Las heridas de la ciudad - Alejandro Lezcano Larreguy - E-Book

Las heridas de la ciudad E-Book

Alejandro Lezcano Larreguy

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Beschreibung

Vistas de lejos, pareciera que las criaturas del escritor Alejandro Lezcano Larreguy conversaran entre sí. Al acercarnos a ellas sabremos enseguida que simplemente monologan. Los más grandes proyectan en sus mentes las películas de sus vidas. Los más jóvenes imaginan un futuro liberador. Las ciudades pueden también ser generosos infiernos, tableros de ajedrez donde nunca las partidas se resuelven con tablas. Las once historias desperdigadas en estos relatos están hilvanadas como avenidas distantes que amagan a diluirse en la inmensidad, para luego regresar y cruzarse en la esquina menos pensada. Perdidos por distracción o adrede por calles frías y con viento, los personajes de Las heridas de la ciudad deambulan por estas páginas con un solo y claro fin: avanzar hacia el instante crucial en el que se definirán sus vidas. RODRIGO MANIGOT

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Seitenzahl: 116

Veröffentlichungsjahr: 2024

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ALEJANDRO LEZCANO LARREGUY

Las heridas de la ciudad

Lezcano Larreguy, Alejandro Las heridas de la ciudad / Alejandro Lezcano Larreguy. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4980-8

1. Cuentos. I. Título. CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

CIUDAD REFUGIO

VIRGEN SIN RED

RELATO DE UN OLVIDADO

NUNCA FUI TUYA

LA ÚLTIMA NOTA

PACO

UN VIRUS SILENCIOSO

ACORRALADO

GISELLE

VIGILIA EN LA CIUDAD AUSENTE

TRAS LA VOZ DEL OLVIDO

¿Y si después de la noche más oscura,

la claridad del día fuera sólo un espejismo?

CIUDAD REFUGIO

Con un gesto mecánico, cierro mi casa con llave. Detrás de esta puerta, a partir de este instante, ya no existe un refugio. Retiro la llave con suavidad y me detengo a observar esa pieza metálica de líneas rectas, buscando alguna respuesta que me reconforte o me mantenga en un engaño dulce.

Nada de eso sucede, por lo que decido retroceder sin quitar la vista de la superficie plana de color madera, opaca y deslucida como una curiosa metáfora de nuestra relación. El pequeño escalón de la entrada me devuelve a la realidad y a los sonidos del barrio.

Me acerco al auto con pasos automáticos y me detengo frente al vidrio polarizado de la puerta trasera. Pese a la tierra adherida, observo el reflejo de mi figura desaliñada de días sin afeitar. Presto atención a la imagen de la campera y la mochila que cargo sobre el hombro y, recién ahí, percibo el agradable masaje que el sol de la siesta ejercita sobre mi cara.

Lanzo ambas prendas sobre el asiento trasero. Cierro y recuerdo aquel primer viaje que hicimos en este auto. Todavía éramos novios agitados de intensidad y ausentes de toda planificación familiar, pese a la exigencia recurrente de tu madre, siempre tan estricta con el futuro de su hija y con todos aquellos que formábamos tu círculo íntimo. El tiempo nos alineó con aquel mandato y las cosas adoptaron una normalidad aparente. Al pensar en los últimos meses, me pregunto si la palabra normal todavía nos representa.

Apunto los ojos al sol de otoño que, en estas latitudes, puede ser reconfortante como una caricia. Hoy es una de esas tardes. Sin pensar, comienzo a caminar sin rumbo claro hacia la costanera. Mis pies se mueven solos, como si el cuerpo se trasladara disociado de la mente. La suave brisa del este me sugiere caminar río abajo para que la vuelta, si sucede, resulte más liviana; aunque pienso que las leyes de la naturaleza rara vez se alteran de manera caprichosa y este viento con seguridad se recostará, con recelo, sobre el sur, el inapelable sur.

El río, de un verde oscuro, se comporta como un imán y, mientras avanzo a paso lento, atrae toda mi atención. Desde chico ejerció ese poder sobre mí; obligándome a mirarlo durante horas, apenas distraído por embarcaciones que dibujaban delgados surcos y suaves ondulaciones sobre el agua. Distingo a la distancia algunos remeros que desafían el cambio de estación; en pequeños grupos, simulan el comportamiento de los gansos y los patos, los verdaderos habitantes de estas aguas. La vibración en el bolsillo me arrastra a la realidad: sos vos, pero decido no atender. La llamada se interrumpe y ningún mensaje aparece en la pantalla. Mejor así. De otro modo, me obligaría a una respuesta que no quiero dar. Tal vez hayas visto el auto en la puerta.

Un grupo de corredores me esquiva y me doy cuenta de que camino por el lugar equivocado. Eso me molesta. Antes no solía ser así y menos en este sector, pero entiendo que los tiempos cambian y la ciudad muta, como cualquier organismo vivo: aunque esté hecha de calles, edificios y casas, respira, se agita, descansa, se violenta, resulta indiferente o amigable. Me sorprendo al pensar que las relaciones también son entes vivos y la nuestra también lo estuvo.

No sé cuándo o por qué apareció este vacío. Siempre culpé al momento cuando perdimos nuestro embarazo; creo que pusimos demasiado entusiasmo y fue un error haberlo contado tan pronto. No supimos manejar la expectativa que nos cargaron y yo no supe proteger tu fragilidad. Quise entender la explicación del ginecólogo como una pérdida y nada más. En mi pragmatismo inútil no lo supe ver.

Después vinieron las discusiones. Tal vez, aquello que de manera inconsciente habíamos intentado enterrar estaba empujando para salir. Fue un error y todavía hoy no tengo claro cómo repararlo. Sería necesario desenterrar tanta historia, tantos reproches, heridas que curaron mal y que ahora son cicatrices, como tatuajes culposos.

Un bocinazo a mi derecha me obliga a saltar hacia atrás. El conductor me putea y me ofrece su peor cara de odio para luego acelerar. Sin darme cuenta, llegué a la avenida. El complejo imponente de paredes blancas, tejas rojizas y su bello parque con esculturas griegas oficia de mojón informativo de mi ubicación. Lo recorro con la mirada, comprendiendo que tuvo tiempos mejores, de ideales naufragados, como nosotros.

Me pregunto cómo llegué hasta acá sin fijarme en el recorrido. Me debato entre continuar el camino por el centro o por la ancha calle que nace en donde estoy. Un grupo de adolescentes pasa delante de mí y elijo seguirlos. Camino dos pasos detrás de ellos, me entretiene escuchar sus conversaciones. Me invaden imágenes de juventud haciendo el interminable recorrido centro–costanera y recuerdos de inviernos helados de viento y escarcha, que terminan en el mismo quiosco cuya vidriera ahora recorro. Todo y nada ha cambiado.

Los jóvenes se alejan y otras parejas con niños caminan a mi alrededor. Suspendo la mirada en los carritos con bebés y un escalofrío me recorre. Trago saliva espesa y apuro el paso hacia el final de la calle central. La curiosidad arrastra prejuicios en esta ciudad como un rasgo de identidad que conozco y que me sigue lastimando; no logro acostumbrarme a eso.

Escapo del centro hacia la costanera y alcanzo el espacio de la cultura, donde el hombre de espalda encorvada y semblante preocupado se antoja un reflejo de mí mismo. Las empleadas municipales recogen las hojas rojas y amarillas caídas sobre el parque y pienso si habrá una imagen más concluyente del otoño en esta ciudad que el trabajo que realizan. Una de ellas detiene su tarea y repara en mí con una sonrisa cómplice y solidaria, que le devuelvo agradecido. El instinto me empuja a seguir y camino hacia adelante, con la vista clavada en el puente, en ese gigante de acero, elegante y robusto. Puerta de entrada desde el mar, sus arcos y diagonales simbolizan años de esfuerzo y esperanza; me pregunto qué pensará él de nosotros.

Siento la humedad del río en la cara y un sol naranja se esconde a mi espalda. La brisa fresca del sur me indica la cercanía de la noche y, con ella, el frío y el rocío. Las bases del gigante se encienden y regresa tu imagen. Estoy lejos de casa, pero un malestar en la boca del estómago me indica que ya no puedo volver.

Repaso una y otra vez los recuerdos de las tardes caminando juntos por este mismo lugar, programando un futuro que no llegó o que, de alguna forma, sabíamos que no iba a llegar. Y, sin embargo, te amo. Comienzo a necesitar la calidez de tu abrazo, pero elijo sumergirme en el bullicio del centro. Todos están volviendo a sus hogares. Camino por calles en a contramano buscando que los faros me iluminen como gesto de compañía.

Avanzo en zigzag hacia el interior de esta ciudad. El movimiento febril del horario me ayuda a olvidar nuestras miserias por un momento. Atravieso las pálidas torres de un barrio que hacía años no recorría. Trato de identificar alguna de las escaleras que supe visitar, pero no las reconozco. Caras desconfiadas me rechazan, percibiéndome ajeno. Me siento presa fácil y decido salir de ahí; la angustia da paso al nerviosismo. Ensayo un estribillo de rock de barrio como camuflaje, pero me siento ridículo. Apuro el paso. La realidad distrae mi torbellino mental: huelo al aroma dulzón de la marihuana. Busco su origen y lo encuentro en un grupo de pibes al borde de una de las escaleras; en sus ojos percibo el recelo de los postergados. Cruzo los últimos pasillos casi trotando, sin volver la vista atrás. Por la velocidad con que pasan los autos comprendo que estoy en la frontera del barrio, sobre la ruta. Continúo caminando, más aliviado, hacia la estación de trenes. El pasto del descampado me moja los zapatos de gamuza. En otro momento me hubiese preocupado que esta humedad los arruinara: me los regalaste para un cumpleaños y prometí cuidarlos, pero ya no me importa.

Detrás del edificio horizontal de la estación escucho el jadeo del tren. Corro hacia la oscuridad del campo y, entre los eucaliptos y tamariscos solitarios, sigo la línea del ferrocarril hacia la espesa negrura de la soledad. Pese a estar agitado, no puedo parar de correr. Sólo los grillos y algunas luces lejanas del aeropuerto me traen a la realidad, pero estoy dentro de mi mente, absorbido por el remolino de recuerdos. Los momentos de felicidad se estrellan contra nuestras miserias, convirtiéndose en infinitos fragmentos filosos que me lastiman por dentro.

Corro cada vez más fuerte y me siento desangrar. El dolor en el estómago sube hacia el pecho y me cuesta respirar, pero no me detengo. No siento mis piernas, me muevo como un autómata alienado. Dejo atrás el aeropuerto, los trenes, el río, el asfalto se interrumpe y mis pies vacilan en la tierra irregular. Subo con extremo esfuerzo la pendiente sobre el ripio. Me debilito, pero la furia de mi frustración me arroja más lejos, hacia adelante, hacia el camino oscuro que lleva a la nada. Trastabillo con el monte y, aunque trato de seguir, me desparramo entre la áspera vegetación. Siento el ardor de las espinas raspando mi cara y mis manos, el agotamiento domina mi cuerpo y las imágenes en mi cabeza no se detienen. Quiero llorar, aunque la impotencia me gana. Un temblor del cuerpo sube del pecho hacia la garganta.

Grito desde las entrañas.

El alarido me libera y apoyo la cabeza en el suelo. Lloro y mi cuerpo se sacude en espasmos incontrolables. Me dejo caer de costado. Me curvo como un feto y sigo llorando. No hay reproches ni promesas. El rocío de la noche comienza a cubrirme como una manta húmeda y fresca.

Respiro profundo buscando calmarme. Me levanto con dificultad y el cuerpo se queja. Lo siento entumecido, pero aquel dolor alojado en el pecho se desvanece. Me siento más liviano y con la mente en blanco. Observo mi ropa cubierta de tierra y comienzo a reírme, casi como un demente.

Los minutos pasan y encuentro una calma que desconocía. Desde acá, las luces de la ciudad me convocan y me ofrecen refugio. De allí vengo, de allí soy. Sonrío con la ingenuidad de un niño perdido que ha encontrado a su madre. Vuelvo sobre mis pasos, la ciudad me abraza y me invita a extrañarte.

VIRGEN SIN RED

Florencia se habría puesto su remera preferida de los Sex Pistols. La roja, la de la bandera con brillantes. Aquella que dejaría al descubierto su hombro derecho y que sus amigas tanto envidiarían cuando la vieran entrar. Se habría pintado de más, como su tía Coca, la de la frase “mejor ponerse colorada una vez que roja para siempre”; la primera en hablarle de chicos y de sexo, desde muy temprano y a escondidas de mamá.

Aquella noche pediría el trago que su amiga le había explicado que era el más entrador, el que te soltaba más la lengua; el necesario para animarse a bailar y hablar con Tomás, el que la volvía loca. Lo habría visto entrar con los amigos de siempre, los pesados de rugby. Lo seguiría con mirada atenta, aunque con disimulo, y pensaría: “Qué fuerte que está con esa camisa a rayas”. Tomaría un buen sorbo del trago y, con su mano, se acomodaría el pelo con movimientos exagerados, buscando llamar su atención. Él entendería el gesto y retrasaría sus pasos para separarse de sus amigos. La cercanía y la multitud provocarían el encuentro. La saludaría con su sonrisa pícara y ganadora, esa que tanto le gustaba y que, según ella, era su detalle más sensual y atractivo.

Tras un primer saludo distante, cargado de nervios y frases de moda, se haría un silencio incómodo, en el que ambos coincidirían miradas y sonrisas. Él tomaría la iniciativa; se acercaría a su oído con suavidad, pero con determinación. Ella movería la cabeza buscando mantener control, pero también liberando el oído para que él se acerque. Con sutileza, él la invitaría a un lugar donde ambos pudieran estar más cómodos para hablar. Atravesarían el boliche y, casi sin decir palabra, pedirían un taxi. Su destino sería la casa de él, cuyos padres se habrían ido de vacaciones a la costa y no volverían hasta varios días después. Se besarían como si la vida se les fuera en ello. Con pasión, sin cuidar las formas: besos arrebatados, bruscos, ardientes. La invitaría a su habitación y ella lo seguiría ausente de la realidad que la rodeaba, como flotando en un mar húmedo y tibio. Sería su espacio, su momento, la concreción de lo que tanto había imaginado. Harían el amor cargados de nervios, sin despegarse uno del otro, sin intentar armonizar sus tiempos ni movimientos, sólo dejándose llevar por el deseo. Ella sería intensamente feliz.