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Haroldo Giménez desanda sus días como vendedor ambulante de libros en la Zona Sur del conurbano bonaerense. Transita un presente gris que no lo enorgullece y enfrenta un futuro que no asoma prometedor. Haroldo odia su nombre. «¿Sabés qué pasa? Con este nombre es como que empezás perdiendo el partido uno a cero», le confiesa a su mejor amigo. Decide, entonces, cambiar su identidad con la esperanza de que la suerte empiece a cambiar. En su afán por deshacerse de las huellas de su origen, el protagonista comenzará un derrotero que lo depositará justamente en el extremo contrario. Haroldo se cruzará en su camino con dos adolescentes: Verónica y Marcos, dos farsantes que lo provocan sin medir las consecuencias de sus actos, ni sospechar que sus destinos estarán marcados para siempre. Una novela atrapante, que narra el encuentro de tres impostores y el alto precio que deberán pagar por pretender apropiarse de una vida que no les pertenece.
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Seitenzahl: 145
Veröffentlichungsjahr: 2025
PABLO GASPARINI
Gasparini, Pablo Las cosas por tu nombre / Pablo Gasparini. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6360-6
1. Novelas. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
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A Sandra, mi refugio
«Pero yo te digo, aunque te convirtiesesen un pez que nada en las profundidadesdel océano, aunque te transformases enuna estrella escondida en lo más alto del cielo,mi padre te buscará para vengar mi muerte.Porque mi padre es Rustem y el sabrá quesu hijo Sohrab ha muerto buscándolo.»
Rustem & Sohrab
Leyenda persa
La noche se afirmaba y la familia volvía a casa. Era el final de otra jornada dominguera: la impostergable visita a las abuelas, las pastas del mediodía, los mates con facturas a media tarde, la Ruta 3 como escape de la calle Marconi y sus miserias, el Peugeot 504 con proa hacia Lomas del Mirador, el calor que no aflojaba.
El retorno era siempre en silencio, como si se hubiesen gastado todas las palabras en la sobremesa, parloteando de lo difícil que estaba todo, lo que cuesta llegar a fin de mes, un poco de enfermedades, un poco más de fútbol. Ese silencio alentaba a escuchar la radio. Había terminado la tira de deportes y comenzaba el programa Esta noche mágica, conducido por Nora Perlé.
A Marcos —Marquitos— el programa le resultaba un bodrio intolerable, con esa voz melosa hablando a dos por hora, mechada por grandes clásicos en castellano de los años setenta. A Marina, su hermana, quién sabe. Todo le daba lo mismo, era la reina de la apatía y la suficiencia. Su madre siempre decía que todo le entraba por una oreja y le salía por la otra.Ella tampoco le prestaba mayor atención al programa, aunque de vez en cuando acompañaba con el tarareo alguna melodía que sonaba en el dial.
Marcos combatía el embole garabateando en un cuaderno que le habían regalado en la casa de la abuela Amalia. Todos los domingos ligaban algo. La mayoría de las veces cosas inútiles, pero la abuela nunca los recibía con las manos vacías. Él siempre se mostraba respetuoso y agradecido. Esta vez había sido un cuaderno Gloria y una cajita con seis fibras de colores. «¿La abuela se habrá dado cuenta de que ya tengo 16 años?», pensaba Marcos. Otras veces eran golosinas de dudosa calidad, lo que en todo caso siempre era preferible.
La conductorale daba paso a la sección que esperaba su madre, una apasionada de la poesía:
—Ahora vamos a compartir los poemas que cada semana nos envían nuestros oyentes. En esta ocasión, recibimos un hermoso poema escrito por Haroldo Giménez, enviado desde la cárcel de Mercedes. Sí, sí, como escucharon, desde la cárcel… ¡qué ternura! Nos dice Haroldo:
Hola, Nora, los escucho todos los domingos, son mi compañía en el día más difícil de la semana… Acá, en prisión, todos los días parecen iguales, pero no, los domingos son domingos en todos lados… De tanto escucharte a vos y a tu maravillosa audiencia compartiendo sus poemas, me terminé animando a enviarte una de las poesías que escribí en mi celda. ¡Espero que les guste!
—¡Bien Haroldo, bien que te animaste! Y por supuesto que la vamos a compartir con nuestra gente. El poema que nos mandó se llama El Tiempo, y dice así —la madre subió el volumen de la radio:
Tiempo es todo lo que tengo.
Se sienta a mi lado
Y comparte mis penurias
De mí se apiada
Y pasa lentamente
No sé si soy esclavo del tiempo
O el tiempo es mi esclavo
Porque no lo dejo escapar
¿Cómo dejarlo ir?
Si tiempo
Es todo lo que tengo…
—¡Qué hermoso, Haroldo! ¡Qué hermoso lo que escribiste! ¡Qué hermoso es que te hayas abierto de esa manera y compartas tus emociones con nuestra audiencia! Me siento altamente gratificada. Estas son las cosas que solo suceden en la radio. Y este particular oyente nos deja una dirección para quien quiera escribirle y ayudar a mitigar su soledad. Es por carta dirigida a Haroldo Giménez, Penitenciaría de Mercedes, provincia de Buenos Aires.
Marcos anotó el nombre y la dirección en su cuaderno. La madre bajó el volumen y le dijo al marido:
—¿Viste, viejo, cuánta gente sola…? Incluso en la peor de las soledades, la poesía te llena el alma —Marcos cruzó un guiño cómplice con su hermana, que no pudo evitar lanzar una risotada mientras su madre la fulminaba con la mirada a través del espejo retrovisor.
—¿De qué te reís? ¿Qué carajo sabés de la vida?
El martes siguiente, Marcos cumplió con la rutina de pasar a buscar a Pablo para ir a las clases particulares de inglés. Amigos desde la infancia, compartían la desidia de una actividad que no les resultaba placentera. «Ya me lo vas a agradecer cuando seas grande» era el latiguillo utilizado por su madre cuando amenazaba con dejar de concurrir al instituto.
En el camino, le contó a su amigo acerca del poema que había escuchado en la radio, y le mostró la dirección anotada en el cuaderno. Pablo aminoró la marcha y lo miró con desconfianza:
—¿No se te habrá ocurrido contestarle? —sondeó, clavándole la mirada.
—Todavía no, Pablo… para eso te estaba esperando.
—¡Vos estás loco! ¿Cómo le vas a escribir a un tipo que está en cana?
—Yo no le voy a escribir.
—¿No pensarás que voy a hacerlo yo?
—Vos tampoco, le va a escribir mi hermana.
—¿No me digas que convenciste a Marina de prenderse en semejante delirio?
—Bueno, en realidad ella no se va a enterar.
—No estoy entendiendo…
—Simple. Le vamos a mandar la carta haciéndonos pasar por Marina.
—Dale, Marcos, te estás yendo al carajo. ¿Sabés el bardo que se puede armar?
—No jodas. ¿Qué puede pasar? El tipo está en cana, es solo una carta inocente. Es más, seguro le alegramos la existencia.
—¿Y qué le vamos a poner?
—Ahhh… ¿viste cómo te enganchás enseguida? Escuchá, como el tipo escribió un poema, había pensado en decirle que soy fana de la poesía y que me encantó la que pasaron en la radio, así entra como un caballo.
—¿Y desde cuándo sabés algo de poesía?
—Desde nunca, pero como dice mi santa madre, «todo se aprende en esta vida».
No volvieron a verse hasta el martes siguiente, cuando durante la clase Pablo retomó el tema.
—Marcos, estuve pensando y la verdad es que no me parece una buena idea lo de mandarle una carta al tipo que está en la cárcel. Mejor dejémoslo así, ¿eh?
—¡Tarde piaste! Ayer la deposité en el buzón del correo —Pablo se quedó mirándolo fijamente.
—¿En serio me decís? ¿Cuándo la escribiste?
—El domingo. No tenía nada mejor que hacer y me dejé llevar.
—Mirá vos, te dejaste llevar… ¡cómo te gusta meterte en quilombos!
Marcos le cruzó una mirada cómplice y se quedó en silencio. Nunca le hubiese podido confesar la excitación que sintió al escribir la carta fingiendo ser una mujer, ni contarle cómo le latía el corazón cuando la despachó en el correo.
Al rato, Pablo se volvió a acercar a su compañero y le susurró al oído:
—Me imagino que no habrás puesto la dirección real de tu casa en el remitente…
—¡Más vale que no! —le respondió Marcos en voz alta, que solía irritarse y gritar cuando intentaba tapar una mentira.
Haroldo Giménez estaba purgando una condena de cinco años en el penal de Mercedes, de los cuales llevaba cumplidos poco más de tres. Era hijo único de una familia de clase media baja de la Zona Sur del Conurbano, cuya estructura se desmoronó cuando su padre se mandó a mudar y los dejó en banda. Esa situación obligó a su madre a tener que limpiar casas de familia para poder subsistir, algo que nunca le perdonó a su marido. «Me importa un carajo que el cretino de tu padre se haya ido, pero que eso me haya obligado a limpiarle la mierda a los demás… ¡qué humillación, por Dios!», repetía una y otra vez, visiblemente indignada.
El achique económico trajo consecuencias inmediatas para Haroldo. Tuvo que dejar la escuela privada y pasarse a una estatal. No duró mucho, porque se cansó de ese mundo de carencias y decidió dejar el colegio para «salir a buscar el mango».
Haroldo odiaba su nombre, al punto queles confiaba a sus amigos:«¿Sabés qué pasa? Con este nombre es como que empezás el partido perdiendo uno a cero. Por ejemplo, me presentan a una minita y la conversación arranca con un “Te presento a un amigo, Haroldo”. Y ahí viene la risita solapada de la borrega y ya empezamos para la mierda. O peor: “¿Haroldo? ¿Quién te puso ese nombre?”. Mis viejos, pelotuda, ¿o te pensás que me anoté yo mismo en el Registro? ¿Te das cuenta? De entrada, la tengo que remar el doble».
Con su edad y sus escasos conocimientos, todo lo que podía conseguir eran changas de cadetería. Lo mandaban de acá para allá y le pagaban una miseria, pero todo era mejor que estar en casa escuchando los lamentos de su madre. Muchas veces, para ahorrarse el boleto del colectivo, caminaba durante toda la jornada. Era una rutina agobiante. Siempre al rayo del sol, transpirando como un condenado, embebiéndose del polvo de las calles de Burzaco, el pelo pegoteado, los zapatos sucios. Era el inicio de un derrotero que difícilmente admitiese un final feliz.
Los padres de Haroldo habían llegado muy jóvenes a Buenos Aires, empujados por el deseo imparable de Clara de escaparle a la abulia de Esquina, su pueblo natal. Ramón, en cambio, amaba esa ciudad correntina y nunca se hubiese imaginado viviendo en otro lugar. Pero le había costado un esfuerzo enorme conquistar el corazón de Clara y, además, no poseía el carácter suficiente para torcer el rumbo de las cosas. Así que, cuando ambos culminaron el secundario, hicieron las valijas y partieron en busca de nuevos horizontes.
De ese parto forzado nació una relación inestable. Ese desarraigo no compartido se sintió de entrada y fue creciendo a medida que pasaba el tiempo. Se establecieron en una pieza que les prestaron en un barrio de Lomas de Zamora. Ramón enseguida consiguió un trabajo como ayudante en una herrería de la zona, porque si algo le sobraba era habilidad con las manos, mientras Clara hacía chipá casero y lo vendía a la salida de la empresa de agua mineral Villa Albertina.
Apenas juntaron los primeros pesos, Clara salió en busca de un terreno. Como los ahorros no eran muchos, tuvieron que correrse hasta Burzaco para conseguir uno. El barrio se estaba iniciando y se vendían lotes a precios accesibles.
Clara separaba cada peso que sobraba para comprar materiales. La mano de obra la ponían Ramón y el resto de los hombres que construían a la par. Habían formado una especie de cooperativa para edificar cuatro casas. Una vez que terminaban una, seguían con otra y así sucesivamente. La de ellos estaba en tercer lugar. La plata les alcanzó para levantar dos habitaciones, un baño y una cocina-comedor.
Con cada ladrillo que le ponían, Ramón se sentía un paso más alejado de su pueblo. Si construían era para quedarse, y así se desvanecía su ilusoria esperanza de algún día volver a Corrientes. Malhumorado, empezó a trabajar más horas; llegaba a la casa solo para ducharse, cenar y acostarse.
Los domingos se ponía a tomar mate en el fondo con la mirada perdida. A Clara esa pasividad la sacaba de quicio. «Yo no puedo creer que seas tan pelotudo de extrañar a los tábanos, Ramón», le decía.Él nunca respondía a las agresiones.
Cuando Clara vio peligrar su estabilidad geográfica y matrimonial, decidió buscar la manera de anclar a su marido definitivamente junto a ella. Dejó de cuidarse sin decirle nada, y pronto quedó embarazada. Para conformarlo, le permitió que eligiese el nombre. Con los meses nacería Haroldo.
Fue después de varios años que se animó a preguntarle a su madre acerca de los motivos de la separación.
—Con tu padre no tuvimos tiempo para ser felices —le había confesado Clara en esa ocasión—. Nos vinimos de muy chicos, pero él no quería venir. Me siguió a mí… pero nunca me lo perdonó.
—¿Alguna vez estuvieron enamorados? —le había preguntado Haroldo, y su madre se tomó un tiempo para contestar.
—Mirá, Haroldo, enamorarte es como destapar un frasco de perfume. Cuando lo abrís, la fragancia sale de golpe y llega a cada rincón de tu cuerpo. Pero, con el tiempo, ese aroma va desapareciendo y se acaba evaporando —mientras le hablaba, un cierto brillo de nostalgia iluminaba sus ojos—. Yo sé que tu padre estuvo muy enamorado de mí. Quizás yo fui para él como la flor del lirio, que deslumbra cuando abre, pero su belleza dura solo hasta que cae la noche. Dejé muy pronto de gustarle. Así que un día se mandó a mudar y no volvió más. Es todo lo que tengo para contarte.
* * *
Cuando cumplió dieciocho, Haroldo fue a buscar la versión de la historia de boca de su padre. Le pidió permiso a su madre para viajar hasta Esquina. Para sorpresa suya, ella no lo tomó a mal, quizás porque sabía que él no estaría ahí para recibirlo.
—Cuando llegues preguntá por la Elida, la hermana mayor de tu papá. Ella te puede aportar algunos datos. Y no le mandes saludos de mi parte, porque sé que no me soporta —le dijo a modo de recomendación.
Fue así que armó su mochila y tomó un micro hasta esa ciudad correntina. Como no lo esperaba nadie, pasó la primera noche en un hotel. Al día siguiente, no tardó mucho en dar con algunos parientes.
—Tu viejo estuvo por acá hace algunos años —le confió su tía Elida—. Quiso quedarse y reconstruir su vida, pero no pudo. Era como un paria, decía que esta tierra nunca le perdonaría el desaire. Tu vieja lo arrancó de acá con dieciocho años y lo volvió un infeliz. Siempre lo llevó de las narices. Yo le decía: «¿Adónde vas a ir, Ramón? Esa mujer te va a arruinar», pero tu viejo estaba embobado con esa copetuda —Elida percibió que se estaba excediendo y bajó el tono del sermón—. Perdoname que te hable así de tu madre, pero nunca la soporté. Siempre se creyó mejor que el resto. En fin, lo último que sabemos de Ramón es que se fue a vivir a Asunción, donde formó otra familia. No está bien lo que te hizo, pero no soy quién para juzgarlo.
Se despidieron como lo que eran, dos desconocidos, y Haroldo se largó a caminar por la costanera tratando de encontrar algún rastro de pertenencia, pero no lo encontró. Menos de veinticuatro horas le alcanzaron para comprender que habría un capítulo en su vida que no iba a poder cerrar. Tomó un micro y volvió a Buenos Aires.
La vio por primera vez una espléndida mañana de septiembre. Ella caminaba junto a la muchedumbre que transitaba por las veredas de la calle Condarco, consternada por un sorpresivo paro del transporte público a nivel nacional. Haroldo coincidía con la procesión porque era la hora en que comenzaba su rutina diaria, y porque además los miércoles le tocaba recorrer esa zona.
Ella no era una más en la caminata de la caravana de gente. Vestía una blusa color manteca y una pollera marrón, que contorneaba unas caderas que incitaban a bajar la vista. Mientras caminaba se soltó el pelo, y al hacerlo liberó una maraña de rulos cobrizos que relucían con el brillo del sol.
Haroldo la siguió a unos veinte metros de distancia durante un par de cuadras, hasta que le llegó el turno de doblar. «Si dobla conmigo la encaro», se dijo, pero ella no dobló. «Le doy una chance más, si dobla en la próxima…», pero tampoco. Así que Haroldo decidió darle otra chance más, y luego otra, y otra… hasta que llegaron al cruce con la Avenida Pavón, y el semáforo la demoró lo suficiente para que Haroldo se pusiera a la par. Cuando retomaron la marcha, se animó:
—Parece que hoy nos toca caminar…
—Nos obligan, querrás decir.
Le había contestado sin mirarlo, por lo que de ninguna manera podía considerar esa respuesta como una señal positiva. Seguían a la par. Ahora podía verla de perfil, apreciar su nariz trigueña, sus ojos pequeños, sus pómulos pronunciados, sus pecas.
—Bueno, veamos lo positivo. Hoy es una hermosa mañana para caminar —le dijo Haroldo, con la voz algo agitada por el trajín.