La verdad sobre lady Felkirk - Christine Merrill - E-Book

La verdad sobre lady Felkirk E-Book

Christine Merrill

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Beschreibung

Haría cualquier cosa por proteger a su hermana… Cuando William Felkirk abrió los ojos, los seis últimos meses de su vida estaban en blanco. ¿Qué había sucedido? ¿Y quién era aquella hermosa mujer que afirmaba ser su esposa mientras cuidaba su cuerpo roto? Justine estaba dispuesta a todo con tal de proteger a su hermana, aunque eso incluyera simular ser la esposa de un desconocido. Debía ocultar los motivos de su desengaño con la vida. Pero cada día que pasaba, William le iba abriendo el corazón un poco más, y Justine sabía que no sería capaz de esconderle la verdad para siempre…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Christine Merrill

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La verdad sobre lady Felkirk, n.º 589 - diciembre 2015

Título original: The Truth About Lady Felkirk

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7219-6

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Carta de los editores

Nota de la autora

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

¿Puede el amor perderse en el olvido como se pierde la memoria tras un eposodio violento? William creía que no. Si hubiera estado enamorado de aquella bellísima mujer que con tanta devoción le estaba cuidando no sería tan indiferente al roce de sus manos o a la sutil cercanía de sus encantos, o quizá no lo era tanto... pero claro, tendría que estar muerto para no reaccionar ante una belleza semejante...

Todas esas dudas se alojaban en el corazón de William tras recuperar la consciencia y comprobar que se extendía un oscuro velo sobre los meses anteriores al accidente que le había mantenido inconsciente durante todo ese tiempo. Y, sobre todo, al saberse ligado a aquella mujer que afirmaba ser su flamante esposa....

Esta es la magnífica historia llena de misterio, sensualidad y sutileza que Christine Merrill nos ofrece en la novela que tenemos el gusto de recomendaros

¡Feliz lectura!

Los editores

Nota de la autora

Mi primer trabajo, antes de empezar a ganarme la vida como escritora, fue en vestuario teatral. Durante la temporada de teatro, dedicaba ocho horas al día y seis días por semana a coser para otros. En mi tiempo libre, cosía para mí misma. A lo largo de los años he llegado a probar la mayoría de las técnicas de costura. En el instituto aprendí yo sola a tejer. Necesité de dos o tres intentos para aprender a hacer encaje. Necesité cincuenta años, y la ayuda de varios vídeos educativos de Internet, para aprender ganchillo.

Lo único que nunca he probado, y nunca probaré, es el encaje de bolillos. He visto cómo se hace y sé que soy demasiado impaciente para terminar el diseño más sencillo. Y teniendo en cuenta los desastres que ha montado mi nuevo gato con mi cesta de costura, no quiero ni imaginarme lo que haría con una almohadilla de la que pendieran un montón de hilos, con los bolillos para jugar.

Qué afortunada soy de tener a Justine para que se encargue de mi inconsciente impulso de hacer encajes.

Buena lectura.

Uno

Todo le dolía.

William Felkirk no se molestó en abrir los ojos, sino que se quedó inmóvil y analizó ese pensamiento. Era una exageración. Le molestaba todo, pero era la cabeza lo que le dolía de verdad. Un lento y atronador latido que le nacía en la nuca.

Intentó tragar. No tenía saliva que facilitara el proceso. ¿Cuánto debía de haber bebido para terminar en aquel estado? No parecía capaz de recordarlo. La fiesta que se celebró en casa de Adam, en honor del bautizo de su sobrino, había sido demasiado tranquila como para que él hubiese acabado así. Pero no recordaba haber ido a ningún otro lugar después. Y dado que estaba en Gales, ¿adónde habría podido ir?

Le pesaban demasiado los párpados para abrirlos, aunque no necesitaba de la vista para alcanzar la jarra de cristal que solía tener junto a la cama. Un trago de agua le ayudaría. Pero el brazo le colgaba sin fuerza, sus dedos estaban demasiado entumecidos para cerrarse sobre el vaso.

Se oyó una exclamación al otro lado de la habitación y el estrépito de la porcelana como si se hubiera caído y roto algún ornamento. Torpes criadas… La chica había estado trajinando alrededor de él, como si fuera un mueble. ¿Realmente era necesario gritar «¡se ha despertado!», de manera que la oyeran hasta en el pasillo?

Se escucharon luego unos pasos aproximándose a la puerta y una voz llamó a alguien para que acudieran inmediatamente Su Excelencia y Su Señoría.

Por fin abrió los ojos e intentó sentarse, pero la habitación seguía borrosa y su espalda no parecía capaz de sostenerlo. Se quedó mirando el dosel de la cama y lo poco que podía distinguir de los postes. Aquella seguía siendo la casa de su hermano. Pero Penélope nunca había sido «Su Señoría», no lo había sido antes de casarse con Adam. Incluso en aquel momento, se tomaba a broma no sentirse lo suficientemente elegante como para ejercer de duquesa de Bellston. Aunque apenas acababa de salir de la infancia, no era tan pusilánime como para delegar sus obligaciones como anfitriona de la casa en otra persona. Así que… ¿quién diantres sería aquella otra «Señoría»?

Debió de haber oído mal. Pero el movimiento que hizo al sacudir la cabeza con expresión triste acentuó su dolor, así como el estruendo de los pasos en las escaleras y en el pasillo. ¿No podía un hombre sobrellevar la vergüenza de una resaca con un mínimo de intimidad? Intentó sentarse de nuevo y, mientras lo hacía, sintió un brazo en su espalda y unas manos levantándolo, como si fuera un chiquillo, para acomodarlo contra las almohadas.

—Así, buen chico… —Adam le estaba tratando como si fuera un inválido. La resaca debía de ser peor de lo que había pensado—. ¿Un poco de agua?

Pero en lugar de la copa que había esperado, sintió una toalla húmeda en los labios.

Will escupió y giró la cabeza hacia el otro lado.

—¡Dia… blos! —debía de tener la garganta reseca, porque no parecía capaz de articular bien. Pero el exabrupto bastó para hacer obvia su desaprobación.

—¿Quieres una copa para beber el agua? —Adam parecía encontrar aquello de lo más extraordinario—. ¿Dónde está Justine? Localízala, rápido.

El borde de una copa encontró sus labios. Quiso agarrarla, sintió que el brazo le temblaba y se le caía, y luego la mano de su hermano mayor intervino para sujetársela y permitirle así beber.

Copa de cristal. Agua cristalina. Fresca y dulce, cosquilleante, que se abrió paso por su garganta, que sentía todavía llena de telarañas. El martilleo del cráneo se atenuó en parte.

—Mejor —la voz le salió como un graznido, aunque algo más clara que antes.

Escuchó otra exclamación medio ahogada procedente del umbral.

—Se ha despertado —dijo Adam en voz baja, urgente—. Acércate.

—No me atrevo —era una voz de mujer, de un agudo melodioso, con un levísimo acento.

—Después de tanto tiempo, tienes que ser tú la primera persona a la que vea.

Pudo sentir que Adam se levantaba. Otra mano se acercó para sostenerle la copa.

Algo olía maravillosamente bien. No. Era alguien. A rosas, y a canela, muy cerca. Una tela de muselina rozó su brazo desnudo y una piel cálida y sedosa tocó su hombro y le apartó luego el pelo de la frente. Estaba recuperando los sentidos, y en una serie de agradables sorpresas.

Cuando pudo enfocar la visión y pudo ver más allá de los dedos que sostenían la copa, vio un rostro perfecto, con forma de corazón, mirándolo con expresión preocupada. Era la clase de rostro que le hacía desear a uno poder pintarlo, o bosquejarlo al menos, para poder atesorar para siempre una reproducción suya. Sus ojos tenían la extraña tonalidad verdosa de unas monedas de oro descansando en el fondo de una fuente. No parecía capaz de dejar de contemplarlos. Eran unos ojos tristes y temerosos. Por un instante, en uno de ellos, le pareció ver el comienzo de una lágrima. Sus rosados labios temblaban. Su cabello era una mezcla de tonos dorados y rojo atardecer, parcialmente oscurecido bajo una sencilla cofia de muselina. Sus rizos oscilaron suavemente cuando su dueña se apartó de él.

—No temáis —le dijo él. ¿Por qué estaba aquella mujer allí? ¿Y por qué se mostraba tan vacilante? No estaba seguro de gran cosa, y mucho menos de quién podría ser ella. Pero sí sabía algo: no quería que le tuviera miedo. Adam había estado en lo cierto. Despertarse para encontrarse con aquello era un regalo, sobre todo teniendo en cuenta su maldito dolor de cabeza.

—Después de todo lo que le ha pasado, ¿y todavía se preocupa por ti? —dijo Adam, y soltó una breve y satisfecha carcajada—. No has cambiado nada entonces, Will. Teníamos tanto miedo de que…

La voz de su hermano se quebró de emoción.

—¿Es cierto que se ha despertado?

La esposa de Will, Penny, acababa de aparecer. Debía de estar cerca de la puerta. Su voz sonaba sin aliento, como si hubiera llegado corriendo.

Adam le chistó para que guardara silencio.

—Cuantos más seamos, mejor —masculló Will con tono irónico, todavía sin la energía suficiente para rechazar a otro visitante. Pero cuando volvió el rostro hacia la duquesa, sintió que algo andaba mal. Muy mal, de hecho. Parecía encontrarse encinta. Y eso no podía ser. Apenas el día anterior, la había visto muy delgada. Se había interesado por su salud y escuchado las quejas de su hermano sobre lo muy duro que había sido su último parto. Y en cambio, ese día, estaba de pie en el umbral de su habitación luciendo un saludable aspecto de embarazada.

Will frunció el ceño. Si aquello era una broma, era tan retorcida como absurda. La familia entera lo estaba observando, como si esperaran algo de él. Y él no tenía la menor idea de lo que era. Volvió a marearse. Quiso llevarse la mano a la sien, pero necesitó de toda su fuerza para levantar el brazo.

La mujer que se hallaba a su lado le tomó la mano y se la volvió a bajar. Se la frotó suavemente devolviendo alguna sensación a sus dedos, flexionando las articulaciones y masajeando los músculos. La depositó luego suavemente sobre la colcha y alzó la suya para acariciarle la frente. Will maldijo para sus adentros, aunque se sentía condenadamente bien. Si no hubiera estado tan cansado, habría echado a su familia de allí para poner a prueba con el resto de su cuerpo la familiaridad que se estaba tomando aquella mujer. Aunque había vacilado al principio, en aquel momento no parecía en absoluto tímida.

Se relajó contra las almohadas en las que estaba apoyado y suspiró. Acto seguido, lenta y cuidadosamente, flexionó los dedos de cada mano. Le resultó difícil, y lo mismo con los dedos de los pies. Pero cuando alzó la mano, fue capaz de señalar el agua sin ponerse en ridículo. Su bella enfermera volvió a acercarle la copa a la boca.

Se lamió una gota que le había caído en los labios y tragó de nuevo.

—¿Alguien va a explicarme de una vez lo que ha pasado, o pensáis dejar que lo adivine? ¿Me he pasado toda la noche enfermo?

—¿Explicar? —Adam volvió a hablar en nombre del grupo—. ¿Qué es lo que recuerdas de estos últimos meses, Will?

—La Temporada, por supuesto —respondió, deseando haber podido hacer un gesto de desprecio—. Esa mocosa rubita que pensabas endosarme. Ignoro por qué te crees con derecho a elegir esposa por mí, cuando yo no tuve ni voz ni voto en la elección de la tuya. Y recuerdo haber venido a Gales para el bautizo. ¿Qué fue lo que le echaste a ese ponche para ponerme en este estado? ¿Ginebra pura?

Quiso hacer una broma. Pero las caras que lo rodeaban parecían mudas de asombro. Adam se aclaró la garganta.

—El bautizo se celebró hace seis meses.

—Por supuesto que no —podía recordarlo con tanta claridad como podía recordar cualquier cosa. Aunque el bautizo le parecía distante, por supuesto. Pero acababa de despertarse. Cuando se le despejara la cabeza…

—Seis meses —repitió Adam—. Después de la fiesta, te marchaste y no nos informaste de adónde ibas. Solo dijiste que volverías con una sorpresa.

—¿Y cuál era esa sorpresa? —preguntó Will. Si estaba allí ahora, debía de haber vuelto, y con una historia que explicaría su condición actual.

—No volvimos a saber nada de ti durante meses. Cuando Justine te trajo a casa, no estabas en condiciones de decir nada. Tuviste un accidente. Ella pensó que lo mejor era que estuvieras con tu familia, por si acaso... —la voz de Adam volvió a quebrarse y desvió la mirada.

—¿Quién es esa Justine? —preguntó Will, mirando a su alrededor. Pero a juzgar por la sorprendida expresión de la mujer que le estaba sosteniendo la mano, la pregunta se respondía sola.

—¿De verdad que no os acordáis? —dijo ella.

Efectivamente, no la recordaba. Aunque ignoraba cómo habría podido olvidar un rostro y una voz como aquella.

—Recuerdo el bautizo —repitió—. Pero no me acuerdo para nada de vos.

Los ojos dorados que lo miraban se desorbitaron en aquel momento, incrédulos.

Adam carraspeó de nuevo, haciendo el pequeño ruido que solía hacer cuando se disponía a mostrarse diplomático.

—Parece que te has olvidado de mucho, y mucho es lo que tenemos que explicarte. Pero primero que nada, tienes que saber una cosa. La mujer que tienes en este momento delante es lady Felkirk —se interrumpió de nuevo—. William, te presento a tu esposa, Justine.

—Yo no tengo esposa —se había cansado de aquella locura. Bajó los pies de la cama para levantarse y marcharse de allí.

O al menos lo intentó. En lugar de ello, quedó desplomado en el colchón como un pez varado en una playa, con medio cuerpo fuera de la cama hasta que su hermano lo levantó para volver a acostarlo bien.

—No pasa nada. Lo importante es que os estáis recuperando —era otra vez la voz de su ángel de la guarda, su presunta esposa. ¿Cómo la habían llamado? ¿Justine?

El nombre, por muy hermosa que fuera su propietaria, no le sonaba de nada.

Adam volvió a inclinarse sobre la cama, sonriendo, aunque la sonrisa era algo tensa.

—Justine te trajo a casa hace un par de meses, y desde entonces hasta ahora has permanecido inconsciente. Temía que nunca… —otro silencio, seguido de un profundo suspiro. Quizá la paternidad había ablandado a Adam, porque Will no recordaba haberlo visto nunca al borde del llanto—. Los médicos no nos dieron muchas esperanzas. Pero encontrarte despierto y vuelto casi a tu antiguo ser….

Así que se había roto la cabeza. No lo recordaba, pero de seguro explicaba el martilleo.

—¿Qué me pasó?

—Una caída de caballo.

Eso parecía posible. A veces se excedía cuando montaba a caballo. Pero su viejo amigo, Júpiter, era el más tranquilo de los corceles, siempre y cuando llevara él las riendas. Y una esposa… Miró deliberadamente a la mujer que se inclinaba sobre él, esperando que le aportara alguna explicación más.

—Estábamos de luna de miel —dijo la mujer con tono suave, como intentando hacerle recordar—. Nos conocimos en Bath, a principios del verano.

Seguía sin acordarse de nada. ¿Qué había estado haciendo él en Bath? Aborrecía aquel lugar, con sus aguas de sabor repugnante y las madres metomentodo de muchachas para las que no habían conseguido pareja apropiada en Londres.

—Estoy seguro de que el matrimonio debió de haber entrado en tus planes cuando nos dejaste —dijo Penny, animándolo—. Nos habías prometido una sorpresa. Pero la verdad es que no teníamos idea de lo maravillosa que sería. Cuando Justine volvió contigo… —volvió a hacer una emotiva pausa, al igual que había hecho su esposo—. Ella ha sido muy buena contigo. Con todos nosotros, de hecho. Nunca perdió la esperanza —con el pretexto de limpiarse sus empañados lentes, Penny sacó un pañuelo y se secó los ojos con las puntas.

Solamente aquella mujer, Justine, parecía aceptarlo todo con total tranquilidad, como si un marido que había vuelto del umbral de la muerte sin un solo recuerdo suyo fuera algo que sucediera todos los días. Cuando habló, su voz sonó firme y práctica.

—Os pondréis bien. Todo ha salido mejor de lo que cualquiera de nosotros habría podido esperar.

—Ya, como si sufrir un golpe en la cabeza y perder medio año de vida fuera algo a celebrar —la fulminó con la mirada. Quizá aquella encantadora desconocida no había hecho nada para merecer su furia. O quizá le hubiera embriagado y le hubiera golpeado en la cabeza para luego fingir ser su esposa.

Pero aquello no tenía sentido. Él carecía del dinero y del título necesario para ser el blanco de tales intrigas. Si ella le había deseado algún mal, ¿por qué lo había llevado a casa después? ¿Por qué molestarse en cuidarlo para que se repusiera?

La misteriosa Justine ignoró su sombría mirada y sonrió.

—Sí que es algo a celebrar. El médico dijo que nunca os recuperarías y, sin embargo, lo habéis hecho. Ahora que estáis en condiciones de comer, recuperaréis las fuerzas.

Pero Will distinguió una fugaz sombra en su mirada, como si su recuperación no fuera una noticia tan buena.

Quizá se sintiera tan confusa como él, al fin y al cabo. O quizá la había herido. Él se había tomado la molestia de casarse con ella, para luego olvidarla por completo. Y en ese momento le estaba hablando con brusquedad, culpándola de su dolor de cabeza. ¿La habría tratado entonces, antes del accidente? Quizá todo aquel matrimonio había sido un error. Si ese era el caso, difícilmente podía culparla a ella de un deseo pasajero que su prolongada enfermedad había originado como consecuencia de su libertad.

Cuando volvió a mirarla, la expresión de la muchacha era tan clara como un día de verano. La duda que había visto antes debía de haber sido una ilusión, causada por su propia paranoia. Cuando recuperara las fuerzas y encontrara una oportunidad de preguntarle, la situación se aclararía. Por el momento debía refrenar sus alocados pensamientos y esperar. Sacudió la cabeza e inmediatamente se arrepintió de ello, cuando el dolor, que había estado remitiendo, regresó con toda su fuerza.

Ella se inclinó más hacia él, estirando una mano para recoger la toalla húmeda que había dejado a un lado de la cama y apretarla con suavidad contra su frente.

¿Cómo había sabido que eso lo aliviaría? No importaba. Si lo había adivinado, había adivinado bien. Le tomó la mano y se la apretó con lo que esperaba reconociera como un gesto de gratitud. Pero aunque el dolor volvió a remitir, no ocurrió lo mismo con sus dedos. No había nada ni remotamente familiar en la forma de la mano que estaba sosteniendo la suya. Seguro que, si realmente se había casado con ella, el contacto no le habría resultado tan completamente ajeno. Tan pronto como pudiera hacerlo sin que el gesto pareciera extraño, retiraría la mano.

Ella se aseguró de dejarle la toalla bien colocada sobre la frente y retiró las manos, que entrelazó modosamente sobre su regazo como si estuviera tan deseosa como él de romper el contacto.

Mientras que ambos se sentían tan claramente incómodos, el resto de la concurrencia parecía encontrarse en éxtasis.

—Cuando estés en condiciones, te bajaremos al piso de abajo —dijo Penny—. Quizá podamos conseguirte una silla de balneario para que puedas tomar el sol en el jardín.

—Tonterías —la toalla se le escurrió cuando intentó levantarse de nuevo. Esa vez hizo algún ligero progreso. Fue capaz de bajar ambas piernas y sentarse en la cama. Casi inmediatamente, el mareo lo acometió y sintió que se inclinaba hacia un lado.

Una vez más, Adam se apresuró a atenderlo: le agarró de un brazo y le sentó de nuevo derecho.

—Tranquilo. No te fuerces demasiado. No habrá silla de balneario, si tú no quieres. Seguirás tu propio ritmo. Estoy seguro de que muy pronto podrás caminar perfectamente.

—Pero no necesitas hacerlo ahora mismo —insistió Penny—. El descanso sigue siendo importante. Y la tranquilidad. Por el momento, os dejaremos solos a los dos.

—No.

—Sí —replicó la pareja al unísono.

—Necesitáis descansar —dijo Justine, posando una mano sobre su pecho para obligarlo suavemente a tumbarse—. Ya tendremos tiempo para hablar.

—Ya he descansado bastante —repuso él—. Me he pasado meses durmiendo.

Pensó que probablemente ella tenía razón. Le dolía la cabeza por culpa de aquel pequeño conato de actividad. Necesitaba tiempo para pensar. Pero, antes que eso, necesitaba respuestas. Pese a la inocente expresión del bello rostro que tenía delante, Justine sabía más de lo que le había dicho.

—Marchaos todos, por favor —y añadió, tras advertir las miradas de sorpresa que provocó su arrebato de impaciencia—: Pero llamad a mi ayuda de cámara. Después de tanto tiempo como he pasado en la cama, quiero lavarme y vestirme. Hasta que llegue, hablaré con mi esposa.

—Por supuesto —dijo su hermano, con una sonrisa de alivio—. Cuando estés en condiciones para ello, podrás bajar a comer, o si quieres mandaremos que te suban una bandeja. Sea como fuere —se adelantó de nuevo y le agarró una mano con fuerza—, me alegro de que te estés recuperando tan bien. Vamos, Penny, estoy seguro de que estos dos tienen mucho que hablar de cosas que no nos conciernen.

Una vez que se hubieron marchado y la puerta se cerró tras ellos, se encontró a solas en la habitación con una mujer que afirmaba ser su esposa. Dominó una punzada de pánico. Seguía todavía demasiado débil para defenderse, en caso de que ella no fuera tan amable como aparentaba. ¿Pero cómo podía imaginar que alguien con un rostro tan dulce pudiera significar un peligro para él? Si hubiera querido hacerle algún daño, habría dispuesto de todas las oportunidades hasta entonces.

Aun así, ¿no debería una esposa recién casada alegrarse más de ver recuperado a su marido? Si lo amaba, ¿por qué seguía de pie a un lado de la cama, muda como un criminal en el banquillo? Había algo extraño en ella. Una de las muchas cosas que no lograba identificar.

Ella también pareció darse cuenta de ello, porque ensayó una vacilante sonrisa y retomó de buen grado su papel de enfermera.

—¿Hay algo que pueda hacer por vos? ¿Algo para que os sintáis más cómodo?

—Qué buena enfermera que sois, tan solícita… —le dijo, sin que se sintiera particularmente agradecido por ello—. En este momento, no hay nada que necesite… aparte de poner fin a esta farsa.

—No hay ninguna farsa —replicó ella, mostrándose más perpleja que asustada—. No estamos intentando engañaros. Resultasteis herido y permanecisteis inconsciente durante meses. Acercaos a la ventana y lo veréis. El bautizo se celebró en Semana Santa. Ya no es primavera, ni siquiera verano. Los árboles están perdiendo las hojas y las noches han enfriado.

—No necesito que me digáis el tiempo que hace —gruñó, mirando el cielo gris que se distinguía tras el cristal—. Puedo verlo por mí mismo. Y sé que resulté herido, porque todavía tengo dolores —se pasó con cuidado una mano por el pelo, sorprendiéndose al palpar el pliegue de la cicatriz—. Pero juraría ante Dios que vos no sois mi esposa.

—William… —dijo ella con un convencido tono dolido.

—Ese es mi nombre. ¿Cuál es el vuestro?

—Justine, por supuesto.

—¿Y antes de que os casarais conmigo? —le preguntó, incapaz de disimular una sonrisa escéptica.

—¿Mi apellido de soltera, queréis saber? De Bryun —se interrumpió como esperando que aquel fragmento de información le provocara algún recuerdo. Pero no hubo ninguno.

—Si vos lo decís… —repuso—. Supongo que lo siguiente que me diréis es que sois huérfana.

—Sí —dijo, incapaz de disimular el dolor de su voz.

En cualquier otra circunstancia, se habría arrepentido de mostrarse tan indiferente ante su desgracia. Pero en aquel momento tenía sus propios problemas.

—Y no contáis con nadie que pueda verificar vuestra identidad.

—Tengo una hermana. Pero no estuvo presente en nuestra boda, ni nadie de vuestra familia.

—¿Me casé sin el conocimiento de mi familia? —Penny había llegado a insinuarlo. Pero aquello seguía sin tener sentido—. Así que ninguno de nosotros tuvo en cuenta los sentimientos de nuestros familiares. Simplemente, de pronto… —con un esfuerzo, consiguió chasquear los dedos—, decidimos casarnos.

—Lo discutimos antes —le aseguró—. Dijisteis que después tendríais tiempo para informarlos. Que vuestro hermano os había hecho lo mismo a vos.

Y así había sido. El matrimonio de su hermano había sido tan súbito como parecía haber sido el suyo. Y Adam había admitido que él tampoco podía recordar su boda. Pero aunque las circunstancias eran similares, él era más sensato que Adam y jamás se habría comportado de aquella forma.

—Pudisteis haber averiguado los detalles de la boda de Adam en cualquier parte.

Ella suspiró, como si estuviera en una clase y se viera obligada a recitar la lección.

—Pero no lo averigüé en ninguna parte. Lo supe por vos. Vos me dijisteis que el nombre de vuestro padre era John, y Mary el de vuestra madre. Que eran el duque y la duquesa de Bellston, por supuesto. Que tuvisteis una hermana, que murió al nacer. Y me hablasteis de vuestro hermano. Fue por eso por lo que os llevé con él. ¿Por qué habría hecho algo así, si no fuera por amor?

Aquello era un enigma. Se frotó una sien. Estaba seguro de que tenía que haber una explicación lógica para todo aquello, pero el esfuerzo de buscarla le provocaba dolor de cabeza.

—Pudisteis haber conseguido esos datos de un libro de linajes.

—O pudisteis habérmelo dicho vos —replicó, paciente—. Y que no tenga padres no es algo tan poco usual. Vos tampoco los conserváis.

Eso era algo perfectamente cierto. ¿Pero entonces por qué le parecía tan significativo que ella no tuviera ninguno? Sacudió la cabeza, medio esperando que le repiqueteara al hacerlo, porque seguía sintiéndose como una muñeca rota de porcelana.

—Sospecho que podría interrogaros durante horas y seguiríais teniendo una respuesta para todo. Pero hay una única pregunta que dudo que podáis responder a mi satisfacción. ¿Qué es lo que habría podido motivarme a tomar esposa?

—Dijisteis que me amabais —le tembló el labio, aunque no parecía a punto de llorar—. Y me negué a yacer con vos mientras no estuviéramos casados.

No era una explicación muy halagadora. Pero tenía más sentido que cualquier otra cosa que hubiera dicho hasta el momento.

—Me creo que deseara yacer con vos. Mi vista está bien, al contrario que mi memoria —alzó la mirada a su esplendoroso cabello, todavía oculto en su mayor parte por la sobria cofia. Por muy cansado y confuso que se sintiera, seguía teniendo deseos de apartarle la tela para poder contemplarlo en toda su gloria—. Sois una belleza. Y lo sabéis, ¿verdad? No iréis a fingir que sois ajena al efecto que producís en los hombres. ¿Por qué me elegisteis a mí precisamente?

—Porque pensaba que erais un hombre bueno y amable y que seríais un buen marido —respondió. Había algo en su voz que insinuaba que se había sentido decepcionada al descubrir lo contrario. Bajó luego la mirada—. Y tenéis razón. No puedo evitar tener el aspecto que tengo. Ni suscitar esa reacción en los demás.

—No veo por qué habríais de querer hacerlo —repuso él con sinceridad. Pero cuando la observó con mayor atención, distinguió en su rostro una mezcla de tristeza y desafío, como si hubiera deseado ser una joven normal y no una belleza.

Su ropa era casi demasiado modesta, casi tan humilde como la de una criada. La cofia que llevaba, de simple lino, no era un vanidoso tocado de encajes. Pero si lo que intentaba con ello era disimular sus encantos, había fallado. Aquella sencilla vestimenta solo conseguía que la joya de su belleza brillara todavía con mayor luz.

—Os estás comportando como si, ahora que ya tenéis todo lo que queríais, de alguna manera fuera mi culpa que el resultado no os haya complacido —con gesto distraído se ajustó la cofia, escondiendo algunos de los rizos que se le escapaban—. Yo no os seduje para empujaros a un matrimonio que no deseabais. Como tampoco os herí ni os dejé abandonado a vuestro destino. Dudo que pueda demostraros a vuestra satisfacción que las cosas sucedieron como os estoy diciendo. Pero… ¿podéis vos negarme que yo nunca hice otra cosa que daros lo que queríais de mí, y cuidaros cuando os acometió la desgracia? Si ahora estáis vivo es gracias a mis cuidados. Siento no haber podido ofreceros nada más.

Ante aquello, se quedó sin respuesta… Si verdaderamente ella era su esposa, era una mujer muy paciente. Tenía motivos para abofetearlo por la crudeza con que la había tratado. Pero no había verdadera furia en su voz, sino solamente la cansada resignación con la que aceptaba su escepticismo. Si no hubiera sido por el aterrador vacío en que se había convertido su pasado, la habría creído en un instante y le habría presentado sus disculpas.

—Admito que os debo gratitud —dijo—. Pero, por el momento, vuestra ayuda no me es necesaria. Retiraos, por favor, e id a prepararos para la cena. Quizá os vea en la mesa. Ya hablaremos después.

—Esperaré ansiosa el momento, milord.

Estaba mintiendo, por supuesto. Le regaló una sumisa reverencia antes de abandonar la habitación. Pero había una ligereza en su paso que vino a decirle que aquella retirada era más bien una huida.

Dos

No la recordaba.

Justine de Bryun se detuvo a pocos pasos más allá de la puerta de la habitación de William Felkirk e intentó contener el entusiasmo y el alivio que sentía por aquella amnesia tan oportuna. Debía canalizar aquel amasijo de emociones en una reacción apropiada en una mujer cuyo marido acababa de despertarse como Lázaro de la tumba, antes de que alguien la viera y le hiciera preguntas. Felkirk ya le había hecho suficientes preguntas durante la difícil conversación que acababan de mantener; no necesitaba que los duques le hicieran más. Al menos hasta que encontrara una manera de escapar del embrollo que ella misma había creado.

Penny la estaba esperando en el pasillo, algo alejada, intentando fingir que no estaba interesada en escuchar una descripción de lo que acababa de suceder mientras William y ella estuvieron solos. Debía intentar inventar algo que no fuera una completa mentira. Desde que había llegado, había mentido demasiado a su anfitriona y se había sentido culpable cada vez. ¿Qué había hecho Penny para merecer semejante trato por su parte? Desde el principio, la duquesa le había ofrecido la mano de una amiga y la compasión de una hermana.

Aunque Justine tenía suficientes razones para odiar a la familia Felkirk, no había ninguna para que su animosidad se extendiera a una mujer que solamente se había vinculado a ella por su matrimonio con el duque. Como tampoco se creía con derecho a odiar al heredero, que no era más que un inocente bebé. El duque, que era el verdadero cabeza de familia, se había mostrado asimismo de lo más amable con ella y se había ganado en cierta forma su perdón.

Solo quedaba William Felkirk. Gracias a su intervención no deseada en sus asuntos, había cargado con la cuota íntegra de cualquier castigo que merecieran los pasados pecados de su familia. Su lenta y penosa recuperación había bastado de sobra para satisfacer su deseo de venganza.

Si tenía que ser sincera, el castigo había sido excesivo. Su padre había tenido una muerte rápida. Pero William Felkirk había agonizado al borde de la misma durante meses, dilapidando todo ese tiempo en un interminable sueño. En varias ocasiones, se había quedado sorprendida al descubrirse a sí misma rezando para que Dios fuera misericordioso con él y lo liberara de su dolor. Cuando las oraciones no habían recibido respuesta, le había cuidado cristianamente lo mejor que había podido.

O así había sido hasta el momento en que se despertó y empezó a causar problemas de nuevo.

Penny se dirigía hacia ella en aquel momento, con los brazos tendidos, dispuesta a felicitarla o a consolarla, lo que fuera que necesitara. Justine descubrió que no necesitaba fingir mucho, porque el labio inferior le temblaba en lo que probablemente era un comienzo de llanto. Una vez más se encontraba sola y desvalida en una situación de la que tenía poca culpa y que no era capaz de controlar. Aunque la duquesa de Bellston no parecía desearle ningún mal, Justine había experimentado ya la rapidez con la que supuestos amigos se convertían en enemigos cuando no tenían a nadie a quien recurrir. Debía permanecer en guardia.

—No me reconoce —dijo en voz baja, volviendo la mirada al dormitorio que tenía detrás de ella—. Y no se cree que estemos casados.

La duquesa la envolvió en un maternal abrazo.

—Tranquila, tranquila… Todo saldrá bien, estoy segura. Ahora que está empezando a recuperarse, solo será cuestión de tiempo que recuerde lo que habéis llegado a ser el uno para el otro.

—Por supuesto —repuso Justine, como si fuera aquella otra razón para las lágrimas. La completa pérdida de memoria de Felkirk era la mejor noticia que había recibido en siglos. Él se había olvidado de lo peor y ella todavía podía escapar al castigo. Nadie podía ser cómplice de la agresión a una familia noble y evitar la cárcel. Había sabido que su destino estaba sellado el día en que lo encontró en el suelo del salón en medio de un charco de sangre. Pese al mal que ella le había deseado, William se había recuperado y la amnesia era un regalo caído del cielo.

Por supuesto, ello significaba también que no podía recordar las cosas que ella deseaba de hecho que supiera. Lo cual era lo más enojoso. Sin eso, ¿por qué se había molestado en salvarlo?

Penny le palmeó un hombro.

—Tan pronto como él haya recuperado las fuerzas, podréis volver los dos a la antigua mansión. Su casa es ahora tuya y lo será para siempre. Estaremos a menos de un kilómetro de distancia si nos necesitas. La familiaridad del entorno hará que recupere la memoria enseguida.

Un reflujo de recuerdos era lo último que necesitaba. Trasladarse a la antigua mansión de Felkirk la hundiría aún más profundamente en la trampa que ella misma había creado. Estarían allí solos, sin los duques para que la ayudaran a desviar las interminables preguntas de lord Felkirk.

—Será muy diferente quedarme a solas con él allí —dijo, intentando disimular la resignación en su voz.

—Nosotros estaremos camino abajo, muy cerca —replicó Penny con tono alegre—. Podremos visitaros o acercarnos a cenar, tan pronto como estés en condiciones de recibirnos.

Irían a visitarlos, pero se marcharían de nuevo, antes de que llegara la hora de acostarse. Justine se quedaría a solas con él por las noches, a solas con un desconocido que esperaría de ella algo más que los cuidados de una hermosa mujer que afirmaba ser su esposa. ¿Qué era lo que él le había dicho hacía un momento? «No iréis a fingir que sois ajena al efecto que producís en los hombres».

Montague le había dicho algo parecido, cuando la informó del futuro que la esperaba. En ese momento, todo aquello estaba volviendo a suceder. Mientras estuvo sin sentido, William Felkirk había sido una figura pálida y hermosa como una estatua. Pero, despierto, ella podía ver la fortaleza viril que había estado latente. La sangre estaba volviendo a sus labios y sus observadores ojos azules brillaban de interés cuando se posaban en ella. Muy pronto sería muy otra la reacción que le provocaría su presencia en una misma habitación: una reacción muy masculina. Y ella no podría evitarlo, pensó estremecida.

Sin pronunciar una palabra, Penny se quitó el chal y se lo echó a Justine sobre los hombros.

—Estás cansada, por supuesto. Has trabajado muy duro para conseguir que se recuperase de nuevo. Y al final la cosa no ha salido como esperabas.

—No, desde luego —admitió Justine. Había supuesto que, pese a todos sus esfuerzos, él acabaría muriendo. Que una mañana entraría en la habitación del enfermo para encontrar su cuerpo duro y frío. Eso habría dificultado su empeño en hallar cualquier evidencia de que su padre había entregado los diamantes que portaba cuando murió. Porque si Justine llegaba a encontrarlos algún día, muy bien podría desparecer antes de que alguien descubriera sus mentiras…

Pero entonces se le había ocurrido que, si William Felkirk moría, sería aún más fácil para ella continuar con aquella farsa, permitiendo que los duques la consolaran en su duelo. Montague no se atrevería a relatar su parte de la verdad, por miedo a que ella contara la suya. Al cabo de un año, cuando ella hubiera dejado el luto, podría haber disfrutado de unas merecidas vacaciones, o una Temporada entera en Londres con bailes y fiestas…

¿Pero dónde habría dejado eso a Margot? Como era habitual, el pensamiento apagó su felicidad como un cubo de agua fría. Qué injusto era que cualquier pensamiento sobre su bienamada hermana pequeña estuviera envuelto en sombras…

Mientras caminaban por el pasillo hacia la escalera principal, Penny seguía charlando, llenando el tenso silencio con descripciones de un futuro feliz que nunca podría ser.

—Por encima de todo, no te preocupes por su comportamiento de hoy. Estoy segura de que te ama. Pero la verdad es que hoy se ha llevado una impresión muy grande —vaciló, para luego añadir—: Los médicos dijeron que podían haberse producido cambios en su carácter, por culpa del accidente.

—Cierto —convino Justine. ¿Pero cómo podía saberlo ella? No conocía nada de su carácter, a partir del único y breve encuentro que había tenido con él antes. Cuando lo vio entrar en la tienda, le había parecido un hombre apuesto y amable. Pero la sonrisa inicial de William Felkirk se había borrado de golpe cuando se enteró de quién y qué era ella.

Penny percibió su inquietud y agregó:

—Te recordará con el tiempo, estoy convencida. No tienes nada de qué preocuparte.

—Seguro que tienes razón.

Las palabras eran sinceras, al contrario que la sonrisa que las acompañó. Lord Felkirk terminaría acordándose de ella. Pero ella estaría lejos cuando eso sucediera, aunque eso significara regresar a la vida con Montague de la que había esperado escapar.

Estaban en aquel momento a la puerta de su dormitorio. Dio a la duquesa un leve beso en la mejilla como para demostrarle que, efectivamente, todo estaba bien.

—Creo que me gustaría tumbarme un poco antes de la cena.

—Por supuesto —repuso Penny—… Ahora que tu marido está mejor, debes cuidarte tú. Y querrás presentar tu mejor aspecto, en caso de que Will pueda bajar a cenar.

Justine sonrió y asintió, mientras rezaba por dentro para que eso no sucediera. Eso significaría un nuevo interrogatorio, casi a continuación del anterior. Necesitaba tiempo para hacer planes y preparar respuestas para las preguntas que él le haría. No perdió el tiempo una vez que la puerta se hubo cerrado. Un solo momento de titubeo podría hacerle dudar de la prudencia de todo lo que había hecho hasta entonces. Y esa duda podría derivar en debilidad, y en una eventual resignación. ¿Y acaso la amarga experiencia no le había enseñado que solamente los fuertes sobrevivían?

Ella sería fuerte, aunque ello significara que no sería feliz. Se acercó a la vela de la mesilla y la encendió, para dejarla luego sobre la mesa que había frente a la ventana, de manera que pudiera ser vista de lejos.

Todavía ardía cuando abandonó la habitación para cenar.

Tres

Will estaba empezando a temer que Penny hubiera estado en lo cierto con su sugerencia de que usara una silla de balneario. Si carecía de la fuerza necesaria para atravesar por su pie su propia habitación, no había manera de que pudiera bajar las escaleras hasta la planta baja sin ayuda de los criados. Y si lograba llegar hasta ellos tambaleándose, necesitaría de toda su energía para evitar la humillación de que después tuvieran que subirlo cargado en brazos.

Como si no fuera suficiente con haber perdido la memoria y las fuerzas, parecía propenso a perder los nervios. Se había quedado tumbado en la cama, intentando escuchar la conversación en el pasillo, cuando Penny le aseguró a la misteriosa Justine que todo saldría bien. Mientras lo hacía, le acometió el temor de que su familia estuviera conspirando contra él, con aquella desconocida. Incluso la entrada de su ayuda de cámara, con la ropa limpia y los bártulos de afeitado, le aceleró el corazón. Había estado tan seguro de sí mismo, antes… Quizá el golpe había dañado su cerebro, con lo que nunca más recuperaría la seguridad de antaño.

Se negaba a creerlo. No pasaría el resto de su vida escondido en aquella habitación. Si se esforzaba lo suficiente, su vida podría volver a ser la que era.

Pero en aquel momento tenía una esposa.

No quería pensar en ella, tampoco. Una vez que se hubo arreglado, pensó que era un consuelo contar con su ayuda de cámara, Stewart. Era maravilloso estar limpio, afeitado y vestido con otra cosa que no fuera un camisón. Aunque le avergonzaba que el hombre hubiera tenido que ayudarlo a sentarse y lo hubiera vestido como si fuera un maniquí, porque la debilidad de sus miembros había sido tal que ni siquiera había podido ayudarlo con los pantalones y la chaqueta.

Su ayuda de cámara no había hecho comentario alguno al respecto, aparte de examinarle las mejillas y mencionarle que Su Señoría era casi tan diestra con la navaja barbera como él.