Las hojas que trae el viento - Mabel Labordiva - E-Book

Las hojas que trae el viento E-Book

Mabel Labordiva

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Beschreibung

Serie de cuentos basados algunos en hechos reales, de corte policial, suspenso, relatos con trasfondos no siempre previsibles; otros en ficciones a veces fantásticas,etc. Las historias ocultas tienen que ver tanto con lo inesperado de las circunstancias como con las determinaciones de la condición humana.

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Seitenzahl: 236

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Labordiva, Mabel

Las hojas que trae el viento / Mabel Labordiva. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2018.

168 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-761-304-9

1. Cuentos. 2. Cuentos de Suspenso. 3. Cuentos Policiales. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail:[email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Fotografía de portada: Luís García Bergara

Maquetado: Eleonora Silva

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina –Printed in Argentina

La vida me ha resultado como el viento, inquieta y voluble; al cabo de los años me doy cuenta de que pasa rauda y de una manera que no percibimos hasta que notamos lo que va dejando detrás. Y como el viento mueve las hojas de los árboles, las hace desprender, las empuja como jugando, las mestura y las olvida, la vida arrastra historias y las deja por ahí.

Siempre me ha fascinado escribir esas historias, me atrapan cuando encuentro algunas enredadas entre las horas de mis días, en el follaje de mi memoria, en el flujo generoso de mi fantasía, en la trama ineludible de la experiencia. Siento que hay magia en esos duendes que cobran vida a partir de las primeras palabras de un cuento, de un relato que toque alguna cuerda del alma y la haga vibrar.

Estas son parte de las hojas que me trajo la vida. ¿O fue el viento…?

El viaje

Se miró las manos preguntándose a qué se debería esa resequedad como si se le estuvieran despellejando, lo que además le creaba complejo: tenía la sensación de que cada pasajero que subía al coche veía sus manos ajadas.

Sonrió con un poco de ardor en los ojos y miró el asfalto solitario a esa hora del atardecer de un día de semana que había sido bastante tranquilo. En la calle, porque en casa la historia era otra.

“Después hablamos” había dicho ella.

Abandonó Buzón, enfiló por Las Malvinas y buscó la dirección del llamado, al 1300. Calle algo complicada de cruces y descampados que se abría un poco ensanchándose hacia su final en la Colectora pero el número tenía que estar por allí.

Agradeció el suelo asentado gracias a la lluvia de la madrugada; los árboles en las veredas eran escasos y estaban plantados frente a algunas casas que tenían un aspecto un poco más cuidado, al menos con el pasto cortado y en algunos casos con un embaldosado casero; el resto desbordaba de yuyales.

Antes de que se detuviera completamente al ver el número en un frente los dos hombres aparecieron de la nada; no los había visto esperando, tampoco saliendo de la casa que tenía la puerta y las persianas cerradas.

“Sos un inconsciente,” había dicho ella, “para vos todo es fácil porque no te tomás el trabajo de pensar un poco, de preocuparte. Y así las cosas no van”. Tenía los ojos brillantes como se le ponían cuando se enojaba y últimamente le brillaban casi siempre.

La historia de los dos no había sido del todo mala sin embargo. Habían tenido proyectos, vinieron los hijos…Por más que pensaba no podía determinar cuándo empezó a irse todo al carajo, solamente advirtió un día que se miraban poco, que ya no había tanto tema de charla y que ella se acapullaba con los chicos y los tres iban dejándolo afuera de sus entendimientos, conspiraciones, frases a medias y silencios repentinos cuando él entraba, como si tuvieran una vida en la que él no tenía mucho espacio.

Estaba cansado, mal, qué tal si mandaba todo al diablo y encaraba las cosas de una vez, eso tenía que hacer, esa misma noche pondría todo en su lugar y si terminaba quedándose solo, bueno, no sabría qué hacer si se quedaba solo, si llegara a encontrarse en ese punto en el que por el momento no podía concentrarse… ya vería.

Los muchachos subieron rápidamente, uno lo hizo atrás soltando un bolso que parecía pesado en el piso y se acomodó sin interrumpir la conversación que traía con el compañero; el otro abrió la puerta delantera, se dejó caer y antes de cerrar tiró el cigarrillo a la calle. “Buen detalle” pensó Miguel, que odiaba tener que decirle a un pasajero que arriba no se fumaba.

–Me tienen podrido – dijo el del bolso, mientras el auto arrancaba despacio.

–Pará –dijo el otro– todavía nos quedan dos, esperá antes de hablar.

– ¿Adónde muchachos? – preguntó Miguel. El de adelante habló sin mirarlo, con la vista al frente como si revisara la zona.

–Tomá por ésta, seguí hasta Buzón y después metele hasta la ruta. Ahí cruzás, tenemos que hacer dos cuadras por Portugal o Caseros, no sé cuál es mano. Ahí esperás que tenemos que hacer una entrega y nos llevás al centro.

–Listo.

Miguel sintió hambre y cayó en la cuenta de que llevaba horas sin comer, apenas había tomado un poco de agua. No había querido volver a la casa para tomarse más tiempo. A ella también le vendría bien para darse cuenta de que le facilitaba las cosas.

Todo lo que tenían lo habían hecho entre los dos, con trabajos que no rendían si no era con horarios recargados, pero habían salido adelante y hasta pudieron bancarse un buen colegio para los dos chicos. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué quería irse y hasta había dicho algo de “partición de bienes? ¿Qué era eso, qué bienes, si no había más que la casa, el auto y un poco de dinero en el banco? “Esta mina está loca” escuchó que alguien decía en su cabeza.

–Te tomás el laburo de juntar y después te hacen bardo para comprar. Así no es, loco –estaba diciendo el pasajero de atrás. Lo observó por el espejo y notó que era muy joven, con la melena larga, una gorra gris de visera bien calzada y encima se había levantado el capuchón del buzo negro bastante usado. De reojo observó al otro que le estaba diciendo que se tranquilizara a su compañero que pateó el bolso y soltó una puteada asegurando que a él nadie lo hacía laburar de gusto.

–Si te joden con que les consigas después que no se borren esos guachos, boludo.

Miguel levantó un poco la velocidad decidido a terminar de una vez con el viaje. De repente caía en la cuenta de que dos tipos raros y un bolso podían significar muchas cosas.

“Vos nunca te hacés responsable. Es más cómodo irte con el auto y pasarte el día en la calle”. La voz de ella había sonado extraña, como si fuera la de otra persona y por un momento se había quedado desorientado, sin poder explicarse cómo podía decir esas cosas. Se quedaba parado sin contestarle, mirándola ir y venir cambiando cosas de lugar y por dentro sintió que se tambaleaba, se mareaba como si se viera al borde de un precipicio o algo parecido.

La calle estaba extrañamente solitaria, solamente algún vehículo que se cruzaba o una pareja que caminaba abrazada y a paso rápido cortaban la monotonía, los escasos comercios estaban abiertos en su mayoría pero no vio si había clientes.

–Muchachos –dijo después de un rato de silencio en el que solo se intercambiaban miradas que parecían distraídas entrando y saliendo del espejo–¿Puedo saber qué llevan ahí?

El de atrás no contestó pero el otro lo miró directamente tomándose un instante para estudiar al conductor, corpulento, canoso, que llevaba con tranquilidad el volante, pero cincuentón al fin de cuentas.

–¿Qué preguntás? –dijo– Si no preguntás, no sabés. Y si no sabés, mejor para vos.

La voz del muchacho, muy flaco, rubio y descolorido, era sobradora pero lo pasó por alto decidido a no precipitar la situación, no demostraría miedo ni haría nada que los pusiera nerviosos si al final se decantaba que ese viaje no era lo que parecía.

–No hay problema, pregunto nomás.

Empezaba a oscurecer y sintió que se le enfriaban los pies; se miró las manos que parecían de ceniza a la luz que entraba por el parabrisas, débil todavía porque empezaban a encender las luminarias de la calle. Imaginó dar un golpe de revés con todas sus fuerzas y enseguida prefirió pensar en otra salida.

Todos mantuvieron silencio hasta llegar a la dirección indicada.

–Pará acá – le dijo el rubio, y obedeció sin hablar. El jovencito bajó con el bolso y se dirigió hacia un gran edificio pintado de verde pálido con un enorme letrero en el frente, amagó con entrar por el portón de madera que estaba abierto pero después de mirar hacia ambos lados de la calle lo hizo por una puerta casi desapercibida que había a un costado y aparentemente daba a una especie de taller.

Miguel miró a su acompañante que observaba al otro y empezó a calcular si podría sacar el spray de la puerta de su lado, antes que tocar el handy para enviar la clave o intentar con el celular que estaba en el portaobjetos junto a los cambios.

La voz de ella sonó en su oído: “Te cuesta tomar decisiones, siempre me dejás todo a mí porque no te gusta equivocarte, y menos reconocerlo”. ¿Le estaba pasando factura sin haber hablado nunca antes de lo que la había molestado?.. “No funcionan así las cosas” le contestó.

– ¿Cómo dijiste?

El rubio lo observaba; su cara desvaída se veía enfermiza y los ojos marrones estaban enrojecidos. Se le ocurrió que tal vez estuviera drogado, lo que no haría más que complicar la situación.

El del bolso apareció en la vereda y se apuró a subir al auto. El otro dijo:

–Dale, vamos.

El auto arrancó, silencioso y dócil. Aumentó la velocidad sin que los pasajeros dijeran nada. Tenía que pensar rápido antes que los tipos decidieran atacar. Sintió una contractura en la espalda, una vena le latía en la sien y empezaba a transpirar; se preguntó qué tipo de “herramientas” llevarían en el bolso y si su oportunidad sería cuando intentaran sacarlas.

–Dejanos en la esquina, jefe.

Miró al rubio sin entender y preguntó estúpidamente:

– ¿No los llevo al centro?

– No. Ya está.

Bajó la velocidad y estacionó en la siguiente esquina, advirtiendo entonces que de algún modo había superado Espora, traspasado Marconi y estaban llegando a Santamarina. El de más edad bajó del auto y le pidió dinero al jovencito, que se estaba demorando en bajar y miraba al remisero con una sonrisa torcida.

Tiró del bolso y bajó a su vez, buscando en sus bolsillos. Miguel no se pudo aguantar e inclinándose hacia la puerta peguntó:

–Escuchame: ¿qué es lo que llevás en el bolso?

El mayor hizo una mueca y contestó.

–Cobre. Llevamos cobre, de los cables, viejo. ¿Qué te creíste?

-–No, nada. Está todo bien, muchachos. Suerte.

Cerró la puerta y acomodándose en el asiento emprendió la marcha alejándose a toda velocidad. Como a las cinco cuadras se percató de que no había cobrado el viaje. Llamó para informar a la agencia, repasando los detalles que debería explicar descartando que perdería un rato y en el mejor de los casos, podría convencer al dueño de no hacer la denuncia, en definitiva no había mucho para contar. Ahora le urgía llegar a casa. Estaba seguro que nada podía ser tan grave que no tuviera solución.

Hospital

Resignado a pasar otro turno de guardia que no sería tranquilo suspiró pensando que en los últimos meses no se habían dado noches rutinarias de ésas que se podían sobrellevar sin complicaciones aunque alguna emergencia alterara lo previsto. Tampoco quería involucrarse en el clima impredecible que se establecía cuando el último consultorio quedaba vacío, los pasillos se silenciaban y la penumbra invitaba a “bajar un cambio” como decía Aníbal, terapista y fanático de las novelas medievales.

Entre la rutina de consultorio y la noche era como estar en dos lugares de trabajo completamente diferentes; cuando hacía el recorrido habitual del Hospital le parecía un territorio extraño a pesar de que había pasado muchas horas ahí en los últimos años. Aunque los sonidos eran los mismos, las toses, algún murmullo, el deslizar de las pantuflas de un paciente desvelado y la voz reconocible de una enfermera de turno, todo le llegaba como desde atrás de un tabique invisible; tal vez estaba cansado o empezaba a replantearse algunas cosas.

Se detuvo ante la puerta entreabierta de la habitación donde estaba el Pibe y tuvo que sonreír ante lo que vio. El muchacho se apretaba los ojos con un pañuelo de papel y cuando empujó un poco más la puerta vio también al policía que lo custodiaba, sentados los dos en la cama, hombro a hombro, “bueno, pará, no llorés” le decía.

La historia no podía ser más patética, el sujeto había tenido un accidente volcando el automóvil que conducía en la banquina de la Ruta 226, a unos setenta kilómetros desde Tandil en dirección a Mar del Plata. Salió con un par de fracturas y un golpe en la cabeza pero lo más serio fue que una vez socorrido la policía estableció que el auto era robado, por lo menos había una denuncia hecha por el verdadero propietario, a pesar de que el Pibe juraba que era su amigo. “Lo tomé prestado” dijo, pero el otro lo negó; para colmo, el muchacho no tenía carnet y según se sospechaba, tampoco sabía lo necesario para conducir. Estaba seguro de que la angustia que mostraba tenía que ver con que una vez compensado y con las curas del caso, se tendría que ir y enfrentar las consecuencias.

El hospital estaba desbordado y en las habitaciones más espaciosas habían tenido que agregar alguna cama. Con el Pibe había un transfundido para controlar; estaba tendido debajo del aparejo que se había usado durante años para los traumatizados, básicamente un grueso caño calzado en los extremos sobre dos sólidos trípodes con ruedas, lo único que se encontró utilizable para colgar el plasma durante las horas que pasaría esa noche, porque al día siguiente le darían el alta.

El hombre no quitaba los ojos de la cama vecina y cuando vio entrar al médico de guardia le dirigió una mirada entre interrogante y perpleja. El doctor Javier Perret sonrió otra vez, tranquilizador; era la hora en que podía pasar cualquier cosa bizarra y parecer natural.

Antes de cerrar la puerta alcanzó a ver a la anciana de la habitación al final del pasillo, que iba al baño de las enfermeras. Estaba senil, sufría alucinaciones pero era inofensiva y muy dulce. Iba totalmente desnuda y parecía un muchachito flaco de enmarañada melena. Detrás pasó Ana, la nocturna del piso que seguro estaba haciendo extras, corriendo con una manta.

Se arrimó riendo y el gesto pareció animar al de la transfusión que hizo una leve seña hacia el preso. Para confortarlo se inclinó y le dijo:

– Mañana se podrá ir, mi amigo.

El otro contestó en un susurro mirando de reojo a los demás:

–El policía fue a fumar y me dijo que le echara un vistazo al muchacho ¿a usted le parece? Me gustaría que me cambien de habitación.

–No se haga problemas, es buena gente, el chico es inofensivo, le faltan algunos jugadores, nada más. ¿Dónde vio un delincuente más triste que éste? Además: qué más quiere, tiene un policía para cuidarlo.

El paciente hizo una mueca no muy convencido pero pareció contagiarse el humor y volvió su atención a sus compañeros de cuarto. Seguramente al otro día se marcharía con una anécdota y tal vez una historia para recordar.

Hechos los controles de ambos pacientes, Perret salió al pasillo y sintió la tirantez en la nuca que podría estar anunciándole una jaqueca de las que hacía unas semanas lo molestaban. Desde que no podía dormir lo suficiente.

Percibió cierta conmoción en la sala de enfermeras del piso, dos puertas hacia la izquierda y hacía allí se dirigió. El ajetreo le era conocido, estaba acostumbrado a la muerte que de vez en cuando llegaba de noche en medio del ambiente que se le ocurría mágico.

Más de una vez debió aguardar una última exhalación sosteniendo la mano de alguien que se estaba yendo. A veces un rostro se le quedaba en la memoria durante largo tiempo, como el del viejo Tomás, cuya última llegada había sido una madrugada en la ambulancia, pequeño, delgado y frágil como un origami.

De vez en cuando alguien de parecidas condiciones era entrado a la guardia y derivado a alguna cama si había desocupada. Ancianos desnutridos, carecientes de familia o de afectos, los retenían unos días, les ponían un suero, buen alimento, algún reconstituyente y después los dejaban ir; algunos volvían cada tanto para repetir el trámite o para quedarse a morir.

Tomás tenía ojos claros y transparentes como los de una criatura, como si en esa vida prolongada y temblorosa no hubiera un pasado; fue el detalle que no pudo olvidar, lo mismo que el modo en que le sonreía contento cuando lo veía entrar en la sala como si sólo por ver al médico sus dolencias se aliviaran.

Pero a quien se aficionó realmente el viejo fue a Adorno, la enfermera negra de ancha sonrisa que lo mangoneaba todo el tiempo, un juego al que Tomás se prestaba encantado. Había dejado traslucir que afuera de allí nadie le prestaba atención ni le preguntaba cómo se sentía, qué había de su familia; por el contrario en el Hospital lo alimentaban, le daban baños tibios que eran una bendición, Adorno le peinaba el pelo blanqueado que le llegaba a los hombros y hasta lo afeitaba mientras le preguntaba sobre cómo vivía y si no prefería ir a un hogar, a lo que él le contestaba terminante que de esos lugares se había ido dos veces. Una vez él le preguntó de qué origen era su nombre y ella le contó que el verdadero era Adriana, pero que siendo muy joven y recién llegada un viejo médico de pocas pulgas le dijo que se moviera a alcanzarle unos enseres, que por bonita que fuera ella no estaba allí de adorno. Los compañeros empezaron por gastarle la broma de llamarla Adorno cuando la requerían y el buen carácter de la muchacha ayudó para que con el tiempo el nombre le quedara.

Tomás estuvo cuatro días bajo observación por decisión de una junta médica; en el cuarto día, al anochecer se descompensó y pese a todos los auxilios que se le prestaron fue evidente para los profesionales que le había llegado la hora.

No solamente Adorno lloró y cambió su horario para quedarse más horas cerca de él, sino que otras enfermeras y el propio Perret sintieron que perder al viejo era algo diferente a lo de otras situaciones igualmente irreversibles. El anciano de revuelta pelambrera blanca se había convertido en un fetiche por su carácter afable, sus ojos risueños, sus historias a veces demasiado fantasiosas y esa especie de felicidad que parecía habitarlo sin razón. La cara oscura y hermosa de la enfermera debió ser lo último que vio antes de morirse; ella contaba después que le pareció que Tomás la estaba mirando cuando sus ojos se apagaron y de repente algo se había ido de ellos, dejándolos vacíos de expresión.

Perret sacudió la cabeza que ahora le dolía bastante, aventando el recuerdo que de repente le volvía tan nítido como si hubiese sido la noche anterior aunque habían pasado varias semanas. “Se fue” había dicho Adorno entristecida.

Caminó despacio por el pasillo tenuemente iluminado deseando que llegara pronto la hora de marcharse, nunca se había sentido así de ajeno a un ámbito que hasta hacía poco le era natural, tan desorientado y un poco inquieto pensando que si alucinaba tal vez tuviera un problema más serio que el estrés.

La silueta de la muchacha lo sacó de su abstracción; Adorno se había detenido en el final del pasillo y miraba hacia más allá del recodo con una expresión extraña en su cara. Apuró el paso con la intención de entablar cualquier comentario circunstancial que aventara sus estúpidas obsesiones pero ella se volvió y pasó a su lado como si no lo viera. “Evidentemente no soy el único pasado de revoluciones” pensó, y siguió su recorrida tratando de despejar su cabeza y concentrarse en la rutina que debía terminar.

Llegó al recodo y se dispuso a hacer su trabajo en el tramo siguiente del pasillo donde le quedaban cuatro pacientes para visitar, luego se iría a tomar un café. Mañana sería otro día y no tendría guardia hasta la semana siguiente, tiempo más que suficiente para airear su cerebro y definir qué hacer con su vida.

Antes de abrir la puerta para ver a una adolescente que se había caído de la moto, notó que finalmente había silencio y nadie circulaba por el área a excepción de Tomás que le sonrió ampliamente antes de desaparecer en la sala de descanso que quedaba a la izquierda.

No se sobresaltó esta vez pero por un instante su mente pareció quedar en blanco; se limitó a saludarlo con un movimiento de cabeza pensando desesperadamente que no era tan importante, que no podía dejarse arrastrar por el pánico, que su cerebro científico tenía que imponerse a su parte imaginativa.

Inspiró hondo tratando de recuperar su empaque profesional. En ese momento escuchó el suspiro que venía de su derecha y se encontró con la mirada de Adorno. Los ojos marrones parecían enormes pero no espantados, más bien le enviaban un mensaje de entendimiento que él recibió con la misma aceptación, porque acababa de percatarse de que los dos compartían finalmente una revelación.

Zanco, las palomas y otras situaciones

Las palomas iban y venían desde la cornisa del edificio abandonado, dibujaban arabescos en el cielo de la mañana de primavera y sembraban excrementos en la franja de la vereda cercana a la pared. El umbral de mármol oscurecido por el tiempo y la gran puerta tallada con detalles en bronce estaban cubiertos de polvo y suciedad. La construcción de lo que alguna vez fue un Banco, de una sola planta, muy amplia, mostraba la solidez y la belleza de su arquitectura a pesar de los deterioros del tiempo.

Un chico con mochila escolar que pasaba acabando con un sándwich de miga dejó caer los restos en el suelo y también el papel con el que se limpió las manos. Una paloma de brillante plumaje azulado con reflejos cobrizos alrededor del cuello se lanzó en picada atraída por la comida y estuvo a punto de ser atrapada por un perro callejero, negro con una mancha blanca en el pecho, que saltó dejando oír el golpeteo de sus dientes mordiendo el vacío. La paloma rozó la pared, perdió una pluma pequeña y ganó la seguridad de la cornisa sin demostrar miedo. Por el contrario, se asomó y torciendo la cabeza clavó un ojo en el can que ya se había olvidado de ella y comía las migajas.

Desde una ventana en el segundo piso del edificio ubicado enfrente, la mujer de pelo blanco cuidadosamente peinado que observaba la escena se sintió contenta porque el perro fracasara. Siempre lo veía correteando autos o siguiendo a un transeúnte con aire pedigüeño, le tenía cariño y le había pedido a su hija que le llevara de vez en cuando un poco de alimento y en invierno, una caja de cartón y un pulóver viejo. Pero tenía simpatía por las palomas, le gustaba verlas dando vueltas por el aire y correteando por los huecos del edificio; en las madrugadas de sus días generalmente sin sueño podía escuchar los arrullos y a veces el reclamo de los pichones.

El perro cruzó la calle y fue a beber agua de la lluvia del día anterior que aún quedaba junto al cordón. La jovencita que limpiaba una vidriera lo llamó “Zanco”, y él se acercó curvando el lomo hasta casi tocarse la grupa con el hocico, mientras agitaba la cola. Sus ojos marrones parecían húmedos cuando ella le palmeó la cabeza, después le dio una galletita que sacó del bolsillo, él la tragó de un bocado y volvió cruzar la calle, provocando le frenada de una moto que avanzaba a regular velocidad. El conductor bajó un pie al asfalto, empezó a putear al perro y a la Municipalidad pero notó que la chica lo miraba y cerró la boca. Siguió mirándola mientras se bajaba, llevó la moto hacia el borde de la acera y se quitó el casco. Los dos se miraron y se reconocieron con bastante confusión; una historia que habría estado olvidada los reencontró desprevenidos y sin posibilidad de disimular.

Zanco había vuelto al umbral del edificio abandonado y se echó sobre el rincón de sombra que le permitiría una cabezada. La calle estaba ya más concurrida y él había aprendido que era mejor esperar hasta que los negocios cerraran unas horas; cuando el movimiento mermara tendría posibilidad de visitar dos o tres restaurantes donde siempre algo le daban.

El sol calentaba bastante pasado el mediodía. Poco a poco se fueron despejando las calles que hasta media tarde no recobrarían su ritmo habitual. Las palomas parecían aletargadas, la mayoría había desaparecido buscando sombra, y solamente quedaban algunas madres que patrullaban cerca de los desprolijos nidos y la prole siempre hambrienta. Un palomo cortejaba al borde del techo a una poco interesada hembra que se fue volando, y no advirtió hasta que lo tuvo cerca al hombre de gorra gris que se movía agachado detrás de la carga de mampostería. Asustado, batió ruidosamente las alas y se precipitó desde la cornisa, hizo un vuelo rasante contra los el tendido eléctrico, zafó como pudo y se alejó despavorido. El hombre se acurrucó y esperó hasta asegurarse de que nadie lo había visto.

Dentro del banco quedaban pocos clientes aunque estaban entrando los de última hora antes del cierre. Uno de los empleados, con aire de novato, se aprestó a ordenar papeles y revisar su computadora por si algo se le había pasado por alto. Desde su lugar podía ver la puerta vidriada y advirtió que el perro que siempre andaba por la cuadra se acomodaba sobre el felpudo. Se levantó para echarlo antes de que el gerente lo viera y soltara una bronca como era su costumbre. Salió a la vereda y espantó al can sintiéndose cobarde por no acariciarlo que era lo que en realidad tenía ganas de hacer. Se acordó del cachorro que había tenido hacía tiempo y por el que lloró cuando desapareció una noche de festejos de Navidad.

Sobre el techo, el hombre hablaba por celular y la anciana del segundo piso de enfrente se preguntó antes de dormirse en su sillón si estaría revisando el estado de la obra porque finalmente encararían la remodelación del patrimonio histórico, como habían calificado a la casona. La despertó su hija para que se fuera a dormir su siesta a la cama, como todos los días después de almorzar.

La sirena de un patrullero las sobresaltó y las dos miraron por la ventana viendo cómo estacionaba; enseguida otro llegó con la baliza encendida, de ambos autos bajaron varios efectivos que corrieron hacia la entrada del banco. Otros dos móviles policíacos estacionaron de cualquier modo y bajaron más uniformados.

El hombre de la gorra gris –que ya no estaba en el techo y hacía unos minutos que estaba parado a unos metros de la entrada– salió corriendo detrás del que escapaba del Banco y que le amagó una patada a Zanco que lo perseguía gruñendo y tirando dentelladas, doblaron en la esquina hacia un automóvil que estaba a la vuelta con la puerta abierta, zambulléndose adentro. El auto arrancó golpeando al can que soltó un grito y quedó tendido en la calzada, los neumáticos chirriaron al arrancar en primera, mientras dentro del banco se oían gritos. Salieron dos policías tironeando de un muchacho de pantalón corto con la remera oscura levantada sobre la cabeza, con lo que la imagen de los Redondos quedó al revés. Lo metieron en uno de los patrulleros y se fueron haciendo sonar la sirena.

“Vamos, mamá” dijo la hija pero la mujer de cabellos blancos se quedó observando hasta que vio salir a los otros policías que corrían para todos lados. Un rato después los restantes patrulleros empezaron a moverse abandonando el lugar. La anciana perdió interés y se fue a dormir, no sin antes mirar si había vuelto Zanco pero ya no lo vio y se lo imaginó huyendo del bochinche seguramente para volver cuando estuviera todo en su estado normal.