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Ella todavía es joven y ya está cansada. Habla sobre el amor en la televisión, pero le cuesta encontrar significado a su propia historia. En un café de la Île Saint-Louis, en París, se cruza con una elegante mujer mayor, que buscó el amor en los brazos de hombres que la desearon, hasta que un encuentro eclipsó a todos los demás. En sus intercambios, ella le transmitirá a la joven a través de su historia lo que descubrió sobre el amor verdadero, pues hay personas que nos tocan más en una fracción de segundo, en unas horas, en una sonrisa, que otras que, durante toda una vida, jamás podrán hacerlo.
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Seitenzahl: 293
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Ella todavía es joven y ya está cansada. Habla sobre el amor en la televisión, pero le cuesta encontrar significado a su propia historia. En un café de la Île Saint-Louis, en París, se cruza con una elegante mujer mayor, que buscó el amor en los brazos de hombres que la desearon, hasta que un encuentro eclipsó a todos los demás.
En sus intercambios, ella le transmitirá a la joven a través de su historia lo que descubrió sobre el amor verdadero, pues hay personas que nos tocan más en una fracción de segundo, en unas horas, en una sonrisa, que otras que, durante toda una vida, jamás podrán hacerlo.
Esta romántica e hipnótica novelabestseller nos lleva a cuestionarnos si existen las almas gemelas.
Es psicóloga y educadora, especialista en temas matrimoniales y de relaciones. Trabajó durante cuatro años como asesora en un sitio de citas y, luego, durante cuatro años, como reportera en el programa de televisión Toute une histoire. Ha publicado varios libros tras el inmenso éxito que obtuvo con Las almas siempre se reencuentran, ya verás.
A Christiane, a Félix
Para Samuel
Hay personas que nos tocan más en una fracción de segundo, en unas horas, en una sonrisa, que otras nos tocarán jamás durante una vida.
Hay a quienes reconocemos con una mirada, y a quienes aprendemos a conocer.
Hay a quienes queremos por instinto, de quienes amamos todo, desde lo oscuro hasta lo claro, de su olor a su piel, de las palabras a los silencios, y luego hay quienes nos acomodamos.
Hay quienes hacen que nos hagamos solo una pregunta, y otros quienes harán que nos hagamos un centenar.
Hay a quienes evaluamos, y quienes vemos.
Hay quienes se pegan a nuestros pensamientos, y los que se aferran a ellos.
Pero ¿por qué?
Conocí tantos hombres y mujeres en mi vida. Me compartieron sus sentimientos amorosos, sus dudas y sus dolencias/sufrimientos, siempre con las mismas preguntas: ¿Por qué amar? ¿Cómo amar o ya no amar?
Pero algunos de ellos han vivido una historia de amor tan extraordinaria, tan fuerte, que no alcanzan a comprender los sentimientos que los impulsan. Cuando esta historia acaba, los recuerdos persisten, se eternizan, se reavivan sin cesar. A veces, creen que están locos.
Porque vivir sin ese amor les parece imposible, se encierran en la pena, en la espera, muchas veces en la renuncia.
Viven ese encuentro como una maldición y la separación resultante como un castigo.
Escribí este libro para decirles que no están locos. Lo que viven no tiene nada de patológico; lo que viven, algunos lo viven también; lo que viven, lo he vivido.
La psicología no lo explica todo; hay otras lecturas de esos amores increíbles, hay otras respuestas.
Esos amores son regalos.
La tristeza no es más que la primera orilla de un largo viaje que les invito a emprender recorriendo estas páginas…
Habrá mañanas y veranos, tormentas y llamas.
La primera vez que crucé el puente para ir a la isla Île de Saint-Louis, supe que no me había equivocado. Allí era en donde tenía que vivir, en ese “entre dos orillas”. Acababa de mudarme al número 14 del bulevar Morland, a un departamento que quise libre de cualquier pasado. Había vendido todo, desde la vajilla hasta los cuadros, había malvendido los muebles y tirado las sábanas. Después de haber vivido varios meses en la decoración inmutable de nuestro matrimonio, mucho después de su partida, decidí que era momento de dejar de ser la cuidadora de una historia que ya no existía. Lloré tanto.
Cada noche, dejaba caer las lágrimas de una ausencia tan dura. La cama vacía, las sábanas deshechas, mi cuerpo doblado sobre sí mismo. Esperaba que llegara el sueño y, finalmente, llegaba como un regalo; descanso. En el fondo, creí que mis lágrimas lo harían volver. Muchas veces el dolor es el último vínculo con aquel que ya no está. Entonces, por más doloroso que sea, nos aferramos a él, nos agarramos a ese sufrimiento hasta agotarnos. Estaba agotada. Había librado demasiadas batallas para mantener vivos los vestigios de ese solemne “nosotros”.
Luché para que no se fuera con ella; ella luchó para que él me dejara. Ella había ganado. Luché para que él volviera; ella luchó para que él no se arrepintiera de su decisión. Ella había ganado, otra vez. Entonces, luché para no olvidar y, en ese combate solitario, por fin triunfé. Pero ese pesado trofeo, sostenido con mucho esfuerzo, cada día me cansaba un poco más, en particular porque cada vez que coincidíamos yo adivinaba en él la excitación de las historias que recién comienzan, aunque él se esforzara por parecer triste. Entonces, sin que yo me diera cuenta, la copa conmemorativa se me resbaló de las manos y se rompió allí, una mañana.
Un día, al levantarme, abrí un cajón, el cajón de una cómoda de un azul artificialmente descolorido, un cajón que abría bien, pero cerraba mal, un cajón en el que mis cosas estaban mezcladas con las que él ya no quería. Sentada en el suelo, miraba esa curiosa amalgama de un pasado que también era artificial y que ya no reconocía. Si hubiese querido asociar un recuerdo con esas telas y cinturones, no lo habría logrado. Y, aun así, en esos últimos meses había aprendido a descansar con tanta facilidad en la cáscara de mi dolor. Pero esa mañana me pareció que había perdido también esa pequeña e incómoda comodidad de las lágrimas y los pañuelos, del vals de las imágenes hirientes.
Sin embargo, en ese cajón había toda una película de recuerdos fáciles. Una pequeña blusa turquesa de crochet que yo llevaba puesta el día en el que él me vio por primera vez. Yo no lo había visto. Recordaba bien aquel día, la lluvia en la calle, el coche al que se subió, y yo sentada en el asiento de atrás. Se dio la vuelta y miró mis ojos claros. Me había amado a primera vista: me lo dijo más tarde. Y, por esa razón, yo había conservado la pequeña blusa turquesa.
Porque, en el fondo, yo no recordaba realmente su rostro aquel día. Tenía entonces en mis manos un recuerdo que solo le pertenecía a él, cuyo relato era lo único que constituía una emoción compartida. Me levanté, fui a buscar una bolsa grande y entonces eché en ella todas las cosas de la cómoda azul, incluidas las mías, porque las había elegido para él. Y luego, las bolsas se fueron acumulando en la entrada. Iba de un mueble a otro. Tomaba los objetos, los dejaba, volvía a ellos otra vez, y acababa por tirarlos. Intentaba emocionarme, pero ya no lo lograba. Esa noche no dormí, no lloré. Vacié. Vacié mi dolor y mi memoria.
Cuando me pareció que ya no quedaba nada, tomé una ducha, me maquillé, me puse el único par de jeans y el único suéter que había conservado, y llamé a Simón.
Simón era un chico sencillo y simpático que conocía desde hacía poco, a quien le había gustado no sé cómo durante una velada interrumpida, como tantas otras. Me había llamado varias veces y yo había preferido cortarlo también. Pero me hacía falta vida, vida en mí, alrededor de mí. En ese nuevo vacío, hacía falta que alguien se animara para animarme, para reanimarme. Entonces, lo llamé.
Llegó en su moto sin demora. Lo esperé abajo de mi casa. Vino sonriente, deseoso. Me subí detrás de él y condujo rápido; el viento parecía ahuyentar mis pensamientos. Eso me gustó: la velocidad, el viento. Me llevó al cine –ya no recuerdo el título de la película, era una comedia–. Yo miraba a las parejas a mi alrededor que platicaban, que intercambiaban sonrisas o disfrutaban en silencio la presencia del otro.
En ese instante, quise fundirme en aquella decoración dominical. Tomé la mano de Simón. Me sonrió. Tenía un rostro bello, ligeramente infantil, un inicio de bonhomía que solo se confirmaría con la edad, aunque supiera que yo no estaría allí para comprobarlo. Se había perfumado, olía bien, los pliegues frescos de su camisa parecían sábanas. Pensé en su cama, en mi cuerpo en su cama. Pensé que mi cuerpo inerte necesitaba moverse un poco. Me dio un beso en el cuello y se lo devolví.
Salimos de la sala en silencio y condujimos hasta su pequeño departamento de estudiante, que había dejado de ser. No hubo incomodidad entre nosotros. Impulsados por ese acuerdo tácito, nos convertimos en amantes. Más tarde, me felicité internamente por ese evento que volvía a hacer de mí una mujer deseable. Me preguntó si me quería quedar, pensé en las bolsas que había en mi entrada y dije que sí. Nos quedamos dormidos y, al despertar, por fin, ya no hubo lágrimas, solo el café colocado al pie de la cama. Le expliqué que debía vender todo lo que tenía. “¿Incluso el coche?”, preguntó. Sí, incluso el coche.
Me dijo que conocía a gente para eso, que él podía ayudarme a dejar los suburbios, los de las parejas adormecidas.
Le expliqué: “Quiero que haya vida a mi alrededor, coches, todo el tiempo gente que camine, que se apresure, que hable; ya ni siquiera deseo domingos”. Abrió un mapa de la capital. Dijo: “Entonces, aquí es en donde tienes que estar”. Mientras fumaba mi primer cigarro, pensé que probablemente tenía razón. Y luego tuve que darme prisa, porque ese día, una vez más, tenía que hablar sobre el amor.
Era mi trabajo: el amor, hablar sobre él, escucharlo. El amor en todas sus variantes, desde el flechazo hasta la ruptura, del adulterio a la soledad. Conocía todas sus gamas, todas sus notas discordantes. Había surgido de manera espontánea. Extrañamente, a medida que mi matrimonio se deshacía, me habían pedido que iluminara los corazones con mis consejos. Debía hacerlo bien, con convicción, porque me volví famosa por ello. Aparecía en la televisión varias veces por semana, había escrito un libro sobre la soltería, recibía innumerables correos de parejas al borde de la ruptura. Paradoja, paradoja de mi vida solitaria en la que lloraba por la noche y llevaba sonrisas a rostros desconocidos en el día. Aunque, muchas veces, mi dolor me permitía comprender mejor el de los demás, resonar con ellos, orientarlos mejor.
Aún hoy no sé cómo tuve el valor de creer en el amor para los demás, de maravillarme con su felicidad frente a una cámara. En esa época, a menudo recibía esos felices testimonios como puñaladas en mi propio corazón, y aquellos menos felices, como una cruel confirmación de mis frecuentes decepciones en el asunto.
Sin embargo, me salía con la mía con honores. El procedimiento, siempre el mismo, era muy sencillo: comenzaba por pasar al área de maquillaje –rara vez me miraba al espejo, me daba igual cómo me veía, no cambiaba en nada–. Cuando estaba lista, iba al foro. Esperábamos al presentador, a veces mucho, mucho tiempo. Cuando él llegaba, el programa podía comenzar. Me saludaba con un gesto de la cabeza. No lo conocía, ni personal ni profesionalmente. La producción simplemente había decidido que yo me veía bien en pantalla y él lo había aprobado. Eso bastaba. En el foro, me trataba a menudo con una complicidad amigable y superficial. Cualquiera que fuera el tema, yo siempre tenía algo que decir. A mí misma me sorprendía ese recurso. Para cada pregunta, yo tenía una respuesta. No preparaba casi nada. Sencillamente me concentraba en cada invitado, les daba consejos. En ocasiones, el presentador me felicitaba por una respuesta o un comentario que consideraba correcto, y eso era todo. Una vez terminado el programa, él volvía a su camerino, yo regresaba a mi casa. A veces grababa varios programas seguidos, lo que era al mismo tiempo emocionante y agotador. Pero me gustaba ese cansancio: esa necesidad vital de dormir me hacía sentir aún más viva.
En realidad, me costaba trabajo comprender que las horas que pasaba allí, bajo los reflectores, serían transmitidas en público. Siempre me sorprendía cuando me reconocían en la calle, eso hacía que me acordara, muchas veces de forma inoportuna, de la extraña profesión que ejercía. Tal vez, en el fondo, los estragos de mi vida privada no me permitían creer que pudiese tener alguna legitimidad para hablar sobre el amor. Pero la convicción con la que lo hacía debía compensar esa falta de implicación personal.
Esa distancia hacía de mí mi propio conejillo de indias. Cada emoción podía serme útil en esta otra vida. Y así fue como acogí a mi nuevo amante.
Entonces, ese día, como los demás, iba a hablar de amor, con el corazón y el cuerpo un poco más ligeros, pero también más pesados por esas nuevas emociones, o más bien, antiguas emociones reconsideradas. Con el paso de los días, me dejaba llevar por la sencillez entusiasta de Simón. Dormía en su casa, rara vez pasaba a la mía, compraba lo que me hacía falta, día a día. Me vestía con la ropa de las grabaciones. Tenía la despreocupación de una niña que estaba de vacaciones; de vacaciones de ella misma. Fuera de mi trabajo, solo pensaba en cosas muy sencillas, como la manera en la que deseaba alimentarme, cómo quería hacer el amor esa misma noche o, incluso, cómo iba a ocupar mi fin de semana o mi noche.
Al poco tiempo, busqué un departamento en el barrio que Simón había mencionado. Muy pronto vendió mis muebles, los cuadros, el coche. Muy pronto, me mudé.
Tengo que destruirlo todo, sentimientos y recuerdos…
Un colchón, una mesa de jardín, dos sillas y un piano; eso era lo que amueblaba mi pequeño departamento en el centro de la capital. También había una chimenea, y esperaba el invierno con impaciencia para que crepitasen las llamas. Cuando no hay nada más que vacuidad, es necesario llenar. El vacío nos sienta mal.
Llenar el espacio, eso era bastante fácil: compré cosas nuevas. Esas primeras ocasiones, repetidas una y otra vez, me procuraban sensaciones agradables. El primer café en la taza, la primera noche en sábanas nuevas, la primera ducha y la primera vez que la toalla envolvía mi cuerpo. El espacio era fácil, pero la mente es mucho menos dócil. Al principio, realmente creí que la había vaciado; que esa memoria vendida en los remates como el resto había hallado un comprador en el pasado. Sin embargo, yo estaba bien posicionada para saber que no era tan sencillo, aunque deseaba tanto creerlo.
Llegó, regresó, después del amor.
Unos días después de instalarme, Simón se había quedado a dormir. Yo le devolvía su hospitalidad con gusto. Estaba bien que estuviera allí, a veces. Una noche me abrazó con pasión como siempre, pero primero de manera imperceptible y luego más clara, me di cuenta de que no sentía nada. Físicamente, mi cuerpo no reaccionaba. Fue después; más tarde volví a pensar en ello, los ojos bien abiertos, mientras él dormía; volví a pensar en el cuerpo del otro, en su olor, en su cuerpo desvestido y luego vestido, vestido en un recuerdo, un recuerdo de nosotros, lágrimas.
Maldito dolor, solamente se había adormecido, y se despertaba aquí, en plena noche.
Después de pasar varias horas fumando hasta el amanecer, la despreocupación que había teñido esas últimas semanas desapareció. Es más fácil cambiar de sábanas que del hombre que descansó en ellas.
No obstante, decidí no terminar, solamente espaciar nuestros encuentros, aunque encontrara cada vez menos placer en cada uno de ellos. Simón seguía siendo el biombo, el muro que impediría que el pasado me desbordara. Si bien era claro que su buen humor natural ya no resonaba en mí, sin embargo, me esforzaba por salvar ciertas apariencias. Él no se dejaba engañar, pero también lo disimulaba bien. Desembriagada, tenía frío en su moto, frío en mi cama, como cuando el otoño vuelve lentamente.
Sin embargo, había seguido uno de los consejos que tan a menudo yo disipaba: escapar de la comparación, evitar todo pensamiento nefasto, vivir el momento tal como es. Ejercicio difícil. Tan difícil, por cierto, que cada vez pasaba más noches sola.
Si el dolor seguía allí, era, no obstante, más sordo. Mis lágrimas no tenían ya ninguna utilidad, ya no habría regreso. Nuestro pasado se alejaba como un paisaje que dejamos a bordo de un barco. Los pequeños recuerdos se volvían borrosos, los otros se deformaban lentamente.
Finalmente, no sabía muy bien qué hacer con esta nueva parte de mi vida. Tenía pocos amigos, conocidos, había perdido a muchos en la batalla. A veces me llamaban, pero una vez más, con frecuencia y a menudo, era para pedir mi opinión, mi expertise sobre una situación amorosa. Y yo jugaba el juego, al no tener tampoco mucho que decir. Se habían alegrado de mi nueva relación, pensando que así concluían largos meses de dolor. Nuevo amor, nuevo departamento: cierto, esas cartas de un nuevo comienzo estaban en mis manos, pero ¿cómo había que jugarlas exactamente?
Muchos de los que me conocían creían que yo tenía una vida increíble y agitada, que iba a fiestas, que salía, que frecuentaba a personas conocidas, que era solicitada. Con la profesión que ejercía, para ellos era una obviedad.
Pero nunca me invitaban a ese tipo de fiestas, veía a poca gente y me aburría rápidamente en compañía de los demás.
Me había vuelto salvaje, un poco por obligación, mucho por hartazgo. Y, como una niña frente a un juguete roto, ya no sabía cómo juntar los pedazos de mi vida.
Durante el mes que siguió a mi mudanza, no tuve realmente tiempo para explorar mi nuevo barrio. Me había paseado por el Marais como una turista, y me sorprendía la proximidad de mi casa cuando regresaba. Igualmente me sorprendía bordear el Sena cuando volvía de mis grabaciones por la noche. Eso era lo que había deseado: gente, en la calle, por todas partes, todo el tiempo, incluso por la noche; esa agitación permanente de la ciudad que me permitía sentirme viva entre los vivos.
No tenía esa sensación cuando trabajaba. Los estudios de grabación estaban en el sótano; sin luz de día, el tiempo ya no existía. Cuando bajaba las escaleras que llevaban a los platós, a los camerinos, cruzaba la frontera hacia otro mundo. Un mundo de apariencias, de imágenes. La gente dejaba de ser lo que era allá arriba, ya no existía más que para lo que iban a hacer de ellos. Sus vidas ya no tenían la misma dimensión, su historia ya no era la misma historia, entraban en una ficción que imitaba su existencia. Invitados, maquillistas, técnicos, todos se encontraban separados de su cotidianidad banal. Yo también, de hecho, no era más que la proyección sublimada de mí misma. Sin duda, ahí se encuentra la adicción a este tipo de actividades. No son tanto los reflectores, lo que se hace debajo de ellos, detrás, antes de encontrarse allí. Es simplemente que la vida afuera ya no existe de la misma manera, se vuelve irrisoria. Un espejo deformado de lo que soy, soy otra, soy diferente, artificialmente mejor y, cuando hablo, me aplauden. Pero no soy yo realmente a la que elogian en ese preciso momento, y ahí se encuentra la trampa narcisista.
No había cedido ante ella. No era una cuestión de fuerza o de lucidez. Pero cuando subía las escaleras para salir de los platós, era como si el momento pasado no hubiese existido jamás, era una suerte de sueño. Al día siguiente, ya no me acordaba de lo que había escuchado, de lo que había dicho. Para mí, esos eran los momentos que me parecían irrisorios. Y, además, me faltaba vida, no quimeras.
En cuanto al presentador, yo veía claramente que alargaba más de lo necesario cada grabación, que no quería volver allá arriba, que el mundo tal como era realmente hacía mucho que ya no le interesaba.
No puedo negar, sin embargo, que cuando no trabajaba, cuando Simón no estaba allí, a menudo me invadía una angustia crepuscular. Un torrente de preguntas atropellaba mis pensamientos. ¿Dónde estaba el sentido de cada día, de cada hora, de cada palabra? Mi vida, privada de ese amor derrotado, me parecía ahora vacía; un vacío que los objetos, muebles y tazas jamás llenarían. Pero ¿por qué? ¿Acaso me había engañado a mí misma al perderme en ese otro, hasta el punto de olvidar lo esencial o las preguntas esenciales? ¿Qué sentido darle a ese trabajo que parecía cada vez más una gran farsa en la que yo participaba con un entusiasmo fingido? ¿Acaso esta farsa no se extendía, de hecho, al conjunto de mi vida?
Había crecido sin un padre e intentado sin cesar reparar esa injusticia; mi infancia no había sido despreocupada. El matrimonio fue para mí un nuevo paso hacia esa reparación, porque, por fin, un hombre me amaba lo suficiente para darme su nombre. Pero ese nombre al final no me pertenecía. Era un préstamo que iba a tener que devolver. Lo mismo sucedía con la mediatización de la cual, por lo menos al principio, había esperado el reconocimiento que tanta falta me había hecho. En vano, todas esas tentativas hoy me resultaban obsoletas. Entonces, ¿qué opciones me quedaban?
Sentada en mi sofá nuevo, a veces durante varias horas, no encontraba una respuesta. Frecuentemente interrumpía esos interminables monólogos mudos tocando un poco de piano. Pero entonces, la música me llevaba aún más lejos en mis reflexiones, porque mis dedos recorrían las teclas sin que esa acción requiriera de mí una concentración especial. Mis noches eran cortas. Me acostaba tarde y me levantaba cada vez más temprano. Bebía un café tras otro en mi pequeña cocina mientras esperaba a que diera una hora más decente.
Una de esas mañanas, tuve ganas de romper con esa monotonía incipiente, de pasearme y ver la capital al amanecer. Tras vestirme rápidamente, salí y caminé unos minutos. Ahí estaba el puente, frente a mí. Lo crucé. Había olvidado que la isla estaba tan cerca, y tan bella. ¿Cuántos años habían pasado desde que vine aquí? Ver la ciudad desde otra orilla. El sol se levantaba suavemente sobre los edificios viejos y cargados de historia. Los barcos se deslizaban sobre el Sena. Recorría las calles sin que ninguna perspectiva me decepcionara. Estaba cautivada por este bello encuentro; hacía mucho tiempo que no experimentaba esa sensación. Había una joya cerca de mi casa, un tesoro en medio del agua. Plenitud del silencio de los callejones estrechos y vacíos que siempre conducían al Sena, por ambos lados.
La isla no era tan grande, hubiera querido perderme en ella, pero volvía constantemente sobre mis pasos para no dejarla. Decidí recorrer la arteria principal que la dividía casi en partes iguales. Austera al principio, poco a poco se adornaba con tiendas que parecían estar allí desde hacía muchos años, para darle un aspecto reluciente al final.
Di vuelta a la derecha y me encontré frente a un café en la esquina de uno de los muelles. Estaba abierto y parecía esperar a que alguien lo honrara con su visita. Dejé atrás la terraza y aparté la cortina de terciopelo púrpura que permitía mantener el calor del lugar. Con ese gesto, tuve la impresión de entrar en una escena de teatro. La barra amplia, los altos taburetes también púrpuras, las paredes color chocolate le daban al lugar una intimidad personal, pero accesible para todos. Salvo por el mesero que me saludó, el lugar estaba desierto. Al escoger un asiento al centro, sentí que me deslizaba en un bienestar inusual en fechas recientes. Pedí un café que, por una vez, saboreé con placer. Allí encontré, por fin, en esa mañana de septiembre, una sencilla calidez.
Dos hombres entraron a su vez, claramente eran clientes habituales. No necesitaron ordenar, los cafés humeantes los esperaban en el mostrador. Pedí un segundo café, no me quería ir. Hablaban de su trabajo, de personas que conocían, de una en particular a la cual, evidentemente, no querían. Y como sucede a menudo, el rechazo los unía más que el interés.
Un hombre mayor con barba entró y se instaló directamente al final de la barra. El mesero lo llamó por su apodo. Supe, por algunas palabras que intercambiaron, que se trataba del panadero. Me dedicó una sonrisa que le devolví, porque su rostro y sus ojos, aunque tristes, emanaban cierta dulzura.
Y así fueron llegando, unos tras otros, los clientes habituales. Todavía no era la hora de los turistas. Se conocían, se saludaban brevemente y me lanzaban al pasar una mirada inquisitiva. Llevaba casi una hora saboreando el segundo vaso de agua que acompañaba mi segundo café, con la mirada concentrada en la taza vacía, dejaba que mi oído deambulara de derecha a izquierda y se deleitara con esa compañía matutina inusual.
Y entonces entró ella, recibida por unos “buenos días” discretos. Al darme la vuelta, me encontré con su mirada clara y azul, y vi que ella misma se sentía interpelada por la mía. ¿Los ojos claros se reconocen por haber compartido orígenes en común? Se dirigió hacia una pequeña mesa, cerca de una ventana que ofrecía una vista espectacular del puente y el Hotel de Ville. Evidentemente era su lugar, un poco apartado. Ella tampoco necesitaba ordenar, el mesero se apresuró a llevarle su taza con una sonrisa respetuosa.
Aproveché para voltearme de nuevo y observarla disimuladamente. El cabello blanco recogido, rasgos finos, maquillaje ligero, traje oscuro, bufanda y cigarros colocados sobre la mesa. ¿Qué edad podía tener? Más de sesenta, sin duda, pero no muchos más. Sin embargo, era cierto que su cintura aún esbelta la rejuvenecía. Desprendía una suerte de elegancia, una inteligencia atormentada que me intrigó.
Sin darme cuenta, me había entretenido demasiado mirándola. Me dirigió una sonrisa cómplice. Al parecer, no la incomodaba que la observara. Le devolví la sonrisa junto con un gesto de la cabeza y me giré de nuevo.
Mis piernas me indicaron que la posición sentada, en la que llevaba demasiados minutos, tenía que interrumpirse. Mientras dejaba la barra con pesar, lancé al mesero un “hasta luego” que esperaba adquiriera plenamente su sentido. Aparté la cortina roja y saludé por última vez a la señora de los ojos claros. Ahora tenía que cruzar la orilla y cumplir con las tareas por las que me remuneraban.
Había encontrado en ese lugar, en esa isla, una mezcla de energía y serenidad que tanto me había hecho falta en los últimos meses. Al caminar sobre el puente, la imagen de la mujer se desvaneció suavemente, mientras me preguntaba sobre su vida y la mía. Cuando el tráfico me trajo de vuelta bruscamente a pensamientos menos poéticos, supe que había encontrado lo que había venido a buscar unas semanas antes, sin imaginar hasta qué punto no me equivocaba.
Tu luz revela mi luz,
al buscarte fue como me encontré.
Ese día comenzó como los últimos. Caminé tranquilamente para llegar a la isla, mientras aún descubría mi barrio como una visitante, con los ojos bien abiertos, el paso ligero, lista para ofrecer mi mirada a los edificios de otro tiempo. Crucé el puente, me deleité con el río de reflejos soleados, feliz de acudir a la cita que había hecho conmigo misma. Iba a mi café frente al río, mi café de taburetes púrpuras y paredes cálidas, donde había decidido tomar una pausa matutina diaria. Allí sería donde, invariablemente, iniciarían mis días. Al menos habría una cita en esas horas sin propósito, una cita con una taza seguida de un cigarro. Una pequeña cita muy agradable. Caminé entonces a lo largo de los muelles para alcanzar mi recompensa tras mis noches demasiado frías y solitarias, y me sumergí con deleite en la calidez del lugar.
Me senté en la barra y el mesero, acostumbrado a mi presencia, se apresuró a servirme. Como los otros días, me adueñé del periódico. El verano se prolongaba un poco, pero pronto sería alcanzado por el otoño; el ciclo inmutable de las estaciones siempre me tranquilizaba, al menos una predicción que prescindía del azar.
Comenzaba a conocer los rostros a mi alrededor, a los clientes habituales. A veces, fragmentos de frases resbalaban sobre la barra; alcanzaba una y la devolvía acompañada de un comentario neutral seguido de una sonrisa. Luego, volvía a clavar los ojos en mi taza o en las noticias del día. Esa cita solo la deseaba conmigo misma.
Ese día, la mujer mayor de ojos claros entró como cada mañana y se instaló en su lugar, como una alumna en su escritorio. La saludé –ya se me había hecho costumbre–, mi mirada siempre se detenía en su rostro. Ella me respondió con un pequeño gesto de cabeza cómplice. En ese instante, concluí que estaba a punto de ser parte de los habituales. La chaqueta de lana color crudo que llevaba esa mañana iluminaba de una manera particular sus rasgos y tal vez por eso mi mirada se detuvo en ella más que lo habitual. En todo caso, en ese espacio-tiempo ínfimo ella me dirigió la palabra por primera vez.
–¿Vive en la isla? –preguntó.
–No, ¿y usted?
–Sí, a dos pasos de aquí.
Su voz segura revelaba un ligero acento que la hacía parecer más frágil de lo que aparentaba.
–¿Quiere otro café? –dijo, como una invitación para unirme a ella.
–Sí, por supuesto –respondí, y el vistazo discreto que dirigí al mesero para indicarle que me cambiaba de lugar me confirmó la impresión de que ella me estaba haciendo un honor. En efecto, nunca la había visto simpatizar con nadie. Tomé mis cosas y me senté frente a ella, ofreciéndole mi más bella sonrisa como señal de agradecimiento.
–Yo la conozco.
Esas tres palabras borraron al instante cualquier gracia de mi rostro. Decepcionada, le dirigí una mueca cortés. No me gustaba que me reconocieran, porque entonces seguían las preguntas o, peor aún, las reflexiones sobre el mundo de la televisión o el presentador famoso con quien me codeaba, porque, precisamente, ya no buscaban conocerme y su acercamiento no tenía nada que ver con que se interesaran por mi persona. Triste soledad de los elegidos mediáticos que aún no me había alcanzado en este lugar.
–Es usted encantadora –retomó con su ligero acento indefinible–, encantadora, pero no sabe de qué habla.
La frase cayó como una inesperada jarra de agua fría que transformó mi expresión de hastío en asombro repentino. Mi ego me permitió mostrar, poco después, una expresión divertida.
–No tome a mal lo que le digo –se divirtió a su vez–, se expresa bien, es clara y directa. No la he visto muchas veces, pero es usted muy convincente cuando habla. Y, además, es muy bonita…
Sus cumplidos no borraron las primeras palabras que pronunció, pero suavizaron la impresión que me habían causado.
–Pero… según usted, no sé de qué hablo –le respondí, escondiéndome aún detrás de la diversión.
–Cuando habla de amor, no. Habla muy bien de la pareja, del funcionamiento de los hombres y las mujeres, de lo que los acerca o los aleja. Pero se nota que no sabe lo que es el amor.
–Tengo mi experiencia en el tema –le dije–, y vale lo que vale. La suya, sin duda, es más valiosa, lo reconozco. Pero he escuchado más testimonios sobre este tema que todas las personas que están sentadas juntas aquí. Es otra forma de experiencia.
Mi voz se había vuelto seria, profesional.
–Pero si realmente supiera lo que es el amor, no tendría esa mirada.
Prendió un cigarro y me miró fijamente aspirando el humo.
–No, no es lo que usted piensa –retomó–. Le deben haber dicho muchas veces que su mirada es triste, me han hecho el mismo comentario con frecuencia; los ojos azules reflejan muy bien la melancolía. Sobre todo –aspiró otra bocanada–, es porque su mirada busca lo que aún no ha encontrado. Sus ojos no están tristes, constantemente los decepcionan.
La bondad que emanaba de ella al hablar conmigo me hizo sentir en confianza. En otras circunstancias, sin duda habría estado a la defensiva, pero este no era el caso. Y, por una vez, realmente se hablaba de mí.
–Lo encontré –le respondí–, pero se fue con otra. Nos casamos y creía que pasaría el resto de mis días con él, pero no era lo que él deseaba. No se puede obligar a nadie a amarnos.
–No –dijo recargándose en el respaldo de su silla–, claro que no, y usted lo sabe bien. No le hablo de ese amor. De hecho, le escucho a menudo usar el término de “alma gemela” cuando menciona el amor, pero no debería; se lo aseguro, es un poco ridículo. El alma gemela, cuando la encuentra (si es que la halla, porque pocas personas en esta tierra tienen esa fortuna o, a veces, esa mala suerte), no tiene nada que ver con las historias románticas que difunden en sus programas.
Aunque sus palabras habían estado animadas por el fuego de la verdad, me preguntaba qué le permitía tener esa seguridad sobre el tema. Como no deseaba desviarme hacia la indiscreción, me permití preguntarle qué profesión ejercía o había ejercido.
–Soy escritora, aún escribo, pero menos. Fui periodista durante mucho tiempo. Trataba temas políticos, también históricos. Eso fue hace mucho tiempo y ya no me interesa en absoluto. Siempre es la misma rueda la que gira: cuando cree que está en el corazón de la actualidad, ya no lo está. En cuanto a la historia, hay que esperar algunas décadas para que se revele completamente. El desenlace ahora es demasiado largo para mi edad… ¿Usted escribe?
–Sí, a veces. Bueno, publiqué un libro el año pasado, pero no era una novela.
Tomando en cuenta sus últimas frases, no me atreví a decirle que ese libro constituía una suerte de manual para salir del celibato.
–Entonces, ¿escribió usted sobre el amor, para hablar de él tal como lo hace? –le pregunté un poco más envalentonada por esta actividad en común.
–No, dijo agachando ligeramente la cabeza. No, no tengo derecho. –Su mirada se fijó en el puente afuera, en el Sena, o quizá en algo sobre el puente. Me giré para ver de qué se trataba, pero no vi nada, así que volví a su rostro. Luego agregó–: Él me lo pidió. “No escribirás sobre mí, ¿verdad?”. Así es como lo dijo. Siempre respeté su palabra.
Aunque ahora me mirara, no me atreví a cuestionarla. Pero en ese momento, tuve claro que ella tenía una historia, un conocimiento que despertaba mi curiosidad.
–Sí, amé con ese amor –continuó, pareciendo responder a mi pregunta silenciosa–, y aún amo. Amaré hasta mi último aliento, porque no puede ser de otra manera, aquí o en otro lugar.
Las palabras pronunciadas por esa mujer de edad avanzada me perturbaron. Aunque no comprendiera realmente de qué hablaba, porque era evidente que el sentido profundo de sus palabras se me escapaba, la precisión de su voz hizo que la mía se quedara en silencio.
El tiempo se detuvo en el café de paredes color chocolate, nadie más era visible a nuestro alrededor, ni mesa ni taza. Me atrapó su emoción, que se mezcló con la mía.
Como para romper con esa intimidad inapropiada para el lugar, el tiempo y lo pronto de ese encuentro, dijo sonriendo: