Las flores de la tumba y otros relatos - MC Torroba - E-Book

Las flores de la tumba y otros relatos E-Book

MC Torroba

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Beschreibung

El corazón no es solo la vida palpitante que late dentro de nuestro pecho. También es el receptáculo de todas nuestras emociones, deseos, tristezas y alegrías. No está condicionado a los estereotipos marcados por nuestra civilización, porque no envejece: muy adentro de nuestro pecho, seguimos siendo eternamente jóvenes sin perder las esperanzas y los anhelos, que, a fin de cuentas, son el motor que marca nuestra existencia. Siempre esperamos ser amados, ricos o vengados, porque el paso del tiempo no afecta a nuestros deseos más recónditos, y entonces nos preguntamos ¿por qué hice esto o aquello? ¿Qué me llevó a equivocarme, a abandonar a quienes amé? ¿A actuar de forma repentina e incomprensible? Es nuestro corazón, que guarda deseos, goces y resentimientos, y explota de forma a veces inesperada, derramando todo lo que guardaba dentro de sí. Nos cuesta entonces reconocernos a nosotros mismos. Los relatos que componen este volumen nos hablan sobre la suerte y el egoísmo, la soledad y el miedo, la locura y la pasión. Los seres humanos, criaturas complejas que no son felices con lo que tienen, encuentran su verdadera naturaleza cuando se enfrentan a la adversidad. A lo largo de las páginas de este libro encontraremos secretos, misterios, terrores y crímenes, fruto del oscuro interior del alma humana. ¿Hasta dónde podemos llegar cuando todo está en nuestra contra?

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Publicado por:

www.novacasaeditorial.com

[email protected]

© 2014, M.C. Torroba

© 2014, De esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Cubierta

Francisco Rivas

Ilustración de portada

José Miguel Simik Torroba

Ilustraciones

José Miguel Simik Torroba

Maquetación

Martina Ricci

Impresión

QP Print

Revisión

Carlos Cote Caballero

Primera edición: Octubre del 2014

ISBN: 978-84-16281-07-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

M.C. Torroba

Las flores de la tumba y otros relatos

Nova Casa Editorial

Índice

¡ADIÓS PILIÑA, ADIÓS!

¡YO SOY TU HERMANO!

CIRCE

DONDE YO VAYA, TÚ TAMBIÉN IRÁS

EL PISITO DEL OLVIDO

EL ESPANTAPÁJAROS

EL ESCLAVO

ENTRE LADRONES

LA BÚSQUEDA

LA JACK DE PICAS

LA TÍA

LA VUELTA

LA DIOSA FORTUNA

LA PRINCESITA Y EL CUERVO

LAS FLORES DE LA TUMBA

OJOS DE TIGRE

SE HA MUERTO EL TÍO GUILLEN

UNA VIDA A CIEGAS

LA VIDENTE

UNA PESADILLA MUY REAL

UNA PINTURA GENIAL

EL HOMBRE DE CARTÓN

¡ADIÓS PILIÑA, ADIÓS!

Pilar se viste despacio después de asearse a conciencia. “Seguramente mucha gente acudirá a darme el pésame”. Piensa la mujer, por lo tanto debe vestirse adecuadamente. Primero se coloca las medias oscuras, después un vestido de cuello y mangas largas como requiere la ocasión. Toda de negro luto, la esposa abandonada asume su nuevo papel de viuda. Satisfecha de su aspecto se mira al espejo y, por último, anuda un pañuelo, que recoge el pelo entrelazado de hebras blancas, por detrás de su cabeza. Así ataviada, ayuda a los sobrinos a cubrir las ventanas con trapos oscuros y a disponer una mesa con viandas y bebidas para los visitantes. Pilar se siente importante. “Este es su momento”. Después de cuarenta largos años de ausencia, Antonio había vuelto al fin. No físicamente, sino en forma de una carta del gobierno de Estados Unidos donde se notificaba su fallecimiento. Pilar echa una mirada al recinto y nota que falta algo, así que va en busca de un crucifijo que coloca de forma visible sobre las velas que alumbran el retrato del esposo fallecido. “El señor cura también vendrá al sepelio y le agradará lo del crucifijo y las velas”, medita la mujer.

Mariana, la sobrina, la única con quien aún convive y que está también vestida de duelo, entra en el salón. No quería ser partícipe de aquella absurda comedia pero, al fin, apoya a la anciana tía y termina por complacerla. Tiene solo veinte años, pero conoce la penosa historia de Pilar, siempre esperando a un hombre que se fue un día para no volver. La abraza diciendo:

—¡Bueno! Ya está todo listo, tía.

—¿Ya salió la esquela en los periódicos?

—¡No lo he mirado! Pero sí, seguramente.

—¡Hay que hacer unos cuantos recordatorios también! ¿Y sabes si vendrá alguien de su familia?

La chica se encoge de hombros diciendo:

—No lo creo… Yo les avisé, pero ni siquiera saben de quién se trata.

El funeral se desarrolla en un ambiente festivo. Nadie se toma en serio un sepelio con el protagonista ausente. Los asistentes le echaban una miradita a la imagen del fallecido, daban un sentido pésame a la viuda y se hartaban de comer y de beber. Pilar recibía las condolencias, sentidas de unos, hipócritas de otros, ignorando el que se rieran a sus espaldas.—Esta mujer debe de estar mal de la cabeza, te lo digo yo—, comentaban entre ellos algunos viejos que habían conocido al finado.

Después que todos se fueran, Pilar apagó las velas y guardó el único retrato de un Antonio muy joven, que aún conservaba. Ya las cadenas de su promesa de matrimonio se habían roto. Era libre… Pero la liberación había llegado demasiado tarde.

Pilar y Antonio se conocían desde niños por ser vecinos y, desde que tenían uso de razón, se consideraban novios. Las dos familias esperaban que algún día se casaran, pero la relación se alargó durante diez años. Ella nunca miró a otro hombre que no fuera su Antonio, y no hacía caso a las murmuraciones, que abundaban en aquel pequeño pueblo de Galicia, sobre los romances furtivos del novio infiel. El tiempo pasa y cambia el carácter y las ambiciones de las personas. Antonio era de buen ver, de carácter alegre y dicharachero, algo pequeño de estatura pero fornido y trabajador. Un día, con el furor de la juventud, le planteó a Pilar su deseo de emigrar a otra parte.

—¡Vámonos a América! ¿Qué hacemos aquí? ¿Seguir como nuestros padres trabajando como burros sin tener un puto duro nunca? En Nueva York están recibiendo emigrantes españoles para la construcción ¡Aquella es la tierra de las oportunidades! ¿Qué dices Piliña? ¿Te vienes conmigo?

—¡Calla, hombre! No sabes lo que dices. Este es nuestro lugar, aquí nacimos y aquí moriremos. ¡Vaya tontería que se te ha metido en la mente! ¿Cómo dejo yo a mi madre, que ya es mayor? ¡No! ¡Quítate esa idea absurda de la cabeza, Antonio!

Pero él no era hombre de echarse atrás e hizo arreglos para marcharse. Pilar seguía en sus trece y, ante la realidad de que se embarcara con o sin ella, comenzó a dudar y se avino a correr esa aventura con él. ¿Qué hizo que desistiera de la idea y renunciara a acompañar al novio? Tal vez el dejar a la familia, o el miedo a lo desconocido. Al fin quedaron en que Antonio se iría solo y después la reclamaría a ella.

Antonio era un hombre responsable. Tuvieron un largo noviazgo y en él hubo mucho más que besos y manos entrelazadas. Quiso cumplir honorablemente. Pilar sería marcada como si la hubiera dejado plantada, y no tendría oportunidades de defenderse del chismorreo local. Propuso que se casaran antes de su partida. ¿No hubiera sido mejor para todos esperar a su vuelta? El apresurado matrimonio se celebró y se fueron a una corta luna de miel a La Coruña, ya que la partida de Antonio sería en cinco días. En el puerto, Pilar lloraba desconsolada mientras despedía al marido. Él, desde la borda del barco y confundido entre otros hombres que también marchaban a la aventura, gritó en el último momento, cuando ya el buque lanzaba su triste ulular de partida:

—¡Adiós Piliña, adiós!

Pilar siguió viviendo con la familia. Hacía una vida recatada como correspondía a una mujer casada. Acudía a la iglesia, ayudaba en la crianza de los sobrinos y bordaba manteles y servilletas para ayudar al mantenimiento del hogar. Al cabo de los días y las semanas no llegaban noticias de Antonio. Al principio ella no se preocupó, él era un poco dejado. Pilar despertaba temprano y después de sus quehaceres, acudía presurosa, acudía todas las mañanas al paso del cartero, sin perder la esperanza de recibir la carta esperada. Nada. Comentaba con su familia que algo debía de haberle pasado a Antonio. Fue a hablar con la familia de él. Tampoco tenían noticias. Pasaron los años. La gente la miraba con pena y hacían comentarios malintencionados al tropezarse con ella por la calle.

—¡Qué, Pilar! ¿Ya tienes noticias de Antonio? ¿No será que encontró otra chica por allí?

Estos comentarios la mortificaban y, para evitar habladurías, se encerró más en casa y apenas salía. Pilar era joven y agraciadilla, y algunos hombres la requirieron de amores, pero no encontraban más que su rechazo. Incluso tras de la muerte de la hermana, el cuñado viudo le asomó la posibilidad de hacer vida marital entre ellos, por el bien de los chavales, y Pilar se encolerizó tanto que tuvieron un disgusto enorme. Él se fue de casa, casándose con otra y dejando a los hijos a cargo de ella.

Ya Pilar no esperaba ansiosa al cartero todas las mañanas. Se convirtió en una mujer triste. Sus manos se marchitaron por bordar iniciales primorosas para ajuares de novias dichosas. Las arrugas cruzaron su frente antes lozana. Pero ella seguía aguardando a Antonio, cuyo rostro en su imaginación se iba desdibujando. ¿Cómo estaría él ahora? ¿La seguiría amando? Cosas como estas se preguntaba, y no encontraba razones para su olvido. Si Antonio tuvo desde el principio las intenciones de abandonarla, ¿por qué no dio por terminado su compromiso? Lo veía una y mil veces diciendo adiós antes de partir. ¡Adiós Piliña, adiós! Y entonces, ¿por qué lo del matrimonio? ¿Acaso no sabía que la condenaría a una vida de espera y soledad? ¿Había podido el hombre a quién tanto amó ser tan cruel? Pilar se lo preguntó una y mil veces. De todas formas, fue su marido y ella su mujer. Ahora cumpliría como viuda llevando luto hasta su muerte.

¡YO SOY TU HERMANO!

El pequeño Iñaki no podía haberse imaginado que encontraría tanta diversión en aquel pueblo después que lo llevaran a regañadientes. Sin tele, ni ordenador, ni colegas para jugar al futbol, aquello debía de ser el infierno, además de tener que aguantar a su hermanita Mary, que siempre le andaba detrás como una sombra. Allí no había ni agua corriente, y sí un montón de polvo. Era una casa vieja en Navarra, que dejaron los abuelos, y su madre, Carmen, había tratado de venderla durante años. Y qué mejor sitio que aquél para pasar unos días con los pequeños en verano.

Al día siguiente a su llegada, encontraron en la puerta a un chiquillo más o menos de la edad de Iñaki. Era bajo, aunque de constitución fuerte, con una cabeza pequeña y rapada sobre la que llevaba una boina demasiado grande que ocultaba a ratos sus ojos, un poco oblicuos y penetrantes como los de un ratón. Tenía unos rasgos ordinarios y estaba muy sucio, pero les sonrió ampliamente y, quitándose la boina en señal de respeto, dijo:

—¡Buenos días les dé Dios! Siempre paso por aquí y, como es extraño encontrar personas raras en este pueblo, me dije, ¿por qué, Pedrito, no te presentas a estos señores y te ofreces a lo que puedan necesitar?

—¿Y por qué se supone que somos personas raras? Si, mira, yo tengo la nariz en el mismo sitio que tú —dijo Carmen riendo, mientras se señalaba la nariz con el dedo. Y viendo el aspecto ruinoso del chico expresó— ¡Ahora precisamente íbamos a desayunar! Si quieres (¿Pedrito dijiste que te llamabas?), nos puedes acompañar.

Pedrito fue algo así como la tabla de salvamento de Iñaki. Con él, desde muy temprano en la mañana, vagaba por el monte recolectando bichos, cazando pájaros y mariposas y haciendo cañas rudimentarias con un palo y un sedal, con las que lograban buenas pescas. El chico prácticamente vivía con ellos y solamente se ausentaba cuando comenzaba a anochecer. No sabían dónde vivía ni si tenía familia, porque cuando se lo preguntaban cambiaba de conversación. Faltando pocos días para terminar las vacaciones y regresar a Bilbao, el tiempo dio un cambio repentino y llovió intensamente. Estaban resignados a no salir de casa cuando escampó, y el sol les saludó espléndido aquella mañana, la de la tragedia.

Carmen preparó una buena merienda y acudió con sus hijos y Pedrito a pasar el día en el río. Mientras la madre sentada sobre unas piedras se entretenía tejiendo, los niños jugaban en el agua. De repente, de la nada, se escuchó un terrible estruendo y, sin que nadie lo imaginara, bajó la riada arrastrando piedras y árboles por las faldas del monte, arrollando a los tres niños. Sus cabecitas se hundían y emergían dando vueltas en las tumultuosas aguas.

Gritando desesperada, Carmen se lanzó al furioso torrente, logrando alcanzar a la pequeña por un pie y arrastrándola a la orilla. Pero los dos niños se perdieron de su vista. Fuera de sí, la mujer corría por la rivera tratando de divisarlos. Iñaki logró aferrarse a una roca, mientras Pedrito desaparecía en el agua. Sin pensarlo mucho, el chico se lanzó de nuevo y se sumergió en busca de su amigo. Por unos instantes no se veía a ninguno de los dos, pero, de pronto, Iñaki emergió arrastrando el cuerpo exánime del otro. Ya en la orilla Pedrito, repuesto del susto, envuelto en toallas y tiritando de frío, exclamó:

—¡Sabes que esto nunca lo olvidaré! De ahora en adelante, ¡yo soy tu hermano!

El timbre de la puerta sonaba incansable como si fuera alguien conocido y, cuando Elisa abrió la puerta, se encontró de cara con un hombre bajito que se cubría con una boina demasiado grande y en cuyo rostro moreno brillaba una sonrisa tan amplia que le ocupaba toda la cara. Se veía un poco maltrecho, y Elisa quedó desconcertada cuando le preguntó

—¿Está mi hermano Iñaki?

Que ella supiera, su marido no tenía ningún hermano, pero aun así lo llamó:

—¡Iñaki! ¡Aquí hay un hombre que te busca!

El citado acudió en pijama con el periódico en la mano y quedó un tanto perplejo por un instante. Habían pasado muchos años pero, sin embargo, enseguida reconoció a Pedrito y lo abrazó con efusión. Se podría decir que con apenas unos centímetros de más estaba igual que antes

—¡Chico! ¿Qué haces tú por aquí, y como diste conmigo? Pero pasa. Esta es Elisa, mi mujer. Ya llevamos cinco años casados. ¿Y tú cómo estás? Yo te hacía en el pueblo.

—Pues nada, que vi que estaban echando abajo la casa y le pregunté por vosotros al hombre que estaba allí. Me dijo que tu madre le vendió la propiedad y me dio un número de teléfono que resultó ser de tu hermana, que me dio tus señas. Por cierto, ¡qué guapa está tu hermanita! Quién lo iba a decir de aquella mocosa. El caso es que el hombre aquel me trajo en su camioneta y me llegué hasta aquí con la esperanza de volver a veros. No me podía marchar de Bilbao sin venir por aquí.

Pedro se abrazó a Iñaki y dijo dirigiéndose a Elisa:

—¡Él es más que un hermano para mí, me salvó de la muerte! ¿No te lo ha contado nunca? — La mujer negó con la cabeza y él prosiguió —. ¡Si es un héroe! Le debo la vida para siempre.

—¡Vaya, no sabía nada de que hubieras llamado! Y no es de extrañar, ya que Mary solo se preocupa por ella —dijo Iñaki y, viendo la fachosa figura del hombre, preguntó—: ¡Y bueno! Háblame de ti… Supongo que tendrás trabajo y familia.

Él lo miró con sus ojitos de ratón antes de contestar.

—¡Pues verás! Ni lo uno, ni lo otro, por eso me dije, ¡vete a buscar a Iñaki, que seguro te ayudará! Porque ya sabes, tú eres mi hermano, y como yo soy un paria en el pueblo…

—¡Y eso por qué! ¿No se ocupaba nadie de ti? Nunca nos dijiste si tenías familia, ni siquiera dónde vivías, Pedrito.

—Yo no tengo padres. Alguien me dejó allí cuando era muy pequeño, e hice de una cueva mi hogar. Un viejo al que yo llamaba abuelo me daba de comer de vez en cuando, y justo un par de días después de que te fueras lo encontraron muerto. Había sido golpeado ferozmente, con la cabeza envuelta en una bolsa de plástico. Ahogado el pobre hombre, y me echaron la culpa. La guardia civil no encontró pruebas contra mí, ¡pero ya sabes cómo son en los pueblos! Para ellos yo era culpable. Me iban a llevar a un hospicio. Pero me escondí hasta que me olvidaron y, la verdad, peor no lo pude pasar.

—¡Pues nada! Ésta es tu casa. Tengo un taller de ebanistería que era de mi papá y necesito un pinche. Mientras tanto te puedes quedar con nosotros, ¿verdad Elisa? —preguntó Iñaki. La mujer no dijo nada. Echó una mirada a aquellos ojillos de ratón e involuntariamente sintió un escalofrío.

No se podía decir que Pedro no pusiera toda su voluntad en aprender algo de provecho, y en poco tiempo ya era casi un completo carpintero. Iñaki confiaba tanto en él que dejaba el negocio en sus manos y no quería ni oír hablar del deseo del otro de buscarse algún sitio para vivir. Pedrito comenzó a sentirse incómodo, ya que era consciente de que el matrimonio no pasaba por buenos momentos, entre peleas constantes. A Iñaki se le había metido en la cabeza que Elisa lo engañaba, y estaba tan obsesionado que la seguía por todas partes. Pedro veía con preocupación la mala disposición de su amigo con Elisa, cuya aversión por él no había cambiado ni un ápice en todo este tiempo y simplemente lo ignoraba.

En los brazos de su amigo, Iñaki lloraba sobre el cadáver de Elisa. La mujer desparramada sobre el suelo del dormitorio estaba irreconocible con la cabeza masacrada a golpes y cubierta con una bolsa de plástico amarrada a su cuello. El marido la había encontrado al volver para comer y el crimen, al parecer, había sucedido temprano en la mañana.

La policía corroboró que los dos hombres estaban trabajando en la ebanistería a esas horas y que no se habían ausentado, pero no les pasó por alto las miradas de complicidad entre los dos. El historial de Pedro en el asunto de la muerte del viejo y la similitud con el homicidio, además de la antipatía de la fallecida por él, le llevó a sufrir largos interrogatorios hasta poder demostrar que no tenía nada que ver con el asesinato.

Sobreponiéndose al terrible crimen, la vida no cambió mucho para los dos amigos, que siguieron viviendo juntos en el piso y ocupándose del negocio. Al principio, Carmen y Mary acudían frecuentemente para ayudar con las compras y el manejo de la casa, pero no dejaban de aconsejar a Iñaki que debía deshacerse de Pedro, porque les daba muy mala espina. Las dos mujeres estaban convencidas de su culpabilidad, aunque la policía dijera lo contrario. No había más que mirar aquella cabeza estrecha y esos ojos de ratón para darse cuenta de que estaba desquiciado y la justicia no tardaría en echarle el guante. Sería mejor que no siguiera involucrándose con él. Iñaki terminó por pedirles que no volvieran, pero ellas insistían en sus ruegos por todo lo que le querían, aunque él siguiera sin hacerles caso.

Una nueva desgracia les aconteció y su hermana apareció muerta en las mismas circunstancias a primeras horas de la mañana. La policía estaba desconcertada, sin ninguna pista fiable. Al parecer, Mary conocía a su asesino porque la puerta no estaba forzada. Y aunque la chica vivía sola, sí tenía un novio que se quedaba muchas veces en el piso con ella. Él fue el primer sospechoso, pero pronto se demostró que no tenía nada que ver por haber estado ausente. Otra vez, Pedro estuvo en la comisaría y fue acusado de los crímenes, pero Iñaki demostró su coartada de nuevo, jurando que había estado en su compañía.

La policía, ante los hechos innegables aunque no probados, estaba segura de que los dos hombres se tapaban mutuamente, e Iñaki fue citado a la comisaría. Sin perder ni un momento la serenidad, volvió a afirmar que Pedro había estado todo el tiempo con él.

—¡Si lo sabré yo, que vivimos y trabajamos juntos! ¡Qué culpa tiene de ser un pobre desgraciado con tan mala suerte en su vida! ¡Ya déjenlo en paz de una vez! —exclamó, y se fue muy enfadado.

Iñaki resolvió hablar con Pedro al darse cuenta de que, mientras estuviera bajo su techo, la policía no le daría descanso. Y mientras estaban solos en el taller, se acercó a él de muy buen talante diciendo:

—Ya sabes lo mucho que me ha costado sobreponerme a la muerte de mi mujer y a la de Mary. Pero mientras estés aquí, no van a dejarnos vivir. La policía es como un perro con un hueso y por tus antecedentes andan tras de ti —y le sonrió mientras el otro, sin interrumpir su trabajo, lo escuchaba en silencio—. Así que, pensando que tú estás más afectado que yo por todo esto, será mejor que te vayas a otra parte por un tiempo. Yo te ayudaré con los gastos mientras tanto. ¿Qué te parece?

Pedro lo miró directamente a la cara con sus ojitos de ratón medio cerrados, y una sonrisa de tristeza cruzó su rostro al decir:

—Cuando me salvaste la vida, Iñaki, te dije: ¡yo soy tu hermano! Y mira si lo cumplí: mentí por ti y nunca confesé que sabía que mataste a Elisa y a tu hermana, y ahora estoy casi seguro de que, a pesar de tus pocos años en ese entonces, también asesinaste al viejo. ¡Me parece buena idea el marcharme! Porque si aún estoy con vida es porque soy tu tapadera. Eres un sicópata, y que Dios se apiade de ti. Tranquilo, no me volverás a ver ni yo me pondré a tu alcance, aunque puedes estar seguro de mi silencio, ¡porque yo soy tu hermano!