Las mariposas amarillas - Ángeles Casá - E-Book

Las mariposas amarillas E-Book

Ángeles Casá

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Beschreibung

Durante la ocupación nazi en Hungría, una familia es obligada a abandonar su casa para ser trasladada a un campo de concentración. Antes de abordar el tren con un destino para ellos incierto, Ildikó le hace señas a su marido para que tome a la niña, Marta, que está junto a él, y se escondan de los soldados para escapar. Ella hace lo mismo con Pedro, su hijo más pequeño, y corre. Corre sin parar. Con desesperación. Su marido no se mueve, no puede hacerlo, y permanece en la fila con Marta. Ildikó inicia así una carrera que parece no encontrar jamás un final.   Esta novela sigue el recorrido de Ildikó y su hijo, cuyas voces se alternan para relatar lo inimaginable. En esta historia concebida por ella pero vivida por muchos, Ángeles Casá demuestra una pericia cinematográfica al elegir dónde posar su lente y qué planos hacer para dar espacio a que los lectores se acerquen al dolor y a la culpa, al miedo y a la ira, al amor y a las alegrías con los que estos sobrevivientes deben continuar sus vidas.   «En el bosque de Skarzysko, / el eco soporta / mi canción atormentada. / ... los árboles tiemblan ... / porque sólo a ellos / yo he transferido mi dolor», escribió en secreto Henryka Karmel, confinada a un campo de trabajo forzado polaco. Esta primera obra narrativa de Ángeles Casá se hace eco de esa melodía que nunca debe dejar de sonar.

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LAS MARIPOSAS AMARILLAS

Ángeles Casá

DE ÉPOCA

Casá, Ángeles

Las mariposas amarillas / Ángeles Casá. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-34-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novelas Históricas. I. Título.

CDD A863

© 2022, Ángeles Casá

Primera edición, junio 2022

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Karina Garofalo

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Alguien me contó un retazo de esta historia.

Abrí ventanas y más ventanas, abrí la puerta y surgió esta.

 

La guerra destruye vidas y todas las vidas libran sus batallas personales. Esta es una historia más, la que un día me animé a contar.

 

Bienvenidos al espacio de las risas, de los duelos y de las mariposas.

 

A. C.

«Es más difícil para una madre olvidar a un hijo que para la humanidad viva olvidar a los millones que murieron en esta guerra.»

JONAS MEKAS, Ningún lugar adonde ir, 1946.

 

 

 

«El inmenso éxito de nuestra vida es, creo yo,que nuestro tesoro está escondido; o más bien que está en cosas tan corrientes que nadie puede tocarlas.»

VIRGINIA WOOLF, Diarios, 1925-1930.

PRIMERA PARTE

Pedro

La escena es como aquella que se repite en casi todas las películas sobre la guerra. La diferencia es que no es una escena cualquiera, es la escena de mi vida. Cuanto más la desmenuzo, más sensaciones vuelven a mí, intactas, como si no hubiese pasado un solo día.

Estábamos en la estación, en un playón enorme, éramos miles, una persona al lado de la otra, rodeados de algunos alemanes uniformados. Nadie mostraba resistencia, todos caminaban y seguían órdenes, como si fuesen alumnos de un colegio listos para una excursión aburrida. Había desconcierto en las miradas, pero caminaban, uno detrás del otro, sin hacer ruido, asustados. Los niños no lloraban, se oían cuchicheos, pero a la más mínima llamada de atención de algún guardia, callaban enseguida. Se escuchaban los pasos y el sonido de los trenes. Era un día encapotado en el que la humedad parecía haberse apoderado de todo; las caras de la gente estaban hinchadas; muchos, como nosotros, no habían dormido. Salimos de casa a la madrugada, no llevábamos más que lo puesto y algún que otro objeto que habíamos logrado manotear.

Papá nos decía que no nos preocupáramos, que nos íbamos por un tiempo hasta que lo peor de la guerra pasara, que era por nuestro bien. Estaba convencido de que era transitorio. En cambio, desde que nos habían anunciado el traslado, mamá estaba lívida, con cara de haber visto un fantasma. Siempre me dijo que ella sintió que los pies no le respondían, que todo su cuerpo experimentó un miedo que no podía llevar a nada bueno, y que tuvo un instante de lucidez en el que supo que había que salir de ahí de cualquier forma. Se lo dijo a papá varias veces, pero él no entendía, su corazón confiado y noble no lo dejaba ver más allá. Mamá sabía que era necesario huir de ese playón para salvarnos.

Papá prefirió seguir confiando, eligió creerles a esos hombres antes que a ella. Mamá siempre tenía razón, era una mujer que sabía tomar decisiones, no había términos medios en su vida.

Recrear lo ocurrido esa mañana es tan fuerte para mí como pensar en mi hermana y su destino trunco. Mamá le insistió a papá una y mil veces y él la trataba de loca. Para él, escapar de ahí era buscar la muerte. Papá le temía a todo, y en especial a ella. Esa seguridad con la que decía las cosas lo apabullaba. Los matices quedaban fuera de su paleta de colores. Y cuando algo se le metía en la cabeza, no había manera de hacerla cambiar de opinión. Ese rasgo, que tantas veces he sufrido, ha sido el que nos salvó. Mamá le pidió a papá que se hiciese cargo de mi hermana, me alzó en brazos, me dijo que había que permanecer en silencio y subrepticiamente nos fuimos acercando a las vías, logró meterse entremedio de los vagones y quedar entre dos trenes. Caminó por ahí sigilosamente, escurriéndose como una víbora por los pastizales. Logramos salir de la estación y llegar a la casa de unos amigos católicos de mamá.

Mamá me contó más tarde que recién ahí sintió que pudo volver a respirar. Desde que dejó el playón hasta llegar a la puerta de la casa de los amigos contuvo la respiración. Me dijo que fue como estar bajo el agua para ver cuánto tiempo lograba estar sin aire. Sintió como si su corazón hubiese dejado de latir, sus pulmones de funcionar y su mente de pensar. Fueron horas de supervivencia en las que el cuerpo responde a una fuerza que parece desconocida. Me dijo que mientras se alejaba de papá y Márta creía que en cualquier momento los iba a ver cerca de nosotros, que nos iban a seguir. Creyó que él entraría en razón e iría detrás de sus pasos. Siempre había sido así hasta ese entonces. Los deseos de mamá habían sido órdenes para papá.

Me dijo también que durante ese trayecto sintió el mismo grado de ahogo que cuando con sus primos hacían competencias por ver quien aguantaba más la respiración abajo del agua en el estanque de la finca de sus abuelos. Tuvo la sensación de haber contenido por tanto tiempo el aire que cuando vio abrirse la puerta empezó a jadear y a sollozar con espasmos. Tosía como si tuviese que sacarse el agua de los pulmones. Fue como salir de repente a la superficie. Me dijo que volvió a sentir las piernas recién cuando se sentó en una silla de la cocina. Tuvo la típica sensación liviana que uno experimenta en el agua, donde parece que nada pesa. Mamá me dijo que yo me quedé hecho un bollito sobre su falda, que no lloraba ni pronunciaba palabra.

Para mí fue muy difícil contar esta historia a mi familia. Al principio lo hice por arriba, sin detalles, lo justo y necesario para no dar explicaciones. Me sigue costando hablar de esta parte de mi vida, aunque hacerlo me alivia y hace que quienes me quieren sepan quién soy. Mis hijas no lo supieron hasta ser grandes. Fue Marina, mi mujer, quien me impulsó a contarlo. Según ella, debían saberlo para entender ciertas reacciones y silencios de mi madre, su abuela, y de mí. Las historias hacen a las personas. Pero a veces se necesita tiempo para procesar ciertas vivencias. Estoy convencido de que esa sensación de ahogo de mi madre fue la misma que yo tuve hasta poder contarlo. Las veces que uno contiene el aire para sobrevivir.

Ildikó

Muy temprano unos ruidos en la puerta nos sacaron de la cama. Unos hombres que pertenecían al gobierno nacional socialista húngaro nos anunciaron que nos llevarían a los campos de trabajo del Este. Hablaban de un reasentamiento. Iban escoltados por un par de soldados alemanes. Teníamos que reunirnos en la estación de trenes de Keleti. Sólo podíamos llevar un bolso pequeño. Un miedo físico se apoderó de mí desde ese momento. Las noticias sobre lo que ocurría con los judíos en Polonia, Alemania y Francia eran horrorosas. La gente trataba de no hablar de la guerra, de no nombrarla, como si al no hacerlo se pudiese permanecer afuera. Pero la guerra nos rozaba a todos, a unos más que a otros.

Para conseguir comida había que hacer colas, y nos acostumbramos a hacerlas para todo. He llegado a estar más de cuatro horas para comprar dos papas y una bolsa de arroz. Las caras de la gente transmitían miedo, incertidumbre, espanto. Nadie se dirigía la palabra y todos esperaban su turno, nada más.

Nos ordenaron que estuviésemos listos para el traslado y obedecimos. Caminamos hasta la estación, en silencio, y formamos una fila.

 

Al salir de la estación atraje a Pedro hacia mi pecho, lo sostuve con firmeza. Había logrado salir de allí fácilmente, mucho más de lo que había imaginado. ¿Qué hacían todas esas personas que no intentaban escapar? ¿Cómo podían ser tan sumisas cuando ya corrían los rumores de lo que estaba pasando muy cerca de Hungría? ¿Por qué el ser humano confía y piensa que no le va a llegar? Jó, mi marido, estaba tan asustado que prefirió creer en ellos. Tal vez creyó que iba a poder convencerme, o pensaba que era la manera de tranquilizarme. He recreado esos últimos minutos con él para tratar de entender, y por más vueltas que le dé me es imposible descifrar su cobardía. Nos rodeaban pocos alemanes, no podían controlar todo, éramos tantos…, tenía que haber alguna forma de zafar. Primero di un vistazo general al lugar y estudié los movimientos de los alemanes. Había sólo dos a la vista. Fui moviéndome despacio, de una hilera a otra. Las filas se desdibujaban en la marea de gente. Muchos se abrazaban para mantenerse juntos, otros arrastraban pesadas valijas, pero todos caminaban para adelante, con las cabezas gachas, entregados, asustados. Permanecer inerte dando un paso y otro para subirse a esos vagones no entraba dentro de mis posibilidades. Estuve a punto de gritarle a mi marido para que reaccionara, pero habría sido el final de mi escape. Antes de dar el primer paso para meterme entre las dos vías, donde no había nadie vigilando, en medio de las dos hileras de vagones y así perder definitivamente a la masa, apreté su brazo y lo miré fijamente. “Yo me hago cargo de Pedro, vos de Márta.” No pude mirar a la cara a mi hija, pero llevarme a los dos me parecía imposible. A él no se lo perdono, a mí tampoco. La cantidad de veces que he soñado que alzaba a los dos y lograba escapar. Creo que confié en que él iba a entrar en razón. Ese fue el error más grave de mi vida. Pero es imposible dar marcha atrás…

Nadé por las profundidades de la ciudad, por los costados de las veredas, sin dar patadas ni brazadas, deslizándome, tratando de hacerme invisible. La lluvia era cada vez más fuerte, eso me ayudó, había poca gente en las calles, primero caían unas gotas, pero al final diluviaba. Empapada, mi cuerpo se movía por la ciudad en busca de un lugar donde dormir. Ni bien tomé la decisión de intentar huir, pensé que el lugar indicado era la casa de los Lakatos. La amabilidad con la que me trataban cada vez que iba a visitar a Fanni, mi amiga, fue lo que me llevó a buscar ayuda en esa familia. Siempre me habían hecho sentir querida, y eso era lo que más necesitaba. Ninguno podía llegar a delatarme. Mis impulsos eran muy instintivos, me manejaba con el olfato. Hice bien en elegirlos, su afecto incondicional lo llevo como uno de los tesoros más preciados de mi vida. Hicieron tanto por mí y por Pedro.

Izabella, la mamá, abrió la puerta. Debajo de mis pies había un charco de agua, llevaba la ropa empapada, me hizo entrar enseguida y una vez en la cocina me abrazó, mejor dicho, nos abrazó a ambos, Pedro estaba pegado a mi cuerpo, yo parecía una mamá canguro aferrada a su cría. Me costó soltarlo. “Hay que quitarles la ropa mojada. Los dos tienen que sacarse todo, ya mismo.” En medio de sollozos le hice caso. Me metí en el baño con Pedro y nos desvestimos. Nos dimos una ducha, en la que no dejamos de abrazarnos. El agua caliente me trajo de vuelta a este mundo. Estaba en la casa de los Lakatos con Pedro, había logrado escapar. Pensé en Márta. El agua tibia me había repuesto y me preguntaba en qué condiciones estaría ella. La culpa me carcomía, pero debía concentrarme en Pedro, que se había salvado, había que seguir muy alerta, la huida no había terminado. Él estaba más callado que nunca, sus ojos se fruncían más de la cuenta (con el tiempo se le hizo un tic). Con cada abrazo me demostraba que confiaba en mí. En todo momento me agarraba de la mano o me tocaba, eso me daba fuerzas para no rendirme. Por él debía seguir, él tenía su vida entera por delante, y su futuro dependía absolutamente de mí.

Los Lakatos no hicieron preguntas hasta que yo pude hablar, me contuvieron, me hicieron sentir en casa. Como la cacería de judíos se había vuelto impiadosa, era imposible que nos hiciesen dormir en una habitación, así que nos llevaron a una baulera donde guardaban muebles, valijas y otros objetos en desuso. La acomodaron hasta dejarla lo más digna posible. Tenía alfombra, colchón, sábanas limpias y frazadas.

Fanni llegó de hacer unas compras cuando ya nos habían ubicado en la baulera. Izabella le explicó mi situación y la llevó conmigo. Apenas la vi, me quebré. Ella tenía el don de mirarme y de que no hiciese falta nada más. Sus ojos se empañaron, me atrajo hacia ella y nos dimos un abrazo. Siempre le habían costado las demostraciones de afecto, pero en esta oportunidad Fanni me contuvo, sin hablar, con su sola presencia. Me acarició la cabeza hasta que me quedé dormida. Pedro hacía rato que dormía, abrazado a un almohadón.

La primera noche estudié todos los recovecos de lo que iba a ser mi lugar por un año, cada uno de los muebles y objetos. Estaba tan aturdida que me hacía bien concentrarme en otra cosa. Aún hoy puedo describirlos con lujo de detalles, fueron muchos los meses en los que cada uno de esos objetos se convirtió en parte de nuestra guarida. Izabella era una mujer sumamente ordenada, por lo que la disposición de las cosas era minuciosa. Con el fin de hacer lugar para nosotros, había encimado prolijamente una silla arriba de otra, unos estantes arriba de una mesa, unas valijas sobre un cochecito. Allí se podía encontrar cualquier cosa, era una caja de sorpresas. Las valijas estaban llenas de papeles y de recortes de diario. Me pasaba tardes enteras leyéndole cartas a Pedro para ocupar el tiempo. Teníamos que escondernos hasta que el señor Lakatos consiguiese unos documentos falsos que nos permitirían salir de Hungría.

Si bien nuestra estadía en la casa de los Lakatos estuvo plagada de desconcierto y miedo a ser descubiertos, mis recuerdos de aquellos meses son bastante gratos. Durante el día podíamos estar en algunos sectores de la casa, siempre con cuidado, alertas a la llegada de algún extraño. Le expliqué a Pedro que nadie por fuera de la familia podía vernos. A través de un juego, le enseñé a esconderse detrás de algún mueble en cuanto viese una cara desconocida. Nadie podía saber de nosotros, nuestras vidas corrían peligro. Uno de los lugares donde preferíamos estar era la biblioteca, donde sólo entraba el señor Lakatos y, en contadas ocasiones, los hermanos de Fanni, Jani y Gabor. Allí había un escritorio de madera maciza detrás del cual nos escondíamos cada vez que algún invitado entraba de imprevisto y no había tiempo de bajar a la baulera. En una oportunidad tuvimos que quedarnos durante cuatro horas agarrados de la mano, en silencio, esperando a que unos señores que discutían acaloradamente en la sala de al lado se fuesen. Pedro se quedó dormido sobre mis piernas, y cuando Fanni nos avisó que ya podíamos salir de nuestro escondite, Pedro tenía mi rodilla huesuda marcada en el cachete. Por suerte estos hombres no se dieron cuenta de nada, habría sido nuestro fin. Nuestros amigos eran tan callados y amables que no había forma de sacarles información que pudiese perjudicarnos. Pero he de reconocer que los días que siguieron estuve intranquila. Cualquier paso que oía, el timbre que sonaba o una voz extraña bastaban para ponerme en alerta. Me sudaban las manos y respiraba raro, con una agitación que no había sentido antes.

A pesar de ser un niño, Pedro jamás lloraba. Aprendió rápido a callar para pasar inadvertido. Sabía que no había lugar para berrinches ni llantos molestos. Alguna que otra vez se le caía una lágrima cuando alguien nombraba a su hermana o a su padre, pero aprendió rápido a pasar desapercibido. Aprendió a silenciar su dolor. En cambio, para mí era imposible, y por las noches le daba rienda suelta a mi sufrimiento y con la almohada cubriendo mi cara lloraba hasta dormirme. Siempre me cercioraba de que Pedro durmiera profundamente para descargarme. Cuando se movía en el colchón y me preguntaba qué pasaba, le decía que estaba resfriada. Durante el día me sonaba la nariz a cada rato para que no sospechase de mis mentiras.

Pedro era un chico brillante, absorbía todo con una facilidad asombrosa. A los cinco años leía de corrido y hablaba como un adulto. En la baulera aprendió a leer y a escribir. Había tiempo para todo y lo aprovechábamos al máximo. Mi mayor estímulo era ver cómo progresaba.

En la biblioteca del señor Lakatos encontré una enciclopedia de botánica que nos mantenía en contacto con la naturaleza. Soñaba con ver un parque repleto de flores. El verde, cómo lo extrañaba. Alguna noche salí unos minutos de la casa sin que nadie supiese para sentir el cielo sobre mi cabeza. Necesitaba sentirme libre, ver las estrellas, tener el cielo arriba sin nada que se interpusiera, oler la noche. La primera vez que me atreví a salir era una noche oscura de pocas estrellas, sin embargo, la recuerdo tan brillante. Inspiré hondo tratando de absorber unos segundos de libertad. Aquella noche dormí profundamente, como hacía mucho no podía.

El encierro puede encogernos, día a día sentía que me iba haciendo más pequeña. Soñaba que corría por las calles, que me hamacaba en un parque, que me tiraba en el pasto, que la lluvia me empapaba. En mis sueños vivía a la intemperie, rodeada de flores, descalza. Cómo extrañaba la caricia del sol en la piel. A veces cerraba los ojos y me imaginaba encandilada por el sol y me levantaba con la sensación de haber dormido en una playa.

Todos mis sueños me llevaban a pensar en Pedro y en Márta. Si para mí era difícil y extrañaba la libertad, imaginaba lo que sería para Pedro, imaginaba sus ganas de correr, de estar con otros chicos, con su hermana, con quien jugaba hasta hacía tan poco. Privar a Pedro del afuera me parecía cruel, pero mucho peor era no saber dónde y cómo estaba mi hija.

Por un tiempo creí que no iba a volver a sonreír, pero de a poco las gracias de Pedro fueron sacándome una sonrisa. Sólo sus monerías y sus salidas inteligentes lo lograban. Mis facciones se endurecieron, la blancura de mi piel se volvió gris. La tristeza sólo lograba aplacarse con un abrazo de Pedro o una charla con Fanni. No podía quejarme, estaba a salvo, bajo techo, en la casa de mi amiga, tenía para comer, me cuidaban, no estaba sola. Y mi niño crecía sano.

La vida que llevaba mi amiga afuera de la casa me mantenía entretenida. Fanni me daba un parte diario de todo lo que hacía. Por las mañanas enseñaba francés en un colegio, y por las tardes daba clases particulares a empresarios y abogados. Salía bastante, siempre le revoloteaban varios pretendientes a la vez. Pero era muy cuidadosa y nunca los llevaba a la casa. Se divertía, pero no le daba demasiada atención a ninguno. Sus padres se preocupaban, pues en aquel entonces no estaba bien vista una joven de veintiocho años soltera. Pero Fanni no tenía apuro en conseguir un marido. Tenía otros planes en mente. Me encantaba cuando me contaba acerca de ellos. Todos querían casarse enseguida, pero no había ninguno que la enamorara. “Ildikó, no me gustan los celosos, esos son los peores.” Irradiaba mucha seguridad. Era linda, menuda y luminosa, tenía facciones pequeñas, una sonrisa grande y honesta y ojos marrones, profundos. Y su risa era de lo más contagiosa.

Pedro

Hace poco sentí ladrar a un perro y me llevó a aquel día en que nos fuimos de casa, caminando hacia la estación. Mi perra Morzsa (su nombre significaba “miguitas de pan”) ladraba cada vez que nos íbamos, pero aquella vez sus ladridos eran distintos. Dicen que los perros pueden percibir el peligro, que son capaces de darse cuenta de que su amo está en riesgo. Si bien le insistí a mamá para que la llevásemos con nosotros, me dijo que Morzsa tenía que quedarse a cuidar nuestra casa hasta que regresáramos, que la vecina le daría de comer. Ladraba en un quejido. Parecía una loba aullando. Jamás supe qué fue de mi perra. Cada vez que siento un ladrido semejante se me contrae el estómago. Me acuerdo de sus ojos cariñosos, su incondicionalidad. Cuando yo llegaba de algún lado, movía la cola y ladraba con desesperación. Al resto de mi familia le hacía fiestas, pero conmigo tenía una especial predilección, emitía sonidos diferentes.