La vuelta al mundo en 80 días - Julio Verne - E-Book

La vuelta al mundo en 80 días E-Book

Julio Verne

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Publicada por entregas en el prestigioso diario parisino Le temps durante 1872, se convirtió de inmediato en un éxito, manteniendo expectantes a los lectores del diario para conocer cómo continuaban las aventuras del flemático inglés Phileas Fogg y su ayudante Jean Passepartout alrededor del mundo. Esta es una de las obras que afianzó a Verne como uno de los mejores escritores de todos los tiempos. Esperamos, querido lector, que la disfrute tanto como los millones de lectores satisfechos que la han recomendado.

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La vuelta al mundo en 80 días

La vuelta al mundo en 80 días (1872)Julio Verne

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Septiembre 2021

Imagen de portada: RawpixelTraducción: Ricardo GarcíaProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

I

En el año 1872, la casa número 7 de Saville Row, Burlington Gardens, donde murió Sheridan en 1814, estaba habitada por Phileas Fogg, quien a pesar de que parecía haber tomado el partido de no hacer nada que pudiese llamar la atención, era uno de los miembros más notables y singulares del Reform-Club de Londres, personaje enigmático y del cual sólo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos caballeros de la alta sociedad inglesa. Se decía que se daba un aire a Byron, de su cabeza, se entiende, pero a un Byron de bigote y barbas, un Byron impasible, que hubiera vivido mil años sin envejecer. 

Phileas Fogg era inglés ciertamente; pero había duda en si realmente era londinense. Jamás se le había visto en la Bolsa ni en el Banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles de la City. Ni las dársenas ni los muelles de Londres recibieron nunca un navío cuyo armador fuese Phileas Fogg. No figuraba en ningún comité de administración. Su nombre nunca se había oído en un colegio de abogados, ni en Gray’s Inn. Su voz no se escuchaba en la Audiencia del canciller, ni en el Banco de la Reina, ni en el Echequer, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña, ni del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Russel, ni del Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las Ciencias y las Artes Reunidas que está colocado bajo la protección de Su Real Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas Sociedades que pueblan la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entoniológica, fundada principalmente con el fin de destruir los insectos nocivos. 

Phileas Fogg era miembro del Reform-Club, y nada más. 

La forma en la que entró a este exclusivo club fue bastante simple. 

Fue recomendado por los señores Barings, con quienes había abierto una línea de crédito. Sus cheques eran pagados regularmente a la vista por el saldo de su cuenta actual, que siempre estaba llena. 

¿Era rico Phileas Fogg? Indudablemente. Ni las personas más cercanas sabían cómo se había hecho de su fortuna, y para saberlo, el último a quien convenía dirigirse era al señor Fogg. En todo caso, aun cuando no se prodigaba mucho, no era tampoco avaro, porque en cualquier parte donde faltase auxilio para una cosa noble, útil o generosa, solía prestarlo con sigilo y hasta con el velo del anonimato. En suma, encontrar algo que fuese menos comunicativo que este caballero, era cosa difícil. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más señorioso cuanto más silencioso era. Sus hábitos diarios eran dignos de observación; porque cualquier cosa que hiciera era exactamente lo mismo que siempre hacía, tanto, que la imaginación descontenta de cualquier persona buscaba algo más allá. 

¿Había viajado? Era probable, porque parecía conocer el mundo mejor que nadie. No había sitio, por oculto que pudiera hallarse del que no pareciese tener un especial conocimiento. A veces, pero siempre en pocas breves y claras palabras, rectificaba los mil propósitos falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabilidades que tenían mayores visos de realidad y a menudo, sus palabras parecían haberse inspirado en una doble vista; de tal manera el suceso acababa siempre por justificarlas. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, a lo menos, en espíritu. 

Lo cierto era que desde hacía largos años Phileas Fogg no había dejado Londres. Los que tenían el honor de conocerle más a fondo que los demás, atestiguaban, que excepción hecha del camino diariamente recorrido por él desde su casa al club, nadie podía pretender haberlo visto en otra parte. Era su único pasatiempo leer los periódicos y jugar al whist(1). Solía ganar a ese silencioso juego, tan apropiado a su naturaleza, pero sus beneficios nunca entraban en su bolsillo, que figuraban por una suma respetable en su presupuesto de caridad. El señor Fogg, evidentemente jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate, una lucha contra una dificultad; pero lucha sin movimiento y sin fatigas, condiciones ambas que convenían mucho a su carácter. 

Nadie sabía que tuviese mujer ni hijos, cosa que puede suceder a la persona más decente del mundo, ni parientes ni amigos, lo cual era en verdad algo más extraño. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville Row, donde nadie penetraba. Un criado único le bastaba para su servicio. Almorzando y comiendo en el club a horas cronométricamente determinadas, en el mismo comedor, en la misma mesa, sin tratarse nunca con sus colegas, sin convidar jamás a ningún extraño, sólo volvía a su casa para acostarse a la media noche exacta, sin hacer uso en ninguna ocasión de los cómodos dormitorios que el Reform-Club pone en disposición a los miembros del círculo. De las veinticuatro horas del día, pasaba diez en su casa, que dedicaba al sueño o al tocador. Cuando paseaba, era invariablemente y con paso igual, por el vestíbulo que tenía mosaicos de madera en el pavimento, o por la galería circular coronada por una media naranja con vidrieras azules que sostenían veinte columnas jónicas de pórfido rosa, Cuando almorzaba o comía, las cocinas, la repostería, la despensa, la pescadería y la lechería del club eran las que con sus suculentas reservas proveían su mesa; los camareros del club, graves personas vestidas de negro y calzados con zapatos de suela de fieltro, eran quienes le servían en una vajilla especial y sobre admirables manteles de lienzo sajón; la cristalería o molde perdido del club era la que contenía su sherry, su oporto o su clarete mezclado con canela, capilaria o cinamomo; en fin, el hielo del club, hielo traído de los lagos de América a costa de grandes desembolsos, conservaba sus bebidas en un satisfactorio estado de frialdad. 

Si vivir en semejantes condiciones es lo que se llama ser excéntrico, preciso es convenir que algo tiene de bueno la excentricidad. 

La casa en Saville Row, sin ser suntuosa, se recomendaba por su gran comodidad. Por lo demás, con los hábitos invariables del inquilino, el servicio no era penoso. Sin embargo, Phileas Fogg exigía de su único criado una regularidad y una puntualidad extraordinarias. Aquel mismo día, 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James Foster, por el enorme delito de haberle llevado el agua para afeitarse a 84 grados Fahrenheit en vez de 85, y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre once y once y media. 

Phileas Fogg, rectamente sentado en su butaca, los pies juntos como los de los soldados en formación, las manos sobre las rodillas, el cuerpo derecho, la cabeza erguida, veía girar el minutero del reloj, complicado aparato que señalaba las horas, los minutos, los segundos, los días y años. Al dar las once y media, el señor Fogg, según su costumbre diaria debía salir de su casa para ir al Reform-Club. 

En aquel momento llamaron a la puerta de la habitación que ocupaba Phileas Fogg. El despedido apareció. 

—El nuevo sirviente —dijo. 

Un joven de unos 30 años se dejó ver y saludó. 

—¿Eres francés y te llamas John? —le preguntó Phileas Fogg. 

—Jean, si el caballero tiene la amabilidad —respondió el recién llegado—. Jean ‘Passepartout(2)’, apodo que me ha quedado y que justificaba mi natural aptitud para salir de todo apuro. Creo ser honrado, aunque, a decir verdad, he tenido varios oficios. He sido cantor ambulante, he sido artista de circo donde daba el salto como Leotard y bailaba en la cuerda como Blondín; luego, al fin de hacer más útiles mis servicios, he llegado a profesor de gimnasia, y por último, era sargento de bomberos en París, y aún tengo en mi hoja de servicios algunos incendios notables. Pero hace cinco años que he abandonado Francia, y queriendo experimentar la vida doméstica soy ayudante de cuarto en Inglaterra. Y hallándome desacomodado y sabiendo que el señor Phileas Fogg era el hombre más exacto y sedentario del Reino Unido, me he presentado en casa del señor, esperando vivir con tranquilidad y olvidar hasta el apodo de ‘Passepartout’. 

—‘Passepartout’ me conviene —respondió el señor Fogg—. Me has sido bien recomendado. Tengo buenos informes sobre tu conducta. ¿Conoces mis condiciones? 

—Sí, señor.
—Bien. ¿Qué hora tienes?
—Las once y veintidós —respondió Passepartout, sacando de las profundidades del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de plata. 

—Vas atrasado.
—Perdóneme señor, pero es imposible.
—Vas cuatro minutos atrasado. No importa. Basta con 

hacer constar la diferencia. Conque desde este momento, las once y veintinueve de la mañana, hoy miércoles 2 de octubre de 1872, entras a mi servicio. 

Dicho esto, Phileas Fogg se levantó, tomó su sombrero con la mano izquierda, lo colocó en su cabeza mediante un movimiento automático, y desapareció sin decir palabra. 

Passepartout oyó por primera vez el ruido de la puerta que se cerraba; era su nuevo amo que salía; luego, escuchó por segunda vez el mismo ruido; era James Foster que se marchaba también. 

Passepartout se quedó solo en la casa de Saville Row. 

(1) Juego de cartas de origen británico. 

(2) "Passepartout" se refiere a una llave maestra. 

II

—A fe mía —decía para sí Passepartout algo aturdido al principio—, he conocido en casa de madame Tussaud personajes de tanta vida como mi nuevo amo. Conviene advertir que los personajes de madame Tussaud son unas figuras de cera muy visitadas, y a las cuales verdaderamente no les falta más que hablar.

Durante la corta entrevista con Phileas Fogg, Passepartout lo había examinado rápida pero cuidadosamente. Era un hombre que podía tener unos cuarenta años, de figura noble y arrogante, alto de estatura, sin que lo afease cierta ligera obesidad, de pelo rubio, frente tersa y sin señal de arrugas en las sienes, rostro más bien pálido que sonrosado, dentadura magnífica. Parecía poseer en el más alto grado eso que los fisonomistas llaman “el reposo en la acción”, facultad común a todos los que hacen más trabajo que ruido. Sereno, flemático, pura la mirada, inmóvil el párpado, era el típico acabado de esos ingleses de sangre fría que suelen encontrarse a menudo en el Reino Unido, y cuya actitud algo académica ha sido tan maravillosamente reproducida por el pincel de Angélica Kauffmann. Visto en los diferentes actos de su existencia, este caballero despertaba la idea de un ser bien equilibrado en todas sus partes, proporcionado con precisión, y tan exacto como un cronómetro de Leroy. Porque, en efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía claramente en la “expresión de sus pies y de sus manos”, pues que en el hombre, así como en los animales, los miembros mismos son órganos expresivos de las pasiones.
Phileas Fogg era de aquellas personas matemáticamente exactas que, nunca precipitadas y siempre dispuestas, economizan sus pasos y sus movimientos. Atajando siempre, nunca daba un paso de más. No perdía una mirada dirigiéndola al techo. No se permitía ningún gesto superfluo. Jamás se le vio ni conmovido ni alterado. Era el hombre menos apresurado del mundo, pero siempre llegaba a tiempo. Pero, desde luego, se comprenderá que tenía que vivir solo y, por decirlo así, aislado de toda relación social. Sabía que en la vida hay que dedicar mucho al rozamiento, y como el rozamiento entorpece, no se rozaba con nadie.

En cuanto a Jean, alias Passepartout, verdadero parisiense de París, durante los cinco años que había habitado en Inglaterra desempeñando la profesión de ayudante de cámara, en vano había tratado de hallar un amo a quien poder tomar cariño.
Passepartout no era, por cierto, uno de esos Frontines o Mascarillos, que, altos los hombros y la cabeza, descarado y seco al mirar, no son más que unos malvados insolentes; no. Passepartout era un guapo chico de amable fisonomía y labios salientes, dispuesto siempre a saborear o acariciar; un ser apacible y servicial, con una de esas cabezas redondas y bonachonas que siempre gusta encontrar en los hombros de un amigo. Tenía azules los ojos, animado el color, la cara suficientemente gruesa para que pudieran verse sus mismos pómulos, ancho el pecho, fuertes las caderas, vigorosa la musculatura, y con una fuerza hercúlea que los ejercicios de su juventud habían desarrollado admirablemente. Sus cabellos castaños estaban algo enredados. Si los antiguos escultores conocían dieciocho modos distintos de arreglar la cabeza de Minerva, Passepartout, para componer la suya, sólo conocía uno: con tres pases de batidor estaba peinado.
Decir si el genio expansivo de este muchacho podía avenirse con el de Phileas Fogg, es cosa que prohíbe la prudencia elemental. ¿Sería Passepartout ese criado exacto hasta la precisión que convenía a su dueño? La práctica lo demostraría. Después de haber tenido, como ya es sabido, una juventud algo vagabunda, aspiraba al reposo. Había oído ensalzar el metodismo inglés y la proverbial frialdad de los caballeros, y se fue a buscar fortuna a Inglaterra. Pero hasta entonces la fortuna le había sido adversa. En ninguna parte pudo echar raíces. Estuvo en diez casas, y en todas ellas los amos eran caprichosos, desiguales, amigos de correr aventuras o de recorrer países, cosas todas ellas que ya no podían convenir a Passepartout. Su último señor, el joven lord Longsferry, miembro del Parlamento después de pasar las noches en los bares de Hay Marquet, volvía a su casa muy a menudo sobre los hombros de los policías. Queriendo Passepartout ante todo respetar a su amo, arriesgó algunas observaciones respetuosas que fueron mal recibidas, y tuvo que irse. Al saber que Phileas Fogg buscaba sirviente y que era un personaje cuya existencia era tan regular, que no dormía fuera de casa, que no viajaba, que nunca, ni un día siquiera, se ausentaba, no podía sino convenirle. Se presentó y fue admitido en las circunstancias ya conocidas.

Passepartout, a las once y media dadas, se hallaba solo en la casa de Saville Row. Empezó su inspección sin retraso, recorriendo desde el sótano hasta el tejado. Tan limpia, arreglada, una mansión solemne que lo satisfizo. Le produjo la impresión de una cáscara de caracol alumbrada y calentada con gas, porque el hidrógeno carburado bastaba para todas las necesidades de luz y calor. Passepartout halló sin gran trabajo en el piso segundo el cuarto que le estaba destinado y estaba bastante satisfecho. Timbres eléctricos y tubos acústicos le ponían en comunicación con los aposentos del entresuelo y del principal. Encima de la chimenea había un reloj eléctrico en correspondencia con el que tenía Phileas Fogg en su dormitorio, y de esta manera ambos aparatos marcaban el mismo segundo en igual momento.
—No me disgusta, no me disgusta —decía para sí Passepartout.
Advirtió además en su cuarto una nota colocada encima del reloj. Era el programa del servicio diario. Comprendía desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria en que se levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media en que dejaba su casa para ir a almorzar al Reform-Club todas las minuciosidades del servicio, el té y el pan tostado de las ocho y veintitrés, el agua caliente para afeitarse de las nueve y treinta y siete, el baño de las diez menos veinte. Todo estaba regulado y previsto que tenía que hacerse desde las once y media am, hasta la media noche en que se acostaba el metódico caballero.
En cuanto al guardarropa del señor, estaba perfectamente abastecido y del mejor gusto. Cada pantalón, abrigo o chaleco tenía su número de orden, reproducido en un libro de entrada y salida, que indicaba la fecha en que, según la estación, cada prenda debía ser llevada; reglamentación que se hacía extensiva al calzado.
Finalmente, anunciaba un apacible desahogo en esta casa de Saville Row, casa que debía haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero crapuloso Sheridan, la delicadeza con que estaba amueblada. No había ni biblioteca ni libros que hubieran sido inútiles para el señor Fogg, puesto que el Reform-Club ponía a su disposición dos bibliotecas, consagradas una a la literatura, y otra al derecho y a la política. En el dormitorio había una arca de hierro de tamaño regular, cuya especial construcción la ponía fuera del alcance de los peligros de incendio y robo. No se veía en la casa ni armas ni otros utensilios de caza ni de guerra. Todo indicaba los hábitos más pacíficos.
Después de haber examinado la vivienda detenidamente, Passepartout se frotó las manos, su cara redonda se ensanchó, y repitió con alegría:
—¡Esto es justo lo que quería Nos entenderemos perfectamente el señor Fogg y yo. ¡Un hombre casero y arreglado! ¡Una verdadera máquina! No me desagrada servir a una máquina.

III

Phileas Fogg había dejado su casa de Saville Row a las once y media, y después de haber colocado quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform-Club, vasto edificio levantado en Pall Mall, cuyo costo de construcción no pudo haber sido menos de tres millones. Pasó inmediatamente al comedor, con sus nueve ventanas que daban a un jardín con árboles ya dorados por el otoño. Tomó asiento en la mesa de costumbre puesta ya para él. Su almuerzo se componía de un entremés, un pescado cocido sazonado por una reading sauce de primera elección, un rosbif escarlata con hongos, ruibarbo y una tarta de grosellas verdes, y de un pedazo de queso, todo bajado con algunas tazas de excelente té, por el que el Reform-Club era famoso.

A las doce y cuarenta y siete de la mañana, se levantó y se dirigió al gran salón, un suntuoso aposento adornado con pinturas colocadas en lujosos marcos. Allí un criado le entregó el Times con las hojas sin cortar, y se dedicó a desplegarlo con una seguridad tal, que denotaba desde luego la práctica más extremada en esta difícil operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas Fogg hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del Standard, que sucedió a aquel, duró hasta la hora de la comida, que se llevó a efecto en iguales condiciones que el almuerzo.

Media hora más tarde, varios miembros del Reform-Club iban entrando y se acercaban a la chimenea encendida con carbón de piedra. Eran los compañeros habituales de juego del señor Phileas Fogg, decididamente aficionados al whist como él: el ingeniero Andrés Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Falientin, el fabricante de cervezas Tomás Flanagan, y Gualterio Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y respetables en aquel club al que también asistían lo príncipes del comercio y las finanzas de Inglaterra.

—Dígame, Ralph —preguntó Tomás Flanagan—, ¿a qué altura se encuentra ese robo?

—Pues bien —respondió Andrés Stuart—, el Banco perderá dinero.

—Al contrario —dijo Gualterio Ralph—, espero que se logrará echar mano al autor del robo. Se han enviado inspectores de policía de los más hábiles a todos los principales puertos de embarque y desembarque de América y Europa, y le será muy difícil a ese caballero poder escapar.

—Pero qué, ¿se conoce la descripción del ladrón? —preguntó Andrés Stuart.

—Ante todo, no es un ladrón —rió Ralph con la mayor formalidad.

—Cómo, ¿no es un ladrón el individuo que sustrajo cincuenta y cinco mil libras en billetes de banco?

—No.

—¿Es acaso un industrial?

—El Daily TelegraphDaily asegura que es un caballero.

El que daba esta respuesta, no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza descollaba entonces entre aquel mar de papel amontonado a su alrededor. Saludó a sus compañeros y se adentró a la conversación. El suceso de que se trataba, y sobre el cual los diferentes periódicos del Reino Unido discutían acaloradamente, se había realizado tres días antes en el Banco de Inglaterra. Un legajo de billetes de banco que formaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil libras, había sido sustraído de la mesa del cajero principal. Claro está que no podía tener sus ojos en todos lados. Conviene hacer observación que el Banco de Inglaterra reposa una gran confianza en la honestidad de su público. No hay guardianes, ni ordenanzas para proteger los tesoros; el oro, la plata, los billetes, están expuestos libremente, y, por decirlo así, a disposición del primero que llegue. Uno de los más notables observadores de las costumbres inglesas, estando en una de las salas del Banco, tuvo curiosidad por ver de cerca una barra de oro de siete a ocho libras de peso que se encontraba expuesta en la mesa del cajero; para satisfacer aquel deseo, tomó la barra, la examinó, se la dio a su vecino, este a otro, y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final de un pasillo obscuro, tardando media hora en volver a su sitio, sin que durante este tiempo el cajero hubiera levantado siquiera la cabeza. Sin embargo durante el robo, las cosas no sucedieron del mismo modo. El legajo de billetes de banco no volvió, y cuando el magnífico reloj colocado encima de la oficina dio las cinco, la hora en que debía cerrarse el despacho, el Banco de Inglaterra no tenía más recursos que asentar cincuenta y cinco mil libras en la cuenta de ganancias y de pérdidas.

Tan pronto el robo fue descubierto agentes detectives elegidos entre los más hábiles, fueron enviados a las puertos principales, a Liverpool a Glasgow, Havre, Suez, Brindisi, a Nueva York, y otros puertos, bajo la promesa de recompensa de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma que se recobrase. La misión de estos inspectores se reducía a observar escrupulosamente a todos los viajeros que se iban o que llegaban a Londres por tren, y las examinaciones fueron inmediatamente emprendidas.

Y, según lo decía Daily Telegraph, había motivos para suponer que el autor del robo no formaba parte de ninguna sociedad de ladrones profesionales. El día del robo, un caballero bien vestido, de buenos modales y con un peinado maravilloso, se había observado que entraba y salía del cuarto donde ocurrió el siniestro. Las observaciones habían permitido reunir con bastante exactitud las características de ese caballero, que fueron al punto transmitidas a todos los detectives del Reino Unido y del gobierno. Algunas buenas almas, y entre ellos Ralph, se creían con fundamento para esperar que el ladrón no se escaparía.

Como es fácil presumirlo, este suceso estaba a la orden del día en Londres y en toda Inglaterra; se discutía de las probabilidades de éxito en atrapar al sospechoso. Nadie extrañará, pues, que los miembros del Reform-Club tratasen la misma cuestión, con tanto más motivo, pues varios de los miembros eran trabajadores del banco.

Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones, creyendo que la prima ofrecida debía avivar extraordinariamente el celo y la inteligencia de los agentes. Pero Stuart distaba mucho de abrigar igual confianza. La discusión continuó, por consiguiente, entre aquellos caballeros que se habían sentado en la mesa de whist, Stuart jugó con Flanagan, mientras que Phileas Fogg tenía a Fallentin de compañero. No se habló durante el juego, pero, entre las partidas, la conversación interrumpida adquiría más animación.

—Sostengo —dijo Stuart— que las probabilidades están a favor del ladrón, que no puede dejar de ser un hombre sagaz.

—Bueno, ¿pero a dónde podría escapar? —respondió Ralph—. No hay país donde esté a salvo.

—¡Pff!

—¿Y adónde quieres que vaya?

—No lo sé la Tierra es muy grande.

—Antes sí lo era —dijo a media voz Phileas Fogg; añadiendo después y presentando las cartas a Tomás Flanagan—. Le toca cortar.

La discusión se suspendió durante el juego. Pero no tardó en proseguirla Stuart, diciendo:

—¿A qué te refieres con ‘antes’? ¿Acaso la Tierra ha disminuido?

—Sin duda —respondió Ralph—. Estoy de acuerdo con el señor Fogg. La Tierra ha disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces más aprisa que hace cien años. Y es por eso que la búsqueda de este ladrón será exitosa.

—Y que el ladrón se escape con más facilidad.

—Sea bueno y juegue, señor Stuart —dijo Phileas Fogg. Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido, y dijo al concluirse la partida:

—Hay que reconocer que has encontrado un chistoso modo de decir que la Tierra ha empequeñecido. De modo que ahora se le da vuelta en tres meses...

—En ochenta días —dijo Phileas Fogg.

—En efecto, señores —añadió John Sullivan—, ochenta días, desde que la sección entre Rothal y Altahabad ha sido abierta en el Great Indian Peninsular Railway, y he aquí el cálculo establecido por el Daily Telegraph:

De Londres a Suez por el Monte Cenis y Brindisi, ferrocarril y barcos a vapor

7 días

De Suez a Bombay, barco de vapor13 díasDe Bombay a Calcuta, ferrocarril3 díasDe Calcuta a Hong Kong, barco de vapor 13 díasDe Hong Kong a Yokohama (Japón), barco de vapor6 díasDe Yokohama a San Francisco, barco de vapor22 díasDe San Francisco a Nueva York, ferrocarril 7 díasDe Nueva York a Londres, barco de vapor y ferrocarril9 díasTOTAL

80 días

—¡Sí, ochenta días! —exclamó Stuart, quien por inadvertencia cortó una carta mayor. —Pero eso sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etcétera.

—Contando con todo —respondió Phileas Fogg siguiendo su juego a pesar de la discusión.

—Pero supongamos que los Hindúes o Indios levanten los rieles —exclamó Stuart—; ¡Supongamos que paren los trenes, saqueen los equipajes y le quiten el cuero cabelludo a las pasajeros!

—Contando con todo —respondió Phileas Fogg, que tendiendo su juego, añadió:— Dos triunfos mayores.

Stuart, a quien tocaba dar, recogió las cartas, diciendo:

—Teóricamente tiene razón, señor Fogg; pero en la práctica...

—En la práctica también, señor Stuart.

—Quisiera ver que lo haga en 80 días.

—Sólo depende de usted.Vamos juntos?

—¡Líbreme Dios! Pero bien, apostaría cuatro mil libras

a que semejante viaje, hecho con esas condiciones, es imposible.

—Muy posible, por el contrario —respondió Fogg. —Pues bien, hagámoslo.

—¿La vuelta al mundo en ochenta días? —Sí.

—Nada me gustaría más.

—¿Cuándo?

—Enseguida. Le prevengo solamente que lo haré a su expensa.

—¡Es absurdo! —exclamó Stuart, quien empezaba a irritarse por la insistencia de su amigo—Mejor sigamos jugando.

—Entonces, vuelve a repartir —dijo Phileas Fogg— porque lo has hecho mal.

Stuart recogió otra vez las cartas con mano febril, y de repente, dejándolas sobre la mesa, dijo:

—Pues bien, señor Fogg, apuesto cuatro mil libras...

—Calma, mi querido Stuart —dijo Fallentin—, es sólo una broma.

—Cuando dije que apuesto —respondió Stuart—: es en formalidad.

—Está bien —dijo Fogg: y luego, volviéndose hacia sus compañeros, añadió—: Tengo veinte mil libras depositadas en casa de Baring hermanos. De buena gana las arriesgaré.

—¡Veinte mil libras! —exclamó Suilivan—. ¡Veinte mil libras, que cualquier tardanza imprevista le puede hacer perder!

—No existe lo imprevisto —respondió sencillamente Phileas Fogg.

—Pero, señor Fogg, 80 días son sólo el estimado del mínimo tiempo posible en que el viaje se puede realizarse. —Un mínimo bien empleado basta para todo.

—¡Pero a fin de aprovecharlo, es necesario saltar matemáticamente de los ferrocarriles a los barcos y de los barcoss a los ferrocarriles!

—Saltaré matemáticamente.

—Está bromeando.

—Un buen inglés no bromea nunca cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta —respondió solemnemente Phileas Fogg—. Apostaré veinte mil libras contra quien desee que dé la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, sean mil novecientas veinte horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿Aceptan?

—Aceptamos —respondieron los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph después de haberse puesto de acuerdo.

—Bien —dijo Fogg. El tren de Dover sale a las ocho y cuarenta y cinco. Lo tomaré.

—¿Esta misma noche? —preguntó Stuart.

—Esta misma noche —respondió Phileas Fogg— Por consiguiente —añadió consultando un calendario del bolsillo— puesto que hoy es miércoles 2 de octubre deberé estar de vuelta en Londres, en este mismo salón del Reform-Club, el sábado 21 de diciembre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde, sin lo cual las veinte mil libras depositadas a mi nombre en la casa de Baring Hermanos les perteneceran de hecho y de derecho, señores. He aquí un cheque por esa suma.

Se levantó acta de la apuesta, firmando los seis interesados. Phileas Fogg había permanecido sereno. No había ciertamente apostado para ganar, y no había comprometido las veinte mil libras, mitad de su fortuna, sino porque preveía que tendría que gastar la otra mitad para llevar a buen fin ese difícil, por no decir inejecutable, proyecto. En cuanto a sus adversarios, parecían agitados, no por el valor de la apuesta, sino porque tenían reparo en luchar con ventaja.

Daban entonces las siete. Se ofreció al señor Fogg la suspensión del juego para que pudiera hacer sus preparativos de marcha.

—Yo siempre estoy preparado —Respondió el impasible caballero; y dando las cartas, exclamó—: Diamantes son ganadores. Le toca salir, señor Stuart.

IV

A las siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de haber ganado unas veinte guineas al whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el Reform-Club. 

Passepartout, que había empezado a estudiar concienzudamente el programa de sus actividades, quedó sorprendido al ver a su amo culpable de inexactitud acudir a tan inusitada hora, pues, según la nota, el inquilino de Saville Row no debía volver sino a medianoche. 
Phileas Fogg subió a su cuarto y llamó a su sirviente: ¡Passepartout! 
Passepartout no respondió, porque no creyó que pudieran llamarlo. No era la hora. 
—¡Passepartout! —repuso el señor Fogg sin gritar más que antes. 
Passepartout apareció.
—Es la segunda vez que te llamo —dijo el señor Fogg. —Pero no son las doce —respondió Passepartout sacando el reloj.
—Lo sé, no te culpo. Partimos dentro de diez minutos 
para Dover y Calais.
Al rostro redondo del francés asomó una especie de 
mueca. Era evidente que había oído mal.
—¿El señor va a viajar? —preguntó.
—Sí —respondió Phileas Fogg—. Vamos a dar la vuelta al mundo.
 Passepartout, con los ojos excesivamente abiertos, los párpados y las cejas en alto, los brazos caídos, el cuerpo abatido, ofrecía entonces todos los síntomas del asombro llevado hasta el estupor. 
—¡La vuelta al mundo! —dijo entre dientes. 
—En ochenta días —respondió el señor Fogg—. No tenemos un momento que perder. 
—¿Y el equipaje? —dijo Passepartout, moviendo, sin saber lo que hacía, su cabeza de derecha a izquierda. 
—No hay equipaje. Sólo un saco de noche, con dos camisas y tres pares de medias, lo mismo para ti. Ya compraremos ropa en el camino. Baja mi impermeable y mi manta de viaje y un buen calzado, aunque no andaremos mucho a pie. ¡Date prisa! 
Passepartout hubiera querido responder, pero no pudo. Salió del cuarto del señor Fogg, subió al suyo, cayó sobre una silla, dijo para sí: —¡Esto sí que es... ! ¡Yo que quería estar tranquilo! 
Y maquinalmente hizo los preparativos de viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta días! 
¿Estaba su amo loco? No. ¿Era broma? Si iban a Dover, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho, que no había pisado el suelo de su patria en cinco años. Quizás se llegaría hasta París, y ciertamente que volvería a ver con gusto la gran capital, porque un caballero tan economizador de sus pasos se detendría allí indudablemente; pero no era menos cierto que partía este caballero tan casero hasta entonces. 
A las ocho, Passepartout había preparado el modesto saco que contenía su ropa y la de su amo; y después, perturbado todavía de espíritu, salió del cuarto, cerró cuidadosamente la puerta, y se reunió con el señor Fogg. 
Phileas Fogg ya estaba listo. Llevaba debajo del brazo el Brandshaw’s Continental Railway, Steam Transit and General Guide, que debía suministrar todos los horarios de los barcos y los ferrocarriles. Tomó el saco de las manos de Passepartout, lo abrió, y deslizó en él un paquete de esos hermosos billetes de banco que corren en todos los países. 
—¿No has olvidado nada? —preguntó. —Nada, señor.
—¿Mi impermeable y mi capa? —Aquí están. 
—¡Bien! Toma este saco —el señor Fogg entregó el saco a Passepartout. —Y cuídalo mucho —añadió—. Hay veinte mil libras dentro. 
Por poco se escapó el saco de las manos de Passepartout, como si las veinte mil libras hubieran sido oro y pesado considerablemente. 
Amo y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle se cerró con doble vuelta. Al final de Saville Row tomaron un taxi y se dirigieron rápidamente a la estación de Charing Cross. A las ocho y veinte, el taxi se detuvo un poco antes de la estación. Passepartout bajó, seguido de su amo quien, después de pagar al chofer, estaba a punto de entrar a la estación cuando una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies descalzos en el lodo, y cubierta con un sombrero desvencijado, del cual colgaba una pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus andrajos, se acercó a el señor Fogg y le pidió limosna. 
Phileas Fogg sacó del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar al juego, y dándoselas a la mendiga, le dijo: 
—Tome, buena mujer, me alegro de haberla encontrado. —Y pasó de largo. 
Passepartout tuvo como una sensación de humedad alrededor de sus ojos. La acción de su amo había tocado su corazón susceptible. 
Después de haber comprado dos boletos en primera clase a París, entraron en la gran sala de la estación y donde se encontró con sus cinco amigos del Reform-Club. 
—Señores, me voy; y como he de visar mi pasaporte en diferentes puntos, eso les servirá para comprobar mi itinerario.
—Oh, señor Fogg —respondió cortésmente Ralph— eso es innecesario. Confiaremos en su palabra, como un caballero de honor. 
—No olvide cuando debe estar de vuelta —observó Stuart. 
—Dentro de ochenta días —respondió el señor Fogg—; el sábado 21 de diciembre de 1872 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. Hasta entonces, señores. 
A las ocho y cuarenta, Phileas Fogg y su criado tomaron asiento en el mismo compartimento. A las ocho y cuarenta y cinco resonó un silbido, y el tren se puso en marcha. 
La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, arrellanado en un rincón, no hablaba. Passepartout, atolondrado todavía, oprimía sobre sí el saco con los billetes de banco. 
Pero el tren no había pasado aún de Sydenham cuando Passepartout dio un verdadero grito de desesperación. 
—¿Qué es lo que pasa? —Preguntó el señor Fogg. —Que en mi precipitación... he olvidado... —¿Qué?
—¡Apagar el gas de mi cuarto! 
—Pues muy bien, muchacho —respondió fríamente el señor Fogg—, se quemará a tu expensa. 

V

Phileas Fogg, al dejar Londres, sospechaba, sin duda, el ruido grande que su partida iba a provocar. La noticia de la apuesta se extendió primero en el Reform-Club y produjo una verdadera emoción entre los miembros de aquel respetable círculo. Luego, del club la emoción pasó a los periódicos por la vía de los reporteros, y de los periódicos al público de Londres y de todo el Reino Unido.

Esta cuestión de la vuelta al mundo se comentó, se discutió, se examinó con la misma pasión y el mismo ardor que si se hubiese tratado de otro negocio del Alabama. Unos se hicieron partidarios de Phileas Fogg; otros, que pronto formaron una considerable mayoría, se pronunciaron en contra de él. Realizar esta vuelta al mundo de otra suerte que en teoría o sobre el papel, en este mínimo de tiempo, con los actuales medios de comunicación, era no solamente imposible: era insensato.

El Times, el Standard, el Morning Post, el Daily News y veinte periódicos más de los de mayor circulación se declararon contra el señor Fogg. Únicamente el Daily Telegraph lo defendió hasta cierto punto. Phileas Fogg fue tratado como maniático y loco, y a sus colegas del Reform-Club se les criticó por haber aceptado esta apuesta, que acusaba debilidad en las facultades mentales de su autor.

Se publicaron acerca del asunto varios artículos extremadamente apasionados, pero lógicos. Todo el mundo sabe el interés que se dispensa en Inglaterra a todo lo que hace relación con la geografía. Así es que no había lector, cualquiera que fuese la clase a que perteneciese, que no devorase las columnas consagradas al caso de Phileas Fogg

Durante los primeros días algunos ánimos atrevidos, las mujeres principalmente, se decidieron por él, sobre todo cuando el Ilustrated London News publicó su retrato, tomado de una fotografía depositada en los archivos del Reform-Club. Ciertos caballeros se atrevieron a decir: “¿Y por qué no habría de suceder? Cosas más extraordinarias se han visto”.