La Vida en los Campos - Giovanni Verga - E-Book

La Vida en los Campos E-Book

Giovanni Verga

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Beschreibung

La Vida en los Campos es una de las obras más representativas del verismo italiano y una puerta de entrada al universo narrativo de Giovanni Verga. Publicada en 1880, esta colección de relatos ofrece un retrato directo y descarnado de la vida rural en Sicilia durante el siglo XIX. A través de historias breves, Verga muestra con precisión las tensiones entre pobreza, tradición, destino y supervivencia que marcan la existencia de campesinos y pescadores, alejándose de todo sentimentalismo para dar voz a quienes rara vez aparecían en la literatura de la época. Las narraciones se desarrollan en escenarios rurales sencillos —pueblos, aldeas y campos— donde el destino de los personajes parece estar determinado por fuerzas inmutables: la tierra, la pobreza, la familia y el honor. Entre los relatos más emblemáticos se encuentran "Rosso Malpelo", que retrata la vida dura y marginal de un niño trabajador de minas, y "Cavalleria Rusticana", que aborda un drama de celos y venganza que se volvió célebre al ser adaptado a la ópera. Cada historia explora emociones humanas intensas —amor, rabia, resignación— dentro de un contexto social implacable. Verga utiliza un estilo sobrio y objetivo, característico del verismo, que busca desaparecer como narrador para dejar que los personajes hablen por sí mismos. El lenguaje reproduce el habla popular y refleja tanto la dureza de la existencia como la dignidad silenciosa de quienes la enfrentan. No hay héroes glorificados, solo hombres y mujeres atrapados en circunstancias que los superan, lo que confiere a estas historias una profunda fuerza trágica. Giovanni Verga (1840–1922) fue un novelista y cuentista italiano, considerado el principal exponente del verismo, corriente literaria cercana al naturalismo. Su obra se centra en las clases populares de Sicilia, retratando su realidad sin idealizaciones. La vida en los campos marcó un punto de inflexión en su carrera, anticipando su estilo maduro y consolidándolo como una figura esencial de la literatura italiana moderna.

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Seitenzahl: 185

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Giovanni Verga

LA VIDA EN LOS CAMPOS

Título original:

“Vita dei campi”

Sumario

PRESENTACIÓN

LA VIDA EN LOS CAMPOS

LOS RÚSTICOS CABALLEROS

"LA LOBA"

NEDDA

CAPRICHO

JELI EL PASTOR

"MALPELO"

LA QUERIDA DEL "ABROJO"

PRESENTACIÓN

Giovanni Verga

1840–1922

Giovanni Verga (1840–1922) fue un novelista, cuentista y dramaturgo italiano, considerado uno de los principales exponentes del verismo, corriente literaria que buscaba retratar la realidad social con objetividad y sin idealizaciones. Su obra se caracteriza por la representación cruda y auténtica de la vida de las clases populares en Sicilia.

Infancia y formación

Giovanni Verga nació en Catania, Sicilia, en el seno de una familia acomodada. Desde joven mostró interés por la literatura y comenzó a escribir sus primeras obras mientras estudiaba derecho en la Universidad de Catania. Pronto abandonó los estudios para dedicarse por completo a la escritura.

Carrera literaria y obras

En sus primeros años, Verga escribió novelas de corte romántico, pero con el tiempo adoptó un estilo más realista e impersonal, alineado con el verismo. Entre sus obras más importantes se encuentran I Malavoglia (1881) y Mastro-don Gesualdo (1889), que forman parte de un ambicioso ciclo narrativo dedicado a explorar la lucha por la vida y la movilidad social.

Su narrativa se caracteriza por el uso de un lenguaje sencillo, diálogos naturales y una perspectiva que se acerca al habla y la mentalidad popular. A través de sus personajes, retrata las duras condiciones de vida de los campesinos y pescadores sicilianos, mostrando las desigualdades sociales y el peso de la tradición.

Estilo y legado

Verga es reconocido como uno de los grandes innovadores de la literatura italiana moderna. Su enfoque narrativo influyó en escritores y movimientos posteriores, tanto en Italia como en otros países. Su representación honesta y sin adornos de la vida rural siciliana marcó un cambio decisivo en la narrativa de su tiempo.

Giovanni Verga murió en Catania el 27 de enero de 1922.

Hoy es recordado como una figura clave del realismo literario europeo y uno de los autores más importantes de la literatura italiana del siglo XIX.

Sobre la obra

La vida en los campos (Vita dei campi), publicada en 1880, es una de las obras más representativas del realismo verista italiano. En esta colección de relatos breves, Giovanni Verga retrata con gran sensibilidad y crudeza la vida cotidiana de los campesinos y pescadores de Sicilia, mostrando su lucha constante contra la pobreza, la injusticia y las fuerzas incontrolables del destino.

El estilo de Verga se caracteriza por su objetividad y sobriedad, evitando idealizaciones y dejando que las historias se cuenten a través de los personajes y sus acciones. Utiliza un lenguaje sencillo, cercano a la oralidad popular, para reflejar de manera auténtica la voz de las comunidades rurales.

Entre los relatos más conocidos de esta colección destacan:

“Rosso Malpelo”: historia de un joven minero marginado y condenado por la dureza de su entorno.

“Cavalleria rusticana”: un intenso drama de amor, celos y honor que más tarde sería adaptado a la ópera.

“La Lupa”: retrato de una pasión prohibida y destructiva en el corazón de la Sicilia rural.

Verga no presenta héroes ni finales felices: sus personajes están atrapados por la miseria social y las costumbres tradicionales, lo que convierte a la obra en un testimonio profundamente humano y realista de la Italia meridional de la época.

La vida en los campos es considerada una obra fundamental del verismo literario, movimiento que influyó en generaciones posteriores de escritores europeos, y consolidó a Verga como una de las voces más potentes del realismo italiano.

LA VIDA EN LOS CAMPOS

LOS RÚSTICOS CABALLEROS

(Cavalleria rusticana.)

Turiddu Macca, el hijo de la "señá" Anuncia, al volver de servir al rey, pavoneábase todos los domingos en la plaza, con su uniforme de tirador y su gorro rojo, que parecía "talmente" el hombre de la buenaventura cuando saca la jaula de los canarios. A las mozas íbanseles tras él los ojos, según entraban en misa, recatadas bajo la mantilla, y los chiquillos revoloteaban como moscas a su alrededor. Había traído hasta una pipa con el rey a caballo, que parecía de verdad, y encendía los fósforos en la trasera de los pantalones, levantando la pierna como si diese un puntapié. Mas, con todo, Lola la del señor Angel no se dejaba ver ni en misa ni en el balcón: que se había tomado los dichos con uno de Licodia que era carretero, y tenía en la cuadra cuatro machos del Sortino. Cuando Turiddu lo supo, en el primer pronto, ¡santo diablo!, quería sacarle las tripas al de Licodia; pero no lo hizo, y se desahogó yendo a cantar bajo la ventana de la bella cuantas canciones de desdenes sabía.

— ¿Es que no tiene nada que hacer Turiddu, el de la "seña" Anuncia — decían los vecinos —, que se pasa las noches cantando como un gorrión solitario?

Al cabo, topó con Lola, que volvía del viaje a la Virgen de los Peligros, y que al verle ni palideció ni se puso colorada, cual si nada hubiera pasado.

— ¡Ojos que te ven!— le dijo.

— Hola, compadre Turiddu; ya me habían dicho que habías vuelto a primeros de mes.

— ¡A mí me han dicho otras cosas! — respondió —. ¿Es verdad que te casas con el compadre Alfio el carretero?

— ¡Si es la voluntad de Dios...! — contestó Lola, juntando sobre la barbilla las dos puntas del pañuelo.

— ¡La voluntad de Dios la haces con el tira y afloja que te conviene! ¡Y la voluntad de Dios ha sido que yo tenía que venir de tan lejos para encontrarme con tan buenas noticias, Lola!

El pobrecillo intentaba aún dárselas de valiente; pero la voz casi le faltaba e iba tras de la moza contoneándose, bailándole de hombro a hombro la borla del gorro. A ella, en conciencia, le dolía verle con una cara tan larga; pero no tenía ánimos para lisonjearle con buenas palabras.

— Oye, compadre Turiddu — le dijo, al fin —, déjame alcanzar a mis compañeras. ¡Qué dirían en el pueblo si me vieran contigo!...

— Es verdad — respondió Turiddu —. Ahora que te casas con el compadre Alfio, que tiene cuatro machos en la cuadra, no hay que dar que hablar a la gente. Mi madre, la pobre, ha tenido que vender nuestra mula baya y el majuelillo de la carretera mientras yo era soldado. Pasó el tiempo en que Berta hilaba, y tú ya no te acuerdas de cuando hablábamos por la ventana del corral ni de cuando me regalaste el pañuelo aquél, antes de marcharme, que Dios sabe las lágrimas que lloré en él, al irme tan lejos, tan lejos, que se perdía hasta el nombre de nuestro pueblo. Ahora, adiós, Lola; hagamos cuenta que no hay más que decir, y que si te he visto, no me acuerdo.

La Lola se casó con el carretero, y los domingos se ponía en el corredor, con las manos en el vientre, para enseñar todos los anillos de oro que le había regalado su marido. Turiddu seguía paseando una y otra vez por la calleja, con su pipa en la boca y las manos en los bolsillos, con aire indiferente y guiñándole a las mozas; pero roíale por dentro el que el marido de Lola tuviese todo aquel oro y el que ella fingiese no verle cuando pasaba.

— ¡Se la voy a hacer en sus mismos ojos a esa perra! — murmuraba.

Frente por frente al compadre Alfio vivía el señor Colás, el viñador, rico como un cerdo según decían, el cual tenía una hija. Turiddu tanto dijo y tanto hizo, que intimó con el señor Colás, y comenzó a andar por la casa y a decirle palabritas dulces a la muchacha.

— ¿Por qué no le dices todas esas cosas tan bonitas a la Lola? — contestaba Santa.

— ¡La Lola es una señorona! ¡La Lola se ha casado con un rey!

— Yo no merezco reyes...

— Tú vales por cien Lolas, y conozco yo a uno que no miraría a la Lola ni al santo de su nombre cuando estás tú, porque la Lola no sirve ni para descalzarte. ¡Qué va a servir!

— La zorra que no podía alcanzar las uvas...

— Dijo: ¡qué guapa estás, rica mía!

— ¡Quietas las manos, compadre Turiddu!

— ¿Tienes miedo de que te coma?

— Ni a ti ni a tu Dios tengo miedo!

— ¡Ya sabemos que tu madre era de Licodia! ¡Tienes sangre de pelea! ¡Uy, te comería con los ojos!

— Cómeme con los ojos, si quieres, que no me harás migas; pero mientras, carga con este haz.

— ¡Por ti cargaría yo con la casa entera!

Ella, por no ponerse colorada, le tiró un leño que tenía a mano, y no le dió por milagro.

— Vamos, despacha, que la charla no gavilla sarmientos.

— Si fuera rico, Santa, buscaría una mujer como tú.

— Yo no me casaré con un rey, como la Lola; pero tengo mi dote para cuando el Señor me mande novio.

— ¡Ya sabemos que eres rica, ya lo sabemos!

— Pues si lo sabes, despacha, que está para llegar mi padre y no quiero yo que me encuentre en el corral.

El padre empezaba a torcer el gesto; pero la muchacha no se daba por enterada, porque la borla del gorro del tirador le había hecho cosquillas en el corazón y le bailaba continuamente ante los ojos. Como el padre puso a Turiddu en la puerta, la hija le abrió la ventana, y todas las noches estaba de charla con él, que no se hablaba de otra cosa en la vecindad.

— Estoy loco por ti, y hasta el sueño pierdo y el apetito.

— Cháchara.

— ¡Quisiera ser el hijo de Victor Manuel para casarme contigo!

— Cháchara.

— Por la Virgen, que como pan te comería!

— Cháchara.

— ¡Por mi honra te lo juro!

— ¡Ay madre mía!

Lola, que lo oía todo, palideciendo y ruborizándose, escondida tras el tiesto de albahaca, un día llamó a Turiddu.

— ¡Vaya, compadre Turiddu! ¿Es que ya no se saluda a los amigos?

— ¡Ay! — suspiró el mozo —. ¡Dichoso el que puede saludarte!

— ¡Pues si tal intención tienes, ya sabes donde vivo!... — respondió Lola.

Turiddu volvió a verla con tanta frecuencia, que Santa se enteró y le dió con la ventana en los hocicos. Los vecinos le señalaban con una sonrisa o con un movimiento de cabeza cuando pasaba el tirador. El marido de Lola andaba por las feries con sus mulas.

— ¡El domingo quiero ir a confesarme, que esta noche he soñado con uvas negras! — dijo Lola.

— ¡Déjalo, déjalo! — suplicaba Turiddu.

— No, que como se acerca la Pascua, mi marido querría saber por qué no me confieso.

— ¡Ay! — murmuraba Santa, la del señor Colás, esperando turno de rodillas ante el confesonario, donde Lola estaba haciendo la colada de sus pecados—. ¡Por mi alma, que no quiero mandarte a Roma en penitencia!

El compadre Alfio volvió con sus mulas, cargado de dineros, y trajo a su mujer un vestido nuevo, muy majo, para las fiestas.

— Haces bien en traerle regalos — le dijo su vecina Santa —, ¡porque mientras estás fuera, tu mujer te adorna la casa!

El compadre Alfio era uno de esos carreteros que llevan la montera a la oreja, y al oír hablar de su mujer de aquel modo mudó de color, como si le hubiesen dado una puñalada.

— ¡Santo diablo! — exclamó —. ¡Como no hayas visto bien, no os dejo ni ojos para llorar a ti y a toda tu parentela!

— ¡No acostumbro llorar yo! — respondió Santa —; ni siquiera he llorado al ver con estos ojos entrar a Turiddu, el de la "seña" Anuncia, en casa de tu mujer...

— Está bien — respondió el compadre Alfio —; muchas gracias.

Turiddu, ahora que había vuelto ya el marido, no rondaba de día por la calleja, y distraía el tedio en la taberna con los amigos. La víspera de Pascua tenían sobre la mesa un plato de salchicha, cuando entrando en esto el compadre Alfio, con sólo ver el modo que tuvo de mirarle, comprendió Turiddu que había ido a arreglar cuentas, y dejó el tenador en el plato.

— ¿Tienes algo que mandar, compadre Alfio? — le dijo.

— Nada, compadre Turiddu, sino que hace ya tiempo que no te veo y quería hablarte de lo que sabes.

Turiddu, al pronto, le había ofrecido una copa; pero el compadre Alfio la rehusó con la mano. Entonces Turiddu se levantó y le dijo:

— Pues aquí me tienes, compadre Alfio.

El carretero le echó los brazos al cuello.

— Si quieres ir mañana a las chumberas de la Canziria, podremos hablar de nuestro asunto compadre.

— Espérame en la carretera, al salir el sol, e iremos juntos.

Con estas palabras se dieron el beso de desafío, y Turiddu le mordió la oreja al carretero, haciéndole así promesa solemne de no faltar.

Los amigos, abandonando la salchicha, acompañaron silenciosos a Turiddu hasta su casa. La "señá" Anuncia, la pobrecilla, esperábale hasta tarde todas las noches.

— Madre — le dijo Turiddu —, ¿se acuerda cuando me fuí al servicio, que creía usted que ya no iba a volver? Deme un beso muy fuerte como entonces, porque mañana temprano tengo que irme muy lejos.

Antes de ser de día cogió la faca, que había escondido en el heno cuando se marchó soldado, y se puso en camino hacia las chumberas de la Canziria.

— ¡Jesús María! ¿Adónde vas tan furioso? — lloriqueaba la Lola a punto de salir su marido.

— Voy ahí cerca— respondió el compadre Alfio —; pero mejor te sería que no volviese nunca.

Lola, en camisa, rezaba a los pies de la cama, llevándose a los labios el rosario que le había traído fray Bernardino de los Santos Lugares, cuantas avemarías podía.

— Compadre Alfio — comenzó Turiddu luego que hubieron hecho un buen trecho del camino él y su compañero, que iba callado y con la montera sobre los ojos —, como hay Dios que se que no tengo corazón y que me dejaría matar. Pero antes de salir he visto a mi vieja, que se ha levantado para verme marchar, que el pretexto de arreglar el gallinero, como si se lo diera el corazón, y, como hay Dios, que te mataré como perro por no hacer llorar a mi viejecica.

— Eso está muy bien — respondió el compadre Alfio quitándose el farseto —; así pincharemos con fuerza los dos.

Ambos eran buenos esgrimidores. Turiddu tiró el primer golpe y alcanzó al otro en un brazo; al repetir, tiró a la ingle.

— ¡Ah, compadre Turiddu! ¿Es que de veras quieres matarme?

— Si, ya te lo he dicho; acabo de ver a mi vieja en el gallinero, y me parece tenerla continuamente delante.

— ¡Pues abre bien los ojos! — le gritó el compadre Alfio —, porque vas a ir bien servido!

Según estaba en guardia, agachado, para contener la herida que le dolía, y arrastrando casi el codo por el suelo, agarró un puñado de tierra y se lo echó a los ojos al adversario.

— ¡Ah! — gritó Turiddu, cegado —, ¡soy muerto!

Intentaba salvarse dando saltos desesperados hacia atrás; pero el compadre Alfio le alcanzó con otro golpe en el estómago y otro en el cuello.

— ¡Y tres! ¡Este, por haberme adornado la casa! Ahora, tu madre dejará en paz las gallinas.

Turiddu se tambaleó un poco entre las chumberas y cayó luego como una piedra. La sangre le borbotaba espumando en la garganta, y no pudo proferir ni un "¡Ay mi madre!".

"LA LOBA"

Era alta, delgada; tenía, eso sí, un seno firme y vigoroso, de morena — aunque ya no era joven —, pálida como si tuviera siempre la malaria, y en aquella palidez, unos ojos así de grandes y unos labios frescos y rojos que te comían.

En el pueblo la llamaban "La Loba" porque nunca ni con nada se saciaba. Las mujeres se santiguaban al verla pasar sola como un perro, con aquel andar errante y desconfiado de loba hambrienta; robaba hijos y maridos en un abrir y cerrar de ojos, con sus labios colorados y se los llevaba tras de sus faldas, con aquella mirada de Satanás, aunque estuviesen ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, "La Loba" no iba nunca a la iglesia, ni por Pascua ni por la Navidad, ni a oír misa, ni a confesarse. El padre Angel de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, había perdido el alma por ella.

La pobre Marica, muchacha buena y lista, lloraba a hurtadillas, porque, hija de "La Loba", nadie la quería por mujer, a pesar de tener su ropita en la cómoda y sus cuatros terrones como cualquier otra moza del pueblo.

Un buen día, "La Loba" se enamoró de un guapo mozo que había vuelto del servicio y que segaba el heno con ella en los prados del notario; pero lo que se dice enamorarse, sentir que le ardían las carnes bajo el fustán del corpiño y tener al mirárle a los ojos la sed de las cálidas tardes de junio, en medio del llano. Pero él seguía segando tranquilamente, atento al la gavilla, y le decía:

— ¿Qué tiene, "señá" Pina?

En los campos inmensos, donde sólo se oía el canto de los grillos, cuando caía el sol a plomo, "La Loba" gavillaba manojo tras manojo y haz tras haz, sin cansarse jamás, sin enderezar un momento al cuerpo, sin acercar los labios a la botella, con tal de estar siempre pisándole los talones a Nanni que, segaba y segaba, y preguntábale de cuando en cuando:

— ¿Qué quiere, "señá" Pina?

Una noche se lo dijo, mientras los hombres dormitaban en la era cansados de la larga jornada, y vagaban los perros por el campo vasto y negro.

— ¡Te quiero... a ti, que eres guapo como un sol y dulce como la miel! ¡Te quiero a ti!

— Y yo quiero a tu hija, que es mocita — respondió Nanni riendo.

"La Loba" llevóse las manos a la cabeza, rascóse las sienes sin decir palabra y, marchándose luego, ya no volvió más por la era. Pero en octubre se encontró de nuevo con Nanni, según hacían el aceite, porque trabajaba junto a su casa, y el chirrido de la prensa no le dejaba dormir en toda la noche.

— Coge el saco de las aceitunas — le dijo a su hija — y ven conmigo.

Nanni empujaba con la pala las aceitunas bajo la muela, y gritábale "¡ohí" a la mula para que no se parase.

— ¿Quieres a mi hija Marica? — le preguntó la "señá" Pina.

— ¿Qué le da usted a su hija Marica? — respondió Nanni —. Tiene lo de su padre, y a más le doy mi casa; a mí me basta con que me des un rincón de la cocina donde tender un jergón.

— Si es así, para Navidad hablaremos — dijo Nanni.

Nanni estaba todo untado y sucio del aceite y de las aceitunas puestas a fermentar, y Marica no le quería en modo alguno; pero su madre la agarró por los pelos, delante del hogar, y le dijo, apretando los dientes:

— ¡Si no te casas con él, te mato!

"La Loba" parecía enferma, y decía la gente que el diablo cuando se hace viejo se mete a fraile. Ya no iba de aquí para allá; ya no se ponía a la puerta con aquellos ojos de endemoniada. Su yerno, cuando ella se le plantaba delante con aquellos ojos, echábase a reír, y sacaba el escapulario de la Virgen para persignarse. Marica estábase en casa amamantando a sus hijos, y su madre andaba por los campos trabajando con los hombres, como un hombre enteramente, escardando, cavando, conduciendo el ganado, podando las cepas, ya soplase el gregal, ya levante de enero o siroco de agosto, cuando los machos agachaban la cabeza y los hombres dormían de bruces al resguardo de la pared a tramontana. "En esa hora entre véspero y nona, en que no anda hembra bona", la señá Pina era la única alma viviente a quien se veía errar por el campo, sobre los guijarros abrasados de los senderos, entre los secos rastrojos de los campos inmensos, que se perdían en el caliginoso ambiente, lejos, muy lejos, hacia el Etna neblinoso, donde el cielo pesaba sobre el horizonte.

— Despierta — dijole "La Loba" a Nanni, que dormía en la cuneta, junto al seto polvoriento, con la cabeza entre los brazos —. Despierta, que te he traído el vino para que refresques el gañote.

Nanni abrió los ojos lacrimosos, entre dormido y despierto, y se la encontró derecha, pálida, prepotente el pecho, los ojos negros como el carbón, y extendió a tientas las manos.

— ¡No; "no anda hembra bona entre véspero y nona"! — sollozaba Nanni, escondiendo la cara en la hierba seca de la cuneta y arañándose los pelos — ¡Vete, vete; no vuelvas más a la era!

Y se marchó "La Loba", en efecto, anudándose otra vez las hermosas trenzas, fija la mirada ante sus pasos en los cálidos rastrojos, con los ojos negros como el carbón.

Pero volvió varias veces a la era, y Nanni no le dijo nada. Antes bien: cuando tardaba en ir a esa hora, entre véspero y nona, íbase a esperarla a lo alto de la senda blanca y desierta, con el sudor en la frente, y después se llevaba las manos a la cabeza y repetíale siempre:

— ¡Vete, vete, y no vuelvas más a la hora!

Marica lloraba día y noche, y plantábase ante su madre, ardiéndole los ojos de lágrimas, como una lobezna a su vez, siempre que la veía volver del campo pálida y muda.

— ¡Mala madre! — le decía —. ¡Mala madre!

— ¡Calla!

— ¡Ladrona, ladrona!

— ¡Calla!

— ¡Iré a decírselo al brigadier!

— ¡Ve!

Y fué de veras, con sus hijos en brazos, sin miedo, sin verter una lágrima, como una loca, porque ahora también ella quería a aquel marido que le habían dado a la fuerza, untado y sucio de las aceitunas puestas a fermentar.

El brigadier mandó llamar a Nanni, y le amenazó incluso con el presidio y la horca. Nanni se dió a llorar y a tirarse de los pelos. ¡No negó nada! ¡No intentó disculparse!

— ¡Es la tentación — decía —; es la tentación del infierno!

Y se arrojó a los pies del brigadier, suplicandole que le mandase a presidio.