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Aunque Robert Musil (1880-1942) es conocido fundamentalmente por "El hombre sin atributos" (1930-1943), su obra comienza mucho antes, y representa, en conjunto, uno de los mayores hitos en la narrativa en lengua alemana del siglo pasado. "Las confusiones del cadete Törless" (1906), su primera novela, plantea un detallado análisis del mundo interior de su protagonista, que incursiona con brusquedad en el violento y a menudo sórdido mundo de la adultez. La obra, que transcurre en una escuela militar en el contexto austrohúngaro del fin de siglo, levantó en su momento una imponente polémica, en especial por la crudeza con la que retrata la formación de los jóvenes y sus primeras experiencias con el sexo, la mentira y la injusticia.
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Seitenzahl: 357
Veröffentlichungsjahr: 2025
ROBERT MUSIL
Las confusionesdel cadete Törless
Edición de Miguel Ángel Vega CernudaTraducción de Miguel Ángel Vega Cernuda
CÁTEDRALetras Universales
Necesitamos una nueva moral, porque con la vieja no llegamos a ninguna parte.
Robert Musilen entrevistacon Oskar Maurus Fontana
Timeo hominem (lectorem) unius libri. O sea, «temo al hombre de un solo libro», dicen que dijo algún clásico (quizás Agustín de Hipona). Obviamente, sea justo o injusto, el dicho no tiene aplicación al autor austriaco Robert Musil, que, además de haber leído muchos libros, escribió otros tantos que, o bien no se conocen, o bien no se leen, exceptuado, claro, El hombre sin atributos, «su» libro, su «único» libro. Porque este es el que le salva de la ignorancia lectora... pasiva, es decir, la que sufre. En el caso de nuestro autor más bien habría que variar el dicho poniendo la «compasión» en el lugar del «temor»: Misereor hominis (autoris) unius libri, que se podría traducir, sin faltar a la fidelidad al sentido, por «compadezco al hombre que pasa por autor de un solo libro».
El ingeniero industrial Robert Musil, que pretendió vivir «para» la escritura (lo que conllevaba querer vivir «de» ella. ¡Pobre!), merece la más tierna compasión: en primer lugar, por haber dedicado gran parte de su vida a esa «su obra» (lo que le causó más de una penuria) y, después, por haberse convertido ante la posteridad en autor de un solo libro: el mencionado, más alabado que leído. Obviamente sus casi dos mil densas páginas son un obstáculo de difícil superación para el lector tipo actual, acostumbrado a otros derroteros literarios. Los de Ken Follet o Santiago Posteguillo, por ejemplo, que dan la primacía al relato, magistral en ambos casos, sobre la reflexión, más aburrida.
En efecto, El hombre sin atributos es prácticamente el título que le ha hecho, mal que bien, pervivir en la memoria literaria. El resto de su producción queda en la penumbra de la memoria erudita, cuando no en la más completa oscuridad de la opinión pública. Ni Los exaltados(Die Schwärmer), ni Tres mujeres (Drei Frauen), ni Páginas póstumas escritas en vida(Nachlass zu Lebzeiten) han superado el listón del favor del público como para que se convirtieran en un bestseller, aunque todos ellos lo acrediten como un autor clásico de la moderna literatura en lengua alemana, junto a Schnitzler, Brecht, Werfel, Döblin, Mann, Broch, Zweig, Jünger... Un caso parecido, salvatis salvandis, al de Cervantes, cuyo Quijote, más alabado que leído, oscurece el resto de sus obras: las Novelas ejemplares, la Galatea o la Numancia, por ejemplo. Bien es verdad que en el caso de Musil en la zona de penumbra de la erudición literaria quedan Las confusiones del cadete Törless, la primera aparición del autor ante el público lector, que, recogiendo situaciones y vivencias de la propia biografía, rompía, a principios del siglo xx (1906), más de una barrera (la temática al menos), lo que hizo que esta novela perviviera hasta cierto punto y durante cierto tiempo como epónima de Musil.
El temperamento y las vicisitudes biográficas del autor (ingeniero, pedagogo, militar, periodista, crítico teatral, exiliado) no favorecieron su quehacer literario, que por lo demás estuvo mayormente centrado en la redacción de ese psicograma enciclopédico del «hombre sin atributos» de su tiempo: como Ulrich, el protagonista de la macronovela de ese título, Musil asistió a la decadencia del antiguo ordenamiento burgués; más tarde viviría la más salvaje guerra europea como oficial en el frente italiano y, tras unos años de ejercicio, por libre, de la creación literaria en Berlín y Viena, acabaría sus días, durante la apocalíptica II Guerra Mundial y tras un exilio voluntario en el oasis suizo, (mal)viviendo del ejercicio ocasional del periodismo y de la caridad pública y dedicado a la creación y al pulido de esa gran obra, al fin inconclusa, por la que se le respeta, se le estudia y que mayormente no se lee. Su obra es testimonio de un «vivir literario», de una actividad literaria que se pretende como terapia y se manifiesta más bien como manía. Como el de Kafka, el currículum de Musil es una lucha por la vida que solo se expresa a través de la literatura. O sea, la literatura como darwiniana struggle for the life.
Dos asociaciones creadas para sostenerle en su labor creadora no fueron suficientes ni para que pudiera dar remate a la obra ni para que pudiera vivir con la suficiente holgura económica que le permitiera una mayor concentración en ella. Tras la publicación —a cargo de Adolf Frisé— en los años 50 de su obra completa, que comprende géneros tan variados como el drama, el ensayo, la crítica, la novela y el relato corto, hubo un reconocimiento póstumo de su valor, mayormente en círculos críticos, sin que llegara a gozar del favor general del gran público, que, por cierto, no es tal por calidad, sino por número. En todo caso, una ópera prima pero cuajada, Las tribulaciones del estudiante Törless (con este título apareció en español), y una opera finalis pero inconclusa, El hombre sin atributos, fueron suficientes para hacer de él un clásico del siglo xx.
Con Broch, Kafka y Werfel, tres autores que hacían su aparición en ese momento ante el público lector alemán, surgían unas personalidades literarias marcadas por un común denominador: vivir «para» la literatura wider Willen, contra su voluntad, como dijo Hannah Arendt del primero1. Pero, a pesar de esa ananké impuesta como vocación, ninguno de ellos pudo lograr vivir de la literatura2. En todo caso, el de Musil es un ejemplo más de esa raigambre eslava3 que tanto fecundó la cultura del fin de siglo austriaco: Kraus, Freud, Kafka, Werfel, Kisch fueron otros tantos autores de raíces eslavas que se expresaron en alemán. Quizás fue este elemento, el idiomático, el que a ellos los fecundó de manera indeleble.
El siglo había amanecido con el descubrimiento literario de la infancia y de la adolescencia. Si, más de un siglo antes, el Werther5había sido la puesta de largo —literaria— de la juventud ya hecha y derecha pero todavía desorientada, el drama Despertar de la primavera (1891, redacción; 1906, estreno) de Franz Wedekind había venido a dar el protagonismo literario a una fase del desarrollo existencial hasta entonces mayormente ausente en las páginas de la literatura: la pubertad y la adolescencia. Poco antes, una pareja de mozalbetes de la época Guillermina, Max y Moritz de Wilhelm Busch (1865), y el burattino Pinocchio de Carlo Collodi (1883) habían sido dos intentos de asomarse a los comportamientos juveniles desde la perspectiva de la sociedad adulta establecida —la de los Gründer6 o fundadores y la del Risorgimento, respectivamente— para imponerles las pautas pedagógicas de la adultez. Sin embargo, en la tragedia de Wendla y Melchior, Wedekind invertía la perspectiva: eran los adolescentes los que solicitaban —acusatoriamente— dedicación, comprensión y respeto por parte de los mayores para los problemas propios de una etapa vital de transición en la que se determina el futuro de toda trayectoria existencial.
En este tema precisamente venía a incidir Musil, que publicaba —a los 26 años de edad, es decir, a los pocos años de haber superado la adolescencia, y en el mismo año en que en Berlín se estrenaba la obra de Wedekind— una tragedia sin catástrofe, ni catarsis ni «héroe», pero con hybris (ὕβρις, demasía, desmesura): el Törless, que venía a añadirse a la obra de apologética infantil que había abierto el siglo: El siglo de los niños (1900) de la autora sueca Ellen Key7. Uno de los capítulos de esta obra, el quinto, trataba, precisamente con tono apocalíptico, el problema de la pedagogía al uso: «cómo se matan las almas en la escuela». Quizás por eso, otra autora sueca, Selma Lagerlöf, también en 1906, daría a la luz pública, precisamente por encargo de una asociación de maestros de su país, un relato en el que se aventuraba, desde una perspectiva mágica, lo aventurero que el descubrimiento ad libitum del mundo podía suponer para una criatura en edad plástica: Niels Holgerson underbara resa genom Sverige (El maravilloso viaje de Nils Holgerson a través de Suecia).
Y es que entre niños, adolescentes y jóvenes... andaba el juego, que diría nuestro clásico. Un inconformista Rilke había escrito el relato de una rebeldía juvenil en una Praga convencional (Ewald Tragy, 1908) antes de que Kafka, también en Praga, auto)condenara a las aguas del río Moldava a un joven Georg Bendemann, todavía en edad núbil: Das Urteil, 1912. Por su parte, el conde von Keyserling había publicado la peripecia veraniega de un adolescente que se veía obligado a recuperar el tiempo perdido durante el año escolar: Schwüle Tage («Días de bochorno», 1906). Incluso en la lírica se apelaba al sentido de lo juvenil y el que más tarde sería der rasende Reporter (‘el reportero frenético’), Egon Erwin Kisch, enfant terrible de la literatura, publicaba, quizás ya con el pitillo en la comisura de los labios, unos inocentes poemas, Vom Blütenzweig der Jugend, que después, avergonzado, retiraría de la circulación8. En ese contexto de exaltación de lo juvenil, no es de extrañar que el nuevo estilo de las artes plásticas viniera a titularse Jugendstil, «estilo de juventud». En fin, niños, adolescentes y jóvenes poblaban el mundo de la ficción que a través de ellos manifestaba, o bien el malestar cultural, o bien los nuevos patrones de comportamiento. La nueva moral de la que hablaba Musil.
Si uno de los focos temáticos de la obra de nuestro autor era, más que la juventud, la adolescencia, expresada en el término Zögling (ver más abajo comentario al respecto), el otro punto de referencia lo constituía la psique, titularmente manifestado en el término Verwirrung (‘confusión’, ‘turbación’), que sin duda hacía alusión semántica al mundo de las sensaciones interiorizadas. Quizás fuera dependencia del bagaje adquirido por el autor en sus Bildungsjahre (‘años de formación’) bajo el patrocinio de Mach, quien precisamente había escrito su programático Análisis de las sensaciones, en 1886. Para este patriarca del empiriocriticismo, la personalidad era un conjunto de recuerdos y sensaciones radicados en el propio cuerpo: «Consiguientemente [...] también la fisiología de los sentidos [...] ha adoptado un carácter eminentemente físico»9, había afirmado con carácter preliminar el filósofo empirista, tras postular la prevalencia de los criterios y métodos físicos en el análisis psicológico. El conocimiento sería una actividad biológica analizable a través de las sensaciones y sus relaciones.
En este sentido y contexto, el Törles de Musil venía a ser, en efecto, un análisis detallado del mundo interior, mental, anímico del joven alevín; mundo interior constituido por un conjunto de estímulos, que, procedentes del exterior y traducidos en código de comportamiento, constituyen, al margen de la moral o la metafísica10, un estado de ánimo, un conjunto de sensaciones que quizás no llegan a sentimiento. Semejante punto de vista no dejaba de tener también un componente revolucionario en un momento en el que se reivindicaba una antropología no tan positivista, más espiritualista por parte de unos movimientos que entonces se expresaban, bien fuera el historicismo, el existencialismo o, más tarde, el personalismo. Con ello, Musil se colocaba a favor de una de las partes que se enfrentarían durante toda la primera mitad del siglo y que se verían expresadas en la oposición dialéctica entre inmanencia y trascendencia.
El entorno del fin de siglo fue efectivamente un momento de ebullición social, política, técnica y cultural de un potencial tal como nunca antes se había dado en semejantes proporciones: se rebelaban las masas (los bóxer en Pekín, 1900; el Potemkin en Odesa, 1905; la Semana Trágica en Barcelona, 1908); se practicaba el magnicidio como parte del juego político (el de monarcas como la emperatriz Sissi, ministros como Castelar y Canalejas, presidentes como Mac Kinley o archiduques como Francisco Fernando); la aristocracia accedía a la actividad empresarial y, a la inversa, los empresarios a dignidades nobiliarias (los Rothschild, por ejemplo)11; se afirmaba, categórica y paradójicamente, la muerte de Dios (Nietzsche en su Zarathustra); un todavía anodino revolucionario ruso, de nombre Vladimir Il’ich, Lenin para más señas, preparaba el asalto al palacio de invierno estudiando la filosofía de Mach y jugando al ajedrez en un café vienés; nacían el automovilismo (Benz, Diesel, Ford) y el cinematógrafo (Lumière y Méliès); se daba carta de naturaleza tecnológica a la navegación aérea (Weisskopf, alias Whitehead, 1901); se ensayaba la vanguardia artística (en una docena de ismos: cubismo, fauvismo, expresionismo, dodecafonismo, dadaísmo...); se coqueteaba socialmente y sin reparo con la droga (¡aquella absinta de 80º que se servía indiscriminadamente en los numerosos antros del demimonde parisino!); se daba curso legal a los nacionalismos (sionismo, panarabismo, pangermanismo) y racismos (el rehecho Ku Klux Klan, el vasquismo de Sabino Arana) que incluso llegaban a constituirse en partidos; se descubría la profundidad de la psique humana (Freud y secuaces) y..., en definitiva, se rompían límites, ataduras, barreras. ¿Era el «camino desde la esperanza a la desesperación», tal y como el propio autor Musil llamó a la época entre 1890 y 1923?12.
Y a esta general ebullición social y cultural no lograban poner sordina las medidas, fueran restrictivas o condescendientes, con las que, en el complejo marco estatal centroeuropeo que desde 1866 se llamaba monarquía dual, se intentaba mantener el statu quo heredado de la supuesta feliz época postnapoleónica que hoy en día la crítica histórica denomina Biedermeier o Restauración. De aquella dichosa época gobernada por el guter alter Kaiser Franz, familiar y aburguesado, se había pasado a la huida forzosa de la corte y el parlamento de Viena a Kromeriz, o a los intentos de magnicidio (el cometido contra Francisco José, recién coronado emperador, en los bastiones vieneses, por ejemplo). Los primeros treinta y cuatro años de la biografía de Musil asistirían a muchas de las conmociones e innovaciones que, a partir de 1848 (¡el Manifiesto Comunista!), venían agitando la sociedad centroeuropea. Era precisamente en Viena o, mejor, en Austria-Hungría donde se ensayaban los experimentos que determinarían los hitos de la nueva época. Musil mismo vendría a formular apodícticamente esta situación: Österreich könnte ein Weltexperiment sein13: Freud, Billroth o Rokitansky determinaban nuevas pautas de actuación iátrica; Skoda competía en la industria armamentística de las grandes potencias; Mahler ensayaba una nueva estética musical; el pangermanista Schönerer, el sionista Herzl o el socialista Adler aportaban soluciones a una política tensionada al extremo por la cuestión social; Andrassy o Massaryk agitaban los sentimientos nacionales de húngaros y checos; Schnitzler, Kraus o Hofmannsthal buscaban nuevos cauces literarios al margen del realismo..., mientras un desclasado y resentido pintor en ciernes, de nombre Adolf Hitler, pasaba sus miserias bajo los puentes de la capital imperial y en las tortuosas calles nobiliarias de la ciudad vieja vienesa aparecían los primeros automóviles14. ¡Ah!, y en las buhardillas de Praga (tal era su casita en la Zlata Ulica del Hradcany) un Kafka, al que la compañía de seguros en la que trabajaba le había enfrentado precisamente con la velocidad del automóvil, ponía en solfa distópica el nuevo life-style. Demasiado para el cuerpo, se diría hace unos años.
En este sentido y contexto, un joven estudiante austrohúngaro de ingeniería, Robert Musil, aparecía en 1906 en la escena literaria de lengua alemana, haciendo saltar por los aires la corrección política, social y cultural que imponía (y hasta hace poco ha seguido imponiendo) el silencio sobre uno de los vicios más evidentes y, al tiempo, opacos del sistema social: el acoso (no solo sexual) y abuso del hombre por el hombre en su versión adolescente. Hacía poco, Freud había descubierto o, mejor, puesto al descubierto las motivaciones profundas, preconscientes, de los comportamientos humanos que fraguaban ya en la más temprana infancia en la relación filioparental y cuajaban en la personalidad adolescente con las marcas de lo erótico y de la violencia. El entonces joven y desconocido autor Musil —el Törless era su ópera prima— parecía ensayar una aplicación de analítica psicológica, no sé si freudiana15, a un tipo de adolescencia característico de la sociedad en la que le había tocado vivir.
No era inmotivada la focalización de la obra, con la que se daba a conocer, en esa fase del desarrollo biológico de una generación (la nacida hacia 1880) que, en el ambiente de la «paz armada» que respiraba la época, quizás se presentía predestinada a momentos de gran conflicto y de brutal violencia. El cadete Törles se mueve en esa especie de marjal, de ciénaga psicológica y social en la que es difícil mantener el rumbo de la limpieza ética y del sentido social ante la presencia irracional (implícitamente consentida) de pulsiones sádicas y narcisistas o de reminiscencias edípicas a las que una supuesta educación juvenil debía poner coto o, al menos, socializar.
Como en el juego de las potencias mundiales, orientado en aquel momento al desprestigio y a la aniquilación de la autoestima de las otras naciones (quizá el golpe más certero en este sentido lo consiguiera asestar Estados Unidos... contra España, que, tras Cuba y Cavite, desarrolló el síndrome depresivo del 98), en el juego interactivo de los educandos se daba rienda suelta a la aniquilación de la (auto)imagen del otro como medio de dominio. Esto es lo que harán precisamente dos de los protagonistas del relato de Musil (Reiting y Beineberg16, los verdugos) con Basini (la víctima) ante la mirada de Törless (el observador).
Al igual que el protagonista de su novela, también Musil había pasado por las tribulaciones y confusiones inherentes a la educación en internado (los llamados Konvikte eran tradición en Austria), con la que se pretendía preparar para el éxito profesional y social a aquellos a los que, nacidos dentro de un estrato social medio-alto, su estatus económico no permitía vivir de las rentas. De 1892 a 1897, el autor había estado interno en dos escuelas premilitares (en Eisenstadt y Hradnice, entonces Mährisch-Weisskirchen) y sometido a la peculiar disciplina de semejantes instituciones docentes. Resultado de sus reflexiones sobre las vivencias del internado fue su aparición en el panorama literario con esta su ópera prima que, por lo atípico del tema y por el carácter innovador de su narrativa, le dio el primer empujón a la fama literaria que, como arriba indicamos, solo a duras penas logró mantener a través del ejercicio del periodismo, de la crítica literaria y de su tardía opera finalis.
Que en 1906 el autor austriaco apareciera tematizando públicamente un problema, hasta la época, tan tabú como era la homosexualidad o tan impensable como el bullying estudiantil en instituciones docentes, más o menos oficiales, además de anticiparse décadas en el desarrollo de la opinión pública, contribuía de manera decisiva a configurar en las letras alemanas un panorama en el que se buscaban nuevos derroteros temáticos y formales que, a través de su vis crítica y de técnicas poéticas paravanguardistas, hacían sucederse los escándalos sociales: los que provocaban un A. Schnitzler (con el Teniente Gustl, 1900), un H. Mann (con Profesor Unrat/El ángel azul, 1905), un F. Wedekind (con Despertar de la primavera, 1891), un G. Benn (con Morgue, 1912) o un C. Sternheim (con Las bragas, 1911), y más tarde B. Brecht (con Baal, 1920) y H. Bettauer (con Die freudlosse Gasse, «La calle sin alegría») harían mesarse las barbas y rasgarse las vestiduras a un establishment centroeuropeo que, mientras exageraba gestos, vivía, quizás sin saberlo, al borde del precipicio. Era la época que Broch denominaría el «alegre apocalipsis».
El argumento de la novela, construido sobre las experiencias recogidas por el autor en su estancia en los mencionados internados (para)militares, sirve de entramado a un análisis de la sociedad en la que se estaba preparando la implosión del sistema surgido en las revoluciones, fracasadas, de 1789 y 1848. Un muchacho de buena familia, hijo único como lo era el autor de la novela, ingresa en una institución de enseñanaza media y educación baja. Rápidamente se integra en el grupo de cabecillas que rige un mundo de adolescentes en el que va fraguando y desarrollándose la genética maldad humana (aquella massa damnata de la que hablaba Agustín de Hipona) en la personalidad del individuo. El ser humano, llegado al uso de la razón, sale del paraguas familiar para integrarse en el grupo y «socializarse», instalándose en una dialéctica de autoafirmación frente a los imperativos que la coexistencia con los miembros del grupo le impone. En la dialéctica que se establece entre el yo y la colectividad, el adolescente adopta el planteamiento vital de «o yo o los otros». Es el pecado original de la naturaleza social del hombre, determinado por la curiosidad, la autoafirmación y el dolo del animal predador. El «seréis como dioses» y la «mujer que me diste por compañera» bíblicos expresan las motivaciones que rigen las acciones en una época vital, la adolescencia, dominada por la pérdida de la inocencia y la potenciación del egotismo.
La obra de R. Musil, ya en 1906, describía y desenmascaraba, mayormente sin condenar, la violencia y degeneración larvadas bajo las formas, los comportamientos, los procedimientos y los contenidos de socialización de una institución docente que como meta debía tener la formación de las nuevas generaciones, a las que, sin embargo, se las dejaba desprovistas de valores. Ante las dudas cosmovisivas de adolescente, Törless acudía al profesor de matemáticas, que venía a sustituir a aquello que la pedagogía tradicional había llamado «director espiritual», que en épocas anteriores había intentado orientar los primeros pasos hacia la madurez, humana y humanística, de los adolescentes. Los colegiales del relato de Musil, que vivían, quizás como el autor mismo, de espaldas a la transcendencia, serían los mismos que en el relato de E. M. Remarque Im Westen Nichts Neues (Sin novedad en el frente) irían dichosos al frente y acabarían sintiendo el zarpazo del sinsentido existencial que la violencia, no solo la bélica, provocaba. Cabe imaginarse que cualquiera de los componentes del cuarteto protagonista de la novela de Musil, Beineberg, Reiting, Basini o el propio Törless, habría podido volver pocos años después como gueule cassée, mancos o cojos y, en todo caso, marcados por la vivencia de la barbarie bélica a la sociedad a la que habían contribuido a deshumanizar con su entusiasmo prebélico17.
La obra venía a situarse dentro de una especie de nouvelle vague literaria, de gran carga crítica, con la que la literatura ganaba el primer plano de la opinión pública y pasaba a ocupar un puesto de gran trascendencia social. Pero huelga advertir del carácter voluble de la psicología de masas y de lo efímero de las modas y movimientos sociales. El ingeniero y militar18 Robert Musil, empeñado en el ejercicio libre de la creación literaria, no logró captar el favor del público como lo hacían, por ejemplo, sus compatriotas Zweig, Schnitzler o, incluso, Broch.
El ejercicio de su profesión (técnica: ingeniero industrial), elegida como autoexpresión de su personalidad y desempeñada en cierto momento en un ámbito sociológico (el del ejército cacanio, es decir, austrohúngaro), poco propenso a veleidades estéticas, hizo que nuestro autor perdiera perfil durante unos años en el panorama de las letras alemanas de pre-Guerra19. Hasta bien entrada la tercera década del siglo, cuando se vio obligado a dejar el ejército, no emprendió de nuevo el ejercicio «profesional» y sistemático de las letras (en 1921 Die Schwärner[Los exaltados], y en 1924 Drei Frauen[Tres mujeres]), cuando ya había pasado una quincena de años desde que irrumpiera en el panorama literario con su ópera prima. Mientras tanto, muchos de sus coetáneos (Broch, Zweig, Hofmannstahl) ocupaban con sus entregas masivas la opinión crítica del gran público. Más tarde se empeñó, con atisbos de monomanía, en el ejercicio de las letras con esa obra de carácter «enciclopédico» a la que, como se ha dicho, no logró dar remate. Mencionada en sus apuntes ya en 1905 y emprendida de manera sistemática a partir de los años veinte, en 1930 lograría la publicación de una primera entrega, a la que seguiría la primera parte del segundo volumen en 1932. La representación de su obra teatral Los exaltados (1929) no consiguió reflotar su imagen y el favor del gran público le siguió siendo ajeno. Fue así como Die Verwirrungendes Zöglings Törless se convirtió en la obra que mantuvo su fama literaria sin que, sin embargo, lograra fundar una base de subsistencia material, una subsistencia que el autor esperó obtener de El hombre sin atributos, obra en la que trabajó durante décadas y de la que vivió a crédito20. Sus últimos años fueron de gran estrechez económica. Desde su refugio en Ginebra, en el ocaso de su existencia, se veía incluso costreñido a solicitar que no se le cortara el suministro eléctrico21.
Cuando, póstumamente, se descubrió la envergadura y trascendencia de su obra, la crítica reconoció su enorme valor, no así el público lector, para el que El hombre sin atributos resulta, hoy más que nunca, un hueso duro de roer. Difícilmente se mantiene una novela ensayo frente a la novela histórica que hoy en día gobierna el gusto literario. Y es que el «lector explícito» cambia de gusto más que los políticos de opinión. La recuperación para los escenarios de habla alemana de Die Schwärmer (en el Akademie Theater o en el Burgtheater vieneses, por ejemplo) supuso un paréntesis y en los años sesenta y setenta del pasado siglo nuestro autor tuvo un reconocimiento importante en aquella sociedad europea que, menos superficial que la actual (a pesar del «sesentayocho» o precisamente por él) y en búsqueda de nuevas formas de expresión (neorrealismos, nouvelles vagues, etc.), desempolvaba valores literarios a los que las vivencias bélicas, entre otros factores, habían privado de la merecida imagen pública.
En todo caso, en el panorama de la recepción social actual se le recuerda más por la descripción de esas «tribulaciones» o «confusiones» que Törless, un alevín de escuela militar austrohúngara, sufría, a finales de siglo en un rincón perdido del Imperio dual, que por el resto de su obra. El cineasta alemán Volker Schlöndorf pasaría en 1966 a la pantalla las tribulaciones de este cadetillo de internado paramilitar y convertía esa novela en un éxito editorial que ayudó a que su autor, póstumamente, adquiriera una celebridad, pasajera en todo caso, aunque intensa y que también convirtió al primerizo cineasta en un valor fijo de la nueva filmografía alemana22.
Había motivos más que suficientes para que la obra provocara un gran impacto social. El tema (el acoso y la homosexualidad, en más de una ocasión indisolublemente unidos, sobre todo en el ámbito de la pedagogía) y el asunto (lo que la crítica alemana llama Stoff, o sea, el ámbito de la realidad del que el autor tomaba su argumento y en el que lo situaba, en concreto, un internado de muchachos adolescentes) tenían componentes de novedad. Por si ello fuera poco, la situación de recepción de la obra resultaba atípica: un joven de veinticuatro años (esos tenía Musil al publicar la obra, que había empezado a redactar con veinte) venía a poner en solfa la rígida y moralizante pedagogía de la época desde la proximidad que le daba su experiencia reciente. El novel autor venía a ser un «hombre que sabía demasiado». En efecto, en el relato de Musil, mucho peor parado que los muchachos del internado salía el cuerpo docente y educador del «instituto»:
Incluso un cierto grado de libertinaje se consideraba varonil y atrevido, una audaz toma de posesión de placeres hasta entonces prohibidos. Especialmente si uno se comparaba con la respetable y rígida apariencia de la mayoría de los profesores. Porque entonces la monitoria palabra «moral» adquiría una ridícula referencia a hombros estrechos, vientres panzudos que descansaban sobre piernas delgadas y ojos que, como ovejitas, pastaban inofensivamente detrás de sus gafas, como si la vida no fuera más que un campo lleno de flores de edificante gravedad...
Y escandaloso resultaba que la novela expusiera de manera descarnada actos de relación homosexual entre adolescentes... en una institución dedicada a la educación. Basini, uno de los internos que inicia su carrera delictiva en el internado asaltando la taquilla de un compañero, se somete a la violencia y al chantaje sexual a cambio del silencio de sus machistas conmilitones: será sometido a todo tipo de vejaciones y abusos, que él aceptará a cambio de que no se le denuncie.
En efecto, todo ello constituía una chocante novedad, rayana en el escándalo, a pesar de que la historia literaria contaba ya con un gran «índice» de relatos dedicados al comportamiento libertino (sobre todo en la literatura francesa de los siglos xviii y xix: piénsese, por ejemplo, en aquel que llamaron «divino» marqués, el de Sade). Incluso con referencia a esta literatura desmoralizante, el relato de Musil resultaba novedoso. Saliendo de los ámbitos palaciegos y de boudoir de los relatos picantes franceses (Los infortunios de la virtud, por ejemplo), de los castillos feudales propios del relato histórico (Ivanhoe, por ejemplo), de los salones de la sociedad ilustrada (el Werther) o, incluso, de los espacios campestres del relato y del drama realistas y naturalistas (los de Palacio Valdés, Pereda, Guimerá, Sudermann, Verga, Blasco Ibáñez), la narrativa musiliana se introducía en ámbitos, en lugares, en escenarios (topos, τόπος, lo llamaban en la teoría literaria clásica) hasta entonces muy poco usuales en la literatura, un internado en este caso, que, a pesar de la coherencia del espacio con el argumento, no era el medio más adecuado para generar una Bildungsroman (novela de formación) al uso. De hecho, un argumento semejante, en esa ocasión en un internado femenino, pero con trama parecida, tardaría en aparecer un cuarto de siglo (1930), cuando Christa Winsloe con su Gestern und heute (en la versión fílmica Muchachas en uniforme) obtuviera un éxito importante. Bien es verdad que, en 1911, Valery Larbaud presentaría en su Fermina Márquez, los entresijos y el ambiente juvenil de una institución educativa, si bien la trama argumental del francés no tenía la carga erótica y de violencia que caracteriza al Törless. La de Larbaud era una love story en comparación con el relato de Musil23.
Con el tiempo, ese topos, en 1906 extraño (o al menos extrañante: verfremdend) al público lector, iría ganando protagonismo literario (en Ríos profundos de Arguedas o en La ciudad y los perros de Vargas Llosa24, por no mencionar el Harry Potter de Rowling, por ejemplo), pero en todo caso, en ese momento resultaba atípico, pues tanto el miles, como el agricola, o el pastor, las tres tipificaciones del protagonismo en la estilística clásica (a la que la llamada «rueda de Virgilio» había dado forma), debían hacer mutis de la escena literaria y en su lugar aparecían la femme fatale, el bonvivant, el luchador social o, en este caso, unos muchachos de edad imprecisa y personalidad inmadura que, nadando en las aguas turbulentas del machismo y la vesania juvenil, intentaban acceder al conocimiento y a la gestión de la vida que les aguardaba. ¿Qué estilo y género correspondería a esos supuestos materiales de personajes y localización? Difícilmente podían ser los de la novela clásica, descriptiva y de referencia universal, a lo Cervantes. Y ahí estuvo la perspicacia de Musil, que dio a la temática una nueva narrativa de marcado carácter reflexivo-analítico. No en vano se ha calificado a Musil de «poeta-filósofo»25, aunque en su caso se trate de una filosofía, como afirmó Morpurgo-Tagliabue, al margen de la metafísica26. En cierta ocasión, en efecto, apuntará en sus diarios: «No se debe tener tiempo para pensar en Dios (no tener pensamientos libres), entonces se vive de la manera que más agradable resulta»27.
Obviamente, este ambiente y este tipo de trama exigían nuevas técnicas del relato, más reflexivas, más (psico)analíticas, bien fuera desde la psicología profunda28, bien desde la psicología experimental, esa que estudia la relación causal entre contenidos anímicos y comportamiento, contenidos anímicos que muchas veces hunden sus raíces en lo preconsciente, extremo del que ya el joven Törless se percataba:
[...] solo un sueño pesado había desdibujado esos límites y él se avergonzaba de esa confusión: pero el convencimiento de que todo puede ser diferente; de que alrededor de la persona hay límites finos y fácilmente borrables; de que sueños febriles merodean en torno al alma y roen las sólidas paredes y abren callejuelas siniestras..., también ese recuerdo se había hundido profundamente en él y proyectaba pálidas sombras.
Tal era el análisis de Törless como compedio emocional de sus episodios en el internado. Por lo demás, la novela, perteneciente al género que la preceptiva tradicional llamaba épica, renunciaba a dosis de carga épica, de relato de acción, para incluir momentos reflexivos (ensayísticos) y sui géneris líricos, en los que el yo subjetivo tomaba el primer plano de la representación literaria. En cierta ocasión, Musil aludiría a la función de propuesta de vida que posee la literatura29, lo que precisamente constituye el sentido de lo lírico.
Las confusas y atónitas reflexiones de Törless son efectivamente expresión de un yo que reacciona ante una realidad que en su caso siente ajena en un momento en el que la personalidad busca sus ajustes, los eróticos entre otros. Por eso, en una de las reuniones secretas que, en el desván del «instituto», mantiene el trío de cabecillas de los jóvenes internos —Beineberg, Reiting y Törless—, el primero, al tratar de ajustar cuentas con la cabeza de turco que la constitución patológica de los adolescentes ha escogido para ejercer el bullying y poner de manifiesto su voluntad de poder, achacará a Törless su descompromiso poético. Todo, porque este se ha atrevido a comparar el rayo de luz que proyecta la linterna que ilumina las fechorías del trío de chavales, con un ojo: «Te estás poniendo poético», le espetará Beineberg, acusándole de no atenerse a la objetividad de su situación.
En este sentido, en el relato de Musil no es escasa la presencia del estímulo sensorial y de la emotividad, que se analizan detalladamente para, previa elaboración en el interior del protagonista, salir convertidos en reacción. La acción argumental, que podríamos sintetizar en cinco o seis episodios (la visita de los padres de Törless, la visita del prostíbulo de la aldea, el juicio y abuso de Basini en el desván, el encuentro personal entre Basini y Reiting por una parte y Törless por otra, la visita al profesor de matemáticas, y, finalmente, el desenlance y abandono de la institución por parte de Törless), es un pretexto para contextuar el interior del alma juvenil en (de)formación: su emotividad, su naciente libido, su pasión intelectual..., en definitiva las «confusiones» del protagonista. Todo ello sin renunciar al descarnado detallismo que una visión objetiva, empírica de la realidad analizada impone. Como ejemplo de ello puede hacerse valer la descripción de la vesania mental, pronto puesta en práctica, que uno de los acosadores, Reiting, quiere ejercer sobre Basini, la víctima:
Debemos seguir humillándolo y empujándolo hacia abajo. Quiero comprobar hasta dónde puede llegar esto. De qué manera, por supuesto, es otra cuestión. Sin embargo, también tengo algunas buenas ideas al respecto. Por ejemplo, podríamos azotarlo y obligarle mientras tanto a cantar una salmodia de agradecimiento. No estaría mal escuchar la expresión de esta canción: cada nota te pondría la piel de gallina, por así decirlo. Podríamos obligarle a contarnos las cosas más sucias. Podríamos llevarlo a casa de Božena y hacerle leer las cartas de su madre; a Božena le gustaría brindarle la diversión necesaria. No lo desechemos. Podemos pensar en ello, perfeccionarlo y encontrar algo nuevo. Sin los detalles relevantes, todavía resulta aburrido en este momento. Incluso podíamos llevarlo a la clase. Eso sería lo más inteligente. Si cada uno de todos nosotros aporta un poco, será suficiente para destrozarlo. En general, me gustan estos movimientos de masas. Nadie quiere hacer nada especial al respecto y, sin embargo, las olas siguen subiendo más y más hasta estrellarse sobre las cabezas de todos. Verás que nadie se moverá y aún habrá alguien que diga «pero ¿qué es lo primero que quieres hacer?».
Como se ve, poco se diferenciaban estos comportamientos vesánicos, sin duda al margen de la aparente legalidad imperante pero reales, de los tormentos de las mazmorras medievales o de los procedimientos que después utilizaría la Geheime Staatspolizei nazi o la KGB soviética. No es gratuito que en muchas instituciones de educación alemanas hoy día se recomiende el Törless como lectura obligada, obviamente no para que los educandos imiten los comportamientos de los protagonistas, cuanto para que sirva de motivo de reflexión.
Sí, una personalidad atrabiliaria: eso es al menos lo que parece haber sido Robert Musil a juzgar por su perfil psicológico y sus comportamientos. De aceptarse el postulado —díganlo los biógrafos, pero parecen ir en esa dirección—, no sería una rara avis, pues no son pocos los escritores y artistas que tuvieron una biografía atormentada, marcada por la enfermedad, el mal humor o un asocial comportamiento social: Tasso, Bürger, Kleist, Heine, Poe, Pushkin, Beaudelaire, Nietzsche, Gaugin o van Gogh podrían citarse como ejemplos, entre otros muchos, de esa desencajada «situación vital» —eso que los hermeneutas de la Biblia llamaron Sitz im Leben— del creador, escritor o artista. En todo caso, Robert Musil parece ser uno más de esa serie de creadores (quizás también marginados) o Aussenseiter que, si bien no llega a las excentricidades, digamos, de un Tasso o un van Gogh, no parece haber encontrado un nicho de comodidad en el edificio social de su época. Quizás por eso, la interpretación de la obra de Musil depende, como en ningún otro caso, de la hermenéutica de su personalidad y esta a su vez de la exégesis de sus escritos autobiográficos, epistolarios y diarios sobre todo.
Son numerosas las fotografías conservadas del autor y todas ellas revelan una personalidad bastante lejana de la jovialidad. De frente despejada y mirada inteligente, su rostro aparece mayormente marcado por la gravedad, a la que su currículum debió sin duda de contribuir. Son muchos los datos que, sacados de sus diarios, apoyarían la percepción de un perfil personal marcado por la insatisfacción y el descontento. Expertos en la biografía del autor afirman, por ejemplo, que desde temprano habría desarrollado lo que hoy llamaríamos «disforia de género», lo que, dicho en otras palabras, vendría a significar que habría deseado no haber nacido varón. Y quizás a ello vino a añadirse una estatura que por poco no le habría convertido en nicht tauglich para el servicio militar: 165 cm.
Por lo demás, hijo único como era, en sus primeros años no se señaló por su docilidad, así como tampoco su familia se señalaría por la concordia matrimonial. La presencia de Heinrich Reiter, un «amigo» de la madre, en la vida oficial e incluso en la íntima de la familia ha tenido que causar algún efecto, léase trauma, en la psicología del niño. Ya con pocos años, en 1889, sufrirá una enfermedad neurológica, quizás meningitis, y más tarde, ya de joven, arrastraría durante años, como era bastante normal en la época, el morbo gálico o sífilis, adquirida en el prostíbulo, tratada con la única terapia probada que existía, tóxica en extremo (la del mercurio) y que contagiaría a una de sus compañeras, Hermine Dietz, quien a los pocos años, tras perder un hijo, fallecería a consecuencia de la enfermedad32.
Tras pasar por diversas instituciones de formación técnico-militar (la Militär Unterrealschule de Eisenstadt33 —de 1892 a 1894—, la Militär Oberrealschule de Hradnice —de 1894 a 189734— y, finalmente, la Escuela Militar de Viena —solo tres meses en 1897—), manifestará una cierta desorientación profesional que le hará ir cambiando de estudios, de residencia (Brünn, Stuttgart, Viena, Berlín) y de trabajo. En 1901 realiza su servicio militar como voluntario (Einjähriger Freiwilliger) en Brünn. A sus veintidós años, ya ingeniero —título que obtiene en la universidad de Brünn, en la que enseñaba su padre— y cuando, para combatir el aburrimiento que le acecha en su nueva residencia, Stuttgart, ya se ha puesto a escribir el Törless, se confesaba profundamente insatisfecho con su profesión, sentimiento al que ha podido contribuir un life style marcado por la búsqueda y el desorden. Años más tarde reflexionaría sobre la dualidad inherente a su personalidad:«De mi inclinación científica me ha quedado el hábito del trabajo regular; de la literaria, la de esperar a ser desbordado. Esta ha sido una de mis dificultades»35.
Mientras tanto, quizás para combatir su estilo de vida, desarrolla un voraz afán lector de toda la literatura del momento (Maeterlinck, Husserl, Emerson, Hauptmann, Kraus, Hofmannsthal, Rilke, Blei, Perutz, Hamsun, d’Annunzio, Altenberg, Key, Huysman, J. P. Jacobsen, y, sobre todo, Nietzsche)36, que medita y va comentando en sus diarios, lo que sin embargo no le proporcionará una autoconciencia literaria: «Estaba muy inseguro en el juicio de mi capacidad»37, escribirá retrospectivamente con referencia a su primer intento de publicación38. A pesar de ello, en 1902, respondiendo a un anuncio en prensa, escribía a la editorial Die Oberen Zehntausend (‘Los diez mil de arriba’) de Leipzig solicitando la aceptación de sus posibles colaboraciones «sobre diferentes temas en los que poseo el necesario conocimiento de causa»39. Con juvenil petulancia ofrecía sus conocimientos en temas éticos, estéticos y filosóficos y, en caso necesario, incluso sus comentarios sobre sportliche Gegenstände (temas deportivos), dado que él mismo «sería conocido como deportista» (Sportsmann). Cierto es que, si bien practicaba el ciclismo y la esgrima, no parece que sus rendimientos deportivos fueran muy notorios.
En 1903 se traslada, en compañía de Hermine Dietz, a Berlín, donde, dedicado a la filosofía, entra en conocimiento de la escuela psicológica de la Gestalt. En 1905, ya ha dado remate a su primer intento serio de formalización literaria: Las confusiones del cadete Törless, que había empezado a redactar como divertimento en su exilio profesional en Stuttgart, en 1902. Tras someterlo al juicio del crítico Alfred Kerr, busca desesperadamente un editor. Son varias las editoriales que reciben el manuscrito como oferta, pero todas lo rechazan excepto la Wiener Verlag, que, Alfred Kerr mediante, acepta publicarlo.
Consciente de lo atrevido del intento, en carta del 22 de marzo de 1905 a una amiga desde Brünn, confesaba sus temores y, poniéndose el parche antes de la herida, describía su ópera prima con gran modestia: «el buen y tolerante público literario se sentirá defraudado»40. Era consciente de que la novela contenía muchas cosas «que no pertenecen a una novela [...]. Se trata de una novela de una especie no muy corriente —plagada de fallos, pero con una nueva manera de escribir— que en parte intencionadamente no evita los fallos»41. Y estaba en lo cierto, pues en más de una ocasión, por ejemplo, el autor metía material de ripieno (por ejemplo, la descripción del mundo orientalista del padre de Beineberg en la conversación de este con Törless en la confitería, perfectamente prescindible) o hacía hablar a unos muchachos imberbes como sesudos adultos. La obra aparecería al año siguiente y sería todo un éxito. Un año más tarde ya se habían tirado más de siete mil ejemplares de la obra. En 1911, la obra pasaría a la editorial Georg Müller de Múnich, que seguiría editándola.
En 1906 conoce a la que, en 1911, sería su mujer, Martha Marcovaldi, de soltera Heimann (1874-1949), viuda y divorciada con hijos. Es una época de frenesí vital en la que, a pesar de la práctica de la actividad física, tiene que acudir a médicos y psicólogos que en ocasiones le prescriben medidas de reposo absoluto. En 1909, rechaza una oferta de carrera universitaria en Graz, ya que pone en peligro su vocación literaria, a la que decide consagrarse. En 1910, un puesto de bibliotecario en el politécnico de Viena, que le consigue su padre, le obliga a asentarse en esta ciudad hasta 1913. Mientras, emprende una labor ensayística que alterna con su trabajo en sus «relatos femeninos»: Veronika, Tonka y Die Portugiesin. Ensayitos como «Das Unanständige und Kranke in der Kunst» (‘Lo indecente y lo enfermizo en el arte’) en la revista Pan, o «Der mathematischer Mensch», publicado en 1913 en la revista Der lose Vogel, entre otros, le van dando a conocer como ensayista. «La matemática es un lujo de valentía de la razón pura, uno de los pocos que quedan hoy en día»42, escribirá. Quizás estuviera defendiendo su visión del mundo.
Sus numerosas colaboraciones en revistas (Pan, Neue Rundschau, Prager Presse) le mantienen discretamente en el candelero de la opinión pública. Sus esporádicas estancias en Berlín, de 1913 a 1914, le ponen en contacto con nuevos ámbitos intelectuales, especialmente con la filosofía y la psicología con las que por aquel entonces pensadores como Mach o Avenarius intentaban desplazar los residuos y reductos del idealismo y sancionar una visión positivista como única Weltanschauung válida. Ya en esa época va desarrollando una marcada afición por una forma literaria que mantendrá durante su vida: el aforismo. Estudia a dos de los clásicos europeos del género, Novalis y Nietzsche, y salpicará oportunamente sus diarios de ocurrencias, en ocasiones ingeniosas. «Un buen aforismo debe deshacerse en la lengua como un bombón y... desaparecer»
