Las Ilusiones perdidas III - Honoré de Balzac - E-Book

Las Ilusiones perdidas III E-Book

Honore de Balzac

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Beschreibung

"Nuestra conciencia no nos lleva ante un tribunal. Los enemigos del orden social aprovechan este abuso para despotricar contra la justicia y protestar en nombre del pueblo porque un ladrón roba de noche una gallinas en un recinto cerrado en mandado a galeras, mientras que un hombre que arruine a varias familias provocando una quiebra fraudulenta apenas sí pasa unos meses en la cárcel (…)" Es esta la imagen que tenía Balzac de la sociedad parisina de su época, y con su estilo de escritura realista así es como nos la presentará a lo largo del conjunto de su obra, a la que tituló "La comedia humana". En el último tomo de esta novela publicada en 3 partes, que narra las vidas de los dos amigos de infancia David y Lucien, Balzac nos relata el regreso de Lucien a su Angulema natal, inicialmente con el propósito de enmendarse tras su vida de excesos parisinos y arreglar lo ocurrido con su familia. Lejos de conseguirlo, lo que logra con su regreso es complicar aún más la situación hasta el desenlace con un final trágico. Los dos protagonistas de esta novela, David y Lucien, son un fiel reflejo de la visión que tenía Balzac de la sociedad de mitad del siglo XIX, y a lo largo de las páginas vemos cómo las ilusiones de los dos amigos se estrellan ante la sociedad que no está diseñada para satisfacer las inquietudes del ser humano, sino todo lo contrario: está construida sobre unos valores morales oscuros y derrotistas, caracterizados por el miedo. Los dos amigos, y las ilusiones románticas de cada uno de ellos, sufrirán el proceso de ver sus ideales de juventud engullidos por la realidad que les rodea. Es probablemente este el mayor logro de esta novela de lectura sencilla: permitirnos conocernos mejor a nosotros mismos a través de la sociedad de hace 200 años.

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Seitenzahl: 352

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Honoré de Balzac

Las Ilusiones perdidas III

Los Sufrimientos del Inventor

Saga

Las Ilusiones perdidas III

 

Original title: Illusions perdues

 

Original language: French

 

Copyright © 1843, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726672510

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Al día siguiente, Lucien hizo visar su pasaporte, se compró un bastón de acebo y tomó en la plaza de la rue d’Enfer una silla volante que, por diez sueldos, le dejó en Longjumeau. En la primera etapa, hizo noche en el establo de una granja a dos leguas de Arpajon. Cuando hubo llegado a Orleáns, se sentía ya muy fatigado, pero por tres francos un barquero le llevó hasta Tours y durante el trayecto únicamente gastó dos francos en la comida. De Tours a Poitiers, Lucien anduvo durante cinco días. Cuando hubo dejado bastante atrás Poitiers, no tenía en el bolsillo más que cien sueldos, pero hizo acopio de fuerzas para continuar su camino. Un día que Lucien, sorprendido por la noche en una llanura, decidió vivaquear en ella, vio al fondo de un barranco una calesa que subía por una pendiente. Sin ser visto por el postillón, los viajeros y un criado instalado en el pescante, pudo acurrucarse en la trasera entre dos bultos y se durmió acomodándose lo mejor posible para poder resistir el traqueteo. Por la mañana, despertado por el sol que hería sus ojos y por un ruido de voces, reconoció Mansle, la pequeña ciudad en la que, dieciocho meses antes, había ido a esperar a madame de Bargeton con el corazón lleno de amor, esperanza y alegría. Viéndose cubierto de polvo y en medio de un corro de curiosos y de postillones, comprendió que debían de acusarle de algo; se puso en pie de un salto e iba a decir algo cuando dos viajeros que salieron de la calesa se lo impidieron: vio al nuevo prefecto del Charente, el conde Sixte du Châtelet, y a su esposa, Louise de Nègrepelisse.

—¡De haber sabido qué compañero de viaje nos deparaba la casualidad!… —exclamó la condesa—. Suba con nosotros, señor.

Lucien saludó fríamente a esta pareja lanzándoles una mirada humilde y amenazadora a un tiempo, y se perdió por un atajo fuera de Mansle, a fin de llegar a una granja donde pudo desayunar con pan y leche, descansar y deliberar en silencio acerca de su porvenir. Le quedaban aún tres francos. El autor de Las margaritas, empujado por la fiebre, corrió durante largo rato; siguió a lo largo del curso del río mientras observaba el paisaje circundante que se volvía cada vez más pintoresco. Hacia mediodía llegó a un lugar en el que la corriente de agua, rodeada de sauces, formaba una especie de lago. Se detuvo para contemplar aquel umbroso y tupido bosquecillo, y su gracia campestre apaciguó algo su alma. Una casa contigua a un molino levantado junto a un brazo del río dejaba entrever por entre las copas de los árboles su techumbre de caña adornada con una siempreviva mayor. Esta sencilla fachada tenía como únicos ornamentos unos arbustos de jazmín, madreselva y lúpulo, y en torno destacaban unas flores de flox y otras espléndidas plantas grasas. Sobre el empedrado que sustentaban unos gruesos pilares que mantenían la calzada por encima del nivel de las mayores crecidas, vio unas redes secándose al sol. Unos patos nadaban en el estanque de aguas cristalinas que estaba más allá del molino, entre las dos corrientes de agua que rugían en las compuertas del caz del molino. Éste dejaba oír su irritante ruido. Sentada en un rústico banco, el poeta distinguió a una rolliza ama de casa haciendo calceta mientras vigilaba a un niño que molestaba a los pollos.

—Buena mujer —dijo Lucien adelantándose—, estoy muy cansado, tengo fiebre y no me quedan más que tres francos en el bolsillo; ¿querría venderme pan de centeno y leche y dejarme dormir en el pajar durante una semana? Así tendré tiempo de escribirles a mis padres, que me mandarán dinero o vendrán a buscarme aquí.

—Con mucho gusto —respondió ella—, si mi marido no tiene inconveniente. ¡Eh, oye!

El molinero salió, miró a Lucien y se quitó la pipa de la boca para decir:

—¿Tres francos por una semana? Es como tenerle de balde.

«Tal vez acabe de mozo de molino», se dijo el poeta mientras contemplaba aquel delicioso paisaje antes de acostarse en la cama que le hizo la molinera y donde durmió tanto que metió el miedo en el cuerpo a sus anfitriones.

—Courtois, ve a ver si ese joven está muerto o vivo; lleva catorce horas acostado y yo no me atrevo a ir —dijo la molinera al día siguiente a eso del mediodía.

—Yo creo —respondió el molinero a su mujer mientras acababa de extender sus redes y sus aparejos de pesca— que este buen mozo podría ser algún cómico de la legua que está sin blanca.

—¿Y qué te lo hace suponer? —preguntó la molinera.

—¡Mujer! Si no es ni príncipe ni ministro, ni diputado ni obispo, ¿cómo es que tiene las manos tan blancas como alguien que no da golpe?

—Pues, entonces, es muy raro que el hambre no le despierte —dijo la molinera, que acababa de preparar un desayuno para el huésped que le había deparado la víspera el azar—. ¿Será un comediante? —continuó—. ¿Y adónde irá? Aún no son ferias en Angulema.

Ni el molinero ni la molinera podían imaginar que aparte del comediante, del príncipe y del obispo, pudiera haber un hombre que fuese a la vez príncipe y comediante, un hombre revestido con un magnífico sacerdocio, el poeta, que aparenta no hacer nada, pero que reina sobre la Humanidad cuando ha sabido pintarla.

—¿Quién será, entonces? —le preguntó Courtois a su mujer.

—¿No será peligroso tenerle aquí? —preguntó la molinera.

—¡Bah!, los ladrones son más listos; a estas horas ya nos habría desplumado —repuso el molinero.

—No soy ni príncipe, ni ladrón, ni obispo, ni comediante —dijo tristemente, apareciendo de improviso, Lucien, quien sin duda había oído por la ventana la conversación entre marido y mujer—. Soy un pobre joven cansado, que ha llegado a pie desde París. Me llamo Lucien de Rubempré y soy el hijo de monsieur Chardon, el predecesor de Postel, el boticario del Houmeau. Mi hermana está casada con David Séchard, el impresor de la place du Mûrier, en Angulema.

—¡Espere un momento! —dijo el molinero—. ¿No es ese impresor el hijo de ese viejo avaro que tiene una finca en Marsac?

—El mismo —respondió Lucien.

—¡Pues menudo padre! —prosiguió Courtois—. Dicen que su hijo se ve obligado a venderlo todo, teniendo él más de doscientos mil francos de fortuna, sin contar la hucha.

Cuando alma y cuerpo se han visto extenuados por una larga y dolorosa lucha, el momento fatal en el que también fallan las últimas fuerzas se ve seguido por la muerte o por un aniquilamiento parecido a la muerte, pero del que las naturalezas capaces de resistir saben recuperarse. Lucien estaba pasando por una de esas crisis y pareció a punto de sucumbir cuando se enteró, si bien de manera vaga, de que a su cuñado David Séchard le había ocurrido una catástrofe.

—¡Oh, hermana mía! —exclamó—, ¡qué he hecho, Dios mío! Soy un infame.

Luego se dejó caer sobre un banco de madera pálido y abatido como un moribundo; la molinera se apresuró a traerle un cuenco de leche que le obligó a tomarse; pero él le rogó al molinero que le ayudara a meterse en la cama, pidiéndole perdón por las molestias que su muerte le causaría, pues creía llegada ya su última hora. Viéndose ante el fantasma de la muerte, asaltaron al poeta los escrúpulos religiosos: quiso ver a un cura, confesarse y recibir los sacramentos. Tales súplicas, exhaladas con débil voz por un muchacho tan bien parecido y de tan buenas trazas como Lucien, conmovieron vivamente a madame Courtois.

—Vamos, marido mío, monta en tu caballo y tráete a monsieur Marron, el médico de Marsac; él verá lo que tiene este chico, que no me parece a mí que se encuentre muy bien, y de paso te traes al cura; tal vez ellos sepan mejor que tú lo que le pasa a ese impresor de la place du Mûrier, siendo Postel el yerno de monsieur Marron.

Una vez que Courtois hubo partido, la molinera, convencida como toda la gente de campo de que salud es sinónimo de estar bien alimentado, dio de comer a Lucien, quien aceptó de buen grado la comida, entrándole fuertes remordimientos que le salvaron de su abatimiento gracias a la repulsión que le produjo aquella especie de tópico moral.

El molino de Courtois se encontraba a una legua de Marsac, cabeza de partido a medio camino entre Mansle y Angulema; por ello el honrado molinero no tardó en traer al médico y al cura de Marsac. Estos dos personajes habían oído hablar de las relaciones de Lucien con madame de Bargeton, y como todo el departamento del Charente comentaba la boda de esta dama y su vuelta a Angulema con el nuevo prefecto, el conde Sixte du Châtelet, al enterarse de que Lucien estaba en casa del molinero, tanto el médico como el cura sintieron un vivo deseo de conocer las razones que habían impedido a la viuda de monsieur de Bargeton casarse con el joven poeta con el que había huido, y saber si regresaba a la región para ayudar a su cuñado, David Séchard. La curiosidad, la humanidad, todo contribuía, pues, a que se acudiese prontamente en socorro del poeta moribundo. Por tanto, dos horas después de la marcha de Courtois, Lucien oyó en la pedregosa calzada del molino el ruido del desvencijado carruaje del médico rural. Al poco aparecieron los señores Marron, ya que el médico era el sobrino del cura. De modo que Lucien veía en aquel momento a dos personas tan ligadas al padre de David Séchard como pueden estarlo los vecinos de una pequeña aldea de viñadores. Cuando el médico hubo observado al moribundo, le hubo tomado el pulso y examinado la lengua, miró a la molinera con una sonrisa que disipaba toda inquietud.

—Madame Courtois —dijo—, si, como no me cabe la menor duda, guarda en su bodega alguna botella de buen vino y en el vivero una anguila, sírvanselas a su enfermo, que lo único que le pasa es que está derrengado. ¡Ya verá como nuestro gran hombre no tarda en levantarse!

—¡Ah, señor! —exclamó Lucien—. Mi mal no es del cuerpo, sino del alma, y esta buena gente, al anunciarme no sé qué desastres en casa de mi hermana, madame Séchard, me ha dicho algo que me ha matado. En nombre de Dios, como me he enterado por madame Courtois de que es usted el suegro de Postel, sabrá algo de los asuntos de David Séchard.

—Pues debe de estar en la cárcel —contestó el médico—. Su padre se ha negado a ayudarle… —¿En la cárcel? —preguntó Lucien—. ¿Y por qué?

—Por unas letras que le llegaron de París y que sin duda olvidó, pues tiene fama de estar en las nubes —respondió monsieur Marron.

—Le ruego que me deje a solas con el señor cura —rogó Lucien, cuya fisonomía se alteró sobremanera.

El médico, el molinero y su mujer salieron. Cuando Lucien se vio a solas con el viejo sacerdote, exclamó:

—Merezco la muerte que siento ya próxima, y soy un gran miserable a quien no le queda más que arrojarse en brazos de la religión. Yo soy, señor, el verdadero verdugo de mi hermana y hermano, pues David Séchard es un hermano para mí. Fui yo quien libró las letras que luego David no ha podido pagar… Le he arruinado. En la horrible miseria en que me encontraba, olvidé ese delito. Los protestos a que han dado origen esas letras fueron parados por la intervención de un millonario y yo creí que las había pagado, ¡pero al parecer no lo hizo!

Y Lucien contó sus desventuras. Una vez que hubo terminado aquel poema narrado con febril elocuencia, una elocuencia verdaderamente digna de un poeta, le suplicó al cura que fuese a Angulema y se enterara por su hermana Ève y por su madre, madame Chardon, de cómo estaban realmente las cosas para saber si podía aún remediarlas.

—Hasta que usted vuelva —dijo llorando a lágrima viva—, podré vivir. ¡Si mi madre, mi hermana y David no me rechazan, no moriré!

La elocuencia del parisiense, las lágrimas de aquel tremendo arrepentimiento, aquel apuesto joven pálido y casi moribundo por su desesperación, el relato de unas desgracias que sobrepasaban las fuerzas humanas, todo ello despertó la compasión y el interés del cura.

—En provincias, como en París, señor —le contestó—, no se ha de hacer caso ni a la mitad de lo que se cuenta; no se asuste ante un rumor que, a tres leguas de Angulema, tendrá poco que ver con la verdad. El viejo Séchard, nuestro vecino, se fue de Marsac hace unos días; así que es probable que esté ocupado en solucionar los asuntos de su hijo. Voy a Angulema y regresaré para decirle si puede volver con su familia, ante la cual su confesión y sincero arrepentimiento me serán de ayuda para interceder por su causa.

El cura no sabía que, desde hacía dieciocho meses, Lucien se había arrepentido muchas veces, que su arrepentimiento, por muy grande que fuese, no tenía más valor que el de una escena perfectamente interpretada, ¡e interpretada además de buena fe! Al cura le siguió el médico. Viendo que el enfermo estaba superando la crisis nerviosa, el sobrino trató de consolarle tal como había hecho el tío y terminó por convencer al enfermo de que comiera algo.

El cura, que conocía la región y sus costumbres, llegó hasta Mansle, por donde no había de tardar en pasar el coche de Ruffec a Angulema, y en el que ocupó una plaza. El anciano sacerdote contaba con pedir noticias de David Séchard a su sobrino Postel, el boticario del Houmeau, antiguo rival en amores del impresor por la bella Ève. Al ver las precauciones que tomaba el pequeño farmacéutico para ayudar al anciano a bajar de la horrible galera que por aquel entonces cubría el trayecto entre Ruffec y Angulema, hasta el más obtuso de los espectadores se habría dado cuenta de que los señores Postel hipotecaban su bienestar en aras de una herencia.

—¿Ha almorzado ya? ¿Quiere tomar algo? No le esperábamos y ha sido una grata sorpresa…

Le hicieron mil preguntas a la vez. Madame Postel estaba predestinada a ser la mujer de un boticario del Houmeau. Bajita como Postel, tenía los colores de cara de una muchacha criada en el campo; aparte de su gran lozanía, era de aspecto vulgar. La melena pelirroja, la frente baja, los ademanes y el lenguaje en consonancia con la sencillez impresa en los rasgos de su cara redonda, los ojos casi amarillos, todo en ella revelaba que se había casado sólo por razones de interés. Por ello, al cabo de un año de matrimonio, había comenzado ya a mandar y parecía haber sometido completamente a Postel, muy feliz de haber encontrado a esta heredera. Madame Léonie Postel, de soltera Marron, amamantaba a un niño, el ojito derecho del anciano sacerdote, del médico y de Postel, un horrible niño que se parecía a su padre y a su madre.

—Pero, entonces, tío, ¿qué viene a hacer a Angulema —preguntó Léonie—, puesto que no quiere tomar nada y habla ya de dejarnos?

Apenas el digno eclesiástico hubo pronunciado el nombre de Ève y de David Séchard, Postel enrojeció y Léonie dirigió al hombrecillo esa mirada de obligados celos que toda mujer que domina completamente a su marido no deja nunca de sentir por el pasado, en interés de su futuro.

—¿Qué le han hecho esas gentes para que tenga que mezclarse en sus asuntos, querido tío? — preguntó Léonie con visible acritud.

—Son infelices, hija mía —repuso el cura, quien describió a Postel el estado en que se encontraba Lucien en casa de los Courtois.

—¡Ah! ¡Bonito bagaje con el que vuelve de París! —exclamó Postel—. ¡Pobre chico! ¡Y pensar que era inteligente y ambicioso! Se fue a por lana y ha vuelto trasquilado. Pero ¿qué viene a hacer aquí? Su hermana está en la más espantosa miseria, porque todos esos genios, tanto David como Lucien, no entienden nada de negocios. Hemos examinado su caso en el Tribunal, ¡y yo, como juez, he tenido que firmar su procesamiento!… ¡Lo cual me ha dado mucha pena! No sé si, en las actuales circunstancias, Lucien podrá ir a casa de su hermana; pero, en cualquier caso, la pequeña habitación que ocupaba aquí está libre y se la ofrezco con mucho gusto.

—Bien, Postel —dijo el cura calándose el bonete y disponiéndose a abandonar el establecimiento después de haber dado un beso al niño, que dormía en brazos de Léonie.

—Supongo que comerá con nosotros, tío —dijo madame Postel—, pues no va a terminar muy pronto si quiere aclarar algo de los asuntos de esa gente. Mi marido le llevará de vuelta a casa en su carricoche y su caballo.

Los dos esposos siguieron con la mirada a su queridísimo tío mientras se alejaba hacia Angulema.

—Se conserva bien para sus años —dijo el farmacéutico.

Mientras el venerable eclesiástico sube las cuestas de Angulema, no estará de más explicar el enredo de intereses en los que iba a meterse.

Tras la marcha de Lucien, David Séchard, ese buey valiente e inteligente como el que los pintores dan por compañero al evangelista, quiso hacer la gran y rápida fortuna que había deseado, menos por él que por Ève y Lucien, una noche, a orillas del Charente, sentado con Ève junto a la presa, cuando ella le concedió su mano y su corazón. Situar bien a su mujer, vivir en la riqueza y elegancia en las que a ella le correspondía vivir, sostener con su poderoso brazo la ambición de su hermano, tal fue el plan escrito con letras de fuego que tuvo ante sus ojos. Los periódicos, la política, el inmenso desarrollo de la edición y de la literatura, el progreso científico, la tendencia cada vez más creciente a discutir públicamente de todos los intereses del país, la agitación social que se manifestó cuando la Restauración pareció haberse consolidado definitivamente, todo esto exigía una producción de papel casi diez veces superior a la cantidad sobre la cual había especulado el célebre Ouvrard a comienzos de la Revolución, previendo un desarrollo semejante. Pero en 1821 las papeleras eran demasiado numerosas en Francia para que alguien pudiera esperar comprarlas todas tal como había hecho Ouvrard, que se adueñó de las principales fábricas tras haber acaparado su producción. Y además David no tenía ni la audacia ni el capital suficiente para realizar tales operaciones. En aquel momento, la técnica de fabricación del papel continuo comenzaba a utilizarse en Inglaterra. Por ello era absolutamente indispensable adaptar la producción papelera a las necesidades del progreso social en Francia, que amenazaba con extender la discusión a todo y limitarse a una eterna manifestación del pensamiento individual, una verdadera desgracia, porque los pueblos que discuten actúan siempre muy poco. Así pues, por una extraña coincidencia, mientras Lucien entraba en los engranajes de la inmensa máquina del periodismo, aun a riesgo de dejarse en ella el honor y la inteligencia hechos jirones, David Séchard, desde el fondo de su imprenta, abarcaba todo el desarrollo de la prensa periódica desde el punto de vista de sus consecuencias prácticas. Quería poner los medios en consonancia con el resultado hacia el cual tendían las ideas del siglo. Y, por lo demás, la evolución de los acontecimientos ha venido a demostrar hasta qué punto era acertada su idea de enriquecerse con la fabricación de papel a bajo coste. En los últimos quince años, la oficina de patentes de invención ha recibido más de cien solicitudes de presuntos descubrimientos de sustancias para la fabricación del papel. Más convencido que nunca de la utilidad de aquel descubrimiento, que no habría reportado gran fama pero sí pingües beneficios, David, pues, tras la marcha de su cuñado a París, no hizo sino pensar en la manera de resolver dicho problema. Como había agotado todos sus recursos para casarse, así como para sufragar los gastos del viaje de Lucien a París, al comienzo de su matrimonio se vio hundido en la más negra miseria. Había reservado mil francos para las necesidades de su imprenta y debía otros tantos a Postel, el boticario. Por ello, para aquel profundo pensador, el problema era doble: necesitaba encontrar cuanto antes el sistema de fabricar papel de bajo coste, y explotar las ganancias de su descubrimiento para hacer frente a las necesidades de su familia y de su actividad. Ahora bien, ¿qué epíteto aplicar a la mente capaz de sacudirse de encima las terribles preocupaciones causadas tanto por una indigencia que había que ocultar y el ver a una familia sin pan, cuanto por las exigencias cotidianas de una profesión tan meticulosa como la de impresor, y capaz al mismo tiempo de recorrer los dominios de lo desconocido con todo el ardor y las embriagueces del científico en pos de un secreto que de día en día escapa a las más sagaces investigaciones? Lamentablemente, como vamos a ver, los inventores tienen que soportar otras muchas calamidades, sin contar la ingratitud de las masas, dado que los vagos y los ineptos, refiriéndose a un genio, dicen: «Nació para ser inventor, no habría podido hacer otra cosa. No hay por tanto que agradecerle su descubrimiento, como no hay que estar agradecidos a una persona por el hecho de que haya nacido príncipe; simplemente ejercita unas facultades naturales y tiene su recompensa ya en su propio trabajo».

El matrimonio provoca en una muchacha profundas perturbaciones físicas y morales; pero, además, una muchacha burguesa ha de familiarizarse con una serie de cuestiones completamente nuevas para ella e iniciarse en el mundo de los negocios; de ahí la necesidad de dedicar un período de tiempo a la observación, sin actuar. Por desgracia, el amor de David por su mujer retrasó su educación, puesto que no se atrevió a exponerle cuál era la situación a la mañana siguiente de la boda ni tampoco en los días posteriores. Pese a los grandes apuros a que le condenaba la avaricia de su padre, no quiso resignarse a estropear su luna de miel con el triste aprendizaje de su laboriosa profesión y enseñándole todo cuanto debe saber la mujer de un comerciante. Así, los mil francos, que eran todos sus haberes, fueron engullidos más por la casa que por el taller. La inconsciencia de David y la ignorancia de su mujer duraron cuatro meses. El despertar fue terrible. Al vencimiento de la letra firmada por David a Postel, el matrimonio se encontró sin dinero y demasiado que sabía Ève la razón de aquella deuda para no sacrificar a su vencimiento sus joyas de desposada y su plata. Pero la noche misma del pago, Ève decidió preguntarle a David cómo marchaban sus asuntos, porque había notado que iba desatendiendo la imprenta para dedicarse a las investigaciones de las que le había hablado hacía poco. A partir del segundo mes de matrimonio, David pasaba la mayor parte del tiempo en el cobertizo situado al fondo del patio, en un pequeño cuarto que le servía para fundir los rodillos. En efecto, tres meses después de su llegada a Angulema, había sustituido las balas de entintar los tipos por el depósito de tinta de plancha y de cilindro, con el que se extiende la tinta mediante unos rodillos de cola fuerte y melaza. Este primer perfeccionamiento de la tipografía fue tan indiscutible, que tan pronto como los hermanos Cointet vieron el efecto lo adoptaron al punto. David había colocado pegado a la pared medianera de aquella especie de cocina un hornillo con un recipiente de cobre, so pretexto de gastar menos carbón para fundir sus rodillos, cuyos moldes herrumbrosos se alineaban a lo largo de la pared y que no pensó en refundir. No sólo había provisto al local de una sólida puerta de roble, reforzada interiormente con una hoja metálica, sino que sustituyó además los sucios cristales de la ventana, por donde entraba la luz, por otros estriados, para impedir ver así desde el exterior el objeto de sus ocupaciones. Apenas Ève se refirió al porvenir, David la miró con aire inquieto y la interrumpió con estas palabras:

—Querida mía, sé lo que debe inspirarte el ver un taller vacío y esa especie de suicidio comercial al que parezco abocado, pero ¿ves? —continuó llevándosela hasta la ventana de su cuarto y señalándole el reducto misterioso—, nuestra fortuna está ahí… Aún tendremos que sufrir durante algunos meses, por lo que armémonos de paciencia, y mientras tanto resolveré el problema industrial que tú ya conoces y que pondrá fin a todas nuestras miserias.

David era tan bueno y había que creer tan a pie juntillas en su abnegación, que la pobre mujer, preocupada, como todas las mujeres, por los gastos diarios, decidió ahorrarle a su marido las tareas domésticas; dejó por ello el bonito cuarto blanco y azul donde había estado haciendo sus labores mientras charlaba con su madre, y bajó a una de las dos jaulas de madera situadas en el fondo del taller para estudiar cómo funcionaba el negocio de la tipografía. ¿No era un heroísmo por parte de una mujer ya embarazada? Durante aquellos primeros meses, la inoperante imprenta de David iba siendo abandonada por los operarios que hasta aquel momento habían sido necesarios para sus trabajos, y que se fueron despidiendo uno tras otro. Abrumados por el trabajo, los hermanos Cointet empleaban no solamente a los obreros del departamento, atraídos por la perspectiva de hacer con ellos muchas horas extras, sino también a algunos de Burdeos, de donde venían sobre todo los aprendices que se creían lo suficientemente expertos como para ahorrarse las condiciones del aprendizaje. Examinando los recursos humanos con que podía contar la imprenta Séchard, Ève vio que no quedaban más que tres personas. En primer lugar, Cérizet, el aprendiz que David se había traído de París; luego Marion, que servía a la casa con la fidelidad de un perro guardián, y por último Kolb, un alsaciano que había trabajado con anterioridad de mozo en la tipografía de los Didot. Llamado a filas, Kolb fue a parar casualmente a Angulema, donde David le reconoció en un desfile, en el momento en que estaba a punto de licenciarse. Kolb fue a ver a David y se enamoriscó de la gorda Marion, descubriendo en ella todas las virtudes que un hombre de su clase busca en una mujer: esa salud vigorosa que colorea las mejillas, la fuerza masculina que permitía a Marion levantar una forma sin esfuerzo, la rectitud religiosa que tanto aprecian los alsacianos, la fidelidad a sus amos que es indicio de buen carácter y, finalmente, el sentido del ahorro que le había permitido reunir una pequeña suma de mil francos, ropa blanca, trajes y otras pertenencias de un decoro provinciano. Marion, grandota y rolliza, de treinta y seis años de edad, sintiéndose muy halagada de verse objeto de las atenciones de un coracero de cinco pies y siete pulgadas de alto, buenas trazas, fuerte como un bastión, le sugirió, naturalmente, la idea de hacerse impresor. Para cuando el alsaciano recibió su licencia absoluta, Marion y David habían hecho ya de él un oso bastante diestro, que sin embargo no sabía leer ni escribir. La composición de las obras llamadas ocasionales no fue tan abundante aquel trimestre como para que Cérizet no se bastara por sí solo. Desempeñando a la vez las funciones de cajista, compaginador y regente de imprenta, Cérizet efectuaba lo que Kant llama una triplicidad fenoménica: componía, corregía su composición, tomaba nota de los encargos y extendía las facturas, pero las más de las veces, sin trabajo, se dedicaba a leer novelas en su escritorio en el fondo del taller, mientras esperaba el encargo de un cartel o de una participación de boda. Marion, formada por Séchard padre, preparaba el papel, lo mojaba, ayudaba a Kolb a imprimirlo, lo extendía, lo cortaba, y no por eso dejaba de cocinar e ir al mercado muy de mañana.

Cuando Ève le pidió a Cérizet el balance del primer semestre, vio que los ingresos habían sido de ochocientos francos. Los gastos, a razón de tres francos al día para Cérizet y Kolb, cuyo jornal diario era de dos y un francos respectivamente, ascendían a seiscientos francos. Pero como el coste de los materiales necesarios para las obras impresas y entregadas ascendía a cien francos y pico, Ève se dio cuenta de que, en los seis primeros meses de casada, David no había cubierto el alquiler, el interés de los capitales representados por el valor de su material y de su licencia, el sueldo de Marion, la tinta, en resumen, los beneficios que un impresor debe tener, todo ese conjunto de cosas que en la jerga tipográfica se conoce como «telas», término debido a las piezas de paño o de seda (la llamada «mantilla») que se interponen entre el tímpano y la hoja que hay que imprimir para atenuar la presión de la rosca cilíndrica sobre los caracteres. Tras haberse hecho más o menos una idea de los medios de la imprenta y de lo que podía producir, Ève intuyó que la inactividad de aquel taller se debía sobre todo a la voraz competencia de los hermanos Cointet, fabricantes de papel a la vez que periodistas, impresores, proveedores del Obispado, del Ayuntamiento y de la Prefectura. El periódico que dos años antes Séchard padre e hijo habían vendido por veintidós mil francos rendía ahora dieciocho mil por año. Ève adivinó la estrategia oculta bajo la aparente generosidad de los hermanos Cointet, que dejaban a la imprenta Séchard el suficiente trabajo para subsistir, pero no el suficiente para poder hacerles la competencia. Al asumir ella la dirección del negocio, comenzó por hacer un preciso inventario de todo el material de valor. Empleó a Kolb, Marion y Cérizet en acondicionar el taller, limpiar y poner todo en orden. Luego, una tarde, cuando David volvió de una excursión al campo, seguido por una anciana que le traía un enorme hato, Ève le pidió consejo sobre cómo aprovechar las existencias de papel que les había dejado papá Séchard, prometiéndole dirigir ella sola el negocio. Siguiendo el consejo de su marido, madame Séchard empleó todos los restos de papel que había encontrado y ordenado por tipo y tamaño en imprimir a dos columnas y por una sola cara esas leyendas populares pintadas con vivos colores que los aldeanos pegan en las paredes de sus casas: la historia del Judío Errante, Roberto el Diablo, la Belle Maguelonne, y el relato de algunos milagros. Ève utilizó a Kolb como vendedor ambulante. Cérizet no perdió ni un instante, componiendo aquellas páginas ingenuas y sus burdas viñetas de la mañana a la noche. Marion se bastaba por sí sola para hacer el tiraje. Madame Chardon se encargó de todas las tareas domésticas, mientras Ève se dedicaba a colorear los grabados. En dos meses, gracias al celo de Kolb y a su honradez, madame Séchard vendió en Angulema, y en doce leguas a la redonda, tres mil hojas que le costaron treinta francos de fabricación y que le reportaron, a razón de dos sueldos por hoja, trescientos francos. Pero cuando todas las casas y tabernas estuvieron tapizadas con aquellas leyendas, fue preciso pensar en otra operación, porque el alsaciano no podía viajar más allá de los límites del departamento. Ève, que lo revolvía todo en la imprenta, encontró la colección de figuras utilizadas para imprimir el llamado Almanaque de los pastores, en el que las cosas están representadas mediante signos, imágenes o grabados impresos en rojo, negro o azul. El viejo Séchard, que no sabía leer ni escribir, había ganado en otro tiempo un buen pellizco imprimiendo aquel libro destinado a quienes no saben leer. Este almanaque, vendido a un sueldo, está formado por una hoja plegada sesenta y cuatro veces, lo cual hace un total de ciento veintiocho páginas. Contenta por el éxito de sus hojas volantes, una especialidad sobre todo de las pequeñas imprentas de provincias, madame Séchard emprendió el Almanaque de los pastores a gran escala, invirtiendo en él todos sus beneficios. El papel del Almanaque de los pastores, del que se venden muchos millones de ejemplares al año en Francia, es más basto que el del Almanaque de Lieja, y cuesta en torno a los cuatro francos la resma. Una vez impresa esta resma que componen quinientas hojas, se vende, pues, a razón de un sueldo la hoja, a veinticinco francos. Madame Séchard decidió hacer una primera tirada de cien resmas, que equivalen a cincuenta mil almanaques para la venta y dos mil francos de beneficio potencial. Aunque distraído como cualquier hombre muy ocupado, cuando David echó un vistazo a su taller quedó sorprendido de oír crujir la prensa y ver a Cérizet siempre atareado, componiendo bajo la dirección de madame Séchard. El día en que entró allí para supervisar los trabajos emprendidos por Ève, fue un gran triunfo para ella la aprobación de su marido, a quien le pareció excelente el negocio del almanaque. David le prometió igualmente darle algún consejo para el empleo de las tintas de diversos colores que requiere la realización de este almanaque, en el que todo entra por la vista. Finalmente quiso él mismo fundir los rodillos en su misterioso taller, para echar así una mano, en la medida de lo posible, a su mujer en aquella pequeña gran empresa.

Acababan de lanzarse a aquella intensa actividad cuando llegaron las cartas desoladoras con las que Lucien informaba a su madre, a su hermana y a su cuñado de su fracaso y miseria en París. Se comprenderá así que, al mandar entonces a este niño mimado trescientos francos, Ève, madame Chardon y David le ofrecieron al poeta, cada uno por su parte, lo más puro de su sangre. Abrumada por tales noticias y desesperada por ganar tan poco trabajando con tanto ahínco, Ève vio llegar, no sin estremecimiento, el acontecimiento que colma de felicidad a los jóvenes hogares. Viéndose ya a punto de ser madre se dijo: «Si mi querido David no consigue encontrar lo que busca antes de que yo dé a luz, ¿qué será de nosotros?… ¿Y quién sacará adelante nuestra pobre imprenta?».

El Almanaque de los pastores tenía que estar terminado antes de primeros de enero, pero Cérizet, sobre quien pesaba toda la composición, trabajaba con desesperante lentitud; y como madame Séchard no conocía lo bastante el oficio para poder reñirle, se limitó a observar a aquel joven parisiense. Huérfano recogido en la inclusa, Cérizet había sido mandado a casa de los Didot como aprendiz. De los catorce a los diecisiete años fue el ayudante de Séchard, quien, después de haberle confiado a uno de sus operarios más diestros, hizo de él su mozo, su paje tipográfico, ya que David se interesó naturalmente por Cérizet al encontrarle inteligente, y se ganó su afecto al procurarle algunos placeres y diversiones que su indigencia no le permitía. Con su linda carita de pícaro, su pelo rojizo y unos ojos de un azul turbio, Cérizet había importado las costumbres del pilluelo de París a la capital de Angulema. Su genio vivaracho y burlón y su maliciosidad le hacían temible. Menos vigilado por David en Angulema, ya porque su mayor edad inspiraba más confianza a su mentor, ya porque el impresor contaba con la influencia de la provincia, lo cierto es que Cérizet se había convertido, sin saberlo su tutor, en el don Juan con gorra de tres o cuatro jóvenes trabajadoras, cayendo en la más absoluta depravación. Su moral, hija de las tabernas parisienses, no conocía otra ley que el interés personal. Por otra parte, Cérizet, que según la expresión popular, iba a «ser sorteado» al año siguiente, se vio sin porvenir; contrajo asimismo deudas, pensando que, si a los seis meses iba a ser soldado, ya podían correr tras él sus acreedores. Si bien David conservaba cierta autoridad sobre el muchacho, no era por el hecho de ser su patrón, ni tampoco por haberse interesado por él, sino porque el ex pilluelo de París reconocía en David una gran inteligencia. Cérizet hizo pronto amistad con los operarios de Cointet, atraído por el prestigio de la blusa de trabajo, en una palabra, por el espíritu corporativo, que tal vez tiene una influencia mayor en las clases bajas que en las altas. Con estas amistades, Cérizet acabó perdiendo los pocos buenos principios que David le había inculcado; sin embargo, cuando se reían de los «viejos cacharros» de su taller, término despreciativo que los viejos osos daban a las antiguas prensas de los Séchard, al enseñarle las magníficas prensas de hierro que en número de doce funcionaban en el inmenso taller de los Cointet, donde la única prensa de madera existente no servía más que para imprimir pruebas, seguía defendiendo a David y respondía con orgullo en las mismas barbas de los burlones:

—¡Con sus viejos cacharros mi ingenuo amo llegará más lejos que los vuestros con esos armatostes de hierro de los que no salen más que libros de misa! ¡Está buscando un secreto que dejará a cien años luz a todas las imprentas de Francia y de Navarra!…

—Pero entretanto tú, mal regente de cuarenta sueldos, tienes por patrón a una planchadora —le replicaban.

—Sí, pero bien guapa que es —replicaba Cérizet—, y es mucho más agradable de ver que las jetas de vuestros patrones.

—¿Es que te da de comer el ver a su mujer?

De las tabernas o de las puertas de la imprenta donde tenían lugar estas amistosas discusiones, llegaron algunos rumores a oídos de los hermanos Cointet sobre la situación de la imprenta Séchard; se enteraron así de la operación puesta en marcha por Ève y juzgaron necesario frenar el desarrollo de una empresa que podía permitir prosperar a aquella pobre mujer.

—Hagamos que se pille los dedos, para que así se acabe cansando del negocio —se dijeron los dos hermanos.

El de los dos Cointet que dirigía la imprenta fue a ver a Cérizet y le propuso corregir pruebas para ellos, a tanto por prueba, para aliviar de este modo a su corrector que no daba abasto a leer las obras. Trabajando unas horas por la noche Cérizet ganó más con los hermanos Cointet que con David Séchard en todo el día. Se establecieron así relaciones entre los Cointet y Cérizet, a quien los dos hermanos reconocieron unas grandes cualidades, compadeciéndole por tener que trabajar en unas condiciones tan poco favorables para sus intereses.

—Podría —le dijo un día uno de los Cointet— llegar a ser regente de una importante imprenta, donde ganaría seis francos diarios, y con su inteligencia llegaría un día a ser alguien importante en este negocio.

—¿Y de qué me puede servir ser un buen regente? —repuso Cérizet—. Soy huérfano y tengo que entrar en filas el año que viene si me toca en suerte, ¿quién me va a pagar un sustituto?…

—Si se hace indispensable —repuso el rico impresor—, ¿por qué no iban a adelantarte la cantidad necesaria para ser eximido del servicio?

—En cualquier caso, no será mi ingenuo —dijo Cérizet.

—¡Bah! Tal vez haya encontrado el secreto que anda buscando…

Esta frase fue dicha de modo que despertara los peores pensamientos en quien la escuchaba, y, por consiguiente, Cérizet lanzó al fabricante de papel una mirada que equivalía a la más penetrante y directa interrogación.

—No sé qué hace —replicó prudentemente viendo al patrón mudo—, ¡pero no es persona que tenga la caja llena de caudales!

—Tome, amigo —le dijo el impresor cogiendo seis hojas de El parroquiano de la diócesis y alargándoselas a Cérizet—; si puede corregirnos esto para mañana, le daremos dieciocho francos. ¡No somos mala gente, damos a ganar dinero al regente de nuestro competidor! Además, podríamos dejar que madame Séchard se embarcara en el negocio del Almanaque de los pastores y hacer que se arruinase; pues bien, le damos permiso para que le diga que hemos emprendido un Almanaque de los pastores, y no será el suyo el primero en salir al mercado…

Ahora se comprenderá por qué Cérizet componía tan lentamente el almanaque.

Al saber que los Cointet atacaban su pequeña y pobre operación, Ève se vio dominada por el terror y quiso ver una prueba de fidelidad en la información que Cérizet le había proporcionado de forma muy hipócrita sobre la competencia que le esperaba; pero no tardó en sorprender en su único cajista indicios de una curiosidad demasiado viva y que quiso atribuir a su edad.

—Cérizet —le dijo una mañana—, veo que se pone en el umbral de la puerta y espera a que pase monsieur Séchard para ver qué esconde; mira al fondo del patio cuando sale del taller para fundir los rodillos en vez de terminar la composición de nuestro almanaque. Todo esto no está bien, sobre todo cuando me ve que yo, que soy su mujer, respeto sus secretos y cargo sobre mis hombros con tanto trabajo para dejarle a él el tiempo necesario para sus investigaciones. Si no hubiera perdido tanto tiempo, el almanaque estaría terminado. Kolb podría estar vendiéndolo ya y los Cointet no podrían perjudicarnos.

—¡Eh, señora! —repuso Cérizet—. Por cuarenta sueldos al día que gano aquí, ¿cree que no son bastante los cien sueldos que hago de composición? Si no tuviera pruebas para leer por las noches para los hermanos Cointet, tendría que pasar con salvado.

—Bien, joven, muy pronto empieza usted a ser ingrato, se abrirá camino en la vida —le dijo Ève dolida en el alma, no tanto por los reproches de Cérizet como por el tono grosero, la actitud amenazadora y las miradas agresivas.

—En cualquier caso, no será teniendo a una mujer como amo, pues, si no, no habría muchos motivos para la alegría.

Herida en su dignidad de mujer, Ève lanzó a Cérizet una mirada fulminante y subió a casa. Cuando David llegó a comer, le preguntó:

—¿Estás seguro, querido, de ese pilluelo de Cérizet?

—¿Cérizet? —replicó él—. Es mi aprendiz, le formé yo, le tuve de ayudante, luego le puse a componer, en fin, me debe todo lo que es. Es como si le preguntaras a un padre si está seguro de su hijo…

Ève le contó a su marido que Cérizet leía pruebas por cuenta de los Cointet.

—¡Pobre chico! Tiene que ganarse la vida —dijo con la humildad de un maestro que se siente culpable.

—Sí, querido, pero mira la diferencia que hay entre Kolb y Cérizet; Kolb hace veinte leguas todos

los días, se gasta quince o veinte sueldos y nos trae siete, ocho y a veces hasta nueve francos de hojas vendidas, y sólo me pide unos veinte sueldos una vez pagados sus gastos. Kolb antes se dejaría cortar una mano que tiraría de la barra de una prensa en casa de los Cointet, y no se dedicaría a examinar lo que arrojas al patio aunque le ofrecieran mil escudos, mientras que Cérizet lo recoge y examina.

Es difícil para las almas nobles llegar a creer en la maldad e ingratitud humanas; antes de admitir lo extendida que está la corrupción humana necesitan duras lecciones; y cuando no tienen nada ya que aprender en este sentido, muestran una indulgencia que es el último grado del desprecio.

—¡Bah! Pura curiosidad de pilluelo parisiense —exclamó David.

—Pues, entonces, querido, hazme el favor de bajar al taller y mira lo que ha compuesto tu pilluelo en un mes, y dime si no habría podido terminar en ese mes nuestro almanaque…