Las lagartijas huelen a hierba - Cristina Sánchez-Andrade - E-Book

Las lagartijas huelen a hierba E-Book

Cristina Sánchez-Andrade

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Beschreibung

–¿Te dan miedo las lagartijas? –Sí, porque, aun muertas, coletean. Éranse una vez dos viejas o érase dos veces una vieja, o tal vez érase un quiste de una carne vieja en una casa de pueblo. Érase una noche sin estrellas. Un niño negrito y una niña azul, que no quería crecer, cavaban una fosa en un jardín. Éranse una madre ausente (sólo su risa burlona desde el altillo) y un cura sin fe. Andaba Satán suelto, buscando algo, en el cuerpo pellejudo de una lagartija. Las lagartijas huelen a hierba es una obra hermosa y terrible, con la que Cristina Sánchez-Andrade incorpora a la novela española todo el lirismo y la aspereza de la tradición europea del relato popular. Un cuento sin moraleja que, como las pesadillas de Kafka o los esperpentos de Valle-Inclán, nos descubre que la vida es drama y la bondad es sospechosa.

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Seitenzahl: 144

Veröffentlichungsjahr: 2025

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LAS LAGARTIJAS HUELEN A HIERBA

CRISTINASÁNCHEZ-ANDRADE

LAS LAGARTIJASHUELEN A HIERBA

 

 

 

 

 

 

Primera edición: abril, 2024

© del texto: Cristina Sánchez-Andrade, 1999

© de la presente edición: Editorial Humbert Humbert, S. L., 2024

Ilustración de cubierta: Patricia Cruz (LaPatry Cruz)

Publicado por La Navaja Suiza EditoresEditorial Humbert Humbert, S. L.Camino viejo del cura 144, 1.º B, 28055 – MADRIDhttp://www.lanavajasuizaeditores.com

Producción del ePub: booqlabISBN: 978-84-10234-10-9Thema: FBA

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org)si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra.

Índice

Cubierta

Título

Créditos

Índice

Las lagartijas huelen a hierba

Guide

Cover

Título

Start

 

 

 

Daniel, las viejas son para ti.

 

La muerte me parece hoycomo el lugar de reposo para un enfermo,como salir al aire libre tras estar encerrado.

La muerte es hoy para mícomo el olor de la mirra,como sentarse bajo un toldo un día de brisa.

La muerte es hoy para mícomo el olor de las flores de loto,como sentarse a la orilla del País de la Embriaguez.

La muerte es hoy para mícomo un camino llano,como la vuelta a casa después de un viaje.

(Diálogo de un desesperado con su alma)Egipto, 2190-2040 a.C.

 

 

En verano, el pelaje verde de la colina y las cachitas del culo de las niñas se ponen prietos y naranjas. En verano, el río mengua y a las niñas de pecho plano les despuntan las tetitas lindas, lindísimas, y van creciendo en silencio, redondas, rosas, suaves, mientras el río discurre lentamente, arrastrándose como un torpe reptil, día tras día, y un día, al final de ese verano, cuando el cauce está tan seco y cuarteado como los labios de una vieja, y solo queda una estrecha lengua de agua con olor a hiel y a algas, las tetitas se convierten en un fruto lujurioso y surcado de venas, cuando en la colina, junto al río, está medrando el espino de ramas erectas y de pinchos recios, y las niñas juegan en las aguas sin cuerpo, junto a los frutos rellenos de pepitas venenosas, y chapotean en el flujo sosegado y fangoso con aspecto de caldo de verdura.

En verano, las ranas se desperdigan en manchas verdes palpitantes, aliviando el dolor de un paisaje seco y duro y las mariposas viejas caen exhaustas al suelo, y las chicharras, como las niñas, como la niña, chillan bajo un suelo descarnado, y los insectos, como la ira de la niña, crepitan rojos bajo el sol, y los árboles junto al río están extenuados y se vuelven enanos de calor, mientras las niñas crecen. Y crecen.

El sol, en verano, sofrena la pelambre de la colina, y la inmoviliza y la aplana y el cielo se aplasta contra el suelo y no hay aire y la tierra arde, despidiendo un aroma a piel de mujer, a piel de niña.

Y, si se posa en ella, en la tierra, en la piel, un oído, allá desde lo más hondo, sube, en burbujas grandes y pequeñas, contrayéndose y dilatándose, un frágil bisbiseo.

De niña.

O de niño.

Pero esta tarde, por vez primera, el calor no tiene color.

Ni olor.

Un niño oscuro se mete en el río y sus ojos blancos resplandecen.

Una rana gorda emite un croar desgastado.

La atrapa, las algas flotan en la superficie como trapos sucios a la deriva, el niño oscuro la atrapa y la rana se escurre de sus pequeñas manos, cae al suelo, alarga las ancas, saca la pechera, límpida y lisa, y salta, introduciéndose de nuevo en el barro. El niño vuelve a la orilla, el fango le ha marcado un aro negro, perfecto, en cada pierna.

–Ahí tienes otra.

Dice la niña Fernanda. Ahí una gorda.

Fernanda habla con una voz de volumen extraño, como quebrada por el calor. También Fernanda tiene ancas y el vientre hinchado. Como las ranas. Lleva unos zapatos rojos de charol y un vestido de tirantes azul al que ha hecho un nudo para avanzar en el agua y sus ojos son azules y se le ven las cachitas prietas y naranjas.

Entra en el agua. Tiene las bragas sucias. Chapotea, abriéndose camino entre el fango, meneando levemente sus tetitas, entre las aguas turbias de barro, hasta llegar a la otra rana. La niña Fernanda es una niña pálida, inmóvil y blanca, casi ingrávida. Parece una garza de plumaje blanco.

–Yo te enseñaré cómo atraparlas.

Dice.

–¡Ven!

El hermano, Luisito, arruga la cara. Se coloca junto a ella. El ojo negro del animal observa a los niños, el sol cae vertical sobre su lomo verde y brilla como una esmeralda y el latir de sus tripas se acelera. De pronto, salta. Un salto pequeño. Sin fuerza. La tengo. Ves. Dice Fernanda. Tienes que atraparlas en el aire, cuando saltan. Toma. Cógela.

Luisito hace un hueco con sus manitas y acoge a la rana. La rana se hincha y deshincha como un globo. Se mueve levemente. Al niño le gusta el cosquilleo.

–Bésala, Fernanda.

Dice.

–Y se convertirá en príncipe.

La niña Fernanda se desata el nudo del vestido y los pliegues caen, cierra los ojos, echa los brazos atrás, aprieta los labios e inclina el cuerpo. ¡Qué asco! Dice. Y abre los ojos. Esta rana tiene verrugas, como las viejas.

–Sí, como las viejas.

Dice Luisito, saltando y girando sobre el mismo pedazo de tierra reseca.

–¡Como las viejas, como las viejas, como la viejas!

Hay un silencio solo quebrado por el aleteo de un grajo que, a pesar del calor, vuela bajo.

–Mátala.

Dice Fernanda. Con sequedad, de pie, inmóvil, con los brazos aferrados al cuerpo. El gesto severo.

–¡Mátala!

–¿La mato?

–Sí.

–La quería llevar a casa...

–Es gorda y tiene verrugas, debe morir. Mátala.

–Yo no sé matarla.

–Aprenderás.

 

Esta noche no hay estrellas y el río viejo y la mariposa vieja reposan tranquilos. Una niña azul y un niño sordo cavan una fosa en el jardín

 

La higuera, con sus hojas como manos abiertas de felpa verde, es el único árbol que aporta algo de frondosidad a la huerta seca de las viejas. La quietud de la tarde se rompe de tanto en tanto con la dulce caída de los higos ya maduros. Caen los higos como ubres gordas verticales, plof, jugosas y dulces, plof, y revientan en el suelo como las tripas rojas de un animal.

La caída de los higos tiene algo de lujuria.

Minutos antes de estrellarse en el suelo, su fina piel verduzca se abre en una carne estriada, tibia, lustrosa, vibrante, sabrosa y ubicua, que queda desparramada en confitura. Escurrida por la corteza del árbol, unta los pequeños muñones que despuntan como niños nuevos, y se extiende por el suelo para quedar a merced de los atracones de las moscas.

Luego, la carne del higo en el suelo se vuelve amoratada. Como la de las viejas.

La niña Fernanda y el niño Luisito viven al pie de la colina naranja, en la casa de las abuelas, dos viejas hermanas:

Éranse una vez dos viejas o érase dos veces una vieja, o tal vez érase un quiste de una carne vieja apostado en un rincón de una casa de pueblo, aunque nadie, en ese pueblo, sabe bien si son hermanas y si son abuelas. Siempre han estado allí, enclavadas en esa tierra y arrumbadas en esa casa, como los objetos que un día cualquiera percibimos, y entonces cobran vida, los objetos que siempre han estado en el mismo sitio y todos lo saben y, sin embargo, nadie los ha visto. Las viejas son parte del paisaje de aquella casa con huerta, pozo, higuera y gallinas rojas, y viven el presente y terminan cada segundo del pasado sin pensar en el futuro, desmemoriadas, juntas e incompletas, pálpitos clónicos, recogidas, prietas, una vieja partida en dos, o dos viejas resumidas en una.

Las viejas secas.

Plof.

Sutilmente poderosas.

Y érase un día, una tarde, mientras punteaban sus bastidores –ya casi dejaron de coser–, puntadas oblicuas y amplias, galopantes y torcidas por la semiceguera, bajo los frutos ubres con su leche inmadura, que les trajeron a los niños.

–¿Que somos quién y nuestra hija es quién y me traen a quién?

(Dos miradas atentas de niño y un silencio espeso y un ruido pequeño y las puntadas rápidas y torcidas).

–Nosotras no tenemos a nadie en este mundo.

(Dos pieles amoratadas).

–Ni queremos a nadie.

(Plof, primero uno, y luego, el otro).

–Ni podemos querer.

(Dos higos maduros estrellándose en el suelo).

–Ni sabemos querer. El registro ese dirá lo que le venga en gana.

(La carne abierta y loca y estriada y desparramada por el suelo).

–¿Qué hija vamos a tener nosotras?

(Dos miradas atentas de niño y las puntadas y los pálpitos dilatados).

–¿Escondida en casa?

(Una mirada fría de niña azul y la aguja y la asfixia detenidas).

–Pues déjenlos, ustedes sabrán lo que hacen.

(Y las puntadas de nuevo, como zancadas, y las bocas abiertas y jadeantes, sin dientes, y la lujuria abriéndose camino).

–Pues déjenlos.

Los niños anduvieron sueltos durante dos semanas.

A la tercera, cuando olían a charca de rana y a conejo de colina, una de las viejas abrió la boca sin dientes y dijo:

–Pasad para dentro y poneos a pelar higos y gallinas si es que queréis comer algo. Me cago en vuestra madre, que ni siquiera sois hijos del mismo padre.

 

Y así es como vivían en esa casa de viejas con olor a confitura.

Porque algunas tardes, cuando los niños bajaban al río, se impregnaba de un aroma dulce.

Las viejas hacían turrón de higos. Los secaban y luego los abrían y rellenaban de almendras y avellanas picadas. Los masticaban con la mueca falsa de la dentadura postiza, las dos juntas por las noches, con el luto levantado hasta los muslos, las venas varicosas surcando las piernas y surcando la luna, pastando como vacas descarriadas. Con el bagazo de la uva, después de sacar un vino malo y cabezón, hacían aguardiente para emborracharse cuando hacía viento, y también hacían mermelada de limones y de melocotones, jalea de moras y dulce de membrillo.

Y eso, probablemente, era lo único dulce que había en las vidas de las viejas.

 

–Primero, arráncale las ancas. Para inmovilizarla.

Dijo la niña.

–¡Vamos!

El niño Luisito acarició el cuello de la rana. Ranita. Raniiiita. Dijo. La acercó a su cara: Fea. Debes morir. Por fea. Rana.

Estiró las ancas delanteras del animal y miró a su hermana que apretaba los dientes. Colocó el labio inferior sobre el superior, como para hacer más fuerza, y tiró levemente hasta que su mano resbaló por la piel gelatinosa del animal. La rana cayó al suelo. Saltó tres veces, hasta que llegó de nuevo al fango. Se inflaba y desinflaba como un pequeño globo sobre el flujo verde del río.

–Vámonos, que las viejas nos estarán esperando –dijo Luisito.

–Las viejas nunca nos esperan –contestó Fernanda mientras volvía a coger a la rana–. Hay que matar a la rana. Las viejas esperan que un buen día no volvamos. ¿O es que aún no lo sabes? –Estiró las patas del animal y tiró fuertemente de ellas. Los huesos de la rana crujieron. Las débiles patitas verdes cayeron al suelo. El resto del batracio palpitaba en sus manos.

El niño Luisito quedó en silencio.

–Ahora quedan dos cosas más por hacer con ella–dijo la niña.

Una leve brisa agitó los árboles enanos y levantó por detrás su vestidito azul de tirantes. De nuevo, se le vieron las bragas sucias y las cachitas de niña mona.

–Sácale un ojo. Luego, la aplastas.

El niño clavó la mirada en su hermana. Luego empezó a gimotear. No puedo. Decía. No puedo. Hazlo tú, Nanda, hazlo tú. Yo no puedo.

–Eres un gallina.

La niña introdujo el dedo índice en la cuenca del ojo del animal y sacó una pequeña y viscosa bola blanquecina. Depositó los restos en el suelo resquebrajado, cogió una piedra grande y plana y lo aplastó. Un golpe seco. Con sus pequeñas manitas, y la rana crepitó.

A Fernanda le vibró un músculo de la cara.

–La siguiente –dijo– la matas tú.

Luisito, el niño de ojos blancos y piel tostada, el niño bueno, el niño Luisito, el niño negrito, se había sentado bajo el sol vertical. Hipaba. Un hipo convulso mientras las vísceras rosadas del batracio se abrían. Lúbricas y lentas.

–Ahora coge unas bolas de ese arbusto, esas negras, y métetelas en el bolsillo. Ten cuidado porque son venenosas.

El niño obedeció.

El viento empezaba a soplar.

 

Era el día de las gallinas rojas.

También era la fiesta del gallo.

Y soplaba ligeramente el viento del noroeste.

Una vez al año había feria en el pueblo vecino, y allí las viejas intercambiaban sus mermeladas, turrones y jaleas por quesos, morcillas de arroz y manteca. También solían matar una docena de gallinas rojas para vender.

Era el día de las gallinas y una vieja, cuchillo en mano, dijo:

–Antes de empezar a matar, que las cubra el gallo y las amanse. Así nos harán correr menos. Que hoy, además de la matanza, tenemos viento de noroeste, y el noroeste cansa.

Así es que cubrió el gallo y dio placer a cada una de las doce, y según iban siendo galleadas –detenida la lujuria en los cuerpos inmóviles– llegaba el tufo de la muerte a las caras de las gallinas tontas, por esa virtud que tienen las de este orden de atisbar el peligro y afligirse en las fechas de mercado festejos y navidades. Y por eso quizá, cuando vieron a las viejas aparecer con cuchillos y ojos amarillos, saltaban que se mataban por la huerta, los culos y los cuellos elevados, una nube roja de plumas entre los esfuerzos y las carrerillas de las dos mujeres, ven, condenada, no tescapeshijaputa, galopando las gallinas con la torpe añoranza del vuelo, ca, ca, ca, por la huerta seca, hasta que llegaba la mano y la hoja del cuchillo al pescuezo y brotaba la sangre caliente que redime del dolor.

Una vieja, el aliento entrecortado, dijo:

–Ya están, las doce. Aparta una para el caldo.

Era día de feria y, aunque soplaba un viento que las llenaba de miedo y de cansancio, metieron las mermeladas y las gallinas en un par de cestones y –arrebujados unos paños negros en las cabezas– transportaron todo aquello con un delicioso equilibrio.

–Vieja.

–Qué.

–¿Sabes que tengo miedo?

–Yo también.

–¿Hay que ir?

–Sí, hay que ir.

Pero ese día no llegaron al mercado.

Y no fue el viento quien lo impidió. Ni el miedo.

Fue una araña.

Cuando las viejas estaban a punto de coger la camioneta que las llevaba al pueblo más cercano, una de ellas paró en seco, levantando un polvo gris con los talones. Luego gritó:

–¡Viaja una araña con una de las gallinas!

Y paró también la otra:

–No seas bruta.

–Mira, aquí, entre las plumas.

–No veo nada.

Acercó la vieja su cara a la gallina lánguida y vio cómo, en efecto, viajaba una enorme araña con los ojos cerrados, dormida entre la morbidez de las plumas.

–Es Satanás –susurró–, esta vez en forma de araña. Voy a cogerla.

De pronto, como si a la araña le hubiera sido donada la agilidad del saltamontes, brincó hasta la cara de la vieja, le picó, cayo al suelo y escapó.

–¡Hijaputa! Menudo picotazo.

La hermana la miró. Un sarpullido rosa comenzaba a extendérsele por la mejilla. Dijo:

–Hoy no habrá feria. Hay que volver a casa.

Y miró de nuevo a la mejilla y la tocó con el dedo retorcido y añadió:

–Vamos rápido. Solo hay un remedio para las picaduras de araña.

 

También Luisito y Fernanda volvían a casa. Detrás de su hermana, pisando un manto amarillo de hojas de castaño, el niño hacía pompas, el niño del color de la tierra, de piel oscura, de cáscara marrón y fruto blanco, de ojos claros y de facciones pequeñas, se cubría de una salivilla espesa las comisuras de los labios y hacía pompas con las babas.

El niño Luisito.

Zanqueaba Luisito, enérgico y feliz, alcanzando los pasos grandes de su hermana, y según avanzaba, el sol cobijado como un pajarillo por detrás de la tibia colina, esparcidos los colores del atardecer como hilos fluorescentes sobre las aguas podridas del río, se iba aturdiendo y se hacía pequeño. Caminaba con la vista puesta en las espaldas tersas de su hermana, la voz de niña canturreando delante, una voz dulce que le arropaba, una canción chica, toda la vida dentro, por el mar corren las lieeebres, casi una nana, por el monte las sardinas tralará, la imagen de la rana aplastada contra el suelo en su cabeza más y más viva, tralará, las vísceras rojas abriéndose sobre la tierra negra, por el monte las sardiiiiinassss.

Casi en la iglesia, al aproximarse al albero polvoriento de la plaza del pueblo y atisbar aquella mancha que podía ser un grupo de niños, sintió cómo se le secaba la garganta, y al aturdimiento se unió cierta zozobra y un barrunto de peligro, como el raposo percibe la presencia del perro de caza, un presagio del terrible incidente que habría de ser, algún tiempo después, la causa de su sordera.

–Espera –dijo Fernanda sin volverse, deteniendo la canción e impidiendo el paso de su hermano con el revés del brazo.

La mancha se convirtió en un tumulto de niños con palos y piedras que avanzaba hacia ellos con aire de amenaza, dilatándose como una sombra, encabezados por un cuerpo como una espiga que avanzaba un metro por delante.

–¿Qué queréis? –exclamó.

–A ti qué te importa –gritó el niño espigado, espigado de ojos, espigado de boca.

–¡Negro! –dijo otra de las cabezas.

–¡Negro! –repitió el grupo al unísono.

Se hizo un silencio y, finalmente, Fernanda dijo:

–¿A quién llamáis negro?

Al niño Luisito le empezaron a resbalar unas lágrimas gruesas y silenciosas por la mejilla. Tragó saliva y sintió una humedad incómoda en la entrepierna.