LA VUELTA AL MUNDO - JULIO VERNE - E-Book

LA VUELTA AL MUNDO E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

Phileas Fogg apuesta la mitad de su fortuna para demostrar que darle LA VUELTA AL MUNDO en 80 días no es un invento de locos, y se embarca en una travesía con su criado Passepartout. Mientras tanto, sospechosamente, una gran cantidad de dinero desaparece del banco principal de Londres. ¿Tendrá este costoso viaje algo que ver con el robo? El detective Fix perseguirá a Fogg hasta los confines de la Tierra para averiguarlo, pues sabe que la justicia no tiene fronteras. El dinero, el honor y la libertad están en una carrera contra el tiempo 

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Colección Crónicas de Héroes y Titanes

Título original: Le Tour du monde en quatre-vingts jours

Autor: Julio Verne

HISTORIA DE LA PUBLICACIÓN

La novela fue publicada por entregas en Le Temps desde el 7 de noviembre hasta el 22 de diciembre de 1872, el mismo año en que se sitúa la acción. Después sería publicada de manera íntegra el 30 de enero de 1873.

Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7540-47-7

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado

Coordinador de colección: María Fernanda Medrano Prado

Adaptación y traducción: Ana Rodríguez Sánchez

Corrección de estilo: Alvaro Vanegas @alvaroescribe

Corrección de planchas: Daniela Cortés

Maqueta e ilustración de cubierta: David Avendaño @art.davidrolea

Ilustraciones internas: David Avendaño @art.davidrolea

Diseño y diagramación: David Avendaño @art.davidrolea

Primera edición: Colombia 2022

Impreso en Colombia – Printed in Colombia

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Capítulo I

En el que Phileas Fogg y Passepartout se aceptan como amo y criado

En el año 1872, la casa número 7 de Saville Row, Burlington Gardens –donde murió Sheridan en 1814– estaba habitada por Phileas Fogg, quien, a pesar de que parecía haber tomado el partido de no hacer nada que pudiera llamar la atención, era uno de los miembros más notables y singulares del Reform Club de Londres.

Por consiguiente, Phileas Fogg, personaje enigmático y del cual solo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos gentlemen de la alta sociedad inglesa, sucedía a uno de los más grandes oradores que honran a Inglaterra.

Se decía que tenía aires de un Byron1 –al menos su cabeza tenía un estilo muy byroniano–, pero era uno de bigote y barba, uno impasible, que podría vivir mil años sin envejecer.

Phileas Fogg era inglés de pura cepa, aunque habían dudas de si nació en Londres. Jamás se le vio en la bolsa ni en el banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles de la City2. Los muelles londinenses nunca recibieron un navío cuyo dueño fuera Phileas Fogg. Este caballero no figuraba en ningún comité de administración. Su nombre nunca se había oído en un colegio de abogados ni en Gray’s Inn3. Nunca se escuchó su voz en la Audiencia del canciller, ni en el Banco de la Reina, ni en el Échiquier4, ni en los Tribunales Eclesiásticos. No era ni industrial ni negociante ni mercader ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña ni del Instituto de Londres ni del Instituto de los Artistas ni del Instituto de las Ciencias y las Artes. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas sociedades que pueblan la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica hasta la Sociedad Entomológica, fundada sobre todo con el fin de destruir los insectos nocivos.

Phileas Fogg era miembro del Reform Club, y nada más.

Al que hubiera extrañado que un gentleman tan misterioso alternara con los miembros de esta digna asociación, se le podría haber respondido que entró en ella recomendado por los señores Baring. De aquí cierta reputación debida a la regularidad con que sus cheques eran pagados a la vista por el saldo de su cuenta corriente, invariablemente acreedor.

¿Era rico Phileas Fogg? Sin duda. Quienes mejor lo conocían no podían llegar a imaginar cómo había amasado su fortuna, y el último a quien convenía dirigir esta duda era al propio señor Fogg. En todo caso, aun cuando no se prodigaba mucho, no era tampoco avaro, porque en cualquier parte donde faltara auxilio para una cosa noble, útil o generosa, solía prestarlo con sigilo y hasta con el velo del anónimo.

En suma, encontrar algo que fuera menos comunicativo que este hombre, era cosa difícil. Hablaba lo menos posible y parecía tanto más misterioso cuanto más silencioso era. Llevaba su vida al día; pero lo que hacía era siempre lo mismo, de modo tan matemático, que la imaginación descontenta buscaba algo más allá.

¿Había viajado? Era probable, porque conocía el mapamundi mejor que nadie. No había sitio, por oculto que pudiera hallarse del que no pareciera tener un especial conocimiento. A veces, pero siempre en pocas, breves y claras palabras, rectificaba las mil conjeturas adelantadas que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos o extraviados, indicaba las probabilidades que tenían mayores visos de realidad y a menudo parecía que se le hubiera otorgado el don de la clarividencia; ya que los acontecimientos acababan siempre por justificar sus predicciones. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, a lo menos, en espíritu.

Lo cierto era que desde hacía largos años Phileas Fogg no había dejado Londres. Los que tenían el honor de conocerle más a fondo, atestiguaban que nadie podía pretender haberlo visto en otra parte. Su único pasatiempo era leer los periódicos y jugar al Whist5. Solía ganar ese silencioso juego, tan apropiado a su natural carácter, pero sus beneficios nunca entraban en su bolsillo, sino que figuraban por una suma respetable en su presupuesto de caridad. Por lo demás, el señor Fogg, era evidente, jugaba por jugar, no por ganar. Para él, el juego era un combate, una lucha contra una dificultad; pero una lucha sin movimiento y sin fatigas, condiciones ambas que convenían mucho a su manera de ser.

Nadie sabía que tuviera mujer ni hijos, cosa que puede suceder a la persona más decente del mundo; ni parientes ni amigos, lo cual era en verdad algo más extraño. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville Row, donde nadie entraba. Un criado único le bastaba para su servicio. Desayunaba y cenaba en el club a horas cronométricamente determinadas, en el mismo comedor, en la misma mesa, sin tratarse nunca con sus colegas, sin convidar jamás a ningún extraño, solo volvía a su casa para acostarse a la medianoche exacta, sin hacer uso en ninguna ocasión de los cómodos dormitorios que el Reform Club pone a disposición de los miembros del círculo. De las veinticuatro horas del día, pasaba diez en su casa, que dedicaba al sueño o al tocador.

Cuando decidía pasear, era con paso invariable por el vestíbulo que tenía mosaicos de madera en el pavimento, o por la galería circular coronada por una media naranja con vidrieras azules que sostenían veinte columnas jónicas de pórfido rosa. Cuando almorzaba o comía, las cocinas, la repostería, la despensa, la pescadería y la lechería del club eran las que con sus suculentas reservas proveían su mesa; los camareros del club, personas serias, vestidas de negro y calzados con zapatos de suela de fieltro, eran quienes le servían en una vajilla especial y sobre admirables manteles de lienzo sajón; la cristalería del club, hecha con un molde perdido, era la que contenía su jerez, su oporto o su clarete mezclado con canela, refrescado con hielo traído de los lagos de América.

Si vivir en semejantes condiciones es lo que se llama ser excéntrico, preciso es convenir que algo tiene de bueno la excentricidad.

La casa en Saville Row, sin ser suntuosa, se recomendaba por su gran comodidad. Por lo demás, con los hábitos invariables del inquilino, el servicio no era penoso. Sin embargo, Phileas Fogg exigía de su único criado una regularidad y una puntualidad extraordinarias. Aquel mismo día, 2 de octubre, Phileas Fogg despidió a James Foster por el enorme delito de haberle llevado el agua para afeitarse a 84 grados Fahrenheit en vez de 85, y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre las once y las once y media.

Phileas Fogg, firmemente sentado en su butaca, los pies juntos como los de los soldados en formación, las manos sobre las rodillas, el cuerpo derecho, la cabeza erguida; veía girar el minutero del reloj, complicado aparato que señalaba las horas, los minutos, los segundos, los días y años. Al dar las once y media, el señor Fogg, según su costumbre diaria debía salir de su casa para ir al Reform Club.

En aquel momento llamaron a la puerta de la habitación que ocupaba Phileas Fogg.

El despedido James Foster apareció y dijo:

—El nuevo criado.

Un mozo de unos treinta años se dejó ver y saludó.

—¿Es francés y se llama John? —le preguntó Phileas Fogg.

—Jean, si no le molesta, señor —respondió el recién venido—. Jean Passepartout6, apodo que me ha quedado y que justificaba mi natural aptitud para salir de todo apuro. Creo ser honrado, aunque, a decir verdad, he tenido varios oficios. He sido cantor ambulante, también artista de circo donde daba el salto como Leotard y bailaba en la cuerda como Blondín; luego, a fin de hacer más útiles mis servicios, llegué a ser profesor de gimnasia y, por último, fui sargento de bomberos en París, y aún tengo en mi hoja de servicios algunos incendios notables. Pero hace cinco años que abandoné Francia y, queriendo experimentar la vida doméstica, soy ayuda de cámara en Inglaterra. Ahora, desacomodado y al saber que el señor Phileas Fogg era el hombre más exacto y sedentario del Reino Unido, me he presentado en casa del señor, con la esperanza de vivir con tranquilidad y olvidar hasta el apodo de Passepartout.

—Passepartout me conviene —respondió el señor Fogg—. Me fue recomendado. Tengo buenos informes sobre su conducta. ¿Conoce mis condiciones?

—Sí, señor.

—Bien. ¿Qué hora tiene?

—Las once y veintidós —respondió Passepartout y sacó de las profundidades del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de plata.

—Va atrasado.

—Perdóneme, señor, pero es imposible.

—Va cuatro minutos atrasado. No importa. Basta con hacer constar la diferencia. Conque desde este momento, las once y veintinueve de la mañana de hoy miércoles 2 de octubre de 1872, entra a mi servicio.

Dicho esto, Phileas Fogg se levantó, tomó su sombrero con la mano izquierda, lo colocó en su cabeza mediante un movimiento automático y desapareció sin decir palabra.

Passepartout oyó por primera vez el ruido de la puerta que se cerraba: era su nuevo amo el que salía; luego, escuchó por segunda vez el mismo ruido: era James Foster que se marchaba también.

Passepartout se quedó solo en la casa de Saville Row.

1 Se refiere a George Gordon Byron, conocido como lord Byron, fue un poeta del movimiento del romanticismo británico. Debido a su talento poético, su personalidad, su atractivo físico y su vida de escándalos, fue una celebridad de su época.

2 Es el distrito financiero más importante del mundo.

3 Es una de las cuatro Inns of Court, asociaciones profesionales de abogados y jueces, de Londres.

4 En el Ducado de Normandía y posteriormente en el reino de Inglaterra, el Échiquier constituía el equivalente de la Cámara de Cuentas de otros reinos y principados.

5 Juego de naipes.

6 Passepartout literalmente significa llave maestra o ganzua, se dice de una persona que puede salir de cualquier apuro.

Capítulo II

En el que Passepartout está convencido de que encontró su ideal

Doy fe —decía para sí Passepartout algo aturdido al principio—, conocí en casa de madame Tussaud personajes de tanta vida como mi nuevo amo.

Conviene advertir que los personajes de madame Tussaud son unas figuras de cera muy visitadas, y a las cuales en realidad no les falta más que hablar.

Durante los cortos instantes en que pudo entrever a Phileas Fogg, Passepartout había examinado de manera rápida pero cuidadosa a su futuro amo. Era un hombre que podía tener unos cuarenta años, de figura noble y arrogante, alto de estatura, con una buena apariencia, de pelo rubio, frente tersa y sin señal de arrugas en las sienes, rostro más pálido que sonrosado, dentadura magnífica. Parecía poseer en el más alto grado de eso que los fisonomistas llaman el «reposo en la acción», facultad común a todos los que actúan en lugar de hablar. Sereno, flemático, pura la mirada, inmóvil el párpado, era el tipo acabado de esos ingleses de sangre fría que suelen encontrarse a menudo en el Reino Unido, y cuya actitud algo académica ha sido tan maravillosamente reproducida por el pincel de Angélica Kauffmann. Visto en los diferentes actos de su existencia, este hombre despertaba la idea de un ser bien equilibrado en todas sus partes, proporcionado con precisión, y tan exacto como un cronómetro de Leroy o de Bamshaw. Porque, en efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía con claridad en la expresión de sus pies y de sus manos, pues en el hombre, así como en los animales, las extremidades son órganos expresivos de las pasiones.

Phileas Fogg era de aquellas personas matemáticamente exactas que nunca iba apurado y siempre estaba preparado, para así economizar sus pasos y sus movimientos. Nunca daba un paso de más y siempre llegaba a sus destinos por el camino más corto. No se permitía ningún gesto superfluo. Jamás se le vio ni conmovido ni alterado. Era el hombre menos apresurado del mundo, pero siempre llegaba a tiempo. Desde luego, se comprenderá que vivía solo y, por decirlo así, aislado de toda relación social. Sabía que en la vida hay que dedicar mucho al rozamiento, y como el rozamiento entorpece, no se rozaba con nadie.

En cuanto a Passepartout, verdadero parisiense de París, durante los cinco años que había habitado en Inglaterra desempeñando la profesión de ayuda de cámara, en vano había tratado de hallar un amo a quien poderle tomar cariño.

Passepartout no era, por cierto, uno de esos insolentes imbéciles representados por Molière, con mirada descarada y la nariz siempre en alto, no, él era un hombre honesto, guapo y con labios salientes, de modales gentiles y servicial, con una de esas cabezas redondas y bonachonas que siempre gusta encontrar en los hombros de un amigo. Tenía azules los ojos, la cara suficientemente gruesa para que pudieran verse sus mismos pómulos, ancho el pecho, fuertes las caderas, vigorosa la musculatura y con una fuerza hercúlea que los ejercicios de su juventud habían desarrollado de un modo admirable. Sus cabellos castaños estaban algo enredados. Si los antiguos escultores conocían dieciocho modos distintos de arreglar la cabeza de Minerva, Passepartout, para componer la suya, solo conocía uno: con tres pasadas con un gran cepillo lo dejaba listo.

Decir si el genio expansivo de este muchacho podía avenirse con el de Phileas Fogg, es cosa que prohíbe la prudencia elemental. ¿Sería Passepartout ese criado exacto hasta la precisión que convenía a su dueño? La práctica lo demostraría. Después de tener, como ya es sabido, una juventud algo vagabunda, aspiraba al reposo. Pero hasta entonces la fortuna le era adversa, en ninguna parte pudo echar raíces. Estuvo en diez casas, y en todas ellas los amos eran caprichosos, desiguales, amigos de correr aventuras o de recorrer países, cosas todas ellas que ya no podían convenir a Passepartout.

Su último señor, el joven lord Longsferry, miembro del Parlamento, después de pasar las noches en los oysters rooms7, de Haymarquet, volvía a su casa muy a menudo sobre los hombros de los policías. Passepartout quería ante todo respetar a su amo, así que arriesgó algunas observaciones respetuosas que fueron mal recibidas, por lo que se fue. Supo en el ínterin que Phileas Fogg buscaba criado y tomó informes acerca de este caballero. Un personaje cuya existencia era tan regular, que no dormía fuera de casa, que no viajaba, que nunca, ni un día siquiera, se ausentaba, no podía sino convenirle. Se presentó y fue admitido en las circunstancias ya conocidas.

Passepartout, a las once y media dadas, se hallaba solo en la casa de Saville Row. Empezó una inspección, sin demora, desde el sótano hasta el desván; esta casa limpia, arreglada, severa, puritana, bien organizada para el servicio, le gustó. Le produjo la impresión de una cáscara de caracol alumbrada y calentada con gas, porque el hidrógeno carburado bastaba para todas las necesidades de luz y calor. Passepartout halló, sin gran trabajo, en el segundo piso, el cuarto que le estaba destinado. Le convino. Timbres eléctricos y tubos acústicos le ponían en comunicación con la planta baja. Encima de la chimenea había un reloj eléctrico en correspondencia con el que tenía Phileas Fogg en su dormitorio, y de esta manera ambos aparatos marcaban el mismo segundo en el mismo momento.

—No me disgusta, no me disgusta —decía para sí Passepartout.

Advirtió además en su cuarto una nota puesta encima del reloj. Era el programa del servicio diario. Comprendía –desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria en que se levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media en que dejaba su casa para ir a almorzar al Reform Club– todas las minuciosidades del servicio, el té y las tostadas de las ocho y veintitrés, el agua caliente para afeitarse de las nueve y treinta y siete, el aseo de las diez menos veinte, etc. A continuación, desde las once de la noche –instantes en que se acostaba el metódico gentleman– todo estaba anotado, previsto, regularizado.

En cuanto al guardarropa del señor, estaba arreglado a la perfección y maravillosamente comprendido. Cada pantalón, abrigo o chaleco tenía su número de orden, reproducido en un libro de entrada y salida, que indicaba la fecha en que, según la estación, cada prenda debía ser llevada; reglamentación que se hacía extensiva al calzado.

Finalmente, anunciaba un apacible desahogo en esta casa de Saville Row –casa que debía haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero crapuloso Sheridan– la delicadeza con que estaba amueblada. No había ni biblioteca ni libros que hubieran sido inútiles para el señor Fogg, puesto que el Reform Club ponía a su disposición dos bibliotecas, consagradas una a la literatura y otra al derecho y a la política. En el dormitorio había un arca de hierro de tamaño regular, cuya especial construcción la ponía fuera del alcance de los peligros de incendio y robo. No se veía en la casa ni armas ni otros utensilios de caza ni de guerra. Todo indicaba los hábitos más pacíficos.

Después de examinar esta vivienda con detenimiento, Passepartout se frotó las manos, su cara redonda se ensanchó, y repitió con alegría:

—¡No me disgusta! ¡Ya di con lo que me conviene! Nos entenderemos perfectamente el señor Fogg y yo. ¡Un hombre casero y arreglado! ¡Una verdadera máquina! No me desagrada servir a una máquina.

7 Eran lugares relacionados con la prostitución.

Capítulo III

En el que una conversación le puede costar cara a Phileas Fogg

Phileas Fogg dejó su casa de Saville Row a las once y media y, después de haber puesto quinientas setenta y cinco veces el pie derecho delante del izquierdo y quinientas setenta y seis veces el izquierdo delante del derecho, llegó al Reform Club, vasto edificio levantado en Pall Mall, cuyo coste de construcción no bajó de tres millones.

Phileas Fogg pasó de inmediato al comedor, con sus nueve ventanas que daban a un jardín con árboles ya dorados por el otoño. Tomó asiento en la mesa de costumbre puesta ya para él. Su almuerzo se componía de un entremés, un pescado cocido sazonado por una salsa reading de primera elección, un rosbif escarlata adornada con champiñones, una torta rellena con ruibarbo y grosellas, y un pedazo de chéster, rociado todo por algunas tazas de ese excelente té, que es una cosecha especial del servicio de Reform Club.

A las doce y cuarenta y siete de la mañana, se levantó y se dirigió al gran salón, suntuoso aposento, adornado con pinturas colocadas en lujosos marcos. Allí un criado le entregó el Times sin abrir y Phileas Fogg se dedicó a desplegarlo con una seguridad tal que denotaba desde luego la práctica más extremada en esta difícil operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas Fogg hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del Standard, que sucedió a aquél, duró hasta la hora de la comida, que se llevó a efecto en iguales condiciones que el almuerzo, si bien con la añadidura de la salsa royal british.

Media hora más tarde, varios miembros del Reform Club iban entrando y se acercaban a la chimenea encendida con carbón de piedra. Eran los compañeros habituales de Whist del señor Phileas Fogg: el ingeniero Andrew Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el fabricante de cervezas Tomás Flanagan y Gauthier Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y respetados en aquel mismo club, que cuenta entre sus miembros las mayores notabilidades de la industria y de la banca.

—Dígame, Ralph —preguntó Thomas Flanagan—, ¿de qué se trata ese robo?

—Pues bien —respondió Andrew Stuart—, el banco perderá su dinero.

—Al contrario —dijo Gauthier Ralph—, espero que se logre atrapar al autor del robo. Se han enviado inspectores de policía de los más hábiles a todos los principales puertos de embarque y desembarque de América y Europa, y le será muy difícil a ese caballero poder escapar.

—Pero ¿se conoce la descripción del ladrón? —preguntó Andrew Stuart.

—Ante todo, no es un ladrón —rio Ralph con la mayor formalidad.

—¿Cómo? ¿No es un ladrón el individuo que sustrajo cincuenta y cinco mil libras en billetes del banco?

—No —respondió Gauthier Ralph.

—¿Es acaso un fabricante? —dijo John Sullivan.

—El Daily Telegraph asegura que es un caballero.

El que daba esta respuesta no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza emergía entonces entre aquel mar de papel amontonado a su alrededor. Al mismo tiempo, Phileas Fogg saludó a sus compañeros, que le devolvieron la cortesía.

El suceso de que se trataba, y sobre el cual los diferentes periódicos del Reino Unido discutían, se había realizado tres días antes, el 29 de septiembre. Un legajo de billetes de banco, que sumaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil libras, había sido sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra.

A los que se admiraban de que un robo tan considerable hubiera podido realizarse con esa facilidad, el subgobernador Gauthier Ralph se limitaba a responder que en aquel mismo momento el cajero se ocupaba de tres chelines seis peniques en el asiento de una entrada, y que no se puede atender a todo.

Pero conviene hacer observar aquí –y esto da más fácil explicación al hecho– que el Banco de Inglaterra parece que se desvive por demostrar al público la alta idea que tiene de su dignidad. No hay guardianes ni ordenanzas ni redes de alambre. El oro, la plata, los billetes, están expuestos y, por decirlo así, a disposición del primero que llegue. En efecto, sería indigno sospechar en lo mínimo acerca de la caballerosidad de cualquier transeúnte. Tanto es así que hasta se llega a referir el siguiente hecho por uno de los más notables observadores de las costumbres inglesas: en una de las salas del banco en que se encontraba un día, tuvo curiosidad por ver de cerca una barra de oro de siete a ocho libras de peso que se encontraba expuesta en la mesa del cajero; para satisfacer aquel deseo, tomó la barra, la examinó, se la dio a su vecino, este a otro y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final de un pasillo oscuro, tardando media hora en volver a su sitio, sin que durante este tiempo el cajero hubiera levantado siquiera la cabeza.

Sin embargo, el 29 de septiembre las cosas no sucedieron del mismo modo. El legajo de billetes de banco no volvió, y cuando el magnífico reloj ubicado encima de la oficina de delineación dio las cinco, la hora en que debía cerrarse el despacho, el Banco de Inglaterra no tenía más recurso que asentar cincuenta y cinco mil libras en la cuenta de ganancias y de pérdidas.

Una vez reconocido el robo con toda formalidad, detectives elegidos entre los más hábiles, fueron enviados a los puertos principales, a Liverpool a Glasgow, a Brindisi, a Nueva York, etc, bajo la promesa, en caso de éxito, de una prima de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma que se recobrara. La misión de estos inspectores se reducía a observar escrupulosamente a todos los viajeros que se iban o llegaban, hasta adquirir las noticias que pudieran suministrar las indagaciones emprendidas.

Y precisamente, según lo decía Morning Chronicle, había motivos para suponer que el autor del robo no formaba parte de ninguna de las sociedades de ladrones de Inglaterra. Se observó que, durante aquel día, 29 de septiembre, se paseaba por la sala de pagos, teatro del robo, un caballero bien portado, de buenos modales y aire distinguido. Las indagaciones permitieron reunir con bastante exactitud las señas de ese caballero, que fueron al punto transmitidas a todos los detectives del Reino Unido y del gobierno. Algunas buenas almas, y entre ellos Gauthier Ralph, se creían con fundamento para esperar que el ladrón no se escapara.

Como es fácil presumirlo, este suceso estaba a la orden del día en Londres y en toda Inglaterra. Se discutía y se tomaba parte en pro y en contra de las probabilidades de éxito de la Policía metropolitana. Nadie extrañará, pues, que los miembros del Reform Club trataran la misma cuestión con tanto más motivos, ya que se hallaba entre ellos uno de los subgobernadores del banco.

El honorable Gauthier Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones, pues creía que la prima ofrecida debía avivar extraordinariamente el celo y la inteligencia de los agentes. Pero su colega Andrew Stuart distaba mucho de abrigar igual confianza. La discusión continuó por consiguiente entre aquellos caballeros que se habían sentado en la mesa de Whist, Stuart delante de Flanagan, Fallentin delante de Phileas Fogg. Durante el juego no hablaban, pero, entre los robos, la conversación interrumpida adquiría más animación.

—Sostengo —dijo Andrew Stuart— que la probabilidad está a favor del ladrón, que no puede dejar de ser un hombre sagaz.

—¡Imposible! —respondió Gauthier Ralph—. Solo hay un país en donde pueda refugiarse.

—¡Tendría que verse!

—¿Y a dónde quiere que vaya?

—No lo sé —respondió Andrew Stuart—, pero me parece que la Tierra es muy grande.

—Antes sí lo era... —dijo a media voz Phileas Fogg; añadiendo después y presentando las cartas a Tomás Flanagan—. Le toca cortar.

La discusión se suspendió durante el robo. Pero no tardó en proseguirla Andrew Stuart, diciendo:

—¡Cómo que antes! ¿Acaso la Tierra ha disminuido?

—Sin duda que sí —respondió Gauthier Ralph—. Opino como el señor Fogg. La Tierra ha disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces más aprisa que hace cien años. Y esto es lo que, en el caso de que nos ocupamos, hará que las pesquisas sean más rápidas.

—Y que el ladrón se escape con más facilidad.

—Le toca jugar a usted —dijo Phileas Fogg.

Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido y dijo al concluirse la partida:

—Hay que reconocer que han encontrado un chistoso modo de decir que la Tierra se ha empequeñecido. De modo que ahora se le da vuelta en tres meses...

—En ochenta días tan solo —dijo Phileas Fogg.

—En efecto, señores —añadió John Sullivan—, ochenta días, desde que la sección entre Rothal y Altahabad ha sido abierta en el Great Indican Peninsular Railway, y he aquí el cálculo establecido por el Morning Chronicle:

»De Londres a Suez por el Monte Cenis y Brindisi, ferrocarril y buque de vapor: 7 días. De Suez a Bombay, buque de vapor: 13 días. De Bombay a Calcuta, ferrocarril: 3 días. De Calcuta a Hong Kong (China), buque de vapor: 13 días. De Hong Kong a Yokohama (Japón), buque de vapor: 6 días. De Yokohama a San Francisco, buque de vapor: 22 días. De San Francisco a Nueva York, ferrocarril: 7 días. De Nueva York a Londres, buque de vapor y ferrocarril: 9 días.

»TOTAL: 80 días.

—¡Sí, ochenta días! —exclamó Andrew Stuart, quien por distracción cortó una carta mayor—. Pero eso sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etc.

—Contando con todo —respondió Phileas Fogg siguiendo su juego, porque ya no respetaba la discusión el Whist.

—¡Pero si los indios o los hindúes quitan las vías! —exclamó Andrés Stuart—; ¡si detienen los trenes, saquean los furgones y hacen tajadas a los viajeros!

—Contando con todo —respondió Phileas Fogg, tendió su juego y añadió—: Dos triunfos mayores.

Andrew Stuart, a quien tocaba dar, recogió las cartas y dijo:

—En teoría tiene razón, señor Fogg, pero en la práctica...

—En la práctica también, señor Stuart.

—Quisiera verlo.

—Solo depende de usted. Partamos juntos.

—¡Líbreme Dios! Pero bien, apostaría cuatro mil libras a que semejante viaje, hecho con esas condiciones, es imposible.

—Muy posible, por el contrario —respondió Fogg.

—Pues bien, hágalo.

—¿La vuelta al mundo en ochenta días?

—Sí.

—No hay inconveniente.

—¿Cuándo?

—Enseguida. Le prevengo solamente que lo haré a su costa.

—¡Es una locura! —exclamó Andrew Stuart, que empezaba a resentirse por la insistencia de su compañero de juego—. Más vale que sigamos jugando.

—Entonces, vuelva a dar, porque lo ha hecho mal.

Andrew Stuart recogió otra vez las cartas con mano febril, y de repente, dejándolas sobre la mesa, dijo:

—Pues bien, sí, señor Fogg, apuesto cuatro mil libras...

—Mi querido Stuart —dijo Fallentin—, cálmese. Es una broma.

—Cuando dije que apuesto —respondió Stuart—, lo decía en serio.

—Aceptado —dijo Fogg y luego, volviéndose hacia sus compañeros, añadió—: Tengo veinte mil libras depositadas en casa de Baring. De buena gana las arriesgaría.

—¡Veinte mil libras! —exclamó John Sullivan—. ¡Veinte mil libras, que cualquier tardanza imprevista te puede hacer perder!

—No existe lo imprevisto —respondió con sencillez Phileas Fogg.

—¡Pero, señor Fogg, ese transcurso de ochenta días solo está calculado como mínimo!

—Un mínimo bien empleado basta para todo.

—¡Pero a fin de aprovecharlo, es necesario saltar matemáticamente de los ferrocarriles a los buques y de estos a los ferrocarriles!

—Saltaré matemáticamente.

—¡Es una broma!

—Un buen inglés no bromea nunca cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta —respondió Phileas Fogg—. Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a que yo doy la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, sean mil novecientas veinte horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿Aceptan?

—Aceptamos —respondieron los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph después de haberse puesto de acuerdo.

—Bien —dijo Fogg—. El tren de Dover sale a las ocho y cuarenta y cinco. Lo tomaré.

—¿Esta misma noche? —preguntó Stuart.

—Esta misma noche —respondió Phileas Fogg—. Por consiguiente —añadió consultando un calendario del bolsillo—: puesto que hoy es miércoles 2 de octubre, deberé estar de vuelta en Londres, en este mismo salón del Reform Club, el sábado 21 de diciembre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde, sin lo cual las veinte mil libras depositadas en este momento en la casa de Baring, les pertenecerán de hecho y de derecho, señores. He aquí un cheque por esa suma.

Se levantó acta de la apuesta y firmaron los seis interesados. Phileas Fogg permaneció sereno. No había apostado para ganar y no había comprometido las veinte mil libras –mitad de su fortuna–, sino porque preveía que tendría que gastar la otra mitad para llevar a buen fin ese difícil, por no decir inejecutable, proyecto. En cuanto a sus adversarios, parecían conmovidos, no por el valor de la apuesta, sino porque tenían reparo en luchar con ventaja.

Daban entonces las siete. Se ofreció al señor Fogg la suspensión del juego para que pudiera hacer sus preparativos de marcha.

—¡Yo siempre estoy preparado! —respondió el impasible caballero y, dando las cartas, exclamó—: Con diamantes gano. A usted le toca salir, señor Stuart.

Capítulo IV

En el que Phileas Fogg sorprende a su criado Passepartout

Alas siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de haber ganado unas veinte guineas en Whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el Reform Club. A las siete y cincuenta abría la puerta de su casa y entraba.

Passepartout, que había empezado a estudiar de manera concienzuda su programa, quedó sorprendido al ver al señor Fogg culpable de inexactitud al acudir a tan inusitada hora, pues, según la nota, el inquilino de Saville Row no debía volver sino a medianoche.

Phileas Fogg subió primero a su cuarto y luego llamó.

—Passepartout.

Passepartout no respondió porque no creyó que pudieran llamarlo. No era la hora.

—Passepartout —repuso el señor Fogg sin gritar más que antes.

Passepartout apareció.

—Es la segunda vez que te llamo —dijo el señor Fogg.

—Pero no son las doce —respondió Passepartout sacando el reloj.

—Lo sé y no te culpo. Partimos dentro de diez minutos para Dover y Calais.

Al rostro redondo del francés asomó una especie de mueca. Era evidente que había oído mal.

—¿El señor va a viajar? —preguntó.

—Sí —respondió Phileas Fogg—. Vamos a dar la vuelta al mundo.

Passepartout, con los ojos muy abiertos, los párpados y las cejas en alto, los brazos caídos, el cuerpo abatido, ofrecía entonces todos los síntomas del asombro llevado hasta el estupor.

—¡La vuelta al mundo! —dijo entre dientes.

—En ochenta días —respondió el señor Fogg—. No tenemos tiempo que perder.

—¿Y el equipaje? —dijo Passepartout, moviendo, sin saber lo que hacía, su cabeza de derecha a izquierda y viceversa.

—No hay equipaje. Solo un saco de noche. Dentro, dos camisas de lana, tres pares de medias y lo mismo para ti. Ya compraremos en el camino. Baja mi impermeable y mi manta de viaje. Lleva buen calzado. Por lo demás, andaremos poco o nada. Vamos.

Passepartout hubiera querido responder, pero no pudo. Salió del cuarto del señor Fogg, subió al suyo, cayó sobre una silla y dijo para sí:

—¡Qué bien! ¡Y yo que quería estar tranquilo!

Y por inercia hizo sus preparativos de viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta días! ¿Estaba loco su amo? No... ¿Era broma? Si iban a Dover, bien. A Calais, conforme. En suma, esto no podía contrariar al buen muchacho, que no había pisado el suelo de su patria en cinco años. Quizás llegaría hasta París, y volvería a ver con gusto la gran capital, pero era seguro que un caballero tan economizador de sus pasos se detendría allí... Sí, sin duda; ¡pero no era menos cierto que partía, que se movía ese caballero, tan casero hasta entonces!

A las ocho, Passepartout había preparado el modesto saco que contenía su ropa y la de su amo; y después, perturbado todavía de espíritu, salió del cuarto, cerró con cuidado la puerta, y se reunió con el señor Fogg.

El señor Fogg ya estaba listo. Llevaba debajo del brazo una copia de la Guía general Bradshaw de ferrocarriles continentales y tránsito de buques de vapor, que debía suministrar todas las indicaciones necesarias para el viaje. Tomó el saco de las manos de Passepartout, lo abrió y deslizó en él un paquete de esos hermosos billetes de banco que corren en todos los países.

—¿No has olvidado nada? —preguntó.

—Nada, señor.

—Bueno, toma este maletín.

El señor Fogg entregó el saco a Passepartout.

—Y cuídalo —añadió—. Hay dentro veinte mil libras.

Passepartout por poco deja caer el maletín, como si las veinte mil libras hubieran sido oro pesado.

El amo y el criado bajaron entonces, y la puerta de la calle se cerró con doble vuelta.

A la extremidad de Saville Row había un punto de coches. Phileas Fogg y su criado montaron en un taxi, que se dirigía a toda prisa a la estación de Charing Cross, donde termina uno de los ramales del ferrocarril del sureste.

A las ocho y veinte, el taxi se detuvo ante la verja de la estación.

Passepartout se apeó. Su amo le siguió y pagó al cochero.

En aquel momento, una pobre mendiga con un niño de la mano, con los pies descalzos en el lodo y cubierta con un sombrero desvencijado, del cual colgaba una pluma lamentable, y con un chal hecho jirones sobre sus andrajos, se acercó al señor Fogg y le pidió limosna.

El señor Fogg sacó del bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar en el juego, y dándoselas a la mendiga, le dijo:

—Toma, buena mujer, me alegro de haberte encontrado —Y pasó de largo.

Passepartout tuvo como una sensación de humedad alrededor de sus pupilas.

Su amo acababa de dar un paso dentro de su corazón.

El señor Fogg y él entraron en la gran sala de la estación. Allí, Phileas Fogg dio a Passepartout la orden de tomar dos billetes de primera para París y después, al volverse, se encontró con sus cinco amigos del Reform Club.

—Señores, me voy; y como he de visar mi pasaporte en diferentes puntos, eso les servirá para comprobar mi itinerario.

—¡Oh, señor Fogg —respondió cortés Gauthier Ralph—, es inútil! ¡Nos bastará tu honor de caballero!

—Más vale así —dijo el señor Fogg.

—No olvides que debes estar de vuelta... —observó Andrew Stuart.

—Dentro de ochenta días —respondió el señor Fogg—; el sábado 21 de diciembre de 1872 a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche. Hasta la vista, señores.

A las ocho y cuarenta, Phileas Fogg y su criado tomaron asiento en el mismo compartimiento. A las ocho y cuarenta y cinco resonó un silbido y el tren se puso en marcha.

La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, arrellanado en un rincón, no hablaba. Passepartout, atolondrado todavía, oprimía maquinalmente sobre sí el saco de los billetes de banco.

Pero el tren no había pasado aún de Sydenham cuando Passepartout dio un verdadero grito de desesperación.

—¿Qué es eso? —preguntó el señor Fogg.

—Que... en mi precipitación... en mi turbación... he olvidado...

—¿Qué?

—¡Apagar el gas de mi cuarto!

—Pues bien, muchacho —respondió fríamente el señor Fogg—, seguirá por cuenta tuya.

Capítulo V

En el que un nuevo tipo de valor, desconocido para los hombres ricos, aparece en la bolsa de Londres

Phileas Fogg, al dejar Londres, no sospechaba, sin duda, la conmoción que su partida iba a provocar. La noticia de la apuesta se extendió primero en el Reform Club y produjo una verdadera emoción entre los miembros de aquel respetable círculo. Luego la emoción pasó a los periódicos por la vía de los reporteros, y de los periódicos al público de Londres y de todo el Reino Unido.

Esta cuestión de la vuelta al mundo se comentó, se discutió, se examinó con la misma pasión y el mismo ardor que si se tratara de otro negocio del Alabama. Unos se hicieron partidarios de Phileas Fogg; otros –que pronto formaron una considerable mayoría– se pronunciaron en contra de él. Declaraban que era absurdo e imposible realizar esta vuelta al mundo, ya que era una mera teoría, en este mínimum de tiempo y con los actuales medios de transporte.

El Times, el Standard, el Evening Star, el Morning Chronicle y veinte periódicos más de los de mayor circulación se declararon contra el señor Fogg. Solo el Daily Telegraph lo defendió hasta cierto punto. Phileas Fogg fue tratado como maniático y loco, y a sus colegas del Reform Club se les criticó por haber aceptado esta apuesta, que acusaba debilidad en las facultades mentales de su autor.