Ladrones del paraíso - Medardo Fraile - E-Book

Ladrones del paraíso E-Book

Medardo Fraile

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Beschreibung

Con una escritura amena y una narrativa fluida y lúdica, Medardo Fraile nos presenta una colección de relatos temática en torno a uno de sus temas favoritos: el crimen. Sin embargo, no veremos aquí asesinatos a sangre fría ni duros criminales, sino pobres hombres que se ven relegados al lado malo de la sociedad, rufianes encantadores en cuya vida hay un resquicio de esperanza y a los que, en palabras de su propio autor, quizá esté esperando San Pedro con las puertas abiertas cuando lleguen a la otra vida.

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Seitenzahl: 129

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Medardo Fraile

Ladrones del paraíso

Cuentos

Saga

Ladrones del paraíso

 

Copyright © 1999, 2022 Medardo Fraile and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728374313

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

INTRODUCCIÓN AL PRÓLOGO QUE SIGUE

Aunque los rigoristas se hagan cruces, en el Paraíso tiene que haber ladrones, porque es poco probable que haya uno solo, aquel que le pidió a Jesús, en trance de muerte, que no le olvidara cuando se hiciera cargo de su Reino y, en esa ocasión, no podía ser otro que el reino de los cielos. Más duro es pensar que fuera, no sólo ladrón, sino algo más violento y menos específico: malhechor, como le llama Lucas, salteador de caminos, como escribe Mateo. El caso es que al «buen ladrón» le quedaba aún la capacidad cordial de ser creyente, de creer en la misericordia y el perdón de ese misterio que llamamos Dios, en contraste con su compañero de agravios, el mal ladrón, que se comportó como un creyente al revés, es decir, un ateo.

Nunca he sido partidario del mal ladrón, aunque éste sea de guante blanco y llegue a primer ministro, pero el otro, el ladronzuelo, al que los cartonistas caracterizaban antes con gorra, antifaz, linterna, zapatillas y un manojo de ganzúas, me ha parecido siempre tratable y no mala persona y el tiempo ha venido a darme la razón porque, ese tipo de pobrecito cleptómano, se ha vuelto ya una antigualla y hoy sus raterías producen el mismo efecto que una picadura de mosquito. La sociedad ha subido dos o tres escalones, tiene mucho más que robar y vive acorazada en alarmas, y el caco no ha evolucionado lo más mínimo. Creo que ya empezaba a declinar en 1941, cuando Jardiel Poncela estrenó Los ladrones somos gente honrada.

El buen ladrón carece de educación y es un enfermo y, en general, adora a su madre y mitiga los disgustos que le da con ofrendas robadas y besos suplicantes de niño. Acostumbrado a actuar con cien ojos, quizá no acabe de ver en la sociedad la decencia que espera él de ella y se le supone, y esté de acuerdo, sin saberlo, con lo que leyó en las máximas de Confucio uno de los personajes de este libro, don José María Mercader Azúa Pérez-Oliva: «El señor debe transformar la sociedad con su ejemplo» y «La naturaleza de todos los hombres es la misma; sólo les separan sus costumbres». Es admirable que estas ideas tan manoseadas y del acervo común se proclamaran ya a oídos sordos desde el siglo IV antes de Cristo, y que las rubricara nada menos que aquel señor de primera que fue Confucio.

Lo que encontrará el lector en las páginas que siguen es una serie de delincuentes, voluntarios e involuntarios, de Madrid, París, Nueva York y Murcia. La mayoría de ellos tienen que estar ya en el Paraíso o les faltará poco. Hay sólo tres salvedades posibles, dicho sea sin ánimo de encizañar: los ladrones y asesinos del hijo del notario Azurgaray, de los que apenas sé nada; el estudiante y criminal francés Silvère Ledoux Thévenot (pero éste pudo haber sido una de las víctimas del existencialismo desligado y bizco), y Rufo, el albañil, que no era mala persona, pero se le subió la sangre a la cabeza.

Por último, quizá deba advertir al lector que las historias de este libro se pueden leer sin mantener la mano en la cartera.

M. F.

LADRONES DEL PARAÍSO

Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!» Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso».

(Lucas , 23, 39-43).

EL MAL LADRÓN CUENTO A MODO DE PRÓLOGO

Si digo han robado en el Banco, pueden creer que ha pasado algo así:

Bajó al Banco de la esquina a cambiar unos cheques de viaje y, cuando esperaba que el empleado le diera la cotización del cambio, vio entrar a dos tipos de mala catadura. Uno de ellos, con una chaqueta desfondada y vieja, sacó una pistola del bolsillo, se dirigió a la ventanilla del cajero, le apuntó a la cabeza y dijo en voz alta:

—Un momento nada más. Que no se mueva nadie, que vamos a hacer un trabajito.

El otro, con una bolsa de plástico en la mano, le dio una patada a una portezuela, pasó a las oficinas, se dirigió por dentro a la Caja como un rayo, y abrió la bolsa para coger y que le echaran billetes. Mientras los metía, gritó:

—¡El director! ¿Dónde está el director? Nos lo llevamos de rehén.

Uno de los empleados, pálido y tembloroso, dijo:

—Ha salido un momentito a tomar un café.

—Entonces, te vienes tú con nosotros –le respondió el intruso al pobre hombre, que se puso aún más pálido.

El de fuera le hizo una seña al que se movía por dentro y, en un segundo, estaban los dos de estampía fuera del Banco y doblaban la esquina a todo gas en un coche verde.

Hubo unos segundos de alivio, la gente empezó de nuevo a moverse y uno de los oficinistas escupió entre dientes:

—¡La madre que los parió!

Si digo han robado en el Banco, no es eso lo que digo. Lo que quiero decir es que el Banco nos ha robado a los clientes pobres, a los que nos pasamos la vida haciendo cuentas y amasando empanadas con dos reales.

MURIÓ EN TIERRA DE NADIE

No fue un arreglo de cuentas, como dicen los papeles.

Lino Santos no tenía que ver con Vito «Snake» Gambino ni con ningún mafioso.

La culpa fue suya, aunque yo, sin querer, tuve mi parte.

Lino era un harlemita de «El Barrio»; allí nació y allí ejercía su madre por los aledaños del Teatro Apolo, una borinqueña apretada, de caderas bamboleantes y dientes muy blancos, que se reía de las gracias y de las desgracias. De ella era la frase que alobó a su hijo de por vida: «Cualquier hombre es tu daddy; daddy y hombre es lo mismo».

Lino Santos conocía al mío, que no era gran cosa, pero era uno solo y, a partir de ahí, se fue enterando de que su madre, Marcelina Santos, no era como otras mujeres y le mentía.

Él y yo formábamos un tándem pidiendo un nickel o un céntimo a los clientes que entraban o salían del Hotel Teresa y jugando también o robando fruta, con los calzones rotos y descalzos, en la Plaza de Harlem. A los once años nos escabullíamos por entre las parejas de la Sala Audubon para tocarle el culo a las negras y apurar las copas en las mesas de los que estaban bailando.

Cuando Gloria se desnudó un buen día y me descubrió que yo era ya un hombre me dediqué a vivir con ella como pude y le perdí de vista.

Le encontré pasado más de un año, casi tan niño como antes, con los ojos tan pobres de ausencia y desencanto y una sonrisa que mendigaba amor. Nos sentamos en una esquina y le conté lo de Gloria y él se sonreía perdido, como si le contase un sueño.

—Y tú, ¿qué?

Se encogió de hombros. Su madre había tomado las de Villadiego. El había trabajado en la tintorería de unos polacos. Seguía en el mangue cuando la husma no andaba alrededor y era fácil.

Entonces le conté yo mi hazaña, cuando me dispuse a ser más chulo que un ocho.

Aquello sólo lo hice porque por un par de semanas, o quizá más, encontraba yo a Gloria como insatisfecha y con los ojos buscones por todas partes. Una tarde le dije:

—¿Sabes tú quién es Vito Gambino?

—¡Quién no! –exclamó ella mirándome con desprecio.

—¡Pues esta noche le voy a robar!

—¿Tú...? –me preguntó burlona.

—Sí. Éste que ves aquí. El mismo que viste y calza.

Se echó a reír incrédula la tía, como si me estuviera clavando espuelas para hacerlo y, aquella noche, a las tres de la madrugada, estaba yo abriendo la trampilla de la carbonera y metiéndome en los sótanos del palacete que tiene Vito por detrás de Madison Square. Yo sabía lo que tenía que hacer: buscar la mesa del tapete verde, donde me habían soplado que se dejaban sin tocar las cartas y las ganancias dos noches, de miércoles a viernes, hasta que el ganador arramblaba el viernes con el trabajo de las tres noches. Y, si no llegaba al cuarto de la timba, siempre habría un objeto de valor que llevarse o, con algo de suerte, a lo mejor me daba de narices con unos gramos de crack o de polvo de ángel.

Había subido ya un piso, cuando me levantó en el aire cogiéndome por el cuello un gorila que sólo parecía tener cejas y músculos. Me arrojó sin respiro en un rincón y se puso en cuclillas frente a mí. Tenía patas de elefante y unas manos como mazas peludas y de todo él salía una voz maricona, casi aflautada, que hacía esfuerzos irrisorios por respetar el silencio que había en la casa. Con suavidad letal me clavó quince o veinte preguntas, insistiendo, sobre todo, en dos: quién era el tipo que me había enviado y para qué. Yo le dije una y otra vez que estaba sin trabajo y tenía necesidad, que iba a apandar algo para dar de comer a la prole que se me moría de hambre, y que no tenía ni idea de quién era esa casa ni dónde me había metido. El gorila acusaba signos de fatiga y empezó a sudar como un cerdo. Me cogió otra vez del gollete y me levantó con él. Luego me atenazó el cuerpo con un brazo y, andando de puntillas para no hacer ruido, me llevó consigo a la mismísima puerta de la calle, me metió algo en el pantalón y, de una patada descomunal en el culo, me encontré en las losas de la acera mientras él cerraba la puerta con sigilo admirable. Yo me levanté rápido y eché a correr calle abajo y, cuando no podía más, me paré para empaparme el sudor y respirar. Me busqué un pañuelo por el pantalón y se me enredó en los dedos un papelín de cien dólares.

—No lo vas a creer –le dije a Lino–; me fui contento.

—¿Y la prole?

—Es lo que se dice, ¿no? ¡Hombre! A Gloria le ha faltado tiempo para eso, pero tenemos un ñajo.

Se marchó remolón, con una sonrisa triste y, no sé por qué, me dieron ganas de llamarle otra vez y decirle que mis puños y los de un socio mío estaban a su servicio, si los quería.

En el jolgorio que arman los polacos en octubre, me dedicaba yo a celebrar los infinitos bolsillos de la multitud y le volví a encontrar, no sé si faenando también, como yo. Parecía más pobre y más contento que nunca y, dirigiéndose a mí con un respeto que me dio mala espina, farfulló que le gustaría hablarme y sugirió un bar asqueroso de chinos donde nos habíamos juntado hacía años. Le cité en lo de Silvia, en la Avenida Lenox, y le dije que íbamos a cenar.

Aquello olía a churrasco como el infierno y Lino se echó mano a las tripas, que le sonaban, y se echó a reír. Comió despacio y poco, pero con gusto, y se veía que en la bolsa de la compra ya no le cabía más.

Por su aspecto raído y relavado pensé que me iba a sacar guita, pero salió disertando sobre el séptimo cielo o el cielo a secas.

Había estado en chirona más de un mes y, al salir, se refugió en la Misión McAuley, donde le calentaron la caldosa con evangelios y le enseñaron a vivir en orden. Allí le hablaron del buen ladrón, el que creyó en Jesús y está con Él en el Paraíso. Él no tenía madera de gánster ni quería ser ladrón y, si no tenía más remedio que serlo, quería ser el bueno. Se me escapaba de las manos mientras lo iba contando; aquél no era el Lino Santos al que yo quería hacer un hombre; era una nube deshilachada que se fundía en los cielos.

Para redondear la enmienda, había conocido en Mulberry a una Julieta de diecinueve años, huérfana de siciliana y abandonada por el vendedor armenio que era su padre. Lino quería dar un golpe, sólo uno, agarrar pasta a lo grande, casarse con Giulia, buscar trabajo y dedicarse al arrumaco perenne con la mujer y los hijos, porque, según él, Giulia y él se querían. Lino Santos soñaba con el amor que nunca había tenido.

—¿A qué le llamas tú pasta a lo grande?

—No sé. Quinientos dólares, para tener un respiro.

—Eso lo pules en quince días, pero te cuesta un año pagarlo si te pescan. ¿Tienes el plan hecho?

—No.

Nos vimos al día siguiente sólo un cuarto de hora porque quería que conociera a Giulia. Callada, delgaducha, morena, con ojeras enormes y una sonrisa desencantada y fija sin fuerzas para subirle a los ojos. Una hembrita pálida, desmirriada y dulce.

Lino me había dicho que no tenía plan o no se atrevió a contármelo y aún no sé si lo que buscaba era que le saliera bien lo que a mí me salió mal.

No he sabido jamás el día exacto ni la hora en que se metió en aquel cepo. Lo que sé es que los de Vito Gambino tenían ya a la puerta del chalet dos coches, un Ford y un Fiat insignificantes, y que retuvieron con ellos a Lino para llevarle a la calle 43 Oeste a concertar un negocio. A la ida, iba sentado, con otro, en los asientos traseros del Fiat, que era el segundo coche. Se pararon como si tal cosa en un portal de lujo, dejaron los motores en marcha, salieron dos del primer coche y subieron a un entresuelo; a los pocos minutos volvían a toda prisa, uno de ellos metiéndose en los bolsillos de la chaqueta la lona de un muestrario de diamantes y el otro siguiéndole con la cabeza vuelta y un revólver. Aulló una alarma, los coches se lanzaron al tráfico, silbó un disparo y luego otros y en el segundo coche, que cubría la huida del primero, obligaron a Lino a tumbarse en la bandeja de la ventanilla de atrás. La operación salió sucia y un coche de la policía, con las sirenas histéricas, disparó sobre ellos. Los del Ford burlaron a la pasma, pero el Fiat los llevaba pegados al trasero y, el que iba con Lino, se tiró del coche al doblar una esquina y desapareció en un mercado y, el que conducía, dejó el coche en la curva siguiente y en él se quedó Lino sangrando por cuatro o cinco agujeros, muerto. Los buitres de Gambino se habían parapetado en él y los polis habían cosido a tiros la ventana trasera.

No, no fue un arreglo de cuentas de la mafia, por mucho que les convenga a los cops.