a quien tenía a su lado – Falta todavía...

La realidad era que Alicia Ibáñez de Yanni se había graduado como enfermera en la Cruz Roja de San Isidro, Buenos Aires. Fueron tres años alejada de su familia, viviendo en casa de unos tíos maternos, residentes en aquella ciudad. Al recibirse, había vuelto a Mar del Plata y sólo pudo ejercer un año en diferentes clínicas privadas porque pronto conoció a Mariano y, ya encinta, se casaron. Cuando se le ocurrió reiniciar, quedó embarazada del pequeñito y sus planes se vieron truncados. Ahora se anunciaba la construcción del Hospital Privado Metropolitano y vio una esperanza de regresar a hacer aquello que más le gustaba: ayudar a otras personas a través de su profesión.

Alrededor de las once de la noche, después de charlar con su mujer de diversos temas durante la cena y de presenciar las cabeceadas de los niños en sus sillas, Mariano decidió que era hora de que Manuela y Marianito se fueran a dormir. Alicia le pidió a su esposo que se encargara de llevarlos al baño a cepillarse los dientes y acostarlos, mientras ella se ocupaba de lavar los platos.

A medida que realizaba su tarea, la muchacha escuchaba en el piso de arriba los movimientos de su familia. La vivienda, construida en madera predominantemente, exaltaba todo sonido que se produjera en el ala superior. En ésta se encontraban las dos habitaciones de la casa, con un pasillo comunicante y un pequeño baño en el extremo, cuyo ventiluz daba al parque posterior. Alicia meneó la cabeza y continuó la tarea, mientras observaba hacia el exterior, por las ventanas de la cocina.

Le pareció ver estacionada, bajo la oscura sombra que generaban los eucaliptos de la otra cuadra, una camioneta. No estaba muy segura porque la noche fría de invierno propiciaba tramos neblinosos que dificultaban la visión entre los árboles. Sumado a eso, a la oscuridad nocturna y a las escasas viviendas en esa cuadra, vio poco probable que sea alguien visitando a otra familia. Sin embargo, fijando mejor su mirada, estaba casi convencida de que un vehículo se hallaba aparcado allí. Imposible reconocer color o modelo, lo único que podía afirmar es que se trataba de una camioneta.

La distracción que le generó la dudosa presencia, provocó que una de las cucharas a la que estaba embadurnando con detergente se deslizara de su mano y cayera al suelo. Varias gotas del producto biodegradable salpicaron sus rodillas y el utensilio hizo un ruido tintineante al golpearse con las baldosas. Un insulto poco apropiado quiso escapar de sus labios, pero lo ahogó de inmediato; se agachó a recoger el cubierto y, con un trapo rejilla, limpió un poco el piso. Sin demoras, se incorporó y al mirar nuevamente por las ventanas, se encontró con que la supuesta camioneta advertida minutos antes ya no estaba allí.

Prosiguió con la faena, sin inquietud y sólo pensando que su vida había vuelto a la normalidad. Se sintió orgullosa del modo que enfrentó aquella situación que empañaba sus días; ahora podría disfrutar tranquila de Mariano y sus hijos.

La vieja radio Carina reposaba sobre la mesada, a escasos centímetros de la pileta; la encendió y sintonizó una emisora. Pasaban Mujer, amor y hiel, unpopular tema musical de La Clave.

“Te entregué toda mi pasión / y te ofrecí mi soledad para que la llenaras de vos / Fuimos dos en uno / uno en un solo ritmo de amor / Ahora extendiste tus alas y volaste / Derramando nuestra historia de miel / y dejando en mi corazón, toda tu hiel...”

Se contoneó provocativa, al ritmo de la canción, como si tuviese un público masculino de espectador. Era la antesala de lo que iba a suceder esa noche con su esposo: romance y sexo. Tarareó la letra y en el estribillo, subió el volumen de la radio; los acordes invadieron los cobijos de la cocina.

“Ahora extendiste tus alas y volaste / Derramando nuestra historia de miel / y dejando en mi corazón, toda tu hiel...”

Finalizó de lavar los platos, en el medio del canto y los bailoteos, y repasó los azulejos y la encimera. Después, lavó, secó sus manos y continuó danzando, evadiéndose absolutamente de la realidad. Esto no le permitió dar cuenta de que, por el sendero al que daban las ventanas de la cocina, un intruso pasó con rapidez hacia la parte trasera de la casa. Fue apenas una sombra fugaz desplazándose veloz, aunque sutilmente, hacia el fondo del terreno. Algunos ladridos se escucharon en la inmensidad del oscuro bosque, replicándose a través de los eucaliptos y pinos. Sin embargo, Alicia seguía embriagada por la música y ningún otro sonido tenía importancia para ella.

Mariano, en tanto, ya había acostado a sus hijos; éstos no dejaban de parlotear y, a pesar de que durante el final de la cena se estaban durmiendo, ahora parecía que habían recuperado las energías. Manuela hacía bailar una muñeca de trapo sobre su pecho y Marianito cantaba alguna que otra canción aprendida en los programas infantiles de televisión. Su padre les insistía que se calmaran ya, que era tarde y que debían dormirse.

De pronto, un chasquido inesperado, parecido a la rotura de un objeto, provino desde el baño. Mariano se volvió hacia la puerta del cuarto e instó a sus hijos a que guardaran silencio; quería constatar de qué se trataba. Con lentitud, pero en alerta, salió de la habitación de los chicos; el pasillo estaba a media luz, con apenas una pequeña luminiscencia entrando por la ventana del frente.

El joven caminó a través de la exigua iluminación y no notó que, en el peldaño de la escalera inmediato al pasillo, alguien lo esperaba agazapado en la penumbra. Se trataba de una figura lóbrega, estirada e inmóvil; esperaba la oportunidad para llevar a cabo sus intenciones.

—¿Qué pasó, papi? – preguntó Manuela, desde el rellano de la puerta de entrada al cuarto. Detrás, su hermanito la tomaba de la mano y se encaramaba al cuerpo de la nena.

—Les dije que se quedaran callados... – reprendió Mariano, con un susurro firme – Vuelvan a la cama ahora...

Desde el piso de abajo, emergía la música de la radio, lejana, aunque no tanto. Los pequeños, a pesar de la orden de su padre, permanecieron inmóviles. El muchacho, cauteloso, continuó su andar hacia el baño. Alguien podría haber accedido a la casa a través del ventiluz pues su diámetro permitía que una persona delgada lo atravesara. No se equivocaba, pero no contó con que el intruso ya estaba acomodado en la oscuridad de la escalera.

Manuela notó que su hermanito se movía, tratando de levantar un brazo; no entendía el porqué. Lo retó en voz baja, no quería que su papá los obligara a acostarse y perderse la búsqueda que aquél estaba llevando a cabo. Deseaba continuar parada ahí, presenciando la caminata detectivesca del padre.

—¡Hola! – exclamó Marianito, con su media voz infantil, en tanto agitaba su mano derecha alegremente.

—¿Qué? – inquirió Manuela, mirando al pequeño y dándose cuenta de que llevaba la vista en dirección a la escalera.

Fue entonces que la niña se percató de la presencia del desconocido. Desde las penumbras, devolvía el saludo a su hermano y, a pesar de la media luz, notaba que sonreía por la blancura de sus dientes.

—¡Papi, ahí! – anotició Manuela, gritando histérica y señalando hacia la guarida del acechador.

El intruso se abalanzó hacia Mariano y lo hizo caer de espaldas en el piso del pasillo, como si se hubiese tratado de una bolsa de papas. Al descubrir el rostro del extraño, Manuela se dio cuenta de quién se trataba; lo habían visto unas horas antes en el supermercado. La escena los dejó petrificados, tanto a ella como a Marianito, quien se llevaba nerviosamente una de sus diminutas manos a la boca.

Los ojos vivaces de Manuela se abrieron con desmesura cuando el asaltante cargó la Remington 870 que llevaba y dirigió la boca de fuego hacia la frente de su papá. La niña atinó a cubrirle la visión a Marianito con sus manitas carnosas.

Alicia, desde la cocina, terminaba de acomodar los platos en la alacena. Había escuchado unos golpes arriba y, con expresión divertida, pensó lo mucho que le estaba costando a su esposo acostar a los pequeñines. De pronto, una estrepitosa explosión provino desde allí; fue un claro disparo que hizo vibrar los vidrios de las ventanas. El último plato que estaba a punto de guardar se escapó de sus manos y se hizo añicos contra el suelo.

Los gritos de sus hijos la desesperaron y detuvieron los latidos de su corazón hasta el punto de causarle una fuerte punzada en el pecho. Corrió diligente y tropezó con los trozos de loza, provocando que se cayera. Mientras trataba de levantarse se escuchó un nuevo disparo y después otro, justo en el momento que lograba reincorporarse.

Llegó al primer peldaño de la escalera y, con torpeza, comenzó a subir. Sin embargo, a la mitad del camino, se encontró con el intruso descendiendo y apuntándola con el arma. Tenía el rostro desencajado y una mueca absurda intentaba convertirse en una sonrisa sarcástica.

—¡¿Qué hiciste?! – chilló Alicia ahogada en lágrimas – ¡¿Qué les hiciste?!

—Vine por lo mío... – balbuceó el desconocido, tratando a la joven con una confianza propia de alguien que la conocía – Vine por lo mío y me lo voy a llevar...

El asaltante recargó su Remington y, lleno de odio, arremetió contra Alicia, acribillándola dos veces: una bala en el centro del estómago y la otra, en la cabeza. Sus largos cabellos revolotearon en el aire cuando el proyectil entró por el centro de su frente, atravesó sus sesos y, llevando sangre y restos, se derramó sobre los peldaños. La muchacha, ya sin vida, cayó pesada por los escalones hasta quedar aferrada con su pierna izquierda en la baranda.

El joven intruso observó desdeñoso el cuerpo inerte de Alicia, contorneada espantosamente por la posición en la que había quedado tras la caída. Después, entornó apenas sus ojos y volvió a subir las escaleras. Debía apurarse; si bien la zona estaba casi despoblada, a excepción de algunas viviendas, no podía descartarse que algún vecino hubiera escuchado los tiros y llamado a la policía.

Tenía que sacar los cuerpos y no cometería ningún error que lo arriesgara a ser descubierto. Había dejado la camioneta estacionada en la calle lateral y, desde la alpina, se hallaban dos terrenos desocupados hasta alcanzar el vehículo. Necesitaba atravesar un par de alambrados y arbustos. Sin embargo, eso no fue problema para el asesino; utilizó el cobertizo del fondo de la casa y se las ingenió muy bien para perpetrar su objetivo.

Más tarde, en el tiempo incalculable que le llevó su diligente tarea, la Chevrolet C10 abandonó el Bosque Peralta Ramos, llevándose consigo sus trofeos. Hacía un frío intenso y la neblina dificultaba la visión, pero el resplandor de la camioneta se abría paso entre las partículas acuosas. Al rato, se alejó por la avenida mientras que sus luces traseras de posición fueron difuminándose en la tempestuosa noche.

1 Nombre de un periódico de Mar del Plata líder, aún vigente (N. del A.)

Capítulo 1

Las preguntas de Armando

Tafí Viejo, Tucumán, domingo 30 de junio de 2019

Ese último domingo de junio amaneció soleado, pero con una temperatura poco agradable; íbamos a transitar la semana final de clases antes del receso y estábamos sintiendo los primeros fríos del invierno tucumano. Durante la noche había tenido variados sueños, a pesar de que no recordaba ninguno. Sin embargo, fueron la causa para que abandonara mi lecho temprano y me sentara a tomar unos mates en la cocina. La bata de manta polar, que vestí al levantarme, apenas mitigaba la crudeza del clima matinal.

El celular se hallaba sobre la mesa; el mensaje de texto de John aún estaba abierto. La noche anterior me había enviado una misiva para felicitarme por la publicación de mi libro de investigación. La presentación de “La mujer de la curva: ¿cómplice o inocente?” se realizó una semana antes en la hostería en donde los sucesos que ocurrieron me llevaron a escribirlo. Lamenté que mi viejo amigo no haya podido acompañarme; Estados Unidos no quedaba a la vuelta de la esquina.

Los acontecimientos del pasado que habíamos vivido en aquel hostal fueron decisivos para el contenido de mi libro. Enterarnos de los secretos que albergaba el fantasma femenino de la Curva de los Vega2 y los insidiosos motivos que la llevaban a aparecerse en dicho lugar, resultaron reveladores. El mito seguía latente y esto otorgaba a mi publicación un interés particular para aquellos lectores fanáticos del esoterismo. De todos modos, después de tres años, las vivencias me seguían pareciendo una rara pesadilla.

Por su parte, mi amigo John Cullingham había escrito su propio libro sobre el tema. La sesión espiritista de aquella fatídica noche en la hostería fue un paso más en su carrera de investigador. Volcó en su obra los hechos con muchos detalles; su amplia experiencia se lo permitía. Yo, en cambio, era tan sólo un escritor amateur creando por primera vez un producto que difería de informes de seguimiento de alumnos u orientaciones para docentes. A mi experta trayectoria de asesor pedagógico de una escuela de adultos, se sumaba esta nueva faceta.

Un corto sonido musical me anunció la entrada de otro mensaje en mi teléfono. Cebé rápidamente un mate y apuré su ingesta con el objeto de sacarme la duda de quién más se estaba comunicando conmigo. Pero mis intenciones se vieron frustradas cuando sonó el timbre de la puerta y esto me obligó a cambiar de planes. Así en bata como estaba, me dirigí a atender.

—¡Hola, Don Armando! ¿Cómo le va?

Mi querida vecina Anita estaba parada ahí, en la pequeña tranquera que antecedía a al jardín de mi casa. El débil sol de la mañana coloreaba sus canosos cabellos con tonos un tanto ambiguos que exponían un extravagante matiz violáceo. Su voz ampliada disminuyó cuando dio cuenta de mi indumentaria. A la distancia no pude verla sonrojada, pero imagino que así se hallaba.

—Hola, Anita... ¿Cómo anda? – dije, devolviendo su saludo – ¿Qué la trae por aquí un domingo tan temprano?

Tapándome el cuello con las solapas de la bata, caminé por el sendero que separaba la puerta de entrada con la cerca. Mientras, mi vecina desviaba su mirada de ojos azules como si fuese un pecado verme con esa salida de cama. Sonreí afable, enternecido por su actitud y fue ahí que me percaté de lo que llevaba en su mano.

“La mujer de la curva: ¿cómplice o inocente?” de Armando Perelli.

—Lo estoy leyendo, Don Armando... – manifestó la señora con un dejo de orgullo – Está muy bueno...

—Gracias, Anita... – repuse un poco avergonzado – Le agradezco mucho...

—Y respondiendo a la pregunta que usted me hizo – continuó, haciendo caso omiso a mi retribución – Vine a pedirle un favor. Yo estuve en la hostería el fin de semana pasado cuando usted presentó el libro...

—Sí, Anita... lo sé...

—¡Y había tanta gente! – prosiguió, poco interesada por mi afirmación – Por eso no llegué a acercarme para que me firme el ejemplar que compré... ¿Me lo puede dedicar ahora, si no es mucha molestia?

No sé si me pareció a mí, pero advertí en sus palabras un dejo de resentimiento; entreví una actitud de reproche por no haberle donado mi libro. De todas maneras, obvié mis interpretaciones imprecisas y con suavidad tomé el volumen. La anciana me extendió la lapicera, que ya traía preparada consigo, y me observó ansiosa. Le devolví una tierna sonrisa y comencé a escribir la dedicatoria.

—Su foto de la contratapa es vieja ¿verdad? – lanzó Anita de repente, obligándome a detenerme. Después, algo arrepentida, continuó – Bueno, su corta biografía dice que usted está cerca de los cincuenta años y los rulos que se ven en la fotito ya no son tan abundantes ahora...

Iba a contestarle, aunque no lo hice; no tenía caso responder a un planteo de esa naturaleza y menos viniendo de una dama de la tercera edad. Decidí obviar la cuestión y continuar con la composición del escrito.

Inesperadamente, otro evento se suscitó y éste me extrajo de mi tarea. Por la vereda del frente, caminando desinteresada, circulaba una hermosa joven treintañera. Tenía cabellos castaños armados en un rodete, sedosa piel y llevaba indumentaria de enfermera.

En un primer momento, la hermosura de la muchacha, su cuerpo esbelto y la actitud casi sensual me embriagaron. No supe si el sol aún brillaba, si sentía frío o si mi propio barrio me rodeaba; solamente estábamos ella y yo. Doña Ana se esfumó como el humo de un cigarrillo que desaparece en la prontitud del viento. Mientras observaba a la chica, un sinfín de emociones pasaron por los pliegues de mis fantasías más indecentes. Además, me preguntaba por qué no la había visto antes en el vecindario; un pecado haberme perdido ese físico prodigioso.

—¿Se siente bien, Don Armando? – inquirió mi vecina, notando mi distracción y temiendo que no finalizara mi dedicatoria.

El contexto comenzó a rearmarse nuevamente; un aire helado pasó por mi mejilla izquierda y me abofeteó con enfado. Provocó que volviese a la realidad, pero sin quitar los ojos de encima de la joven enfermera. Y fue allí que me llamó a la atención un detalle: el uniforme de aquélla.

—Sí, me siento bien... – le informé a Anita, bastante evadido por el factor que me solazaba.

Continué analizando la vestimenta de la muchacha y me percaté de que su atavío era totalmente anacrónico. Una rareza en mí porque cuando una mujer se cruzaba en mi camino lo que menos le miraba era la ropa. Pero bueno, en este caso, la extravagancia se destacaba de tal forma que se hacía imposible ignorarla. Usaba un vestido blanco, de tela mecánica, abotonado hasta el cuello, que dejaba al descubierto sus rodillas y parte del muslo. El calzado del mismo color, con cordones y pequeños tacos, estaban complementados por unas medias can–can de tono cristalino. Como frutilla del postre, una antigua cofia con ribetes negros engalanaba su cabeza.

Le sonreí apenas, aguardando que a la distancia lo notara; sin embargo, Doña Ana consideró que mi gesto estaba destinado a su persona. La anciana se mostró ruborizada y comenzó a parpadear ininterrumpidamente; fue allí que evoqué a personajes de Walt Disney.

No obstante, mi vecina se dio cuenta con rapidez que mi flirteo no la tenía como receptora y volteó frenéticamente para ver a quién le enviaba yo, misivas gestuales.

—¿Qué le pasa, Don Armando? ¿A quién mira usted? – interrogó la dama, un poco enojada ahora.

Y en el filo del momento en que iba a reprenderla por haber ignorado la presencia de mujer semejante, la muchacha dirigió su mirada hacia mí. Seguidamente, puso el dedo índice sobre sus labios y configuró el antiguo gesto que solía haber en los cuadros de clínicas y hospitales de antaño. El clásico retrato de la enfermera pidiendo silencio.

La piel de mi rostro se tensó y, como si hubiese perdido todo reflejo posible, el libro y la lapicera se escaparon de mis manos. Anita esgrimió un débil gritito y, sin éxito, trató de atajar la impresión, cuyas tapas repiquetearon al chocar con el piso.

—¡Pero, muchacho! ¡Lo va a estropear! – reprochó la anciana – ¡Qué barbaridad!

—¡Uh, perdone! – repliqué y evité que Ana hiciera el esfuerzo de agacharse, adelantándome a recoger el libro.

Entregué el ejemplar a su dueña y cuando volví a mirar, la enfermera ya no estaba; había desparecido. No pude precisar si se metió en alguna de las casas de la cuadra, pero, sin duda, la situación fue más que extraña.

Me apuré a terminar de firmar el libro y, con palabras de disculpas y apuros, me despedí de Doña Anita. Ella seguía perpleja por mi actitud y no dejaba de mirar hacia la acera del frente. Finalmente, se encogió de hombros y me saludó, dudosa y con disgusto, caminando en dirección a su vivienda.

En el tránsito desde la cerca hasta el interior de la propiedad, mis pensamientos corrían una intrincada carrera. ¿Qué había sido todo eso? ¿Quién era esa joven enfermera desconocida que daba la sensación de haber salido de una película de los setenta? ¿Había entrado a alguna casa o se esfumó como si fuese un tipo de aparición? ¿Por qué me hizo aquel tétrico gesto de guardar silencio? La retórica no era lo mío; reclamaba respuestas que, por el momento, no obtendría.

Volví a mis mates; me serví uno y estaba tan frío que lo descarté. Tenía que cambiarle la yerba y calentar un poco el agua si deseaba continuar tomando. Así que llevé la pava al quemador y cuando realicé esa acción, recordé que algo me estaba esperando sobre la mesa. Me faltaba leer un mensaje de texto en mi celular, el que había ingresado segundos antes de que mi vecina llamara a la puerta.

—¡Danielito! – exclamé al observar de quién se trataba – Mi querido amigo...

Por un rato, me olvidé del suceso de afuera; leí su envío, fervoroso, y me reí ante cada chiste que Daniel había escrito en su contenido. Desde llamarme con mi apodo de la adolescencia Mocho3, hasta sus felicitaciones por mi reciente publicación. No éramos de escribirnos con asiduidad, pero cada vez que nos comunicábamos nos dábamos cuenta de cómo nos extrañábamos.

El mensaje incluía también bromas relacionadas con la información que contenía mi libro. Algo así como que, sumado al hecho de ser un conquistador de mujeres, ahora también era el galán de los fantasmas femeninos. Mis carcajadas llegaron hasta el jardín y hasta los geranios en flor se divirtieron con ellas, mientras que el bóxer de mi vecino ladraba enfático.

Las remembranzas vinieron a mí a partir de la misiva de Daniel; provocó un deseo irrefrenable de volver a esa época, a los ochenta, cuando por primera vez pisé el Colegio Nacional de Tafí Viejo y conocí a mi viejo amigo. ¿Cuánto hacía de aquello? ¿Treinta años, tal vez?

—Pero... ¡¿Qué decís, Armando?! – me reproché a mí mismo – En unos pocos años van a cumplirse cuatro décadas de aquel primer encuentro. Sí que el tiempo pasa, Dios mío...

Fui a mi habitación y volví con una caja de galletas inglesas que una vez mi primo italiano, con residencia en Londres, me trajo en un viaje de visita a Tucumán. Las delicias ya no existían, por supuesto, pero el material metálico del paquete y su decoración en sobrerrelieve tenían tal exquisitez, que ahora usaba el recipiente para guardar fotos antiguas.

En un sobre de una ex casa de fotografía de la capital tucumana, que databa de la época en que se revelaban las fotos, encontré varias de mi vida en la educación secundaria. Y en muchas de ellas estaba Daniel conmigo y con otro grupo de amigotes con los que solíamos salir a andar en bicicleta hasta llegar al cerro. Allí nos pasábamos horas y horas hablando macanas o refiriéndonos a alguna chica del curso que nos gustaba.

Un montoncito de fotos, en otro sobre del mismo comercio, portaba las imágenes de la gira de egresados que había sido en Villa Carlos Paz, Córdoba. Estábamos más creciditos para entonces y con dieciocho años cumplidos o por cumplir, nos hallábamos mejor estilizados. Mis rulos eran inconfundibles y, tal vez, debía darle la razón a Doña Anita; en la actualidad muchos de ellos habían partido. Por su parte, Daniel se mostraba delgado, como en toda su adolescencia y juventud, y sus cabellos negros presentaban un corte propio del ocaso de los años ochenta. Me provocaba gracia la indumentaria y los peinados que usábamos por entonces.

La amistad con Daniel Almeida tuvo su punto de partida en el instante en que comenzamos la secundaria. Compartimos nuestras incipientes experiencias de travesuras de estudiantes, las yutas4, las novias, la primera vez y tantas otras cosas que forjaron una relación verdadera entre ambos. Al egresar del Colegio Nacional, seguimos carreras diferentes; Daniel cursó medicina y yo Ciencias de la Educación en la Universidad Nacional de Tucumán. Sin embargo, esto no fue causa para quebrar el estrecho vínculo amistoso que guardábamos.

La separación provino unos años después, ya graduado y trabajando en mis primeros pasos como docente. Daniel se había especializado en pediatría y tenía una oferta de su jefe de residencia de llevar a cabo esta última instancia en un prestigioso hospital de la ciudad de Mar del Plata: el Hospital Privado Metropolitano. La decisión fue difícil porque la vida entera de Daniel transcurrió en Tucumán y todas sus amistades, vida social, laboral y demás se hallaban en el Jardín de la República. No obstante, y a pesar de la negativa de Felipe, padre de mi amigo y con la misma profesión que su hijo, terminó por aceptar la propuesta.

—Hablá con él, Armando – me había pedido Felipe en una conversación a solas, hallándome yo en su casa – ¿Qué va a ir a hacer Daniel a Mar del Plata? ¡A chupar frío nomás! Aquí hay grandes oportunidades de trabajo y tengo contactos para que pueda entrar en cualquier clínica...

Lo intenté, juro que lo hice. Sabía que la cosa no pasaba específicamente por el clima de la ciudad balnearia. Daniel nunca hablaba de ello porque, evidentemente, se trataba de un tema delicado y provisto de muchas emociones. Sólo estaba al tanto de que su mamá había fallecido siendo él muy pequeño y que su padre tuvo que cumplir ambos roles. Por ello, Felipe no quería desprenderse de su hijo; significaba quedarse solo. Pero, más allá de las cuestiones susceptibles, mis argumentos referidos a las ventajas que tenía permanecer en su provincia, no sirvieron para revocar la decisión de Daniel. En menos de lo que pude contener mi respiración, mi amigo ya se había mudado a la ciudad bonaerense. Por supuesto, unos años más tarde, tal vez unos dos o tres, Felipe Almeida también se radicó en la Feliz5. La distancia con su retoño le fue imposible de sobrellevar y, al jubilarse, dejó sus afectos de Tucumán para acercarse a él.

Concluí mis recuerdos con una foto en mi mano de ambos abrazados frente al Reloj Cucú cordobés, expresando nuestra temprana juventud y un futuro promisorio que jamás pensamos que no nos encontraría juntos. Aunque, además, me quitó de mis memorias melancólicas, el sonido de otro mensaje de Daniel; esta vez se trataba de un audio.

“Mocho querido... ¿Cómo estás amigo del alma? Me sorprendió la noticia de la presentación de tu libro. Vos sabés que soy de entrar a La Gaceta6on line para enterarme de las novedades de mi querida tierra tucumana. ¿Y qué me encuentro? A mi entrañable compañero de andadas en una foto espectacular, sosteniendo su propia obra. ¡Qué grande amigo! Y mirá vos la temática de tu investigación, che... ¿Así que tu encuentro con las fantasmas te sucedió de verdad? Le comentaba eso a Natalia, mi señora, y nos quedamos anonadados. Te cuento que ya lo compré y estuve leyendo algunas páginas... ¡Interesante! Avisame si te puedo llamar en algún momento del día porque te quiero comentar algo. Un abrazo con el corazón, Armando querido...”

La llamada no tardó porque en realidad yo la hice. Marqué su número y ahí estaba Daniel. Me saludó efusivo y me retó por no haber dejado que él me llamara. Yo ignoré su reclamo e inicié una charla que versó en torno a enterarme de cómo estaba su familia y darle los detalles de “La mujer de la curva: ¿cómplice o inocente?”. Mis experiencias con las apariciones a las que me había enfrentado provocaron en Daniel diversas reacciones que terminaron en un comentario concreto.

—Nunca voy a dejar que Mateo lea ese libro – me advirtió y se echó a reír con estridencia.

Mateo Almeida era el hijo de mi amigo; un chiquito de apenas ocho años de edad. Un vástago demasiado pequeño para los casi cincuenta años de Daniel, es cierto. Pero después de intentos fallidos de formar pareja, había conocido a Natalia, una joven marplatense a la cual le llevaba unos dieciocho años. A los pocos meses se casaron y el fruto fue un hermoso jovencito, de cabellos negros al igual que su padre y robusto como un roble.

—¿Qué me querés pedir? – pregunté, con una gran curiosidad en mi declamación – No sé para qué compraste el libro... te lo podría haber mandado como regalo...

—No, no... – respondió con actitud misteriosa – Si hacía eso ibas a firmármelo y me iba a perder de algo... Quiero que vengas a Mar del Plata a dedicarlo personalmente.

La invitación me tomó por sorpresa, sobre todo a esa altura del año; la ciudad costera, como para muchos, era una tentación en verano. Sol, playas, mujeres hermosas con poca ropa y noches intensas en bares y discotecas para mayores de treinta. Pero en pleno invierno sugería otro panorama. Me acordé de Don Felipe diciéndome “... ¡A chupar frío nomás!”.

—¿O tenés planes para las vacaciones de invierno? – inquirió, al notar mi silencio en la línea.

La verdad que para este año no había planificado ningún viaje; tenía cosas de la escuela bastante atrasadas y pensaba dedicar los quince días del receso escolar para ponerme al día. Sin embargo, la propuesta de Daniel se tornaba tentadora y siempre era un gran placer encontrarme con mi amigo, aun cuando eso significara “chupar frío”.

—No sé, Dani... – dudé reflexivo – Me agarrás de sorpresa... Pensaba completar unas tareas de la escuela que tengo pendientes...

—¡Dejá de embromar, che! – replicó él – Te van a venir bien unos días de descanso... Y de paso te cuento algunas travesuras del nene y me aportás algo de tu mirada pedagógica...

La voz de Daniel se oía velada, como si estuviese solapando información acerca de las razones por las que me invitaba. Me intranquilicé, sentí que algo estaba sucediendo y no se atrevía a decírmelo.

—Pero... ¿Está todo bien, amigo? – pregunté – ¿Hay algo que deba saber?

Su negación fue rotunda; se deshizo en palabras para sosegar mis dudas y terminó afirmando que sus dichos anteriores habían funcionado como excusas para convencerme de viajar. Después, sugirió que lo meditara, que estábamos necesitando encontrarnos porque nos debíamos charlas como las que solíamos tener cuando vivía en Tucumán.

—Dejámelo pensar – le pedí, poco persuadido de sus explicaciones – A mitad de semana te confirmo... ¿Te parece?

A pesar de que mi afirmación aún no era precisa, Daniel se mostró muy optimista y con gran algarabía se despidió de mí. Se hallaba totalmente convencido de que accedería a su propuesta.

Y creo que yo también.

Tafí Viejo, Tucumán, lunes 1 de julio de 2019

El lunes dio inicio a la primera semana del mes de julio con un sol frágil que se mostró orgulloso de haberles ganado la batalla a unas nubes que, en la noche, le inquietaron su futuro amanecer. No obstante, fue una victoria a medias porque el frío intenso aminoraba su fuerza y su capacidad de regalarnos, por lo menos, una tenue tibieza.

Esa mañana tuve que madrugar; tenía una reunión de asesores pedagógicos convocada por la supervisión del nivel de adultos. Si había algo que odiaba (y odio aún) era levantarme temprano para acudir a esos encuentros. En ellos, estábamos todos con cara de sueño y debíamos escuchar a nuestras autoridades realizar largas exposiciones sobre conceptos que ya manejábamos a la perfección.

Puse a calentar la pava con aspecto de zombi: tenía las pestañas lagañosas de un ojo pegadas entre sí, y el otro abierto a medias. La cocina se encontraba helada y me apuré a encender las hornallas para climatizarla un poco. Recién habían comenzado a filtrarse los endebles rayos de sol por la ventana lateral y esto me dio la pauta de que, posiblemente, el diario ya estaba en la entrada del jardín. Fui por él y cuando regresaba por el sendero hacia interior de mi vivienda, recordé el evento de la misteriosa enfermera. Aquel gesto y actitud no dejaban de ocupar un espacio en mi mente.

Al ingresar, me detuve abruptamente y La Gaceta se me cayó de las manos, topándose con los cerámicos. En el pequeño hall que comunicaba el comedor con el resto de las dependencias de la casa, vi con claridad la figura de un niño salir de la habitación, cruzar por el frente da la puerta del baño y correr hacia la entrada de la cocina. Sin pensar si pisoteaba el diario o no, me aventuré en dirección a aquel lugar. Sin embargo, al arribar sólo me encontré con la pava a punto de hervir y el humo que eso provocaba.

Volteé en reiteradas ocasiones, miré por debajo de la mesa, abrí las puertas del bajo mesada y nada. Nadie moraba en el lugar; solamente la aridez de la falta de abrigo mitigado apenas por el calor de los quemadores. No obstante, la imagen de aquella criatura quedó impresa en mis pupilas caramelizadas. Unos tres o cuatro años, pequeño, muy delgado, cabellos castaños y tez blanquecina. Su desplazamiento fue tan veloz que resultaba confuso calcular si se trataba de un hecho real o aparente. Lo que sí pude apreciar eran las características del pequeñín.

“Ayer la extraña enfermera y ahora... ¿esto?” medité unos segundos “Mis cercanos cincuenta años... ¿Me estarán pasando factura?”

Meneé la cabeza y volví al comedor a buscar el periódico, deseoso de no haberlo estropeado con las pisadas. Afortunadamente mis reflejos lo habían evitado. Antes de sentarme a la mesa para degustar los mates y unos bollos, fui hasta el dormitorio y revisé si el supuesto nene se escondía por allí. Pero no, ninguna presencia, al menos física, yacía en el cuarto.

Mi cuerpo permaneció tenso, con la continua sensación de ser observado por aquella criatura. Evoqué, entonces, uno de los sueños que había tenido la noche anterior y que no pude recordar hasta ese instante. El suceso pareció ser la llave para abrir una puerta en mis remembranzas. Las imágenes fluyeron y, como cuadros de una historieta, los acontecimientos oníricos se fueron presentando.

En el sueño sentía que era sábado por la noche; había varias personas en mi casa y desde el patio del fondo se escuchaban risotadas de hombres y mujeres. Yo vestía un largo delantal de cocinero y me ocupaba de hornear unas pizzas. Los comensales que se reunían alrededor de la mesa tenían mi libro en la mano y lo ojeaban con obsesión. La incomodidad se tornaba insoportable; el reducido espacio de la cocina, la muchedumbre y el calor del horno me asfixiaban. El sentimiento era más que real.

De improviso, una de las mujeres apostadas allí empezó a señalar una de las páginas del libro y a gritar desaforada. No decía incongruencias, pero tampoco entendía el porqué de sus chillidos desesperados.

—¡El niño! ¡Cuiden al niño! – vociferaba, en un desgarro espantoso.

Un chiquito, idéntico al que vi minutos antes, aparecía en el sueño corriendo desde mi cuarto y escapaba hacia el fondo. Las risas de los invitados que se encontraban en el patio cesaron y un silencio abrumador invadió la casa. Parecía que todos estaban paralizados, como cuando uno pone pausa en una película. Sólo yo podía moverme y una fuerza violenta me obligó a dirigirme hacia la parte trasera de mi vivienda.

Se oyó un estruendo, de ésos que te conmueven los órganos internos y te provocan espasmos vomitivos. Y lo que visualicé a continuación fue pavoroso, algo que jamás en mi vida hubiese querido presenciar. El muchachito estaba tendido en el piso y un hombre sostenía una escopeta que aún humeaba. Le había disparado y el cuerpito inmóvil descansaba sobre la hierba.

Quise abalanzarme hacia el asesino, tomarlo por el cuello y presionárselo con mucha fuerza hasta causarle la muerte. Inicié la marcha en dirección al canalla, arrebatado por el odio y con el único objetivo de ultimar a aquel perverso ser. En cambio, mis piernas corrían en el aire, dejándome exactamente en el mismo lugar sin chances de avanzar. La asfixia que se había apoderado de mí en la cocina empezó a agudizarse; el oxígeno ya no circulaba por mis fosas nasales y la garganta ni siquiera admitía el fluir de mi saliva. Intenté gritar, poniendo toda la energía posible, pero me ahogaba y gotas ardorosas de sudor se introducían en mis ojos, cegándome.

Me desperté acongojado y cubierto de una transpiración semejante a la que uno sufre en las noches calurosas del verano tucumano. Minutos más tarde, quizá unos veinte o veinticinco, había olvidado todo; la secuencia iba, paulatinamente, esfumándose hasta desaparecer por completo. Y en el final, mi mente se transformó en una perfecta tábula rasa.

Persuadido de que el niñito de mi sueño era el mismo que había creído ver un momento antes, las preguntas brotaron desde el interior confuso de mi ser. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué había tenido aquel sueño tan vívido? ¿Quién era esa criatura? ¿Qué papel jugaba la enfermera setentosa en todos estos acaecimientos?

Eché un vistazo al reloj y me di cuenta de que restaba media hora hasta que comenzara la reunión con el supervisor. Se iba a llevar a cabo en el Colegio Nacional de San Miguel de Tucumán, así que tenía los segundos contados. Me apresuré a dejar ordenada la cocina, me pegué una ducha exprés y, ya preparado, saqué el coche del garaje y partí rumbo a mi obligación de ese día.

No iba solo, mis dudas me acompañaban como punzantes copilotos.

—¡Armando, Armando! ¡Esperame! – me pidió a los gritos Úrsula, agitando sus brazos cuarentones, trastabillando con sus piernas flacas transparentes y sosteniéndose los cabellos de delicado color oro. Íbamos saliendo de la reunión del Colegio Nacional y dirigiéndonos a nuestros vehículos.

—¡Úrsula! ¿Qué pasó? ¿Me olvidé algo en el aula? – inquirí, al notar su nivel de insistencia.

Úrsula Andress, así la llamábamos todos; la causa era por el nombre y, además, su parecido a la actriz suiza de los sesenta y setenta (en una versión aletargada). Se trataba de la secretaria del supervisor y su apellido real, Beyer, describía su origen alemán. Muchos creían que teníamos un affaire, aunque en realidad no pasaba nada de eso. Solamente charlas amenas entre un solterón de casi cincuenta y una viuda picaresca.

—No, Armando... Te quería felicitar por la publicación de tu libro... – dijo, tomándome la mano ante las miradas risueñas de mis colegas.

Agradecí con beneplácito y ella comenzó a contarme que lo había comprado y que estaba fascinada con el contenido. Antes de leerlo tenía una posición escéptica en cuanto al tema de apariciones. Ahora, en cambio, atravesaba por la línea etérea entre creer o no; incluso, en las noches, la asistía una sensación de ser observada por unos ojos envueltos en la oscuridad de su cuarto.

Le pedí disculpas por ese efecto ocasionado y rio estridentemente, aclarándome que no se trataba de ningún problema. Y, claro, destacó mi capacidad de agregarla al listado de humanos creyentes de las causas fantasmales.

Los rayos del sol que retozaban sobre mi cabellera ondeada funcionaron como un reloj biológico para mí. Úrsula siguió parloteando, incansablemente, y yo comencé a sentir una comezón en la boca del estómago. Reconociendo que ya era el mediodía, mis ganas de almorzar se hacían intolerables y mantenerme atento a la conversación significaba una tarea difícil. A modo de indirecta, dirigí mi mirada hacia las espaldas de mi interlocutora, simulando buscar la presencia de mi auto en el lugar en donde lo había estacionado.

—Te estoy quitando tu tiempo, Armando – se disculpó, al dar cuenta de mi actitud – Te dejo... Pero ya nos encontraremos en la escuela cuando hagamos visitas con el supervisor y seguiremos hablando sobre fantasmas... ¡Hiciste que me fascinara la temática!

Me disponía a reiterar mi gratitud cuando, al observar la vereda del frente, lo que vi me dejó petrificado. Mis ojos se abrieron con tanta desmesura que Úrsula me tomo del brazo y me preguntó si me sentía bien. Me excusé, me liberé de sus manos y corrí, cruzando la calle sin ningún tipo de precaución.

—¡Armando! ¡¿Qué pasa?! – preguntó Úrsula, en tanto me veía iniciar una carrera desenfrenada hacia el lado opuesto.

Unos coches tocaron sus bocinas cuando los furiosos conductores tuvieron que clavar frenos para no pasarme por encima. De fondo oía los alaridos de la secretaria rogándome volver; sin embargo, no iba a evadir mi objetivo.

La misma enfermera que había visto el día anterior pasar por el frente de mi casa, circulaba por la acera frente al Nacional. Esta vez, caminaba mirándome constantemente y repitiendo su gesto de “silencio” casi como si se burlara de mí. Inicié una maníaca persecución tras sus pasos; apuraba los míos para alcanzarla, mas era una iniciativa imposible de lograr. A medida que acortaba la distancia entre nosotros, ella parecía desplazarse con mayor rapidez, cual si sus pies no tocasen el piso rugoso.

—¡Eh! ¡Esperá! ¡Esperá! – vociferé, buscando llamar a su atención y despertando la curiosidad en los transeúntes.

La joven proseguía volteando para contemplarme y se dilucidaba en su proceder, la completa intención de que yo la siguiera. O, al menos, eso deseaba creer. Ahora bien, se hacía un juego perverso, rayando lo histérico, porque me seducía con sus acciones, pero no me dejaba acceder a ella.

Súbitamente desvió su andar y se introdujo en la entrada a un centro de estética o algo así. Se trataba de una casa antigua, pintada de rosa y con un cartel luminoso que rezaba todos los servicios que tenía dirigidos a las mujeres coquetas. La puerta añosa, de doble hoja y vidrios repartidos, se cerraron por detrás de la enfermera; desafortunadamente, el reflejo del día no me dejaba apreciar el interior.

Vacilante, fui entrando con lentitud al lugar; el salón estaba antecedido por un pequeño zaguán, de piso lustroso y paredes de un blanco intenso, resultado de la iluminación de unas dicroicas. Al final, otra puerta similar proporcionaba el ingreso al espacio de atención. Desde allí, la empleada de la recepción me observó extrañada; las visitas masculinas no eran habituales en el negocio. Yo levanté una mano como señal amistosa y me adentré al sitio.

—Buenas... – saludé – Estoy buscando a una muchacha, con uniforme de enfermera, que acaba de entrar...

—Buenos días, caballero... Me parece que se confunde... aquí no ha ingresado nadie en los últimos quince minutos...

El vocablo “minutos” fue lo último que escuché en un estado de plena consciencia. Inesperadamente, todos los sonidos se fueron acallando hasta desvanecerse. Luego, como había acontecido con los invitados de mi sueño, la recepcionista quedó paralizada. El aire se congeló con rapidez y sus vahos penetraron las fibras de mi saco hasta traspasar los poros de la piel. La quietud se hacía mortificante y el espacio comenzó a achicarse hasta que las paredes me aprisionaron. Después, sobrevino lo peor, lo impensado.