Las aventuras de Simbad el Marino - A Anónimo - E-Book

Las aventuras de Simbad el Marino E-Book

A Anónimo

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Beschreibung

Un cargador de mercadería llamado Simbad se queja por su suerte mientras descansa en la entrada de un magnífico palacio. El dueño de casa lo manda a llamar y ambos descubren que tienen el mismo nombre. Simbad el Marino, infinitamente rico, le relata al pobre Simbad los siete maravillosos viajes, plenos de aventura, que le permitieron convertirse en el hombre más acaudalado de Bagdad.

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Seitenzahl: 138

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Introducción a las aventuras de Simbad el Marino

Cuenta algunos que en tiempos del califa Harún Al-Rachid vivía en la ciudad de Bagdad un hombre llamado Simbad el Cargador. Era pobre, para ganarse la vida se dedicaba a transportar bultos sobre su cabeza. Cierto día le tocó llevar cierta carga muy pesada; era un día terriblemente caluroso, agobiante. Sudaba el cargador, abrumado por el peso que llevaba sobre su cabeza. La temperatura era intolerable, cuando el cargador pasó por delante de la puerta de una casa que supuso pertenecía a algún mercader rico, a juzgar par el suelo bien barrido y rociado alrededor con agua de rosas. Soplaba allí una brisa preciosa, y cerca de la puerta había un banco amplio y cómodo para sentarse. Al verlo, el cargador Simbad soltó su carga sobre el banco para descansar y respirar aquel aire tan agradable. Sintió enseguida que desde la puerta llegaba una nueva corriente mezclada con un delicioso aroma. Entonces, lo sorprendió un concierto de laúdes e instrumentos diversos, acompañados por magníficas voces que cantaban canciones en un lenguaje especial, a los que se sumaron los cantos de los pájaros que glorificaban de modo encantador a Allah el Altísimo. Distinguió, entre otros, acentos de tórtolas, ruiseñores, mirlos, palomas de collar y perdices domésticas. Se maravilló e impulsado por el placer enorme que todo esto le causaba, asomó la cabeza por la rendija abierta de una puerta y vio en el fondo un jardín inmenso donde se movían de un lado a otros servidores jóvenes, esclavos y criados. “Esto no se encuentra más que en los alcázares de reyes y sultanes”, pensó.

También observó una cantidad sin par de manjares admirables y deliciosos, diversas vituallas y bebidas de excelente calidad. Entonces no pudo menos que suspirar, alzó los ojos al cielo y exclamó: “¡Gloria a Ti, Señor Creador!, ¡Oh donador! ¡Sin calcular, repartes cuantos dones consideras! ¡Oh Dios mío! ¡No creas que clamo para pedirte cuentas de tus actos o para preguntarte acerca de tu justicia y de tu voluntad, porque a la criatura le está vedado interrogar a su dueño omnipotente! Me limito a observar. ¡Gloria a ti! ¡Enriqueces o empobreces, elevas o humillas, conforme a tus deseos, y siempre obras con lógica, aunque a veces no podamos comprenderla! El amo de esta casa es dichoso hasta los límites extremos de la felicidad. Él disfruta las delicias de estos aromas encantadores, de estos manjares sabrosos, de estas bebidas superiormente deliciosas. Vive feliz, tranquilo y seguro, mientras otros, como yo, por ejemplo, vivimos fatigados y miserables a pesar del esfuerzo.

El cargador apoyó su mano en la mejilla, y a toda voz cantó algunos versos que iba improvisando:

“¡Suele ocurrir que un desgraciado sin albergue se despierte de pronto a la sombra de un palacio creado por su Destino! Pero ¡ay! cada mañana me despierto más miserable que la anterior.

¡Por instantes aumenta mi infortunio, como la carga que le pesa a mi espalda fatigada; mientras otros viven felices y contentos gracias a los bienes que la suerte les ofrece!

¿Alguna vez el Destino cargó nunca la espalda de un hombre con una carga parecida a la mía? Y sin embargo, hay otros que descansan llenos de honores. ¡Y aunque no dejan de ser mis semejantes, entre ellos y yo puso la suerte alguna diferencia, soy similar a ellos como el vinagre amargo y rancio se parece al vino!

Pero no pienses que te acuso lo más mínimo, ¡oh mi Señor! por nunca haber gozado yo de tu generosidad. ¡Eres grande, magnánimo y justo, y bien sé que juzgas con sabiduría!”

Al terminar de cantar tales versos, Simbad el Cargador se levantó y quiso colocar nuevamente la carga en su cabeza para continuar su camino. Pero un esclavo de semblante gentil, formas delicadas y vestimenta muy hermosa, lo tomó de la mano y le dijo: “Entra a hablar con mi amo, que desea verte”. Intimidado, el cargador se disculpó e intentó cualquier excusa para no seguir al joven esclavo. Todo fue en vano. Dejó, entonces su cargamento en el vestíbulo, y entró con el muchacho hacia el interior de la morada.

Era una casa espléndida, llena de personas serias y respetuosas, en el centro se abría una gran sala. Se encontró allí ante una asamblea numerosa formada por invitados que parecían personas importantes. También había flores de todas especies, perfumes de todas las clases, confituras secas de todas calidades, golosinas, pastas de almendras, frutas maravillosas y una cantidad prodigiosa de bandejas cargadas con corderos asados y manjares deliciosos. Observó además a varias esclavas, muy hermosas, sentadas en un sitio asignado especialmente a cada una, sostenían distintos instrumentos en sus rodillas.

En medio de la sala, entre los demás invitados, vislumbró el cargador a un hombre de rostro imponente y digno, con una barba blanqueada a causa de los años. Sus facciones indicaban bondad, nobleza y grandeza.

Al mirar todo esto, el cargador Simbad…

Fue entonces cuando Schahrazada vio aparecer la mañana, y guardó silencio discretamente.

Pero cuando llegó la noche 291, ella continuó:

…Al mirar toda aquello, el cargador Simbad quedó sobrecogido, y se dijo: “¡Por Allah! ¡Esta morada debe ser un palacio del país de los genios poderosos, la residencia de un rey muy ilustre, o de un sultán!” Luego se apresuró a tomar la actitud que requería la cortesía y las buenas costumbres, deseó la paz a todos los asistentes, hizo votos por ellos, besó la tierra entre sus manos, y se mantuvo de pie, con la cabeza baja, para demostrar respeto y humildad.

El dueño de la casa le pidió entonces que se aproximara, y lo invitó a sentarse a su lado después de desearle una cordial bienvenida con acento muy amable. Le sirvió de comer, ofreciéndole lo más delicado, lo más delicioso y lo más hábilmente condimentado entre todos los manjares que adornaban las bandejas. No dejó Simbad el Cargador de hacer honor a la invitación luego de pronunciar la fórmula invocadora. Así que comió hasta hartarse y después dio las gracias a Allah, diciendo: “¡Honor a Él siempre!” Tras esto, se lavó las manos y agradeció a todos los invitados por su amabilidad.

Solamente entonces dijo el dueño de la casa al cargador, siguiendo la costumbre que no permite hacer preguntas al huésped más que cuando se le ha servido de comer y beber: “¡Sé bienvenido, y obra con toda libertad! ¡Bendiga Allah tus días! Pero, ¿puedes decirme tu nombre y profesión, ¡oh huésped mío!?” Simbad respondió: “¡Oh señor! Me llamo Simbad el Cargador, y mi profesión consiste en transportar bultos sobre mi cabeza a cambio de un salario”. Sonrió el dueño de la casa entonces: “Debes saber, ¡oh cargador! que tu nombre es igual que mi nombre, pues me llamo Simbad el Marino”.

Y luego continuó: “¡Te hago saber también, ¡oh cargador! que si te rogué que vinieras aquí fue para oírte repetir las hermosas estrofas que cantabas cuando estabas sentado en el banco allí afuera!”

El cargador se sonrojó y dijo: “¡Por Allah! ¡No me guardes rencor a causa da tan desconsiderada acción, ya que las penas, las fatigas y las miserias, que nada dejan en la mano, hacen descortés, necio e insolente al hombre!” Pero Simbad el Marino dijo a Simbad el Cargador: “No te avergüences de lo que cantaste, ni te turbes, porque en adelante serás mi hermano. ¡Sólo te ruego que te des prisa en cantar esas estrofas que escuché y que me maravillaron!” Entonces cantó el cargador las estrofas en cuestión.

“¡Oh cargador!” dijo entonces Simbad el Marino, “yo también tengo una historia asombrosa, me reservo el derecho de contarte esto a mi vez, Te explicaré, pues, todas las aventuras que me sucedieron y todas las pruebas que sufrí antes de llegar a esta felicidad y de habitar en este palacio. Así verás a costa de cuán terribles y extraños trabajos, a costa de cuántas calamidades, de cuántos males y de cuántas desgracias adquirí estas riquezas en medio de las que me ves vivir en mi vejez. Porque sin duda ignoras los siete viajes extraordinarios que he realizado, y cómo cada uno de estos viajes constituye por sí solo una algo tan prodigioso, que únicamente con pensar en ellos queda uno sobrecogido. Pero lo que voy a contarte a ti y a todos mis honorables invitados, no me sucedió más que porque el Destino lo había dispuesto de antemano y porque toda cosa escrita debe suceder, sin que sea posible rehuirla, o evitarla”.

Historia del primer viaje

“Sepan todos ustedes, ¡oh señores ilustrísimos, y tú, honrado cargador, que te llamas, como yo, Simbad, que mi padre era un mercader de rango entre los mercaderes. Había en su casa numerosas riquezas, de las cuales hacía uso sin cesar distribuyendo dádivas con generosidad, aunque con prudencia, ya que a su muerte me dejó muchos bienes, tierras y poblados enteros. Yo era muy pequeño todavía.

Cuando llegué a ser un adulto, tomé posesión de todo aquello y me dediqué a comer manjares extraordinarios y a beber bebidas extraordinarias, alternando con jóvenes, presumiendo con trajes excesivamente caros, y cultivando el trato con amigos y camaradas. Estaba convencido de que todo esto duraría para siempre. Continué viviendo mucho tiempo así, hasta que un día, curado de mis errores y envuelto en la razón, noté que mis riquezas se habían disipado, mi condición había cambiado y la mayoría de mis bienes se habían perdido. Entonces desperté completamente de mi inacción, lleno de temor y espanto pensando en la posibilidad de llegar a la vejez un día sin tener nada. También me vinieron a la memoria estas palabras que mi difunto padre se complacía en repetir, palabras de nuestro Señor Saleimán ben-Daud: “Hay tres cosas preferibles a otras tres: el día en que se muere es menos penoso que el día en que se nace, un perro vivo vale más que un león muerto, y la tumba es mejor que la pobreza”.

Tan pronto como me asaltaron estos pensamientos, me puse en pie, reuní lo que me restaba de muebles y vestidos, y sin pérdida de tiempo lo vendí en subasta pública, con las pocas propiedades y tierras que me quedaban. De ese modo me hice con la suma de tres mil dracmas…

En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la mañana, guardó silencio discreta.

Pero cuando llegó la noche 292, ella continuó:

…me hice con la suma de tres mil dracmas, y en seguida se me antojó viajar por las comarcas y países de los hombres, porque me acordé de las palabras del poeta que dijo:

“¡Las penas hacen más hermosa aún la gloria que se adquiere! ¡La gloria de los humanos es la hija inmortal de muchas noches pasadas sin dormir!

¡Quien desea encontrar el tesoro sin igual de las perlas del mar, blancas, grises o rosadas, tiene que hacerse buzo antes de conseguirlas!

¡A la muerte llegará en su esperanza vana quien quisiera alcanzar la gloria sin esfuerzo!”

Así, pues, sin tardanza, corrí al zoco, donde tuve cuidado de comprar mercancías diversas y baratijas de todo tipo. Transporté todo inmediatamente a bordo de un navío, en el que se encontraban ya dispuestos a partir otros mercaderes, y con el alma ávida de aventuras marinas, vi cómo se alejaba la costa de Bagdad y descendí por el río hasta Bassra, hacia el mar.

En Bassra, el navío dirigió la vela hacia alta mar, y entonces navegamos durante días y noches, visitando islas y entrando en un mar después de otro mar, llegando a una tierra después de otra tierra. Y en cada lugar en el que desembarcábamos, vendíamos unas mercancías para comprar otras, y hacíamos trueques y cambios muy ventajosos.

Un día en que navegábamos sin ver tierra desde hacía varios días, vimos surgir del mar una isla que por su vegetación nos pareció algún jardín maravilloso entre los jardines del Edén. Al advertirla, el capitán del navío quiso tomar tierra, dejándonos, desembarcar una vez que anclamos.

Descendimos entonces todos los comerciantes; llevando con nosotros cuantos víveres y utensilios de cocina fueran necesarios. Algunos se encargaron de encender fuego, y preparar la comida y lavar la ropa, en tanto que otros se contentaron con pasear, divertirse y descansar de las fatigas marítimas. Yo fui de los que prefirieron deambular y gozar de las bellezas de la vegetación que cubría aquellas costas, sin olvidarme por supuesto de comer y beber.

Mientras reposábamos, sentimos de pronto que temblaba toda la isla con un sacudón tan intenso, que fuimos despedidos algunos metros hacia adelante. En aquel momento vimos aparecer en la proa del navío al capitán, que nos gritaba con una voz terrible Y gestos alarmantes: “¡Sálvense pronto, ¡oh pasajeros! ¡Suban en seguida a bordo! ¡Dejen todo! ¡Abandonen en tierra sus efectos personales y salven sus almas! ¡Huyan del abismo que les espera! ¡Porque la isla donde se encuentran no es una isla, sino una ballena gigantesca que eligió en medio de este mar su domicilio desde tiempos antiguos, y gracias a la arena marina crecieron árboles en su lomo! ¡La despertaron ahora de su sueño, turbaron su reposo, encendieron fuego sobre su lomo, y ahora se despereza! ¡Sálvense, los sumergirá en el mar! ¡Sálvense! ¡Dejen todo, tenemos que partir!”

Al oír estas palabras, los pasajeros, aterrados, dejaron todos sus efectos, vestidos, utensilios y hornillas, y echaron a correr hacia el navío, que en simultáneo levaba el ancla. Sólo algunos pudieron alcanzarlo a tiempo, porque la ballena se había ya puesto en movimiento, y tras unos cuantos saltos espantosos, se sumergía en el mar con cuantos tenía en el lomo. Las olas, que chocaban y chocaban, se cerraron para siempre sobre ella y sobre ellos.

Yo fui de los que se quedaron abandonados encima de la ballena. Y casi me ahogo, pero Allah el Altísimo veló por mí y me libró, poniéndome al alcance de la mano una especie de cubo grande de madera, que habían llevado los pasajeros para lavar la ropa. Me aferré primero de aquel objeto, y luego pude ponerme a horcajadas sobre él, gracias a los esfuerzos extraordinarios de que me hacían capaz el peligro y el cariño que le tenía a mi alma, que me era preciosísima. Entonces comencé a sacudir el agua con mis pies como remos, mientras las olas jugueteaban haciéndome zozobrar a derecha e izquierda.

En cuanto al capitán, se dio prisa a toda vela con los que se pudieron salvar, sin ocuparse de los que nadaban todavía. No tardaron en perecer éstos, mientras yo intentaba con todas mis fuerzas alcanzar al navío a bordo del cubo. Seguí el barco con los ojos hasta que desapareció de mi vista, y la noche cayó sobre el mar. Tuve certeza entonces de mi perdición y abandono.

Durante una noche y un día enteros luché contra el abismo. El viento y las corrientes me arrastraron a las orillas de una isla escarpada, cubierta de plantas trepadoras que descendían a lo largo de los acantilados hundiéndose en el mar. Me sujeté a estos ramajes, y ayudándome con pies y manos conseguí trepar hasta lo alto del acantilado.

Habiéndome escapado de tal modo de una perdición segura, pensé entonces en examinar mi cuerpo, y vi que estaba lleno de contusiones, tenía los pies hinchados y con huellas de mordeduras de peces, que se habían dado un festín a costa de mis extremidades. Sin embargo, no sentía dolor de tan insensibilizado que estaba por la fatiga y el peligro. Me eché de bruces, como un cadáver, en el suelo de la isla, y me desvanecí, sumergido en un aniquilamiento total.

Permanecí así dos días, y me desperté cuando caía sobre mí el sol a plomo. Quise levantarme; pero mis pies hinchados y doloridos no me hacían caso, y volví a caer en tierra. Muy apesadumbrado por el estado en que me encontraba, tuve que arrastrarme, a gatas por momentos, de rodillas en otros, en busca de algo para comer. Llegué, por fin, a una llanura cubierta de árboles frutales, regada por manantiales de agua pura y excelente. Allí reposé durante varios días, comiendo frutas y bebiendo en las fuentes. No tardó mi alma en revivir, reanimándose mi cuerpo entorpecido, que logró moverse con facilidad y recobrar el uso de sus miembros, aunque no del todo, para poder caminar tuve que hacer un par de muletas que me sostuvieran.

De esta suerte pude avanzar lentamente entre los árboles, comiendo frutas. Pasé largo rato admirando aquel país, extasiado con la obra del Todopoderoso.

Un día que me paseaba por la ribera, vi aparecer a lo lejos algo que me pareció un animal salvaje o algún monstruo del mar. Tanto me intrigó aquella cosa, que, a pesar de los sentimientos diversos que me agitaban, me acerqué lento, avanzando, retrocediendo según el momento. Hasta que vi que era una yegua maravillosa atada a un poste. Tan bella era, que intenté aproximarme más, para verla de cerca, pero, de pronto, me aterró un grito espantoso. Quedé clavado en el suelo, estático, aunque mi deseo fuera huir cuanto antes. En el mismo instante surgió por debajo de la tierra un hombre que avanzó a grandes pasos y exclamó: “¿Quién eres? ¿Y de dónde vienes? ¿Qué motivo te impulsó a aventurarte hasta aquí?”

Yo contesté: “¡Oh señor! Soy un extranjero que iba a bordo de un navío y naufragué con otros pasajeros. ¡Pero Allah me facilitó un cubo de madera que me sostuvo hasta que fui despedido a esta costa por las olas!”